Una anécdota de Nicolás Guillén
Ciro Bianchi Ross
Empecé muy temprano a leer a Nicolás Guillén. Me asomé a su poesía gracias a aquellos libritos que publicaba la editorial Losada, de Buenos Aires, en su colección Contemporánea. En 1960, 1961, apenas había ediciones cubanas de los libros de Nicolás. Después empecé a interesarme también por su periodismo. Aunque muchos no lo reconocen, nuestro gran poeta fue un gran periodista, y yo no me perdía una de aquellas crónicas que en esa época daba a conocer en el periódico Hoy. Ya en 1962, la Universidad Central de Las Villas publicó una selección del periodismo de Guillén, Prosa de prisa, y el primero de los dos volúmenes de Nicolás Guillén: apuntes para un estudio biográfico-crítico, de Ángel Augier.Conocía todo eso cuando la revista Cuba Internacional, a comienzos de 1972, me encargó que le hiciera una entrevista por su cumpleaños 70. Accedió el poeta y pidió que le hiciera llegar el cuestionario. Nunca me ha gustado entregar al entrevistado un cuestionario previo. Obliga al entrevistador a un quehacer exhaustivo. A aparentar una brillantez que estimule la apetencia del entrevistado. Sin contar que cuando el entrevistado ve el cuestionario, insiste en responderlo por escrito, lo que en la mayor parte de los casos resta a la entrevista espontaneidad y frescura y trunca la posibilidad de la repregunta. Pero no tenía alternativa y un día, de mañana, llegué a su despacho de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, organización que presidía, con el dichoso cuestionario a cuestas: 53 preguntas. Lo leyó el poeta con detenimiento y luego de asegurar que lo contestaría preguntó si prefería grabar la entrevista o coger al dictado sus respuestas. Como hasta entonces nunca había utilizado una grabadora y estaba loco por hacerlo, le dije que prefería grabar. Sucedió lo previsible. Dijo el poeta: “Entonces, te la responderé por escrito”. Prometió hacerlo cuanto antes.Varias semanas después recibí una llamada telefónica de Sara Casals, su secretaria. Nicolás quería verme esa misma tarde, a las dos, en su casa. Me extrañó sobremanera el lugar de la cita pues bien sabía que, como norma, eludía recibir en su casa. Me extrañó también lo perentorio de la llamada. Cuando a la hora exacta toqué a la puerta del piso 22 del edificio Someillán, en el Vedado, tenía el convencimiento de encontrarme con mi cuestionario respondido. Una sirvienta me condujo a la sala de estar. Vestía un fino pijama de seda azul y miraba hacia fuera a través del vidrio de un ventanal. El mar, abierto y democrático, se extendía ante sus ojos. Contestó mi saludo sin volverse y me invitó a sentar. Fue al grano. Dijo: “Te he mandado a buscar para decirte personalmente que no contestaré tu cuestionario”. Inquirí los motivos. “Mira esta pregunta, por ejemplo. Aquí tú te interesas en saber por qué yo no participé en la lucha contra la dictadura de Machado… Si te hubieras tomado la molestia de consultar el libro de Ángel Augier sabrías el por qué”. Respondí que el libro en cuestión no lo había leído una vez, sino dos, pero que no me interesaba lo que pudiera decir el afanoso crítico, sino lo que él tenía que decir al respecto. “Pues si quieres tu entrevista, tendrás que cambiar todas las preguntas porque de este no responderé ninguna”. Hoy es viernes, le dije. El lunes tendrá usted el nuevo cuestionario. En efecto, el lunes, estaba yo delante del poeta con otras 53 preguntas. Comenzó a leerlas. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. De las anteriores, yo había cambiado 52 pues en la nueva entrega dejé intacta la pregunta sobre su no participación en la lucha antimachadista.“Mira, no participé en la lucha contra Machado porque, a consecuencia de la muerte de mi padre, asesinado durante la revolución liberal de La Chambelona, yo estaba desencantado de la política tradicional”, me dijo, incómodo. Siempre he pensado que el entrevistado necesita a veces que lo sacudan para hacerlo hablar y obligarlo a mostrar su verdad. Repuse: Yo no sabía que en ese tiempo el Directorio Estudiantil, el ABC, el Partido Comunista, el Ala Izquierda y otros grupos que llevaron el peso de la lucha contra Machado formaban parte del juego de la política tradicional… Me interrumpió. “Tú hablas demasiado de prisa y yo oigo demasiado despacio”. No se habló más. Nos despedimos en los mejores términos luego de aseverarme que me fuera tranquilo y que respondería a mis preguntas. Cuando franqueaba ya la puerta de salida me preguntó la edad. Veintitrés años, respondí e inquirí a mi vez: ¿Por qué? Me dijo: “Pareces que tienes 24”. Tuve una buena entrevista.
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