El Malecón con que vivo
Ciro Bianchi Ross
Foto Silvia Mayra
No se concibe La Habana sin la Rampa, la escalinata universitaria, la Plaza de la Revolución ni la heladería Coppelia. Tampoco se concibe sin su Malecón, el sitio más cosmopolita de la urbe. Tanta importancia se le da, que ese nombre genérico y que es sinónimo de dique, adquiere aquí categoría de nombre propio y se escribe con letra inicial mayúscula.
Son algo más de siete kilómetros de un muro que corre de este a oeste y se extiende entre dos fortalezas coloniales: el castillo de la Punta, al comienzo del Paseo del Prado, y el castillito de La Chorrera, a la vera de la desembocadura del río Almendares. Del lado de acá, la ciudad vieja y nueva, con algunos de sus mejores hoteles, monumentos y parques; del otro lado, el mar abierto, azul, sencillo, democrático, como lo definiera nuestro gran poeta Nicolás Guillén. Una transitada avenida lo bordea de extremo a extremo y cada uno de sus cuatro tramos tiene un nombre que lo identifica. Pero para cualquier habanero que se respete, la costanera, a pesar de sus tramos, no tiene más nombre que Malecón, el camino más rápido para conectarse con Miramar y la Marina Hemingway desde La Habana Vieja, y que se convierte durante los carnavales habaneros en la pista de baile más grande del mundo.
Así como no se concibe La Habana sin ese muro y su populosa vía aledaña, no se concibe el Malecón sin sus enamorados y sus pescadores. Desde que hace más de cien años comenzó a construirse esa obra que embelleció la ciudad, los habaneros lo hicieron lugar de preferencia para el paseo. Y parejas de enamorados, acunadas por la brisa marina, acudieron en busca de intimidad: una intimidad que consiguen inexplicablemente aunque casi a su lado se hallen sentadas otras parejas con idéntico propósito.
Eso ocurre sobre todo en las noches. De día, el Malecón es de los pescadores. No se sabe cuándo empezaron a aparecer. Tal vez hayan estado siempre. Los de aquí son, como todos los pescadores del mundo, gente callada, de paciencia infinita, de una constancia y un optimismo dignos de mejor causa y exagerados a más no poder cuando aluden a su ocupación. Aunque las aguas de la zona no están exentas de contaminación, se mantienen habitables para numerosas especies gracias al movimiento incesante de las corrientes: mar afuera, la famosa corriente del Golfo, y, pegada a la tierra, la contracorriente costera, que los marineros españoles llamaron en el pasado la revesa de La Habana por lo difícil que hacía que grandes buques entraran al puerto. Llegan con sus avíos, los despliegan y ¡a pescar! Aunque a veces nada pesquen o cobren solo una pobre captura tras muchas horas de faena bajo un sol de justicia que hace caer barretas encendidas sobre sus cabezas.
No importa. Nada los desanima. Son toda una estirpe. Tienen linaje y nobleza. Son los pescadores del Malecón, y volverán al día siguiente para más de lo mismo. Lo curioso es que a la mayoría de ellos no los alienta el interés material. Solo el gusto por hacer lo que hacen para después comentar con otros pescadores que consiguieron atrapar el peje más grande del mundo que solo existió en su imaginación y en su deseo.
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Maria -