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Hechos

Cómo cayó el Presidente Prío

Cómo cayó el Presidente Prío

Ciro Bianchi Ross

En varias ocasiones he hablado sobre los dos golpes de Estado del 10 de marzo de 1952. Uno, que orquestaron jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge García Tuñón, que derrocó al presidente Prío, y el otro, que propinó Batista a esos militares.

            Cité al respecto, entre otras fuentes,  un documento de Guillermo Alonso Pujol, que publicó en aquellos días la revista Bohemia, donde contaba como en marzo de 1951, es decir, un año antes del cuartelazo, Batista, con sus técnicas graduales y envolventes y su prudencia y reservas naturales, le preguntó cuál sería su actitud  «si el Dr. Prío sufriera un percance, por ejemplo, un fatal accidente de aviación».  Alonso, lógicamente, respondió lo que debía. Como Vicepresidente de la República que era cumpliría con los deberes que le asignaba la Constitución y asumiría el poder. Recalcó: «Salvo que el Ejército me lo impida materialmente». Batista le dijo que había que prepararse para esa eventualidad «y mirar desde ahora a las Fuerzas Armadas». Continuaron discurriendo y Alonso comprendió que su interlocutor lo llamaba a un plan que suponía, mediante el desplazamiento por la fuerza del Presidente, su exaltación a la Primera Magistratura en un gobierno en que Batista se aseguraría plenos controles militares y políticos.

Al día siguiente volvieron a encontrarse y Batista, en la medida que lo creyó conveniente, reveló a Alonso su secreto. «En el Ejército hay un movimiento de jóvenes oficiales que se encamina a la destitución del presidente Prío y a su sustitución por el Vicepresidente de la República. Me tienen por la figura que debe darle tonalidad histórica al movimiento. Si los desoímos se corre el riesgo de que lo hagan por su cuenta y esto es muy peligroso dado la ausencia que tienen los militares del sentido de orientación política». Alonso adujo que el alto mando secundaría a Prío, y Batista aseveró  que esos oficiales serían destituidos fácilmente. «En mis planes no cuentan. Lo importante son los mandos en las unidades, y esos estarán a nuestro lado».   En esa segunda conversación Batista le pidió que le extendiese de inmediato el nombramiento como ministro de Defensa que haría valer en el campamento de Columbia en el momento preciso. «Aunque no lo decía claramente, me hablaba como si se tratara de un golpe a ejecutar en horas inmediatas».  Pese a la insistencia, Alonso se negó a secundarlo en la aventura. Salió de La Habana y no respondió  a los llamados telefónicos  del General. Cuando volvieron a conversar, Batista comentó: «El enfermo ha mejorado y se ha suspendido la operación. Nos sentimos alarmados al no localizarte ayer. Pasamos unos ratos muy malos para detener el golpe pues todo estaba dispuesto. Las órdenes en contrario tuve que darlas con dificultad…»

            Transcurrió todo un año antes de que aquellos jóvenes oficiales en activo —unos 50— con el concurso de uno grupo de militares retirados dieran el golpe de Estado.

GENERAL REGRESO

Me leí de un tirón un libro de  Newton Briones Montoto, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales. Se titula General regreso y estudia, en sus más de 400 páginas,  el gobierno de Prío, en sus aspectos políticos, económicos y sociales,  para adentrarse en las causas que motivaron el golpe del 10 de marzo de 1952.  Un libro ameno y altamente disfrutable, como todos los de ese autor, y calzado, al igual que los anteriores,  con una indagación documental pasmosa y numerosas fuentes orales.

            Uno de los informantes de Briones Montoto es el periodista Luis Ortega, cubano radicado en Miami y a quien Batista, en aquel ya lejano año de 1952 ofreció primero un cargo de Ministro, que Ortega no aceptó, para insertarlo después en el llamado Consejo Consultivo, con el que el dictador suplantó al Congreso de la República, suspendido en sus funciones por el cuartelazo.

            Ortega, avisado en su casa de Arroyo Arenas de que algo sucedía, pudo llegar esa madrugada a Columbia. No se atrevió o no pudo entrar —dice que un tanque se encimó amenazante sobre su automóvil—  y se dirigió a la casa de Sergio Carbó, director del periódico Prensa Libre. Desde allí llamaron al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Atendió la llamada su esposa, Arminda Burnes.  Estaba presa en el baño de la casa. Una hora antes, el ex comandante Manuel Larrubia Paneque, retirado en 1944, había irrumpido, ametralladora en mano,  en la habitación donde dormía Cabrera para llevárselo detenido. Antes de conducirlo a la casa de la suegra de Batista, en 86 y 5ta. B, en Miramar, los hombres que acompañaban a Larrubia arrancaron todos los teléfonos de la vivienda, pero no repararon en el del baño. Por ese aparato Arminda comunicó lo que sucedía al teniente coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar del Palacio Presidencial, para que a su vez  avisara a Prío, a la sazón en su finca La Chata, en Arroyo Naranjo. Aunque ella no lo sabía, a esa hora también estaban presos los generales Otilio Soca Llanes, Ayudante General, y Quirino Uría, Inspector General, detenidos asimismo  en sus casas dentro del campamento, por el capitán Hernando Hernández, y el teniente Victorino Díaz, respectivamente. Al capitán Pilar García se le dio la misión de apresar al coronel Eulogio Cantillo, pero este huyó por una ventana y se refugió en la jefatura de la Aviación, que tenía bajo su mando.

            Una hora después volvía Luis Ortega a Columbia. Vio de casualidad a amigo «Silito» Tabernilla, hijo del «viejo Pancho» y secretario de Batista, que lo dejó entrar y en un jeep lo condujeron a la jefatura.

            Cuenta Briones Montoto lo que Ortega le relató: «… Batista estaba muy nervioso, aunque lo recibió bien. Estaban allí algunos de los que iban a ser ministros. El que esta dando las órdenes era Jorge García Tuñón… Estaba dando órdenes por teléfono y controlando la situación. Allí se encontraban Andrés Rivero Agüero, Ramón Hermida, Colacho Pérez y Oscar de la Torre. Luis se acercó a Batista y le preguntó qué era lo que estaba pasando.

             «-Chico, hemos tenido que asumir el poder…

             «El ambiente era de temor, porque todavía el golpe no había cuajado y el mando estaba en manos de los oficiales principales. Batista estaba en un rincón y no daba órdenes, las daba García Tuñón».

ANTECEDENTES

En mayo de 1959, cuando se juzgó en La Habana a los culpables del golpe de Estado del 10 de marzo, al menos dos de los acusados aludieron con pelos y señales  a la complicidad en el cuartelazo de Ruperto Cabrera, presente en la Causa No. 50 como testigo. Eso, en definitiva, no se ha probado. Segundo Curti, ministro de Gobernación en el gobierno de Prío, que falleció en Cuba  en el 2001, tildaba a Cabrera de «incapaz» y hablaba de su «manifiesta negligencia que a ratos parece complicidad o aceptación cómplice» ante el golpe de Estado. Pero preguntado directamente por Briones Montoto sobre la actitud del ex jefe del Ejército, respondió que consideraba que no hubo traición de su parte. Sin embargo,  añadió con malicia: «Recuerda que Cabrera surgió el 4 de septiembre de 1933».

            El caso es que durante el gobierno de Prío algunos militares retirados y en activo vieron a Cabrera,  como una ficha de recambio para asumir el gobierno. Apunta Briones Montoto: «La única dificultad estaba en que Cabrera se negaba a encabezar el movimiento. Entonces surgió Batista como alternativa».

            Batista, electo en la boleta del Partido Liberal como Senador por Las Villas, estaba de nuevo en La Habana luego de su autoexilio —«el invierno largo»— en la Florida a partir de 1944,  y había fundado su propia organización política, el Partido de Acción Unitaria (PAU) por el que pensaba aspirar a la presidencia en los comicios del 1 de junio de 1952.

            Ajenos a Batista y al grupo de militares ya aludido, conspiraba otro grupo de oficiales. Esta conjura había surgido en la Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores, Roberto Agramonte, Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcenas, todos civiles y vinculados  políticamente al líder ortodoxo Eduardo René Chibás, propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de militares entre los que sobresalía el capitán García Tuñón.

            Luis Ortega, que obtuvo esa información de García Bárcenas y del propio García Tuñón, dijo a Briones Montoto,  y así lo consigna este en su libro,  que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega,  pero dio su asentimiento.

SIN UN LÍDER PRESENTABLE

Se retractaría cuando,  en las elecciones parciales de 1950,  volvió a ser elegido senador. Con posibilidades reales de lograr la presidencia en el 52 concluyó que quería alcanzar el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que en la Escuela Superior de Guerra alentaban ese propósito.

«Para los tres profesores y para los militares comprometidos, la retirada de Chibás fue un duro golpe. Se quedaron sin un líder presentable… Los tres profesores se abstuvieron de seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban obsesionados con la idea de salvar a la República del caos…« —escribe el historiador Newton Briones Montoto, siguiendo el testimonio del periodista Luis Ortega, en su libro General regreso. Continuaron pues sus reuniones conspirativas y, a la caza de un líder, se toparon frente a frente con Batista.

¿Batista? El hombre ha cambiado, insistieron algunos de los conspiradores y comisionaron a García Tuñón, el más antibatistiano del grupo, para que lo contactara. Apunta Ortega: «Era un excelente oficial, poco ducho en trajines políticos, pero de una alta moral profesional… Lamentablemente era un hombre muy influenciable y siempre dispuesto a tomar las cosas en serio. La entrevista de Batista con Tuñón fue desastrosa. Batista, muy hábil, lo convenció de que él era ya un hombre nuevo, renovado, y que solamente aspiraba al bien de la nación. Le describió un plan de gobierno maravilloso. Cuando Tuñón salió de la entrevista era otro hombre. Estaba entusiasmado. La descripción que le hizo a sus compañeros fue muy optimista. Batista era el hombre. Ya no le interesaba el dinero sino la gloria. Tenía arraigo en los cuarteles. Tenía influencia en la política nacional. Tenía buenas relaciones en Estados Unidos. En conclusión, los militares golpistas decidieron escoger a Batista como el líder del movimiento de regeneración». Porque a todas estas, esos militares jóvenes querían deponer a Prío para instaurar un régimen de honestidad administrativa absoluta, en el que imperara el respeto a la sucesión constitucional y se eliminara el pandillerismo que infestaba el país. Al menos, eso decían aquellos oficiales que, aun con Batista, pensaban ocupar, gracias del golpe, los cuadros principales del ejército. Veremos después qué les pasó.

EL TERCER HOMBRE

En 1951, durante el proceso afiliatorio previo a los comicios, el Partido de Acción Unitaria batistiano alcanzó el tercer lugar con 227 457 afiliaciones. Lo superaban los partidos Auténtico (689 894) y Ortodoxo (358 118) pero quedó por encima de partidos tradicionales como el Liberal, el Demócrata y el Republicano. Y también por encima de los comunistas, el Partido Nacional Cubano del alcalde Castellanos, y el Partido de la Cubanidad del ex presidente Grau. La intención de votos confería asimismo a Batista el tercer lugar (14,21%) mientras que el ingeniero Hevia (Auténtico) con 17,53 y Agramonte (Ortodoxo) con 29,29 eran punteros en la lista. Con una opinión favorable a la gestión del Autenticismo se manifestaba más del 33% de los encuestados, mientras que en su contra lo hacía el 50, 54%. Medio millón de posibles electores —lo que los sociólogos llaman «la espiral del silencio»— no estaba afiliado a partido alguno.

Las posibilidades de Batista de alcanzar el poder en 1952 por la vía electoral eran remotísimas. Pensaba, sin embargo, que, entre otras agrupaciones políticas, el Partido de la Cubanidad, con Grau distanciado de Prío, apoyaría su candidatura, y lo mismo haría el Partido Nacional Cubano. Cuando constató que esas dos organizaciones respaldarían a Hevia, candidato del gobierno, y que el Republicano, de Alonso Pujol, tampoco lo postularía, se supo en el aire y comentó con sus íntimos que no concurriría a los comicios. Determinación que intranquilizó a Prío ya que con Batista en el juego electoral el voto de la oposición se dividiría, en tanto que al quedarse fuera, todos sus votos, muchos o pocos, irían a parar a la boleta ortodoxa.

Antes, Batista y Prío, en una de las residencias particulares del presidente, se habían reunido en secreto, pero no tan en secreto como para que la Ortodoxia no se enterara, a fin pactar la presencia de Batista en los comicios. En ese encuentro Batista ofreció a Prío su cooperación más decidida en su empeño de escindir la oposición. Cuando anunció su retirada, los consejeros palatinos pensaron que tal vez fuera poco lo que le ofrecieron por aquel pacto y acordaron añadir otros dos millones de pesos y cantidades considerables para algunos de sus allegados con tal de que mantuviera la candidatura.

«Este hecho, cierto o no, ha servido para que mucho tiempo después… periodistas e investigadores lo trataran equivocadamente. El supuesto ofrecimiento de Prío a Batista se interpretó de una manera diferente, y dio lugar a que se dijera que Prío había negociado un golpe de Estado con Batista», escribe Briones Montoto en su libro General regreso.

VESTIDOS DE PAISANO

Las elecciones se acercaban y la conspiración seguía su curso en los institutos armados. El Servicio de Inteligencia Militar en cumplimiento de instrucciones superiores, mantenía una constante y discreta vigilancia sobre los movimientos del general Batista «por haberse tenido noticias de que mantenía relaciones políticas con miembros del Ejército en servicio activo». El SIM recomendaba a la superioridad que obtuviera de «los Jefes de los Regimientos 5, 6 y 7 una atención de vigilancia especial sobre la entrada a sus respectivos perímetros de los retirados de las fuerzas armadas, restringiéndose en lo posible estos contactos, así como las visitas de civiles a zonas militares».

La Policía Secreta vigilaba también a los complotados, en específico, sus contactos con familiares de militares en activo, y el periodista Mario Kuchilán, en su columna “Babel”, de Prensa Libre, escribía el 30 de enero del 52: «Con fecha 9 de enero recibimos un informe que ahora nos llega por otros conductos: He oído una conversación en que se daba por seguro una conspiración entre militares vestidos de paisano. La fecha, mayo o junio…»

En realidad, el SIM ni la Secreta tuvieron nunca una evidencia concreta de la conspiración, recalca Briones Montoto en su libro. En un documento que sobre los conspiradores elaboró el SIM se dice explícitamente: «…la forma hábil en que se desenvuelven… no ha permitido adquirir una prueba demostrativa». Los informes preparados por ambos cuerpos llegaron al presidente, pero este no sistematizó el asunto y cometió el error de delegar la investigación en el general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Al comandante Jorge Agostini, jefe del Servicio Secreto de Palacio, que le habló de la posibilidad real de un golpe de Estado, le dijo: “Estás nervioso. Vete para las competencias de tiro a ver si te serenas un poco”. Pero en un almuerzo que sostuvo con oficiales del Ejército, Prío manifestó tener conocimiento de que algo anormal sucedía. Añadió que Batista conspiraba y que los militares se estaban poniendo en ridículo. Los oficiales replicaron que no querían verse de nuevo a las órdenes de Batista, totalmente desprestigiado, y que en el ejército nadie lo secundaría. Conoció además los nombres de los civiles que conspiraban –Colacho Pérez, Hermida, Carrera Jústiz…–personas a las que juzgó de tan escaso crédito que ni siquiera los tomó en consideración. «El presidente, concluye Briones Montoto, oyó lo que quería oír y, por lo tanto, una vez más no hizo nada».

ACTUAR O NO ACTUAR

Prío se hallaba en una disyuntiva. Actuaba contra Batista o no. No es que le faltara acometividad. Tampoco conocía las dimensiones del movimiento que se tramaba en su contra y que terminaría sacándolo del poder. Su prioridad en ese momento eran las elecciones y, más aún, la derrota del candidato ortodoxo. Pero proceder contra Batista a esas alturas a causa de la conspiración equivalía a sacarlo del proceso electoral y su retirada, voluntaria o forzada, de la escena pública haría que la oposición cerrara filas en torno a Agramonte. No tenía alternativa. Dice Briones Montoto en General regreso: «La política y la seguridad se disputaban la atención del presidente y de las dos, la primera iba en punta. Prío entendía mejor la política que la conspiración».

¿UN ACUERDO TÁCITO?

¿Existió realmente un acuerdo entre el presidente Prío y el general Batista que facilitó a este el camino del golpe de Estado?

El historiador Newton Briones Montoto, en su recién publicado libro General regreso, lo niega. Sin embargo, Martín Díaz Tamayo, uno de los protagonistas del 10 de marzo —ex capitán, empleado de la Terminal de Ómnibus de La Habana, a quien el cuartelazo colocó sobre los hombros las estrellas de general— murió convencido de que existió entre ambos al menos un arreglo tácito y que Prío «dejó hacer y dejó pasar, sin dar un solo paso ante la posibilidad de un golpe militar». Los que sostienen esa tesis arguyen que tras la derrota de Antonio Prío, hermano del presidente, en sus aspiraciones a la alcaldía habanera —«Ya lo dice hasta Pomponio, nuestro alcalde será Antonio», fue el lema de los Auténticos entonces— se veía a las claras que el candidato gubernamental sería arrollado por la marea ortodoxa en los comicios del 1 de junio del 52, y como los Ortodoxos habían prometido confiscar lo que estimaban bienes malversados por los Auténticos y juzgarlos como ladrones, Prío prefería la seguridad que le daría un gobierno encabezado por Batista. Agregan que Prío llegó a decir que antes que de ver en la presidencia a Roberto Agramonte prefería forzar de alguna manera el resultado de las elecciones a fin de beneficiar a otro candidato opositor, tal vez a Batista. Pero alguien muy cercano a este, su cuñado Roberto Fernández Miranda —otro de los grandes favorecidos por el cuartelazo— escribe en su libro Mis relaciones con el general Batista (1999): “Claro que mucha gente… afirmará que jamás Prío hubiese entrado en ese tipo de componenda. Están en su derecho. En cuanto a mí solo puedo decir que jamás Batista dejó traslucir nada al respecto, ni entonces ni después. Todo esto es solo una suposición”.

EL PRETEXTO

El clima político se enrarecía por día en la República. Conspiraba Batista con un puñado de oficiales retirados y conspiraba el capitán Jorge García Tuñón a la cabeza de un grupo de militares en activo. El insulto soez se hacía norma en la vida pública y se entronizaban la confusión y la anarquía. Los rumores sobre la posible renuncia del presidente parecían ser falsos, pero era cierto que Prío, caso inédito en la política cubana, ansiaba la llegada de la fecha en la que traspasaría el poder. Lo agobiaban y lo mantenían en jaque los problemas dentro de su propio partido y los ataques sin tregua de que era víctima por parte de sus opositores. La libertad de expresión, que insistía en mantener, se utilizaba en su contra. Reinaba el desorden en la nación. Pistoleros y terroristas aparecían como candidatos a cargos electivos en las boletas del Partido Auténtico y de sus organizaciones aliadas, y «los muchachos del gatillo alegre», mancomunados en los llamados «grupos de acción» hacían de las suyas en las calles. «El gobierno carga las pistolas, los delincuentes las disparan», declaraba Batista con olvido de que al alentar en años anteriores el «bonche» universitario, fue él uno de los propiciadores del gangsterismo que tanto auge cobraría durante los gobiernos Auténticos. La mitad de la población estaba desempleada y el crecimiento de la economía cubana no guardaba proporción con las necesidades….

El atentado a Alejo Cossío del Pino, que provocó una ola de indignación, se atribuyó a la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) empeñada en castigarlo por sus declaraciones a favor de Mario Salabarría en los días de la masacre de Orfila (septiembre de 1947) aunque no faltaron los que responsabilizaron a los seguidores de Batista que habían acordado apenas unos días antes, el 7 de febrero, exhortar a jóvenes militantes del Partido de Acción Unitaria a realizar atentados personales y provocar toda clase de alteraciones del orden público a fin de justificar el golpe de Estado.

Añade el destacado historiador Briones Montoto que Batista ponía énfasis en el tema la anarquía y se presentaba como un cancerbero del orden. Anunciaba que a su llegada al poder su primer empeño sería el de tomar acción enérgica y definitiva contra los pandilleros, a fin de erradicar «de una vez y para siempre la acción perturbadora de esos enemigos de la tranquilidad pública». Aunque machacaba al gobierno en ese sentido, sabía, dice Briones, que ese no era pretexto suficiente para justificar un golpe de Estado, un acto que, una vez consumado, no agradaría políticamente. Y como no encontraba la justificación plausible, la inventó: Prío protagonizaría un autogolpe.

El 13 de abril de 1952 declaraba Batista a Bohemia: «Tenemos pruebas muy ciertas de que meditaban el golpe de estado para alrededor del 15 de abril… Una conversación casual de Carlos Prío con Anselmo Alliegro nos puso sobre la pista…»

Las cosas, según Batista, sucedieron así. El presidente presenciaba un juego de pelota en el Gran Stadium del Cerro, y Alliegro, conmilitón de Batista antes y después del 10 de marzo, fue a saludarlo. Siguiendo siempre la versión de Batista, Prío le dijo: «… he decidido que a menos que la posición electoral no haya mejorado para el 15 de abril, tomaré todas las decisiones que sean necesarias, te lo juro… de modo que no se les permita que suban al poder».

Prío negó haber dicho esas palabras e incluso la veracidad de ese encuentro, aunque parece que utilizó a Alliegro para mandar un mensaje a Batista: Temía un golpe de Estado, estaba sobre aviso y vigilaba a cierto jefe militar. Pero Batista interpretó el recado a su antojo y encontró en él la justificación deseada.

«Esta era la nueva historia… Prío se proponía dar un golpe para el 15 de abril, el ex general se adelantó y salvó a la República del peligro Auténtico», señala Briones.

LA VÍSPERA

El 9 de marzo Batista asistió a un mitin electoral en Matanzas. Regresó a La Habana de noche y en una casa del reparto Kohly se entrevistó con varios de los complotados antes de proseguir rumbo a Kuquine, donde lo esperaban otros conspiradores. Prío, que había pasado el fin de semana en La Chata, disfrutó ese día de los carnavales y paseó por el Prado, en un automóvil descapotable, en compañía de sus dos pequeñas hijas. El hermano Antonio bailó durante toda la noche en el cabaret Sans Souci, y Segundo Curti, ministro de Gobernación, cenó en el restaurante Río Mar. Al día siguiente, el presidente haría el anuncio de su nuevo gabinete con Curti como Primer Ministro. No tendría chance de hacerlo.

SIN DISPARAR UN TIRO

En Columbia, el capitán Dámaso Sogo, oficial superior de guardia, esperaba a los golpistas para flanquearles la entrada por la posta 6, pero a última hora Batista, desconfiado, decidió entrar por la posta 4, frente al monumento a Finlay, lo que motivó que llegara al campamento un minuto después de la hora prevista. El centinela, ajeno al complot, dio el alto a aquella caravana de cinco automóviles a los que escoltaban otras tantas perseguidoras, pero el capitán García Tuñón, pistola en mano, descendió de uno de los vehículos y retiró la cadena que impedía el acceso. Sogo, presente ya en el lugar, indicó a Batista que en un camión blindado se trasladara a la jefatura del Regimiento 6, donde lo esperaban los demás oficiales de la «junta militar revolucionaria». Antes, el primer teniente Rodríguez Ávila, el hombre más audaz del golpe a juicio de muchos, había puesto los tanques en zafarrancho de combate.

Detenidos los jefes principales, Columbia quedó en manos de los golpistas sin que fuera necesario hacer un solo disparo. Tampoco hubo resistencia en La Cabaña, sede del Regimiento 7, de Artillería, ni en La Punta, donde radicaba el Estado Mayor de la Marina de Guerra. La jefatura de la Policía Nacional cayó mansita en manos del teniente Salas Cañizares que dispuso de inmediato la ocupación del Palacio de los Trabajadores y de las oficinas del Partido Socialista Popular, de la central telefónica, en la calle Águila, y de la planta eléctrica de Tallapiedra y las plantas auxiliares de Melones, así como de las estaciones de radio. En el interior, los jefes de regimientos, salvo el coronel Fernández Rey, de Pinar del Río, se mostraban contarios al golpe, pero a la larga ninguno se le opuso y acabaron por resignar el mando.

Cuando el coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar de Palacio llamó a La Chata para informar a Prío de que Batista se había metido en Columbia, ya el presidente conocía la noticia y luego de comentarle sobre sus intentos por conjurar el golpe, le ordenó que, mientras él llegaba, hiciera fuego contra cualquier fuerza que intentara apoderarse de la mansión del Ejecutivo. Ya a esas alturas, actuando por su cuenta, León mantenía detenido al capitán Juan V. Mendive, dentista de la familia presidencial, que, al frente de un grupo de marineros, había intentado ocupar el edificio.

SOMOS LA LEY

A las 4:30 de la mañana, casi dos horas después de la entrada de Batista en Columbia, llegó Prío al Palacio Presidencial. Lo acompañaban su esposa, sus hermanos Paco y Antonio, y Rafael Izquierdo, uno de sus ayudantes. Allí, entre otros colaboradores civiles, estaban Segundo Curti y Félix Lancís, ministros de Gobernación y Educación, respectivamente, el jefe de la Marina de Guerra, oficiales de la guarnición y edecanes militares. Alguien le sugirió que se trasladara a alguna de las provincias donde la guarnición se mantuviera todavía leal y el Presidente se comunicó por teléfono con los jefes de algunos de los regimientos del interior. Habló con el coronel Eduardo Martín Elena, jefe del regimiento 4, de Matanzas. Le preguntó cuál era su posición respecto al golpe y el oficial respondió que permanecería en su puesto mientras pudiera cumplir con su obligación de defender la Constitución y las leyes de la República. Con anterioridad, en respuesta a un mensaje recibido de Columbia, el alto oficial había expresado que no acataría órdenes ilegales cualquiera que fuera su procedencia y que se concretaría a cumplir con las obligaciones que le imponía su juramento, palabras que sacaron de quicio a Batista, que ripostó: «¡Somos la ley. Cumpla órdenes o resigne el mando!»

Dice el historiador Newton Briones Montoto en su  libro General regreso que Martín Elena reunió a los oficiales principales de su Regimiento, como antes hizo con la tropa. Si encontraba ambiente, «formularía un plan para oponerse con las armas a la consolidación del golpe». Solo un oficial se manifestó dispuesto a secundarlo, aunque la mayoría de los reunidos no estaba a favor ni en contra del cuartelazo. «Por ello consideró que no valía la pena resistirlo», puntualiza Briones.

El coronel Cantillo, jefe de la Aviación, sumado a Batista cuando todos esperaban que hiciera justamente lo contrario, había asumido el cargo de ayudante general del ejército. Con él se comunicó el coronel Martín Elena para reiterar que estaba en desacuerdo con el golpe. Sostuvieron este diálogo.

Cantillo: Yo pensaba igual que tú, pero me han convencido de lo contrario.

Martín Elena: Lamento mucho que te hayan podido convencer…

Cantillo: Mira que Columbia y La Cabaña ya se han sumado y te vas a quedar solo.

Martín Elena: Nunca me consideraré solo mientras esté al lado de la razón y la justicia.

Cantillo: Allá tú.

Martín Elena: Allá ustedes y la historia.

Mucho se ha repetido que Prío salió del Palacio Presidencial con destino a Matanzas a fin de encabezar la resistencia y que ya en esa provincia se enteró de la destitución del Coronel. En el juicio que en mayo del 59 se siguió a los militares golpistas, Martín Elena declaró como testigo que no recordaba que en ningún momento el Presidente le hablara de la posibilidad de trasladarse a Matanzas. «No era para Matanzas para donde debía ir, sino para Columbia. Y si me necesitaba yo lo acompañaba. No se lo dije porque él no me lo preguntó», afirmó entonces.

EN LA VÍBORA

En el tercer piso de Palacio, Paco y Antonio Prío eran el pesimismo disfrazado de personas. Otros conminaban al mandatario a resistir. El jefe de una tropa de  cincuenta soldados llegada para defender al Presidente fue puesto bajo arresto cuando se comprobaron que sus intenciones eran las de hacer justamente lo contrario. Dos miembros de la escolta de Prío se batieron a tiros con los tripulantes de una perseguidora que arribó al edificio por la puerta de la calle Monserrate; encuentro que arrojó muertos de ambas partes. Álvaro Barba  llegó para ofrecer su solidaridad al gobierno en nombre de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Reclamó órdenes y armas. Pensaba erróneamente que ya el Ejecutivo había elaborado un plan para defenderse. Prío dispuso el envío a la Universidad de las armas solicitadas. Nunca llegaron. Había que sacarlas del cuartel de San Ambrosio y ya esa instalación estaba en manos de los golpistas.

Sobre las ocho de la mañana, Prío salió de Palacio en un auto marca Buick con chapa particular. Por decisión propia lo acompañaba una escolta reducida que se le separó a pocas cuadras de Palacio. El vehículo que trasportaba al todavía Presidente de la República siguió solo. Briones Montoto duda de que el mandatario se trasladara a Matanzas. Una información que apareció en esos días en el periódico El Crisol da cuenta de que, en compañía de su esposa, buscó refugio en la casa del ingeniero Jarro, en la Víbora, y que a  la una de la mañana del día siguiente, manejando su propio automóvil, los recogió allí el embajador de México a fin de conducirlos a la sede diplomática de ese país, en Línea y A. Prío saldría del país sin haber renunciado a la primera magistratura.

Expresa Briones Montoto: «Con la rendición del Palacio Presidencial y de los cuarteles militares y el asilo posterior de Prío, todo quedaba concluido. En la carrera imaginaria que se había iniciado entre Chibás y Aureliano… el vencedor era Fulgencio Batista». Dice además: «El acontecimiento que se acababa de producir era el resultado de la capacidad de análisis de Batista, no de su valor».

Recordemos que aludimos antes a un Batista arrinconado en el Estado Mayor mientras que el capitán García Tuñón daba las órdenes en los primeros momentos del golpe. Los papeles cambiaron al mediodía cuando numerosos civiles entraron en Columbia dando vivas al ex general. Los oficiales del golpe, incluso García Tuñón, terminaron arrinconados entonces. «A partir de ese momento, Batista es el que controla el golpe. Fue una maniobra muy bien realizada y con mucho sentido porque lo que había comenzado como un golpe de unos militares insatisfechos con un jefe civil, Batista lo convirtió en un golpe de Batista. Y a partir de ese momento empezó a decidirlo todo», escribe Briones. Designó al viejo Tabernilla como jefe del Estado Mayor y se la dejó en la uña a García Tuñón, verdadero artífice del cuartelazo, que tendría que conformarse con las estrellas de Coronel y con la jefatura de Columbia. Cierto es que meses después, ante el reclamo de sus parciales, lo ascendió a General, pero sus días en el Ejército estaban contados.

 

La Habana, enero-febrero de 2006

           

 

           

           

             

 

Dinero maldito (2)

Dinero maldito (2)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Ya dentro del banco, los asaltantes apuntaron con sus armas a empleados y clientes y, con voz serena y sin violencia, los conminaron a que se colocaran contra la pared. Todos acataron la orden,  muertos de miedo, y el gesto de  obediencia dio seguridad a los ladrones que, dueños de la situación, buscaron en sus locales respectivos al gerente y al subgerente para que abrieran la caja de caudales. Carlos Santana, subinspector de la Policía Secreta, que conversaba con el primero de esos  ejecutivos, fue desarmado en un decir amén.

            -Queremos ser amables. No deseamos lastimar a nadie. Sean prudentes y no intenten pedir auxilio. Será fatal para el que lo haga… -advirtió el que parecía ser el jefe del grupo.

            La cosa fue rápida. Demasiado fácil. En cuestión de minutos se extrajo el dinero de la bóveda y se tomó el que estaba en las ventanillas de los cajeros. Las operaciones diarias de la sucursal del Royal Bank of Canada, sita en el Paseo del Prado entre Ánimas y Virtudes, oscilaban entre los 100 000 y los 150 000 pesos, pero allí había mucho más de lo que esperaban los asaltantes,  que vieron como se desbordaron  las bolsas que llevaron para transportar el dinero, lo que los obligó a  recurrir a los tapacetes de las máquinas de escribir.

            Sin perder la calma, Guarina, con su uniforme de policía sucio y descolorido, ordenó entonces a los amedrentados rehenes:

            -Ahora, vuélvanse y caminen por el pasillo de la izquierda  hacia el baño. ¡Puede darse por muerto el que asome la cabeza antes de media hora!

            La orden también fue obedecida, sin chistar, e instantes después, cuando  todos quedaron  encerrados  en el reducido recinto, los asaltantes ganaron la calle. Como si no hubiese pasado nada caminaron tranquilamente, con el botín a cuestas, por  Prado hasta Ánimas, donde el Chino Prendes había aparcado el Chevrolet.

LA CODICIA

 Lejos del lugar del hecho y sintiéndose seguros, hicieron los primeros comentarios. Era mucho dinero, ciertamente, y cada uno quiso coger lo que estimaba que le pertenecía. Pero a bordo del vehículo resultaba imposible hacer el reparto. Aun así, algo cogió cada uno, con la codicia reventándole por los ojos. El acuerdo establecido con anterioridad era el de llevar lo robado a la casa de Jorge Nayor, El Sirio, en el reparto Santa Amalia, desde donde  a cada uno se le haría llegar su parte. Pero… Algo estaba claro para todos: no debían permanecer  con el dinero cerca, sino guardarlo en casas amigas por un tiempo. En Ayestarán y Maloja descendieron del vehículo El Sirio y Avelino López,  El Panadero, y Guarina y Tata el Flaco lo hicieron en Infanta y Llinás, mientras que Prendes enrrumbó por la Calzada de Diez Octubre hasta la panadería  La Bien Aparecida, donde entregó un  bolso repleto  a Luis, hermano de El Panadero, para que se lo guardara.

Guarina, para poner a buen recaudo su parte, se dirigió a la fábrica de helados de donde le venía su apodo y sorprendió a todos con el uniforme que todavía vestía.  Allí  contó a su padre y a su hermano detalles del asalto. Confiaba en que el primero lo ayudaría a esconder el dinero, y  se dirigieron al reparto La Asunción donde, en la calle Jardines, 63,  pidieron ayuda al bolitero Pedro Ruiz, Güito. Guarina le entregó casi 21 000 pesos en un cartucho. Tenía todavía en su poder otros  90 000, que daría a guardar a otro amigo, Alfonso Albite. Ante las preguntas de este, Guarina terminó confesándole la procedencia del dinero. Güito no permaneció con lo que le dejaron. En una caja de metal cerrada con llave lo llevó a la casa de Isauro Castro, en la calle Buenos Aires, 510,  mientras que Albite enterraba lo suyo en el patio.

También a La Bien Aparecida, en Diez  de Octubre, 514, llegaron El Panadero y Rolando Martínez Torres, Tata el Flaco, para guardar la  parte del dinero que llevaban. Se lo confiaron al   cobrador del establecimiento, no sin advertirle que lo recompensarían por su gesto. Lo escondieron en dos sacos de harina y una cartera grande y lo recogerían al día siguiente.

Mientras tanto, Jorge Nayor, El Sirio, había llegado a su casa. Al salir del vehículo que lo llevó, dejó caer el maletín en la acera, como si no contuviera nada de valor, y lo recogió luego despreocupadamente. Procedió así para despistar a las dos viejas de al lado que, apostadas en el portal o tras las persianas,  permanecían siempre al acecho de cuanto acontecía en su domicilio. Respiró aliviado una vez dentro. Tenía alrededor de 100 000 pesos en el bolso. De ellos, más de 79 000 fueron a parar a Milagros, 68, en Lawton,  la morada de unos tíos de su esposa, que los acomodaron en una caja de cartón. El resto, 15 billetes de a mil, los enterró en el jardín de sus suegros. De esos 100 000 pesos debía mandar una parte a El Chino. Mondolo, un negro de 20 años que residía en su casa, se negó a hacerlo porque consideró poco lo que le ofrecían a cambio de tanto riesgo, y Nain Nachir, un sujeto de origen libanés y vecino del barrio de Arroyo Apolo,  asumió el encargo.

El Chino Prendes entregó el dinero a su madre, para que se lo guardara. Guarina no pudo recuperar todo lo que le dio a guardar a Güito. Cuando acudió a recoger el cartucho con los 21 000 pesos que le había dejado, se percató de que faltaba plata. Se lo echó en cara, pero prefirió dejar las cosas así. No le convenía ese lío de última hora. Al Panadero también le dieron la mala. Pasó por La Bien Aparecida a recoger lo suyo y  ya Rodríguez Somoza había entregado a Tata el Flaco la totalidad del dinero.

LA HUELLA

Los rehenes no permanecieron en el baño del banco los treinta minutos que exigieron sus plagiarios. Violentaron  la puerta en cuanto se convencieron de que debían haberse marchado. Llamaron a la policía y llegaron ocho carros patrulleros. Se ordenó la detención de las personas que se encontraban sentadas en el Paseo del Prado. Se estimaba que podían haber visto a los asaltantes, pero ninguno vio nada. Tampoco podían identificarlos los que estaban en el interior de la sucursal bancaria.  De momento, Esteban Juncadella Texidor, el gerente, no pudo responder acerca del monto de la cifra sustraída. Doscientos  mil pesos, quizás, y puntualizó que el dinero se encontraba asegurado. El   arqueo arrojó, sin embargo, una cantidad mucho mayor: 365 000 pesos, de la bóveda, y 197 148 de las ventanillas, lo que hacía un total de 562 148 pesos. Los empleados del banco fueron víctimas de los tanteos policiacos preliminares, y a partir de ahí vigilados y acosados de continuo.  La magnitud de lo robado  en una entidad que  habitualmente operaba con mucho menos, hizo sospechar  que  un cómplice o “santero”  dentro del banco   alertó a los ladrones. Prosiguieron  las detenciones y una vigilancia especial se montó en  aeropuertos, puertos, estaciones ferroviarias y terminales de ómnibus. Las autoridades coordinaron  esfuerzos. Para esclarecer el hecho trabajarían de conjunto  el Buró de Investigaciones, la Sección Radio Represiva,  la Policía Judicial y la Policía Secreta, todos bajo el mando directo del general  Hernández Nardo, jefe de la Policía Nacional. También el Ejército se ponía en función de las pesquisas.

            Apunta el historiador Newton Briones Montoto en su libro inédito Dinero maldito que el hecho de que uno de los asaltantes vistiera uniforme policial hizo que se desbordara la imaginación de los investigadores. A ello se añadían la sincronización, la cautela, la serenidad y el silencio con los que se acometió el asalto. Eso y   la circunstancia  de que hubiese en el banco más dinero del acostumbrado llevaron  a la policía a pensar en la existencia de un autor intelectual. Y ese papel  solo podían asumirlo  hombres con relaciones e influencias, que  tenían información y eran capaces de trazar una estrategia. Esa conclusión llevó a las autoridades a otra: el dinero robado podría estar destinado a una revolución que barriera de la faz del continente a Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, y a otros dictadores. ¿Persistían los revolucionarios cubanos en liquidar el régimen oprobioso de Trujillo? ¿Reeditarían otra expedición como la de cayo Confites?  Por ahí, ciertamente, no andaba la cosa.

            Mientras tanto, Enrique Sierra y Antonio Rojas, dos modestos agentes de la Policía Secreta, se movían en otra dirección. Venían siguiendo los pasos de Guarina y El Panadero desde su fuga del cuartel de bomberos de Guanabacoa y algo les decía que podían estar implicados en lo del banco. Mostraron las fotos de ambos a su jefe inmediato  Raymundo Aragón, titular  del Buró de Robos,  pero este los desalentó. Se mantuvo en la tesis de que los asaltantes debían buscarse entre el elemento antitrujillista. Sin embargo, el subinspector Santana, que también vio los retratos, creyó reconocer  al que el día del robo  iba vestido de policía. Pero nadie le hizo caso.  

            Transcurrieron cuatro días desde el robo del Royal Bank of Canada. Los sospechosos, por falta de pruebas, tenían que ser puestos en libertad. Volvía a la calle, entre otros, el estudiante de Derecho Enrique Collazo, que había sido torturado y amenazado de muerte por agentes del Buró de Investigaciones para que confesara su culpabilidad. A esa hora las investigaciones dactiloscópicas llevadas a cabo por técnicos del Gabinete Nacional de Identificación daban sus frutos después de larguísimas horas de búsqueda y cotejo. La  huella dactilar captada en el picaporte de la puerta del baño  pertenecía a Enrique Dobarganes Jorrín, más conocido por Guarina.

            A esa hora ya no se encontraba en La Habana. Pero su madre, engañada por un ardid policíaco, reveló su paradero.

                                                                                                (Continuará)

(Con documentación del historiador Newton Briones Montoto, que puso a disposición de este periodista su libro inédito Dinero maldito)

           

           

             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                  

  

             

           

Dinero maldito (I)

Dinero maldito (I)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

Nadie sabe ya de quién fue la idea. En las conversaciones interminables que sostenían en el Castillo del Príncipe  para que el tiempo sin fin de la cárcel pareciese más corto, surgió la idea de asaltar un banco. Pero para ello debían recobrar antes su libertad.

            De aquellos cinco reclusos, el que saldría primero sería Rolando Martínez Torres (25 años) conocido por Tata el Flaco. Estaba a punto de extinguir la sanción de  cuatro años y veinte días que  le impusiera, por robo imperfecto, la Sala Cuarta de lo Criminal en la Causa 825 de 1944 del juzgado de instrucción de Marianao. También podría salir en cualquier momento Jesús Rivero Prendes, alias El Chino, (24 años) a disposición, por falsificación  de documento, de la Sala Segunda en la Causa 648 de 1947: aguardaba por el dinero prometido para prestar la fianza que le impusieron. Los casos de Enrique Dobarganes Jorrín (Guarina) Avelino López Rodríguez (El Panadero) y un hermano de este, Evelio, eran más complicados. Guarina y El Panadero esperaban el juicio que se les celebraría por el asalto a la fábrica de cigarros Partagás, en Dragones y Barcelona,  de donde solo pudieron sustraer 200 pesos. Si Tata el Flaco y El Chino Prendes podían aguantar hasta una  excarcelación que era más o menos segura e inmediata,  en aquel verano caliente de 1948  la fuga se convirtió en una obsesión  para Guarina, El Panadero y su hermano.

Evadirse del Castillo del Príncipe era casi imposible si no se contaba con ayuda exterior y cómplices en el interior del penal. Ni lo uno ni lo otro tenían  Guarina y sus dos compañeros. Comprendieron que para ejecutar su plan debían que recurrir a  alguien de la calle  que, fingiéndose perjudicado,  los acusara de estafa. La falsa acusación progresó en el juzgado correccional de Guanabacoa, que atendía los juicios de los presos de la Cárcel de La Habana, pero por un imprevisto la vista debía tener lugar en el cuartel de bomberos de esa localidad. Allí, el viernes 25 de julio, fueron internados los estafadores apócrifos, y el domingo 27 recibieron la visita familiar, ocasión que alguno de los visitantes aprovechó para esconder un revólver en el tanque de agua del inodoro. En la madrugada del lunes, Guarina pidió al custodio que lo condujera al servicio sanitario. Ya allí sacó el arma de su escondite y redujo con ella al guardia y al jefe de los bomberos que acudió en su auxilio, internándolos en el calabozo. Entonces, junto con Avelino El Panadero y Evelio, caminó hasta una esquina donde los esperaba un automóvil.

El 8 de junio Tata el Flaco cumplió su condena.  Y desde el día 20 de julio, El Chino Prendes gozaba de libertad bajo fianza. El quinteto que de manera coyuntural se estructuró en el Príncipe, volvió a armarse en la calle. El grupo  persistía en su propósito de asaltar un banco y terminó decidiéndose por el que escogieron  de antemano, The Royal Bank of Canada, en el Paseo del Prado entre Ánimas y Virtudes.

Un solo revólver, el de Guarina, sería insuficiente para tamaña empresa. Una pata más se añadió a la mesa cuando uno de los cinco propuso incorporar  a Jorge Nayor Nasser, El Sirio. Poseía una pistola y era valiente: había participado en acciones de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) que comandaba Emilio Tro, muerto en septiembre de 1947  durante los sucesos del reparto Orfila.

LA CAPA NEGRA

Eso era una carta de crédito para el grupo comprometido en el asalto del banco. En realidad, El Sirio estaba en la fúacata y necesitaba dinero. Había perdido sus posibilidades de sustento cuando Cuba dejó de ser un centro mundial de la talla de diamantes. La II Guerra Mundial había desplazado  esa actividad, en manos de judíos,  desde Ámsterdam y Amberes hacia La Habana. Pero el fin de la contienda  la devolvía a sus sitios tradicionales con lo que quedaban sin empleo unos cuatro mil cubanos que hasta entonces trabajaron en los talleres que aquí se establecieron. Alberto, el hermano de Jorge, encontró empleo como tallador en Nueva York, pero El Sirio no tuvo esa suerte: lo devolvieron desde EE UU. Era alto, de ojos azules, buen tipo, y algunas publicitarias lo contrataban para anunciar cigarrillos y cervezas. Su foto aparecía en revistas importantes, pero sus honorarios no eran suficientes para mantenerse como consideraba que debía vivir.

A la Acción Revolucionaria Guiteras, otro de los grupos del “gatillo alegre”, perteneció El Chino Prendes. Y estuvo involucrado, con el periodista Ernesto de la Fe, organizador de la ATOM (Acción y Trabajo por un Mundo Mejor) en un movimiento que pretendía derrocar al gobierno de Grau San Martín y en el que se implicaban militares de baja graduación. Adquirieron  los complotados algunas armas para su proyecto, pero fueron descubiertos y apresados muchos de ellos y aquel episodio pasó a la historia como la  Conspiración de la Capa Negra porque en una prenda como esa llegaron envueltas las ametralladoras compradas en EE UU. Prendes, escondido en Artemisa, no fue detenido en esa ocasión. Era rebelde y valiente. Tenía una divisa: “No la saques sin motivo ni la guardes sin  razón”. Era su lema con la pistola.

            Su padre era dueño de un almacén y una bodega en La Lisa, pero El Chino debió buscar trabajo fuera de los negocios de la familia. Se empleó como camarero en la Cayuga Construction Co., y fue luego chofer de la base aérea de San Julián. Era los días de la II Guerra  y productos de primera necesidad faltaban en Cuba. Prendes se dedicó a suministrar por su cuenta gomas de automóviles, entonces muy escasas. No reparaba en límites para procurarlas. En una ocasión asaltó a un taxista, lo maniató y luego de robar las gomas del automóvil, prendió candela al vehículo. Lo juzgaron y al cumplir su condena estableció un puesto de fritas, que apenas le daba para vivir,  en la calle Reina. Cayó preso de nuevo por falsificación de documentos en  la Casa Quintana, donde había trabajado. Y fue durante esa estancia en prisión que conoció a Guarina.

            También por el robo de una goma fue Enrique Dobarganes a la cárcel por primera vez. Su padre era propietario del garaje sito en Concha y Luyanó y vivían sin preocupaciones.  Estudió en una escuela privada y llegó a cursar el primer año de Bachillerato. Pero al perderse el negocio, la familia conoció las mayores calamidades. Eran diez hermanos y Enrique tuvo que comenzar a trabajar en la fábrica de los helados Guarina, donde ya laboraba su progenitor, para contribuir al sustento de los suyos. Quería ayudar a su madre y además tener lo suficiente  para divertirse. Para conseguirlo no encontró otro camino que el robo. Sustrajo la goma de un camión y la vendió en 50 pesos, pero dejó su huella digital en el guardafangos del vehículo. Lo echaron del trabajo y debió cumplir seis meses de privación de libertad. Fue entonces que empezaron a llamarle Guarina.

A MERCED DE LOS LADRONES

El asalto a un banco era un  delito prácticamente desconocido  en Cuba. Habían transcurrido 24 años desde el último hecho de ese tipo, cuando el español Buenaventura Durruti y otros dos anarquistas que operaban bajo el nombre de Los Errantes,   robaron a punta de pistola y a plena luz del día, la sucursal del Banco del Comercio, en la calle Galiano.

 Eran los días de la dictadura del general Primo de Rivera, en España, y las cárceles estaban llenas de anarquistas. Durruti, Francisco Ascaso y  Juan García Oliver –Los Tres Mosqueteros y cabezas del anarquismo español- crearon la organización Solidarios para enfrentar el terror policial. Operaron en España hasta que decidieron cometer una ola de atracos en América con vistas a nutrir los fondos de la central sindical en la que militaban. Ya en la Isla, hicieron una zafra azucarera en Las Villas.  Hubo una huelga y los mayorales apalearon a los trabajadores. A la mañana siguiente  el propietario de la colonia cañera apareció con la cabeza reventada por un balazo. Un papel que le colocaron sobre el pecho identificaba a los autores: Los Errantes, nombre que Solidarios había adoptado en Cuba.

 En una bolsa de tela parecida a la funda de una almohada se llevaron  Durruti y sus amigos los 30 000 pesos del Banco del Comercio. Dinero que llegó intacto a España, donde, años después, Durruti encontró la muerte cuando peleaba en defensa de la Republica.

Del asalto a una fábrica de tabacos al robo de un banco, media una distancia descomunal. . Por no hablar de la diferencia que existe entre un hecho de esa envergadura y el robo de un neumático. Era un salto enorme para el que Guarina y sus compañeros  no estaban convenientemente preparados. Pero igual decidieron acometerlo.

El día 11 de agosto de 1948, El Chino Prendes, en el automóvil de alquiler que utilizaba y con el que hacía piquera en Galiano y San Rafael, buscó  a sus cómplices en diferentes lugares. Muy cerca de allí, en San José, recogió a Tata el Flaco y al Sirio, y en Virtudes y Amistad, al Panadero y a Guarina, vestido con un uniforme de policía, sucio y descolorido.  Continuó por Zulueta, dobló por  Ánimas hasta Prado y estacionó. Todos bajaron del vehículo para situarse en un ángulo cercano a la puerta del edificio,  y Rosalía Alonso Gambino –más conocida por María Enrique-  la novia de Prendes, quedó en el automóvil para avisar con el claxon de algún peligro imprevisto.

Eran cerca de las tres de la tarde. A las 3:03 minutos solo quedaban en el banco ocho o nueve clientes, entre ellos, una mujer, y Carlos Santana, subinspector de la Policía Secreta que recababa del administrador datos sobre un talonario de cheques que las autoridades ocuparon al delincuente Arturo García del Pidal, alias el Marqués de Pidal.

Todo era cuestión de esperar. A las 3:09 un anciano, cliente habitual del establecimiento, terminó su gestión en la caja y se dispuso a salir. El portero, Albino Folledo, lo acompañó para franquearle la puerta. Era el momento que esperaban los asaltantes. Guarina encañonó a Folledo con el revólver y le advirtió que si daba la alarma no tendría otro remedio que matarlo. El portero obedeció y la sucursal de The Royal Bank of Canada quedó a merced de los ladrones.

(Con documentación del historiador Newton Briones Montoto que facilitó a este periodista si libro inédito Dinero maldito)

 

           

           

Lectores de tabaquería

Lectores de tabaquería

Ciro Bianchi Ross

 

Un hombre lee mientras sus compañeros trabajan. Lo hace en voz alta y lleva de ese modo momentos de esparcimiento e instrucción a los que, sin mirarlo y concentrados en lo que hacen,  se aplican sobre la hoja delicada y oscura del tabaco que tuercen entre sus manos para formar la vitola que luego un fumador convertirá en aroma. Si les gustó lo que oyeron, esos tabaqueros, al final de la jornada, en señal de aprobación, golpearán al unísono con sus chavetas las tapas de madera de sus mesas de labor, y  tirarán al piso esas  cuchillas curvas, ideales para cortar y enrollar la hoja,  si lo que escucharon  no les convenció o les pareció poco apropiado.

Si el tabaco cubano es el mejor del mundo,  en su calidad alta y refinada influye,  de manera indudable,  el arte del lector de tabaquería que hace que el tabaquero  imprima a la hoja la pasión de lo que escucha. Solo así, dice el poeta Miguel Barnet, ese placer grande de la vida que es fumar deviene éxtasis supremo.

            Es una tarea  original, única aunque se hermana con lo que hacen los lectores de despalillo y de  escogida, las otras fases del proceso en la elaboración del torcido. No se repite en otros rubros productivos. Es cubana cien por cien  desde su inicio. Toda una institución. No parece estar lejana la fecha en que, a propuesta de Cuba, la UNESCO declare el quehacer del lector de tabaquería como Patrimonio Intangible de la Humanidad.

            No siempre el lector de tabaquería las tuvo todas consigo. El hombre que leería para sus compañeros apareció por primera vez en 1865, en la fábrica de tabacos El Fígaro, y no demoró en granjearse la ojeriza y la desconfianza de patronos y autoridades coloniales españolas. De los primeros, porque explotaban  mejor a un obrero ignorante. De las segundas porque temían que los ideales independentistas arraigaran y se consolidaran con aquellas lecturas. El caso es que aquel primer lector se vio privado de seguir en lo suyo apenas seis meses después de la primera lectura. Hacia 1880, sin embargo, volvieron a aparecer los lectores  y se consolidaron pocos años después con la entrada a la Isla de propaganda anarquista. Pero en 1896, iniciada ya la Guerra de Independencia, volverían a desaparecer. Muchas tabaquerías se habían trasladado al sur de la Florida y los tabaqueros cubanos en Tampa y Cayo Hueso fueron soporte invaluable de la Revolución. Con sus chavetas habían aplaudido los discursos de José Martí, mientras que los lectores hacían de su tribuna sitio perenne de arenga y exhortación patriótica. 

            Hubo en todo ese periodo lectores amenazados y golpeados y  la lectura se vio amordaza y censurada pues, como ocurriría también durante la República, los dueños de las fábricas de habanos pretendieron siempre, y consiguieron a veces, ejercer su control sobre lo que se les leería a sus obreros. ¿Qué se leía? Pronto las obras de José María Carretero, que usaba el seudónimo de El Caballero Audaz, dieron paso a textos más complejos de autores como Zola, Hugo, Balzac, Cervantes… Carlos Loveira, entre los escritores cubanos, gozaba de la mayor preferencia. Dumas y Shakespeare se llevaban las palmas, y tal fue la aceptación de que gozaron que personajes creados por ellos, como el conde de Montecristo y Romeo y Julieta, dieron nombre a famosas marcas de puros.

            Se leían además los periódicos del día. Había lectores especializados en hacerlo, mientras que otros resultaban insuperables en lo que se refería a narraciones. Cuando uno de ellos era capaz de asumir con maestría ambas vertientes, se le llamaba lector completo y era el más codiciado. Porque esa plaza se sacaba a concurso. Los propios tabaqueros convocaban el certamen y, convertidos en tribunal, elegían al que los convencía. Hasta bien entrada la década de 1960, que sepamos,  eran los propios tabaqueros los que retribuían su salario al lector.  Primero, cuando el lector era uno de ellos mismos, cada uno confeccionaba una cantidad mayor de tabacos de la que le correspondía para que así el lector pudiese acreditar ante el patrón  el cumplimiento de su jornada laboral. Ese sistema varió con los años y cuando los lectores empezaron a ser escogidos mediante certamen, cada tabaquero aportaba quincenalmente una modesta cantidad de dinero en efectivo para allegarle el salario.

            Hoy aquellas lecturas se ensanchan con una larga lista de escritores latinoamericanos y cubanos. Hay tabaqueros que pueden repetir de memoria capítulos enteros de importantes obras clásicas y modernas. Por el oído se han comido esos libros, como dice la Biblia; les pasaron a la sangre. Lecturas que deleitan y al mismo tiempo instruyen y ensanchan el mundo, y que terminaron por convertir a los tabaqueros en uno de los sectores más avanzados del movimiento obrero cubano.

           

           

           

           

La Habana, coqueta, oculta su edad

La Habana, coqueta, oculta su edad

Ciro Bianchi Ross

 

Todos los años, cuando faltan pocos minutos para la medianoche del 15 de noviembre, el doctor Eusebio Leal sale del Palacio de los Capitanes Generales y atraviesa la Plaza de Armas en dirección a  El Templete. Porta una de las antiguas copas de votación del Ayuntamiento habanero llena de centavitos que el Historiador de La Habana arroja y toma a su paso. Se inician así los festejos por la fundación de la ciudad, el 16. Ya en El Templete, Leal,  los que lo acompañan y el público que sigue la ceremonia, dan tres vueltas alrededor de la ceiba que se erige en el lugar. Fue precisamente bajo una ceiba que se hallaba en el mismo sitio donde  tuvieron lugar, dice la tradición, la primera misa y el primer cabildo de la villa,  el 16 de noviembre de 1519.

            Si nos atenemos a ese dato, la ciudad estaría celebrando ahora su cumpleaños 490. Pero su historia es más antigua y sus orígenes se pierden en una oscuridad profunda. Algunos historiadores dan el 25 de julio de 1515 como la fecha de su fundación, mientras que otros, y parece ser lo acertado, hablan del 25 de julio de 1514. Se estableció originalmente en la costa sur, en un sitio no precisado que se ubicaría entre el oeste del Surgidero de Batabanó y la bahía de Cortés. Esa villa primitiva se llamó San Cristóbal y fue la sexta población que formaron los españoles y no la séptima, como se creyó durante mucho tiempo. Solo cuando quedó establecida en la costa norte, en tierras del cacique aborigen Habaguanex, es que comienza  a llamarse, tal vez para diferenciarla de la otra,  San Cristóbal de La Habana.         Se desconoce asimismo la fecha de ese desplazamiento porque parece que en un momento coincidieron las dos Habanas. El traslado de la población del sur hacia el norte no fue una mudada organizada, sino un progresivo flujo de moradores. Ya en el norte, la ubicación primitiva de la ciudad se vinculó al río Casiguaguas o de la Chorrera, hoy Almendares. Sin embargo, los habaneros renunciaron a la facilidad de la obtención del líquido y buscaron un nuevo asentamiento en una isleta que, a modo de península, se proyectaba sobre la bahía. Antes se había asentado en el fondo del puerto, en las proximidades del río Luyanó, donde hubo una aldea aborigen y se trasladó a su asentamiento definitivo entre 1538 y 1540, cuando se construyó el primer castillo de La Fuerza, la llamada Fuerza vieja.

             Con objeto de recoger y avalar la tradición existente de que a  la sombra de una ceiba que existía en el lado noroeste de la actual Plaza de Armas se celebraron la primera misa y el primer cabildo, el gobernador Cagigal de la Vega erigió en 1754 una columna de tres caras con inscripciones alusivas al acontecimiento. Para dar solemne y ostentosa ratificación a ese sitio, el gobernador Francisco Dionisio Vives ordenó, en 1828,  construir en el mismo lugar El Templete conmemorativo. Un hecho contundente desmiente sin embargo la celebración de aquella misa y cabildo en dicho espacio pues la plaza de aquella primitiva villa estaba situada en un lugar que no se corresponde con el que después ocupara la Plaza de Armas. No debe olvidarse que si en el santoral católico actual  la festividad de san Cristóbal corresponde al 16 de noviembre, no siempre fue así, sino que se celebraba el 25 de julio hasta que Giovanni de Medicis, que ocupó el trono de San Pedro entre 1513 y 1521 con el nombre de León X, dispuso su paso para el 16 de noviembre a fin de que no interfiriera con las fiestas de Santiago Apóstol, patrón de España y de sus posesiones.

            Ya en 1532 La Habana era la población más importante de la Isla.

Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de flotas, que asegura el comercio entre España y América,  y La Habana se erige en el punto de reunión de los convoyes. En 1561 ese sistema se regulariza. La ciudad se transforma en la capital de la Isla y será a partir de ahí una de las piezas más codiciadas por parte de corsarios y piratas, lo que determina su fortificación. Ya en 1550, el gobierno había fijado, extraoficialmente, su residencia en La Habana. En 1556 tiene ya aquí el gobierno su residencia de manera oficial.  Y en 1592 Felipe II  concede a La Habana el título de ciudad.

            Todavía se conserva la columna de tres caras erigida por Cagigal de la Vega. El Templete conserva sus frescos interiores. Solo la supuesta ceiba de la fundación no en la misma; hubo que replantarla en 1959.

En las religiones afrocubanas, la ceiba es un árbol sagrado. Los negros venidos de África como esclavos depositaron en ella su leyenda. Para los creyentes, se asientan  en ese árbol todos los santos, los antepasados, los santos católicos y espíritus diversos. La ceiba recibe tratamiento de santo y no se corta ni se quema ni se derriba sin permiso de los orishas.

            Dicen que quien da tres vueltas alrededor de la ceiba de El Templete se le concede el deseo que formule. Así es de acogedora y generosa esta ciudad que, coqueta y presumida, celebra ahora su 490 aniversario cuando cumple en verdad 495 años.   

 

Muertes insólitas

Muertes insólitas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

La muerte es algo impredecible y también inevitable. Todo el mundo se muere cuando le llega la hora, no antes ni después. Sin embargo, hay gente que fallece, y no precisamente por accidente,  en circunstancias inusitadas, sorpresivas, cuando nada parece presagiar el final.

            El poeta cubano Julián del Casal, sin ir más lejos, murió de risa. Así como lo cuento.  En efecto, en la noche del 21 de octubre de 1893, cenaba  en la casa del doctor Santos Lamadrid, en el Paseo del Prado. Ya al final de la comida, uno de los comensales hizo un chiste, Casal dejó escuchar una estruendosa carcajada y, de pronto, su risa se vio interrumpida por una violenta hemorragia que puso fin a su existencia. Era un hombre triste y melancólico. Enfermo. Rubén Darío, en las páginas que le dedicó en Los raros, alude a sus contactos con el poeta y recuerda haberlo visto alegre solo el día en que visitaron el cementerio de Colón. De ahí que José Lezama Lima en el poema que dedicó a Casal  escribiera: “Tú, que viviste como un delfín muerto de sueño / alcanzaste a morir muerto de risa”.

            También las cosas empezaron bien y acabaron mal para la señora que hoy identificamos como la “vieja del doble tres”. Jugaba una partida de dominó y cuando se disponía a “pegarse” con la mencionada ficha, el compañero que la precedía le “mató” la jugada y la posibilidad del triunfo. Quedó la mujer con  la pieza en la mano levantada y el sabor amargo de la derrota en los labios. No  había abandonado aún  la mesa cuando la fulminó  un ataque cerebral. En la losa que cubre su tumba, sus familiares y amigos reprodujeron los últimos movimientos del partido, y  la jardinera  de su sepultura imita un doble tres.

            Lo de Antonio López Camero parece cosa de película. Quizás llegara a pensar que tenía siete vidas. Durante la dictadura batistiana, esbirros del sanguinario Esteban Ventura Novo lo dieron por muerto en tres ocasiones y en las tres se equivocaron. Dos de ellas, cuando lo arrojaron desde lo alto del Paso Superior, y la otra, cuando, destrozado por la tortura, lo abandonaron a su suerte en las márgenes del río Almendares.

            Apresado de nuevo, López Camero fue sometido, durante veintidós noches consecutivas, a suplicios indescriptibles en los sótanos de la Novena Estación de Policía antes de que se le remitiera a la Cárcel de La Habana, con sede en el Castillo del Príncipe y de allí salió al desplomarse la dictadura.

            De pronto, la alegría de la libertad. El júbilo por la caída del régimen batistiano y la victoria de las huestes rebeldes. Salió del Príncipe con el resto de los presos el 1ro de enero.  Pero Antonio López Camero no llegó vivo a su casa. Se vio envuelto en un tiroteo casual y murió de una bala que no era para él.

LA ÚLTIMA SONRISA

Se dice que poco antes de iniciarse la manifestación antimachadista del 30 de septiembre de 1930, Carlos Prío dijo a sus compañeros en la Asociación de Estudiantes de Derecho: A esta manifestación le hace falta un muerto.

            Rafael Trejo, que lo escuchaba, comentó a su vez: Ese muerto debes ser tú,  Carlos, que eres de los más conocidos entre los estudiantes.

            Ya en la calle Infanta, sonó un disparo y Pablo de la Torriente Brau cayó al suelo. Con los ojos cubiertos  por la sangre, creyó que había recibido un balazo. Cuando llegó al hospital de Emergencias vio que de un automóvil bajaban a Trejo y pensó que aquel disparo pudo haber sido para otro. Así fue.  A él, realmente, un policía lo había golpeado con su tolete. Médicos y estudiantes hicieron las primeras curas a los heridos y Pablo recuperó el conocimiento y lo perdió una y otra vez. En un momento de lucidez escuchó que un médico decía: Este puede salvarse, pero a ese otro muchacho (Trejo) se muere sin remedio.

            Después trasladaron a los heridos  a la Sala de Urgencia y los colocaron en camas contiguas. Pablo sintió unas náuseas angustiosas y entre convulsiones comenzó a vomitar toda la sangre que había tragado. Trejo, tranquilo sobre su cama, lo miraba. Le sonrió como para darle ánimos en aquel momento doloroso, pensando acaso que su compañero estaba mucho peor que él. Pablo volvió a perder la conciencia. Luego le administraron unos calmantes y durmió profundamente. A la mañana siguiente, el silencio del hospital le reveló la verdad. Nadie tuvo que decírsela. Solo preguntó: ¿A qué hora murió?

            Trejo, que iba a morir, se había despedido de Pablo con una sonrisa abrumadora. Su última sonrisa.

ENVUELTO EN LLAMAS

Casal intuyó la muerte temprana de la poetisa Juana Borrero y así lo dijo en “Virgen triste”, uno de sus poemas más  recordados. Ella murió sin haber cumplido los 20 años, en 1896, víctima de una pulmonía, en Cayo Hueso, donde, por sus ideas independentistas, buscó refugio su familia. Allí, poco antes de morir, Juana  dijo a su novio: Me muerde la sierpe que llevo oculta en el pecho, y visitó el cementerio donde sería enterrada, “para reconocer la tierra donde se levantaría su morada en la eternidad”.

            Por suerte, no siempre se cumplen esas premoniciones de poeta. Y ahí está el caso de Nicolás Guillén, que tenía 19 años cuando escribió: “Tengo el presentimiento de que me iré temprano…” y vivió sin embargo más de 80.

            A Ana María, una de las hermanas de Juana, la muerte la tomó por sorpresa. “Cubría” en México, como enviada especial de un periódico habanero, la visita a ese país del presidente norteamericano Harry S. Truman y perdió la vida aplastada por la muchedumbre de espectadores, en un motín circunstancial.

            En Carteles, en Vanidades, en Ellas, en Bohemia y en el Diario de la Marina… en casi todas las revistas y los  periódicos cubanos había dejado Ana María Borrero su impronta. Estaba excepcionalmente dotada para hacer un poema de cada vestido de mujer. Pero descuidó la alta costura, que tan pingües ganancias proporcionaba a su firma,  porque el duende pobre del periodismo reclamaba esa firma para sí, y como periodista encontró la muerte.

            Su caso es parecido al de Ruy de Lugo-Viña, muerto en un accidente cuando participaba como cronista oficial en el vuelo Pro Faro de Colón, en 1937.

            Lugo-Viña nació en Santo Domingo, en la antigua provincia de Las Villas, en 1888 y fue maestro en los inicios de la enseñaza pública en la Isla. Tuvo una vida muy activa como periodista, labor en la que se inició en la ciudad de Cienfuegos y prosiguió en La Habana, Buenos Aires (donde se estrenó como autor dramático) Nueva York y México, hasta que regresó a Cuba en 1918 para trabajar primero como redactor y luego como editor jefe del periódico habanero Heraldo de Cuba. Sus críticas al gobierno del general Menocal lo llevaron a la cárcel en 1919. Al año siguiente resultó electo concejal del Ayuntamiento de la capital y como tal se desenvolvió durante los seis años subsiguientes. Al abandonar la cámara municipal se convirtió en un propagador de su teoría sobre la intermunicipalidad universal, idea a la que dedicó artículos, folletos y ponencias en conferencias y congresos.

            Representó a  Cuba en la Liga de las Naciones, organismo internacional que precedió a la ONU, y, radicado en España, dirigió la revista Así va el mundo. En 1936, luego de su regreso a La Habana, comenzó a trabajar  en el proyecto del gran vuelo de confraternidad americana Pro Faro de Colón, que involucró a varios países y que perseguía el fin de  erigir al Descubridor de América el monumento que merecía.

            El periodista emprendió ese viaje con un oscuro presentimiento. Tanto había luchado por hacerlo realidad que no pudo eludirlo. Ni quiso porque nunca le abandonaron la fe en el buen éxito de los nobles propósitos ni el entusiasmo por los empeños difíciles. No imaginaron los que lo vieron partir que llevaba en el ánimo una mezcla extraña de optimismo y aprehensión. En Río de Janeiro acabó por expresar públicamente sus secretas inquietudes en una frase que no demoraría en hacerse  realidad. Dijo a los que lo rodeaban: “Me veo morir envuelto en llamas”.

            En efecto, el avión en que viajaba, al igual que otros de la escuadrilla de cuatro que formaban parte del proyecto Pro Faro de Colón, sufrió un accidente en los alrededores de la ciudad colombiana de Cali al chocar con una montaña.

            La máquina de escribir de Lugo-Viña, encontrada en el lugar del siniestro, se conservó durante años en el Museo de la Prensa de la Asociación de Reporters de La Habana, en la calle Zulueta. El fuego la derritió y la convirtió en un amasijo  de metales apenas reconocible.

ENTRÓ EN ÓRBITA

¿Recuerdan a Julito Díaz y Adolfo Otero, dos glorias del teatro vernáculo cubano? Mucho hicieron reír asimismo en la radio y en la TV. Habían sido compañeros de toda la vida. Juntos hicieron largas temporadas en nuestros mejores teatros y giras por el extranjero y se decía que en México los dos pelearon y alcanzaron grados militares bajo las órdenes del legendario Pancho Villa. Sostenían una estrecha amistad más allá de los escenarios y era habitual escucharlos bromear sobre cual de los dos fallecería primero. El que quedara vivo debía despedir el duelo del otro. Esto que contaré ahora lo relató Enrique Núñez Rodríguez hace muchos años en esta misma página.

            Murió Julito y la noticia llegó a la cabina de radio donde Otero hacía un programa que Enrique escribía. Todos temían darle la noticia hasta que se decidieron a hacerlo. Eran los días en que se hacían las primeras incursiones al cosmos.

Otero escuchó muy serio la novedad del fallecimiento de su amigo y compañero, y, sin exteriorizar sentimiento alguno, se limitó a comentar: Así que Julito entró en órbita.

            Terminado el programa, Otero salió el edificio de la TV y la Radio cubanas y cruzó la calle 23 para dirigirse a la funeraria Caballero, donde velaban a Julito Díaz. No llegó a verlo. Muy cerca del ataúd se desplomó. Él también había entrado en órbita.

            El esposo de Alicia Rico, actriz del vernáculo, murió en el escenario del teatro Martí. En una función de homenaje a su compañera, El Espada, como le llamaban,  no pudo resistir la emoción de los aplausos que a ella le tributaban y no hubo tiempo de trasladarlo al hospital. Desde aquel momento, contaba Núñez Rodríguez, ella también abrigó el deseo de morir en el escenario.

            Alicia sufría de  una cardiopatía, pero siguió trabajando hasta que el recrudecimiento de la dolencia exigió su hospitalización. Se acercaban las fiestas de fin de año y la actriz rogó, exigió, a su médico que la dejara volver al teatro, con lo que colocó al cardiólogo  en una terrible alternativa. El trabajo podía matarla, pero mantenerla fuera de temporada, alejada de su público podía ser también fatal. Transigió al fin del galeno. Regresaría a la escena con el compromiso de que no realizaría esfuerzos físicos. Así quedó pactado: Alicia Rico bailaría una rumba al final del espectáculo, pero no habría repeticiones.

            Reapareció Alicia en el Martí. Hizo la obra. Bailó la rumba y cayó el telón. Pidió el público, con gritos y aplausos,  que la repitiera. Quiso hacerlo, pero Núñez Rodríguez, director de la puesta, que conocía la disposición del cardiólogo, se negó. Lo cubrió  ella con los peores epítetos y Enrique, imperturbable, se mantuvo en su negativa. Entonces la actriz se asomó al lateral y pidió al maestro Rodrigo Prats, al frente de la orquesta, que atacara de nuevo con la rumba. Enrique le hizo señas para que no lo hiciera. Volvió Alicia a insistir y como Prats no le hacía caso, amenazó a Enrique.

            -Si no le ordenas a Rodrigo que dirija la orquesta, voy a salir a decirle al público que ustedes no me dejan bailar para ellos.

            Y se encaminó  al escenario para cumplir su amenaza. Enrique, ya sin salida, hizo un gesto a Prats y la orquesta acometió la rumba. Fueron seis las repeticiones. Al final, radiante y satisfecha, gritó a Enrique: Oye como están… ¡A mí me roncan!

            Al día siguiente, la actriz salió de nuevo a escena. Pero  esa noche, a petición de Enrique, que apeló a sus sentimientos más nobles, hizo solo dos repeticiones. Al concluir la función y cuando se dirigía al vestíbulo, todavía con el maquillaje de la obra, Alicia Rico palideció súbitamente y se desplomó para siempre.

            Concluía Núñez Rodríguez su crónica publicada también en esta página:

            “Nunca me perdonaré el haberla convencido para que limitara sus repeticiones de la rumba. Impedí, con aquella decisión, que muriera tal y como lo había deseado y que escribiera el lógico final de su bonita historia de amor”.

            De manera abrupta terminó la existencia de Carlitos Aguirre. Era hijo de un coronel de la Independencia y sobrino político del astuto Orestes Ferrara. Había concluido sus estudios y la familia quiso congratularlo con un viaje a España. Ya allí, concurrieron a una corrida de toros. El espectáculo transcurrió como siempre. Solo que cuando aquel matador metió la espada en la cerviz de la bestia, el toro saltó, se sacudió y el arma voló por el aire hasta clavarse en el cuerpo de Carlitos Aguirre y provocarle la muerte. 

             

           

             

 

           

 

           

           

           

 

Los peregrinos del San Luis

Los peregrinos del San Luis

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz 

 

Esta es una historia espeluznante. En mayo de 1939 más de 900 judíos  que arribaron al puerto de La Habana a bordo del buque San Luis, procedente de la Alemania nazi,  se vieron impedidos de desembarcar  pese a que todos contaban con la autorización pertinente para hacerlo, un llamado permiso de desembarco  por el que pagaron un mínimo de 150 dólares.  Casi todos ellos habían solicitado visa para Estados Unidos y pensaban permanecer en la Isla solo hasta que pudieran entrar en dicho país. Pero ocho  días antes de que el San Luis zarpara con destino a Cuba desde el puerto alemán de Hamburgo, el presidente cubano Federico Laredo Bru, invalidaba  mediante un decreto, los permisos de desembarco. Para entrar en Cuba se haría obligatorio entonces contar con una autorización de la Secretaria de Estado y  otra, de la Secretaría del Trabajo, más el pago de un bono de 500 dólares, requisitos de los que, desde luego, se excluía a los turistas.  Ninguno de los pasajeros del buque San Luis supo de la entrada en vigor de esa medida hasta llegar al puerto de La Habana. Y ya era demasiado tarde. Debieron regresar a Europa. No muchos  de ellos sobrevivieron para contar la historia.

            En definitiva, solo 28 de los 937 pasajeros del San Luis pudieron desembarcar en La Habana, el 27 de mayo de 1939, luego de una travesía de dos semanas.  Seis de ellos (cuatro españoles y dos cubanos) no eran judíos, y entre estos, únicamente 22 pudieron mostrar la nueva documentación requerida para el desembarco. Otro pasajero más, judío, intentó suicidarse a bordo y debió ser internado de urgencia en un hospital habanero. Nunca se supo si lo retornaron al barco o si quedó en tierra.

            Un día después del arribo de los judíos al puerto habanero, llegaba a La Habana Lawrence Berenson, abogado del Comité Judío Americano para la Distribución Conjunta (JDC) a fin de interceder por los pasajeros.  Había sido presidente de la Cámara Cubano-Estadounidense de Comercio y tenía por tanto muchas relaciones y una amplia experiencia empresarial en Cuba. Se reunió con Laredo Bru y trató de convencerlo de que autorizara el desembarco. El Presidente persistió en su negativa. El 2 de junio el mandatario  ordenó que el San Luis saliera de aguas cubanas, pero no por ello cortó las conversaciones con Berenson, a quien pidió 435 500 dólares a cambio de dejar bajar a los pasajeros. El negociador hizo una contraoferta; Laredo Bru la rechazó y rompió los contactos.

            Mientras, el San Luis navegaba lentamente hacia EE UU. Llegó a estar tan cerca de las costas de la Florida que los pasajeros pudieron ver las luces de Miami. Enviaron un telegrama al presidente Franklin Delano Roosevelt en solicitud de refugio. Roosevelt nunca respondió. Ya la Casa Blanca y el Departamento de Estado habían decidido no permitirles la entrada. Debían, dijeron fuentes diplomáticas norteamericanas, aguardar su turno en la lista de espera y luego cumplir con los requisitos necesarios para obtener el visado de emigración a fin de ser admitidos en territorio estadounidense.

            Tras la negativa de Washington, el San Luis puso rumbo a Europa. Organizaciones judías y, en especial, el JDC, negociaron con gobiernos europeos para que fueran admitidos en Gran Bretaña, Holanda  y Francia. El resto de los pasajeros desembarcó en Amberes, el 17 de junio de 1939, luego de pasar más de un mes en el mar. Las autoridades francesas, belgas y holandesas los llevaron a campos de internamiento, al igual que a otros refugiados alemanes, y las británicas los recluyeron  en la isla de Man y en campos de confinamiento ubicados en Canadá y Australia. Con la invasión alemana a Europa occidental, en mayo de 1940, los pasajeros del San Luis estuvieron de nuevo en peligro.  Unos 670 de ellos cayeron en poder de los nazis y murieron en campos de concentración. Otros 240 sobrevivieron a años hambre, maltratos y trabajos forzados.

EN CUBA

Entre 1933, cuando el partido nazi subió al poder, y 1939 más de 300 000 judíos salieron  de Alemania y Austria. Esa emigración se recrudeció tras la llamada Noche de los Cristales Rotos (9-10 de noviembre de 1938) cuando el acoso  contra los judíos y sus propiedades se hizo sentir con saña inusitada.

Los destinos preferidos de los emigrantes fueron el Mandato Británico de Palestina y EE UU, pero en ambos sitios regían cuotas estrictas que limitaban el número de emigrantes. Más de 50 000 judíos alemanes llegaron a Palestina en los años 30. Suiza aceptó 30 000 y rechazó a miles de ellos en la frontera. España tomó a un número limitado y lo remitió rápidamente hacia Lisboa. Desde esa ciudad miles de judíos lograron entrar en EE UU por barco, pero una cantidad aún mayor quedó con las ganas.  El Libro Blanco del Parlamento inglés, de 1939,  puso obstáculos severos a  la emigración  en Palestina, aunque Gran Bretaña aceptó recibir a 10 000 niños judíos.

 En esa fecha, en  EE UU el número de emigrantes alemanes y austriacos a admitir era de 27 370, cifra que se cubrió  rápidamente pues existía una lista de espera de varios años.  Mientras que los destinos disminuían, decenas de miles de judíos alemanes, austriacos y polacos se radicaron en Shangai, uno de los pocos lugares sin requerimiento de visa. La decisión de venir a Cuba, y esperar en la Isla la posibilidad de entrar a territorio norteamericano, fue una alternativa desesperada para aquellos 900 viajeros del San Luis. Serían víctimas aquí de la corrupción y las contradicciones del gobierno de la época, pero sobre todo de las presiones que Washington ejerció sobre las autoridades cubanas para que no se les aceptara. El presidente Roosevelt pudo haber admitido una cuota adicional para acoger a los viajeros del San Luis. No lo hizo por razones políticas.

Al ocurrir el incidente del San Luis, el director del Departamento cubano de Emigración, perteneciente entonces a la Secretaría de Estado, era Manuel Benítez González. Se dice que alcanzó el grado  de general en el Ejército Libertador, pero su nombre no aparece registrado en el Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba.  Ya en la República, y con grado de coronel, fue jefe del Regimiento 8 Rius Rivera de Pinar del Río. Sometido a investigación  a la caída del dictador Machado, guardó prisión en la fortaleza de la Cabaña. No se sabe si la indagación arrojó conclusiones en su contra. Lo cierto es que un hijo suyo, de su mismo nombre y teniente  del Ejército, fue de los pocos oficiales que se sumó al golpe de Estado protagonizado por los sargentos el 4 de septiembre de 1933. Y el gesto del hijo terminó por exonerar al padre preso.

La forma en que Manuel Benítez hijo se pasó a los sargentos bien merece figurar en una estampa de nuestro folclor político. Dormía esa noche en el campamento de Columbia cuando dos soldados lo despertaron para llevarlo detenido. Quiso saber el teniente Benítez quién daba la orden y cuando le respondieron que el sargento Batista, exigió que lo llevaran a su presencia. En ese momento, en el cine de Columbia se celebraba una asamblea de aforados y Batista, por más que se empeñaba en hacerlo, no lograba imponerse al bullicio que reinaba el salón. Al ver aquello, Benítez se encaramó sobre un asiento, ordenó silencio y pidió que se dejara hablar al orador.  Cuando Batista  terminó su perorata, Benítez, subido otra vez a una silla, se arrancó de manera espectacular sus grados y dijo que,  después de escuchar lo que había oído,  ya no quería ser teniente, sino, y a mucha honra,  el sargento Benítez. Aparte de sus dotes de mando, había sido actor de reparto en Hollywood y de ahí le venía el sobrenombre de El Bonito.

Batista, que lo necesitaba, acogió a Benítez en su entorno, no como sargento, sino como capitán. Llegaría a general de brigada, en 1942.  Fue su hombre de confianza en todas las tropelías, incluso las más íntimas porque Batista era corto con las mujeres, mientras que  Benítez  tenía una suerte loca con ellas. Fue Benítez quien le sirvió en bandeja a varias muchachas y prestaba a su jefe, ya Presidente de la República, una casa que para citas amorosas mantenía en el reparto Buenavista.

Tenía grandes defectos, la ambición y la mano larga para apropiarse de lo que no era suyo. De su padre lo aprendió.  Con la  venta de los permisos de desembarco a los judíos y otros negocios que le propiciaba su cargo de director de Emigración, el viejo Benítez llegó a amasar una fortuna personal que se calculó entre los 500 000 y el millón de pesos. Eso despertó la furia de otros funcionarios cubanos, el presidente Laredo Bru invalidó aquellas autorizaciones y Benítez se vio obligado a dimitir.

El país atravesaba entonces una aguda depresión económica. Había hambre, la esperanza de vida era corta y la gente moría, por falta de médicos y medicinas, de enfermedades perfectamente curables. Las fuentes de empleo eran escasas. Sin embargo, el movimiento obrero y revolucionario cubano no protestó contra la emigración judía, aun cuando antes de  la llegada del San Luis ya habían entrado a la Isla unos 2 500 hebreos.

Periódicos como Diario de la Marina, Ataja y Alerta alentaron  la xenofobia y el antisemitismo en un país donde los judíos –llamados por lo general polacos- formaron siempre parte del paisaje. La aversión se vio incrementada por la propaganda hitleriana. No se olvide que en 1938 se constituyó en La Habana –calle 10 no. 406 entre 17 y 19, Vedado- el Partido Nazi    y que existió aquí, en la misma época, el Partido Fascista Nacional, que fueron autorizados por el Registro Especial de Asociaciones del gobierno provincial. Los nazis cubanos decían ver en el comunismo su enemigo frontal y, según su reglamento, se aprestaban a cooperar con los poderes públicos “en lo que respecta al reembarque de emigrados antillanos” y otras “emigraciones indeseables”, con lo que se proponían sacar del país no solo a haitianos y jamaicanos, que trabajaban mayormente como braceros en la zafra azucarera, sino a los judíos, dedicados en lo fundamental a los negocios, por lo que abogaban además por “una legislación sobre restricciones de licencias comerciales e industriales”.

Pero más que todo eso, lo que decidió el destino de los viajeros del San Luis fue la oposición de Washington a que se les acogiera en La Habana. Las cuotas para los potenciales emigrantes provenientes de la Europa central ya estaban cubiertas en EE UU, país al que en definitiva viajarían muchos de aquellos refugiados. Así lo hizo saber Cordell Hull, secretario de Estado norteamericano, al gobierno de Laredo Bru. El mandatario se mostró obediente y sacó el barco de las aguas jurisdiccionales. Siguió el San Luis su rumbo. A la altura de Nueva York, la Estatua de la Libertad dijo adiós a sus pasajeros, abandonados a su suerte.

OTROS BARCOS

El San Luis no fue la única embarcación con  judíos a bordo que corrió esa suerte en el puerto de La Habana. Sucedió lo mismo con otros  buques.

            El 27 de mayo de 1939, el mismo día del arribo del San Luis, tocó  puerto habanero el buque inglés Orduña, con 120 judíos austriacos, checos y alemanes. Cuarenta y ocho de esos pasajeros traían el permiso de desembarco invalidado por las autoridades nacionales. Aun así pudieron bajar a tierra. Los 72 restantes se vieron obligados a un largo peregrinar por Sudamérica, pese a que también apelaron a la benevolencia del presidente Roosevelt, que mostró oídos sordos al pedido. Después de atravesar el Canal de Panamá, el Orduña hizo breves escalas en puertos de Colombia, Ecuador y Perú. En este último país encontraron refugio cuatro pasajeros y los otros 68 volvieron al Canal a bordo de otro barco inglés. Allí, en la ciudad panameña de Balboa, siete de ellos obtuvieron visas para Chile, y los otros quedaron en el Fuerte Amador hasta 1940, cuando los admitieron en EE UU.

            También en mayo de 1939 llegó a La Habana el buque francés Flandre, con 104 judíos a bordo. Imposible el desembarco. Puso la embarcación  rumbo a México, donde tampoco se permitió desembarcar a sus pasajeros y el Flandre volvió a Francia, donde el gobierno aceptó a los emigrados, pero los recluyó en un campo de internamiento.

            Otro barco más, el Orinoco, gemelo del San Luis, debió llegar a La Habana en junio con 200 pasajeros a bordo.  Pero enterado su capitán de lo sucedía en ese puerto, trató de que Inglaterra y Francia los acogieran. No los aceptaron, y tampoco lo hizo EE UU. Diplomáticos norteamericanos entonces presionaron al embajador alemán en Londres para que diera garantías de que una vez de vuelta a Alemania los refugiados no serían víctima de la barbarie nazi. Regresaron aquellos 200 judíos a Alemania, en junio de 1939. Su destino es todavía una incógnita. 

             

 

De ñapa

De ñapa

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 Lo contó el colega y amigo Ángel Quintana Bermúdez, de Holguín, en una crónica deliciosa. En marzo de 1926, cuatro jóvenes Banes, que  se impusieron el reto de llegar a La Habana en automóvil, demoraron 69 horas y diez minutos en arribar a su destino. Recorrieron 1 158 kilómetros y se sintieron satisfechos de su marca pues un intento anterior, desde Santiago de Cuba, había  consumido seis días a sus protagonistas.

            No se había construido aún la carretera Central, eran deficitarios los enlaces entre una y otra localidad y la mayor parte de la travesía debieron hacerla por caminos más supuestos que reales. Los rodeos, impuestos por las propias dificultades del terreno,  alargaron la distancia.  En algunos sitios, no les quedó otra opción que guiarse por las estrellas, como si fueran navegantes de la mar océana. En resumen, partieron de Banes a las 10:50 de la mañana del miércoles 24 de marzo  y llegaron a la capital de la Isla el sábado 27, también en la mañana, a las ocho. Durante todo ese tiempo  se detuvieron unas 18 horas para satisfacer las necesidades más elementales, lo que hizo que la marcha propiamente dicha fuera de 51 horas y veinte minutos.  Promediaron 22,6 kilómetros por hora, de los 35 de velocidad máxima que alcanzaba el vehículo, un Ford de los conocidos como fotingo trespatá, que gastó  46 galones de gasolina y seis cuartos de aceite en la travesía y concluyó el viaje con un neumático de baja.

            Sebastián Pérez, promotor de la iniciativa, no tuvo que insistirle demasiado a Lorenzo Serrano, Joaquín Díaz, Santiago Zaldívar y Juan (Chino) Leyva para que asumieran la empresa. Una multitud entusiasta los despidió en el café Norma, desde donde arrancó su peligrosa aventura porque,  a la carencia y mal estado de las vías existentes cuando las había,  se sumaba la situación del país.

            Todo era confusión y pánico en la provincia agramontina tras el secuestro del millonario Enrique Pina Jiménez, expone Quintana Bermúdez en su crónica. La Guardia Rural, cuerpo del Ejército que asumía funciones de policía en los campos y que se caracterizó, siempre al servicio de los latifundistas y la burguesía agraria,   por sus abusos y atropellos hasta su desaparición en 1959, intensificaba con saña su macabra cacería de isleños residentes en la región, a los que responsabilizaba con lo de Pina, y no pasaba un día sin que se reportaran allí asaltos, tiroteos, detenciones, muertos… Había miedo, recelo y desconfianza.  Las poblaciones quedaban desiertas y los campesinos se encerraban en sus bohíos en cuanto caía la noche.  Para complicar aún más las cosas, una pantera se había fugado del circo Montalvo y andaba suelta por los campos.

            Todo eso dificultó el viaje y no resultó raro que en muchas localidades Serrano y sus compañeros fueran tomados como cómplices del secuestro. En las proximidades de Cabaiguán tuvieron necesidad de llegar a una casa para que les indicaran cuál de los tres caminos que por allí pasaban era el que servía para llegar a La Habana. No les abrieron la puerta. Y en Limonar, cuando el vehículo se detuvo ante la planta eléctrica, el sereno que la custodiaba echó a correr y alertó a la Guardia Rural con su silbato, aquellos llamados pitos de auxilio que en el silencio de la noche se escuchaban a cientos de metros de distancia. Al instante se presentaron varios miembros de la Rural y rodearon a los viajeros. Afortunadamente, los dejaron continuar. Sabían de su propósito de llegar a La Habana. Toda Cuba seguía la hazaña a través de los periódicos, y Banes más que ninguna otra parte.

            Hasta allá llegaban los telegramas que, como partes de guerra,  iban enviando los viajeros, a su paso por las poblaciones,  para dar cuenta a sus coterráneo de las incidencias de la travesía y que se colocaban, para que todos pudieran leerlos,  en una pizarra del café Norma, mientras que el diario banense Pueblo mantenía al tanto a sus lectores de todas las peripecias. El día 26, sin embargo, no hubo noticias y el periódico supuso por qué. Dijo, al día siguiente, a modo de explicación: “En su afán de llegar lo más pronto posible a La Habana, Serrano no habrá querido detenerse en ningún pueblo, y de ahí la falta del diario telegrama a este periódico”.

            En efecto, el viaje Banes-Habana estaba a punto de llegar a su fin y el fotingo  trespatá de Serrano entraba a la capital con la escolta de varios vehículos que se le sumaron en las cercanías de Matanzas.

            Claro que en una travesía tan larga y accidentada hubo momentos jocosos. En la ciudad de Santa Clara, donde arribaron de madrugada, entraron a desayunar a un café y advirtieron un extraño entra y sale en la trastienda del establecimiento. Cuando el dueño o encargado del lugar se acercó para servirles el café con leche, Lorenzo Serrano comentó para que todos pudieran oírlo:

            -¡Se lo dije, señor juez! En el fondo están jugando al prohibido.

            Las manos del que les servía comenzaron a temblar visiblemente y trabajo  le costó cumplir su tarea. Luego corrió a la trastienda, que quedó a oscuras,  para avisar del peligro. Y mucho más nervioso estaba cuando Serrano  volvió a llamarlo a la mesa, ahora con la intención de pedirle la cuenta. Dijo entonces el comerciante:

            -No faltaba más, hombre… ¡Por Santiago de Compostela que ya está “pagá”  su cuenta.

            Otra ocurrencia tuvo Serrano,  ya en La Habana, cuando, en unión de sus compañeros, se personó en la agencia de los neumáticos Good Year para una singular reclamación.

            Mostró al gerente norteamericano de la firma la magulladura que presentaba una de las gomas del Ford y le pidió que se la restituyera porque aquel neumático, adquirido en Banes, tenía un defecto de fábrica.

            Examinó con detenimiento el gerente la parte deteriorada y alegó que la magulladura no era un problema de fabricación, sino que obedecía al uso que se le había dado a la goma.

            Serrano, por supuesto, no aceptó el veredicto y,  él que sí y el otro que no, se trabaron en una discusión que hizo que en torno a ellos se agruparan todos los empleados cubanos de la agencia. A lo más que accedió el gerente, consciente de lo perjudicial que podía resultar para su negocio una mala opinión de aquellos ya célebres choferes, fue a venderles el neumático a precio de costo.

            Pero Serrano lo quería gratis y en su afán retó al norteamericano a jugarse a cara o cruz su importe. El gerente aceptó y, enseguida,  puso el cubano la regla del juego.

            -Si cae estrella, usted pierde; si cae escudo, yo gano, sentenció.

            Quizás por no dominar bien el español o por el acaloramiento de la discusión,  el norteamericano aceptó las insólitas condiciones que no le dejaban más alternativa que la de perder. No demoró el fatal desenlace.

            Escribe Ángel Quintana Bermúdez en su crónica:

            “Saltar por el aire la moneda y rodar Serrano la flamante goma hasta el afamado fotinguito que esperaba parqueado frente al edificio, fueron dos cosas iguales, y todo ante las miradas desconcertadas de los empleados de la agencia por la argucia del pillín de Lorenzo: Si cae estrella, usted pierde; Si cae escudo, yo gano”.

            Varios días anduvieron Lorenzo Serrano, Joaquín Díaz, Santiago Zaldívar y el Chino Leyva en La Habana, donde la prensa se hacía eco de su hazaña. Decía le periódico Heraldo de Cuba: “Cuatro jóvenes drivers del simpático pueblo de Banes de la indómita región oriental acaban de realizar un viaje en automóvil desde aquel pueblo hasta la capital”. Ya eran famosos.

            Llegó al fin la hora del regreso. Los senderos habían empeorado a causa de la lluvia y la pantera escapada del circo Montalvo seguía imponiendo respeto. Tampoco habían  cesado  los operativos para la búsqueda y captura de los implicados en el secuestro del colono  Enrique Pina Jiménez, y la actuación de la  Guardia Rural seguía despertando en los campos un miedo mayor que el que provocaba la pantera fugitiva.

            Los cuatro choferes llegaron a Banes sin mayores contratiempos. Y con la alegría de ser los segundos en realizar parecido periplo, con el que hicieron trizas la marca impuesta por sus antecesores santiagueros.

            Cerca de Veguitas, a las puertas de Banes, una multitud, que encabezaba Sebastián Pérez, patrocinador del viaje, le tributó un recibimiento  caluroso y entusiasta.

            La peligrosa aventura había terminado. Lamentablemente, la excelente crónica de Ángel Quintero Bermúdez no consigna las horas que Lorenzo Serrano y sus compañeros emplearon en el viaje de regreso.