Otras del Hotel Nacional
Ciro Bianchi Ross
En una página anterior -16 de diciembre de 2001- hablamos ya sobre el Hotel Nacional para referirnos a dos hechos que lo tuvieron por escenario y que no son frecuentes en una instalación hotelera. En el Nacional, a raíz del derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado, el 12 de agosto de 1933, Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, fue proclamado Presidente de la República. También en ese hotel, al año siguiente, juró la Presidencia Manuel Márquez Sterling. Lo hizo de madrugada, a la luz de unas velas, y desempañaría el cargo solo durante seis horas.
Hoy volveremos a ocuparnos de esa instalación insignia de la hotelería cubana para remitirnos a sus orígenes. ¿Por qué se construyó en los terrenos de la antigua batería de Santa Clara, en la entrada de la barriada del Vedado, cuando el sitio que proponía la compañía que, en definitiva, lo edificó era bien distinto? ¿Quién sugirió su ubicación y por qué? Digamos enseguida que Carlos Miguel de Céspedes, a la sazón secretario (ministro) de Obras Públicas en el gabinete de Machado, fue el patrocinador de la idea. Y fue precisamente a Céspedes a quien estaba destinado, en principio, el lujoso Apartamento de la República, donde a lo largo de muchos años se alojaron los huéspedes oficiales de los gobiernos de Cuba.
Encontré esos datos en Acción directa –La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1999-, el segundo libro publicado por Newton Briones Montoto y que trata acerca de Ángel Pío Álvarez, una de las figuras más interesantes y olvidadas de la lucha antimachadista. Su título anterior, Aquella decisión callada (1998), aborda la vida y acción revolucionaria de Antonio Guiteras, aunque dedica a Batista más de la mitad del volumen. Briones Montoto es un historiador que asume la historia con el desenfado del buen reportaje, lo que no le resta un ápice en rigor investigativo. Si el reportaje es, como se ha dicho, “la noticia vestida”, Briones “viste” la historia, la trasmite como quien relata un cuento en que hace transcurrir personajes llenos de matices y pasiones, caídas y grandezas, con olor y color, porque no olvida que un héroe tiene rostro y brillo en la mirada y es un ser humano.
LAS MOSCAS Y EL ZOQUETE
Briones Montoto, que se sumerge en papeles viejos y en libros raros, y repara y rescata lo que la historia académica pasa por alto, encontró en el Archivo Nacional el relato sobre la idea de la ubicación del hotel hecho por el propio Carlos Miguel de Céspedes. Aunque no cita con exactitud la fuente, dice que lo hizo en una entrevista que concediera el día de la apertura de la instalación hotelera, el 30 de diciembre de 1930, y que continuara días después en su residencia de Villa Miramar, donde hoy se halla el restaurante 1830.
-Fueron las moscas las que hicieron el Hotel Nacional. Y conste que esto […] es un hecho histórico y como tal lo narro. El destino escoge los caminos más insospechados para lograr los aciertos y producir belleza –recordaba Céspedes.
A renglón seguido alabó la limpieza de la capital cubana, donde la policía imponía multas a todo aquel que ensuciara las calles. Pero de pronto, comentó, se desató una invasión de moscas en ciertas zonas de la ciudad, y no tardó en precisarse la causa. En las furnias del lugar donde estuvo a batería de Santa Clara, un ayudante del general Alberto Herrera, jefe del Ejército, había montado una fábrica artesanal de fertilizantes que luego distribuía por La Habana. Hacía traer estiércol de las caballerizas del campamento de Columbia y allí lo mezclaba con ciertas sustancias químicas. Carlos Miguel acudió a Herrera para que tomara cartas en el asunto y el militar decidió proteger a su subordinado. El Ministro puso entonces su cargo a disposición del Presidente, pero Machado le dio la razón.
En ese tiempo Cuba recibía un promedio de 60 000 turistas cada año. Céspedes sabía muy bien que La Habana necesitaba un hotel de lujo. La Casa Morgan presionaba al Gobierno para que le permitiese construir y operar ese hotel en la capital. En efecto, con ese fin vino una delegación de banqueros y empresarios norteamericanos que encabezaba Mr. Browson, presidente de la compañía constructora Purdy and Henderson. Sus integrantes se entrevistaron con Céspedes y “me dijeron que si el Gobierno cedía los terrenos de la antigua Cárcel de La Habana a la compañía que se formase, construirían en esos terrenos de Prado y Morro un magnífico hotel de 500 habitaciones”.
Proseguía Carlos Miguel su relato:
-Siento no poder complacerlo, Mr. Browson –le dije-, porque esos terrenos el Gobierno los tiene destinados para construir el Palacio de Justicia, cuyos planos ya están confeccionados por Forestier. Ahora, yo tengo un lugar mejor.
Browson entonces puso el grito en el cielo y se encaró con el Ministro. Fuera de sí, le dijo:
-Si no es ese el lugar, no quiero ninguno.
-Ni lo haremos –repuso Carlos Miguel-. Usted es un zoquete y yo no puedo hacer negocios con usted.
Intervinieron en este punto otros miembros de la comitiva, los ánimos se aplacaron y se convino en visitar el lugar propuesto.
“Cuando Browson llegó allí, a la antigua batería de Santa Clara, se quedó sin habla. No solo me felicitó por mi visión sino que quería cerrar el negocio enseguida”, aseveró Carlos Miguel.
El contrato para la construcción del hotel, sin embargo, se sacó, al menos aparentemente, a subasta, y se lo llevó la Purdy and Henderson. Se invertirían tres millones de dólares en la obra y al cabo de sesenta años el hotel pasaría a ser propiedad del Estado cubano.
Rememoraba Céspedes:
“En el contrato se especificó que la suite de lujo estaría destinada a mi persona, a lo que renuncié, y propuse que se dedicara a los visitantes distinguidos”.
UNA SOLA BANDERA
Carlos Miguel propuso que en el contrato quedara bien claro que en el hotel solo ondearía la bandera cubana. “Ya estaba cansado de que en todos los edificios estuviera la bandera norteamericana junto a la nuestra”, dijo. Esa determinación provocaría un grave incidente.
-El día de la firma del contrato se reunió todo lo que era entonces el gran mundo social de nuestra Habana con el presidente Machado. Recuerdo a más 200 personalidades apretujadas alrededor del Presidente y del Consejos del Secretarios. Al leerse la escritura y notar yo que no habían puesto la cláusula mía respecto a la bandera, se produjo una escena indigna de mis principios y de mi respeto a las autoridades y a esta sociedad. Cogí el contrato y lo rompí ante los ojos asombrados de Machado y de todos allí, especialmente de los banqueros americanos. Sin volver la cabeza salí seguido de mis amigos, que no sabían nada. Poco después me mandaron a buscar de Palacio y le expliqué a Machado lo que pensaba. Enseguida ordenó que se pusiera la cláusula que hacía suya y así se hizo”.
Asombra este Carlos Miguel patriota y nacionalista. Pero debe decirse de inmediato que, aunque muchos lo superaron después, el suyo es uno de los casos más emblemáticos de la cleptocracia criolla, y uno de los más vivos ejemplos de enriquecimiento súbito que se dio en la Isla. El hombre que un día intentó suicidarse con el fin de librarse de la miseria que lo embargaba, se haría rico de la noche a la mañana gracias a un golpe de suerte, y, por qué no, de audacia e inteligencia. El negocio del dragado del puerto lo puso en el camino de la fortuna, y de ahí pasó al turbio asunto de la venta de los terrenos de la playa de Marianao para lograr después, en connivencia con gobernantes venales, que el Estado pagara a un supuesto propietario la zona del litoral del Vedado, que pertenecía a la nación. Lo que el Tesoro clasificó y pagó como fincas rústicas en área marítimo-terrestre, lo vendió Céspedes después como parcelas en zonas urbanas, lo que reportó una ganancia millonaria.
Parte de ese dinero lo puso a disposición de la campaña presidencial de Machado, y Machado lo hizo Ministro. Le apodaron “el dinámico” por la celeridad y eficacia con que acometía cuanta empresa se le confiara. El 12 de agosto de 1933, mientras en la pista del aeropuerto de La Habana, Céspedes veía cómo el avión que se llevaba a Machado se perdía en el aire, el pueblo “visitaba” su casa y reducía virtualmente a ruinas la fastuosa residencia de Villa Miramar. La gente intuía, oscuramente acaso, que la destrucción y el saqueo de los bienes de los machadistas eran los únicos actos de justicia dables de acometer en aquella revolución que en definitiva se fue a bolina.
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