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Caruso en La Habana

Caruso en La Habana

Ciro Bianchi Ross

 

 

La vida teatral habanera fue intensa durante las tres primeras décadas del siglo XX. Se daba el caso de que noche a noche ocho teatros abrieran sus puertas para la presentación de distintos géneros teatrales. No era raro entonces el empeño de compañías europeas de venir a la capital cubana a “hacer la América”. Si triunfaban aquí, tenían garantizado el éxito en otras latitudes americanas; si no, ya podían volverse a Europa con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.

            En cuanto a la música, la ópera seguía siendo entonces el espectáculo preferido. Y La Habana igualaba y superaba a las más importantes urbes europeas y norteamericanas por la brillantez de los conjuntos operísticos que acogía. En una fecha tan temprana como 1776 abrió sus puertas el primer teatro de óperas con que contó la capital de la Isla. “Un teatro de óperas como no lo había en el mundo en aquella época. No lo había en los Estados Unidos aún ni en otras ciudades de América”, afirmaba Alejo Carpentier.

            Precisaba el novelista de Los pasos perdidos que en aquellos comienzos del siglo XX, “la ópera italiana era un pretexto para toda una exhibición de vanidades, de modas, de cosas. Con un calor infernal y sin aire acondicionado la gente venía de frac y chistera y las mujeres traían pieles de cibelina y casi largaban el pellejo”.

            Carpentier no dejaba de reconocer, sin embargo, que entre 1912 y 1921 se dieron en el Teatro Nacional “las temporadas de ópera más fabulosas que pudieran verse”. En abril de 1915, con motivo de la inauguración de dicho teatro, que se llamó Tacón hasta entonces, vino a La Habana una compañía compuesta por artistas de mucho renombre bajo la conducción del maestro Tulio Serafín. Y en 1920 estaba aquí Enrico Caruso para actuar junto a María Barrientos, Gabriela Bensanzoni, María Luisa Escobar, Flora Perini, Ricardo Stracciari y José Mardones.

Caruso, que haría diez presentaciones, pidió 10 000 dólares por función. Fue el contrato mejor pagado de toda su carrera. Hoy la cifra  podrá parecer ridícula para los “grandes tenores”, que cobran mucho más, pero hasta los años 70 al menos no había sido superada por cantante alguno.

Visitas y contratos como esos  cesaron poco después de la visita del gran divo italiano. En aquel ya lejano año de 1920, a causa de la caída del precio internacional del azúcar, se clausuró la llamada Danza de los Millones o de las Vacas Gordas para dar paso al periodo conocido como de las Vacas Flacas. El precio del  azúcar, principal rubro exportable cubano, descendió de 22,5 centavos/libra, en el mes de mayo, a 3,75, en diciembre, por lo que el Gobierno debió decretar la moratoria general. Suspendieron pagos el Banco Español, el Banco Internacional y el Banco Nacional de Cuba, que especularon con el alza azucarera, y tras el crack bancario solo sobrevivió la banca norteamericana que operaba en el país. Los trabajadores se fueron a la huelga y varias bombas estallaron en la capital. Una de ellas le tocó a Caruso.

 

TÚNICA COLOR DE COLEÓPTERO

 

Para ver a Caruso, el teatro fijó el precio de 25 pesos la luneta, que, por fuera, se revendían en 60. Veinticinco pesos eran entonces el salario mensual de un obrero, y con ellos podían vivir cuatro personas. Aquel alarde de lujo indujo a alguna gente a manifestar su descontento. Y lo manifestó con una bomba que estremeció el Teatro Nacional y que obligó al tenor a abandonar el escenario con pies ligeros.

            Se trata de un incidente sobre el que existen al menos dos versiones. Una atribuye el bombazo a un grupo de anarquistas que exigía reivindicaciones salariales para los empleados del teatro, y asegura que el artefacto explosivo fue colocado en los baños del edificio. Carpentier, en cambio, responsabiliza,  de manera más general,  a gente descontenta con la situación cubana y dice que tiraron la bomba en el foso de la orquesta. Ambas versiones coinciden en que no fue una bomba para hacer daño, sino un petardo para asustar.

            Trataremos de reconstruir los hechos.

            Sucedió durante una matinée. Enrico Caruso,  junto a Gabriela Bensanzoni,  ocupaba la escena. Interpretaba Celeste Aida, de Verdi. Hacía el tenor, como es lógico, el papel de Radamés y vestía una túnica enorme color de coleóptero con reflejos verdes, cuando estalló la bomba.

            Recuerda Carpentier:

            “Caruso, que era muy miedoso, agarró un susto terrible, salió por la puerta del fondo del Nacional y empezó a correr a las tres de la tarde por la calle San Rafael.

            “Cuando llega dos cuadras más arriba, un policía […] lo agarra violentamente por la mano, y dice:

            “-Qué es esto. Aquí no estamos en carnavales para andar disfrazados por las calles.

            “Entonces Caruso, que no hablaba español, empieza a decir:

            -Io non sono in carnavalle, io sono un grande tenore… vestido de Radamés, io sono il tenore Caruso.

            “Pero el policía  no entendía. Se quedó mirando fijo a Caruso y le espetó:

            “¡Eh! ¿Y además de eso disfrazado de mujer? ¡Para la estación de policía!”.

            “Y el pobre Caruso tuvo que ser sacado de la estación de policía por el embajador de su país”, concluía Alejo Carpentier su relato.

 

¿QUIÉN FUE EL “BOMBERO”?

 

Enrico Caruso nació en 1873 y se presentó en público por primera vez cuando contaba con 19 años de edad. A partir de 1902 actuó en Gran Bretaña y desde el año siguiente lo hizo en los Estados Unidos, donde alcanzó una fama extraordinaria gracias, sobre todo, a las grabaciones discográficas. Murió en 1921, un año después de su visita a Cuba.

            En La Habana, se alojó en el hotel Sevilla, aunque algunos insisten en que lo hizo en el hotel Inglaterra. Creo haber oído decir que en esta instalación se conserva un vale de tintorería a su nombre. Cualquiera de los dos resultaba digno del gran divo en esa fecha. Inglaterra era ya entonces un hotel tradicional en La Habana, preferido por artistas y periodistas extranjeros. Allí vivieron un tórrido romance la célebre trágica Sara Bernhardt y Mazanttini, el torero. El otro, inaugurado en 1908, era lo nuevo, con sus cuatro plantas, 300 habitaciones y nueve apartamentos, todos con teléfono y baño privado. Su arquitectura, inspirada en las líneas moriscas del famoso Patio de los Leones del Alhambra de Granada, su decoración, el lujoso mobiliario y los servicios que ofrecía, hicieron que Sevilla fuera uno de los hoteles habaneros más frecuentados durante las décadas iniciales de la República y su fama trascendió los límites de la Isla.

            Entre otros actos sociales, Caruso acudió en La Habana a la residencia de los esposos Pennino, el introductor del granito en las construcciones cubanas, e invitado por el presidente Mario García Menocal pasó un día de campo  en su finca El Chico. Viajó a Cienfuegos y a Santa Clara y ofreció sendos conciertos en esas ciudades.

            El día de la bomba en el Teatro Nacional –y aquí viene la otra versión- Caruso y la Bensanzoni, “contralto de navajas en la liga y apostura de rica hembra”, ganaron la calle, se introdujeron en el auto de cierta dama que, se asevera, flirteaba con el divo, y se trasladaron al Hotel Sevilla. Allí, dicen los historiadores,  llegó Caruso con el traje de Radamés, aquella túnica enorme color de coleóptero.

            El “bombero” fue un niño que vendía periódicos en la Acera del Louvre, el lugar más concurrido de La Habana de entonces.         Un grupo anarquista, que exigía reivindicaciones económicas para los empleados del teatro, le dio cuarenta centavos para que colocara el petardo en uno de los baños del inmueble.

            Aquel vendedor de periódicos contó la historia al escritor Eduardo Robreño muchos años después, cuando –parlamentario y ministro- era uno de los “presidenciables” para las elecciones de 1948. Se llamaba Luis Pérez Espinós, fue Ministro de Educación del gobierno del presidente Grau y se hizo célebre por su campaña de “Todo para el niño”.

            Esta es la historia de Enrico Caruso en La Habana. Imaginamos el susto terrible que debe haberle pegado al gran tenor, divo entre los divos, aquella máquina infernal que, a diferencia de las de ahora, era solo de humo y ruido.

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