Soledad y pasión de René Portocarrero
Ciro Bianchi Ross
René Portocarrero no tuvo nunca una idea preconcebida al enfrentarse a una tela en blanco. Sorprendido siempre por las formas y la composición, su pintura surgía espontáneamente, como una planta, en un juego dramático que entrecruzaba formas y colores. Trabajaba todos los días y gustaba hacer suya la famosa frase de Picasso: “No busco, encuentro”. Pero tenía jornadas en las que no encontraba nada y otras en las que encontraba tres veces. Solía enamorarse de un tema y adentrarse en él hasta agotar todas sus posibilidades. Así surgieron figuras de carnaval, diablitos, santos populares, paisajes de La Habana, catedrales, plazas, mariposas, mujeres… expresados con un sentimiento total y dentro de una universalización de las formas.
-Quizás donde mejor pueda apreciarse esto es en la ornamentación de la colección de Carnavales. Hay quienes han señalado en ella las influencias más diversas, desde las hindúes hasta la de los aborígenes americanos, sin olvidar las de varios folclores del mundo. Mis Carnavales son un homenaje a toda la pintura… No sé si eso de las influencias será cierto o no. Lo que sí es cierto es que mi capacidad de aprehender es muy intensa. Nunca me es ajena una manifestación artística genuina.
Esa fue la respuesta del artista cuando, en 1978, le pedí que caracterizara su pintura. Prefería no hacerlo de otra forma que mediante la demostración de su propia capacidad plástica. Por eso, más que barroca, deseaba que su pintura fuera, sencillamente, pintura. Sin adjetivos.
Mucho se ha hablado de lo barroco en la obra de Portocarrero. En ella había logrado atrapar, decía Carpentier, el barroquismo generalizado, viviente y parlero de La Habana y los habaneros. Y es aplicable a ella el concepto de barroco como un arte de la contraconquista americana, que señaló Lezama Lima. Barroco americano con su tensión y plutonismo de estilo plenario que abarca formas de vida y sentimiento.
Pero si aplicamos a esta obra el marbete de barroca, dónde encaja entonces todo “lo otro” que hay en ella, dónde quedan la línea nórdica, lo monstruoso románico, el hieratismo indoamericano, el romanticismo criollo, la rigidez bizantina, lo depurado gótico, la asepsia novecentista… asimilados por un pintor que supo apresar las más recónditas esencias cubanas. El crítico Guy Pérez Cisneros habló, en 1944, de “lo atlántico” en Portocarrero. Quizás sea ese el término, ambiguo y preciso a la vez, que mejor abarque y defina la obra del pintor cubano. “Cruce de Churriguera y de Ingres en el que a veces vence Churriguera. Atlántico que lo destiñe todo. Atlántico teñido de barroco español, iluminado a la vez por una luceta de medio punto románico y por el puro esplendor del Malecón en mediodía”.
Más que de etapas, en su pintura debe hablarse de temas, expresados en una mágica continuación.
-Eso lo ha señalado más de un crítico. En mi obra hay continuación, no ruptura. Puede resumirse en un solo cuadro y obedece a una misma mano a pesar de que creo que mi pintura tiene todos los estilos y ningún estilo, o un estilo que es una forma de cambio. Es un poco como La Habana, que no tiene estilo arquitectónico definido y en la que caben todos los estilos.
Ante un paisaje de La Habana pintado por Portocarrero, la narradora francesa Marguerite Duras dijo al artista que había reproducido muy bien a Estambul. Ella tenía razón, comentaría después el pintor, porque Estambul es una ciudad que estuvo siempre en su imaginación. Pero aquel paisaje era también el de La Habana, lo que el paisaje habanero tiene de universal.
En esta ciudad nació Portocarrero, en 1912. Desde muy pequeño se sintió atraído por los vitrales de las casas coloniales cubanas, y poco después pintaba ya en grandes telas y con colores de aceite, sin haber recibido predicaciones de nadie porque “el pintor siempre sabe lo que tiene que hacer”. En cierta ocasión el pequeño René vio por una puerta entreabierta a una hermosa y elegante mujer que, mientras conversaba con su padre, se iba despojando de todas sus joyas, que depositaba sobre la mesa del despacho. Aquella dama había asesinado a su esposo y quería que el doctor Portocarrero asumiera su defensa. No podría el abogado librarla de la cárcel, pero muchos años después el niño aquel la inmortalizaría en sus Floras.
Su pintura auténticamente cubana se inicia, a comienzos de la década de los 40, con “Mujer sentada” y “Casa en Viñales”, y a esos años corresponden asimismo sus “Interiores del Cerro”, piezas buscadas con afán por los coleccionistas. A partir de ahí pintaría en la soledad y en la pasión. En 1944 realiza su primera exposición personal: 140 cuadros que chorrearon su luz espesa, su densa policromía dorada en uno de los salones de la universidad habanera, y al año siguiente expone por primera vez en Nueva York, cuando Chagall, Guggenheim, Dalí y Bretón instaron a Leyy a que lo presentara en su prestigiosa galería. En 1955 publica Las máscaras, cuaderno con doce dibujos y un epílogo. Y en 1960 da a conocer El sueño, poema que había escrito con dibujos y palabras el 1 de septiembre de 1939, el mismo día en que se desencadenó la segunda guerra mundial. Hay una fecha más en la obra de Portocarrero: 1959. “La Revolución, me dijo, impulsa toda mi obra”.
No resultaba fácil conversar con René Portocarrero, a quien, de tan callado, apodaron en una época, “el mudo”. Lograr el acceso a su casa era todo un ritual. Un ojo asomaba por la mirilla de la puerta al reclamo del timbre. El ojo desaparecía y minutos después, allí estaba el ojo otra vez. Era otro ojo. Portocarrero había sido el primero en mirar, pero no abría la puerta si Raúl Milián, con quien formaba pareja desde fines de los años 30, no daba su consentimiento. Milián era quien, de inicio, hacía los honores al visitante hasta que, sin despedirse, se retiraba a una habitación y desde ella, sin reparo alguno, escuchaba la conversación y seguía los pormenores de la visita. Sus celos irracionales eran también de índole profesional pues, excelente pintor él mismo, vivió siempre supeditado a la fama de su amigo. Eso acrecentaba las discusiones inevitables en toda pareja; discordia que llegaba a veces a la agresión física cuando René golpeaba a Raúl con una espátula y este devolvía el golpe con un pisapapel o un tintero. Pronto retornaba la calma, sin embargo, al ensimismarse Milián en su Kierkegaar y replegarse Portocarrero en la pintura. A veces Milián amenazaba con lanzarse al vacío desde la terraza y, por teléfono, movilizaba a media Habana para que corriera a evitarlo hasta que, entrados ya los años 80, se suicidó de verdad. Creo que, pese a todo, le caí bien. De otra forma no hubiera consentido que Portocarrero me obsequiara una Flora bellísima y una buena cantidad de dibujos que me dedicó con su letra redonda y amuchachada.
Portocarrero, desgastado por el alcohol y disminuido por el cigarrillo, apenas sobrevivió a Milián. Murió en 1985 a consecuencia de un accidente doméstico. En la sala de cuidados intensivos donde lo recluyeron, los médicos, para calmarle sus crisis de delirio, consintieron en administrarle por vasos media botella de ron diaria. Piezas suyas se han cotizado en más de un cuarto de millón de dólares. Decía:
-Como pintor dispongo de un mundo que me es afín. Un mundo que fluye desde la niñez. Un mundo que ciñe y ordena. Ese mundo es Cuba. Es su paisaje y sus pueblos y ciudades. Es el gran colorido de sus fiestas. Son sus santos insistentes que afirman un no sé qué de coraje ancestral en nuestra isla. Es la extraordinaria varonía de nuestro pueblo a través de la historia sucesiva. Y es también el señorío de su vegetación bajo un sol radiante. Todos esos sentimientos me asisten cuando pinto.
7 comentarios
Evian -
Me gustaria ver una foto de la serigrafia que vendes. Me la puedes enviar a leauf@yahoo.com? Tambien incluye el precio de venta. Gracias
mayte -
Manuel Sanchez -
carlos marconi -
gracias.
jose alberto -
angel -
Jaime Dante -
Saludos