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La muerte me está rondando

La muerte me está rondando

Ciro Bianchi Ross

 Alejandro García Caturla fue uno de los compositores que dio perfil propio a la música latinoamericana. Un artista adelantado a su tiempo en cuanto a intuición creadora. Lo asesinaron en plena juventud. Cuba celebra ahora el centenario de su natalicio 

“Tu cabeza huela a pólvora”, decía escuetamente la carta anónima recibida, y Alejandro García Caturla, juez de instrucción de Remedios, comprendió que sus enemigos no se detendrían ante nada. Algún tiempo atrás, cuando con igual cargo radicaba en la ciudad de Palma Soriano, salvó milagrosamente la vida la noche  en que una lluvia de balas fue lanzada contra su casa. Ahora la muerte lo rondaba de nuevo y de manera tan evidente que el peligro no pasaba inadvertido para familiares y amigos. “Doctor, cuídese, usted es muy joven y es un crimen que le pase algo”, le dijo uno de sus ayudantes, pero ni consejos ni amenazas lograron disuadirlo de sus propósitos. “Si me matan, mala suerte; mi deber está por encima de todo”, expresó Caturla a su mujer antes de que lo asesinaran. Y con un sentimiento de amargo pesar añadió: “Está visto que yo no sé administrar justicia en Cuba”.

            Caturla se había convertido, desde los comienzos de su carrera, en una figura incómoda para aquellos tradicionalmente acostumbrados a dictar pautas al Poder Judicial… En Ranchuelos obligó a una empresa cigarrera a abonar los jornales que adeudaba a sus empleados; en palma Soriano impuso multa al administrador de un central azucarero por violar la ley de nacionalidad del trabajo y se propuso erradicar el juego ilícito aun cuando para lograrlo tuvo que encausar a exponentes de la política y de los mandos militares locales; en Camajuaní denunció las tropelías de un magistrado venal…  En Remedios acaba de iniciar proceso a un agente del orden por maltratar a un detenido. A partir de ese momento –el asesinato se perpetraría veintisiete días después- los cuerpos represivos destacados en la ciudad echaron a correr el rumor de que el juez Caturla era elemento desafecto a las Fuerzas Armadas. En vano intentaba  calmar la intranquilidad de los suyos. “Nací en Remedios; aquí viven mis padres. Es imposible que pueda sucederme nada”, decía. Había sido declarado hijo predilecto y distinguido de esa ciudad de la región central de la Isla, y allí se sentía rodeado del cariño y el respeto de sus conciudadanos que le llamaban, familiarmente, Alejandrito. Pero en verdad –y él lo sabía mejor que nadie- la conjura se orquestaba en su contra.

            Mientras tanto la vida transcurría lenta en la vieja villa provinciana, la octava que fundaron los españoles en Cuba, y el juez continuaba ocupándose de sus asuntos habituales cuando la mujer de uno de los custodios de la cárcel, nombrado José Argache,  se empeñó en denunciar al marido a causa de la golpiza que le propinara. Se desconoce el motivo que llevó a Caturla a atender un caso que no era de su competencia ni nadie pudo prever que Argache fuera la mano asesina.

            ¿Hubo premeditación en los hechos? ¿Se dirigió la mujer al juez instructor y no al correccional por las garantías que ofrecía su integridad? ¿Los interesados en eliminar a Caturla aprovecharon las circunstancias que llevaban a Argache a su juzgado y lo indispusieron contra él? Las interrogantes siguen abiertas sesenta y seis años después del asesinato, pero cualquiera que sea la respuesta definitiva, el asesino confió en que actuaba con absoluta impunidad cuando a escasos cien metros de la plaza central, interceptó a García Caturla y tras increparlo, sin atender a los requerimientos del juez a fin de que respetara su autoridad, terminó por extraer el revólver de reglamento. Sonó un disparo y luego otro, y Caturla se desplomó, empapadas las ropas de sangre, con el corazón atravesado por dos proyectiles. Era el anochecer del 12 de septiembre de 1940.

            “¡Mataron a Alejandrito!”, gritó al alguien, y Argache, perseguido por los que presenciaron el suceso y otros que se les sumaron, corrió hacia el cuartel para eludir la indignación popular. “¡Maté a Caturla, lo maté!”, exclamó el asesino al trasponer la puerta del fortín, y un aforado, al que apodaban Pequeño, dijo a su vez: “Más antes debiste hacerlo”.

ESE ES CATURLA

Moría así un compositor que, al decir de Alejo Carpentier, se cuenta entre los que en el siglo XX dieron perfil propio a la música latinoamericana, un artista adelantado a sus contemporáneos en cuanto a intuición creadora y un músico convencido de que su nombre estaba llamado a barajarse entre los de los grandes de su época. Su música tiene mucho de ciclón tropical, escribía la pianista María Muñoz de Quevedo. Sintió admiración por los compositores cubanos Manuel Saumell (1817-1870) e Ignacio Cervantes (1847-1905) y ejercitó la mano con obras de Milhaud, Satie y Stravinsky, pero antes de cumplir los veinte años de edad volvió sobre sí mismo para buscar un acento propio vinculado al suelo natal. Siempre se sintió atraído por lo negro y lo asimiló de tal manera que los entendidos aseguran que resulta imposible distinguir entre un canto lucumí auténtico y un tema de su propia invención. En su obra, decía hace muchísimos años el compositor Hilario González a este columnista, podemos conocer, primero, cómo se puede ser académico y cubano; luego, impresionista y cubano; más tarde, bitonal y cubano; polirrítmico y cubano, casi atonal, incluso, y cubano. Ese es Caturla.

            Nació en 1906, en el seno de una familia acomodada. Su debut  artístico fue como cantante -tenía una hermosa voz de barítono- y era un pianista extraordinariamente dotado, capaz de impactar a sus oyentes con  una fuga politonal  y también de poner música en un cine de barrio a películas silentes de Tom Mix y Mary Walcamp, con lo que obtenía algún dinero para la atención de su primer hijo, que nació siendo él casi un muchacho. Aprendió idiomas por su cuenta e hizo estudios de Derecho por la libre al mismo tiempo que realizaba los de composición musical con el maestro Pedro San Juan, español avecindado en La Habana, y dirigía la Jazz Band Caribe en la universidad habanera.

            En 1929 estaba en París para mostrar sus partituras a Nadia Boulanger, la compositora francesa que fue maestra de Aaron Copland, Cole y Walter Piton, entre otros, y que lo aceptó como discípulo fijándole, para someterlo a prueba, tareas dificilísimas y un horario de clases poco habitual: las seis de la mañana. Caturla había llegado a Francia con los manuscritos de las Danzas cubanas, los bocetos de un poema sinfónico y numerosos apuntes para obras marcadas por un recio acento cubano. Impresionó a  Boulanger. Confiaría ella a Carpentier: “El talento de este joven es algo descomunal. Pocas veces he tenido oportunidad de vérmelas con un discípulo de semejante talla”.

            Allí recibió el encargo de una partitura y escribió Bembé en dieciocho días. Encerrado en su habitación del hotel  de Maine, Caturla trabajaba sin piano el día entero. Después aparecía en el bar La Coupole para conversar con los escritores surrealistas Desnos, Aragón y Sadoul y frecuentaba un restaurante en Montparnasse para degustar filetes de jabalí, anguilas ahumadas, erizos de mar y otros platos raros porque “quiero conocer el sabor de estas cosas que acaso no vuelva a probar… ¿Sabes lo que me espera? Una carrera de juez municipal”.

            En 1929 asistió al estreno de sus Tres danzas cubanas en los Festivales Sinfónicos Iberoamericanos de Barcelona, y,   de regreso a Cuba, pasó por París para la primera audición de sus poemas afrocubanos Marisabael y Juego santo, escritos sobre textos de Carpentier. Yamba-O y Primera suite cubana para instrumentos de viento y piano los escribió a la par que hacía las oposiciones para ocupar un cargo en la magistratura.

            Pese a que, por su novedad y audacia y su pasta sonora, trabajada sin miramientos para el ejecutante, “sonó” poco en la Cuba de su tiempo, Caturla pudo dar a conocer en vida un número de piezas considerable. Sin embargo, lo que a su muerte quedó inédito y sin estrenar hace crecer en mucho el catálogo de su obra. En su casa de la ciudad de Remedios se conservaron  en paquetes clasificados con sumo cuidado por la propia mano del artista, decía Hilario González, “siete Caturla juntos”.  Todo lo que Caturla hizo en lo personal –tuvo once hijos- y en lo artístico durante los treinta y cuatro años que alcanzó a vivir, visto en retrospectiva desde su asesinato, parece llevar el sello de quien se sabe llamado a una muerte temprana. Quizás esa premonición explique el tema popular que incorporó a una de las obras que escribió casi al filo de la muerte, El canto de los cafetales: “La muerte me está rondando/ Ay, mamá,/ pa’llevarme al cementerio…”

       

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