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Muerte en Palacio

Muerte en Palacio

Ciro Bianchi Ross

 

Yo no sé en qué quedó lo de la muerte sorpresiva del general Manuel Salamanca y Negrete. Si murió de muerte natural o si alguien se las ingenió para quitarlo del camino. Parece ser que era un hombre enfermo, pero cuando falleció en La Habana de 1890 fueron muchos los que tuvieron la certeza de que el Capitán General y Gobernador de la Isla de Cuba había sido asesinado.

            A lo largo de su vida pública, Salamanca sobresalió siempre por su competencia e intachable honradez. Su designación para regir los destinos de la Cuba colonial fue saludada con júbilo por los cubanos. Un día de fiesta popular fue el de su llegada a La Habana, y la gente desbordó las calles para recibir al hombre que, pensaba, pondría fin a todos los males que aquejaban al país.

            Hubo también escepticismo, por supuesto. Nadie vio hasta ahora a un Gobernador español bueno, escribía Julián del Casal, gran poeta y agudo cronista, en su columna de La Habana Elegante, el 5 de mayo de 1889. Aun así, con el transcurso de los días, el propio Casal llegaba a reconocer que la justicia resplandecía en las disposiciones de Salamanca, ajeno al favoritismo político y fiel guardián de los intereses del Estado.

            “Hoy el General es una esfinge, cuyo enigma nadie se aventura a descifrar. No se conocen sus planes ni se trata de descubrirlos. Todo el mundo aguarda a que surja algún conflicto grave para conocer sus dotes  gubernamentales y pronunciar el fallo definitivo acerca de su gobierno. Mientras esto se espera, el General continua su obra lentamente”, escribía Casal.

            Nueve meses después los despojos de Salamanca eran conducidos a la Necrópolis de Colón en el coche fúnebre conocido como de Jerónimo Napoleón, similar al de la Casa Real francesa. En su caja privada el fallecido dejaba la magra cantidad de 400 pesos oro.

SE VOLATILIZAN 14 MILLONES

El conflicto grave que pedía Julián del Casal para medir el temple de Salamanca estalló entre una fecha y la otra cuando llegó a su conocimiento que del Departamento de Guerra de la Colonia se habían volatilizado 14 millones de pesos, suma astronómica para la época.

            -Es mucho baldón para nuestro Gobierno –dijo el Capitán General a sus colaboradores y ordenó a los tribunales que tomaran cartas en el asunto.  La lista de los implicados fue en aumento y cuando empezó a hablarse de la prisión inminente de encumbrados personajes, la enfermedad aquejó repentinamente al Gobernador. Roure, su médico de cabecera, no pudo diagnosticarla y muchos menos vencerla.

            Ya muy grave, Salamanca impartió sus últimas instrucciones y recomendó severidad con los culpables. Ofreció nuevos datos a los jueces encargados del proceso, pero otro ataque lo hizo entrar en agonía. En sus cada vez más raros y espaciados momentos de lucidez, conversaba con el general Cavada, que sería su sustituto interino.

            -Cavada, sé que eres pundonoroso y leal; ten firmeza con ellos… Ya les tenemos el pie puesto encima. ¡Caerán! La rueda está andando y los tribunales tienen los datos…

            Sobrevino el delirio. Salamanca dio órdenes a un ejército imaginario, gritó, masculló frases incoherentes. De pronto pareció calmarse y al advertir la presencia de Cavada pidió a este que se acercara a su lecho. Musitó:

            -Los ladrones son débiles ante la entereza de un gobernante… Pueden más en la apariencia que en la realidad.

            Fueron esas las últimas palabras del General.

EL CORTEJO

El cadáver es tendido en el salón Blanco del Palacio de gobierno, tapizado y alfombrado de negro. Al resplandor de los cirios que lo rodean, se descubre el rostro severo del difunto, ornado de espeso bigote y luenga pera, y el pecho robusto que luce todas sus condecoraciones. Cuatro Hermanas de la Caridad y Siervas de María, relevándose cada dos horas, le hacen guardia. Le rinde honores la Infantería del Ejército. Durante tres días permanecerán en capilla ardiente los restos mortales del Gobernador.

            Un largo camino recorrería el cortejo desde el Palacio de los Capitanes Generales hasta el Cementerio de Colón. Preceden al coche fúnebre  niños de la Casa de Beneficencia, vestidos de blanco y azul, y las huérfanas del Colegio de las Domiciliarias, sacerdotes, seminaristas, bomberos…

            Detrás del coche marchan las máximas autoridades militares y civiles y el Obispo, seguidos por altos funcionarios del gobierno colonial, el cuerpo diplomático, representantes de instituciones académicas y docentes y figuras de la banca, el comercio y la industria. Avanzan luego los caballos, enlutados, de la Capitanía General y batallones de la Infantería y la Artillería, la Artillería de Marina, el Cuerpo de Voluntarios…

            Desde puertas y ventanas, balcones y azoteas, la población sigue el paso del cortejo. Los jefes de los tres ejércitos hacen de batidores y una legión de hombres del comercio carga cien coronas de flores.

            Sigue el coche fúnebre hasta el Campo de Marte y se oye de pronto un ruido de madera que cruje y gritos y ayes de dolor. Una tarima, armada a la carrera a la altura de lo que es hoy la Manzana de Gómez, no resiste el peso de la gente y se viene abajo, pero afortunadamente no se reportan víctimas fatales.

            En la esquina de Reina y Galiano están detenidos los coches del transporte urbano, imposibilitados de traspasar el cortejo que avanza hacia Belascoaín y busca Carlos III.

            Ya en el Cementerio, el ataúd es llevado en hombros a la Capilla Central, donde se le canta el responso y hay una misa oficiada por el Obispo. Lo conducen luego al panteón de la familia  Blanco Herrera, en la avenida principal del Cementerio, casi a la entrada, a la izquierda, y mientras se le deposita en bóveda, el corneta da la voz de fuego y los escopeteros disparan sus salvas durante quince minutos.

            Los ayudantes de campo del Capitán General portan los atributos de mando del difunto: el bastón, el kepis y la espada.

SU GESTIÓN

En su obra El bandolerismo en Cuba (1800-1933). Presencia canaria y protesta rural, Manuel de Paz Sánchez y colaboradores, valoran la gestión de Salamanca al frente de la Isla y afirman que se empeñó en acabar, al igual que sus antecesores, con el bandolerismo, que consideraron una grave lacra social. Para Salamanca, los tres problemas de Cuba eran la cuestión económica, el autonomismo (que identificaba con el separatismo) y el bandolerismo que quiso exterminar a golpes de decretos, circulares y somatenes. En este sentido, mantuvo una postura intransigente y se negó a conceder el perdón, y facilitar la fuga al extranjero,  de los bandoleros que lo se lo solicitaban. “Salamanca fue, también, una especie de reformador. Su deseo de sanear la administración colonial es innegable”, escribe Paz Sánchez.

            Desmiente que facilitara de buena gana el retorno a Cuba, en 1890, del general independentista Antonio Maceo, vuelta que fue motivada, apunta Paz, “por una suerte de política de ‘reinserción’ planeada desde Madrid, con la obligada aquiescencia del aparato diplomático y colonial español”.

            Salamanca se preocupó asimismo por la educación y a instrucción popular, prosigue el autor citado. Suplicó continuamente la entrega de numerario para enfrentar los gastos del anacrónico sistema administrativo de la Colonia y, en particular, se mostró sensible ante las deficiencias estructurales de la hacienda municipal. Trató de colonizar vastos territorios con familias peninsulares y canarias, lo que levantó airadas  protestas de la sacarocracia criolla, obsesionada con la obtención de una mano de obra abundante  y barata. Intentó dividir a los autonomistas, pero “no supo, o no quiso, adular a los individuos más reaccionarios y menos dialogantes del partido español”. Clausuró cárceles y aduanas inútiles y sumarió a no pocos empleados corruptos.

            Asevera Manuel de Paz que el programa de gestión de Salamanca parecía ser sincero, pese a combinar cierta planificación tecnocrática con una  ideología bastante reaccionaria. Y puntualiza: “En el fondo no gustó a nadie, ni a los políticos ni a los periodistas […] Tampoco gustó a los bandoleros…”

¿DE QUÉ MURIÓ SALAMANCA?

El periódico habanero La Discusión reconoció sin ambages que a algunos de los que seguían a pie los restos del Gobernador iban con la cara triste y el corazón contento, y el hijo de Salamanca declaró enfáticamente que su padre no había muerto de enfermedad natural alguna. Manuel de Paz es de una opinión contraria. Dice al respecto que Salamanca, en su deseo de sanear la administración colonial,  “recorrió la Isla palmo a palmo para conocer la realidad in situ, pese a sus problemas de salud, y acabó contrayendo unas fiebres malignas que lo llevaron a la tumba. Es falso, pues, como se ha dicho por algunos historiadores, que tratarán de envenenarlo por su afán moralizador”.

            Pero si se trató de unas “fiebres malignas”, la fiebre amarilla, de seguro, ¿por qué su médico fue incapaz de diagnosticarla?

            ¿De qué murió entonces?

            Hasta dónde sabe el autor de esta página, no lo han puesto en claro los historiadores, ni acaso haga falta porque este es tema para una novela, un thriller apasionante en que se entretejen la historia y la política con ese asunto universal que es la muerte, y por qué no, el amor, ya que entre las muchas coronas fúnebres que se amontonaron alrededor del lecho mortuorio había una, oculta por las otras, que era la más sencilla y expresiva de todas.

            Estaba hecha de hojas de mirto naturales y flores de resedá y violetas frescas, cuyos perfumes se mezclaban con el del incienso que se evaporaba en la capilla. En la parte superior tenía un lazo de cintas de raso blanco, y, sobre ellas, en letras de oro, esta dedicatoria: “A Manuel Salamanca, de un corazón inconsolable y fiel”.

 

           

 

1 comentario

Manuel de Paz -

Gracias por la cita. No hay pruebas definitivas del envenenamiento de Salamanca, aunque existieron y existirán rumores. Yo creo que ya estaba enfermo cuando fue destinado a Cuba. Su administración fue bastante honesta, en el contexto de la época. Saludos