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Plaza, cien años

Plaza,  cien años

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 

Tiene aire de época.  Es amplio y espacioso, como para perderse en sus salones. Bellísimo. Combina el estilo colonial con el confort de la vida moderna. Su ubicación resulta insuperable y desde sus balcones  y terrazas regala una de las mejores vistas de La Habana. El Hotel Plaza cumplió cien años y retiene con orgullo la corona real que desde su inauguración luce en su monograma.

            Persiste en esta instalación la distinción de antaño. Impactan sus pisos de mosaicos franceses trabajados a mano. Los techos casetonados. Las lámparas de cristal y bronce. Las fuentes que evocan los patios rumorosos de ayer. Las obras de arte originales… En el área de alojamiento, los muebles se conjugan con la estructura de las habitaciones y algunas de ellas conservan parte de su  mobiliario original, como esos comodísimos sillones llamados comadritas.  No se piense, sin embargo, que el Hotel Plaza se detuvo en el tiempo. Sin que le hagan perder su estilo, las facilidades del mundo actual están también en sus predios. 

            En 1895 la opulenta familia Pedroso construyó su residencia en el terreno que hoy ocupa el Plaza. En 1898 la casa fue la sede del Diario de la Marina. En 1902 el edificio es adquirido por el norteamericano Walter Fletcher Smith que lo remodela a fin de adaptarlo para un  hotel que no llega a inaugurar. Smith vende el inmueble a Leopoldo González  Carvajal, Marqués de Pinar del Río y propietario de las marcas de habanos Cabañas y Carvajal y Por Larrañaga.  Es el Marqués quien encarga que se adicionen dos plantas al edificio sin que por ello se altere su estilo ni su fachada. E inaugura el hotel el 3 de enero de 1909. Desde entonces y hasta su intervención, en los años 60,  por el Estado cubano, el Plaza siempre estuvo en manos de la familia Carvajal. Su última propietaria llevaba el curioso nombre de Pergentina. Pergentina Carvajal.

CAFÉ CON BUÑUELOS

Dice la doctora Estela Rivas, que ha indagado en la historia de buena parte de los hoteles habaneros, que las tierras  donde se ubicaría el Plaza se otorgaron  en regalía  al sacerdote Cristóbal Bonifaz de Rivera, provisor del Obispado y propietario de un ingenio azucarero localizado en la zona de Jesús del Monte.  Bonifaz debía utilizarlas para fomentar una estancia de labor y una arboleda. Posteriormente el predio es adquirido por el matrimonio que conformaban el catalán  Gaspar Arteaga y Petronila Medrano, natural de Jamaica.  La construcción de la Muralla, que  afecta y mutila ese y otros terrenos, da pie a un engorroso litigio que durará hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el Cabildo de La Habana, primero, y la Corona española, después, reconocen el derecho que sobre las tierras en cuestión tenían los herederos de Gaspar y Petronila.

            Mientras tanto, crecía La Habana fuera del recinto amurallado. El Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad)  el Paseo del  Prado y el teatro Tacón se convertían en sitios preferidos para los habaneros, y una nueva puerta en la Muralla, la de Monserrate, facilitaba el tránsito entre un lado y otro del cinturón de piedra, que comenzó a hacerse inoperante. Su demolición dio origen al reparto Las Murallas, zona en la  que construiría su casa la acaudalada familia Pedroso.

            La nueva urbanización crece lentamente hasta 1875. El centro de la capital, sin embargo, sufre un vuelvo durante los años iniciales del siglo XX. Se traza la avenida del Malecón desde La Punta hasta Belascoaín y comienza a edificarse en el Vedado.  En 1905 se emplaza en el Parque Central, antigua plaza de Isabel II, la estatua de José Martí, obra del cubano Vilalta Saavedra y se construyen mansiones fastuosas a lo largo del Paseo del Prado y de calles como Zulueta y Monserrate. La Manzana de Gómez, todavía de una sola planta, pasa a ser un importante complejo comercial y en 1907 se coloca la primera piedra de lo que sería el edificio del Muy Ilustre Centro Gallego.

            ¿Qué hizo que el norteamericano Fletcher Smith desistiera de su idea de convertir en hotel la casa de los Pedroso?  Dice la historiadora Estela Rivas que cuando Carlos Miguel de Céspedes, Carlos Manuel de la Cruz y José Manuel Cortina, asociados en lo que se llamaba el bufete de las Tres C, decidieron urbanizar los terrenos de lo que sería el reparto Playa de Marianao, encontraron que ese sujeto, llegado a la Isla, con grados de capitán, en los días de la guerra hispano-cubano-americana, era propietario de dos mansiones en el área. Quisieron los de las Tres C comprárselas, pero Smith pidió por ellas las astronómica suma de cien mil pesos, oferta que rechazaron los interesados. Céspedes entonces lo amenazó y le advirtió que se lo quitaría del camino a como fuera. Eso motivó, apunta Estela Rivas, que el norteamericano pidiera licencia para portar armas de fuego y  llegó a vérsele con pistola al cinto. No era tan fiero el león y Céspedes terminó metiéndole el pie. El edificio que soñaba convertir en hotel lo vendió al Marqués de Pinar del Río.

            González Carvajal tenía ciertamente muchísimo dinero, lo que, pensaba él, le daba derecho a alternar con la impenetrable aristocracia habanera. Los nobles de La Habana lo rechazaban y le llamaban, con desprecio, El Tabaquero. Viajó don Leopoldo a España, hizo allí cuantiosos favores financieros a la Corona y el gobierno de Madrid, en pago, le otorgó el título de Marqués de Pinar del Río. Pero de vuelta a La Habana, la nobleza criolla siguió rechazándolo y llamándole, con desprecio, El Tabaquero. Se estilaba que todo noble situara ante la fachada de su casa dos leones de piedra que identificaban  su condición. El nuevo y flamante Marqués de Pinar del Río ordenó que los suyos se los tallaran en mármol. Entonces el Conde de Fernandina, su vecino, dispuso la retirada de sus leones  para evitarles que sufrieran la cercanía de aquellos leones espurios.

            El Hotel Plaza abrió sus puertas con un baile de caridad. Dijo entonces la revista El Fígaro: “La fiesta resultó magnífica y como digno complemento de la brillante concurrencia, tanto del elemento americano como de la buena sociedad habanera, se sirvió un excelente buffet y Torroella presentó una orquesta de veinte profesores…”

            Esas y otras publicaciones promueven el hotel como un establecimiento que merece visitarse por sus ascensores (todo un acontecimiento en la fecha) sus precios módicos y los momentos musicales que asegura el cuarteto de Cosculluela. La prensa alaba la calidad de la cocina de la instalación y la curiosa oferta de su cafetería El Tivolí: el café con buñuelos. “Fíjese en el hueco y no en el buñuelo”,  sugería un anuncio de entonces.

HUÉSPEDES Y VISITANTES

La historia de un hotel puede escribirse asimismo con la relación de sus huéspedes y visitantes.

            En el Plaza se alojaron las célebres bailarinas Ana Pavlova e Isadora Ducan. Los aviadores españoles Mariano Barberán y Joaquín Collar. El inmortal ajedrecista cubano José Raúl Capablanca. El pelotero norteamericano Babe Ruth… Uno de los restaurantes de este hotel fue el escenario escogido por la comunidad hebrea habanera para rendir homenaje a Albert Einstein durante su visita relámpago a la capital de la Isla. Ya aquí, el creador de la Teoría de la Relatividad hizo una excursión a Santiago de las Vegas para conocer la campiña cubana, recibió homenajes de la Academia de Ciencias y de la Sociedad de Geografía y adquirió un sombrero en la exclusiva tienda El Encanto, de Galiano y San Rafael.

            También en Santiago de las Vegas estuvo Isadora Ducan, huésped del hotel en 1917.  Dice explícitamente en sus memorias que visitó el lazareto de El Rincón, entonces acabado de inaugurar, y también la llamada finca de los monos, propiedad de Rosalía Abreu. En su libro Mi vida recuerda los cafés típicos de La Habana. Tendría una vida trágica. Sus dos hijos murieron en un accidente y su propia muerte fue consecuencia de una casualidad lamentable cuando la larguísima chalina que llevaba anudada al cuello  se enredó con el eje del vehículo en que viajaba  y le provocó la muerte por estrangulamiento.

            La bailarina rusa Ana Pavlova estuvo en Cuba en  1915 y en 1917, y en una de esas ocasiones se alojó en el Plaza. En esa última fecha bailó Giselle en el Teatro Nacional (hoy Gran Teatro de La Habana). En la primera parece haber bailado El lago de los cisnes.

El 14 de marzo de 1915 decía la prensa cubana: “Muy pocas veces hemos podido ver en el escenario del rojo coliseo tanta distinción y elegancia como la de anoche con motivo de hacer aparición ante el público habanero la más notable bailarina de nuestra época”.

En aquella ocasión la bailarina se empeñó en reforzar su ropero personal entre nosotros ya que le habían dicho de las modistas de La Habana, muchas de ellas, francesas,  eran las mejores de América.

Renée Méndez Capote, que la conoció personalmente en esa fecha, la recordaba “Menudita, frágil, bajita, parecía un pajarito, una mariposa, un ser alado. Fuera completamente de lo que entonces se consideraba belleza femenina, esta mujercita imponía, sin embargo, por su prestancia y su gracia. De ella emanaba un atractivo especial, como el que se siente ante una obra de arte, solo al mirarla –sencilla, modestamente vestida, sin afeites ni peinado pretencioso- se sentía uno impresionado. Nos pareció un ser de otro mundo”.

Barberán y Collar fueron protagonistas, en 1933, a bordo del Cuatro Vientos, del vuelo Sevilla-Camagüey, que los llevó a atravesar, sin escalas,  el Atlántico por su parte más ancha. Hazaña inédita hasta entonces. Treinta y nueve horas y 50 minutos demoraron en hacer los 7 570 km que separan esas ciudades.

Una estancia breve. Ya en Cuba se le detectaron al Cuatro Vientos algunas fallas: un salidero de gasolina y astilladuras en la hélice, que era de madera, desperfectos que fueron reparados por un mecánico español. La madrugada del día en que abandonaron La Habana presagiaba mal tiempo, pero los pilotos, sobre todo Barberán, que era el jefe del dúo, decidieron partir  pese a encontrarse indispuestos y muy cansados por el largo viaje y los agasajos interminables que se les brindaron en Cuba. En México aguardaban su llegada 600 000 mexicanos. Jamás llegaron a su destino.

BABE RUTH

La habitación 216 de este establecimiento hotelero se conserva tal y como era cuando la ocupó el sensacional Babe Ruth.  Era el norteamericano una verdadera atracción del béisbol: había propinado 54 jonrrones en la Liga Americana. El empresario cubano Abel Linares, con intención de levantar ese deporte en Cuba, trajo a La Habana, en octubre de 1920,  a los Gigantes, a los que sumó a Babe Ruth, para una serie de veinte juegos con los clubes Habana y Almendares.  Babe ganaría 2000 dólares por encuentro.   Cuando llegó a Cuba ya los topes habían comenzado por lo que debía participar en nueve encuentros. De ellos, uno se suspendió. Se jugaba entonces en el Almendares Park, situado en el área que ocupa la Terminal de Ómnibus de La Habana.

Babe Ruth, dice el cronista Elio Menéndez retomando fuentes de la época, decepcionó a los habaneros. Solo logró  conectar dos jonrrones. Cronistas de entonces explicaban que los pitcheres, temerosos de su poder, lo trabajaban con bolas malas, y que él, con la ilusión de complacer al público, les tiraba a todas.

Hubo juegos peores que otros. Como el quinto encuentro, el 6 de noviembre. Cristóbal Torriente, un negro cienfueguero, conectó tres jonrrones en el juego, y Babe no pudo batear imparable alguno a Isidro Fabré, El Catalán. Pero al final, Babe cobró los 2000 dólares convenidos, y Torriente los 200 pesos que sus compañeros le recolectaron pasando la gorra entre la fanaticada.

Terminados los encuentros de La Habana, fue invitado a jugar en Santiago de Cuba. Se constituyó al efecto una novena a la que se le dio el nombre de Estrellas de Babe Ruth. Se jugarían solo dos juegos. Pero el primero de ellos fue terrible para el norteamericano y su equipo.  Pablo Guillén lo ponchó tres veces y dio lechada a los contrarios.

Todo lo que ganó aquí, y más también, lo perdió en el frontón jai alai y en el hipódromo Oriental Park. En el hotel Casagranda, de Santiago, gastó una fortuna en los dados. Pero Babe se sentía encantado en La Habana e insistió en quedarse por más tiempo. Pero de una opinión muy distinta fueron su esposa y el representante que lo acompañaban. 

A cien años de su apertura, el Plaza sigue siendo el Plaza. Mantiene la distinción y la elegancia del 1900.  Un típico hotel de ciudad que regala un entorno de maravilla. Siguen sobrando las razones para preferirlo en su centenario.

 

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