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Hitos en el tiempo

Hitos en el tiempo

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Soy, y desconozco si la expresión es correcta, una suerte de obituario viviente, Llueva, truene o relampaguee, no dejo de detenerme ante cuanta tarja, placa, busto o monumento que  encuentro a  mi paso. Con algunos mantengo una complicidad especial, como con la cabeza del gran periodista cubano Manuel de la Cruz emplazada  en Prado y Neptuno. Cada vez que discurro por esa esquina, le digo: “Adiós, don Manuel”, y creo que él me responde el saludo. Es un monumento  poco afortunado. Una vez un vehículo salido de  cauce lo hizo añicos. Lo recompusieron o restituyeron, no sé. Como el busto del autor de Cecilia Valdés, ubicado al fondo de la Iglesia del Ángel. Una tarde, en esas horas del diablo que son las que siguen al mediodía, lo bajaron de su pedestal con el ánimo de sustraerlo. Pero los vecinos, convocados a la voz de “¡Nos roban a Cirilo!”, dieron caza a los ladrones.

            El gran caricaturista Juan David me dijo una vez que los monumentos servían para que la gente se olvidara de los personajes monumentados. Por suerte, el mundo no es tan dramático como lo pintan los humoristas. Un monumento no solo recuerda a determinada persona, sino que sirve para que esa persona, que en  un momento alcanzó  notoriedad, siga viviendo con  ella entre nosotros. Sobre todo en esa estatuaria que humaniza al personaje, lo baja a ras de suelo  y lo convierte en uno más de su entorno. Tal es el caso de  esas  figuras populares  a las que el escultor Félix Madrigal  puso a caminar  con el transeúnte en el bulevar de Sancti Spíritus. O  Hemingway que,  esculpido por José  Villa,  bebe su daiquirí, con doble cantidad de ron y sin azúcar, en la barra del Floridita. O el Caballero de París, obra de Villa asimismo, que prosigue su eterna caminata esta vez  por  las inmediaciones del convento de San Francisco.

            Los que lo conocimos, no podemos representarnos al Caballero más que caminando. Con su melena, su capa negra, sus libros y papeles. En su deambular, cambiaba de “morada” cada cierto tiempo. Unas veces se establecía en los portales de las Lámparas Quesada, en Infanta y San Lázaro. O en el Parque de los Filósofos, en La Habana Vieja. O en 23 y l2. Llegaba a un establecimiento gastronómico y no mendigaba;  exigía. Y se le daba de buena gana la comida  porque en definitiva era el Caballero. Un Caballero  que no había nacido en Cuba, pero sin quien resultaba imposible concebir la ciudad. Solo una vez conversé con él. Cuando ya enfermo y muy depauperado lo internaron en el Hospital Siquiátrico. No me dijo mucho. Pero sin que  se lo pidiera, quiso dejarme un recuerdo. Reclamó  papel y lápiz y trazó su auto caricatura. Puse yo la fecha, y él firmó: “París”.

            Claro que hay estatuas que se las traen. Como la desnarigada del tiránico monarca español  Fernando VII, a la vera del Castillo de la Fuerza. Porta la figura de mármol un pergamino  enrollado en su mano derecha. Pero si se le mira desde los portales del Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto Cubano del Libro, ese pergamino que le sale al tal Fernando desde más debajo de la cintura parece otra cosa y lo convierte cuando menos en un rey exhibicionista. O con deseos de orinar. El poeta e improvisador Justo Vega merecía mejor suerte en su estatua de La Palma, en Arroyo Naranjo. Más que un monumento al decimista, lo parece a su guayabera.

            Si la historia de La Habana antigua y moderna puede contarse también a través de sus plazas –la de Armas, la de la Catedral, la Plaza de la Revolución- otra de sus posibles historias podría escribirse a partir de sus fuentes y estatuas.

            Algunas alcanzan su monumentalidad por el recuerdo que perpetúan. Otras ganan esa condición por su valor artístico, una belleza que se añade a toda la historia que acumulan o vieron desfilar.

            La más remota sería quizá la preciosa Fuente de los Leones, en la Plaza de San Francisco. La más reciente, algunas de las ya mencionadas. O, mejor, el busto de Federico García Lorca, obra del escultor Madrigal, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz, en El Vedado.

 FUENTE DE LA INDIA

La figura central de la Fuente de la India, se adorna con plumas y la custodian cuatro delfines. Se ubica frente al Parque de la Fraternidad y simboliza a La Habana. De ahí que se le conozca también como la estatua de La Noble Habana. Data de 1837 y es obra del italiano Gaggini, el mismo artista que un año antes esculpiera la Fuente de los Leones. De 1838 es la Fuente de Neptuno, ejecutada en mármol de Carrara, como las anteriores, y en piedra dura de Artemisa. El dios aparece en ella en actitud pensativa, se apoya en su tridente y tiene a su espalda dos delfines. Fue un regalo del despótico gobernador Miguel Tacón al comercio de la capital y después de varios desplazamientos –llegó a estar en el parque Villalón, en el Vedado- volvió a su sitio original en la Avenida del Puerto. En la Plaza Vieja, la más interesante de La Habana antigua luego de las de Armas y la Catedral, hay también otra fuente de muy reciente construcción, fruto del arduo y costoso quehacer que devolvió a ese sitio su esplendor pasado.

            De más acá, de mucho más acá en el tiempo, es la Fuente de la Juventud, en la confluencia de Paseo y Malecón. Se inauguró en 1978, en ocasión de la oncena cita mundial de los jóvenes y los estudiantes que tuvo a la capital cubana por escenario. Y entre otras, hay una más, ineludible en este recuento, la Fuente Luminosa, en la Avenida de Rancho Boyeros, frente a la Ciudad Deportiva. Se emplazó en los años 40 del siglo pasado, y los habaneros, con picardía, le han llamado siempre “el bidet de Paulina”, en alusión a la Primera Dama de la República en los tiempos en que se construyó.  

UN CRISTO CUBANÍSIMO

El Cristo de La Habana, obra de la cubana Jilma Madera, merece un alto en el camino. Es una estatua colosal, con sus 15 metros  de altura, que se asienta en un pedestal de tres. Como se ubicó en una colina, alcanza una altura total de 79 metros  sobre el nivel del mar, lo que lo hace visible desde muchos sitios de la capital.

 Es en su tipo la más alta y una de las de más volumen en todo el Caribe y, sin duda, la mayor ejecutada por una mujer para su exhibición al aire libre. Por su ubicación, recibe y despide a todas las embarcaciones que usan el puerto habanero.  La artista utilizó como modelo a su amante. Es muy varonil la apariencia de ese Cristo con sus brazos musculosos, las manos fuertes, la mirada desafiante, la frente amplia, el mentón altivo, los labios sensuales. Una imagen cubanísima y humana.

Una escultura vinculada a las luchas estudiantiles y revolucionarias es la del Alma Máter, en lo alto de la escalinata de la Universidad de La Habana. Es obra del artista checo (o yugoslavo) Korbel, que la esculpió entre 1919 y 1920.  Un año después se emplazaba frente al Rectorado, en un terreno todavía rústico, y más o menos en el mismo sitio quedó situada al construirse, en 1927, la escalinata monumental.

El grupo escultórico del Capitolio sobresale por su alegoría y tamaño colosal. La primera imagen, de bronce, representa a la República y  mide 11,5 metros desde la base a la cabeza, cifra que no incluye la lanza y el brazo. Si se tiene en cuenta el pedestal, de dos metros y medio, se eleva a una altura total de 14,6 metros. Pesa treinta toneladas. Las otras dos, de bronce verde florentino y 6,70 metros de altura, pesan quince toneladas cada una.  La República, en su estatua, está representada por una mujer joven,  revestida de una túnica, que lleva casco, lanza y escudo. Muy poco se sabe acerca de la cubana que sirvió de modelo para ella al escultor italiano Zanelli, el mismo que erigiera en Roma el Altar de la Patria en honor al rey Víctor Manuel.

MALA SOMBRA

Otros monumentos fueron y ya no lo son. Como la escultura que remataba al que se erigió a las víctimas del acorazado Maine, cuya misteriosa explosión en el puerto de La Habana (1898) dio pretexto a Washington para intervenir en la guerra que por su independencia sostenía Cuba contra España y adueñarse de los destinos de la Isla. A comienzos de los años 60 del siglo pasado, el pueblo derribó el águila soberbia que se posaba en triunfo sobre las columnas del monumento. Picasso prometió entonces enviar una paloma que sustituiría al águila derribada, y, haciéndose eco de esa promesa, Juan Marinello publicó en Bohemia un artículo con el título de “La paloma de Picasso volará sobre La Habana”. Pero la paloma que ofreció el famoso malagueño nunca llegó.

El monumento al Maine, de todas formas,  tenía mala sombra. El presidente Menocal, mediante un decreto, dispuso su construcción en 1913, pero, por falta de fondos, demoró años en erigirse y  no se inauguró hasta el 8 de marzo de 1925, un mes después de que frente a su emplazamiento se sepultaran definitivamente en el mar los últimos restos del Maine extraídos del fondo de la bahía habanera.  El ciclón de octubre de 1926 lo destruyó y hubo que reconstruirlo. Con los restos de los destrozos, se esculpió una columna que el dictador Machado regaló al presidente norteamericano Caldvin Coolidge en 1928.

 Otro monumento que "fue" es el de Tomás Estrada Palma, primer Presidente de la nación; el hombre que abrió las puertas del país a la segunda intervención militar norteamericana en 1906. De su escultura, en la calle G, cerca del Malecón, quedan solo los zapatos. Del monumento al presidente Alfredo Zayas, en el parque situado al fondo del antiguo Palacio Presidencial (hoy Museo de la Revolución) no quedó ni memoria.

El que en 1919 se erigió en recuerdo  del general independentista Alejandro Rodríguez atrae al  paseante. Se construyó con granito rojo de Ravena y figuras en bronce. Sobre un pedestal se alza la estatua ecuestre del evocado. . Rodríguez era el jefe de la Guardia Rural cubana en tiempos en que alistados de ese cuerpo armado dieron muerte al general Quintín Bandera, que no tiene aún el monumento que se merece, sino uno  en el parque Trillo que, por su modestia, contrasta lastimosamente con el de Rodríguez.

MARTÍ

La estatua de José Martí (1905) en el Parque Central habanero es el primero de los monumentos que se alzaron en la Isla en recuerdo del Héroe de la Independencia. Muchos otros se le dedicarían.

 Ninguno de ellos, sin embargo, tiene la majestuosidad del de la Plaza de la Revolución. Impacta y admira con su altura de más de 112 metros desde la calle. En su armazón se utilizaron 20 000 metros cúbicos de hormigón, 40 000 quintales de acero y 10 000 toneladas de mármol blanco. La estatua del Apóstol –18 metros-  es también de mármol, y se ve en ella sentado, en actitud meditabunda, cubierto por los pliegues de una toga.

Ante esa estatua, imagen y recuerdo, se han efectuado en Cuba las más grandes concentraciones populares y un pueblo victorioso ha ratificado su apoyo a la Revolución y a su líder.

 

2 comentarios

Jose -

Fueron dos las mujeres que posaron para la Estatua del Capitolio de La HabanaLily Valty solo brindó su «escultural» cuerpo, pues la verdadera dueña del rostro fue Elena de Cárdenas Echarte

Por: Mario Cremata Ferrán, estudiante de Periodismo

Correo: digital@jrebelde.cip.cu

17 de enero de 2007 22:47:23 GMT

Detalle de un magnífico retrato al óleo de Elena de Cárdenas por un pintor italiano no identificado. (Cortesía de Celia M. Pérez-Stable Morales)

Muy cerca del corazón de la capital se alza el majestuoso Capitolio de La Habana, edificio insignia que marcó un hito en el decursar de la ingeniería civil del siglo XX.

Consagrado por muchos años para sede del Congreso republicano, en la actualidad acoge al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, y una buena parte del edificio funciona como museo.

Si alguna vez visitó este inmenso palacio, no le resultará ajeno el nombre de Lily Valty, a quien por mucho tiempo se ha identificado como la modelo de la colosal Estatua de la República, ubicada en el Salón de los Pasos Perdidos del edificio aludido.

Lo cierto es que todos estos años se ha cometido un lamentable error, pues de Lily Valty —una mestiza criolla de figura agradable—, el escultor italiano Ángelo Zanelli solo utilizó el cuerpo. La verdadera dueña del rostro no fue otra que la bella Elena de Cárdenas y Echarte.

PROYECTO DE UNA ESTATUA PRIMOROSA

La imponente estatua recibe al visitante a escasos metros de la entrada principal. Obras de Zanelli constituyen, además, los paneles decorativos en mármol boticcino, que conforman el friso al estilo románico sobre las enormes puertas de la entrada. En estos están reflejados, de izquierda a derecha, El espíritu destructor con la guerra, El escudo de la República y El espíritu constructivo con la paz.

En 1927 llegó a La Habana el escultor Ángelo Zanelli, perteneciente a la escuela clásica italiana, a quien el secretario de Obras Públicas del gobierno cubano, doctor Carlos Miguel de Céspedes, encargó modelar en breve plazo tres estatuas de gran formato que decorarían el Capitolio, aún en construcción.

Zanelli (San Felice del Benaco, Brescia, Italia, 17 de marzo de 1879 -Roma, 1942) estudió muy joven en la Academia de Bellas Artes de Florencia, y en 1911 realizó su obra más famosa: el friso del Altar de la Patria, en el monumento a Víctor Manuel II, en Roma.

A los lados de la escalinata de granito de 55 peldaños del Capitolio de La Habana fueron emplazadas dos estatuas de 6,50 metros de altura, realizadas en la Fonderia Laganá de Nápoles, Italia.

Son estas, El progreso de la actividad humana, conocida también como El Trabajo (figura masculina); y La Virtud tutelar del pueblo (figura femenina).

Para la pieza principal que simbolizaría a la República de Cuba, Zanelli debía servirse de mujeres típicas del país y recordar a Palas Atenea, diosa griega de la sabiduría. Fue entonces cuando su amigo y coterráneo Stefano Calcavecchia le presentó a su esposa, Elena de Cárdenas.

El maestro quedó deslumbrado con el rostro de esta mujer, en cuyas facciones bien definidas creyó encontrar su fuente de inspiración. Posteriormente completaría la figura con el cuerpo de Lily Valty, mulata de mediana edad, senos prominentes y abundantes caderas, a quien la historia ha perdido el rastro.

Han pasado casi ocho décadas, pero todavía Celia Rosa y Alicia Morales de Cárdenas, de 94 y 92 años, respectivamente, recuerdan a Zanelli haciéndole la mascarilla a su tía Elena.

LA ESTATUA DE LOS TRES NOMBRES
Conocida indistintamente en sus inicios como Estatua de la República, de La Libertad o de La Patria, la pieza forma parte de la trilogía de las estatuas monumentales del Capitolio.

Fundida en Italia (Fonderia G. Chiurazzi, Roma MCMXXIX), para el traslado hasta Nápoles, dividida en tres partes, se necesitó un vagón especial. En día lluvioso fue embarcada hacia Cuba y las tres grandes cajas se subieron en hombros por la escalinata del Capitolio días antes de su inauguración. En esa época se le consideró la mayor estatua de bronce fundida en Italia para el extranjero.

A pocos metros de la entrada y del brillante que marca el kilómetro cero de la Carretera Central se yergue serena, con lanza, escudo y gorro frigio, como presta a luchar.

Protegida en su nicho, la sostiene una plataforma con tres escalones y una base de 2,50 metros de altura, fabricada con mármol ónix antiguo egipcio, similar al usado en el pedestal del monumento al Papa Eduardo VII, en la Iglesia de San Pedro, Roma.

Delante sobresale un barco trirreme, con los remos recostados a la base. En la quilla se distinguen tres signos zodiacales (Escorpión, Capricornio y Géminis), pero aún se desconoce su significado en el contexto de la estatua.

Asimismo están representadas dos figuras mitad humana y mitad pez: una masculina, que según la leyenda es el mismo escultor —se parece muchísimo—, y otra silueta de mujer sin identificar.

La pieza, de 17,54 metros y 49 toneladas de peso, es hueca. Alguna vez —presumiblemente en los años 80— le inyectaron concreto por una abertura en el centro posterior, pues se decía que se estaba inclinando y caería sin remedio. Al parecer, solo se trató de una falsa alarma, y llegado a un nivel, se decidió interrumpir el vertimiento de materiales y sellar el orificio inicial.

En su interior, la estatua tiene unos poderosos tensores que la sostienen y un túnel subterráneo que comienza en un salón cercano, posibilita el acceso a esta zona.

Hace solo unos meses, gracias al mantenimiento a que fue sometida, la obra recobró su esplendor y brillo característico, si bien con el paso de los años ha perdido casi todo el oro de 22 quilates de las tres láminas que la recubrían.

Valiosa referencia de la llegada del monumento a La Habana, con un «toque» humorístico, la ofreció Alejo Carpentier en su novela El recurso del método, en la que describe cómo van emergiendo las partes de la escultura desde las entrañas del barco.

Después de su emplazamiento se le consideró la segunda estatua más alta del mundo bajo techo, superada por el Buda de Oro de Nava, Japón. Actualmente es la tercera, después de concluido el mausoleo a Abraham Lincoln, en Washington.

HERMOSA HABANERA
Hija del doctor Julio de Cárdenas y la señora Rosa Echarte, Elena vino al mundo en 1895, en la casona familiar de las calles Habana No.57 esquina a San Juan de Dios, en La Habana Vieja. Era la menor de los ocho hijos del matrimonio.

Alta, de pelo castaño y ojos oscuros, bonita y elegante, pronto se convirtió en una de las mejores pretendientes de la sociedad habanera del período menocalista.

Fue precisamente por esos años que Elena conoció al ingeniero Stefano Calcavecchia y Rabonni, un italiano que trabajaba en ingenios azucareros cubanos y cuya familia tenía un negocio de exportación de mármoles.

La mutua atracción fue instantánea. A pesar de que el padre de ella se opuso al compromiso argumentando que él se llevaría a su hija a Italia y no tendría más noticias, unido a la evidente diferencia de edad entre ambos (más de 10 años), el 31 de enero de 1917 se casaron en la Iglesia de La Merced.

La «suntuosa» boda —como la calificara el cronista social Enrique Fontanills en una de sus Habaneras—, reunió a lo más encumbrado de la sociedad de la época. Testigos de la ceremonia fueron Orestes Ferrara, a la sazón presidente de la Cámara de Representantes, y el presidente del Habana Yacht Club, Víctor G. Mendoza.

Para limar cualquier aspereza en las relaciones con su suegro, Calcavecchia no solo fijó residencia permanente en Cuba, sino que además hizo venir para siempre a toda su familia, incluida su anciana madre. La pareja ocupó la mansión de la calle F No.306, entre 13 y 15, en el Vedado, decorada con materiales expresamente traídos desde Nueva York.

PREMATURO FINAL
La felicidad del matrimonio muy pronto se apagaría. Quiso el destino privar a Elena de Cárdenas de ver concluida la obra magnífica. El 9 de septiembre de 1928 fallecía a causa de una influenza derivada en bronconeumonía, según el dictamen de su cuñado, el eminente doctor Raimundo de Castro Bachiller.

El segundo brote de influenza que abatía a La Habana cobraba la segunda víctima a los De Cárdenas. Diez años antes, su hermana Elodia había muerto también, dejando seis pequeños.

Después de la pérdida irreparable, Calcavecchia nunca más volvió a casarse. Tapizó todas las paredes de la residencia con inmensos retratos al óleo de ella, encargados a sus amigos pintores italianos, a quienes envió fotos de su difunta esposa.

El 12 de septiembre de 1941 murió como consecuencia de una trombosis cerebral. Al año siguiente los restos de ambos fueron exhumados y trasladados a una bóveda en el Cementerio de Colón propiedad del hermano de Stefano, José Calcavecchia, donde aun reposan.

Una familia en los predios de la política
El doctor Julio de Cárdenas (1849-1922), abogado de profesión, fue Fiscal del Tribunal Supremo de la República y Alcalde Municipal de la capital en dos períodos. Fungió, además, como secretario de Justicia y de Gobernación. Instituyó los carnavales en Cuba.

Su hijo, el también abogado doctor Raúl de Cárdenas Echarte (hermano de Elena), fue ministro de Justicia, Gobernación, y vicepresidente de la nación bajo el mandato de Ramón Grau San Martín (1944-48). Al triunfo de la Revolución, permaneció en su casa del Vedado —G No.160 esquina a 13—, hasta su deceso en agosto de 1979, a los 95 años de edad.

CASUALIDAD HISTÓRICA
Celia de Cárdenas Echarte, hermana de Elena, contrajo matrimonio con el prestigioso ingeniero Luis Morales Pedroso, condueño de la firma Morales y Cía. Un hijo de ambos, Luis Morales de Cárdenas, se casó con Feliciana Menocal Villalón (Fichú), hija de Feliciana Villalón Wilson, cuyo rostro sirvió de inspiración al artista checo Mario Korbel para modelar el Alma Mater de la Universidad de La Habana.



(El autor agradece la cooperación de la licenciada Mirian Fernández, jefa del Departamento de Recorrido Turístico, y de los guías especializados Iraelio Valero y Marlén Durán, del Capitolio de La Habana).

Arístides Lima Castillo -

He leido en su weblog lo referente a los monumentos habaneros y recuerdo que no hace mucho encontré en la web un escrito que hablaba sobre las mujeres (2) que sirvieron de modelo para la estatua de La República situada en el Capitolio. Lamento no tener el dato en estos momentos pero si lo hayo, se lo voy a enviar.