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Recuerdo de Gutiérrez Alea

Recuerdo de Gutiérrez Alea

Ciro Bianchi Ross

 

Sus amigos recuerdan su rigor y su honestidad; su actitud intransigente frente a lo mal hecho, su agudo sentido del humor. Dicen que, aunque podía mostrar toda su ternura, era ríspido y peleón y, por momentos, ácido, burlesco, hiriente. Pero sabía crear un clima de juego y alegría que facilitaba el trabajo en las filmaciones, y, con una actitud flexible y abierta, podía  escuchar y aceptar los aportes que, durante la realización de una película,  surgían de la discusión improvisada. Su obra fue reflejo intenso de su personalidad y de su tiempo, dice el ensayista Reynaldo González; comunión de militancia disciplinada y cuestionamiento polémico en un compromiso absoluto con su país y con su época.

            Tomás Gutiérrez Alea es el más emblemático de los directores cubanos de cine. Su película Memorias del subdesarrollo, esa cinta ácida e hímnica al mismo tiempo, como la califica el poeta Roberto Fernández Retamar,  lo consagró entre los grandes, y su penúltimo filme, Fresa y chocolate, que codirigió con Juan Carlos Tabío, le dio la alegría de verse nominado al Oscar. Pero Titón, como le llamaban sus amigos, fue un cineasta que vivió tan ajeno a los lauros como a las incomprensiones y molestias que pudiese provocar su quehacer. Le interesaba, sí, y mucho el juicio del espectador. Cuando en 1972 lo entrevisté a raíz del estreno de Una pelea cubana contra los demonios fue él quien hizo las primeras preguntas porque quería saber qué decía la gente en la calle de su película.

Aseguró entonces que dicho filme, que tenía en mente desde 1964, cuando finalizó la realización de Cumbite,  que no lo satisfizo del todo,  fue para él una especie de catarsis; ensayó con ella una manera nueva de aproximarse a un tema y acometerlo. Demoró mucho en hacerlo pues filmó antes La muerte de un burócrata y la ya aludida Memorias… Por esa época tenía ya la idea  y daba vueltas al argumento de otra película suya que tardaría años en filmar,  Hasta cierto punto, y en la que, tras una década de relación marital, dirigió por primera vez a su esposa, la actriz Mirtha Ibarra, que encarnó uno de los roles protagónicos. Ese trabajo conjunto dio un vuelco a aquella relación porque a partir de ahí lo doméstico pasó a segundo plano y el hecho artístico se convirtió lo fundamental de la vida de la pareja. De esa manera, diría Mirtha, Titón logró que le crecieran alas a nuestro matrimonio, y el cineasta con relación a su esposa hizo suyos los versos de la canción vasca que sirven de tema a la película: Si yo quisiera podría cortarte las alas, y entonces serías mía / pero no podrías volar y lo que yo amo es el pájaro. “Y así me sentí a su lado, recalca Mirtha, pájaro libre, amado y protegido”.

En los años 40 Gutiérrez Alea filmó documentales que nunca llegaron a estrenarse. Hizo estudios en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, y  en 1957 colaboró con Julio García Espinosa en la realización del documental El Mégano, secuestrado tras su primera exhibición por la dictadura de Batista. Haría después de 1959 un par de documentales, género en que no volvió a incursionar para priorizar su quehacer en el largometraje de ficción, campo en que  debuta, en el propio 59, con el filme Historias de la Revolución.

 Parejo a esto hubo otro Titón que se conoció menos: el magnífico dibujante, el consumado pianista, el hábil bailarín de tap, el poeta que recogió sus versos en el cuaderno Reflejos, que imprimó él mismo valiéndose de una imprentita de mano. Retamar gusta evocarlo también como el árbitro de la moda que fue sin proponérselo, y la realizadora Rebeca Chávez dice que tenía los ojos azules más expresivos del cine cubano. A Gutiérrez Alea encantaban esos pequeños piropos que estimulaban su ego.

A comienzos de los 90 el cineasta llegó a tener en sus manos más de 20 proyectos, entre ellos uno sobre la novela Los pasos perdidos, de Carpentier. Pero estaba ya herido de muerte. Amigos norteamericanos del mundo del cine sufragaron los gastos de la delicada y costosa intervención quirúrgica a la que se sometió en EE UU.,  que le prolongó  la vida.  El mal reapareció, implacable, y Titón pidió a Juan Carlos Tabío (Se permuta, El elefante y la bicicleta, Lista de espera…) su colaboración para Fresa y chocolate. El binomio volvería al armarse para la filmación de Guantanamera. Desde La muerte de un burócrata  y Los sobrevivientes, recuerda Tabío,  la muerte había sido un elemento clave en su obra.  Pero ya no era tema ni elemento, ahora lo rondaba de verdad, la sabía cada vez más cercana y esa cinta, su última realización cinematográfica, significó un exorcismo, su manera de asumirla como  necesidad y consecuencia de la vida.

 

           

 

1 comentario

Ricardo -

No creo que Titón intentara un exorcismo a la muerte en Guantanamera, era demasiado inteligente para intentar el despropósito de realizar un conjuro contra el espíritu maligno de la muerte.

Creo que hizo todo lo contrario; un canto a la muerte como revitalizadora de la evolución humana.

En su fabula de Olofin e Iku, este último viene a la tierra ante las quejas de los jóvenes contra los viejos que impedían todo cambio y evolución, pero curiosamente Iku no acude como portador de enfermedades que hubieran afectado a todos por igual, sino que su idea es la de un diluvio donde solo los jóvenes con iniciativa, con valor, con fuerza, capaces de improvisar e innovar lograran ponerse a salvo de los peligros.

Al final de la fábula los viejos inmovilizados, o inmovilizadores, son tragados por las aguas, permitiendo de este modo la evolución de la vida. No se pierdan el viejito que para hacerse la foto lo hacen retroceder más y más hasta que cae por el precipicio, en la foto solo se le ven los pies. Eso es humor negro genial. La película la hizo en 1995 y estamos en 2008.