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Memorias

Aquel 20 de mayo

Aquel 20 de mayo

Ciro Bianchi Ross

 

 

¿Sabía usted que la bandera cubana que a las 12:10 del 20 de mayo de 1902 se izó en la azotea del viejo Palacio de los Capitanes Generales convertido  en Palacio Presidencial, para anunciar que Cuba era ya República, aunque no fuera aquella por la que lucharon varias generaciones de cubanos, fue arriada quince minutos más tarde porque el interventor norteamericano  Leonardo Wood, cesado ya en su cargo, quiso llevársela como trofeo? ¿Qué ese día, a la toma de posesión de Tomás Estrada Palma como primer Presidente de Cuba no se invitó a  ninguna mujer —ni siquiera a Genoveva Guardiola, la esposa del mandatario— porque la recién aprobada Constitución de 1901 no les reconocía derechos políticos a las féminas y, por tanto, se les excluyó del protocolo? ¿Sabía que, pese a la retirada de las tropas de intervención de Estados Unidos, que salieron de la Isla ese mismo día, quedaron aquí tres compañías del Ejército de ese país que entrenarían a artilleros cubanos y custodiarían las fortalezas?

            Acerca de la instauración de la República de Cuba, el 20 de mayo de 1902, hace hoy 110 años justos, hablaremos enseguida. Cuando yo era niño la fecha era Fiesta Nacional y la saludábamos con orgullo colocando la bandera en la  ventana de la sala de la casa. Dejó de celebrarse a partir de 1963 y la regalamos así a los cubanos de enfrente, olvidándonos de que también es nuestra. ¿Fecha gloriosa o aciaga?,  pregunta Ana Cairo Ballester. «No se necesita satanizar la fecha; ni hacerla formar parte de una lista de olvidos, en una especie de limbo histórico cultural», responde la propia historiadora, y precisa que lo interesante sería polemizar sobre si se celebra o se conmemora, y cómo hacerlo ya que no debe perderse de vista, recalca Cairo Ballester,  que el siglo XX cubano se divide en dos grandes periodos históricos bien delimitados: la República burguesa y la República socialista. O lo que es lo mismo: la República y la Revolución,  pero el Estado nacido a la vida el 20 de mayo de 1902 mantiene inalterables su nombre y los símbolos patrios que lo identifican.

            Aquel día, la gente, aun sin conocerse, se saludaba y abrazaba en la calle; reía y lloraba, gritaba y cantaba.  Cuba entera vibraba de patriótico entusiasmo. Decenas de miles de personas congregadas en el todavía incipiente malecón habanero permanecieron de rodillas, en gesto de devoción,  mientras la enseña nacional era izada en el Morro. La ceremonia comenzó en la vieja fortaleza cuando un teniente norteamericano avisó, desde la farola, que la enseña nacional ondeaba ya en el palacio de gobierno. Se arrió entonces la bandera de las barras y las estrellas y el general Emilio Núñez, gobernador de La Habana,  y el vigía del Morro amarraron la nuestra a las cuerdas para comenzar el izaje. No pudo procederse como estaba previsto ni mantenerse el orden porque los oficiales del Ejército Libertador allí presentes se abalanzaron hacia las sogas y tiraron también de ellas.

            Escribe, lleno de sano chovinismo,  el cronista Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas: «El día 20 de mayo de 1902 —un día de espléndido sol y cielo azul, tal como si Dios hubiera bajado a tomar parte en la fiesta— descendía del mástil del Morro la banderita de la Intervención Americana —no mayor de un pañuelo, de los pequeños— y subía nuestro “banderón” nacional —grande, bello, enorme— cogiéndose él solo el mundo; y tragándose el aire, al ondear victorioso en látigos frenéticos».

            Apunta más adelante: «No quedó ventana, puerta, tejado, azotea, balcón o poste de la vía pública de donde no colgase una bandera cubana, más o menos grande; ni pecho de hombre que no mostrase sus tres colores entrelazados en un botón o roseta en el ojal de la levita, saco o chamarreta; ni peinado de mujer donde el alto y espeso moño no luciera la enseña patria, en la punta de un artístico y enhiesto prendedor».

            Sintetizaba el historiador Ramiro Guerra en 1932: «Los que tuvieron el privilegio de contemplar aquella apoteosis no podrán olvidarla jamás».

            ¿Se equivocaban aquellos cubanos que lloraban de felicidad en la calle ante la fundación de un Estado con reconocimiento internacional aunque fuera una República lisiada y castrada?  ¿Se equivocó Máximo Gómez cuando, con los ojos nublados por las lágrimas, se abrazó a José Miguel Gómez, aquel 20 de mayo,  en el viejo salón del trono del palacio de gobierno, para decirle: «Creo que hemos llegado»?

            ¿Habíamos llegado realmente? Escribía Emilio Roig en 1959:

            «La República que surgió el 20 de mayo de 1902, no fue, sin duda alguna, la que concibieron y por la que lucharon y murieron varias generaciones de cubanos…

            «Nuestra larga lucha por la independencia cumplió a plenitud su misión histórica. Y los cubanos debemos sentirnos muy satisfechos de haber salido del despotismo español y conquistado la República.

            «Muy felices debemos también sentirnos… de que después de lograr la independencia de España, pudiéramos destruir los planes anexionistas del presidente McKinley y el gobernador Leonardo Wood y, gracias a la lucha tenaz mantenida por nuestro pueblo durante la intervención militar norteamericana, que escamoteó el triunfo del Ejército Libertador, se lograra la República, aún con la castración que significó la Enmienda Platt, factor terrible de perturbación y disociación ciudadana».

AGENDA DE LA REPÚBLICA

El 24 de febrero de 1902, las provincias validaron a Tomás Estrada Palma para su alto cargo. El 11 de mayo el mandatario electo desembarcaba en La Habana, y el 15, el Senado y la Cámara de Representantes, que se constituyeron ese mismo día, lo proclamaban Presidente de la República. Llevaba unos 25 años fuera de la Isla y una bien orquestada campaña publicitaria a su favor alabó al maestro, al padre de familia, al amigo de Martí, al hombre que en aras de la patria renunciaba a su ciudadanía norteamericana. Los cubanos de Nueva York lo habían despedido con un banquete y le obsequiaron una pluma de oro.

            El 16 de mayo se iniciaban los actos de despedida de los ocupantes norteamericanos. Los veteranos de la independencia, los políticos y  los hombres de negocio congratularon a los interventores con bailes y banquetes y se regaló a Wood un machete con empuñadura de oro y pedrerías. El 19, séptimo aniversario de la muerte de Martí, fue día de recogimiento, con banderas a media asta y crespones de luto, ofrendas florales y veladas solemnes. A las doce de la noche, sin embargo, ocurrió lo inconcebible: se pasó, en cuestión de minutos, del luto al jolgorio. El 20, el programa para celebrar la instauración de la República fue nacional, con actos en cada capital de provincia, ciudad, pueblo y caserío. Las ceremonias grandes tuvieron lugar en La Habana; la del Palacio de los Capitanes Generales, con carácter oficial y, más popular, la de la explanada del Morro.

            A la hora prevista, Máximo Gómez, en compañía de varios generales del Ejército Libertador, ocupó su puesto en el salón de recepciones del palacio, y Wood, con su estado mayor, ocupó el suyo, de espaldas a la Plaza de Armas. Estrada Palma, con su consejo de secretarios (ministros), se situó frente al interventor saliente. Wood dio lectura a una breve proclama y ordenó que se izara la bandera cubana, el mismo pabellón  que ondeó en las sesiones de la convención constituyente y que encabezó los actos por el recibimiento de Estrada Palma en La Habana. Luego, como ya se dijo, se arrió esta bandera y Máximo Gómez y el propio Wood izaron otra, que quedó en su puesto. Mientras se elevaba la primera de esas banderas, se escuchaban las notas del Himno Nacional y la enseña era saludada por 21 cañonazos, el repicar de las campanas de todas las iglesias habaneras y el ulular de las sirenas de los barcos surtos en puerto.

            En aquel salón de recepciones, el mandatario juró su cargo ante el presidente del Tribunal Supremo de Justicia y quedó constancia de ello en el acta correspondiente. Poco después tenía lugar la primera reunión del consejo de ministros. A las cuatro de la tarde, Estrada Palma acompañó a Wood hasta el muelle y allí se despidieron.

            Las ovaciones se sucedían cada vez que a pie, a caballo o en coche, pasaba alguno de los altos jefes del Ejército Libertador —García Menocal, José Miguel, Cebreco. Montalvo, Quintín Bandera…—. La muchedumbre se renovaba en la Plaza de Armas para hacer salir al balcón de palacio al Presidente y a sus secretarios de despacho. Don Tomás se asomaba  y se retiraba para repetir lo mismo al poco rato.  Fue una jornada intensa. A saludar al mandatario acudían el Rector de la Universidad de La Habana y el director de la Academia de San Alejandro, directivos de la Sociedad Económica de Amigos del País, el Alcalde habanero y sus concejales, los jefes del Cuerpo de Bomberos y de la Guardia Rural, los cónsules y la prensa extranjera acreditada,  miembros del Congreso de Estados Unidos y representantes de la Iglesia Católica encabezados por monseñor  Barnada, arzobispo primado de Santiago de Cuba…. José Francisco Martí Zayas Bazán, el hijo del Apóstol, mandaba la compañía de ceremonias.

            Asistió Estrada Palma a un Te Deum en la Catedral y supervisó una parada estudiantil en la Plaza de Armas. Por el Prado, desde La Punta al Campo de Marte, hubo desfiles de carrozas auspiciadas por  instituciones o empresas, bandas de música, abanderadas en honor de las repúblicas americanas y agrupaciones políticas. Desfilaron  además personas con disfraces y bailaron y cantaron los negros que conformaban una comparsa. Por la noche, en el Teatro Nacional hubo una sonada velada cultural en la que Luis Estévez y Romero, vicepresidente de la República y su esposa Marta Abreu ocuparon el palco de honor, Tarde en la noche comenzaron los fuegos artificiales. Dice Ana Cairo al respecto: «La Habana nocturna resplandecía como un sol y los fotógrafos se esmeraron captando dicha rareza». Las fiestas acabaron el 21 de mayo, al amanecer.

            Se levantaron arcos de triunfo y, en el Parque Central, se emplazó una réplica de la Estatua de la Libertad. El que pudo dio una mano de lechada al frente de su casa. No pocos establecimientos comerciales cambiaron de nombre de la noche a la mañana para atemperarlos a los nuevos tiempos. Hubo fiestas por Cuba en París y en universidades norteamericanas y en algunas localidades de México. No faltaron los poemas que exaltaron el acontecimiento.

La revista El Fígaro, en un número que circuló el propio día 20, publicó valiosas opiniones sobre el naciente Estado y su futuro y un interesantísimo despliegue fotográfico. Juan Gualberto Gómez fue terminante en sus consideraciones. A su juicio, la muerte de Martí desvió el curso de la Revolución y en esa desviación estaba la clave de la gran herida que sufría el ideal de la independencia absoluta de la patria. Concluía Juan Gualberto: «Hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo… las ideas directrices y los métodos que preconizara Martí».

 

 

 

 

 

Manteca de oso

Manteca de oso

Ciro Bianchi Ross

Mi padre comenzó a quedarse calvo cuando tenía 18 años de edad y a los 22 lo era tanto como lo es ahora. En los años 40, en Cuba e imagino que en cualquier parte del mundo, el sujeto que comenzaba a destecharse se hallaba totalmente indefenso ante el mal que se le venía encima. De ahí que el personaje de una novela de Gabriel García Márquez lamente más la pérdida del cabello que de los dientes, porque para estos estaba el recurso de la prótesis mientras que para  lo otro no quedaba más   alternativa que la ridícula y humillante  solución del bisoñé, que por muy natural que pareciera terminaba siempre por delatar  la calvicie que  pretendía esconder.

            En los años 50, los especialistas Müller para el cabello, que se establecieron en un apartamento del edificio del Retiro Odontológico, frente a la actual heladería Coppelia, advertían de  la existencia de ocho tipos de calvos. O mejor, dividían la calvicie en otras tantas etapas. Y anunciaban  de manera invariable que algo podían hacer hasta la etapa número cuatro, pero  que a partir de ahí las dificultades para revertir el problema  irían en aumento y  daban  por desahuciado al cliente que llegara a sus manos en el estadio número ocho. Como entonces ni después conocí a nadie que hubiera puesto su cabeza en manos de tales  especialistas, nada puedo decir a favor o en contra de sus tratamientos. Ni tampoco sobre los injertos de pelo tan  en boga  en la década del 70  o un poco más acá. Si esos métodos, así como  pociones y  ungüentos, linimentos y brebajes,  ideados o  elaborados a lo largo del tiempo, hubieran dado resultado, no habría tantos calvos a la vista.

            Cada vez que pienso en este tema, me viene a la mente un poema de Roberto Fernández Retamar. Se titula Soliloquio del calvo. Es muy breve; un solo verso apenas.  Dice: “Que adelantada llevo la calavera”. La calvicie, sin dejar de ser  una característica física, es un estado de ánimo. Hay quienes  no la soportan y quienes  la llevan con distinción.  Unos la disimulan hasta donde pueden y otros la acentúan al raparse el poco pelo que les queda. Algunos la cubren con una gorrita, en tanto que otros la  llevan  al viento. Pero ningún calvo se libra de que lo  particularicen por su calvicie.

            Contra las canas hubo también mil y un inventos, como el de las Gotas Divinas del doctor Lorié, farmacéutico establecido en el Paseo del Prado esquina a Virtudes. Se decía que devolvían al cabello su color natural, hubiera sido rubio, castaño o negro. Por no hablar de la Rhum Quinquina, de Crusellas, que, al decir de su fabricante y algo había de verdad en ello,  eliminaba la caspa, fortalecía el pelo, evitaba su caída facilitaba el peinado y daba un toque característico a quien la usaba por su aroma fino y agradable.

            En una época en la que los jóvenes querían tener la cabellera de Jorge Negrete,  mi padre sí se preocupó por el pelo que se  le caía. Y fue ahí que alguien le recomendó un producto entonces en alza: Manteca de Oso,  loción que se elaboraba y expendía en la droguería de Ernesto Sarrá. Bastaba con aplicársela mientras se masajeaba suavemente el cuero cabelludo y los resultados, a mediado plazo, resultarían alentadores. Eso quería decir que no bastaba con  el empleo de un solo frasco, sino que debía hacerse del producto un uso más o menos continuado.

Era un líquido blanco y  espeso, y si era eficaz o no, ya se sabría, pero de entrada lo mejor que tenía era  el nombre. Los que desconocían  cómo olía un oso podían hacerse una idea exacta con oler aquello.  Sin dudas había que tener mucho valor para someterse a algo así  por milagroso que fuera. Pero ya se sabe que hay calvos que con tal de no serlo hacen cualquier cosa, como mi tío Pancho que llegó a darse masajes con una papa podrida.

El caso es que mi padre empezó  el tratamiento. El primer pomo, el segundo, el tercero… y de tanto visitar la droguería donde se expendía la  manteca  llegó a hacerse familiar en el establecimiento y sus guardia jurados,  lo veían como a un amigo; se saludaban  y  se preguntaban mutuamente por sus respectivas familias. Hasta  un día…

Porque un día  conversaba  amigablemente con uno de ellos  cuando se acercó a la farmacia un automóvil negro, de lujo. El custodio interrumpió de sopetón  la charla y se situó muy tieso junto al contén de la acera a fin abrir la puerta trasera derecha del vehículo y dar paso a un hombre de alguna edad y vestido de traje aunque sin corbata al que saludó  con un efusivo buenas tardes y una ligera reverencia. Luego de que  el recién llegado penetró en la droguería y el guardia jurado volvió a su posición anterior, mi padre se interesó por conocer su identidad.

-Es el doctor Ernesto Sarrá –respondió el custodio.

Y ahí mismo se acabó para mi padre la Manteca de Oso porque resulta que el fabricante de loción tan espectacular contra la calvicie, el doctor Sarrá  era calvo.

           

Hasta el último buchito

Hasta el último buchito

Ciro Bianchi Ross

Hacia 1830, cuando Cuba era todavía una colonia española, los criollos empezaron a tratar de diferenciarse de los peninsulares. Nacía la nacionalidad cubana y el café tinto se imponía al chocolate, se preferían  los frijoles negros a los garbanzos y el arroz sustituía al pan que los españoles mojaban en los guisos. Los cubanos desechaban las corridas de toros para decidirse por las peleas de gallo y, con tal de acentuar la diferencia, pintaban las fachadas de sus casas con colores diferentes.

            Desde entonces el café ha sido parte de la vida cotidiana del cubano. Al amanecer,  el olor del café recién colado invade la casa y se escurre por la vecinería.  Muchos podrán prescindir del desayuno, pero no de la taza de  café que se necesita  para comenzar el día con buen signo. Puede prepararse, y se agradece, a cualquier hora. Y es un rasgo común en todos los sectores sociales de la Isla demostrar  hospitalidad  con el ofrecimiento de una taza de café. Es rara la casa cubana donde  no se brinde al visitante la preciada infusión.  El cafecito, como le llaman no pocos con acento cariñoso,  que a veces se bebe de pie, en la misma cocina, junto al fogón. El té nunca ha llegado a sustituirlo, la mayoría lo prefiere fuerte y amargo y empina la taza hasta sorber el último buchito 

            El tabaco era ya cubano cuando llegó Colón. La caña de azúcar fue traída a estas tierras por el propio Almirante.  El café, ese otro personaje de categoría en la historia y la vida cubanas, comenzó aquí  a cultivarse tarde, cuando ya el tabaco y el azúcar se conocían desde siglos atrás.

            Despertaba especial interés. Si se cultivaba  en otras islas del Caribe era lógico pensar, dada las semejanzas del clima, que sería también un cultivo  apropiado para Cuba. Dice la tradición que  el normando Gabriel Mathieu de Clieu, capitán de infantería,  compartió, desde Europa a Martinica,  su ración de agua con un cafeto. Así llegó el café al Caribe.  Desde Martinica  pasó a otras islas. Llegó a Haití en 1715 y a Jamaica en 1728. Su recorrido hasta Brasil muestra los avatares del cultivo: en 1727 el primer cafeto se introducía en ese país oculto en el ramo de flores que la esposa del gobernador de la Guayana francesa obsequió  al teniente Francisco de Mello Palhera. 

            A Cuba llegó en 1748. Lo trajo el contador mayor José Gelabert y sembró las primeras plantas en una finca de la localidad habanera del Wajay. El funcionario vino con aquellos primeros cafetos desde la colonia francesa de Saint Domingue, aunque también se dice que la primera planta nos llegó procedente de Puerto Rico, en 1769, lo que parece poco probable. En muy poco tiempo su cultivo se extendió a otros lugares del occidente como Guanajay y Artemisa, a la región central (Trinidad y Sancti Spíritus) y a puntos montañosos del oriente de la Isla.

Desde mucho antes el polvo se expendía en las boticas pues, como en el resto del mundo, fueron los médicos los que contribuyeron a extender su gusto al recetarlo, al igual que el tabaco, para curar casi todos los males.

Las primeras casas de café, las hoy llamadas cafeterías, afloraron en La Habana entre 1762, año de la toma de la ciudad por los  ingleses, y 1776, cuando se liberaron las trece colonias británicas de Norteamérica.  El primero que existió fue el café Taberna, que hace algunos años, y totalmente restaurado,  volvió a abrirse en la Plaza Vieja. Le seguirían otros, pero ya en 1772 la autoridad colonial dictaba un bando que los  regulaba. No escapaba a sus ojos y oídos vigilantes que los nuevos locales eran también sitios de reunión para los enemigos del despotismo español. Por eso el sabio  Fernando Ortiz, a quien los cubanos consideramos nuestro tercer descubridor,  pudo afirmar que el café en Cuba  fue espíritu filibustero, hereje, liberal y separatista.  Con la importación del hielo, a comienzos del siglo XIX, cobró auge la vida de café. De 1866 data el café El Louvre, en la ciudad central de Remedios, la octava villa que fundaron los españoles en la Isla, y un poco más acá en el tiempo surgía el Gran Café Europa, en la esquina de Obispo y Aguiar, en parte vieja de La Habana. Dos establecimientos que se mantienen abiertos.

Así el café se convirtió en hábito en la Isla. Tiene una función socializadora y equipara gustos y estilos sociales.  Aviva las ideas y alivia la fatiga y el cansancio. Asegura, acabado de colar, un nivel más alto de antioxidantes que muchas frutas y vegetales;  es laxante y diurético  y aleja los riesgos del  Alzheimer y el Parkinson. En las religiones cubanas de origen africano deviene  elemento aglutinador de fuerzas espirituales y sociales, y sirve también para el “daño” si se mezcla con el sudor de una ceiba, es decir el agua que destila el tronco de ese árbol…

Pasó  a la literatura, la plástica, la música. Hay  en Cuba cocteles elaborados a base de café y recetas de cocina que lo incluyen. Es el aroma y el sabor que nos acompañan.

 

Las victrolas

Las victrolas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 En Cuba, hasta 1959, la victrola formó parte del paisaje.

Las había en los bares, las fondas, los cafés, los prostíbulos, ¡las bodegas! Eran, dice el musicólogo Cristóbal Díaz Ayala, “el medio más efectivo para lograr que la música grabada reflejase realmente las preferencias del público [que] decidía lo que quería oír, y votaba con su dinero por sus preferidos”. Bastaba con introducir una moneda en la ranura dispuesta para ese fin y aquella máquina dejaba escuchar la pieza musical que se le había pedido. Eran asimismo, y lo recuerda también Díaz Ayala, el cliente más importante de la industria disquera. Como esa industria, ya en esa fecha estaba totalmente  en manos cubanas,  las victrolas absorbían cada año cerca de tres millones de discos de producción nacional.

            Había entonces una música victrolera. Aquella que hablaba de infidelidades, traiciones, amores contrariados o imposibles, desengaños, crímenes pasionales y en la que la mujer, flor de perdición, era siempre impura y aún así se seguía  amando. Cantantes hubo en la época que debieron su éxito a la victrola. Orlando Contreras, Ñico Membiela, José Tejedor  y Blanca Rosa Gil, por ejemplo, fueron cantantes popularizados por esos aparatos eléctricos. Y otros muchos siguieron siendo intérpretes victroleros aun después de que  las victrolas desaparecieran. Había una especie de cadena en la industria musical. El radio detectaba la preferencia del público.  Esa preferencia decidía la grabación discográfica. Y la televisión difundía al cantante ya popular para hacerlo más popular aún.

            En ese ciclo, la victrola jugaba un papel nada desdeñable. Ponía en evidencia a los cantantes de mayor pegada. Podían cantar mejor o peor, pero tenían taquilla, y los que controlaban el negocio  tomaban  en cuenta sus nombres a la hora de decidir las grabaciones.

1958 Y LO QUE VIENE

Dice Maritza Díaz Alonso en su libro El ámbito musical habanero de los 50, que las primeras noticias sobre la práctica de grabaciones en Cuba se remontan a 1893, con la existencia de la Casa de Fonogramas Edison. En 1897 esa empresa realizó un fonograma con la cantante cubana Chalía Díaz Herrera, quien al año siguiente grabó la habanera , de Eduardo Sánchez de Fuentes.

            No fue hasta 1910 y, sobre todo, después del fin de la I Guerra Mundial, cuando la música cubana logra una “difusión intencional y extensiva” gracias a la presencia de las firmas norteamericanas Víctor Talking Machine Co., que desde 1904 se hacía representar por la casa Humara y Lastra, de la calle Muralla, y la Columbia Phonograph Record Co,  representada, desde 1908, por los Hermanos Giralt.

            Es la Víctor la que introduce y populariza sus Victor’s Talking Machines. Es decir, las victrolas, voz que no recoge el Pequeño Larousse, y que el Breve diccionario de la lengua española, del Instituto de Literatura y Lingüística, incluye como sinónimo de vitrola, máquina que reproduce automáticamente el sonido grabado en discos cuando se le inserta una moneda. Pronto se extendió el invento por los establecimientos comerciales y ya en la década de 1940, y tal vez desde finales de la precedente, desempeñó un importante papel en la difusión y comercialización de la música popular. Prodigaba, a toda hora, la guaracha de moda o el bolero más quejumbroso. Ya en 1954 había unas 10 000 victrolas en la Isla, y en 1959, el doble de esa cifra, aunque sus operadores tenían declaradas solo 8 000 a fin de burlar los derechos de autores e intérpretes.

            “Sin entrar en consideraciones de orden estético sobre la calidad del producto comercial ofrecido, lo cierto es que la victrola constituyó un símbolo de cultura popular y una de sus más significativas vías de expresión, Para tener una idea de su relevancia, baste con decir que dichos artefactos obraron como decisivos voceros de la música popular, manifestación que posee un peso gigantesco dentro del espectro cultural cubano”, afirma la musicóloga colombiana  Adriana Orejuela en su libro El son no se fue de Cuba, fruto de la pasmosa investigación acometida por la autora,  que me permito recomendar al lector.

            Durante un tiempo, los cantantes cubanos, fichados por los representantes de casas disqueras norteamericanas, debieron ir a grabar a Nueva York o a New Jersey hasta que la Víctor empezó a enviar equipos de grabadores dos veces al año.

            Esa casa disquera, sin embargo, pierde su hegemonía alrededor de 1950, cuando firmas cubanas empezaron a hacerle una competencia de peso. Ya en 1944 había surgido el sello cubano Panart que, diez años después, producía medio millón de discos anuales y exportaba el 20% de ellos. En 1952 se funda el sello Puchito y a partir del año siguiente, la casa disquera Montilla Internacional logra un amplio catálogo de zarzuelas cubanas. Surgen también los sellos Gema, de los hermanos Álvarez Guedes, y Rosell Récord, de Rosendo Rosell, y, entre otros más, Discuba,  Kubaney, Velvet  y Maipe.

Es Panart la disquera que graba el primer chachachá y lleva a la placa negra el tema afro, con Merceditas Valdés y Celia Cruz acompañadas de tambores rituales; difunde música  navideña con villancicos cubanos e inicia una línea de música “culta” con  obras de Cervantes, Ardévol y Edgardo Martín, interpretadas por la Filarmónica de La Habana. La rumba más auténtica tendrá su espacio por primera en 1955, cuando Puchito produce un disco de los Muñequitos de Matanzas, en tanto que en esa misma fecha, Kubaney se anota un tanto significativo cuando  Esther Borja, canta, a instancias de Luis Carbonell, piezas cubanas a varias voces, grabando y regrabando su voz; toda una hazaña para la época, realizada en los estudios de Radio Progreso, que dio como resultado lo que hoy se considera uno de los grandes logros discográficos cubanos  de todos los tiempos.

El hit parade de 1958, dado a conocer tres días antes del triunfo de la Revolución, incluía en orden descendente de preferencia y con sus correspondientes intérpretes,  los siguientes títulos: Añorado encuentro (Vicentino Valdés) La medallona (Pedrito Rico) Cubita cubera (Orquesta Aragón) El madrugador (Orlando Vallejo) y Picolissima serenata y Regresa a mí, interpretadas ambas por Lucho Gatica. También Maracaibo oriental (Benny Moré) La escalera (Pedrito Rico) El limpiabotas (Orquesta Aragón) y Como engañan las mujeres (Los Llópiz). Aparecían asimismo en la lista Pekinesa (P. Rico) Calladito amor (Mercy Castillo) La noche de anoche (en versiones de Fernando Álvarez y Olga Guillot) Señora luna (Hermanos Silva) y Allá tú (L. Gatica).

En 1959 llega el éxito a Total. Su autor, Ricardo García Perdomo, se había inspirado para componerlo en una mujer a la que vio solo una vez y  de manera fugaz y que nunca sabría que motivó aquella pieza. Por razones que desconocemos García Perdomo guardó su bolero durante más de una década. Saldría al mercado en 1959 y en diciembre de ese año acumulaba ya cuarenta versiones, entre ellas las de Gatica, la Guillot, Fernando Álvarez y Bertha Dupuy, que había sido la revelación artística de 1958. Ñico Membiela lograba vender en Cuba 15 000 copias de la suya, y Celio González, en México, vendía  53 000, a solo tres meses de haberla grabado.

En esa fecha (1959)  acumulan éxitos Imágenes (Frank Domínguez) En la imaginación y Deja que siga solo (Marta Valdés) y Son cosas que pasan (Ela O’Farrill). Adolfo Guzmán estrena Libre de pecado. Vicentico Valdés da a conocer Los aretes de la luna. Y Benny Moré mantiene su cetro con Amor fugaz. Se lanzan al ruedo artistas que logran una popularidad arrolladora en corto tiempo. Tales son los casos de Blanca Rosa Gil (La Muñequita que Canta, como fue conocida) que se atrevió a alternar en el Ali Bar con pesos pesados como  Benny Moré, René Cabell y Fernando Álvarez, y salió airosa.  Lo mismo ocurrió con Membiela, prácticamente desconocido, pese a sus años en la música y que se convierte en un suceso victrolero sin precedentes. Vallejo se hizo popularísimo gracias a la victrola, y Tejedor que, con En las tinieblas, dio inicio a su larga carrera de triunfos. Un año intenso, sin duda, también en lo que a la música se refiere.

ALEGRÍA DE LA CALLE

Se pregunta Adriana Orejuela en su libro aludido: ¿Qué condiciones debía poseer un número o artista para convertirse en victrolero? ¿Qué tipo de resortes movían al público a pagar una y otra vez para escuchar determinada pieza en la victrola? ¿Por qué motivos algunos cantantes de probado talento no conmovían a los habituales de las victrolas como lo hacían otros de menos cualidades? Precisa la Orejuela más adelante: La calificación de victrolero era aplicada por los dueños de sellos a los intérpretes que vendían grandes sumas de discos sin importar el género. Un cantante podía ser victrolero siempre y cuando lograra rendir altos dividendos.

            El 1ro de enero de 1959, el pueblo destruyó los parquímetros, las máquinas traganíqueles y los garitos, así como los salones de juego  de los hoteles Plaza, Sevilla y Deauville. El día 8 las nuevas autoridades tomaban la determinación de suprimir los casinos, cerrados con el triunfo mismo de la Revolución.  No resultaba fácil aplicar tal medida porque de la infraestructura del juego vivían entonces unas 10 000 familias que serían empujadas al hambre. Hubo protestas por parte de los empleados del sector y el Gobierno Revolucionario fue receptivo a la demanda. El 19 de febrero reabrían sus puertas, con muchas regulaciones,  los casinos de lujo; continuarían atrayendo a visitantes extranjeros y cubanos adinerados  y no afectarían la economía popular, pero se prohibían los bingos, las traganíqueles (ladronas de un solo brazo) los garitos de chinos y los tugurios de barrio.

            Fue entonces que saltaron a la luz los estrechos vínculos que existían entre las traganíqueles y las victrolas, controladas por lo general por los mismos personajes y con muchas anomalías en su operación. Se decidió también  entonces prohibirlas en bodegas y establecimientos abiertos. Nuevas protestas. El Centro de Cafés de La Habana arguyó que sus asociados no eran en su mayoría responsables de los malos manejos que, en cuanto a las victrolas, amparó la dictadura recién derrocada y eran víctimas de las contribuciones ilegales que se les obligaba a pagar. Puso el grito en el cielo la industria del disco: la desaparición de las victrolas decretaba la bancarrota de las disqueras nacionales, que daban sustento a unas  50 000 familias. Un columnista de Bohemia apelaba directamente al ministro del Interior del nuevo gobierno. Le decía: ¡Devuélvenos la alegría popular de las victrolas! Pero el Sindicato de Músicos era de una opinión opuesta: quería música en vivo en los establecimientos y aquellas máquinas cerraban a sus intérpretes una fuente de empleo. Era la de nunca acabar…

El 20 de febrero, sin embargo, se empiezan a otorgar nuevos permisos para operar las victrolas. No podían quedar cerca de hospitales, templos religiosos, escuelas, juzgados… De algunos lugares desaparecieron para siempre. Pero no por ello desaparecería la alegría de la calle y la noche habaneras, y los cabarets, luego de haber permanecido casi vacíos durante los últimos cuatro meses de 1958, volvieron a abarrotarse.

De todas formas las victrolas estaban condenadas a desaparecer. De muerte natural. La noche habanera también se transformaba paulatinamente. En 1959, el mítico cabaret Sans Souci presentaba su producción Sabor y cerraba para siempre. En 1961 se eliminaban  los casinos de juego y desaparecían el teatro Shanghai de espectáculos pornográficos y la Habana Sport, la única academia de baile que funcionaba para entonces. En 1963 se decidía la clausura de los cabarets  El Niche y La Taberna de Pedro, ambos en la playa de Marianao. Ya el año anterior se había inaugurado en Tropicana el salón Mambí y los círculos sociales obreros empezaron a nuclear el movimiento de la música popular bailable, en reemplazo de los jardines de las cervecerías, los centros regionales españoles y las sociedades de instrucción y recreo. El periódico Revolución auspició durante varios años los bailables conocidos como Papel y Tinta, y la calle Infanta se cerró en fechas señaladas para que los habaneros, algo insólito en la capital, arrollaran en ella.  Se multiplicaban los pequeños clubes nocturnos, y los combos con ellos, y el Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) exigía que en los bares se incluyera música en vivo.

Existen victrolas en algunos centros turísticos. Son una atracción para los visitantes. Algunas de ellas, por obra y gracia del realismo mágico cubano, todavía funcionan. Pero la mayoría son piezas de museo.

 

 

Una historia del tabaco

Una historia del tabaco

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Las bondades del tabaco cubano hicieron que se le reconociese como el mejor del mundo y ese reconocimiento situó a nuestro impar producto en la meta de todo buen fumador.

            Las utilidades que generaba el hábito de fumar, extendido por la presencia del habano en el mercado mundial, despertaron la codicia de gobernantes, comerciantes y empresarios. Esa codicia dio origen en algunos  países al monopolio gubernamental del tabaco y en otros propició el  surgimiento de una industria doméstica, amparada en elevados derechos de Aduana, impuestos internos y toda clase de disposiciones que dificultaban las importaciones del tabaco cubano.

            Como en ningún caso lograron un producto igual  ni parecido, siguieron los competidores del habano la vía ilegal de las falsificaciones y de las falsas indicaciones de procedencia. Plagiaron, con la complicidad a veces de sus gobiernos respectivos, marcas cubanas y denominaciones de origen a fin de simular una industria local que nada tenía que ver con el tabaco cubano, que en muchos casos ni siquiera utilizaba como materia prima.

            La falsificación del habano comenzó temprano. Esto hizo que los empresarios  agrupados en la Unión de Fabricantes de Tabaco de La Habana obtuvieran por  Real Orden de 27 de marzo de 1889  el derecho de garantizar la procedencia de sus producciones mediante una precinta cuyo uso se reservaba en exclusiva a los dueños de fábricas. Esa precinta fue sustituida el 16 de julio de 1912 por una precinta de garantía del gobierno de Cuba, creada por una ley impulsada por el parlamentario  Luis Valdés Carrero, que había llegado a la Cámara de Representantes desde las filas de los tabaqueros.

DE MILLAR COMÚN

La industria tabacalera cubana se reorganizó a partir de 1827, una vez instituida  en la Isla la libertad de comercio y luego de reducirse los impuestos internos  que gravaban al producto.

            Había entonces dos tipos de tabacos. Los llamados de “regalía”, de mayor calidad y alto precio, y los “de millar común”, inferiores y baratos. La reorganización de la industria hizo que los productores prestaran mayor atención a los tabacos de “regalía”.  Se registraron las primeras marcas para amparar el producto y empezó a prestarse especial atención al habano destinado a la exportación.

            En 1810 abrió sus puertas la fábrica de Bernardino Rencurrel, en la calle Muralla esquina a Oficios. Es la fábrica habanera más antigua de que se tienen noticias, aunque la de Cabañas y Carvajal, que se decía establecida desde 1797, le reclamó siempre, aunque sin pruebas,  la primacía. Con el tiempo surgieron marcas como Partagás, H Upmann, La Corona, Por Larrañaga, El Fígaro, La Reforma, La Africana… Algunas de ellas están vigentes; otras desaparecieron. Una marca de la época es La Lealtad, que dio nombre a una calle capitalina. Existió otra que llevaba el curioso nombre de Mi Fama por el Orbe Vuela.

            En los comienzos de la industria  solo existía el tabaco parejo con la perilla torcida en forma de cola de cerdo. Se le llamaba de “rabo de cochino”. Esa forma de hacer subsistió hasta 1845. La sustituyó la perilla llamada de “ojo de perdiz”, redonda y pegada primero con almidón, luego con engrudo de harina y finalmente con goma tragacanto.

            La competencia entre las marcas y los caprichos de los fumadores propiciaron el surgimiento de distintos tipos de vitolas. Se dividieron estas en parejas y figuradas. Las primeras tienen forma cilíndrica. Las otras, llamadas también ahuevadas, adoptan ciertos abultamientos en el centro o en los extremos.

            Vitolas comunes en el siglo XIX fueron las denominadas federales, novedades, imperiales, liliputanas, brevas, Londres, Reina María… Otra se denominó Victoria y, con este nombre, hubo una Victoria especial, una Victoria fina y una Victoria chica.

EL TRUST   

  

En 1900 inició sus actividades la Havana Commercial Co., entidad conformada por empresarios norteamericanos y británicos y  que pronto fue conocida, popularmente, como El Trust. Otra empresa foránea comenzó a moverse asimismo en la capital de la Isla, la Cuban Land & Leaf  Tobacco Co. La primera pretendía adquirir el monopolio de la manufactura del tabaco, en tanto que la otra perseguía igual propósito con los cultivos.

            Esas intenciones se frustraron ante la tozuda negativa de los vegueros a vender sus tierras y de los industriales a desprenderse de sus fábricas. Con todo, las marcas de tabaco de la época se agruparon en dos bandos: las que pertenecían al Trust y las que siguieron en manos de sus propietarios, con lo que la exportación del torcido se dividió aproximadamente en dos mitades.

            No pocos acontecimientos políticos influyeron de manera negativa en la industria tabacalera cubana en el siglo XIX.

            En primer término las guerras de independencia  y la persecución y la represión de las autoridades españolas a todo lo que les pareciera subversivo, hizo que fabricantes de tabaco radicados en la isla  emigraran con sus fábricas  al sur de  Estados Unidos.

            A ello se sumó, ya a finales del siglo XIX, el llamado “Bill” del presidente norteamericano Mac Kinley que, con la aprobación del Senado, elevó de manera considerable los derechos del habano en Estados Unidos. Lo hizo en represalia a los gravámenes impuestos por España a la importación en Cuba de la harina de trigo y otros productos de procedencia estadounidense. En coincidencia con el “Bill” de Mac Kinley, el gobierno de Argentina –otro de los buenos mercados del tabaco- dispuso asimismo un aumento desmedido  de los derechos arancelarios que venían gravando nuestros habanos.

VUELTA Y SEMI VUELTA

Las peculiaridades de cada mercado y el gusto de los fumadores hicieron que el habano, distinguido ya  por su procedencia, comenzara a clasificarse a partir de la zona donde había sido cosechado.

            Varias zonas de cultivo existen en Cuba. La de Vuelta Abajo corresponde a la región  más  occidental de la provincia de Pinar del Río. Parte de una línea imaginaria, trazada de norte a sur, desde Consolación hasta Río Hondo, pasando por Herradura, y la conforman Consolación del Norte, Mantua, Pinar del Río, Viñales, Guane, San Juan y Martínez, San Luis y Consolación del Sur. Este territorio se subdivide a su vez en cinco subzonas: Costa Norte, Lomas, Llano, Remates-Guane y Costa Sur. Los términos de San Juan y Martínez y San Luis corresponden al Llano, y allí se encuentran las más afamadas vegas de tabaco del mundo.

            La zona de Semi Vuelta se ubica asimismo en la provincia pinareña, desde Herradura hasta Las Martinas, en tanto que la zona de Partido se localiza en La Habana. Forman parte de ella los territorios de Alquízar, Bejucal, Caimito del Guayabal, Güines, Güira de Melena, La Salud, Madruga, San Antonio de los Baños y Santiago de las Vegas y también los de Guanajay y Artemisa.

            La zona tabacalera más extensa es la de Vuelta Arriba o Remedios. Se extiende por regiones de las tres provincias centrales y llega a Ciego de Ávila y Camagüey. A la zona de Oriente corresponden las áreas de Alto Songo, Bayamo, Jiguaní, Mayarí y Sagua de Tánamo.

            El tabaco cosechado en cada una de esas zonas tiene sus peculiaridades. En Vuelta Abajo se obtienen las capas más finas para las vitolas de alta calidad. La Semi Vuelta produce buenos capotes. Las producciones de la Vuelta Arriba, muy solicitadas por el mercado norteamericano antes de la implantación del bloqueo., siguen teniendo demanda en el exterior y en el comercio nacional, al igual que las cosechas de la zona de Oriente.

APARECE EL CIGARRILLO

Al extenderse por el mundo  el hábito  del tabaco, las preferencias establecieron modalidades diversas para su consumo. El rapé y la pipa predominaron en los primeros tiempos. Más tarde, el tabaco torcido. Hubo momentos en que estuvo muy en boga la costumbre de masticar las hojas, bien en su estado natural o en forma de rollos o tabletas llamadas andullo, que no era otra cosa que hojas de tabaco prensadas a la que se añadía alguna que otra sustancia. Sería el cigarrillo el último hijo del tabaco en hacer su aparición.

            El cigarrillo debuta en Cuba como una industria casera. Estaba en manos de porteros, esclavos, reclusos  y soldados que lo confeccionaban en sus horas libres y lo vendían luego.

            En los comienzos de esta industria en La Habana, se mueve, entre la leyenda y la realidad, un personaje conocido como Pito Díaz. Había nacido en México y estableció una casa de cambio de monedas en la calle de la Cuna, nombre que se daba a  Muralla en el tramo comprendido entre Oficios y Mercaderes. Frente a su establecimiento situó Pito una gran paila en la que, con zumo de limón y otros ingredientes, limpiaba monedas de oro, haciéndolas  relucientes y más atractivas. Entre sus clientes figuraban no pocos cosecheros de tabaco, que cambiaban por oro las monedas de plata que recibían en pago de sus transacciones. No se sabe cómo un buen día, sin abandonar la casa de cambio, Pito  extendió su negocio a la fabricación de cigarrillos. Y en eso estuvo hasta que desapareció; había enloquecido totalmente.

            José Mendoza siguió el negocio de Pito Díaz. Lo respaldaba su sólida posición económica y estableció una fábrica en la calle Obrapía. Entonces los cigarrillos se transportaban en canastas hasta los lugares de expendio. Mendoza dio un giro a su distribución. Empezó a valerse para ello de carros de tracción animal, lo que le permitía que sus producciones alcanzaran los pueblos limítrofes de la capital.

            José García y su esposa, propietarios de otra fábrica,  hicieron posteriormente un aporte importante al mercado de los cigarrillos. Dotaron a los comerciantes al por menor de vidrieras o estanquillos para la venta del producto. Elaboraba el matrimonio en su fábrica, situada primero en el Pescante del Morro y luego en la calle Obispo, cigarrillos de diversos tipos que, según su conformación, se denominaban largos, cortos, gordos y finos.

            Es José Morejón, propietario de La Lealtad, fabrica de tabacos y cigarrillos, quien introduce el lujo en la presentación de sus producciones y utiliza por primea vez las cajetillas impresas.

            Sería, sin embargo, Luis Susini quien revolucionaría la industria del cigarrillo en Cuba al introducir la máquina de vapor en su fábrica La Honradez, establecida en la calle Cuba esquina a Sol. Iniciativa que le permitió una producción diaria superior a los dos millones y medio de unidades.

            En 1840 existían en La Habana varias fábricas de cigarrillos, anexas en su mayoría a fábricas de tabaco. Un siglo después funcionaban en el país 26 fábricas, que daban empleo a casi 2 500 obreros, de los cuales más de 860 eran mujeres. En 1951 se produjeron en la Isla 512 400 000 cajetillas de 16 cigarrillos cada una. Y se exportaron 1 240 000. Siempre la del cigarrillo ha sido una industria abastecedora del consumo doméstico. No tiene ese producto en el mercado extranjero la demanda  que favorece al tabaco, manufacturado o en rama.

CODA

Esta es una historia, no la historia, de una industria genuinamente cubana. Mucho satisfaría al autor saber que al leerla, el interesado aprendió algo nuevo y su satisfacción sería mayor si supiera que además la disfrutó. Solo me resta dar un  consejo. Diga no al hábito de fumar. Si nunca  ha fumado, no lo haga. Y si fuma, deje de hacerlo  porque el fumar siempre  le pasará la cuenta. Es difícil proponérselo.  Pero recuerde que el camino más largo comienza por el primer paso.

            (Fuentes: Textos de Fernando Ortiz y José E. Perdomo)

           

                         

           

 

 

 

 

             

              

           

           

             

En tranvía

En tranvía

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Varias personas se me han acercado para sugerirme  que vuelva  sobre los tranvías. En específico quieren saber cómo se operaban esos equipos movidos por tracción eléctrica y que  se desplazaban por carriles que no sobresalían de la calle, lo que permitía la circulación de otros vehículos.

            Intentaré la respuesta a partir de lo que he leído y me contaron. No soy tan viejo para conocer de primera mano cómo se operaban, aunque vi y utilicé  esos vehículos y mi padre, para que tuviera el recuerdo,   me hizo fotografiar  delante de uno de ellos cuando, a comienzos de la década de 1950, se anunció  que dejarían de funcionar. Yo no había cumplido entonces los cuatro años de edad.

Una lenta agonía precedió a su desaparición. El poeta Nicolás Guillén, en una de sus crónicas, aludió a la “parálisis progresiva del tranvía” porque los carros y la infraestructura se fueron deteriorando sin que la Havana Electric Railway Co acometiera las inversiones imprescindibles para salvarlos. Todo obedecía a un turbio negocio, que enriqueció a los grandes propietarios de la compañía y arruinó a los pequeños accionistas, encaminado a dar entrada a la empresa de los Autobuses Modernos, que trajo aquellos ómnibus de fabricación inglesa, remanentes de la II Guerra Mundial y pintados de blanco a los que el pueblo no demoró en bautizar como “las enfermeras”.

Hubo tiempos en que coexistieron guaguas y tranvías. Las primeras, decía Jorge Mañach en una de sus Estampas de San Cristóbal (1926) por el hecho de no ir sobre rieles, sino atenidas al arbitrio del chofer, daban, pese a lo preestablecido y fijo de su itinerario, cierta impresión de volubilidad y desconfianza, mientras que el tranvía tenía la garantía de sus carriles de rutina. De ahí que este tipo de transporte, decía el escritor,  atrajera más a la gente subalterna y de espíritu conservador, que gustan  de ir siempre sobre rieles, y las guaguas gozaran de la preferencia de los individualistas a ultranza, de los que gustaban moverse por su cuenta y como les parecía más conveniente.

            En los años 30 y 40 del siglo pasado la prensa cubana se inundaba de anuncios como este: “Mande a sus hijos a la escuela en tranvía; llegarán seguros”. Y a decir verdad, ese medio de transporte garantizaba entonces un viaje cómodo y feliz. Era el tranvía,  decía Guillén en la crónica aludida, el vehículo ideal para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente, el pensionado civil, el jugador de ajedrez…  Precisaba  el autor de Sóngoro cosongo, que fue uno de nuestros grandes periodistas: “Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divagación sobre temas no urgidos de resolución inmediata… Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino”.

Esa tranquilidad y  confianza,  sin embargo, desaparecieron  con el fluir del tiempo, y  el propio Nicolás escribía en 1950:  

“Ahora, amigos míos –precisa reconocerlo con punzante melancolía- las cosas ocurren de modo bien distinto. El tendido de alambres para los trollies ha cedido bajo la acción demoledora de los años y ya no hay viaje sin accidente. Los cables caen a diario, enroscados sobre la calle como finas serpientes, y durante horas y horas permanece el tránsito paralizado en medio de las cuchufletas e ironías de quienes ante el humillante espectáculo aún se muestran con  ánimo de reír.

“A esto añádase el peligro mortal que tal contingencia entraña. Si los dos cables se unen y así los pisa el transeúnte, dícese que la catástrofe es fatal, y lo mismo si en esa forma caen sobre la distraída cabeza del viandante. De donde resulta que un medio de locomoción antaño tan sólido, tan constitucional, tan protector del sistema nervioso, se ha convertido en una permanente invitación a la muerte”.

El servicio tranviario  empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que lo operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por  más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso, la recaudación sobrepasó los siete millones.

¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: “Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana”.

MOTORISTAS

Hace ya muchos años, José María Chacón y Calvo, director de la Academia Cubana de la Lengua y  una de las grandes figuras de la crítica erudita cubana, me confesó  que había aprovechado los viajes en tranvía entre su casa de la calle I entre 15 y 17, en el Vedado, y el Havana Yacht Club, en la playa de Marianao,  y viceversa, para leerse las prosas completas de Francisco de Quevedo, que en los dos tomos de la edición de Aguilar suman casi 3 500 páginas. Hecho que nunca comprendí porque el sexto y último Conde de Casa Bayona tenía automóvil propio con chofer. En cambio, alguien tan dinámico y vital como Raúl Roa no era remiso a expresar que prefirió siempre la guagua al tranvía y la pelambre descubierta al sombrero.  

            Esa carroza lenta, constitucional y democrática, era operada por dos motoristas. Uno de ellos, el maquinista propiamente dicho, ocupaba su lugar en la plataforma delantera del vehículo, en tanto que la plataforma del fondo era el feudo del conductor, que es como siempre se ha llamado en Cuba a los que cobran el pasaje. En esa plataforma viajaban asimismo los que tomaban el tranvía para distancias cortas y los que no habían podido hacerse de un asiento. En la plataforma delantera se trasladaban  gratuitamente los carteros con las grandes bolsas de cuero en la que transportaban la correspondencia  y los policías siempre que estuviesen de servicio, lo que se evidenciaba por el uso de club o tolete.  

            Entre una plataforma y otra,  y a cada lado de un pasillo,  corría un cuerpo de asientos dobles, de mimbre, refugio no pocas veces de chinches y otros insectos. Como los asientos estaban dispuestos sobre el motor y los juegos de ruedas, el pasajero quedaba alto con relación a la calle. Esto no era obstáculo a la hora de abordar o descender del tranvía porque entre el fin de los asientos y las plataformas había un peldaño y otro más entre las plataformas y la acera que facilitaban al viajero  las maniobras de subida y bajada.

            La velocidad no se medía por kilómetros ni millas. Sino mediante una escala que iba del uno, velocidad mínima,  al nueve, que era la máxima. De ahí que cuando alguien andaba de prisa  o mostraba afán por concluir una tarea, se le decía que estaba con los nueve puntos.

            El dispositivo que permitía dar velocidad al tranvía, o reducírsela, se hallaba a la izquierda del maquinista, que en caso de urgencia podía también accionarlo a “contra corriente”, con lo que hacía que las ruedas se movieran en sentido contrario.  El freno, de retranca, se operaba haciendo girar una manivela. Había  un pedal frente a su pie derecho. El maquinista lo pisaba cuando debía regar arena sobre los rieles a fin de evitar que el tranvía patinara a causa de la lluvia o por el jabón que, en sus protestas o novatadas, colocaban los estudiantes entre los carriles. Con una soga  hacía sonar la campana del tranvía.

            El maquinista estaba provisto de una palanca de acero con la que movía las agujas que cambiaban la dirección de los rieles. El conductor se ocupaba de los troles, que suministraban electricidad al vehículo, cada vez que perdían contacto con los cables o cuando se cambiaban las agujas.

PARADEROS

Una parrilla sobresalía de  la parte baja de la careta del tranvía; evitaba que llegasen a las ruedas los objetos que hubiesen podido acumularse  en la vía. Al doblar en las estrechas calles de La Habana Vieja, el motorista debía recogerla.

            Además de las ventanillas laterales, que lo ventilaban -todos coinciden en afirmar que era muy fresco- el tranvía tenía otras tres ventanas en su plataforma delantera. Encima de ellas y hacia la derecha aparecía una letra, que era la de la terminal o paradero,  seguida por un número que indicaba la ruta o línea,  y a su lado, en la parte central, otro número que era el  de serie del vehículo. Debajo de las ventanas  y encima de la parrilla  una banderola, con sus colores correspondientes,  precisaba el recorrido. Por ejemplo. Ruta L-4. Recorrido Lawton-Parque Central, aunque una vez allí se internaba en La Habana Vieja.  Los colores ayudaban a los analfabetos, que eran muchos, a orientarse sobre el tranvía que necesitan tomar.

            Llegaron a circular más de  30  líneas de tranvías  en La Habana y sus barrios. Las “V” salían del paradero del Vedado; las “P”, del de Príncipe y las “C”, del Cerro,  en tanto que las “S” lo hacían de Santos Suárez, y  las “M”, de Jesús del Monte. Había otras líneas que salían de esas terminales, pero se identificaban con letras diferentes, como las I y las F que tenían su base en el paradero del Vedado, y la L, que correspondía a Jesús del Monte.   El L-4, Lawton-Parque Central, digamos, comenzaba viaje en  San Francisco y 10 de Octubre y,  en bajada, llegaba por San Francisco a la Avenida de Acosta, seguía por Concepción, 16, B, Octava, Concepción, 10 de Octubre, Calzada de Monte, San Joaquín, Infanta, San Rafael, Consulado, San Miguel, Neptuno y Monserrate. Y subía por Empedrado, Aguiar; Chacón, Monserrate, Neptuno. Infanta y 10 de Octubre hasta San Francisco.

            La terminal de Jesús del Monte se ubicaba en lo que después fue el paradero de La Víbora, y estuvo antes en 10 de Octubre esquina a Madrid.  El del Cerro, en la calzada de ese nombre esquina a  Primelles. El de Príncipe se hallaba al pie de la loma donde se construyó esa fortaleza, sede de la Cárcel de La Habana durante años…

Todas esas estaciones generaban a su alrededor un gran movimiento de personas y daban vida a muchos comercios. La de la Víbora tenía a su derecha el restaurante-cafetería El Asia, a su izquierda, el café El Recreo, y, enfrente, el café Central, inaugurado en 1906, y por no faltar, además de una sala cinematográfica, El Gran Cinema, y de una tienda de ropa, La Casa Brito,  había un almacén de víveres, una panadería y una farmacia, todos con el nombre de San Ramón. Algunas de esos establecimientos existen todavía y se les sigue conociendo por sus nombres originales.  

            Por cierto, en los altos de un comercio situado frente al paradero,  los dueños del Diario de la Marina inauguraron, con ínfulas de gran lugar,  un restaurante al que pusieron por nombre Las Terrazas de la Víbora. Enrique Fontanills, cronista social de ese periódico, aquel de los sonoros y costosos “¡Asistiré!” con que solía rematar sus apuntes, le hizo una publicidad fenomenal a fin de imponerlo en la preferencia de los sectores adinerados de la época. Pero el gran mundo le hizo el feo a esa casa de comidas, quizás porque pensó, decía Eduardo Robreño, que era demasiado plebeyo pasar de Belascoaín para comer fuera.

            El viajero podía pagar el uso del tranvía en efectivo o con fichas o tickets que adquiría previamente. Los tranvías de Santiago de Cuba, me dicen,  disponían de dos contadores, uno para cada forma de pago. En esa ciudad algunas rutas, como la de Vista Alegre-Cementerio, tenían solo una vía y en las cabeceras se movían los respaldos de los asientos y el maquinista cambiaba de plataforma.  En los tranvías de Matanzas, me dicen también, los conductores eran mujeres.  

En La Habana, donde el primer tranvía eléctrico circuló en 1901, el maquinista podía ser cubano si era blanco,  pero la de conductor era plaza reservada a españoles.  Privilegio este que erradicó el decreto llamado  de la nacionalización  del trabajo, promulgado por el presidente Ramón  Grau San Martín en noviembre de 1933,  que obligó a las empresas establecidas en el país a que fuese cubana la mitad de su empleomanía. Aún así, no fue hasta bien avanzada la década del 40 cuando entró el primer negro a laborar en los tranvías.

 

           

 

           

           

           

El libro que quitó el sueño a García Márquez

El libro que quitó el sueño a García Márquez

Ciro Bianchi Ross

 

García Márquez no ocultó su entusiasmo apabullante y dijo que este libro, que era el que durante años, luego de la muerte de Allende, había querido leer,  le quitó  el sueño. Fidel Castro fue sintético en su valoración del volumen, pero igualmente elogioso: “Juro que si tuviera dinero pagaría la edición masiva de ese libro”, sentenció como un escopetazo.

            En una sala de la fortaleza de la Cabaña, abarrotada de público, durante la recién finalizada Feria Internacional del Libro de La Habana, dedicada esta vez  a Chile, Max Marambio (Santa Cruz, Colchagua, 1947) presentó la edición cubana de Las armas de ayer, precisamente el título que Fidel y García Márquez saludaban con aplausos. Aunque contaba ya con siete ediciones en cuatro países –y pronto las tendrá en México, Italia y EE UU- se trataba, al decir de su autor, de una edición  especial porque incluía un capítulo sobre la muerte de Allende y algunas páginas ausentes en las anteriores. Marambio los había rehuido porque quiso escribir con su información personal y presencial en los hechos, entre los que no se encontraba la muerte del Presidente. García Márquez era de una opinión diferente y le exigió, más que le sugirió, que lo hiciera. Aun así, Marambio siguió negándose: la estructura narrativa, arguyó, no aceptaría un capitulo intercalado con apreciaciones determinadas por el conocimiento acumulado después del suceso. García Márquez volvió a la carga entonces y destrozó sus argumentos. Le dijo: “Cágate en la estructura y escríbelo con las tripas”.

            Más de tres décadas y media después que el golpe militar pusiera trágico fin al proyecto de la revolución pacífica en Chile, Marambio narra pasajes desconocidos de la insurgencia armada en ese país y sus principales protagonistas. Es la crónica escrita por un testigo de privilegio. Tras entrenarse en Cuba como guerrillero, regresó a Chile a hacer la revolución.  Se vinculó al Movimiento Insurreccional Revolucionario (MIR) y tuvo que sumergirse en la clandestinidad. De ella emergió en 1970 para asumir, con 23 años de edad,  la jefatura de la escolta del presidente Allende. Al ocurrir el golpe de Estado eligió combatir en defensa de la embajada de Cuba en Santiago. Quedó solo en esa sede diplomática al retirarse la representación cubana y decidió salvaguardar las armas que allí quedaron hasta entregarlas a los que combatían a la dictadura. Rodeado por fuerzas militares y sin asilo reconocido, pasa Marambio diez meses  en la embajada cubana: la dictadura lo quiere muerto.  Con el transcurso de los días se le suman otros perseguidos hasta que logra salir, exiliado, hacia Suecia. De ahí, a La Habana. De todo eso se habla en este libro.

            Su larga vinculación con la Isla hace que la edición cubana de Las armas de ayer implique una carga emocional enorme para su autor. “Primero, porque soy un sobreviviente, y, entre otras razones, porque ese libro sobre mi vida es también sobre Cuba porque Cuba es parte de ella”.

            Un libro bien escrito, que atrapa y cautiva al lector desde sus primeras páginas. De innegable interés periodístico e histórico.  Pletórico de emoción y de recuerdos desgarrados. Pero no plañidero, sino donde hechos y personajes también se abordan con sentido del humor y desde una perspectiva crítica. Una crónica sobre seres sin historia, trabajada sin un ápice de ficción y que mañana engrosará la leyenda, que es la historia de los héroes verdaderos.

Plaza, cien años

Plaza,  cien años

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 

Tiene aire de época.  Es amplio y espacioso, como para perderse en sus salones. Bellísimo. Combina el estilo colonial con el confort de la vida moderna. Su ubicación resulta insuperable y desde sus balcones  y terrazas regala una de las mejores vistas de La Habana. El Hotel Plaza cumplió cien años y retiene con orgullo la corona real que desde su inauguración luce en su monograma.

            Persiste en esta instalación la distinción de antaño. Impactan sus pisos de mosaicos franceses trabajados a mano. Los techos casetonados. Las lámparas de cristal y bronce. Las fuentes que evocan los patios rumorosos de ayer. Las obras de arte originales… En el área de alojamiento, los muebles se conjugan con la estructura de las habitaciones y algunas de ellas conservan parte de su  mobiliario original, como esos comodísimos sillones llamados comadritas.  No se piense, sin embargo, que el Hotel Plaza se detuvo en el tiempo. Sin que le hagan perder su estilo, las facilidades del mundo actual están también en sus predios. 

            En 1895 la opulenta familia Pedroso construyó su residencia en el terreno que hoy ocupa el Plaza. En 1898 la casa fue la sede del Diario de la Marina. En 1902 el edificio es adquirido por el norteamericano Walter Fletcher Smith que lo remodela a fin de adaptarlo para un  hotel que no llega a inaugurar. Smith vende el inmueble a Leopoldo González  Carvajal, Marqués de Pinar del Río y propietario de las marcas de habanos Cabañas y Carvajal y Por Larrañaga.  Es el Marqués quien encarga que se adicionen dos plantas al edificio sin que por ello se altere su estilo ni su fachada. E inaugura el hotel el 3 de enero de 1909. Desde entonces y hasta su intervención, en los años 60,  por el Estado cubano, el Plaza siempre estuvo en manos de la familia Carvajal. Su última propietaria llevaba el curioso nombre de Pergentina. Pergentina Carvajal.

CAFÉ CON BUÑUELOS

Dice la doctora Estela Rivas, que ha indagado en la historia de buena parte de los hoteles habaneros, que las tierras  donde se ubicaría el Plaza se otorgaron  en regalía  al sacerdote Cristóbal Bonifaz de Rivera, provisor del Obispado y propietario de un ingenio azucarero localizado en la zona de Jesús del Monte.  Bonifaz debía utilizarlas para fomentar una estancia de labor y una arboleda. Posteriormente el predio es adquirido por el matrimonio que conformaban el catalán  Gaspar Arteaga y Petronila Medrano, natural de Jamaica.  La construcción de la Muralla, que  afecta y mutila ese y otros terrenos, da pie a un engorroso litigio que durará hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el Cabildo de La Habana, primero, y la Corona española, después, reconocen el derecho que sobre las tierras en cuestión tenían los herederos de Gaspar y Petronila.

            Mientras tanto, crecía La Habana fuera del recinto amurallado. El Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad)  el Paseo del  Prado y el teatro Tacón se convertían en sitios preferidos para los habaneros, y una nueva puerta en la Muralla, la de Monserrate, facilitaba el tránsito entre un lado y otro del cinturón de piedra, que comenzó a hacerse inoperante. Su demolición dio origen al reparto Las Murallas, zona en la  que construiría su casa la acaudalada familia Pedroso.

            La nueva urbanización crece lentamente hasta 1875. El centro de la capital, sin embargo, sufre un vuelvo durante los años iniciales del siglo XX. Se traza la avenida del Malecón desde La Punta hasta Belascoaín y comienza a edificarse en el Vedado.  En 1905 se emplaza en el Parque Central, antigua plaza de Isabel II, la estatua de José Martí, obra del cubano Vilalta Saavedra y se construyen mansiones fastuosas a lo largo del Paseo del Prado y de calles como Zulueta y Monserrate. La Manzana de Gómez, todavía de una sola planta, pasa a ser un importante complejo comercial y en 1907 se coloca la primera piedra de lo que sería el edificio del Muy Ilustre Centro Gallego.

            ¿Qué hizo que el norteamericano Fletcher Smith desistiera de su idea de convertir en hotel la casa de los Pedroso?  Dice la historiadora Estela Rivas que cuando Carlos Miguel de Céspedes, Carlos Manuel de la Cruz y José Manuel Cortina, asociados en lo que se llamaba el bufete de las Tres C, decidieron urbanizar los terrenos de lo que sería el reparto Playa de Marianao, encontraron que ese sujeto, llegado a la Isla, con grados de capitán, en los días de la guerra hispano-cubano-americana, era propietario de dos mansiones en el área. Quisieron los de las Tres C comprárselas, pero Smith pidió por ellas las astronómica suma de cien mil pesos, oferta que rechazaron los interesados. Céspedes entonces lo amenazó y le advirtió que se lo quitaría del camino a como fuera. Eso motivó, apunta Estela Rivas, que el norteamericano pidiera licencia para portar armas de fuego y  llegó a vérsele con pistola al cinto. No era tan fiero el león y Céspedes terminó metiéndole el pie. El edificio que soñaba convertir en hotel lo vendió al Marqués de Pinar del Río.

            González Carvajal tenía ciertamente muchísimo dinero, lo que, pensaba él, le daba derecho a alternar con la impenetrable aristocracia habanera. Los nobles de La Habana lo rechazaban y le llamaban, con desprecio, El Tabaquero. Viajó don Leopoldo a España, hizo allí cuantiosos favores financieros a la Corona y el gobierno de Madrid, en pago, le otorgó el título de Marqués de Pinar del Río. Pero de vuelta a La Habana, la nobleza criolla siguió rechazándolo y llamándole, con desprecio, El Tabaquero. Se estilaba que todo noble situara ante la fachada de su casa dos leones de piedra que identificaban  su condición. El nuevo y flamante Marqués de Pinar del Río ordenó que los suyos se los tallaran en mármol. Entonces el Conde de Fernandina, su vecino, dispuso la retirada de sus leones  para evitarles que sufrieran la cercanía de aquellos leones espurios.

            El Hotel Plaza abrió sus puertas con un baile de caridad. Dijo entonces la revista El Fígaro: “La fiesta resultó magnífica y como digno complemento de la brillante concurrencia, tanto del elemento americano como de la buena sociedad habanera, se sirvió un excelente buffet y Torroella presentó una orquesta de veinte profesores…”

            Esas y otras publicaciones promueven el hotel como un establecimiento que merece visitarse por sus ascensores (todo un acontecimiento en la fecha) sus precios módicos y los momentos musicales que asegura el cuarteto de Cosculluela. La prensa alaba la calidad de la cocina de la instalación y la curiosa oferta de su cafetería El Tivolí: el café con buñuelos. “Fíjese en el hueco y no en el buñuelo”,  sugería un anuncio de entonces.

HUÉSPEDES Y VISITANTES

La historia de un hotel puede escribirse asimismo con la relación de sus huéspedes y visitantes.

            En el Plaza se alojaron las célebres bailarinas Ana Pavlova e Isadora Ducan. Los aviadores españoles Mariano Barberán y Joaquín Collar. El inmortal ajedrecista cubano José Raúl Capablanca. El pelotero norteamericano Babe Ruth… Uno de los restaurantes de este hotel fue el escenario escogido por la comunidad hebrea habanera para rendir homenaje a Albert Einstein durante su visita relámpago a la capital de la Isla. Ya aquí, el creador de la Teoría de la Relatividad hizo una excursión a Santiago de las Vegas para conocer la campiña cubana, recibió homenajes de la Academia de Ciencias y de la Sociedad de Geografía y adquirió un sombrero en la exclusiva tienda El Encanto, de Galiano y San Rafael.

            También en Santiago de las Vegas estuvo Isadora Ducan, huésped del hotel en 1917.  Dice explícitamente en sus memorias que visitó el lazareto de El Rincón, entonces acabado de inaugurar, y también la llamada finca de los monos, propiedad de Rosalía Abreu. En su libro Mi vida recuerda los cafés típicos de La Habana. Tendría una vida trágica. Sus dos hijos murieron en un accidente y su propia muerte fue consecuencia de una casualidad lamentable cuando la larguísima chalina que llevaba anudada al cuello  se enredó con el eje del vehículo en que viajaba  y le provocó la muerte por estrangulamiento.

            La bailarina rusa Ana Pavlova estuvo en Cuba en  1915 y en 1917, y en una de esas ocasiones se alojó en el Plaza. En esa última fecha bailó Giselle en el Teatro Nacional (hoy Gran Teatro de La Habana). En la primera parece haber bailado El lago de los cisnes.

El 14 de marzo de 1915 decía la prensa cubana: “Muy pocas veces hemos podido ver en el escenario del rojo coliseo tanta distinción y elegancia como la de anoche con motivo de hacer aparición ante el público habanero la más notable bailarina de nuestra época”.

En aquella ocasión la bailarina se empeñó en reforzar su ropero personal entre nosotros ya que le habían dicho de las modistas de La Habana, muchas de ellas, francesas,  eran las mejores de América.

Renée Méndez Capote, que la conoció personalmente en esa fecha, la recordaba “Menudita, frágil, bajita, parecía un pajarito, una mariposa, un ser alado. Fuera completamente de lo que entonces se consideraba belleza femenina, esta mujercita imponía, sin embargo, por su prestancia y su gracia. De ella emanaba un atractivo especial, como el que se siente ante una obra de arte, solo al mirarla –sencilla, modestamente vestida, sin afeites ni peinado pretencioso- se sentía uno impresionado. Nos pareció un ser de otro mundo”.

Barberán y Collar fueron protagonistas, en 1933, a bordo del Cuatro Vientos, del vuelo Sevilla-Camagüey, que los llevó a atravesar, sin escalas,  el Atlántico por su parte más ancha. Hazaña inédita hasta entonces. Treinta y nueve horas y 50 minutos demoraron en hacer los 7 570 km que separan esas ciudades.

Una estancia breve. Ya en Cuba se le detectaron al Cuatro Vientos algunas fallas: un salidero de gasolina y astilladuras en la hélice, que era de madera, desperfectos que fueron reparados por un mecánico español. La madrugada del día en que abandonaron La Habana presagiaba mal tiempo, pero los pilotos, sobre todo Barberán, que era el jefe del dúo, decidieron partir  pese a encontrarse indispuestos y muy cansados por el largo viaje y los agasajos interminables que se les brindaron en Cuba. En México aguardaban su llegada 600 000 mexicanos. Jamás llegaron a su destino.

BABE RUTH

La habitación 216 de este establecimiento hotelero se conserva tal y como era cuando la ocupó el sensacional Babe Ruth.  Era el norteamericano una verdadera atracción del béisbol: había propinado 54 jonrrones en la Liga Americana. El empresario cubano Abel Linares, con intención de levantar ese deporte en Cuba, trajo a La Habana, en octubre de 1920,  a los Gigantes, a los que sumó a Babe Ruth, para una serie de veinte juegos con los clubes Habana y Almendares.  Babe ganaría 2000 dólares por encuentro.   Cuando llegó a Cuba ya los topes habían comenzado por lo que debía participar en nueve encuentros. De ellos, uno se suspendió. Se jugaba entonces en el Almendares Park, situado en el área que ocupa la Terminal de Ómnibus de La Habana.

Babe Ruth, dice el cronista Elio Menéndez retomando fuentes de la época, decepcionó a los habaneros. Solo logró  conectar dos jonrrones. Cronistas de entonces explicaban que los pitcheres, temerosos de su poder, lo trabajaban con bolas malas, y que él, con la ilusión de complacer al público, les tiraba a todas.

Hubo juegos peores que otros. Como el quinto encuentro, el 6 de noviembre. Cristóbal Torriente, un negro cienfueguero, conectó tres jonrrones en el juego, y Babe no pudo batear imparable alguno a Isidro Fabré, El Catalán. Pero al final, Babe cobró los 2000 dólares convenidos, y Torriente los 200 pesos que sus compañeros le recolectaron pasando la gorra entre la fanaticada.

Terminados los encuentros de La Habana, fue invitado a jugar en Santiago de Cuba. Se constituyó al efecto una novena a la que se le dio el nombre de Estrellas de Babe Ruth. Se jugarían solo dos juegos. Pero el primero de ellos fue terrible para el norteamericano y su equipo.  Pablo Guillén lo ponchó tres veces y dio lechada a los contrarios.

Todo lo que ganó aquí, y más también, lo perdió en el frontón jai alai y en el hipódromo Oriental Park. En el hotel Casagranda, de Santiago, gastó una fortuna en los dados. Pero Babe se sentía encantado en La Habana e insistió en quedarse por más tiempo. Pero de una opinión muy distinta fueron su esposa y el representante que lo acompañaban. 

A cien años de su apertura, el Plaza sigue siendo el Plaza. Mantiene la distinción y la elegancia del 1900.  Un típico hotel de ciudad que regala un entorno de maravilla. Siguen sobrando las razones para preferirlo en su centenario.