Dinero maldito (2)
Ciro Bianchi Ross
Caricatura de Laz
Ya dentro del banco, los asaltantes apuntaron con sus armas a empleados y clientes y, con voz serena y sin violencia, los conminaron a que se colocaran contra la pared. Todos acataron la orden, muertos de miedo, y el gesto de obediencia dio seguridad a los ladrones que, dueños de la situación, buscaron en sus locales respectivos al gerente y al subgerente para que abrieran la caja de caudales. Carlos Santana, subinspector de la Policía Secreta, que conversaba con el primero de esos ejecutivos, fue desarmado en un decir amén.
-Queremos ser amables. No deseamos lastimar a nadie. Sean prudentes y no intenten pedir auxilio. Será fatal para el que lo haga… -advirtió el que parecía ser el jefe del grupo.
La cosa fue rápida. Demasiado fácil. En cuestión de minutos se extrajo el dinero de la bóveda y se tomó el que estaba en las ventanillas de los cajeros. Las operaciones diarias de la sucursal del Royal Bank of Canada, sita en el Paseo del Prado entre Ánimas y Virtudes, oscilaban entre los 100 000 y los 150 000 pesos, pero allí había mucho más de lo que esperaban los asaltantes, que vieron como se desbordaron las bolsas que llevaron para transportar el dinero, lo que los obligó a recurrir a los tapacetes de las máquinas de escribir.
Sin perder la calma, Guarina, con su uniforme de policía sucio y descolorido, ordenó entonces a los amedrentados rehenes:
-Ahora, vuélvanse y caminen por el pasillo de la izquierda hacia el baño. ¡Puede darse por muerto el que asome la cabeza antes de media hora!
La orden también fue obedecida, sin chistar, e instantes después, cuando todos quedaron encerrados en el reducido recinto, los asaltantes ganaron la calle. Como si no hubiese pasado nada caminaron tranquilamente, con el botín a cuestas, por Prado hasta Ánimas, donde el Chino Prendes había aparcado el Chevrolet.
LA CODICIA
Lejos del lugar del hecho y sintiéndose seguros, hicieron los primeros comentarios. Era mucho dinero, ciertamente, y cada uno quiso coger lo que estimaba que le pertenecía. Pero a bordo del vehículo resultaba imposible hacer el reparto. Aun así, algo cogió cada uno, con la codicia reventándole por los ojos. El acuerdo establecido con anterioridad era el de llevar lo robado a la casa de Jorge Nayor, El Sirio, en el reparto Santa Amalia, desde donde a cada uno se le haría llegar su parte. Pero… Algo estaba claro para todos: no debían permanecer con el dinero cerca, sino guardarlo en casas amigas por un tiempo. En Ayestarán y Maloja descendieron del vehículo El Sirio y Avelino López, El Panadero, y Guarina y Tata el Flaco lo hicieron en Infanta y Llinás, mientras que Prendes enrrumbó por la Calzada de Diez Octubre hasta la panadería La Bien Aparecida, donde entregó un bolso repleto a Luis, hermano de El Panadero, para que se lo guardara.
Guarina, para poner a buen recaudo su parte, se dirigió a la fábrica de helados de donde le venía su apodo y sorprendió a todos con el uniforme que todavía vestía. Allí contó a su padre y a su hermano detalles del asalto. Confiaba en que el primero lo ayudaría a esconder el dinero, y se dirigieron al reparto La Asunción donde, en la calle Jardines, 63, pidieron ayuda al bolitero Pedro Ruiz, Güito. Guarina le entregó casi 21 000 pesos en un cartucho. Tenía todavía en su poder otros 90 000, que daría a guardar a otro amigo, Alfonso Albite. Ante las preguntas de este, Guarina terminó confesándole la procedencia del dinero. Güito no permaneció con lo que le dejaron. En una caja de metal cerrada con llave lo llevó a la casa de Isauro Castro, en la calle Buenos Aires, 510, mientras que Albite enterraba lo suyo en el patio.
También a La Bien Aparecida, en Diez de Octubre, 514, llegaron El Panadero y Rolando Martínez Torres, Tata el Flaco, para guardar la parte del dinero que llevaban. Se lo confiaron al cobrador del establecimiento, no sin advertirle que lo recompensarían por su gesto. Lo escondieron en dos sacos de harina y una cartera grande y lo recogerían al día siguiente.
Mientras tanto, Jorge Nayor, El Sirio, había llegado a su casa. Al salir del vehículo que lo llevó, dejó caer el maletín en la acera, como si no contuviera nada de valor, y lo recogió luego despreocupadamente. Procedió así para despistar a las dos viejas de al lado que, apostadas en el portal o tras las persianas, permanecían siempre al acecho de cuanto acontecía en su domicilio. Respiró aliviado una vez dentro. Tenía alrededor de 100 000 pesos en el bolso. De ellos, más de 79 000 fueron a parar a Milagros, 68, en Lawton, la morada de unos tíos de su esposa, que los acomodaron en una caja de cartón. El resto, 15 billetes de a mil, los enterró en el jardín de sus suegros. De esos 100 000 pesos debía mandar una parte a El Chino. Mondolo, un negro de 20 años que residía en su casa, se negó a hacerlo porque consideró poco lo que le ofrecían a cambio de tanto riesgo, y Nain Nachir, un sujeto de origen libanés y vecino del barrio de Arroyo Apolo, asumió el encargo.
El Chino Prendes entregó el dinero a su madre, para que se lo guardara. Guarina no pudo recuperar todo lo que le dio a guardar a Güito. Cuando acudió a recoger el cartucho con los 21 000 pesos que le había dejado, se percató de que faltaba plata. Se lo echó en cara, pero prefirió dejar las cosas así. No le convenía ese lío de última hora. Al Panadero también le dieron la mala. Pasó por La Bien Aparecida a recoger lo suyo y ya Rodríguez Somoza había entregado a Tata el Flaco la totalidad del dinero.
LA HUELLA
Los rehenes no permanecieron en el baño del banco los treinta minutos que exigieron sus plagiarios. Violentaron la puerta en cuanto se convencieron de que debían haberse marchado. Llamaron a la policía y llegaron ocho carros patrulleros. Se ordenó la detención de las personas que se encontraban sentadas en el Paseo del Prado. Se estimaba que podían haber visto a los asaltantes, pero ninguno vio nada. Tampoco podían identificarlos los que estaban en el interior de la sucursal bancaria. De momento, Esteban Juncadella Texidor, el gerente, no pudo responder acerca del monto de la cifra sustraída. Doscientos mil pesos, quizás, y puntualizó que el dinero se encontraba asegurado. El arqueo arrojó, sin embargo, una cantidad mucho mayor: 365 000 pesos, de la bóveda, y 197 148 de las ventanillas, lo que hacía un total de 562 148 pesos. Los empleados del banco fueron víctimas de los tanteos policiacos preliminares, y a partir de ahí vigilados y acosados de continuo. La magnitud de lo robado en una entidad que habitualmente operaba con mucho menos, hizo sospechar que un cómplice o “santero” dentro del banco alertó a los ladrones. Prosiguieron las detenciones y una vigilancia especial se montó en aeropuertos, puertos, estaciones ferroviarias y terminales de ómnibus. Las autoridades coordinaron esfuerzos. Para esclarecer el hecho trabajarían de conjunto el Buró de Investigaciones, la Sección Radio Represiva, la Policía Judicial y la Policía Secreta, todos bajo el mando directo del general Hernández Nardo, jefe de la Policía Nacional. También el Ejército se ponía en función de las pesquisas.
Apunta el historiador Newton Briones Montoto en su libro inédito Dinero maldito que el hecho de que uno de los asaltantes vistiera uniforme policial hizo que se desbordara la imaginación de los investigadores. A ello se añadían la sincronización, la cautela, la serenidad y el silencio con los que se acometió el asalto. Eso y la circunstancia de que hubiese en el banco más dinero del acostumbrado llevaron a la policía a pensar en la existencia de un autor intelectual. Y ese papel solo podían asumirlo hombres con relaciones e influencias, que tenían información y eran capaces de trazar una estrategia. Esa conclusión llevó a las autoridades a otra: el dinero robado podría estar destinado a una revolución que barriera de la faz del continente a Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, y a otros dictadores. ¿Persistían los revolucionarios cubanos en liquidar el régimen oprobioso de Trujillo? ¿Reeditarían otra expedición como la de cayo Confites? Por ahí, ciertamente, no andaba la cosa.
Mientras tanto, Enrique Sierra y Antonio Rojas, dos modestos agentes de la Policía Secreta, se movían en otra dirección. Venían siguiendo los pasos de Guarina y El Panadero desde su fuga del cuartel de bomberos de Guanabacoa y algo les decía que podían estar implicados en lo del banco. Mostraron las fotos de ambos a su jefe inmediato Raymundo Aragón, titular del Buró de Robos, pero este los desalentó. Se mantuvo en la tesis de que los asaltantes debían buscarse entre el elemento antitrujillista. Sin embargo, el subinspector Santana, que también vio los retratos, creyó reconocer al que el día del robo iba vestido de policía. Pero nadie le hizo caso.
Transcurrieron cuatro días desde el robo del Royal Bank of Canada. Los sospechosos, por falta de pruebas, tenían que ser puestos en libertad. Volvía a la calle, entre otros, el estudiante de Derecho Enrique Collazo, que había sido torturado y amenazado de muerte por agentes del Buró de Investigaciones para que confesara su culpabilidad. A esa hora las investigaciones dactiloscópicas llevadas a cabo por técnicos del Gabinete Nacional de Identificación daban sus frutos después de larguísimas horas de búsqueda y cotejo. La huella dactilar captada en el picaporte de la puerta del baño pertenecía a Enrique Dobarganes Jorrín, más conocido por Guarina.
A esa hora ya no se encontraba en La Habana. Pero su madre, engañada por un ardid policíaco, reveló su paradero.
(Continuará)
(Con documentación del historiador Newton Briones Montoto, que puso a disposición de este periodista su libro inédito Dinero maldito)
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willy abella -