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Lisandro: Lúcido, brillante, polémico

Lisandro: Lúcido, brillante, polémico

Ciro Bianchi Ross

El pasado 3 de enero falleció el escritor Lisandro Otero. Un libro de condolencias se abrió con motivo de su muerte en el Centro Dulce María Loynaz y en el momento de redactarse esta nota se anunciaba que sus cenizas se dispersarían en el jardín de la Basílica Menor de San Francisco de Asís, en La Habana Vieja, donde después habría un concierto en su honor, y que la UNEAC  evocaría su  quehacer literario en un acto solemne.

            Nuestra publicación prefiere, sin embargo, recordar a Lisandro como lo conocimos en vida: lúcido, brillante, polémico. Se vio inmerso en algunas de las mayores conmociones del siglo XX. Presenció la revolución argelina.  Estuvo en la guerra de Vietnam. Asistió a la revolución cultural china. Vivió en el Chile de Allende el proceso de la Unidad Popular. Vio cómo levantaron el muro de Berlín y cómo lo derribaron. Conoció el inicio de la perestroika en Rusia y siguió de cerca el despertar de África y su descolonización. En Cuba, en los días de la lucha contra la tiranía batistiana, custodió el archivo de Armando Hart y Haydée Santamaría, dirigentes del Movimiento 26 de Julio, y los movió y protegió  en sus días de clandestinaje absoluto; recaudó dinero para esa organización, participó en la Operación Fangio…hasta que el 1 de enero de 1959, ante las cámaras y micrófonos del canal 12 de la Televisión Nacional, rompió el protocolo informativo de las restantes emisoras, y llamó ladrón y asesino a Batista antes de dar paso a todo un desfile de jóvenes torturados que salían de las prisiones y de mujeres que clamaban por el paradero de sus hijos desaparecidos.

            Diría Lisandro en una entrevista: “No habría sido quien soy de no haber vivido esas experiencias que formaron o modificaron mi visión del mundo. Creo que aprendí a entender la caducidad de las instituciones humanas, la volatilidad del orden constituido, las posibilidades infinitas que encierra todo intento de cambiar la vida”.

            Nunca se libró de antagonistas animosos que juzgaron cada detalle de su existencia. Más que molestarle, sus “tiernos enemigos” le hicieron sentir que estaba vivo. Ocupó cargos de relevancia en instituciones culturales y la diplomacia. Pero no se consideró nunca un burócrata, sino un revolucionario que cumplía las misiones que se le asignaban. No fue un conformista sumiso, sino un hombre que, con expresión honesta y diáfana, vertió sus criterios sobre escollos que debían evadirse para que el proceso social continuara su rumbo con menos lastre.

            Mucho se ha hablado y se hablará acerca del novelista que acaba de fallecer. Una arista nada desdeñable de su quehacer corresponde al periodismo, que para él fue otra forma de asumir la literatura. Su libro Cuba ZDA marca un hito en el periodismo cubano de los 60, al igual que su labor al frente de la desaparecida revista Cuba, donde con su ejemplo y sus consejos formó a toda una pléyade de jóvenes profesionales que se encargarían  de difundir su legado. Un libro como Avisos de ocasión, compilación de crónicas escritas bajo la presión que exige el periodismo y que apareció con el sello de Ediciones Unión, es un gozo para la inteligencia y una fiesta para la palabra. La UNEAC, que lo tuvo entre sus miembros fundadores y cuya presidencia interina ocupó, tuvo el honor de nominarlo para el Premio de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro que mereció por el conjunto de su quehacer en ese campo.

            Seguirán ahora que ya no está, acaso con más ahínco, estudios y análisis sobre el autor que legó algunas de las obras capitales de nuestra literatura,  que exploró los entresijos más íntimos de la naturaleza humana y los avatares del ser frente a sí mismo y su destino. Nosotros, aun bajo el impacto de su muerte, evocamos al amigo desenfadado y cordial, al escritor lúcido, brillante y polémico que fue Lisandro Otero.  

             

           

           

          

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