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wwwcirobianchi / BARRACA HABANERA

Barberos

Barberos

Ciro Bianchi Ross

Barbero, dice el diccionario, es el que se dedica a afeitar. En Cuba, el barbero no solo afeita –es, en verdad, lo que menos hace- sino que ejerce además el oficio de peluquero. Siendo sinónimas esas dos palabras, no tienen aquí, sin embargo, una equivalencia estricta pues barbero es el que corta el cabello a los hombres y peluquero es el que se ocupa del cuidado del cabello de las mujeres. Así es. Entre nosotros ningún hombre dice que visitará la peluquería ni que está urgido de un corte de cabellos, sino que necesita pelarse. Ninguna dama confesará que pasó toda la tarde en la barbería. Y nadie se rasura o depila; se afeita.
Cuando yo era niño me mandaban a la barbería un sábado sí y otro no. Yo no tenía dónde escoger entonces porque el barbero terminaba haciéndome el pelado que de antemano habían seleccionado mis mayores, que era siempre a la pluma corta; el mismo de a la pluma larga, pero más rebajado. No porque me asentara más, supongo, sino porque con menos pelo aguantaba mejor los quince días que transcurrirían hasta el próximo pelado. En esa época la única alternativa para los que iban haciéndose mayorcitos era la de pelarse a lo alemán, con el que el pelo quedaba como las cerdas de un cepillo, aunque para los más pequeños se añadían al catálogo los pelados al coco y a la malanguita. Pelar un niño al coco equivalía a raparlo al cero, mientras que a la malanguita era el mismo cero, pero con un cerquillito.
Grandes y chicos cumplíamos en esos años con el deber social de pelarnos. Lo hacíamos no porque quisiéramos, sino por el qué dirán. Al hombre que anda con el cabello descuidado siempre alguien termina preguntándole si está enfermo. Lo mismo que si luce una barba de varios días. Y la gente calcula el estado de las finanzas de una familia por el largo del cabello de los niños. Era aquella una sociedad muy convencional y nadie asociaba el pelo largo con el talento ni con la rebeldía individual, sino con la inopia o la negligencia.
Entonces los hombres, por lo general, no se teñían el cabello; si acaso, el bigote, y no se concebía una barbería atendida por mujeres ni existían establecimientos de ese tipo que dieran cabida en su clientela a los dos sexos. Todo estaba muy bien definido. El barbero lograba a base de pericia y tijera lo que hoy hace una maquinita eléctrica y se valía de una navaja de verdad que asentaba en un fajín de cuero que colgaba de uno de los brazos del sillón. Luego, depositaba en el cuenco de su mano una ración generosa de alcohol o colonia mentolada y la esparcía por la nuca o la cara del cliente, según lo hubiera pelado o afeitado. Al final, entalcaba las zonas depiladas con la ayuda de un cepillo; cepillo que le servía además para retirar los pelos que habían quedado adheridos a las ropas del que se peló. Mientras más cepillaba el barbero, mayor era la importancia del cliente o resultaba más elevada la consideración que le tenía. O mejor había sido la propina. Había una relación proporcional en eso.
Las cosas eran bien simples hace cinco décadas. El niño acudía a pelarse a la barbería donde todavía se pelaba el abuelo y donde también se pelaba su padre. De manera que el barbero, aparte de acicalarlos, era el depositario si no de los secretos, al menos de la historia de toda la familia, que se confesaba frente al mismo espejo. Hoy los más jóvenes eluden las barberías convencionales y ponen su cabeza en manos de alguien tan joven como ellos que sabe hacerles el pelado que les gusta. En cambio, los que andamos entre los 60 años y la muerte seguimos aferrados a la barbería tradicional, donde, al igual que cuando éramos niños, quedamos sin muchas alternativas, no porque alguien se empeñe en decidir por nosotros sino porque nos queda ya tan poco pelo que apenas interesa decidir por nosotros mismos.

Dos hombres y Longina

Dos hombres y Longina

Ciro Bianchi Ross
Caricatura de Laz


Longina es una de las piezas más populares de la trova tradicional cubana. Lo que quizás muchos no sepan es que se trata de una canción escrita por encargo. Su autor, Manuel Corona, no conocía a la mujer que se la inspiró. En verdad, la vio solo una vez antes de componerla. Fue suficiente.
HISTORIA DE ESTA HISTORIA
El solar habanero de Las Maravillas, donde residía María Teresa Vera, se fue convirtiendo en un lugar emblemático de la música cubana. Todos los domingos, por la mañana, se daban cita allí los grandes de la trova: Graciano Gómez, Oscar Hernández, Corona… hasta que aquellas peñas se hicieron habituales.
En una ocasión, exactamente el 8 de octubre de 1918, llegó a aquella cuartería el ya célebre periodista Armando André. Lo acompañaba una negra deslumbrante por su personalidad y belleza. Una mujer vistosa, distinguida, a la que era imposible dejar de mirar, siquiera de soslayo. Tanto André como su acompañante vestían con elegancia. Hacían una bonita pareja.
André se acercó a Corona y le pidió que compusiese una canción inspirada en su amiga. Preguntó entonces el trovador el nombre de la muchacha. Se llama Longina… Longina O’Farrill, respondió el periodista, y Corona, sin pensarlo mucho, repuso a su vez que la tendría en unos días y le sugirió que volviera a la semana siguiente para que la escuchara.
En efecto, el domingo 15 la canción estaba lista y Corona dio a conocer en el solar Las Maravillas la que sería una de sus melodías más recordadas.
“En el lenguaje misterioso de tus ojos / hay un tema que destaca: sensibilidad. / En las sensuales líneas de tu cuerpo hermoso / las curvas que se admiran despiertan ilusión, / es la cadencia de tu voz tan cristalina / tan suave y argentada de ignota realidad / que impresionado por todos tus encantos / se conmovió mi lira y en mí la inspiración…”

ANDRÉ, ¿QUIÉN ERES TU?

Armando André termina la Guerra de Independencia con grados de Comandante del Ejército Libertador. Es un hombre decidido y de probado valor personal, como lo demostró en su intento de ajusticiar al sanguinario capitán general Valeriano Weyler. Para ello, abrió un túnel que cruzó por debajo de la calle, alcanzó el palacio de gobierno, en la Plaza de Armas, y avanzó hasta situarse bajo el despacho del gobernador. Colocó allí una bomba. El artefacto hizo explosión, pero Weyler salió ileso del atentado. .
Ya en la República, se bate muchas veces a duelo, cuatro de ellas con el político ítalo-cubano de filiación liberal Orestes Ferrara. Milita André en el Partido Conservador y toma casi como una diversión atacar al presidente José Miguel Gómez como gobernante y en el orden personal. Miguel Mariano sale en defensa de su padre y el encuentro a tiros que sostiene con André lleva a ambos a la cárcel. Amigos y colaboradores cercanos al mandatario le piden que disponga la libertad de su hijo. José Miguel no solo se niega a hacerlo, sino que, como cubano, pide al juez actuante que imparta justicia sin tomar en cuenta quiénes son los protagonistas del incidente.
Armando André sería la primera víctima política de la dictadura de Gerardo Machado. Desde que asume la Presidencia de la República, el 20 de mayo de 1925, Machado, mostrándose tal cual era sin recato alguno, pone de manifiesto los dos rasgos más sobresaliente de su estilo de gobierno: el autoritarismo y una enfermiza demagogia moralista y puritana. Lo primero lo lleva a situar supervisores militares en muchos de los departamentos del Estado. Lo segundo, hace que ordene la persecución de infelices prostitutas en un intento por acabar con la prostitución.
Esas medidas le grajean la crítica de gran parte de la prensa de la época. Lo combaten con vigor tanto Heraldo de Cuba, diario de los liberales que siguen a Carlos Mendieta, como La Discusión, de tendencia conservadora. También censura sus medidas el Diario de la Marina, mientras que otros periódicos, aun reconociéndole sus buenas intenciones, lo llaman a la moderación. Pero de todos ellos, el más virulento en su actitud contra el gobierno es El Día, fundado el 1 de junio de 1925, presumiblemente con dinero del general García Menocal, y que dirige el comandante Armando André.
Menocal y André son viejos amigos. El periodista colaboró con el militar durante sus tiempos en la Presidencia de la República y se dice que, desde la Junta de Subsistencia, en 1918, ambos hicieron buenos negocios especulando con la miseria y el dolor del pueblo. Digo esto a fin de que el lector se percate de que el combativo periodista era un hombre inescrupuloso y de turbios antecedentes.
Sus críticas a Machado en El Día son groseras y lindan con el chantaje y el mandatario no demora su respuesta. Manda a sus adversarios, por vías indirectas, amenazas de muerte. El director del Diario de la Marina y de Heraldo de Cuba recogen pronto el guante y embarcan rumbo a Estados Unidos; el 22 de junio, el primero, y el 11 de agosto, el otro. El 14 de agosto el periódico La Discusión denuncia el intento fallido contra la vida de su director, Tomás Juliá. Armando André, sin embargo, no ceja en sus diatribas y hace burlas de las amenazas. Olvida que Machado no es José Miguel, aquel guajiro de Sancti Spíritus de vista demasiado gorda y manga demasiado ancha, cuando quería, y que atrás quedaron los tiempos del liberalismo romántico del gallo y el arado.
La vida privada de un Presidente y su familia, no pueden ser sometidas a discusión, advierte Machado a amigos y enemigos, y Armando André da un nuevo corte a sus artículos. Exalta las virtudes reales o supuestas de la familia presidencial mientras acusa al Presidente de llevar una vida licenciosa y disipada. No le faltaba razón. Machado era, ciertamente, un viejo libidinoso.
El día 16 de agosto se pasa de rosca cuando hace publicar en su periódico una caricatura en la que se ve a Machado, disfrazado de Don Juan, desplomado en el suelo, mientras que una mujer joven le dice: “Ya vuestras fuerzas no están para tales menesteres. Ya no estáis para galán, fantasías y mujeres…”
Machado, como casi todos los dictadores, alardea de su virilidad. Aquello es más de lo que puede soportar y Armando André tiene contados sus días.
Llega así el 20 de agosto de 1925. André, tras su faena en el periódico, pasa una buena velada en el restaurante El Ariete, en San Miguel y Consulado, la casa del mejor arroz con pollo de su época en La Habana, sitio de reunión obligada además de escritores, periodistas, actores y músicos, tanto cubanos como de los que están de paso por la Isla. Ya en su domicilio, en la calle Concordia, no puede abrir la puerta. Tupieron con jabón el hueco de la cerradura. Trata André, en vano, de forzarla. En la acera de enfrente, desde la casa marcada con el número 116, que quedó vacía el día anterior, dos o tres individuos lo observan hasta que deciden no esperar más y lo acribillan a perdigonazos. Machado cumple ese día tres meses exactos en el poder.
El hecho indigna a todos los sectores sociales. Se acusa a Machado como inductor y responsable del asesinato. Protesta la prensa y periodistas como Sergio Carbó y Fernández de Castro lo condenan abiertamente. Lo condena asimismo Julio Antonio Mella. Pero el suceso hace aparecer en la vida cubana a un personaje que no demorará en extenderse como la verdolaga: el apapipio. En una práctica que se repetirá luego muchas veces, centenares de guatacas acuden durante dos largos meses al Palacio Presidencial a fin de desagraviar a Machado por las acusaciones de que fue objeto.

EL TROVADOR

Manuel Corona, el autor de Longina, falleció en La Habana, a comienzos de 1950. En una crónica que publicó por entonces en el periódico El Nacional, de Caracas, y que tituló Un año que llega y un trovador que se va, Nicolás Guillén contó los últimos días del artista. Murió en una oscura habitación del cabaret Jaruquito, tuberculoso, en la mayor miseria. Poco antes el poeta y el músico se habían encontrado por casualidad en uno de los cafés situados frente a la Estación Central de Ferrocarriles. No se veían desde hacía mucho, cuando la enfermedad no había comenzado aún a devastar su cuerpo. Guillén lo encontró flaco, flaquísimo, con los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa. Lo invitó a una copa que el músico bebió ávidamente, con mano temblorosa.
-Un día quiero verte. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia, de Longina… ¿No te acuerdas?
Corona no estudió música, pero tocaba la guitarra maravillosamente y componía con una facilidad pasmosa. No poco de lo que escribió se perdió en el viento, entre tragos de ron barato y tazas de café. Solo con nombres de mujer legó más de noventa canciones (Mercedes, Aurora, La Alfonsa…) y dedicó unas treinta a su fiel compañera la guitarra. María Teresa Vera fue una de las mejores intérpretes de su música.
A su entierro asistió solo un grupo reducido de amigos. Los de siempre: Sindo Garay, Pancho Majagua, Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Gonzalo Roig, que despidió el duelo… Poco antes de morir expresó su último deseo: café y guitarras. Por eso, cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de Marianao. Sindo invitó al grupo a su casa a fin de cumplir la voluntad del difunto. Y allí los fieles compañeros entonaron sus viejas melodías entre tazas humeantes de café negro.
Escribía Nicolás Guillén en su crónica:
“(…) La desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega ‘que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana’. Vivos, se les desconoce y hasta desprecia; muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hiciera cuando vivían en realidad.
“¿Quiénes que hoy gastan millares y millares de dólares en lujos inútiles, llegaron nunca hasta la tenaz miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que hoy pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan batiendo el parche hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero…”

¿Y LONGINA?

Longina O’Farrill, por su parte, contaba por aquellos días:
“A la una de la mañana tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel y eso me hizo una horrible impresión. Estaba y le estaré agradecida. Corona ha muerto, pero la mujer que le inspiró una de sus mejores canciones está viva y lo recordará sin cesar. En cierto modo él me inmortalizó. Hubiera querido estar a su lado en el momento en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la bebida, sin importarle su estado físico. Puedo decir que Corona se suicidó, porque si se hubiera cuidado habría vivido un poco más…”
Longina fue niñera de Julio Antonio Mella y de su hermano Cecilio. Ella les enseñó las primeras palabras que aprendieron a pronunciar en español pues la madre les habló siempre en inglés. Con la familia de Julio Antonio hizo varios viajes a Estados Unidos, afirma Christine Hatzky en su biografía del líder estudiantil.
No se sabe si tuvo relaciones amorosas con Manuel Corona; sí una buena amistad. Diez años después de haber compuesto su primer canto a Longina, el trovador le dedicaría otra canción, La rosa negra. Pieza esta rescatada del olvido gracias a la memoria prodigiosa del compositor santiaguero Walfrido Guevara, que la escuchó una vez y terminó cantándosela un día a su autor que ya la había olvidado.
Longina murió en La Habana. En 1988 sus restos fueron trasladados a Caibarién para que descasaran para siempre junto con los del trovador que la inmortalizara.








Las victrolas

Las victrolas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 En Cuba, hasta 1959, la victrola formó parte del paisaje.

Las había en los bares, las fondas, los cafés, los prostíbulos, ¡las bodegas! Eran, dice el musicólogo Cristóbal Díaz Ayala, “el medio más efectivo para lograr que la música grabada reflejase realmente las preferencias del público [que] decidía lo que quería oír, y votaba con su dinero por sus preferidos”. Bastaba con introducir una moneda en la ranura dispuesta para ese fin y aquella máquina dejaba escuchar la pieza musical que se le había pedido. Eran asimismo, y lo recuerda también Díaz Ayala, el cliente más importante de la industria disquera. Como esa industria, ya en esa fecha estaba totalmente  en manos cubanas,  las victrolas absorbían cada año cerca de tres millones de discos de producción nacional.

            Había entonces una música victrolera. Aquella que hablaba de infidelidades, traiciones, amores contrariados o imposibles, desengaños, crímenes pasionales y en la que la mujer, flor de perdición, era siempre impura y aún así se seguía  amando. Cantantes hubo en la época que debieron su éxito a la victrola. Orlando Contreras, Ñico Membiela, José Tejedor  y Blanca Rosa Gil, por ejemplo, fueron cantantes popularizados por esos aparatos eléctricos. Y otros muchos siguieron siendo intérpretes victroleros aun después de que  las victrolas desaparecieran. Había una especie de cadena en la industria musical. El radio detectaba la preferencia del público.  Esa preferencia decidía la grabación discográfica. Y la televisión difundía al cantante ya popular para hacerlo más popular aún.

            En ese ciclo, la victrola jugaba un papel nada desdeñable. Ponía en evidencia a los cantantes de mayor pegada. Podían cantar mejor o peor, pero tenían taquilla, y los que controlaban el negocio  tomaban  en cuenta sus nombres a la hora de decidir las grabaciones.

1958 Y LO QUE VIENE

Dice Maritza Díaz Alonso en su libro El ámbito musical habanero de los 50, que las primeras noticias sobre la práctica de grabaciones en Cuba se remontan a 1893, con la existencia de la Casa de Fonogramas Edison. En 1897 esa empresa realizó un fonograma con la cantante cubana Chalía Díaz Herrera, quien al año siguiente grabó la habanera , de Eduardo Sánchez de Fuentes.

            No fue hasta 1910 y, sobre todo, después del fin de la I Guerra Mundial, cuando la música cubana logra una “difusión intencional y extensiva” gracias a la presencia de las firmas norteamericanas Víctor Talking Machine Co., que desde 1904 se hacía representar por la casa Humara y Lastra, de la calle Muralla, y la Columbia Phonograph Record Co,  representada, desde 1908, por los Hermanos Giralt.

            Es la Víctor la que introduce y populariza sus Victor’s Talking Machines. Es decir, las victrolas, voz que no recoge el Pequeño Larousse, y que el Breve diccionario de la lengua española, del Instituto de Literatura y Lingüística, incluye como sinónimo de vitrola, máquina que reproduce automáticamente el sonido grabado en discos cuando se le inserta una moneda. Pronto se extendió el invento por los establecimientos comerciales y ya en la década de 1940, y tal vez desde finales de la precedente, desempeñó un importante papel en la difusión y comercialización de la música popular. Prodigaba, a toda hora, la guaracha de moda o el bolero más quejumbroso. Ya en 1954 había unas 10 000 victrolas en la Isla, y en 1959, el doble de esa cifra, aunque sus operadores tenían declaradas solo 8 000 a fin de burlar los derechos de autores e intérpretes.

            “Sin entrar en consideraciones de orden estético sobre la calidad del producto comercial ofrecido, lo cierto es que la victrola constituyó un símbolo de cultura popular y una de sus más significativas vías de expresión, Para tener una idea de su relevancia, baste con decir que dichos artefactos obraron como decisivos voceros de la música popular, manifestación que posee un peso gigantesco dentro del espectro cultural cubano”, afirma la musicóloga colombiana  Adriana Orejuela en su libro El son no se fue de Cuba, fruto de la pasmosa investigación acometida por la autora,  que me permito recomendar al lector.

            Durante un tiempo, los cantantes cubanos, fichados por los representantes de casas disqueras norteamericanas, debieron ir a grabar a Nueva York o a New Jersey hasta que la Víctor empezó a enviar equipos de grabadores dos veces al año.

            Esa casa disquera, sin embargo, pierde su hegemonía alrededor de 1950, cuando firmas cubanas empezaron a hacerle una competencia de peso. Ya en 1944 había surgido el sello cubano Panart que, diez años después, producía medio millón de discos anuales y exportaba el 20% de ellos. En 1952 se funda el sello Puchito y a partir del año siguiente, la casa disquera Montilla Internacional logra un amplio catálogo de zarzuelas cubanas. Surgen también los sellos Gema, de los hermanos Álvarez Guedes, y Rosell Récord, de Rosendo Rosell, y, entre otros más, Discuba,  Kubaney, Velvet  y Maipe.

Es Panart la disquera que graba el primer chachachá y lleva a la placa negra el tema afro, con Merceditas Valdés y Celia Cruz acompañadas de tambores rituales; difunde música  navideña con villancicos cubanos e inicia una línea de música “culta” con  obras de Cervantes, Ardévol y Edgardo Martín, interpretadas por la Filarmónica de La Habana. La rumba más auténtica tendrá su espacio por primera en 1955, cuando Puchito produce un disco de los Muñequitos de Matanzas, en tanto que en esa misma fecha, Kubaney se anota un tanto significativo cuando  Esther Borja, canta, a instancias de Luis Carbonell, piezas cubanas a varias voces, grabando y regrabando su voz; toda una hazaña para la época, realizada en los estudios de Radio Progreso, que dio como resultado lo que hoy se considera uno de los grandes logros discográficos cubanos  de todos los tiempos.

El hit parade de 1958, dado a conocer tres días antes del triunfo de la Revolución, incluía en orden descendente de preferencia y con sus correspondientes intérpretes,  los siguientes títulos: Añorado encuentro (Vicentino Valdés) La medallona (Pedrito Rico) Cubita cubera (Orquesta Aragón) El madrugador (Orlando Vallejo) y Picolissima serenata y Regresa a mí, interpretadas ambas por Lucho Gatica. También Maracaibo oriental (Benny Moré) La escalera (Pedrito Rico) El limpiabotas (Orquesta Aragón) y Como engañan las mujeres (Los Llópiz). Aparecían asimismo en la lista Pekinesa (P. Rico) Calladito amor (Mercy Castillo) La noche de anoche (en versiones de Fernando Álvarez y Olga Guillot) Señora luna (Hermanos Silva) y Allá tú (L. Gatica).

En 1959 llega el éxito a Total. Su autor, Ricardo García Perdomo, se había inspirado para componerlo en una mujer a la que vio solo una vez y  de manera fugaz y que nunca sabría que motivó aquella pieza. Por razones que desconocemos García Perdomo guardó su bolero durante más de una década. Saldría al mercado en 1959 y en diciembre de ese año acumulaba ya cuarenta versiones, entre ellas las de Gatica, la Guillot, Fernando Álvarez y Bertha Dupuy, que había sido la revelación artística de 1958. Ñico Membiela lograba vender en Cuba 15 000 copias de la suya, y Celio González, en México, vendía  53 000, a solo tres meses de haberla grabado.

En esa fecha (1959)  acumulan éxitos Imágenes (Frank Domínguez) En la imaginación y Deja que siga solo (Marta Valdés) y Son cosas que pasan (Ela O’Farrill). Adolfo Guzmán estrena Libre de pecado. Vicentico Valdés da a conocer Los aretes de la luna. Y Benny Moré mantiene su cetro con Amor fugaz. Se lanzan al ruedo artistas que logran una popularidad arrolladora en corto tiempo. Tales son los casos de Blanca Rosa Gil (La Muñequita que Canta, como fue conocida) que se atrevió a alternar en el Ali Bar con pesos pesados como  Benny Moré, René Cabell y Fernando Álvarez, y salió airosa.  Lo mismo ocurrió con Membiela, prácticamente desconocido, pese a sus años en la música y que se convierte en un suceso victrolero sin precedentes. Vallejo se hizo popularísimo gracias a la victrola, y Tejedor que, con En las tinieblas, dio inicio a su larga carrera de triunfos. Un año intenso, sin duda, también en lo que a la música se refiere.

ALEGRÍA DE LA CALLE

Se pregunta Adriana Orejuela en su libro aludido: ¿Qué condiciones debía poseer un número o artista para convertirse en victrolero? ¿Qué tipo de resortes movían al público a pagar una y otra vez para escuchar determinada pieza en la victrola? ¿Por qué motivos algunos cantantes de probado talento no conmovían a los habituales de las victrolas como lo hacían otros de menos cualidades? Precisa la Orejuela más adelante: La calificación de victrolero era aplicada por los dueños de sellos a los intérpretes que vendían grandes sumas de discos sin importar el género. Un cantante podía ser victrolero siempre y cuando lograra rendir altos dividendos.

            El 1ro de enero de 1959, el pueblo destruyó los parquímetros, las máquinas traganíqueles y los garitos, así como los salones de juego  de los hoteles Plaza, Sevilla y Deauville. El día 8 las nuevas autoridades tomaban la determinación de suprimir los casinos, cerrados con el triunfo mismo de la Revolución.  No resultaba fácil aplicar tal medida porque de la infraestructura del juego vivían entonces unas 10 000 familias que serían empujadas al hambre. Hubo protestas por parte de los empleados del sector y el Gobierno Revolucionario fue receptivo a la demanda. El 19 de febrero reabrían sus puertas, con muchas regulaciones,  los casinos de lujo; continuarían atrayendo a visitantes extranjeros y cubanos adinerados  y no afectarían la economía popular, pero se prohibían los bingos, las traganíqueles (ladronas de un solo brazo) los garitos de chinos y los tugurios de barrio.

            Fue entonces que saltaron a la luz los estrechos vínculos que existían entre las traganíqueles y las victrolas, controladas por lo general por los mismos personajes y con muchas anomalías en su operación. Se decidió también  entonces prohibirlas en bodegas y establecimientos abiertos. Nuevas protestas. El Centro de Cafés de La Habana arguyó que sus asociados no eran en su mayoría responsables de los malos manejos que, en cuanto a las victrolas, amparó la dictadura recién derrocada y eran víctimas de las contribuciones ilegales que se les obligaba a pagar. Puso el grito en el cielo la industria del disco: la desaparición de las victrolas decretaba la bancarrota de las disqueras nacionales, que daban sustento a unas  50 000 familias. Un columnista de Bohemia apelaba directamente al ministro del Interior del nuevo gobierno. Le decía: ¡Devuélvenos la alegría popular de las victrolas! Pero el Sindicato de Músicos era de una opinión opuesta: quería música en vivo en los establecimientos y aquellas máquinas cerraban a sus intérpretes una fuente de empleo. Era la de nunca acabar…

El 20 de febrero, sin embargo, se empiezan a otorgar nuevos permisos para operar las victrolas. No podían quedar cerca de hospitales, templos religiosos, escuelas, juzgados… De algunos lugares desaparecieron para siempre. Pero no por ello desaparecería la alegría de la calle y la noche habaneras, y los cabarets, luego de haber permanecido casi vacíos durante los últimos cuatro meses de 1958, volvieron a abarrotarse.

De todas formas las victrolas estaban condenadas a desaparecer. De muerte natural. La noche habanera también se transformaba paulatinamente. En 1959, el mítico cabaret Sans Souci presentaba su producción Sabor y cerraba para siempre. En 1961 se eliminaban  los casinos de juego y desaparecían el teatro Shanghai de espectáculos pornográficos y la Habana Sport, la única academia de baile que funcionaba para entonces. En 1963 se decidía la clausura de los cabarets  El Niche y La Taberna de Pedro, ambos en la playa de Marianao. Ya el año anterior se había inaugurado en Tropicana el salón Mambí y los círculos sociales obreros empezaron a nuclear el movimiento de la música popular bailable, en reemplazo de los jardines de las cervecerías, los centros regionales españoles y las sociedades de instrucción y recreo. El periódico Revolución auspició durante varios años los bailables conocidos como Papel y Tinta, y la calle Infanta se cerró en fechas señaladas para que los habaneros, algo insólito en la capital, arrollaran en ella.  Se multiplicaban los pequeños clubes nocturnos, y los combos con ellos, y el Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) exigía que en los bares se incluyera música en vivo.

Existen victrolas en algunos centros turísticos. Son una atracción para los visitantes. Algunas de ellas, por obra y gracia del realismo mágico cubano, todavía funcionan. Pero la mayoría son piezas de museo.

 

 

Una historia del tabaco

Una historia del tabaco

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Las bondades del tabaco cubano hicieron que se le reconociese como el mejor del mundo y ese reconocimiento situó a nuestro impar producto en la meta de todo buen fumador.

            Las utilidades que generaba el hábito de fumar, extendido por la presencia del habano en el mercado mundial, despertaron la codicia de gobernantes, comerciantes y empresarios. Esa codicia dio origen en algunos  países al monopolio gubernamental del tabaco y en otros propició el  surgimiento de una industria doméstica, amparada en elevados derechos de Aduana, impuestos internos y toda clase de disposiciones que dificultaban las importaciones del tabaco cubano.

            Como en ningún caso lograron un producto igual  ni parecido, siguieron los competidores del habano la vía ilegal de las falsificaciones y de las falsas indicaciones de procedencia. Plagiaron, con la complicidad a veces de sus gobiernos respectivos, marcas cubanas y denominaciones de origen a fin de simular una industria local que nada tenía que ver con el tabaco cubano, que en muchos casos ni siquiera utilizaba como materia prima.

            La falsificación del habano comenzó temprano. Esto hizo que los empresarios  agrupados en la Unión de Fabricantes de Tabaco de La Habana obtuvieran por  Real Orden de 27 de marzo de 1889  el derecho de garantizar la procedencia de sus producciones mediante una precinta cuyo uso se reservaba en exclusiva a los dueños de fábricas. Esa precinta fue sustituida el 16 de julio de 1912 por una precinta de garantía del gobierno de Cuba, creada por una ley impulsada por el parlamentario  Luis Valdés Carrero, que había llegado a la Cámara de Representantes desde las filas de los tabaqueros.

DE MILLAR COMÚN

La industria tabacalera cubana se reorganizó a partir de 1827, una vez instituida  en la Isla la libertad de comercio y luego de reducirse los impuestos internos  que gravaban al producto.

            Había entonces dos tipos de tabacos. Los llamados de “regalía”, de mayor calidad y alto precio, y los “de millar común”, inferiores y baratos. La reorganización de la industria hizo que los productores prestaran mayor atención a los tabacos de “regalía”.  Se registraron las primeras marcas para amparar el producto y empezó a prestarse especial atención al habano destinado a la exportación.

            En 1810 abrió sus puertas la fábrica de Bernardino Rencurrel, en la calle Muralla esquina a Oficios. Es la fábrica habanera más antigua de que se tienen noticias, aunque la de Cabañas y Carvajal, que se decía establecida desde 1797, le reclamó siempre, aunque sin pruebas,  la primacía. Con el tiempo surgieron marcas como Partagás, H Upmann, La Corona, Por Larrañaga, El Fígaro, La Reforma, La Africana… Algunas de ellas están vigentes; otras desaparecieron. Una marca de la época es La Lealtad, que dio nombre a una calle capitalina. Existió otra que llevaba el curioso nombre de Mi Fama por el Orbe Vuela.

            En los comienzos de la industria  solo existía el tabaco parejo con la perilla torcida en forma de cola de cerdo. Se le llamaba de “rabo de cochino”. Esa forma de hacer subsistió hasta 1845. La sustituyó la perilla llamada de “ojo de perdiz”, redonda y pegada primero con almidón, luego con engrudo de harina y finalmente con goma tragacanto.

            La competencia entre las marcas y los caprichos de los fumadores propiciaron el surgimiento de distintos tipos de vitolas. Se dividieron estas en parejas y figuradas. Las primeras tienen forma cilíndrica. Las otras, llamadas también ahuevadas, adoptan ciertos abultamientos en el centro o en los extremos.

            Vitolas comunes en el siglo XIX fueron las denominadas federales, novedades, imperiales, liliputanas, brevas, Londres, Reina María… Otra se denominó Victoria y, con este nombre, hubo una Victoria especial, una Victoria fina y una Victoria chica.

EL TRUST   

  

En 1900 inició sus actividades la Havana Commercial Co., entidad conformada por empresarios norteamericanos y británicos y  que pronto fue conocida, popularmente, como El Trust. Otra empresa foránea comenzó a moverse asimismo en la capital de la Isla, la Cuban Land & Leaf  Tobacco Co. La primera pretendía adquirir el monopolio de la manufactura del tabaco, en tanto que la otra perseguía igual propósito con los cultivos.

            Esas intenciones se frustraron ante la tozuda negativa de los vegueros a vender sus tierras y de los industriales a desprenderse de sus fábricas. Con todo, las marcas de tabaco de la época se agruparon en dos bandos: las que pertenecían al Trust y las que siguieron en manos de sus propietarios, con lo que la exportación del torcido se dividió aproximadamente en dos mitades.

            No pocos acontecimientos políticos influyeron de manera negativa en la industria tabacalera cubana en el siglo XIX.

            En primer término las guerras de independencia  y la persecución y la represión de las autoridades españolas a todo lo que les pareciera subversivo, hizo que fabricantes de tabaco radicados en la isla  emigraran con sus fábricas  al sur de  Estados Unidos.

            A ello se sumó, ya a finales del siglo XIX, el llamado “Bill” del presidente norteamericano Mac Kinley que, con la aprobación del Senado, elevó de manera considerable los derechos del habano en Estados Unidos. Lo hizo en represalia a los gravámenes impuestos por España a la importación en Cuba de la harina de trigo y otros productos de procedencia estadounidense. En coincidencia con el “Bill” de Mac Kinley, el gobierno de Argentina –otro de los buenos mercados del tabaco- dispuso asimismo un aumento desmedido  de los derechos arancelarios que venían gravando nuestros habanos.

VUELTA Y SEMI VUELTA

Las peculiaridades de cada mercado y el gusto de los fumadores hicieron que el habano, distinguido ya  por su procedencia, comenzara a clasificarse a partir de la zona donde había sido cosechado.

            Varias zonas de cultivo existen en Cuba. La de Vuelta Abajo corresponde a la región  más  occidental de la provincia de Pinar del Río. Parte de una línea imaginaria, trazada de norte a sur, desde Consolación hasta Río Hondo, pasando por Herradura, y la conforman Consolación del Norte, Mantua, Pinar del Río, Viñales, Guane, San Juan y Martínez, San Luis y Consolación del Sur. Este territorio se subdivide a su vez en cinco subzonas: Costa Norte, Lomas, Llano, Remates-Guane y Costa Sur. Los términos de San Juan y Martínez y San Luis corresponden al Llano, y allí se encuentran las más afamadas vegas de tabaco del mundo.

            La zona de Semi Vuelta se ubica asimismo en la provincia pinareña, desde Herradura hasta Las Martinas, en tanto que la zona de Partido se localiza en La Habana. Forman parte de ella los territorios de Alquízar, Bejucal, Caimito del Guayabal, Güines, Güira de Melena, La Salud, Madruga, San Antonio de los Baños y Santiago de las Vegas y también los de Guanajay y Artemisa.

            La zona tabacalera más extensa es la de Vuelta Arriba o Remedios. Se extiende por regiones de las tres provincias centrales y llega a Ciego de Ávila y Camagüey. A la zona de Oriente corresponden las áreas de Alto Songo, Bayamo, Jiguaní, Mayarí y Sagua de Tánamo.

            El tabaco cosechado en cada una de esas zonas tiene sus peculiaridades. En Vuelta Abajo se obtienen las capas más finas para las vitolas de alta calidad. La Semi Vuelta produce buenos capotes. Las producciones de la Vuelta Arriba, muy solicitadas por el mercado norteamericano antes de la implantación del bloqueo., siguen teniendo demanda en el exterior y en el comercio nacional, al igual que las cosechas de la zona de Oriente.

APARECE EL CIGARRILLO

Al extenderse por el mundo  el hábito  del tabaco, las preferencias establecieron modalidades diversas para su consumo. El rapé y la pipa predominaron en los primeros tiempos. Más tarde, el tabaco torcido. Hubo momentos en que estuvo muy en boga la costumbre de masticar las hojas, bien en su estado natural o en forma de rollos o tabletas llamadas andullo, que no era otra cosa que hojas de tabaco prensadas a la que se añadía alguna que otra sustancia. Sería el cigarrillo el último hijo del tabaco en hacer su aparición.

            El cigarrillo debuta en Cuba como una industria casera. Estaba en manos de porteros, esclavos, reclusos  y soldados que lo confeccionaban en sus horas libres y lo vendían luego.

            En los comienzos de esta industria en La Habana, se mueve, entre la leyenda y la realidad, un personaje conocido como Pito Díaz. Había nacido en México y estableció una casa de cambio de monedas en la calle de la Cuna, nombre que se daba a  Muralla en el tramo comprendido entre Oficios y Mercaderes. Frente a su establecimiento situó Pito una gran paila en la que, con zumo de limón y otros ingredientes, limpiaba monedas de oro, haciéndolas  relucientes y más atractivas. Entre sus clientes figuraban no pocos cosecheros de tabaco, que cambiaban por oro las monedas de plata que recibían en pago de sus transacciones. No se sabe cómo un buen día, sin abandonar la casa de cambio, Pito  extendió su negocio a la fabricación de cigarrillos. Y en eso estuvo hasta que desapareció; había enloquecido totalmente.

            José Mendoza siguió el negocio de Pito Díaz. Lo respaldaba su sólida posición económica y estableció una fábrica en la calle Obrapía. Entonces los cigarrillos se transportaban en canastas hasta los lugares de expendio. Mendoza dio un giro a su distribución. Empezó a valerse para ello de carros de tracción animal, lo que le permitía que sus producciones alcanzaran los pueblos limítrofes de la capital.

            José García y su esposa, propietarios de otra fábrica,  hicieron posteriormente un aporte importante al mercado de los cigarrillos. Dotaron a los comerciantes al por menor de vidrieras o estanquillos para la venta del producto. Elaboraba el matrimonio en su fábrica, situada primero en el Pescante del Morro y luego en la calle Obispo, cigarrillos de diversos tipos que, según su conformación, se denominaban largos, cortos, gordos y finos.

            Es José Morejón, propietario de La Lealtad, fabrica de tabacos y cigarrillos, quien introduce el lujo en la presentación de sus producciones y utiliza por primea vez las cajetillas impresas.

            Sería, sin embargo, Luis Susini quien revolucionaría la industria del cigarrillo en Cuba al introducir la máquina de vapor en su fábrica La Honradez, establecida en la calle Cuba esquina a Sol. Iniciativa que le permitió una producción diaria superior a los dos millones y medio de unidades.

            En 1840 existían en La Habana varias fábricas de cigarrillos, anexas en su mayoría a fábricas de tabaco. Un siglo después funcionaban en el país 26 fábricas, que daban empleo a casi 2 500 obreros, de los cuales más de 860 eran mujeres. En 1951 se produjeron en la Isla 512 400 000 cajetillas de 16 cigarrillos cada una. Y se exportaron 1 240 000. Siempre la del cigarrillo ha sido una industria abastecedora del consumo doméstico. No tiene ese producto en el mercado extranjero la demanda  que favorece al tabaco, manufacturado o en rama.

CODA

Esta es una historia, no la historia, de una industria genuinamente cubana. Mucho satisfaría al autor saber que al leerla, el interesado aprendió algo nuevo y su satisfacción sería mayor si supiera que además la disfrutó. Solo me resta dar un  consejo. Diga no al hábito de fumar. Si nunca  ha fumado, no lo haga. Y si fuma, deje de hacerlo  porque el fumar siempre  le pasará la cuenta. Es difícil proponérselo.  Pero recuerde que el camino más largo comienza por el primer paso.

            (Fuentes: Textos de Fernando Ortiz y José E. Perdomo)

           

                         

           

 

 

 

 

             

              

           

           

             

En tranvía

En tranvía

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Varias personas se me han acercado para sugerirme  que vuelva  sobre los tranvías. En específico quieren saber cómo se operaban esos equipos movidos por tracción eléctrica y que  se desplazaban por carriles que no sobresalían de la calle, lo que permitía la circulación de otros vehículos.

            Intentaré la respuesta a partir de lo que he leído y me contaron. No soy tan viejo para conocer de primera mano cómo se operaban, aunque vi y utilicé  esos vehículos y mi padre, para que tuviera el recuerdo,   me hizo fotografiar  delante de uno de ellos cuando, a comienzos de la década de 1950, se anunció  que dejarían de funcionar. Yo no había cumplido entonces los cuatro años de edad.

Una lenta agonía precedió a su desaparición. El poeta Nicolás Guillén, en una de sus crónicas, aludió a la “parálisis progresiva del tranvía” porque los carros y la infraestructura se fueron deteriorando sin que la Havana Electric Railway Co acometiera las inversiones imprescindibles para salvarlos. Todo obedecía a un turbio negocio, que enriqueció a los grandes propietarios de la compañía y arruinó a los pequeños accionistas, encaminado a dar entrada a la empresa de los Autobuses Modernos, que trajo aquellos ómnibus de fabricación inglesa, remanentes de la II Guerra Mundial y pintados de blanco a los que el pueblo no demoró en bautizar como “las enfermeras”.

Hubo tiempos en que coexistieron guaguas y tranvías. Las primeras, decía Jorge Mañach en una de sus Estampas de San Cristóbal (1926) por el hecho de no ir sobre rieles, sino atenidas al arbitrio del chofer, daban, pese a lo preestablecido y fijo de su itinerario, cierta impresión de volubilidad y desconfianza, mientras que el tranvía tenía la garantía de sus carriles de rutina. De ahí que este tipo de transporte, decía el escritor,  atrajera más a la gente subalterna y de espíritu conservador, que gustan  de ir siempre sobre rieles, y las guaguas gozaran de la preferencia de los individualistas a ultranza, de los que gustaban moverse por su cuenta y como les parecía más conveniente.

            En los años 30 y 40 del siglo pasado la prensa cubana se inundaba de anuncios como este: “Mande a sus hijos a la escuela en tranvía; llegarán seguros”. Y a decir verdad, ese medio de transporte garantizaba entonces un viaje cómodo y feliz. Era el tranvía,  decía Guillén en la crónica aludida, el vehículo ideal para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente, el pensionado civil, el jugador de ajedrez…  Precisaba  el autor de Sóngoro cosongo, que fue uno de nuestros grandes periodistas: “Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divagación sobre temas no urgidos de resolución inmediata… Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino”.

Esa tranquilidad y  confianza,  sin embargo, desaparecieron  con el fluir del tiempo, y  el propio Nicolás escribía en 1950:  

“Ahora, amigos míos –precisa reconocerlo con punzante melancolía- las cosas ocurren de modo bien distinto. El tendido de alambres para los trollies ha cedido bajo la acción demoledora de los años y ya no hay viaje sin accidente. Los cables caen a diario, enroscados sobre la calle como finas serpientes, y durante horas y horas permanece el tránsito paralizado en medio de las cuchufletas e ironías de quienes ante el humillante espectáculo aún se muestran con  ánimo de reír.

“A esto añádase el peligro mortal que tal contingencia entraña. Si los dos cables se unen y así los pisa el transeúnte, dícese que la catástrofe es fatal, y lo mismo si en esa forma caen sobre la distraída cabeza del viandante. De donde resulta que un medio de locomoción antaño tan sólido, tan constitucional, tan protector del sistema nervioso, se ha convertido en una permanente invitación a la muerte”.

El servicio tranviario  empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que lo operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por  más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso, la recaudación sobrepasó los siete millones.

¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: “Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana”.

MOTORISTAS

Hace ya muchos años, José María Chacón y Calvo, director de la Academia Cubana de la Lengua y  una de las grandes figuras de la crítica erudita cubana, me confesó  que había aprovechado los viajes en tranvía entre su casa de la calle I entre 15 y 17, en el Vedado, y el Havana Yacht Club, en la playa de Marianao,  y viceversa, para leerse las prosas completas de Francisco de Quevedo, que en los dos tomos de la edición de Aguilar suman casi 3 500 páginas. Hecho que nunca comprendí porque el sexto y último Conde de Casa Bayona tenía automóvil propio con chofer. En cambio, alguien tan dinámico y vital como Raúl Roa no era remiso a expresar que prefirió siempre la guagua al tranvía y la pelambre descubierta al sombrero.  

            Esa carroza lenta, constitucional y democrática, era operada por dos motoristas. Uno de ellos, el maquinista propiamente dicho, ocupaba su lugar en la plataforma delantera del vehículo, en tanto que la plataforma del fondo era el feudo del conductor, que es como siempre se ha llamado en Cuba a los que cobran el pasaje. En esa plataforma viajaban asimismo los que tomaban el tranvía para distancias cortas y los que no habían podido hacerse de un asiento. En la plataforma delantera se trasladaban  gratuitamente los carteros con las grandes bolsas de cuero en la que transportaban la correspondencia  y los policías siempre que estuviesen de servicio, lo que se evidenciaba por el uso de club o tolete.  

            Entre una plataforma y otra,  y a cada lado de un pasillo,  corría un cuerpo de asientos dobles, de mimbre, refugio no pocas veces de chinches y otros insectos. Como los asientos estaban dispuestos sobre el motor y los juegos de ruedas, el pasajero quedaba alto con relación a la calle. Esto no era obstáculo a la hora de abordar o descender del tranvía porque entre el fin de los asientos y las plataformas había un peldaño y otro más entre las plataformas y la acera que facilitaban al viajero  las maniobras de subida y bajada.

            La velocidad no se medía por kilómetros ni millas. Sino mediante una escala que iba del uno, velocidad mínima,  al nueve, que era la máxima. De ahí que cuando alguien andaba de prisa  o mostraba afán por concluir una tarea, se le decía que estaba con los nueve puntos.

            El dispositivo que permitía dar velocidad al tranvía, o reducírsela, se hallaba a la izquierda del maquinista, que en caso de urgencia podía también accionarlo a “contra corriente”, con lo que hacía que las ruedas se movieran en sentido contrario.  El freno, de retranca, se operaba haciendo girar una manivela. Había  un pedal frente a su pie derecho. El maquinista lo pisaba cuando debía regar arena sobre los rieles a fin de evitar que el tranvía patinara a causa de la lluvia o por el jabón que, en sus protestas o novatadas, colocaban los estudiantes entre los carriles. Con una soga  hacía sonar la campana del tranvía.

            El maquinista estaba provisto de una palanca de acero con la que movía las agujas que cambiaban la dirección de los rieles. El conductor se ocupaba de los troles, que suministraban electricidad al vehículo, cada vez que perdían contacto con los cables o cuando se cambiaban las agujas.

PARADEROS

Una parrilla sobresalía de  la parte baja de la careta del tranvía; evitaba que llegasen a las ruedas los objetos que hubiesen podido acumularse  en la vía. Al doblar en las estrechas calles de La Habana Vieja, el motorista debía recogerla.

            Además de las ventanillas laterales, que lo ventilaban -todos coinciden en afirmar que era muy fresco- el tranvía tenía otras tres ventanas en su plataforma delantera. Encima de ellas y hacia la derecha aparecía una letra, que era la de la terminal o paradero,  seguida por un número que indicaba la ruta o línea,  y a su lado, en la parte central, otro número que era el  de serie del vehículo. Debajo de las ventanas  y encima de la parrilla  una banderola, con sus colores correspondientes,  precisaba el recorrido. Por ejemplo. Ruta L-4. Recorrido Lawton-Parque Central, aunque una vez allí se internaba en La Habana Vieja.  Los colores ayudaban a los analfabetos, que eran muchos, a orientarse sobre el tranvía que necesitan tomar.

            Llegaron a circular más de  30  líneas de tranvías  en La Habana y sus barrios. Las “V” salían del paradero del Vedado; las “P”, del de Príncipe y las “C”, del Cerro,  en tanto que las “S” lo hacían de Santos Suárez, y  las “M”, de Jesús del Monte. Había otras líneas que salían de esas terminales, pero se identificaban con letras diferentes, como las I y las F que tenían su base en el paradero del Vedado, y la L, que correspondía a Jesús del Monte.   El L-4, Lawton-Parque Central, digamos, comenzaba viaje en  San Francisco y 10 de Octubre y,  en bajada, llegaba por San Francisco a la Avenida de Acosta, seguía por Concepción, 16, B, Octava, Concepción, 10 de Octubre, Calzada de Monte, San Joaquín, Infanta, San Rafael, Consulado, San Miguel, Neptuno y Monserrate. Y subía por Empedrado, Aguiar; Chacón, Monserrate, Neptuno. Infanta y 10 de Octubre hasta San Francisco.

            La terminal de Jesús del Monte se ubicaba en lo que después fue el paradero de La Víbora, y estuvo antes en 10 de Octubre esquina a Madrid.  El del Cerro, en la calzada de ese nombre esquina a  Primelles. El de Príncipe se hallaba al pie de la loma donde se construyó esa fortaleza, sede de la Cárcel de La Habana durante años…

Todas esas estaciones generaban a su alrededor un gran movimiento de personas y daban vida a muchos comercios. La de la Víbora tenía a su derecha el restaurante-cafetería El Asia, a su izquierda, el café El Recreo, y, enfrente, el café Central, inaugurado en 1906, y por no faltar, además de una sala cinematográfica, El Gran Cinema, y de una tienda de ropa, La Casa Brito,  había un almacén de víveres, una panadería y una farmacia, todos con el nombre de San Ramón. Algunas de esos establecimientos existen todavía y se les sigue conociendo por sus nombres originales.  

            Por cierto, en los altos de un comercio situado frente al paradero,  los dueños del Diario de la Marina inauguraron, con ínfulas de gran lugar,  un restaurante al que pusieron por nombre Las Terrazas de la Víbora. Enrique Fontanills, cronista social de ese periódico, aquel de los sonoros y costosos “¡Asistiré!” con que solía rematar sus apuntes, le hizo una publicidad fenomenal a fin de imponerlo en la preferencia de los sectores adinerados de la época. Pero el gran mundo le hizo el feo a esa casa de comidas, quizás porque pensó, decía Eduardo Robreño, que era demasiado plebeyo pasar de Belascoaín para comer fuera.

            El viajero podía pagar el uso del tranvía en efectivo o con fichas o tickets que adquiría previamente. Los tranvías de Santiago de Cuba, me dicen,  disponían de dos contadores, uno para cada forma de pago. En esa ciudad algunas rutas, como la de Vista Alegre-Cementerio, tenían solo una vía y en las cabeceras se movían los respaldos de los asientos y el maquinista cambiaba de plataforma.  En los tranvías de Matanzas, me dicen también, los conductores eran mujeres.  

En La Habana, donde el primer tranvía eléctrico circuló en 1901, el maquinista podía ser cubano si era blanco,  pero la de conductor era plaza reservada a españoles.  Privilegio este que erradicó el decreto llamado  de la nacionalización  del trabajo, promulgado por el presidente Ramón  Grau San Martín en noviembre de 1933,  que obligó a las empresas establecidas en el país a que fuese cubana la mitad de su empleomanía. Aún así, no fue hasta bien avanzada la década del 40 cuando entró el primer negro a laborar en los tranvías.

 

           

 

           

           

           

Muertes insólitas

Muertes insólitas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

La muerte es algo impredecible y también inevitable. Todo el mundo se muere cuando le llega la hora, no antes ni después. Sin embargo, hay gente que fallece, y no precisamente por accidente,  en circunstancias inusitadas, sorpresivas, cuando nada parece presagiar el final.

            El poeta cubano Julián del Casal, sin ir más lejos, murió de risa. Así como lo cuento.  En efecto, en la noche del 21 de octubre de 1893, cenaba  en la casa del doctor Santos Lamadrid, en el Paseo del Prado. Ya al final de la comida, uno de los comensales hizo un chiste, Casal dejó escuchar una estruendosa carcajada y, de pronto, su risa se vio interrumpida por una violenta hemorragia que puso fin a su existencia. Era un hombre triste y melancólico. Enfermo. Rubén Darío, en las páginas que le dedicó en Los raros, alude a sus contactos con el poeta y recuerda haberlo visto alegre solo el día en que visitaron el cementerio de Colón. De ahí que José Lezama Lima en el poema que dedicó a Casal  escribiera: “Tú, que viviste como un delfín muerto de sueño / alcanzaste a morir muerto de risa”.

            También las cosas empezaron bien y acabaron mal para la señora que hoy identificamos como la “vieja del doble tres”. Jugaba una partida de dominó y cuando se disponía a “pegarse” con la mencionada ficha, el compañero que la precedía le “mató” la jugada y la posibilidad del triunfo. Quedó la mujer con  la pieza en la mano levantada y el sabor amargo de la derrota en los labios. No  había abandonado aún  la mesa cuando la fulminó  un ataque cerebral. En la losa que cubre su tumba, sus familiares y amigos reprodujeron los últimos movimientos del partido, y  la jardinera  de su sepultura imita un doble tres.

            Lo de Antonio López Camero parece cosa de película. Quizás llegara a pensar que tenía siete vidas. Durante la dictadura batistiana, esbirros del sanguinario Esteban Ventura Novo lo dieron por muerto en tres ocasiones y en las tres se equivocaron. Dos de ellas, cuando lo arrojaron desde lo alto del Paso Superior, y la otra, cuando, destrozado por la tortura, lo abandonaron a su suerte en las márgenes del río Almendares.

            Apresado de nuevo, López Camero fue sometido, durante veintidós noches consecutivas, a suplicios indescriptibles en los sótanos de la Novena Estación de Policía antes de que se le remitiera a la Cárcel de La Habana, con sede en el Castillo del Príncipe y de allí salió al desplomarse la dictadura.

            De pronto, la alegría de la libertad. El júbilo por la caída del régimen batistiano y la victoria de las huestes rebeldes. Salió del Príncipe con el resto de los presos el 1ro de enero.  Pero Antonio López Camero no llegó vivo a su casa. Se vio envuelto en un tiroteo casual y murió de una bala que no era para él.

LA ÚLTIMA SONRISA

Se dice que poco antes de iniciarse la manifestación antimachadista del 30 de septiembre de 1930, Carlos Prío dijo a sus compañeros en la Asociación de Estudiantes de Derecho: A esta manifestación le hace falta un muerto.

            Rafael Trejo, que lo escuchaba, comentó a su vez: Ese muerto debes ser tú,  Carlos, que eres de los más conocidos entre los estudiantes.

            Ya en la calle Infanta, sonó un disparo y Pablo de la Torriente Brau cayó al suelo. Con los ojos cubiertos  por la sangre, creyó que había recibido un balazo. Cuando llegó al hospital de Emergencias vio que de un automóvil bajaban a Trejo y pensó que aquel disparo pudo haber sido para otro. Así fue.  A él, realmente, un policía lo había golpeado con su tolete. Médicos y estudiantes hicieron las primeras curas a los heridos y Pablo recuperó el conocimiento y lo perdió una y otra vez. En un momento de lucidez escuchó que un médico decía: Este puede salvarse, pero a ese otro muchacho (Trejo) se muere sin remedio.

            Después trasladaron a los heridos  a la Sala de Urgencia y los colocaron en camas contiguas. Pablo sintió unas náuseas angustiosas y entre convulsiones comenzó a vomitar toda la sangre que había tragado. Trejo, tranquilo sobre su cama, lo miraba. Le sonrió como para darle ánimos en aquel momento doloroso, pensando acaso que su compañero estaba mucho peor que él. Pablo volvió a perder la conciencia. Luego le administraron unos calmantes y durmió profundamente. A la mañana siguiente, el silencio del hospital le reveló la verdad. Nadie tuvo que decírsela. Solo preguntó: ¿A qué hora murió?

            Trejo, que iba a morir, se había despedido de Pablo con una sonrisa abrumadora. Su última sonrisa.

ENVUELTO EN LLAMAS

Casal intuyó la muerte temprana de la poetisa Juana Borrero y así lo dijo en “Virgen triste”, uno de sus poemas más  recordados. Ella murió sin haber cumplido los 20 años, en 1896, víctima de una pulmonía, en Cayo Hueso, donde, por sus ideas independentistas, buscó refugio su familia. Allí, poco antes de morir, Juana  dijo a su novio: Me muerde la sierpe que llevo oculta en el pecho, y visitó el cementerio donde sería enterrada, “para reconocer la tierra donde se levantaría su morada en la eternidad”.

            Por suerte, no siempre se cumplen esas premoniciones de poeta. Y ahí está el caso de Nicolás Guillén, que tenía 19 años cuando escribió: “Tengo el presentimiento de que me iré temprano…” y vivió sin embargo más de 80.

            A Ana María, una de las hermanas de Juana, la muerte la tomó por sorpresa. “Cubría” en México, como enviada especial de un periódico habanero, la visita a ese país del presidente norteamericano Harry S. Truman y perdió la vida aplastada por la muchedumbre de espectadores, en un motín circunstancial.

            En Carteles, en Vanidades, en Ellas, en Bohemia y en el Diario de la Marina… en casi todas las revistas y los  periódicos cubanos había dejado Ana María Borrero su impronta. Estaba excepcionalmente dotada para hacer un poema de cada vestido de mujer. Pero descuidó la alta costura, que tan pingües ganancias proporcionaba a su firma,  porque el duende pobre del periodismo reclamaba esa firma para sí, y como periodista encontró la muerte.

            Su caso es parecido al de Ruy de Lugo-Viña, muerto en un accidente cuando participaba como cronista oficial en el vuelo Pro Faro de Colón, en 1937.

            Lugo-Viña nació en Santo Domingo, en la antigua provincia de Las Villas, en 1888 y fue maestro en los inicios de la enseñaza pública en la Isla. Tuvo una vida muy activa como periodista, labor en la que se inició en la ciudad de Cienfuegos y prosiguió en La Habana, Buenos Aires (donde se estrenó como autor dramático) Nueva York y México, hasta que regresó a Cuba en 1918 para trabajar primero como redactor y luego como editor jefe del periódico habanero Heraldo de Cuba. Sus críticas al gobierno del general Menocal lo llevaron a la cárcel en 1919. Al año siguiente resultó electo concejal del Ayuntamiento de la capital y como tal se desenvolvió durante los seis años subsiguientes. Al abandonar la cámara municipal se convirtió en un propagador de su teoría sobre la intermunicipalidad universal, idea a la que dedicó artículos, folletos y ponencias en conferencias y congresos.

            Representó a  Cuba en la Liga de las Naciones, organismo internacional que precedió a la ONU, y, radicado en España, dirigió la revista Así va el mundo. En 1936, luego de su regreso a La Habana, comenzó a trabajar  en el proyecto del gran vuelo de confraternidad americana Pro Faro de Colón, que involucró a varios países y que perseguía el fin de  erigir al Descubridor de América el monumento que merecía.

            El periodista emprendió ese viaje con un oscuro presentimiento. Tanto había luchado por hacerlo realidad que no pudo eludirlo. Ni quiso porque nunca le abandonaron la fe en el buen éxito de los nobles propósitos ni el entusiasmo por los empeños difíciles. No imaginaron los que lo vieron partir que llevaba en el ánimo una mezcla extraña de optimismo y aprehensión. En Río de Janeiro acabó por expresar públicamente sus secretas inquietudes en una frase que no demoraría en hacerse  realidad. Dijo a los que lo rodeaban: “Me veo morir envuelto en llamas”.

            En efecto, el avión en que viajaba, al igual que otros de la escuadrilla de cuatro que formaban parte del proyecto Pro Faro de Colón, sufrió un accidente en los alrededores de la ciudad colombiana de Cali al chocar con una montaña.

            La máquina de escribir de Lugo-Viña, encontrada en el lugar del siniestro, se conservó durante años en el Museo de la Prensa de la Asociación de Reporters de La Habana, en la calle Zulueta. El fuego la derritió y la convirtió en un amasijo  de metales apenas reconocible.

ENTRÓ EN ÓRBITA

¿Recuerdan a Julito Díaz y Adolfo Otero, dos glorias del teatro vernáculo cubano? Mucho hicieron reír asimismo en la radio y en la TV. Habían sido compañeros de toda la vida. Juntos hicieron largas temporadas en nuestros mejores teatros y giras por el extranjero y se decía que en México los dos pelearon y alcanzaron grados militares bajo las órdenes del legendario Pancho Villa. Sostenían una estrecha amistad más allá de los escenarios y era habitual escucharlos bromear sobre cual de los dos fallecería primero. El que quedara vivo debía despedir el duelo del otro. Esto que contaré ahora lo relató Enrique Núñez Rodríguez hace muchos años en esta misma página.

            Murió Julito y la noticia llegó a la cabina de radio donde Otero hacía un programa que Enrique escribía. Todos temían darle la noticia hasta que se decidieron a hacerlo. Eran los días en que se hacían las primeras incursiones al cosmos.

Otero escuchó muy serio la novedad del fallecimiento de su amigo y compañero, y, sin exteriorizar sentimiento alguno, se limitó a comentar: Así que Julito entró en órbita.

            Terminado el programa, Otero salió el edificio de la TV y la Radio cubanas y cruzó la calle 23 para dirigirse a la funeraria Caballero, donde velaban a Julito Díaz. No llegó a verlo. Muy cerca del ataúd se desplomó. Él también había entrado en órbita.

            El esposo de Alicia Rico, actriz del vernáculo, murió en el escenario del teatro Martí. En una función de homenaje a su compañera, El Espada, como le llamaban,  no pudo resistir la emoción de los aplausos que a ella le tributaban y no hubo tiempo de trasladarlo al hospital. Desde aquel momento, contaba Núñez Rodríguez, ella también abrigó el deseo de morir en el escenario.

            Alicia sufría de  una cardiopatía, pero siguió trabajando hasta que el recrudecimiento de la dolencia exigió su hospitalización. Se acercaban las fiestas de fin de año y la actriz rogó, exigió, a su médico que la dejara volver al teatro, con lo que colocó al cardiólogo  en una terrible alternativa. El trabajo podía matarla, pero mantenerla fuera de temporada, alejada de su público podía ser también fatal. Transigió al fin del galeno. Regresaría a la escena con el compromiso de que no realizaría esfuerzos físicos. Así quedó pactado: Alicia Rico bailaría una rumba al final del espectáculo, pero no habría repeticiones.

            Reapareció Alicia en el Martí. Hizo la obra. Bailó la rumba y cayó el telón. Pidió el público, con gritos y aplausos,  que la repitiera. Quiso hacerlo, pero Núñez Rodríguez, director de la puesta, que conocía la disposición del cardiólogo, se negó. Lo cubrió  ella con los peores epítetos y Enrique, imperturbable, se mantuvo en su negativa. Entonces la actriz se asomó al lateral y pidió al maestro Rodrigo Prats, al frente de la orquesta, que atacara de nuevo con la rumba. Enrique le hizo señas para que no lo hiciera. Volvió Alicia a insistir y como Prats no le hacía caso, amenazó a Enrique.

            -Si no le ordenas a Rodrigo que dirija la orquesta, voy a salir a decirle al público que ustedes no me dejan bailar para ellos.

            Y se encaminó  al escenario para cumplir su amenaza. Enrique, ya sin salida, hizo un gesto a Prats y la orquesta acometió la rumba. Fueron seis las repeticiones. Al final, radiante y satisfecha, gritó a Enrique: Oye como están… ¡A mí me roncan!

            Al día siguiente, la actriz salió de nuevo a escena. Pero  esa noche, a petición de Enrique, que apeló a sus sentimientos más nobles, hizo solo dos repeticiones. Al concluir la función y cuando se dirigía al vestíbulo, todavía con el maquillaje de la obra, Alicia Rico palideció súbitamente y se desplomó para siempre.

            Concluía Núñez Rodríguez su crónica publicada también en esta página:

            “Nunca me perdonaré el haberla convencido para que limitara sus repeticiones de la rumba. Impedí, con aquella decisión, que muriera tal y como lo había deseado y que escribiera el lógico final de su bonita historia de amor”.

            De manera abrupta terminó la existencia de Carlitos Aguirre. Era hijo de un coronel de la Independencia y sobrino político del astuto Orestes Ferrara. Había concluido sus estudios y la familia quiso congratularlo con un viaje a España. Ya allí, concurrieron a una corrida de toros. El espectáculo transcurrió como siempre. Solo que cuando aquel matador metió la espada en la cerviz de la bestia, el toro saltó, se sacudió y el arma voló por el aire hasta clavarse en el cuerpo de Carlitos Aguirre y provocarle la muerte. 

             

           

             

 

           

 

           

           

           

 

Los peregrinos del San Luis

Los peregrinos del San Luis

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz 

 

Esta es una historia espeluznante. En mayo de 1939 más de 900 judíos  que arribaron al puerto de La Habana a bordo del buque San Luis, procedente de la Alemania nazi,  se vieron impedidos de desembarcar  pese a que todos contaban con la autorización pertinente para hacerlo, un llamado permiso de desembarco  por el que pagaron un mínimo de 150 dólares.  Casi todos ellos habían solicitado visa para Estados Unidos y pensaban permanecer en la Isla solo hasta que pudieran entrar en dicho país. Pero ocho  días antes de que el San Luis zarpara con destino a Cuba desde el puerto alemán de Hamburgo, el presidente cubano Federico Laredo Bru, invalidaba  mediante un decreto, los permisos de desembarco. Para entrar en Cuba se haría obligatorio entonces contar con una autorización de la Secretaria de Estado y  otra, de la Secretaría del Trabajo, más el pago de un bono de 500 dólares, requisitos de los que, desde luego, se excluía a los turistas.  Ninguno de los pasajeros del buque San Luis supo de la entrada en vigor de esa medida hasta llegar al puerto de La Habana. Y ya era demasiado tarde. Debieron regresar a Europa. No muchos  de ellos sobrevivieron para contar la historia.

            En definitiva, solo 28 de los 937 pasajeros del San Luis pudieron desembarcar en La Habana, el 27 de mayo de 1939, luego de una travesía de dos semanas.  Seis de ellos (cuatro españoles y dos cubanos) no eran judíos, y entre estos, únicamente 22 pudieron mostrar la nueva documentación requerida para el desembarco. Otro pasajero más, judío, intentó suicidarse a bordo y debió ser internado de urgencia en un hospital habanero. Nunca se supo si lo retornaron al barco o si quedó en tierra.

            Un día después del arribo de los judíos al puerto habanero, llegaba a La Habana Lawrence Berenson, abogado del Comité Judío Americano para la Distribución Conjunta (JDC) a fin de interceder por los pasajeros.  Había sido presidente de la Cámara Cubano-Estadounidense de Comercio y tenía por tanto muchas relaciones y una amplia experiencia empresarial en Cuba. Se reunió con Laredo Bru y trató de convencerlo de que autorizara el desembarco. El Presidente persistió en su negativa. El 2 de junio el mandatario  ordenó que el San Luis saliera de aguas cubanas, pero no por ello cortó las conversaciones con Berenson, a quien pidió 435 500 dólares a cambio de dejar bajar a los pasajeros. El negociador hizo una contraoferta; Laredo Bru la rechazó y rompió los contactos.

            Mientras, el San Luis navegaba lentamente hacia EE UU. Llegó a estar tan cerca de las costas de la Florida que los pasajeros pudieron ver las luces de Miami. Enviaron un telegrama al presidente Franklin Delano Roosevelt en solicitud de refugio. Roosevelt nunca respondió. Ya la Casa Blanca y el Departamento de Estado habían decidido no permitirles la entrada. Debían, dijeron fuentes diplomáticas norteamericanas, aguardar su turno en la lista de espera y luego cumplir con los requisitos necesarios para obtener el visado de emigración a fin de ser admitidos en territorio estadounidense.

            Tras la negativa de Washington, el San Luis puso rumbo a Europa. Organizaciones judías y, en especial, el JDC, negociaron con gobiernos europeos para que fueran admitidos en Gran Bretaña, Holanda  y Francia. El resto de los pasajeros desembarcó en Amberes, el 17 de junio de 1939, luego de pasar más de un mes en el mar. Las autoridades francesas, belgas y holandesas los llevaron a campos de internamiento, al igual que a otros refugiados alemanes, y las británicas los recluyeron  en la isla de Man y en campos de confinamiento ubicados en Canadá y Australia. Con la invasión alemana a Europa occidental, en mayo de 1940, los pasajeros del San Luis estuvieron de nuevo en peligro.  Unos 670 de ellos cayeron en poder de los nazis y murieron en campos de concentración. Otros 240 sobrevivieron a años hambre, maltratos y trabajos forzados.

EN CUBA

Entre 1933, cuando el partido nazi subió al poder, y 1939 más de 300 000 judíos salieron  de Alemania y Austria. Esa emigración se recrudeció tras la llamada Noche de los Cristales Rotos (9-10 de noviembre de 1938) cuando el acoso  contra los judíos y sus propiedades se hizo sentir con saña inusitada.

Los destinos preferidos de los emigrantes fueron el Mandato Británico de Palestina y EE UU, pero en ambos sitios regían cuotas estrictas que limitaban el número de emigrantes. Más de 50 000 judíos alemanes llegaron a Palestina en los años 30. Suiza aceptó 30 000 y rechazó a miles de ellos en la frontera. España tomó a un número limitado y lo remitió rápidamente hacia Lisboa. Desde esa ciudad miles de judíos lograron entrar en EE UU por barco, pero una cantidad aún mayor quedó con las ganas.  El Libro Blanco del Parlamento inglés, de 1939,  puso obstáculos severos a  la emigración  en Palestina, aunque Gran Bretaña aceptó recibir a 10 000 niños judíos.

 En esa fecha, en  EE UU el número de emigrantes alemanes y austriacos a admitir era de 27 370, cifra que se cubrió  rápidamente pues existía una lista de espera de varios años.  Mientras que los destinos disminuían, decenas de miles de judíos alemanes, austriacos y polacos se radicaron en Shangai, uno de los pocos lugares sin requerimiento de visa. La decisión de venir a Cuba, y esperar en la Isla la posibilidad de entrar a territorio norteamericano, fue una alternativa desesperada para aquellos 900 viajeros del San Luis. Serían víctimas aquí de la corrupción y las contradicciones del gobierno de la época, pero sobre todo de las presiones que Washington ejerció sobre las autoridades cubanas para que no se les aceptara. El presidente Roosevelt pudo haber admitido una cuota adicional para acoger a los viajeros del San Luis. No lo hizo por razones políticas.

Al ocurrir el incidente del San Luis, el director del Departamento cubano de Emigración, perteneciente entonces a la Secretaría de Estado, era Manuel Benítez González. Se dice que alcanzó el grado  de general en el Ejército Libertador, pero su nombre no aparece registrado en el Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba.  Ya en la República, y con grado de coronel, fue jefe del Regimiento 8 Rius Rivera de Pinar del Río. Sometido a investigación  a la caída del dictador Machado, guardó prisión en la fortaleza de la Cabaña. No se sabe si la indagación arrojó conclusiones en su contra. Lo cierto es que un hijo suyo, de su mismo nombre y teniente  del Ejército, fue de los pocos oficiales que se sumó al golpe de Estado protagonizado por los sargentos el 4 de septiembre de 1933. Y el gesto del hijo terminó por exonerar al padre preso.

La forma en que Manuel Benítez hijo se pasó a los sargentos bien merece figurar en una estampa de nuestro folclor político. Dormía esa noche en el campamento de Columbia cuando dos soldados lo despertaron para llevarlo detenido. Quiso saber el teniente Benítez quién daba la orden y cuando le respondieron que el sargento Batista, exigió que lo llevaran a su presencia. En ese momento, en el cine de Columbia se celebraba una asamblea de aforados y Batista, por más que se empeñaba en hacerlo, no lograba imponerse al bullicio que reinaba el salón. Al ver aquello, Benítez se encaramó sobre un asiento, ordenó silencio y pidió que se dejara hablar al orador.  Cuando Batista  terminó su perorata, Benítez, subido otra vez a una silla, se arrancó de manera espectacular sus grados y dijo que,  después de escuchar lo que había oído,  ya no quería ser teniente, sino, y a mucha honra,  el sargento Benítez. Aparte de sus dotes de mando, había sido actor de reparto en Hollywood y de ahí le venía el sobrenombre de El Bonito.

Batista, que lo necesitaba, acogió a Benítez en su entorno, no como sargento, sino como capitán. Llegaría a general de brigada, en 1942.  Fue su hombre de confianza en todas las tropelías, incluso las más íntimas porque Batista era corto con las mujeres, mientras que  Benítez  tenía una suerte loca con ellas. Fue Benítez quien le sirvió en bandeja a varias muchachas y prestaba a su jefe, ya Presidente de la República, una casa que para citas amorosas mantenía en el reparto Buenavista.

Tenía grandes defectos, la ambición y la mano larga para apropiarse de lo que no era suyo. De su padre lo aprendió.  Con la  venta de los permisos de desembarco a los judíos y otros negocios que le propiciaba su cargo de director de Emigración, el viejo Benítez llegó a amasar una fortuna personal que se calculó entre los 500 000 y el millón de pesos. Eso despertó la furia de otros funcionarios cubanos, el presidente Laredo Bru invalidó aquellas autorizaciones y Benítez se vio obligado a dimitir.

El país atravesaba entonces una aguda depresión económica. Había hambre, la esperanza de vida era corta y la gente moría, por falta de médicos y medicinas, de enfermedades perfectamente curables. Las fuentes de empleo eran escasas. Sin embargo, el movimiento obrero y revolucionario cubano no protestó contra la emigración judía, aun cuando antes de  la llegada del San Luis ya habían entrado a la Isla unos 2 500 hebreos.

Periódicos como Diario de la Marina, Ataja y Alerta alentaron  la xenofobia y el antisemitismo en un país donde los judíos –llamados por lo general polacos- formaron siempre parte del paisaje. La aversión se vio incrementada por la propaganda hitleriana. No se olvide que en 1938 se constituyó en La Habana –calle 10 no. 406 entre 17 y 19, Vedado- el Partido Nazi    y que existió aquí, en la misma época, el Partido Fascista Nacional, que fueron autorizados por el Registro Especial de Asociaciones del gobierno provincial. Los nazis cubanos decían ver en el comunismo su enemigo frontal y, según su reglamento, se aprestaban a cooperar con los poderes públicos “en lo que respecta al reembarque de emigrados antillanos” y otras “emigraciones indeseables”, con lo que se proponían sacar del país no solo a haitianos y jamaicanos, que trabajaban mayormente como braceros en la zafra azucarera, sino a los judíos, dedicados en lo fundamental a los negocios, por lo que abogaban además por “una legislación sobre restricciones de licencias comerciales e industriales”.

Pero más que todo eso, lo que decidió el destino de los viajeros del San Luis fue la oposición de Washington a que se les acogiera en La Habana. Las cuotas para los potenciales emigrantes provenientes de la Europa central ya estaban cubiertas en EE UU, país al que en definitiva viajarían muchos de aquellos refugiados. Así lo hizo saber Cordell Hull, secretario de Estado norteamericano, al gobierno de Laredo Bru. El mandatario se mostró obediente y sacó el barco de las aguas jurisdiccionales. Siguió el San Luis su rumbo. A la altura de Nueva York, la Estatua de la Libertad dijo adiós a sus pasajeros, abandonados a su suerte.

OTROS BARCOS

El San Luis no fue la única embarcación con  judíos a bordo que corrió esa suerte en el puerto de La Habana. Sucedió lo mismo con otros  buques.

            El 27 de mayo de 1939, el mismo día del arribo del San Luis, tocó  puerto habanero el buque inglés Orduña, con 120 judíos austriacos, checos y alemanes. Cuarenta y ocho de esos pasajeros traían el permiso de desembarco invalidado por las autoridades nacionales. Aun así pudieron bajar a tierra. Los 72 restantes se vieron obligados a un largo peregrinar por Sudamérica, pese a que también apelaron a la benevolencia del presidente Roosevelt, que mostró oídos sordos al pedido. Después de atravesar el Canal de Panamá, el Orduña hizo breves escalas en puertos de Colombia, Ecuador y Perú. En este último país encontraron refugio cuatro pasajeros y los otros 68 volvieron al Canal a bordo de otro barco inglés. Allí, en la ciudad panameña de Balboa, siete de ellos obtuvieron visas para Chile, y los otros quedaron en el Fuerte Amador hasta 1940, cuando los admitieron en EE UU.

            También en mayo de 1939 llegó a La Habana el buque francés Flandre, con 104 judíos a bordo. Imposible el desembarco. Puso la embarcación  rumbo a México, donde tampoco se permitió desembarcar a sus pasajeros y el Flandre volvió a Francia, donde el gobierno aceptó a los emigrados, pero los recluyó en un campo de internamiento.

            Otro barco más, el Orinoco, gemelo del San Luis, debió llegar a La Habana en junio con 200 pasajeros a bordo.  Pero enterado su capitán de lo sucedía en ese puerto, trató de que Inglaterra y Francia los acogieran. No los aceptaron, y tampoco lo hizo EE UU. Diplomáticos norteamericanos entonces presionaron al embajador alemán en Londres para que diera garantías de que una vez de vuelta a Alemania los refugiados no serían víctima de la barbarie nazi. Regresaron aquellos 200 judíos a Alemania, en junio de 1939. Su destino es todavía una incógnita. 

             

 

El libro que quitó el sueño a García Márquez

El libro que quitó el sueño a García Márquez

Ciro Bianchi Ross

 

García Márquez no ocultó su entusiasmo apabullante y dijo que este libro, que era el que durante años, luego de la muerte de Allende, había querido leer,  le quitó  el sueño. Fidel Castro fue sintético en su valoración del volumen, pero igualmente elogioso: “Juro que si tuviera dinero pagaría la edición masiva de ese libro”, sentenció como un escopetazo.

            En una sala de la fortaleza de la Cabaña, abarrotada de público, durante la recién finalizada Feria Internacional del Libro de La Habana, dedicada esta vez  a Chile, Max Marambio (Santa Cruz, Colchagua, 1947) presentó la edición cubana de Las armas de ayer, precisamente el título que Fidel y García Márquez saludaban con aplausos. Aunque contaba ya con siete ediciones en cuatro países –y pronto las tendrá en México, Italia y EE UU- se trataba, al decir de su autor, de una edición  especial porque incluía un capítulo sobre la muerte de Allende y algunas páginas ausentes en las anteriores. Marambio los había rehuido porque quiso escribir con su información personal y presencial en los hechos, entre los que no se encontraba la muerte del Presidente. García Márquez era de una opinión diferente y le exigió, más que le sugirió, que lo hiciera. Aun así, Marambio siguió negándose: la estructura narrativa, arguyó, no aceptaría un capitulo intercalado con apreciaciones determinadas por el conocimiento acumulado después del suceso. García Márquez volvió a la carga entonces y destrozó sus argumentos. Le dijo: “Cágate en la estructura y escríbelo con las tripas”.

            Más de tres décadas y media después que el golpe militar pusiera trágico fin al proyecto de la revolución pacífica en Chile, Marambio narra pasajes desconocidos de la insurgencia armada en ese país y sus principales protagonistas. Es la crónica escrita por un testigo de privilegio. Tras entrenarse en Cuba como guerrillero, regresó a Chile a hacer la revolución.  Se vinculó al Movimiento Insurreccional Revolucionario (MIR) y tuvo que sumergirse en la clandestinidad. De ella emergió en 1970 para asumir, con 23 años de edad,  la jefatura de la escolta del presidente Allende. Al ocurrir el golpe de Estado eligió combatir en defensa de la embajada de Cuba en Santiago. Quedó solo en esa sede diplomática al retirarse la representación cubana y decidió salvaguardar las armas que allí quedaron hasta entregarlas a los que combatían a la dictadura. Rodeado por fuerzas militares y sin asilo reconocido, pasa Marambio diez meses  en la embajada cubana: la dictadura lo quiere muerto.  Con el transcurso de los días se le suman otros perseguidos hasta que logra salir, exiliado, hacia Suecia. De ahí, a La Habana. De todo eso se habla en este libro.

            Su larga vinculación con la Isla hace que la edición cubana de Las armas de ayer implique una carga emocional enorme para su autor. “Primero, porque soy un sobreviviente, y, entre otras razones, porque ese libro sobre mi vida es también sobre Cuba porque Cuba es parte de ella”.

            Un libro bien escrito, que atrapa y cautiva al lector desde sus primeras páginas. De innegable interés periodístico e histórico.  Pletórico de emoción y de recuerdos desgarrados. Pero no plañidero, sino donde hechos y personajes también se abordan con sentido del humor y desde una perspectiva crítica. Una crónica sobre seres sin historia, trabajada sin un ápice de ficción y que mañana engrosará la leyenda, que es la historia de los héroes verdaderos.