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Café con leche

Café con leche

Ciro Bianchi Ross

 

Algún día habrá que hacer un estudio acerca del papel del café con leche en la vida cubana. O mejor, en la vida habanera. Lo cierto es que la sabrosa y reconfortante mezcla –más clara o más oscura- aparece en los momentos más cruciales e insospechados de nuestra historia.

            Existía la costumbre en La Habana de no encender el fogón el domingo por la noche. Se comía frío ese día.  Se recurría entonces a la frita, a la media noche, al perro caliente,  a la “galletita preparada” y al inexcusable   café con leche.  Cuando John Niewhof, de la West Indies, inventó esa bebida en Brasil, por lo que se erigió un monumento en Pernambuco, no pudo imaginar cómo y hasta qué punto se enraizaría  el café con leche en  nuestra capital, al extremo de que al reparar en ella los que venían del interior concluían que los habaneros éramos unos muertos de hambre. Cuba es un país de chicharrones y café con leche, dijo cierta vez  el avieso político Orestes Ferrara en irónica alusión a una realidad: el café con leche, las fritas, los tamales, los bollitos de carita, la majúa, los chicharrones de viento y de pellejo fueron platos recurridos en extremo en la gastronomía popular.  Verdaderos monumentos a la nutrición de quien no tenía nada mejor que llevarse a la boca.

            El café con leche emerge una y otra vez en la vida pública cubana.   

En la madrugada del 5 de septiembre de 1933, el profesor Ramón Grau San Martín, antes de salir de su casa en la calle 17 esquina a J, en el Vedado, invitó a café con leche a los estudiantes que fueron a buscarlo para acompañarlo al campamento militar de Columbia, donde sería designado miembro de la Junta Ejecutiva o Pentarquía que sustituyó al presidente Carlos Manuel de Céspedes. Y Batista, también en Columbia, en enero de 1934, interrumpió la reunión que sostenían allí civiles y militares que discutían el reemplazo de Grau por Carlos Mendieta para invitar a los presentes a degustar un café con leche en su casa.

            Eduardo Chibás cada vez que se batía en duelo –y se batió nueve veces- pasaba por la cafetería Kasalta, a la entrada del reparto Miramar, y pedía café con leche doble. El senador Félix Lancís, enterado de que se había llevado a cabo el golpe de Estado contra el presidente Prío, pidió a su esposa que le sirviera un café con leche antes de trasladarse al Palacio Presidencial. Batista, en la madrugada del 1 de enero de 1959, con los barbudos pisándole ya los talones, ingirió una taza de café con leche antes de trasladarse al aeropuerto militar… Fue lo último que hizo en Cuba.

En el transcurso de los años, el mejor sándwich fue  el del café OK, en Zanja y Belascoaín, en tanto que un emparedado como el Elena Ruz, que combina, y de qué manera, el pavo asado con la mermelada de fresa y el queso crema  era exclusivo de El Carmelo, el mejor grill-room capitalino de los 50. El restaurante El Faro, en Pepe Antonio y Máximo Gómez, en Guanabacoa, tenía fama de elaborar las mejores papas rellenas de La Habana. Y los tamales, con picante y sin picante,  que se vendían en el portal de la bodega La Guajira, en 24 esquina a 25, en el Vedado, no tenían paragón. Los mejores ostiones, los de Infanta y San Lázaro. Fritas, las de Sebastián Carro, en Zapata y Paseo.  Para sopa china, el Mercado Único… Revivía a un muerto.

En ningún otro establecimiento habanero se  discutió, en los años 40 y 50,  la primacía del café con leche del café Las Villas, en Galiano casi esquina a Lagunas.

Así lo aseguraba ese gran periodista que fue Enrique de la Osa, y lo precisa también José Pardo Llada en su libro Yo me acuerdo. Diccionario de nostalgias cubanas. Se le añadía por lo general al café con leche un pintica de sal. Si la sal se desparramaba, se hacía el exorcismo de echar sal por encima del hombro para alejar el mal agüero.

 

 

 

           

           

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