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Carlos, fálico y diablo

Carlos, fálico y diablo

Ciro Bianchi Ross

 

Cuando se conoce por referencia la vida del gran pintor cubano Carlos Enríquez, uno lamenta no haberlo podido conocer personalmente. Fue uno de los mejores intérpretes del paisaje cubano y un retratista excelente y legó, tanto en su pintura como en sus novelas, una visión muy personal de cuanto lo rodeaba. Supo hacerse acompañar invariablemente de mujeres muy hermosas, fuera una escritora francesa o una modelo haitiana, pero era un solitario que  vivió poseído de un afán de autodestrucción,  y el alcohol, que terminó matándolo, lo destruyó primero como artista. Hablaba sobre la obra de amigos y enemigos y se empeñaba en fabricar la frase más brillante para infligir la herida más profunda. “Carlos fálico y diablo”, lo definía Nicolás Guillén.  Pero era un hombre generoso. En sus últimos años, cuando ya no tenía nada que dar, regalaba a los amigos que interesaban su ayuda alguno de sus cuadros para que lo hicieran dinero. Aun así,  decía en un poema  Félix Pita Rodríguez, se esforzó durante toda su existencia en hacer creer que era tan malo como Benvenuto Cellini y tan perverso como el Marqués de Sade. Esfuerzo inútil, añadía Pita, “aunque algunos, a veces, /  te lo confieso ahora / al oído discreto de la muerte, / para verte feliz / fingíamos creerte”.

            Carlos Enríquez nació en 1901, en Zulueta, localidad de la región central de la Isla. Su padre quiso “darle carrera” y lo envió a estudiar Contabilidad a Estados Unidos, pero allí el muchacho adquirió  el instrumental técnico para su pintura. Como otros de su generación, ambicionaba   romper el estancamiento que signaba a la plástica cubana y encontró  aquí solo hostilidad e indiferencia. Sus dibujos fueron  tachados de obscenos y escandalosos y una muestra de su obra  retirada de la sala de la exclusiva sociedad que la exponía el mismo día de la apertura. Viajó entonces a París y los cuatro años que pasó en esa ciudad en el momento en que el surrealismo estaba  en lo mejor de su curva, completaron  su desarrollo, pero no lo cambiaron  en lo esencial. Siguió  siendo el pintor de la sensualidad y el embrujo cubanos, el artista que sabía que “pintar es reencontrar la perdida magia del mundo, su esplendor primario”.

            Algunos lo consideran como el primer surrealista cubano. Para no pocos  críticos, como Adelaida de Juan, esa afirmación no es del todo acertada. Dice: “Estaba demasiado arraigado en lo inmediato, en fuentes terrenales; su imaginación y su erotismo no requerían  del ‘maravilloso azar’ ni del subconsciente surrealista… El sueño de Carlos Enríquez tiene una verificación inmediata y carnal…”  Expresaba el propio artista: “Creo que mi pintura se encuentra en constante plano evolutivo hasta la interpretación de imágenes producidas entre la vigilia y el sueño… Sin embargo, esto no quiere decir que sea surrealista… Me interesa interpretar el sentido cubano del ambiente pero alejándome de escuelas europeas… Me interesa la forma humana, el paisaje y, sobre todo, la combinación de ambos pues todo hombre tiene su paisaje, interior o exterior, del cual nunca podrá aislarse”.

            Su pintura más recordada es El rapto de las mulatas (1938) en la que mujeres, caballos y guardias se funden en una especie de danza ritual que confiere un movimiento frenético a la obra. Espléndidas figuras femeninas poblaron su mundo pictórico, singularizado por el uso del color (azules, malvas, rojos) y de la transparencia.  Sus caballos y la vegetación de sus cuadros remedan siempre el cuerpo de la mujer. Hay en sus desnudos un disfrute sexual pocas veces visto en nuestra pintura. Enríquez gustaba de definir su obra como un romancero criollo. Esa definición puede englobar las tres novelas que escribió: La vuelta de Chencho,  La feria de Guaicanama, y Tilín García, la única que llegó a publicar en vida, en 1939,  y en la que el protagonista, como un nuevo caballero andante, recorre la campiña cubana pregonando la redención del campesino y la necesidad de una reforma agraria.

            Una mañana, en el barrio habanero del Vedado, Carlos Enríquez cortó el paso a quien sería después uno de los grandes escritores cubanos para preguntarle cómo llegaba al hospital Courí. El pintor lucía sucio, mostraba la barba de varios días y pese a llevar en pleno verano un traje de invierno temblaba como el azogue. El joven escritor sintió deseos de gritar a los transeúntes que aquel derrumbe humano era una gloria de Cuba, pero no lo hizo y, limitándose a indicarle el camino, tampoco quiso darle señas de que lo había reconocido. Poco después, en un amanecer,  la sirvienta del artista lo encontró sentado en su sillón, con el radio encendido. Parecía dormido… Ese mismo día se inauguraba una exposición de su obra. Los que llegaron a la galería de la calle Obispo, donde se expondría, encontraron la puerta cerrada y un letrero: “Carlos Enríquez ha muerto”. Era el 2 de mayo de 1957, hace ahora cincuenta años. 

           

           

                       

           

2 comentarios

Dalia Dora -

donde puedo encontrar una copia de la pintura de Carlos enriquez El Rapto de las Mulatas

V109 -

dial; snprtz