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Hechos

Las armas secretas

Las armas secretas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Las últimas armas que recibió Fulgencio Batista para apuntalar su ya tambaleante dictadura le vinieron de la República Dominicana y de la Nicaragua de Somoza. Lo primero es bastante conocido: fueron aquellas carabinas San Cristóbal que, en el fragor de la lucha, a veces funcionaban y otras no. Lo segundo se supo no hace mucho tiempo, cuando se revelaron documentos que obran en los fondos  de Cuban Heritage Collection, de la Universidad de Miami.

            El ex  dictador estaba indignado. Había llegado a sus oídos el rumor de que el general Francisco Tabernilla Palmero (Silito) a quien había visto nacer y que se desempeñó, hasta el 31 de diciembre de 1958,  como su secretario privado y jefe de la División de Infantería destacada en el campamento de Columbia, se había atrevido a escribir a Anastasio Somoza Debayle, jefe de la Guardia Nacional de Nicaragua, para aconsejarle acerca de la actitud a  asumir sobre la invasión de Olama y Mejillones protagonizada por Pedro Joaquín Chamorro al frente de un centenar de hombres, en junio de 1959. Batista se había enterado que  Tabernilla Palmero sugirió a Somoza que cortara el flujo de víveres, ropas y medicamentos hacia la zona insurgente y le había dicho,  como si Somoza tuviese necesidad de que se lo dijeran, que “la represión contra los involucrados en hechos conspirativos deberá ser tan imparcial y tan severa como las circunstancias lo requieran”.

            No era, sin embargo, un rumor lo que al ex mandatario cubano llegaba hasta la lejana Funchal, en las islas Madeiras. El mismo Tabernilla Palmero se encargaría de rectificarlo. “La carta a Somoza no es rumor. Le acompaño la copia. Se la hice al contemplar a su país invadido, para que no fuera a incurrir en los mismos errores que nosotros cometimos”, le aclara el secretario respondón  a Batista en una misiva fechada el 8 de noviembre de 1959. Dice además: “Usted sabe que yo mantenía amistad con él [con Somoza Debayle] y no podía olvidar que cooperó decididamente con nuestro Ejército…”

            Tabernilla Palmero refresca la memoria de su antiguo jefe: Le dice que, cuando ya en los meses finales del gobierno batistiano, solo quedaban dos mil balas de 37 mm, llamó a Somoza Debayle y “al día siguiente aterrizaba en Ciudad Militar un avión de la NICA con cuatro mil balas para los tanques”.Añade: Por cierto que usted dio un crédito de 40 mil pesos para ese pedido, pero no se pagó oportunamente”.

            En resumen, Somoza, que fue derrotado por los sandinistas en julio de 1979, envió a su colega en desgracia 30 tanques T-17 con 90 ametralladoras, 16 mil balas para cañón de 37 mm, un millón de balas calibre .30, bombas de napalm y bombas de fragmentación de 500 y mil libras. Una bonita remesa.  

Silito era uno de los miembros más conspicuos del clan de los Tabernilla. Su padre  era el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas cubanas. Uno de sus hermanos, jefe de la Fuerza Aérea del Ejército, mientras que otro desempeñaba también un importante cargo. Tío político suyo era el general Alberto Ríos Chaviano, el carnicero del cuartel Moncada, en 1953.  Estaba al frente del Regimiento Mixto de Tanques de Columbia cuando,  al ocurrir el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, acudió en auxilio del dictador, lo que le valió el ascenso a General de Brigada y la jefatura de la División de Infantería, aunque aquel día los blindados, girando desde su propio eje desde Columbia, llegaron mucho después de que  el combate había cesado. A mediados de 1959 los tiempos eran otros. Batista y los Tabernilla se hallaban en el exilio y el ex dictador los acusaba de traición y los responsabilizaba en gran parte con el fracaso militar frente a la guerrilla. Y ellos, a su vez, acusaban a Batista y, para demostrarlo, pidieron (y pagaron) al periodista José Suárez Núñez, batistiano hasta la víspera, que escribiera el libro El gran culpable.  

De ahí la carta que sobre la actitud de Tabernilla Palmero remite Batista, desde Funchal,  a dos misteriosos “R y P”  (¿Irenaldo García Báez y Orlando Piedra?). La califica como una injerencia en los asuntos internos de Nicaragua.  “Las expresiones y lo que trata de afirmar, como la carta enviada a los Somoza, encierran tales degeneraciones, que lo mejor es ignorarlo totalmente”, recomienda en ella  a sus ex colaboradores y les dice que tiene noticias de que el documento de Silito fue recibido con “asco” por sus destinatarios.

“TUVE QUE BARRER MI HABITACIÓN”

Se desconoce si Batista llegó a saldar la deuda con Somoza. A Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, sí tuvo que pagarle la suya. Ese fue uno de sus mayores contratiempos en la República Dominicana.

            Batista llegó a Santo Domingo en la mañana del 1ro de enero. En la base militar donde aterrizó su avión lo esperaba, para darle la bienvenida oficial,  Ranfis Trujillo, hijo predilecto del Generalísimo (aunque las malas lenguas decían que era hijo de un cubano) a quien su padre otorgó los grados de coronel cuando tenía tres de edad y lo promovió a general a los nueve. Lo declararon huésped de honor de la República Dominicana y lo alojaron en un palacete, cercano al Palacio Nacional,  que se destinaba a  visitantes ilustres. Pensó que el Benefactor lo recibiría de inmediato, pero debió esperar más de 48 horas para que le concediera la audiencia. Ese mismo día, 3 de enero, se le acabó la jactancia cuando Trujillo le comunicó que pondría a su disposición 25 mil hombres y los barcos y aviones necesarios para que encabezara una expedición a Cuba. Batista se negó, pero se brindó para promover y costear un atentado contra el jefe de la Revolución Cubana.

            Meses después Trujillo lo llamaba nuevamente a Palacio. En la entrevista anterior había apelado a su valor y hombría. Ahora apelaba a su bolsillo. Batista tenía una cuenta pendiente con el Estado dominicano: no había pagado el último envío de armas y  le exigía el saldo de la deuda, ascendente a 90 mil dólares.

            Batista respondió que no se trataba de un asunto personal, sino que aquellas armas eran una deuda del Estado cubano. Trujillo lo miró con sorna.

            -Usted no pretenderá que yo le cobre a Castro unas armas que se usaron contra él –dijo. Añadió: Piénselo, general Batista. Yo tengo que cobrar. Son armas del Ejército dominicano y ese dinero es de la República. Se las envié para ayudarlo…

            -Yo no poseo ese dinero. Apenas tengo para vivir. Soy un hombre pobre…-balbuceó Batista.

            El Generalísimo, por supuesto, no se lo creyó y al día siguiente le envió a su suite del hotel Jaragua, donde se había instalado después de la primera entrevista, al jefe de sus ayudantes, un coronel del Ejército que, con respeto y siempre en atención, le trasmitió saludos del Benefactor y le recordó la deuda. Batista volvió a esgrimir los mismos argumentos y los reiteró en cada una de las visitas del militar, visitas que llegaron a hacerse diarias hasta que ocurrió lo inesperado.

            Otro coronel se presentó en el hotel Jaragua junto con dos soldados y conminó a Batista a seguirlo. Trujillo quería verlo inmediatamente. Batista accedió. El tono de la voz y la rudeza de los gestos del coronel y la mirada torva de los dos soldados dejaron sin alternativa al ex dictador. Al salir, pidió al almirante Rodríguez Calderón que lo acompañara. El ex jefe de la Marina de Guerra cubana pasaba casi todo el tiempo junto a Batista desde que su esposa Marta viajara a Nueva York.

            Batista y Calderón fueron “paseados” por Ciudad Trujillo y oscurecía ya cuando el carro en que viajaban salió de la capital. En definitiva, irían a dar a la cárcel de La 40.

Allí, en celdas separadas, pasaron la noche y parte del día siguiente y, diría Batista en una carta que meses después y ya desde Funchal remitió a Rivero Agüero y que firmó con el seudónimo de Mateo, “me obligaron a barrer mi habitación”.

            A La 40 fue a rescatarlo el jefe de los ayudantes de Trujillo, el que siempre le hablaba con respeto y en posición de firme. Le pidió disculpas. Le dijo que se trataba de una extralimitación por no haber concurrido Batista a registrarse como extranjero y que el Generalísimo estaba apenadísimo. Pero aquel paseíto y la breve estancia en la cárcel lo ablandaron para siempre y ya en el hotel, bañado y vestido de limpio, abonó el importe de la deuda. El ex hombre fuerte de Cuba, el otrora hijo predilecto de Washington, el dictador a quién, en la Conferencia Panamericana de 1956, el presidente Eisenhower llamó “mi amigo”, había sido puesto en ridículo para siempre. Días después Trujillo lo convocaba de nuevo. Quería un millón de dólares para sufragar las actividades anticubanas. Batista le extendió el cheque sin decir media palabra.

            Su futuro en la República Dominicana era incierto. A finales de junio del 59, el influyente periodista norteamericano Drew Pearson, muy ligado al Departamento de Estado, escribía en su columna: “(…) Lo que le sucederá a manos de los ex oficiales de su Ejército o de Trujillo, queda por ver”.

            El 17 de julio un despacho cablegráfico de la AP informaba que el ex dictador había sido detenido en el aeropuerto cuando intentaba salir de Ciudad Trujillo a bordo de un avión privado. El mismo día, otra noticia, fechada en Washington,  decía que Batista acudió  al consulado norteamericano de Santo Domingo a fin de pedir la entrada en Estados Unidos. La información no precisaba si le concederían el permiso.

            El gobierno norteamericano parecía haberlo abandonado a su suerte. La esposa del ex dictador no lograba hacerse recibir por la señora de Eisenhower y apelaba a ella a través de una carta pública. Mientras tanto, Gonzalo Güell, ex ministro de Estado cubano, recorría las cancillerías europeas tratado de que algún país concediera asilo al dictador. Su abogado neoyorquino ponía el grito en el cielo: la vida del ex general corría peligro en la República Dominicana.

            Al fin, el Departamento de Estado decidió actuar y pidió a la cancillería brasileña que gestionase el asilo en Portugal. Antes de abandonar la República Dominicana, Batista debió entregar otros dos millones de dólares a Trujillo por el permiso de salida. Corría el mes de octubre de 1959 y una foto lo captó a su llegada al aeropuerto madrileño de Barajas. Había perdido el pelo en la República Dominicana.  

            Debe decirse que lo que costaron  a Batista los meses que pasó en  el Santo Domingo  del Benefactor, es un asunto no esclarecido del todo y del que se ofrecen  cifras diferentes. Dos hombres muy cercanos al ex mandatario, Orlando Piedra y Roberto Fernández Miranda, aseguran que lo entregado no pasó del millón de dólares de los tres que exigió Trujillo, cantidad que evidentemente no incluye el pago de las carabinas San Cristóbal. Pero en la ya aludida carta a Rivero Agüero y que firmó como Mateo, Batista se queja de su estancia en la República Dominicana, donde Trujillo “me robó cuatro millones de dólares y tuve que barrer mi habitación”. 

   

MISTERIO CHINO

 

Rodemos hacia atrás ahora la máquina del tiempo. Es el 31 de diciembre de 1958 y en Columbia espera por Batista una delegación dominicana. La manda Trujillo para que coordine el envío de tropas  que apuntalarían a un ejército incapaz ya de ganar siquiera una escaramuza contra los rebeldes. El grupo lo integran el coronel Johnny Abbes García, jefe de la tenebrosa Inteligencia trujillista y altos oficiales del Ejército y la Marina. Acompañan a la comitiva un yugoslavo y un chino que vienen a resolver el problema de las carabinas  San Cristóbal que a veces disparaban y otras no. Batista se negó a recibirlos y los dejó embarcados en Cuba. Escribe Orlando Piedra en sus memorias que hombres a su mando los buscaron por toda La Habana para sacarlos de la Isla, y no les fue posible dar con ellos, pero que Abbes García no perdonó lo sucedido y de ahí el trato que dispensó a los batistianos que arribaron a Santo Domingo. A uno de ellos, el capitán Juan Castellanos del Buró de Investigaciones, lo mantuvo secuestrado durante un par de días y lo sometió a torturas con choques eléctricos luego de haberlo mantenido sumergido en tanques de agua pestilente.

            Cómo salieron de Cuba aquellos trujillistas es algo no aclarado del todo. Se dice solo el chino no pudo hacerlo y que, apresado, pasó su temporada en una cárcel cubana donde mató el tiempo enseñando su idioma a otros reclusos. Hay otra versión. A las siete de la mañana del 1ro de enero,  Porfirio Rubirosa, play boy devenido embajador del Generalísimo en La Habana, tocó a la puerta de un distinguido abogado, vecino suyo en el reparto Biltmore. Pidió que le consiguiera una avioneta para sacar de Cuba, con destino a Miami,  al coronel Abbes García, al yugoslavo y al chino. Abbes y el yugoslavo podían entrar en Estados Unidos; no así el otro. Era, sin embargo, un obstáculo superable y lo consiguieron cuando desde la avioneta en vuelo arrojaron al chino al Estrecho de la Florida.

            Dos dictaduras, la de Trujillo y la de Somoza, trataron, en los meses finales de 1958,  salvar a otra dictadura. Las tres cayeron.   

                       

             

           

 

             

             

 

La última noche de Batista

La última noche de Batista

Ciro Bianchi Ross

 

El fracaso de la acción del Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957, clausuró una forma de lucha: “El proyecto abreviante de la guerra mediante el descabezamiento del régimen en la cima dentro de la tesis de una gran insurrección urbana”.

            Un hecho importante en la estrategia revolucionaria tuvo lugar en la Sierra Maestra, el 3 de mayo de 1958, cuando la dirección nacional del Movimiento 26 de Julio designó a Fidel Castro como Comandante en Jefe del Ejército Rebelde y secretario general de la organización, con lo que asumió la conducción política y militar de la guerra tanto en la montaña como en las ciudades.

            A partir de esa reunión, la lucha seguiría la línea de la Sierra, que llamaba a la confrontación armada directa que se extendería a otras regiones y dominaría el país, y que, dice Che Guevara: “pondría fin a algunas ilusiones ingenuas de pretendidas huelgas generales revolucionarias cuando la situación no había madurado lo suficiente para que se produjera una explosión de ese tipo”.

            Esa carencia de condiciones había motivado el fracaso de la huelga del 9 de abril de 1958. Lejos de afectar la estabilidad del régimen batistiano, aquella huelga permitió al gobierno, luego de reprimir ferozmente a los huelguistas, movilizar hacia la Sierra Maestra grandes contingentes militares.

            Batista llevaba a cabo así su llamada Ofensiva de Primavera como parte del Plan F-F (Fin de Fidel) diseñado por sus estrategas. Diez mil soldados de la tiranía, agrupados en 14 batallones y siete compañías independientes atenazaron la zona del I Frente, comandado por Fidel.

            Con solo 300 hombres, cien de los cuales carecían de armamentos, el jefe revolucionario opuso a la ofensiva enemiga una resistencia frontal, que en unos 30 combates y seis batallas de envergadura, en la región de Santo Domingo, en pleno corazón de la  Sierra, aniquiló o puso en fuga al ejército adversario, cuyos flamantes estrategas se cubrieron de ridículo para siempre.

            Tras la ofensiva de primavera, el régimen batistiano quedó con la columna vertebral rota, pero no vencido. Fue entones cuando el Comandante en Jefe ordenó la contraofensiva rebelde, en la que los comandantes Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos tuvieron un papel decisivo al encomendárseles la misión de sacar la guerra de los límites de la provincia oriental. Camilo debía llegar hasta Pinar del Río y Che operaría en la central provincia de Las Villas.

            Fidel y el resto de sus comandantes continuarían la lucha en Oriente, estrechando cada vez más el cerco elástico en torno a la importante plaza militar de Santiago de Cuba.

            Esa era, a grandes rasgos, la situación militar del país en diciembre de 1958.

 

EL ÚLTIMO MES

Ya para esa fecha, el territorio oriental estaba casi totalmente controlado por el Ejército Rebelde. En Las Villas, 2000 efectivos militares no pudieron contener el avance de las columnas invasoras de Camilo y Che (conformada por ciento y tantos hombres cada una de ellas) y se combatía asimismo en regiones de Camagüey y Pinar del Río.

            Crecía la impopularidad del régimen y el desencanto permeaba a sectores que hasta muy poco antes le habían dado su apoyo tácito o abierto. En La Habana, donde la represión se hacía sentir con verdadera saña, la ciudadanía acataba la orientación del Movimiento 26 de Julio que, bajo la consigna de 0 3 C (cero compras, cero cine, cero cena) llamaba al retraimiento durante las celebraciones pascuales. Las calles lucían tristes y desiertas.

            La batalla de Guisa, que se extendió, bajo la conducción de Fidel entre el 20 y el 30 de noviembre, tuvo lugar prácticamente a la vista de la ciudad de Bayamo, sede del puesto de mando de la Zona de Operaciones antiguerrilleras. El Ejército Rebelde luchó allí contra nueve refuerzos que llegaron con apoyo de artillería y aviación. La victoria le permitió proveerse de una cantidad apreciable de armas, pertrechos y equipos, incluidos dos tanques T-17, 55 000 tiros, un mortero y siete ametralladoras. El Ejército de la tiranía sufrió más de 200 bajas.

            Liberada Guisa, el Comandante en Jefe decidió tomar los pueblos de Jiguaní, Baire y Maffo, con lo que el sector comprendido entre Bayazo y Palma Soriano quedaría controlado por los rebeldes, que dominarían también el tramo de la carretera Central que se extiende entre ambas ciudades. Cuando Palma cayó en poder de las huestes revolucionarias, Bayamo y Santiago quedaron aislados.

            El 10 de diciembre, los pueblos de Baire y Jiguaní pasaban a ser territorio libre, y el 11 comenzaría la batalla de Maffo, que se extendería hasta el 30. Palma Soriano se rendía ante las tropas del comandante Juan Almeida y la ciudad de Santiago empezó a divisarse ya para el Ejército Rebelde.

            En la provincia de  Las Villas la situación resultaba también favorable para las huestes de Camilo y Che. Esos jefes guerrilleros, en tres semanas, había logrado inmovilizar los destacamentos militares. Destruyeron los puentes sobre los ríos Tuinicú y Falcón, en la carretera Central, con lo que interrumpieron el tránsito entre La Habana y los pueblos situados al este de Santa Clara, la capital provincial.  Y con el fin de obstaculizar el desplazamiento del ferrocarril central, interrumpieron asimismo varios tramos de la vía férrea.

            Che puso sitio a Fomento, lo tomó y después atacó Guayos y  Cabaiguán con igual éxito. Posteriormente Placetas, Remedios, Caibarién y Camajuaní se rindieron ante sus tropas, en tanto que Camilo atacaba las guarniciones de los pueblos del norte de la provincia y ponía sitio a Yaguajay, donde el Ejército resistió el asedio durante 11 días. El 23 de diciembre los rebeldes se apoderaban de Sancti Spíritus, ciudad de unos 115 000 habitantes.

            La estrategia del Che, como jefe de operaciones en Las Villas, era la de reducir las guarniciones de las ciudades y pueblos situados alrededor de Santa Clara, fuerte plaza militar y punto obligado del tráfico por carretera y vía férrea entre La Habana y el este del país.  Con ello impediría la llegada de refuerzos una vez comenzado el cerco de la ciudad.

            El 29 de diciembre, mientras Fidel se proponía el ataque a Santiago, Che daba la orden de combate contra las guarniciones destacadas en Santa Clara, que caería en sus manos al mediodía del 1 de enero de 1959. Ya para esa fecha, el legendario guerrillero había descarrilado y capturado el tren blindado que, con sus 22 vagones cargados de hombres, armas y equipos para la reparación de caminos y vías férreas, era una de las últimas cartas de triunfo de la tiranía.

ASÍ PAGA EL DIABLO

En aquel mes de diciembre de 1958, en que el gobierno batistiano se desmoronaba a ojos vista, Washington trató de llevar a cabo una maniobra política encaminada a salvar al régimen mediante el sacrificio del tirano.

            Earl Smith, embajador norteamericano en Cuba hasta enero del 59, da la clave en su libro El cuarto piso, en el que expone los detalles de su misión diplomática en La Habana. Dice:

            “Los representantes de los monopolios estaban de acuerdo en que era muy tarde [se refiere a diciembre de 1958] para ayudar a Batista y que la mejor alternativa era la de proponer una junta cívico militar. Estos caballeros coincidían en que una junta lograría un apoyo general del pueblo de Cuba y debilitaría a castro si incluía a figuras representativas de la oposición política y algunos de los elementos mejores del gobierno. Batista sería excluido…”

            Agobiado por las continuas derrotas de un Ejército que no era  capaz de ganar ya siquiera una escaramuza, Batista recibió, el 9 de diciembre, a un curioso personaje. El norteamericano William D. Pawley, hombre de negocios que había comenzado a venir a  Cuba, en los años 30,  como promotor de la Panamarican Airways y que en ese momento representaba los intereses de los Autobuses Modernos, que competerían con la empresa cubana de los Ómnibus Aliados. Eran viejos conocidos. 

            Pawley se entrevistó con Batista en Kuquine, la finca de recreo del Presidente, y lo hizo a título personal pues el personaje dijo no tener vínculos con el gobierno de su país. En realidad, con aquella entrevista cumplía la misión encomendada por la administración de su país: persuadir al tirano de que presentara la renuncia.

            Pawley habó como un amigo y no como un emisario. De ahí que todo lo que ofrecía a cambio de la dimisión del Presidente, afirmó, debía ser aprobado luego por Washington. Él trataría de que fuera así. Si el general renunciaba, aseguró, podría irse a vivir a EE UU, donde Batista tenía su residencia en Daytona Beach, y no se molestaría a sus amigos y partidarios. Le dio a conocer la lista de los integrantes de la junta cívico militar que lo sustituiría. “Nosotros, puntualizó el visitante, haremos un esfuerzo para que Fidel Castro no llegue al poder”. 

            Algún tiempo después, septiembre de 1960, cuando testificó ante un subcomité del Senado norteamericano, Pawley dijo: “Yo fui seleccionado para ir a Cuba a hablar con Batista y tratar de persuadirlo de que renunciara… No tuve resultados en mis esfuerzos, pero si Rubotton me hubiera autorizado a decir siquiera lo que le estoy ofreciendo tiene la aprobación tácita y el respaldo de mi gobierno, creo que Batista habría aceptado”.

            Pawley llevó a cabo su misión a espaldas del embajador Smith, quien se enteró de casualidad, antes que por el conducto oficial, de que un enviado de la administración se entrevistaría con Batista. El Departamento de Estado nunca le dijo su nombre, y el diplomático no conoció su identidad ni supo los detalles de la conversación con el Presidente hasta que coincidió con Pawley en la sesión del Senado ya aludida. Al hacer contacto con Batista a través de Pawley, Washington protegía las excelentes relaciones existentes entre Smith y Batista y reservaba al embajador para la gestión oficial en caso de que, como ocurrió, el tirano no escuchara la voz amistosa del emisario.

            En La Habana, sin embargo, había gente mejor enterada que Smith de la misión de Pawley. Mario Lazo, asociado con Jorge Cubas en el bufete habanero que llevaba sus nombres (Edificio Ambar Motors; Piso 9. Tfno. 70 9452) era uno de los abogados cubanos de la United Fruit y de otras grandes compañías norteamericanas. Esas empresas sugirieron a Washington la sustitución de Batista por una junta militar, y Allan Dulles, director de la CIA, comunicó a los ejecutivos de esas firmas que Pawley viajaría a La Habana para hablar con el dictador.

EL HOMBRE HERIDO

Pawley llegó el 5 de diciembre. El día antes el Departamento de Estado había pedido a Smith que se trasladara a Washington para consultas. El 9 se entrevistaron Pawley y Batista. El 10, Smith fue recibido en el Departamento de Estado. En la reunión se hallaban Robert Murphy, subsecretario; Roy Rubotton, secretario auxiliar, entre otros personajes. “Allí estaba también, diría Smith, el enlace de la CIA con el Departamento de Estado”.

            En esa reunión comunicaron al embajador los nombres de los integrantes de la posible junta militar que suplantaría a Batista. No coincidían enteramente con los que Pawley dio el día anterior al tirano. La composición de la junta fue la única noticia que Smith sacó del encuentro. El resto de los asuntos que le plantearon los conocía a través de Mario Lazo.

            El embajador regresó a La Habana y pasó un cable a Washington: quería saber el resultado de la conversación de Pawley con Batista. No tuvo respuesta. Días después cursó otro mensaje: estaba seriamente amenazado el desarrollo de la zafra azucarera de 1959 por controlar los rebeldes prácticamente la porción este de la Isla. Esa vez sí le contestaron y de manera urgente.

            “En las primeras horas de la mañana del día 14 de diciembre recibí instrucciones de Washington, dice Smith en su libro El cuarto piso. Era evidente, según decía el secretario Roy Rubotton… que Batista conservaba la esperanza de que EE UU lo apoyara hasta la toma de posesión del doctor Rivero Agüero, electo presidente el 3 de noviembre de 1958. Mi misión consistía en desengañarlo”.

            Inmediatamente Smith se entrevistó con el canciller Gonzalo Güell y por su conducto le solicitó audiencia a Batista. Dijo al Canciller: “Tengo el desagradable deber de informar al Presidente de la República que EE UU no apoyará al actual gobierno de Cuba y que me gobierno cree que Batista está perdiendo efectivo control sobre la situación”.

            Batista recibió al diplomático el día 17, en Kuquine. Quiso Smith dorarle la píldora y comentó que cumplía ese encargo con desagrado. Pero, dijo entrando al grano, su gobierno veía con escepticismo la idea de que el dictador permaneciera en el poder hasta el 24 de febrero. Después llegó lo peor. Pawley había dicho a Batista que Washington le concedería el permiso de entrada a territorio norteamericano y que su criterio sería atendido para conformar la junta militar que lo sustituiría. Lo que tenía que decirle Smith era muy diferente.

            Batista comentó que sin su presencia el Ejército se desintegraría, manifestó que EE UU debía respaldarlo hasta el 24 de febrero y propuso, como fórmula salvadora, que Rivero Agüero, una vez en el poder, formara un gobierno de coalición y constituyera una asamblea nacional que convocara a elecciones. “Esa asamblea debe tener todo el respaldo de EE UU”, precisó.

            Smith fue tajante. “Le dije que no esperara respaldo de mi gobierno a ninguna de sus posibles soluciones ni el apoyo a su posición”.

            Batista adujo que la junta no podría resistir sin su apoyo y que, de formarse, tenía que incluir a Rivero Agüero.

            Comentario de Smith: “Le dije bien claro que yo no estaba autorizado para admitirle la discusión de soluciones específicas o personalidades de la próxima junta”.

            El dictador preguntó entonces si después de la renuncia podía trasladarse a su casa de Daytona.

            “Le sugerí que pasara un año o más en España u otro país y que no demorara su partida de Cuba más del tiempo necesario para una ordenada trasmisión de mandos”.

            Al resumir la entrevista con el mandatario, el embajador expresa en El cuarto piso que durante la conversación advirtió que Batista “respiraba como un hombre herido, y él y yo lo sabíamos bien”.

            En la noche del 22 de diciembre de 1958, el tirano dictó al general Silito Tabernilla, su secretario privado,  los nombres de los que lo acompañarían en la fuga y cómo se distribuirían en los tres primeros aviones. En el suyo viajarían Marta, su esposa, y su hijo Jorge, varios ministros, los esbirros Esteban Ventura Novo y Orlando Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, y cuatro o cinco guardaespaldas... Entre los 51 pasajeros de la segunda aeronave, que llegaría a Jacksonville, irían el clan de los Tabernilla y algunos de los otros hijos de Batista, y en el tercero, un C-47 ejecutivo, el avión presidencial que llevaba el nombre de Guáimaro, 13 personas más. Aunque la ubicación de los fugitivos en los aviones sufrió cambios de última hora, la lista la conformaban cien nombres en total. El resto de los batistianos quedarían  abandonados a su suerte.

LA TRAICIÓN DE COLUMBIA

El 28 de diciembre, ante el desplome inminente de la tiranía, el mayor general Eulogio Cantillo Porras, Ayudante General del Ejército y jefe de la Zona de Operaciones, llegaba en helicóptero al central Oriente, en Palma Soriano, para entrevistarse con el Comandante en Jefe. Cantillo era el gran derrotado de la ofensiva de primavera, que estuvo bajo su conducción personal. En esos momentos las fuerzas armadas batistianas no podían resistir 15 días más el avance victorioso de la guerrilla.

            Según la revista Bohemia (sección En Cuba; 11 de enero, 1959) la entrevista se desarrolló en los siguientes términos.

            -A usted no le tienen que importar nada Batista ni los Tabernilla ni toda esa gentuza, general Cantillo. Esa es una ralea que no ha tenido piedad de Cuba, pero tampoco la ha tenido de los militares cubanos. Los ha llevado a una guerra que se pierde siempre porque contra el pueblo no se puede ganar una guerra…

            “Pero entiéndalo bien, continuó Fidel, yo no autorizaré ningún tipo de movimiento que permita la fuga de Batista. Nuestro primer planteamiento es la entrega de los que consideramos criminales de guerra, empezando por el dictador. No transijo en esto.

            “Lo que hace falta no es un madrugonazo más en Columbia ni una solución por encima, que deje intacto lo podrido, añadió el jefe del Ejército Rebelde. Hay que sublevar la guarnición de Santiago, que es lo suficiente fuerte y está bien armadas, sumar al pueblo y a los revolucionarios en un movimiento irresistible porque de seguro se le unirán todas las guarniciones del país.

            Cantillo adujo que necesitaba trasladarse a la capital.

            -No, no, es un riesgo que vaya usted a La Habana.

            -No creo que sea ningún riesgo.

            -Corre usted el peligro de que lo detengan porque aquí todo se sabe.

            -No, yo estoy seguro de que no me detienen…

            Ambos interlocutores guardaron silencio. Fidel se expresó con recelo:

            -¿Me promete usted que no se v a dejar persuadir en La Habana por poderosos intereses? ¿Quién me asegura que no hay gente grande detrás de usted, empeñada en dar un golpe de Estado en la capital?

            -Yo le prometo que no.

            -¿Me lo promete de veras?

            -Se lo prometo.

            -¿Me lo jura por su honor de militar?

            -Se lo juro.

            En resumen, Cantillo se comprometió con Fidel a protagonizar a las tres de la tarde del 31 de diciembre  un pronunciamiento militar en el cuartel Moncada, de Santiago, y desde allí se exigiría la renuncia del gobierno y la captura de los grandes culpables. No cumplió nada de lo pactado.

            En Respuesta, Batista se refiere a esa entrevista y hay que ver con natural reserva lo que afirma. Dice que el alto oficial vio al líder rebelde en cumplimiento de una orden del mayor general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del Estado Mayor Conjunto. Él (Batista) ordenó a su vez el regreso de Cantillo y cuando este arribó al aeropuerto militar, un oficial lo condujo a presencia del dictador.

            “…Cuando le pregunté por qué se había ido a Oriente sin verme, me respondió que cuando informaba a Tabernilla de los problemas bajo su mando, el jefe del EMC le insistió en que hiciera contacto con Castro. Entonces él (Cantillo) se acordó de un sacerdote, el padre Guzmán, que le había enviado un  mensaje a los efectos de servirle de intermediario. Tabernilla le había ordenado partir de inmediato, buscar al cura y arreglar una entrevista personal con Fidel Castro para determinar qué es lo que quiere”.

            Concluye Batista:

            “El mero hecho de que la entrevista se hubiera efectuado significaba algo más que una actitud derrotista. Era la derrota en sí”.

            No se sabe, quizás ya no se sepa nunca, si el dictador estuvo detrás del encuentro de Cantillo con Fidel. Astuto como era, es muy posible que lo haya estado y que moviera hasta el final los hilos de la situación que concluyó con su fuga. Por encima de sus afirmaciones en Respuesta y frases para la historia, hubo un entendimiento total entre Batista y Cantillo, incluso después de que este le pidiera la renuncia.

            El 2 de enero de 1959, en el discurso que pronunció en el parque Céspedes, de Santiago de Cuba, Fidel se refirió a su reunión con Cantillo y expresó que había aceptado entrevistarse con el general por lo que su compromiso podría significar en el acortamiento de la lucha, y enjuiciaba de manera categórica la actitud del oficial de la tiranía. “No voy a andar con paños calientes, expuso ante los santiagueros, para decirles que el general Cantillo nos traicionó… Pero desde luego lo habíamos dicho siempre: no vayan a tratar a última hora de venir a resolver esto con un golpecito militar porque si hay golpe militar de espaldas al pueblo, nuestra Revolución seguirá adelante. Esta vez no se frustrará la Revolución. Esta vez, por fortuna para Cuba, la Revolución llegará de verdad a su término”.

LA NOCHE DEL ÚLTIMO DÍA

En El cuarto piso, el embajador Smith dice que el Departamento de Estado le comunicó que la junta que suplantaría al dictador estaría integrada por el general Eulogio Cantillo, el coronel Ramón Barquín, el general Arístides  Sosa de Quesada y alguien más cuyo nombre ni revela. En el Congressional Record de 2 de septiembre de 1960, que recoge la deposición de Pawley ante el Senado, se afirma que la junta estaría compuesta por el coronel Barquín, el general Martín Díaz Tamayo, Pepín Bosch, de la casa ronera Bacardí “otro cuyo nombre se me escapa en este momento”.

            Cuando Batista abandonó el poder en 1944 su sucesor, el doctor Ramón Grau San Martín, se empeñó en limpiar al Ejército de oficiales ostensiblemente batistianos. El coronel auditor Sosa de Quesada sobrevivió a esa limpieza y permaneció en las filas. Allí, agazapado en su oscuro puesto burocrático,  volvió a encontrarlo Batista a su vuelta, el 10 de marzo de 1952, y lo ascendió a general de brigada. El capitán Díaz Tamayo no tuvo la suerte de que Grau lo dejara en las Fuerzas Armadas. Licenciado, trabajó en la Terminal de Ómnibus de La Habana, pero volvió  con Batista a Columbia, en el mismo automóvil,  el día del golpe de Estado y recibió en premio las estrellas de general. Por su actitud conspirativa estaba sujeto a investigación al producirse el desplome de la tiranía. Eulogio Cantillo no participó en la conspiración que llevó a Batista al poder en 1952. Intentó una tímida resistencia en el cuerpo de Aviación, entonces bajo su mando, hasta que su hermano, el capitán Carlos Cantillo fue a buscarlo para conducirlo a presencia del jefe golpista. Entró en su despacho con las estrellas de coronel. Saldría del local como general de brigada y Ayudante General del Ejército. Entonces, con su nombre, su  prestigio y su autoridad trabajó en la consolidación del golpe de Estado.

            De los militares cuyos nombres se barajaban para conformar la junta que sustituiría al dictador, solo Ramón M. Barquín López era decididamente antibatistiano. Junto a los coroneles Eulogio Cantillo y Eduardo Martín Elena, era de los oficiales más respetados de las Fuerzas Armadas y uno de los hombres en los que la oficialidad joven cifraba sus esperanzas de cambio. Pensaban esos jóvenes militares que de ascender cualquiera de esos tres coroneles al escalón principal de mando, el Ejército se adecentaría.

Cantillo se sumó a Batista y Martín Elena abandonó las filas tras el 10 de marzo. Barquín, en cambio, guardaba prisión en la Isla de Pinos desde que fuera develada la conspiración del 4 de abril de 1956, la llamada conspiración de Los Puros, en la que estuvieron implicados unos 120 oficiales con mando de tropas, de los que solo 13 fueron condenados.

A las diez de la noche del 31 de diciembre el coronel Joaquín Casillas Lumpuy, jefe de la plaza militar de Las Villas, logra contactar por teléfono con el dictador. Pide refuerzos urgentes para contrarrestar el asedio de Che Guevara contra la ciudad de Santa Clara, la capital provincial. . Batista le promete la ayuda pedida.

A esa misma hora Cantillo le dice que la situación en Oriente es insostenible pues habiendo trascendido su entrevista con Fidel, las tropas están ansiosas de facilitar los planes. En cuanto a los refuerzos para Santa Clara, comenta el general que el propósito es irrealizable. Añade tajante: “La situación es gravísima. Debe usted tomar una rápida resolución pues en cuestión de horas Castro entrará en Santiago con apoyo de nuestras propias fuerzas.

Esperan el año nuevo en la Ciudad Militar de Columbia, junto a Batista, los jerarcas militares y civiles. A muchos de ellos los citaron con premura los ayudantes presidenciales. Otros se valieron del pretexto de la fecha para comprobar por sí mismos lo que había de cierto en los insistentes rumores de la renuncia del Presidente, rumores que circulaban desde el día 29, cuando el dictador envió a EE UU a sus dos hijos más pequeños.

Aunque muchos aseguraban que Batista daría su batalla definitiva, y acaso postrera, en La Habana, y otros eran de la opinión de que no renunciaría en esa fecha porque había preparado su agenda de trabajo para el 2 de enero, existía entre sus íntimos y colaboradores una inquietud que crecía por momentos. A pesar de la celebración del año nuevo, el ambiente en la casa presidencial de Columbia no era precisamente de fiesta, y los continuos apartes entre el dictador y Cantillo, que evidenciaban perfecto entendimiento entre ambos, acrecentaban la tensión.

Poco antes de las doce de la noche los invitados pasaron al comedor y Batista con una copa de champán en la mano deseó a todos un feliz año nuevo.

Lo que sigue a ese momento es un tanto confuso. Según un testigo presencial, unos quince minutos después del brindis, uno de sus ayudantes avisó a Batista de que su presencia era reclamada en el despacho presidencial.  Refirió Anselmo Alliegro, todavía presidente del Senado, que el mandatario lo mandó a buscar a su despacho y que cuando entró en el local vio a Batista muy nervioso y despeinado. Sudaba pese al aire acondicionado y estaba rodeado del alto mando militar. Le dijo:

-¿Qué le parece Alliegro? Estos señores me han dado un golpe de Estado.

Increpó Alliegro a los militares, pero Batista lo tomó por un brazo y lo condujo a un ángulo de la oficina. Ya yo no puedo hacerme obedecer. Firma la renuncia y vámonos, expresó el dictador y habló de tres conspiraciones que en ese momento anidaban en el campamento militar. Alliegro suscribió el documento. Como el Vicepresidente había renunciado para aspirar a la Alcaldía de La Habana, correspondía la Presidencia  al titular del Senado. 

Momentos antes, el mayor general Eulogio Cantillo, delante del resto de los altos oficiales y hablando al parecer en nombre de todos,  había dicho a Batista:

-Señor Presidente: Los jefes y oficiales del Ejército, en aras del restablecimiento de la paz que tanto necesita el país, apelamos a su patriotismo y a su amor al pueblo, y solicitamos que usted renuncie a su cargo.

Batista tomó la palabra a su vez. Luego pidió papel y pluma y escribió de su puño y letra la renuncia. A esa hora solo quedaban en Columbia los colaboradores más allegados.

EL ÚLTIMO ¡SALUD! ¡SALUD! ¡SALUD!

A la una de la mañana del ya primero de enero de 1959 la jefatura de la Policía Nacional ordenaba que sus carros se presentaran en sus respectivas unidades y se encomendó a sus choferes que recogieran en sus casas a una serie de jefes policíacos. Treinta o cuarenta minutos después una caravana de unos treinta automóviles se fue formando en la Avenida 23, frente al Buró de Investigaciones. Al fin recibió la comitiva la orden de ponerse en movimiento con destino al aeropuerto militar de Columbia. Unas cien personas descendieron allí, nerviosas y preocupadas. Al arribar a su destino, el coronel Orlando Piedra, jefe del Buró y responsable de aquella operación,  pidió que solo lo acompañaran los hombres “previamente citados”. Entre ellos se hallaba la flor y nata de los criminales batistianos: Medina y Sarmiento, Calzadilla y Rodríguez, Margoza y Macagüero, Antolín Falcón y Mariano Faget... sin contar los que estaban ya dentro. Aunque parezca increíble, algunos pensaron que los habían llevado porque allí tendría lugar una entrevista con Fidel Castro, pero Piedra los sacó de toda posible confusión al gritarles:

            -Señores –dijo- ¡esto se acabó!

            A las 2:10 llegó Batista al aeropuerto. Vestía de casimir oscuro y lucía sereno en medio de la tensión de sus acompañantes. Con él venían su esposa Marta, cuatro de sus hijos, algunos de sus colaboradores y el general Cantillo. Unas 15 personas en total. De otro vehículo descendieron Rubén Batista, otro de los hijos del dictador,  y su esposa e hija, y Elisa Godínez, primera esposa de Batista.

El general Silito Tabernilla empezó a vocear los nombres de los que abordarían cada uno de los aviones dispuestos para la fuga. En el avión de Batista  viajarían Marta y su hijo Jorge, varios ministros, los esbirros Esteban Ventura Novo y Orlando Piedra  y cuatro o cinco guardaespaldas... Entre los 51 pasajeros de la segunda aeronave, que llegaría a Jacksonville, irían el clan de los Tabernilla y algunos de los otros hijos de Batista, y en el tercero, un C-47 ejecutivo, el avión presidencial que llevaba el nombre de Guáimaro, 13 personas más. Aunque la ubicación de los fugitivos en los aviones sufrió cambios de última hora, la lista la conformaban cien nombres en total. El resto de los batistianos quedaba abandonado a su suerte.

            Antes de subir al avión, Batista hizo un nuevo aparte con Cantillo. En entendimiento entre el mandatario defenestrado y el militar golpista seguía siendo perfecto.

            -Ya sabes lo que te he dicho y lo que tienes que hacer. Llama a las personalidades que te he mencionado: doctores Núñez Portuondo, Raúl de Cárdenas y Cuervo Rubio y diles cuáles son mis propósitos…

            -Muy bien, general.

            -Trata de que esas personas te ayuden. Son representativas de grandes zonas de opinión y su colaboración es necesaria en estos instantes.

            -Así lo creo, general.

            -En fin, Cantillo, no olvides mis instrucciones. De ti depende el éxito de las gestiones que realices a partir de ahora.

            Batista subió por la escalerilla, ya arriba se volvió hacia Cantillo y repitió la frase con la que invariablemente terminaba sus discursos y alocuciones:

            -¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!

            Cantillo se comunicó entonces con el embajador Smith y lo impuso de los últimos acontecimientos. Decretó el alto al fuego, nombró nuevos jefes en las plazas militares y en la jefatura del Estado Mayor y de inmediato, aunque sin éxito, procedió a constituir la junta cívico militar. Su gestión en Columbia resultó efímera, se deshizo como una pompa de jabón cuando después del mediodía del primero de año la sala de gobierno del Tribunal Supremo de Justicia se negó a tomar juramento al doctor Carlos M. Piedra y Piedra que, como magistrado más antiguo de esa instancia de justicia, se aprestaba a posesionarse de  la Presidencia de la República. Esa misma tarde un avión militar volaba rumbo a la Isla de Pinos para traer a Columbia al coronel Ramón Barquín como última carta de triunfo del desarticulado Ejército de Cuba.

            A las nueve de la noche llegó Barquín a la Ciudad Militar. Vestía todavía el uniforme de presidiario. Se encontró con Cantillo en el despacho del jefe del Estado Mayor Conjunto. Sostuvieron un diálogo breve:

            -Cantillo, en nombre de la Revolución y el pueblo de Cuba, a los que me debo, asumo revolucionariamente la jefatura…

            -Bien, Barquín, si eso es así, qué remedio queda sino aceptar.

            Cantillo, con sus ayudantes y su escolta, se retiró a su casa en la propia Ciudad Militar.  En el juicio que se le siguió por su complicidad con el golpe de Estado del 10 de marzo, declaró que en ese momento Barquín le ofreció un avión para que saliera de Cuba, y que él rechazó la oferta porque estaba decidido a “compartir la suerte de sus hombres”. Hasta sus últimos días, Barquín negó categóricamente que le hubiera hecho tal ofrecimiento. El 2 de enero, el primer teniente José Ramón Fernández, recién llegado a Columbia desde el presidio de la Isla de Pinos, detuvo al general Cantillo en su residencia y lo condujo a la prisión militar, mientras que Barquín hacía nuevos nombramientos, incluso para aquellas plazas que estaban ya en manos del Ejército Rebelde.  

            Fidel se había negado a reconocer la autoridad del general Cantillo y tampoco reconoció y fue muy crítico con aquel coronel que hablaba en nombre del pueblo y la Revolución. El Comandante en Jefe designaba como jefe del Estado Mayor del Ejército derrotado al coronel José Rego Rubido, al mando hasta ese momento de la plaza militar de Santiago de Cuba. Y desde la ciudad de Palma Soriano, y a través de las ondas de Radio Rebelde, no acataba el cese de las hostilidades y llamaba al pueblo a la huelga general revolucionaria que impediría que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos.

            Las columnas de Camilo y Che entraron en La Habana. La huelga revolucionaria fue una realidad y frustró el intento de los militares de controlar el poder. El 8 de enero la capital tributaba a Fidel un recibimiento apoteósico.

 

 

¡Se acabaron las pistolas!

¡Se acabaron las pistolas!

Ciro Bianchi Ross

 

 

Alejo Cossío del Pino, propietario de Radio Cadena Habana y del restaurante campestre Topeka, tenía razones para sentirse deprimido. Hacía rato que había olvidado la amenaza de muerte que pendía sobre él  desde que, en los días de la masacre de Orfila (septiembre de 1947),  los seguidores de Emilio Tro lo acusaron de favorecer a los adictos de Mario Salabarría y colocaron su nombre en la lápida de la tumba del jefe de la Unión Insurreccional Revolucionaria para advertir que la UIR había puesto precio a su cabeza.  

Algo más inmediato lo aplastaba.  A sus desavenencias recientes con el alcalde habanero Nicolás Castellanos se sumaba la comunicación recibida aquella mañana. Pese a haber quedado como primer suplente, con más de  diez mil votos, en las elecciones legislativas de 1950, el Tribunal Superior Electoral reconocía a José Basterrechea, que solo alcanzó dos mil sufragios, el derecho a ocupar la curul dejada vacía por Benito Remedios en la Cámara de Representantes. Aducía el Tribunal que Cossío no pertenecía ya al Partido Republicano, por el que había aspirado. Si bien el documento expresaba que la decisión final del asunto debía tomarla  la comisión de actas de la Cámara, Cossío comprendió que no volvería, al menos esta vez, al ala derecha del Capitolio.  

            -Todo me está saliendo mal –se dijo e hizo varias  llamadas telefónicas para compartir la noticia adversa con sus amigos. Con uno de ellos, el parlamentario Radio Cremata, quedó en verse esa noche en la puerta de la emisora. Llegó Cremata a la hora convenida y, junto con José R. Mérida, presidente del Partido Nacional Cubano en el barrio de Arsenal, cruzaron la calzada de Belascoaín y caminaron hasta la calle San José. Allí en el café-restaurante Strand, aguardaban Ceferino Duque y un hermano de Cossío.

            Nada presagiaba la tragedia. Había pocos clientes en el Strand a esa hora y todo parecía tranquilo aquella noche del 11 de febrero de 1952. Tomó asiento el grupo alrededor de una mesa y solo cuando el dependiente trajo el pedido, Cossío, de espaldas a la calle San José, comenzó a leer en voz alta el dictamen del Tribunal Superior Electoral.

            Seguían los cinco amigos los rutinarios y aburridos argumentos judiciales cuando un Olbsmobile rojo hizo una parada momentánea cerca del café para dejar salir a cuatro sujetos. Continuó el vehículo la marcha, dobló por San José y. con el motor encendido,  aparcó  a medianía de cuadra, mientras los cuatro individuos, sin premura,  caminaron  por la acera,  bordearon  el Strand y abrieron fuego sobre el grupo. Cossío cayó hacia fuera y en su caída arrastró a Mérida, gravemente herido. Corrieron los agresores hacia el vehículo disparando al aire para sembrar el pánico. A la altura de la calle Marqués González, el policía de ronda, con riesgo de su vida, intercambió disparos con los ocupantes del automóvil, sin llegar a detenerlo. En el Strand, Cremata, Duque y el hermano de Cossío, repuestos del desconcierto del atentado, quisieron ayudar a las víctimas que se agitaban en sus charcos de sangre. Fue entonces que se percataron de  que Duque y Cremata estaban  heridos también. Alejo Cossío del Pino, con dieciséis perforaciones de bala en sus espaldas, no llegó vivo al hospital de Emergencias.

LAS SEÑAS Y EL SANTO

Por la destacada personalidad de la víctima, la muerte de Cossío  provocó en el país una ola de justificada indignación. Para muchos, la UIR había cumplido el juramento de eliminarlo que hizo en el sepelio de Emilio Tro. Para otros, por la frecuencia e impunidad de hechos como ese, el máximo responsable era el gobierno de Carlos Prío, incapaz  de controlar el gangsterismo pese al llamado “pacto de los grupos” que,  auspiciado por el Ejecutivo, pretendía poner fin a la actividad de los caballeros del gatillo alegre. Otros iban más lejos y acusaban al ex presidente Grau como responsable máximo del asesinato. Es ese sentido recordaban que “ese viejo hipócrita” se había empeñado en hacerle la vida imposible durante los cinco meses y medio que lo mantuvo como su ministro de Gobernación (Interior). Al asumir esa cartera, Cossío había declarado: “¡Se acabaron las pistolas!” y enunciaba un vasto plan para cortar de raíz el crimen político organizado. Vana ilusión pues mientras el ministro tomaba las medidas que creía oportunas  para acabar con el pistolerismo, Grau seguía recibiendo en el despacho presidencial a los más connotados pistoleros.

            Por lo pronto, las tres personas detenidas de inmediato tras la perpetración del atentado, tuvieron que ser dejadas en libertad. Los dos miembros de la UIR apresados por la Policía tenían una coartada perfecta. A la hora de los hechos bebían tranquilamente en el Bodegón de Toyo  con el comandante Luis Varona, del Buró de Investigaciones. El tercer detenido era el propio Basterrechea que celebraba en su casa la decisión que a su favor emitiera el Tribunal Superior Electoral.  Había sido la suya una detención gratuita pues nada lo vinculaba con el incidente.

            Alguien conocía, sin embargo,  el camino a seguir para llegar a los culpables. Tan pronto recibió, en su residencia del reparto Miramar,  la noticia de la muerte de Cossío, el vicepresidente de la República, Guillermo Alonso Pujol, recordó las conversaciones que, casi un año antes y con la mayor reserva, sostuviera con el general Fulgencio Batista, en su finca Kuquine. El militar trató entonces  de sumar a Alonso Pujol, pese a su posición en el gobierno, al golpe de Estado que tramaba contra Prío. Justo es decir que el hábil político no secundó los planes golpistas, pero prefirió guardar silencio y no ponerlos en conocimiento del gobierno al que pertenecía.

            En aquellas conversaciones matinales, mientras desayunaban, Batista exponía las razones que, a su juicio, justificaban en el golpe de Estado. El gangsterismo era una de ellas. “Es un mal que nos lleva a la anarquía y el Ejército y nosotros estamos en el deber de salvar la sociedad cubana”, dijo. En efecto, repuso Alonso Pujol,  es una deshonra nacional, y un mal que debe extirparse. Añadió: “Pero sus víctimas hasta ahora carecen de relieve, en su mayor parte son miembros de clanes seudo revolucionarios, y tales sucesos no han logrado herir en lo profundo la sensibilidad pública. No creo que estos hechos de sangre y la censurable conducta de las autoridades dejándolos sin castigo sean bastantes para justificar históricamente un alzamiento militar… Aún no ha ocurrido un hecho de tanta resonancia como fue en España la muerte de Calvo Sotelo, preludio de la sublevación de los generales Sanjurjo, Franco y Mola”.

            Creía Alonso Pujol haber influido lo suficiente en el ánimo de Batista para disuadirlo  de sus planes conspirativos cuando el atentado a Alejo Cossío del Pino lo sacó de su error. No se trataba de una víctima más, sino de un hombre que había ganado relieve gracias a sus arrestos cívicos y que podía convertirse en el Calvo Sotelo que Batista buscaba. Por eso decidió no esperar y a las once de la noche apremió una conferencia telefónica con el primer mandatario. A esa altura, las diferencias entre el Presidente y el Vice eran ya notorias e insalvables, al punto de que Prío había privado de su escolta a Alonso Pujol y le había retirado la custodia de su casa. No obstante, en aquella conversación telefónica, si bien no disimuló su vehemencia, habló con cuidadosa consideración para la autoridad del jefe del Estado. Le dijo:

            -Como integrante del régimen que presides, me creo autorizado a exhortarte, con todo respeto, para que actúes de modo inmediato y con suprema energía. Te sugiero  la urgente sustitución del jefe de la Policía, la suspensión de las garantías constitucionales, que asumas personalmente la jefatura de las Fuerzas Armadas y dictes las otras medidas que sean procedentes para dar una batida en firme a los criminales que, con todos sus desmanes, están a punto de provocar una catástrofe”.

            Contaría después Alonso Pujol que Prío compartió su criterio y,   tras  agradecerle sus observaciones,  le dijo que salía de inmediato para Palacio, donde reuniría al consejo de ministros. Alonso Pujol debió sentir tranquila su conciencia. Con lo dicho, quedaba bien con Prío y, con su silencio, seguía quedando bien con Batista. Había dado las señas al Presidente, sin mencionarle el santo.

CAMINO DE COLUMBIA

Pero informes del Servicio de Inteligencia Militar ponían en conocimiento del alto mando del Ejército los trajines conspirativos de Batista. Como sabía que no llegaría al poder por la vía electoral, se proponía conseguirlo por la fuerza.

En las reuniones que sostenía con un nutrido grupo de militares en retiro en las oficinas de su Partido Acción Unitaria, en 17 No. 306, en el Vedado, y en su propia residencia campestre, se insistía en la necesidad de crear un clima de agitación nacional tendente a demostrar que el gobierno de Prío carecía de fuerza para controlar el orden, mantener la paz pública y garantizar los derechos de la propiedad y la libre empresa. Se quería llevar a la opinión pública el criterio de que solo Batista podía restablecer el equilibrio. Por eso  se orientaba estimular a los militantes del PAU a realizar atentados personales y promover alteraciones que colocarían a la República en un estado de inquietud y alarma que justificarían las aspiraciones batistianas.

Después de la conversación telefónica con Alonso Pujol, Prío salió de su finca La Chata, en Arroyo Naranjo, decidido a suspender las garantías constitucionales y dar una batida a las pandillas gangsteriles con el nombramiento de un nuevo jefe de la Policía Nacional. Ya en Palacio,  convocó a sus más cercanos colaboradores. Pronto en torno al Presidente se reunieron el primer ministro, Oscar Gans, y  los titulares de Gobernación y Defensa, Segundo Curti y Rubén de León, respectivamente. Acudieron también los jefes del Ejército y la Marina, el fiscal del Tribunal Supremo y Orlando Puente, secretario de la Presidencia y artífice del “pacto de los grupos”.

Cuando el decreto que suspendía las garantías, redactado y mecanografiado por Puente, estuvo listo, el Presidente lo sometió a la consideración de los reunidos. El primer ministro, los jefes militares, Rubén de León y el fiscal del Supremo votaron porque no se tomara esa medida. Adujeron que la oposición acusaría al presidente de valerse de la muerte de Cossío del Pino para favorecer la posición electoral del candidato gubernamental, el auténtico Carlos Hevia. Prío y Curti, por el contrario, pensaban que la suspensión de las garantías constitucionales frenaría, al menos de momento, a los conspiradores. Anota el historiador Newton Briones Montoto: “Prevaleció la opinión de la mayoría y no se suspendieron las garantías”.

Se nombró, sí, al teniente coronel  Juan Consuegra, del Ejército,  como  jefe de la División Central de la Policía Nacional. El nuevo titular, hombre enérgico y hasta rudo, según calificativos de la prensa de la época,  había ingresado en las Fuerzas Armadas en 1937 y a partir de 1944, a la sombra del general Genovevo Pérez, prosperó rápidamente en la jerarquía castrense. Con su nombramiento se militarizaba la Policía. Miembros de la llamada Compañía Especial que, para otros fines,  el teniente José Ramón Fernández y Álvarez había contribuido a entrenar  con esmero en Columbia, prestarían servicio en su sección radiomotorizada. Consuegra ordenó la detención de más de treinta pistoleros. Ocurrió lo de siempre: los tribunales, alegando falta de pruebas,  los dejaron en libertad.

Se dice que existen elementos que confirman que Batista  pagó a los asesinos de Alejo Cossío del Pino. Se dice que, ya siendo presidente, los indultó. La muerte del propietario de Radio Cadena Habana le allanó el camino hacia Columbia, el 10 de marzo de 1952.

(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa, Alonso Pujol y Newton Briones Montoto)

 

 

 

La capa negra

La capa negra

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz 

 

Con la detención en La Habana, Marianao y Pinar del Río de unas cincuenta  personas, las autoridades cubanas desarticulaban, el 24 de octubre de 1946, el tercero de los complots que debió enfrentar, y sofocó, el presidente Ramón Grau San Martín.  

Sus organizadores proyectaban apoderarse, en los días subsiguientes,  del campamento militar de Columbia, luego de pasar a cuchillo a todas sus postas, y también de la sede del regimiento Rius Rivera, en la capital pinareña, donde, procedente de Miami,  habría desembarcado ya el ex general Manuel Benítez, que se trasladaría a la capital a fin de asumir las riendas del gobierno de la nación.

El plan contemplaba el asesinato de las principales figuras del gobierno grausista y de los líderes más connotados de la Alianza Auténtico-Republicana en el poder, e incluía asimismo lo que los conjurados llamaban “72 horas de libre matanza” encaminada a sacar del juego  a todos los que se oponían a la vuelta del pasado batistiano. Los golpistas estaban equipados con armas de fabricación norteamericana tan modernas que no habían llegado todavía a manos del Ejército cubano.

Así como sucedió con El cepillo de dientes y El mulo muerto, las anteriores conspiraciones antigrausistas, el nombre que recibiría esta cerró a cal y canto su entrada en la historia y la redujo a un episodio tragicómico. Alguien, al conocer que todo lo ocupado por la Policía a uno de los principales encartados fue una capa de agua de color negro, bautizó el golpe como La capa negra. Escribía Enrique de la Osa en Bohemia: “Y la nueva y brillante acción militar se venía también al suelo, abrumada por el peso del choteo popular. ¡No era posible tomar el campamento de Columbia sin más armas que una capa de agua…! ¡Ni por negra e impermeable que fuera…!”

Sin embargo, a juicio de Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular (PSP) la conspiración de La capa negra había representado “un verdadero peligro”.  Era solo una muestra del quehacer que desplegaban grupos aventureros para echar abajo al gobierno constitucional con el propósito ulterior de desmantelar las conquistas logradas por el pueblo con sangre y sacrificio.

La capa negra es una tentativa que no puede subestimarse, aseveraba el dirigente comunista. Y añadía: “A nosotros nos consta que no era una capa negra el centro de la conspiración, puesto que algunos de nuestros militantes tuvieron la oportunidad de ver, casualmente, algunas armas modernas en manos de algunos conspiradores”. Conspiradores que no fueron detenidos, concluía Blas, ni sus armas ocupadas.

No era la primera vez que el Partido Socialista Popular  alertaba sobre grupos terroristas que pretendían aprovecharse del descontento popular creciente para crear el estado de ánimo en la opinión pública, la disposición en la ciudadanía y el fondo político imprescindible para perpetrar un golpe de Estado. Proyectaban esos grupos una ola de atentados, cuyas víctimas serían, entre otros, dirigentes del PSP. Escribe el historiador Humberto Vázquez: “En el plan tendente a desestabilizar la situación polìtica y crear el ambiente golpista, participaban activamente los agentes y espías norteamericanos diseminados en la Isla y conocidos como G-Men. Esos individuos concentraban su acción en las Fuerzas Armadas, donde urdían intrigas contra el gobierno y esgrimían el pretexto comunista para instigar las tendencias violetas”.

TIROTEO EN LA CORONELA

Ciertamente, algo más que una capa de agua ocupaban la Policía y el Ejército en una finca perteneciente a Nena Benítez, hermana del ex general,  ubicada en el reparto residencial de La Coronela, en Marianao. Se encontraron allí diez ametralladoras de mano, cuatro rifles, doce revólveres y pistolas automáticas y otros pertrechos. Militares y agentes policiacos rodearon la finca en cuestión y conminaron a los allí reunidos a rendirse. Lejos de hacerlo, los sitiados respondieron con una cerrada balacera. No demoraron en deponer su actitud y fueron detenidos. Poco después se efectuaban nuevas detenciones en otras zonas de la capital y en Pinar del Río, donde era apresado el periodista Ernesto de la Fe,  vinculado a los grupos gangsteriles o “de acción”, como se les llamaba en la época a las bandas del gatillo alegre.

            Un informe de la jefatura del Ejército reveló que el alto mando castrense conocía de la conspiración, y seguía sus hilos desde un mes antes, cuando un oficial radicado en Pinar del Río  hizo saber a sus superiores que elementos cercanos al ex general Benítez le habían invitado a  sumarse al movimiento. A la información aportada por el oficial siguieron otras en el mismo sentido. Todos los informantes recibieron la orden de aparentar su acuerdo con la propuesta y fingir que se incorporaban  a la conjura con el propósito de conocer su alcance y de qué medios disponía. Decía saber más el Ejército. Desde el 7 u 8 de octubre tenía conocimiento de que la acción militar tendría lugar el 24 o en días posteriores.

            Se adjudicó al ex general Benítez la jefatura del movimiento. Lo inculpaban  informes de la Inteligencia Militar. La finca de La Coronela era propiedad de una hermana suya y entre los detenidos figuraban muchos de sus amigos personales. Uno de ellos, Rafael Montenegro, conducido a presencia de Grau por el pistolero Orlando León Lemus (“El Colorado”) aseguró al Presidente que los conspiradores ejecutarían un atentado contra una figura relevante de la oposición a fin de ganarse las simpatías de sus seguidores políticos y luego tomarían Pinar del Río, adonde llegaría Benítez para dirigirse a La Habana y ocupar el campamento de Columbia.

            A esas alturas ya Manuel Benítez se había evaporado de La Habana. El mismo día 24,  en que fue asaltada la finca de La Coronela, volaba tranquilamente hacia Miami. Desde su residencia, en la Florida, declaró que nada tenía que ver con el complot. Batista, en su casa de Daytona Beach, negó asimismo su participación  en la conjura y advirtió que “las noticias sobre el intento de golpe eran la demostración de la descomposición, la ausencia de orden y la falta de una autoridad responsable prevalecientes en Cuba”.

            En las esferas gubernamentales hubo opiniones encontradas en cuanto a la conspiración. El capitán Jorge Agostini, jefe del Servicio Secreto del Palacio Presidencial, aseguró que el movimiento abortado carecía de importancia. En cambio, el primer ministro Carlos Prío opinó que el revuelo político de la oposición estaba dirigido “a crear un clima de violencia adecuado para que unos cuantos locos asaltaran el poder y lo entregaran luego a personas de regímenes caducos”, es decir, batistianos. Acusó a la prensa de intentar confundir a la opinión pública al hacerle creer que la conspiración no existía e informó que los conjurados fueron detenidos cuando ya estaban organizados en grupos y prestos a utilizar un armamento que todavía no se conocía en Cuba. Fue Prío quien anunció que los golpistas tenían entre sus planes conceder tres días de licencia para matar una vez que se hubieran apoderado del gobierno.

            En el proceso de instrucción, Ernesto de la Fe dijo al general Ruperto Cabrera, que lo interrogaba, que le causaba risa escucharle decir que él (De la Fe) aspiraba a la presidencia de la nación pues jamás había tendido tales pretensiones. De todas formas, De la Fe y sus compañeros fueron llevados ante el Tribunal de Urgencia por atentar contra los poderes del Estado y participar  en un complot que provocaría un movimiento insurreccional en el país con miras a derrocar al gobierno. Fue un juicio expedito. El 7 de enero de 1947, el tribunal absolvía a veinte y uno de los encartados y condenaba a los otros veinte y nueve a penas de dos o tres años de prisión. Tres años de privación de libertad correspondieron a Ernesto de la Fe.

            Mientras tanto, el cubano de a pie, angustiado por realidades tangibles como la carestía de la vida y el desempleo, seguía,  entre incrédulo y burlón,  el curso de los acontecimientos. Una caricatura aparecida en la revista Bohemia quiso sintetizar lo que esta publicación asumía como un sentimiento generalizado. Se veía en el dibujo a un hombre enmascarado e identificado como Bolsa Negra en el momento en que, a punta de pistola, asaltaba a su campesino. Un cubano asustado conversaba con Grau en un ángulo del dibujo.  Le decía: “Doctor, déjese de estar pensando en la capa negra y acabe con la bolsa negra que es mucho más peligrosa”.

… Y ELLOS SE JUNTAN

De la Fe recusó al tribunal que lo juzgaría. Uno de sus magistrados era allegado del ex coronel Pedraza, que guardaba prisión desde los días de la conspiración del Cepillo de Dientes. Ese magistrado, dijo,  en connivencia con el gobierno, los condenaría a él y a sus compañeros a cambio de la liberación de su pariente. No valió su protesta.  El grupo implicado en La capa negra extinguiría su sanción en la Cabaña y se impuso entonces trasladar a Pedraza a una galera interior de la fortaleza para evitar un incidente serio.

            Pedraza tuvo que responder por  ocho causas que tenía pendientes. No se le quiso ver culpable en ninguna, aunque le sobraban méritos para ello, y, cumplida la sanción por El cepillo de dientes, abandonó la Cabaña el 24 de abril del 47. De la Fe salió de prisión antes de previsto y, en 1952, Batista lo premió con el Ministerio de Información.   Pedraza, que era un hombre rico –poseía más de cuatro mil cabezas de ganado- se ocupó de sus asuntos particulares hasta que a fines de 1958 su compadre Batista, superadas ya las desavenencias de 1941, cuando Pedraza quiso derrocarlo, lo creyó el hombre indicado para acabar con la insurrección en la región central del país. Con grados de general de brigada  volvió a las filas y  asumió el cargo de Inspector General del Ejército. Se dio el gusto entonces  de abofetear en público al ya general Alberto Ríos Chaviano, al que tachó de cobarde  por su fracaso en Las Villas. No hay constancia de que Pedraza llegara a combatir. Ya para esa fecha el Ejército batistiano era incapaz de ganar siquiera una escaramuza contra las heroicas huestes rebeldes.

            Ernesto de la Fe fue apresado en La Habana en los primeros días de enero de 1959 y, por su complicidad con la dictadura, un tribunal revolucionario lo condenó a quince años de prisión. Pedraza abandonó el país en el último avión que, ya en la mañana del 1ro de enero, salió del aeropuerto militar de Columbia.

            En Santo Domingo, donde se radicó, asumió la jefatura de la legión  con que Rafael Leónidas Trujillo pensaba invadir la Isla y acabar con la Revolución. Reclamó  el sátrapa dominicano el concurso de Batista y este se comprometió a financiar un plan para eliminar físicamente a Fidel. Para ello el ex dictador buscó el concurso de Rolando Masferrer, jefe de los tristemente célebres Tigres, a la sazón en Miami, quien le recomendó a dos sujetos de confianza. Arribaron  los asesinos clandestinamente a La Habana y contaron ya dentro con la ayuda de la organización contrarrevolucionaria que De la Fe dirigía desde la cárcel. Un agente de la naciente Seguridad del Estado, infiltrado en la organización contrarrevolucionaria, dio cuenta de la llegada de los personajes, si bien no pudo precisar el fin que los animaba. Se dio la orden entonces de detenerlos de manera casual en la calle, proceder a su identificación y trasladarlos al mando policial más cercano. Los dos sujetos respondieron con ráfagas de ametralladoras al requerimiento de la Policía y pudieron salir de La Habana en la lancha que los esperaba en un atracadero a la entrada del río Almendares. De más está decir que se fueron como vinieron, sin cumplir su objetivo.

(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa, Eduardo Vázquez y Fabián Escalante)

                       

             

El mulo muerto

El mulo muerto

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz 

 

En la madrugada del 17 de mayo de 1946 el ruido de una balacera atronadora sembró la alarma en la familia militar. La noche anterior, a las 23 horas, tocaron llamada general en el campamento de Columbia, sin que la tropa llegara a conocer los motivos. Tres horas más tarde, luego de la explosión de varias granadas, se generalizó el  tiroteo que provocó que el campamento, donde se hallaba  la sede del Estado Mayor General,  se pusiera de inmediato en zafarrancho de combate. Pero ahí acabó la cosa. Sobrevino una quietud absoluta,  solo turbada por los numerosos vehículos que arribaban a la instalación. En efecto, tan pronto se supo la noticia,  no demoraron en hacerse presentes en Columbia  altos oficiales, ministros  y parlamentarios, entre ellos, el senador Eduardo Chibás que llegó acompañado por el titular interino de Gobernación y del periodista Enrique de la Osa, que se encargaría de reportar el hecho.

GENOVEVO EN CAMISETA

-¡Hemos frustrado el movimiento¡ ¡Tomamos todos los caminos! –vociferaba, en camiseta,  el mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército, mientras repartía copas de coñac  Felipe II y tabacos Montecristi número 1 entre los visitantes, generales  y ayudantes de guardia que lo rodeaban. Lucía sudoroso y jadeante, descompuesto, como si aún se hallara bajo la impresión del terrible combate. Hablaba como si hubiera acabado de librar la batalla de las Ardennas, recordaría De la Osa. No se reportaban sin embargo muertos, heridos ni prisioneros y, desde las ventanas del Estado Mayor, solo se veían en el polígono del campamento un pequeño tanque de guerra y los vehículos de los recién llegados.

            ¿Qué había sucedido?  De la Osa confesó que sintió menos temor en el campamento que en el auto conducido por Chibás, que era un pésimo y temerario chofer. El ministro de Agricultura, Germán Álvarez Fuentes, “El hombre de la Ipecacuana”, tan pronto se enteró de que algo ocurría en Columbia, telefoneó a un colega y juntos acudieron a las oficinas del Ministerio de Defensa, donde suponían que su titular estuviese recibiendo los partes de guerra. Pero el comandante Menéndez Villoch dormía a esa hora  a piernas sueltas en su casa de La Víbora. El canciller Alberto Inocente Álvarez tuvo que recurrir a la prensa para enterarse lo que estaba pasando. El presidente Grau, en el teatro Auditorium,  fue abordado en la noche siguiente por varios  periodistas que le reprocharon su silencio. La culpa no era suya, aseguró el mandatario, sino de los reporteros que nada le preguntaron. De haberlo hecho, les habría dicho lo mismo que declaró, por teléfono, al diario norteamericano The New York Sum.

            Grau dio su versión. Llegaron noticias de que un “líder revolucionario” arribaría por el aeropuerto militar y se pusieron guardias especiales en Columbia. El avión no llegó, pero sí un automóvil que se acercó a los muros del campamento y desde el que se lanzaron varias granadas. El vehículo en cuestión escapó a toda velocidad y fue infructuoso  el intento de darle alcance. El primer ministro Carlos Prío, en sus declaraciones al mismo periódico, fue más parco que su jefe y mentor. Aseveró: “El movimiento ha sido sofocado. Tomamos precauciones especiales y todo ha terminado”.

            Mientras que el general Pérez Dámera hablaba de “conspiración abortada” y Chibás calificaba los hechos como un “conato frustrado de rebelión”, Enrique de la Osa titulaba su reportaje para la sección En Cuba de la revista Bohemia como “El ‘show’ de Columbia”. Para muchos no había sido más que un ardid de Genovevo para ganar méritos, y para otros, una estratagema del gobierno “para cerrar filas, levantar su popularidad y desviar la atención de la opinión pública sobre los problemas del país”.

DE NUEVO LA FATALIDAD

El caso es que el cubano de a pie empezó a aludir al suceso con un tono entre dramático y humorístico. Porque así como en la conspiración de José Eleuterio Pedraza, de marzo de 1945, a la que nos referimos la semana anterior,  se atravesó el  inofensivo cepillo de dientes que se ocupó al ex coronel, lo que sirvió para dar nombre a la conjura y, de paso,  restarle seriedad, la fatalidad volvía a cebarse en el  alto mando castrense.

            Escribía Enrique de la Osa: “En la balacera de la noche del frustrado golpe había perecido un miembro humilde la impedimenta del Ejército, un mulo, agujereado por las balas de una ametralladora. Y ello sirvió para bautizar el brote sedicioso con el nombre de La Batalla del Mulo Muerto y la nueva conspiración cayó también en el descrédito…”

            La cosa, sin embargo, no es tan simple. No faltan hoy  especialistas y conocedores  que  aseguren que la conspiración de El Mulo Muerto fue más grave que la que protagonizó Pedraza. Porque a diferencia de esta, que involucró solo a civiles y militares retirados, la otra incluyó mayormente a militares en activo, aunque a la postre solo un humilde cabo resultara apresado.  Se ha dicho, por una parte, que la sedición comenzó en un regimiento cuando se comunicó a sus jefes la orden de traslado para la base militar de San Antonio de los Baños. Y también  que el comandante Mario Salabarría, de la Policía Nacional, no fue ajeno a esa conjura fraguada a la sombra del profesor Pablo Carrera Jústiz, que ocuparía la primera magistratura de la nación en caso de triunfar el movimiento. Este sujeto sería  uno de los “tanques pensantes” del golpe de Estado del 10 de marzo y ministro de Comunicaciones de Batista en su gabinete de 1952.

            Preguntado por la prensa, en su exilio neoyorquino, el presidente Batista se negó a comentar los sucesos. Dijo a los periodistas: “No conozco el origen de los acontecimientos. Nada puedo informar”.

            Pero el general Manuel Benítez, en Miami, aseguró a la prensa que “el abortado levantamiento militar es solamente el preludio de una “gran revolución”.

            Es precisamente con ese personaje siniestro con quien se asocia el otro conato de golpe de Estado que, el 24 de octubre de 1946, debió sufrir el gobierno del doctor Ramón Grau San Martín. La llamada conspiración de La capa negra.

BENÍTEZ, MUCHACHO LISTO

El golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933, protagonizado por cabos y sargentos, privó de sus mandos a la oficialidad del Ejército, que terminó concentrándose en el Hotel Nacional de Cuba en torno a su caudillo natural, el coronel Julio Sanguily, convaleciente entonces de una delicada intervención quirúrgica.

            Muy pocos fueron los oficiales que entonces permanecieron en la filas, dispuestos a apoyar y a reconocer la autoridad de aquel oscuro sargento llamado Batista que encabezó la asonada militar y los despojaba de sus fueros.  Uno de ellos fue el primer teniente Francisco Tabernilla. El otro, el capitán Manuel Benítez.

            Tabernilla acompañó a Batista hasta su final en Cuba, el 31 de diciembre de 1958. A él debió sus estrellas de general de brigada y el mando del regimiento 7 destacado en la Cabaña. Cuando Grau lo sacó del servicio activo, en 1944, acompañó a Batista en su exilio y volvió a la vida de aforado con el 10 de marzo. El dictador lo premió con los grados de mayor general y con la jefatura del Estado Mayor, lo que despertó el descontento de oficiales jóvenes y verdaderamente comprometidos con el movimiento golpista. Batista no solo lo mantuvo en el cargo, sino que en virtud de la Ley Orgánica del Ejército de 1957 lo hizo jefe del creado entonces Estado Mayor Conjunto y lo ascendió sucesivamente a teniente general y a general en jefe. Tantas estrellas –cinco lucía “el viejo Pancho”, dispuestas en forma de rombo, en las charreteras y en las solapas de su guerrera- no lograron impedir el triunfo del Ejército Rebelde. Huyeron hacia el exterior en la misma madrugada. Batista hacia Santo Domingo. Tabernilla y su clan rumbo a EE UU.

            A Benítez le apodaban “El Bonito” desde sus días como actor secundario en Hollywood. Ascendió al generalato en 1942, al reinstaurarse  dicho grado en el Ejército cubano. Acumulaba méritos suficientes  para ello. No había tenido escrúpulos, en 1933,  en recomendar a Batista que bombardeara el Hotel Nacional a fin de desalojar de allí a sus antiguos compañeros, y existen sobrados motivos para suponer que fue él, en 1934,  quien ametralló al teniente coronel Mario Alfonso Hernández, jefe del regimiento Rius Rivera, de Pinar del Río, que se atrevió a exigirle a Batista que cumpliera con el compromiso de  la jefatura rotativa del Ejército, uno de los acuerdos de los sargentos golpistas del 4 de septiembre. En una madrugada tocaron a la puerta de Mario Alfonso. Preguntó este quien lo procuraba. Reconoció la voz de Benítez y, confiado, le dio acceso. Lo ultimaron delante de su esposa.

            A partir de 1941 Benítez desempeñó la jefatura de la Policía Nacional. Mucho se ha especulado acerca de su complicidad con la quinta columna nazi en Cuba. Al menos fue incapaz de neutralizar la red que conformaban más de 400 hombres, algunos de ellos figuras muy notables del deporte y la radio,  que todos los fines de semana robaba grandes cantidades de combustible de los depósitos de la Shell, en La Habana,  y las transportaba, en camiones de una lechería,  a Camagüey donde submarinos alemanes permanecían camuflados en la cayería norte.   Resulta, desde luego, bastante ingenuo inculpar a un solo hombre, que, por importante que fuera, no debió ser más que una de las piezas de un gran engranaje. En las altas esferas del gobierno batistiano de la época no eran pocos los que simpatizaban con Hitler y su política. Sin ir muy lejos: el canciller José Manuel Cortina tuvo que renunciar a su cargo luego de que en una interpelación parlamentaria se le acusara de antidemócrata y de negociar con los pasaportes de los emigrados judíos.

            Batista tendría que quitarse de encima al general Benítez cuando, en junio del 44, amenazó con hacerse del control de las Fuerzas Armadas y convertirse en el hombre fuerte de la nación. Entonces se fue a EE UU. Poco después   se le acusó de la malversación de medio millón de pesos en la Policía Nacional y de haberse apropiado de otros 100 000 destinados a la construcción de la carretera Pinar del Río-La Palma. Se le formularon además cargos por tráfico de drogas y asesinato. La exportación ilegal de máquinas traganíqueles en sus tiempos de jerarca policial le reportaba no menos de 7 000 pesos a la semana, y el control del juego ilícito, desde los garitos hasta las vidrieras de apuntaciones, unos 3 000 pesos diarios. Aun así, su afán desorbitado de dinero lo llevó a vender en su provecho 500 camas de la Policía, a 20 pesos cada una. De eso también se le acusó. Pero no pasó nada.

            ¿Cuál fue su papel en la conspiración de La capa negra? Lo veremos oportunamente.

            (Fuentes: Textos de Enrique de la Osa y Eduardo Vázquez García)

           

           

           

           

           

             

           

           

           

           

             

La conspiración del cepillo de dientes

La conspiración del cepillo de dientes

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz 

 

Tres conspiraciones que no desechaban el magnicidio  enfrentó el presidente Ramón Grau San Martín durante sus tres primeros años de gobierno. La prensa, en su momento, puso en duda su existencia,  las ridiculizó, las tiró a choteo y a eso se debe en gran parte el nombre despectivo con que se les conoce: El cepillo de dientes, El mulo muerto y La capa negra.  Pero no hay duda de que esas conspiraciones existieron. Los batistianos, desalojados del poder por la aplastante victoria electoral  que llevó a Grau a la presidencia el 10 de octubre de 1944, ansiaban la vuelta al pasado. Y trataban de allanar el camino. Muchos de los civiles y militares  que  se vieron involucrados en esos complots  (Tabernilla, Pilar García, Ernesto de la Fe, Ramón Vasconcelos,  Carrera Jústiz…) ocuparían cargos prominentes con el retorno de Batista al poder, en 1952. Para el propio  Batista, entonces en el exilio, esas conspiraciones eran “la demostración de la descomposición, la ausencia de orden y la falta de autoridad responsable prevalecientes en Cuba”. Esto es, los mismos argumentos con los que pretendió justificar el golpe de Estado del 10 de marzo.  En una de esas conjuras llegó a planearse el asesinato de una figura prominente de la oposición a fin de  propiciar  un clima de conmoción nacional. Así lo hicieron en 1952 cuando Ernesto de la Fe consiguió convencer a elementos de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR)  de que atentaran contra la vida de Alejo Cossío del Pino, ex ministro de Gobernación y propietario entonces de Radio Cadena Habana, muerto a balazos en el café Strand de la calzada de Belascoaín. De la Fe, ya ministro de Información del gobierno batistiano, llegó a visitar a los asesinos de Cossío  en el Castillo del Príncipe y Batista no tardó en indultarlos.

PEDRAZA CON TRES ESTRELLAS

En la mañana del 16 de marzo de 1945 ingresaban en La Cabaña, en calidad de detenidos,  el ex coronel José  Eleuterio Pedraza, varios ex oficiales del Ejército y de la Policía Nacional y algunos civiles acusados de conspirar para el derrocamiento del gobierno.

              Pedraza había sido uno de los sargentos del golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933 y se convirtió en el hombre más odiado de la capital cuando asumió la jefatura de la Policía y, en virtud de la ley marcial vigente, mandó a dormir a los habaneros a las nueve de la noche, mientras instauraba la práctica de conducir a los detenidos a parajes oscuros y solitarios y hacerles  ingerir, a punta de pistola, un litro del purgante conocido como palmacristi o, en su defecto, un litro de aceite de aeroplano.  Luego sustituyó a Batista en la jefatura del Ejército, pero fue destituido, en 1941,  cuando intentó darle un golpe de Estado. Entonces le dedicaron una guaracha que decía en una de sus partes: “Pedraza, con tres estrellas / no pudo ser general…”

               Con el propósito de llevar adelante su asonada golpista contra Grau,  Pedraza había llegado de México, por el cabo de San Antonio, dos semanas antes y envió emisarios a La Habana a fin de que contactaran con altos oficiales de las Fuerzas Armadas.

               La noticia de su presencia  en Cuba se supo a través del general Abelardo  Gómez Gómez  a quien el ex comandante José Manuel Fajardo comunicó que Fredesvindo Bosque, negociante de máquinas traganíqueles buscado en EE UU, quería verlo porque tenía para él un recado del ex coronel. Gómez expresó extrañeza por el interés de Pedraza en su persona, pero dijo que si Bosque quería verlo, estaba dispuesto a recibirlo. Fajardo dijo que no, que fuera a visitarlo porque tenía escondido al conspirador. Entonces Gómez llevó al ex comandante  a presencia del mayor  general  Genovevo Pérez, jefe del Estado Mayor,  y el sujeto, angustiado por su situación, terminó reconociendo que él no era más que un mensajero.

               Inmediatamente, Genovevo se puso en contacto con el subsecretario de Defensa, Luis A.  Collado, y acompañado por este, Gómez Gómez, Fajardo y 30 números, se dirigió a  la casa de Bosque. La residencia fue rodeada aparatosamente y registrada. Genovevo llevó a Bosque a terrenos colindantes y, pistola en mano, amenazó con matarlo si no confesaba el escondite del jefe conspirador. Bosque no habló.

               Eso ocurrió el día 12 de marzo. Grau, enterado ya de la situación, salió a un viaje previsto a Isla de Pinos, pero aseguró que adelantaría su regreso. Pedraza contactó con el coronel Ruperto Cabrera y lo invitó a sumarse al complot. Cabrera se lo comunicó al jefe del Estado Mayor y este a Grau. El Presidente tomó juramento de lealtad a Cabrera y lo autorizó a entrevistarse con Pedraza.

               Lo hicieron  y Pedraza, luego de explicarle en detalles sus propósitos, le dijo, en presencia del teniente Epifanio Hernández Gil, que acompañaba a Cabrera, que Genovevo sería asesinado y los complotados se apoderarían de los mandos en la Ciudad Militar de Columbia. Añadió que de allí saldría un emisario que, con el pretexto de informar a Grau acerca la situación, asesinaría al mandatario. Le notificó que  Belisario Hernández, otro de los artífices de la práctica del palmacristi y ex ayudante de Batista,  ocuparía la jefatura de  la Aviación, y  Pilar García  la de la  Policía Nacional. El propio Cabrera, aseveró,  sería tal vez el elegido para dar muerte al Presidente de la República.

¡CABALLEROS, AQUÍ ESTÁ EL GUAPO!

Las autoridades ignoraban la fecha exacta del golpe  y temían ser sorprendidas. Por eso decidieron adelantarse y arrestar al principal protagonista y a sus más cercanos colaboradores. Esa actuación anticipada impidió conocer el plan en su verdadera magnitud y la identidad de todos los militares  y civiles involucrados. Un aparatoso dispositivo se orquestó para la captura de Pedraza en la finca Santa Rosalía,  en San Antonio de las Vegas,  mientras que en La Habana se detenía a otros presuntos implicados.

               Fueron detenidos junto al ex coronel, su ayudante, el soldado Julio Rodríguez (alias El Mulato) el colono de la finca, Hilario Pedregal y sus dos hijos y un motorista de apellido Rodríguez. Mientras tanto, en La Habana, el coronel Carreño Fiallo, jefe de la Policía Nacional,  en compañía de los comandantes Meoqui Lezama y Mario Salabarría, con 30 perseguidoras,  efectuaba la detención de numerosos ex oficiales del Ejército, y un servicio semejante realizaba el cuerpo de la Policía Secreta.

               Tropas al mando del general Abelardo Gómez rodearon la finca Santa Rosalía el jueves 15 de marzo, a las 11:30 de la noche. Pedraza y El Mulato se ocultaron bajo un montón de pencas secas. El sargento Mena, de la escolta del coronel Carreño Fiallo, notó que las hojas secas se movían y apuntó hacia ellas con una ametralladora. Con asombro vio levantarse al ex coronel con una pistola en la mano, que dejó caer al suelo. Un soldado que presenció la escena y la docilidad de Pedraza, advirtió a sus compañeros. Dijo: “¡Caballeros, aquí está el guapo!”. 

               El día 16, tras la detención de Pedraza, se llevó a cabo en la Plaza del Pueblo, frente al Palacio Presidencial, una gigantesca manifestación de apoyo al Gobierno. Grau apareció en la terraza norte rodeado de sus principales colaboradores civiles y el alto mando militar. Dijo: “Aquí están los jefes de un Ejército plenamente identificado con el Gobierno. Los otros están en la Cabaña”.

               Ese mismo día el Presidente declaró a la prensa que no se trataba de un complot de fecha reciente, sino un movimiento organizado desde antes de su toma de posesión. Añadió que el Gobierno había actuado con serenidad y no suspendió las garantías ni declaró el estado de guerra. Anunció que el detonante de la conspiración había sido la campaña de prensa  desatada por varios periodistas para incitar a la revuelta y violentar las instituciones. Así, aludía en primer término al periodista y senador liberal  Ramón Vasconcelos que se había destacado por sus ataques mordaces al Gobierno. Preguntado sobre la posible participación de Batista en los hechos, Grau respondió que no tenía noticia alguna de ello, pero que tampoco la tenía en contrario. Batista, desde San Francisco, California, desmintió cualquier implicación.

HABLA CHIBÁS

Chibás, en charla radial de 1 de abril, dejó entrever que los tres puntales de la conspiración eran Batista, Vasconcelos y Pedraza, quienes urdieron el cuartelazo durante un encuentro que tuvieron en México. En esa ocasión Batista fue partidario de esperar a que se creara la atmósfera propicia para el golpe, pero Pedraza, considerando que el momento había llegado, partió para Cuba en una goleta. A Vasconcelos, dijo Chibás, lo comprometen dos notas encontradas en la cartera del ex coronel.

               El juicio de Pedraza  y  sus  cómplices concluyó el 13 de abril de 1945. Se les condenó a un año de prisión. ¿Se había cerrado el capítulo?

               El 25 de noviembre de 1945, Bohemia dio a conocer que el día 18 de ese mes había sido la fecha prevista para acometer un golpe de Estado. La acción principal consistía en eliminar a Grau cuando acudiera   a presenciar el desfile militar por el aniversario del natalicio de Máximo Gómez que tendría lugar en la Cabaña, donde el mandatario inauguraría un parque y una glorieta. Se abriría fuego contra el Presidente desde uno o dos tanques y al mismo tiempo se atacarían los cuarteles del Regimiento 7, donde oficiales comprometidos asumirían el mando. Se ocuparían el Palacio Presidencial y otros edificios públicos, y el poder quedaría en manos de Pedraza, quien desde la prisión, según Bohemia, habría ultimado todos los detalles e incluso había mandado a confeccionar el uniforme, con grados de General, que vestiría en la ocasión. Bohemia añadía que no todos los oficiales comprometidos con Pedraza fueron arrestados en marzo, y que las ventajosas consideraciones que el ex coronel disfrutaba en la prisión –celda espaciosa, refrigerador, radio, muebles cómodos, dieta variada, salidas a la calle- habían permitido que se restablecieran los contactos y prosiguiera la conspiración. Decía Bohemia que el Gobierno tuvo conocimiento del plan y suspendió el desfile con el pretexto de la visita a Cuba del Presidente de Chile.  El desfile se trasladó para el 25 y Grau estuvo en la Cabaña. Visitó a los presos y conversó con Pedraza.  El día 27  el general Genovevo Pérez  desmintió ese supuesto golpe. Pero Bohemia insistió en su veracidad. Nada ha podido comprobarse en un sentido ni en otro.

               El de Pedraza fue el primer intento de derrocamiento que reconoció  el Gobierno de Grau. Las contradicciones, la escasez de pruebas por parte del Gobierno  y los puntos que quedaron sin esclarecer en  las investigaciones provocaron desconfianza y recelo en la opinión pública e hicieron que algunas publicaciones  lo tiraran a broma. A lo que contribuyeron los sarcasmos de Vasconcelos, la llamada Pluma de Oro del periodismo cubano,  que fue quien le dio  nombre a la conspiración  porque un inocuo  cepillo de dientes fue de las pocas cosas que se incautaron al ex coronel José Eleuterio Pedraza.

                Faltaban aún la batalla de El mulo muerto y la conspiración de  La capa negra y también un intento de bombardear  el Palacio Presidencial y asesinar al Presidente. Así lo veremos el próximo domingo.

               (Con documentación de Enrique de la Osa y Humberto Vázquez García)

              

 

 

A punta de espuela

A punta de espuela

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

El campeonato correspondiente a 1946-47 del béisbol profesional cubano estuvo caliente. Hubo hasta muertos y,  por lo menos,  un suicidio. Y no pocos incidentes que debieron dirimirse ante los tribunales.  Aunque,  como siempre,  eran cuatro los clubes que se disputaban el título, solo dos de ellos, el Habana y el Almendares, mantuvieron a lo largo de la serie una enconada rivalidad y alzaron con ello el interés del torneo.  Todos daban por vencedor al Habana, conducido por Miguel Ángel González, y todavía unos días antes de que finalizara la contienda ni el más acérrimo almendarista soñaba con que su novena ganara la competencia. Sucedió, sin embargo, lo impensable. El equipo del alacrán, que dirigía Adolfo Luque, picó y lo hizo de tal manera que desinfló al león rojo del Habana y el conjunto de Mike González, que lucía como la mejor máquina beisbolera de la contienda, cayó destrozado ante el empuje de sus contrarios.

            Como sucede por lo general en esos casos, el triunfo se le atribuyó a un solo hombre, el pitcher Max Lanier enviado al Almendares en cambalache por el catcher Bassett pocas semanas antes de que finalizara la lid.   Cierto es que Lanier humilló a los bateadores rojos cuando,  en la recta final del campeonato, estaban sumidos en un slump terrible y ya sin esperanzas de reaccionar. Pero, y eso fue lo decisivo, el Almendares, que nada tenía que perder y mucho que ganar, jugó, ante el asombro de propios y extraños, una pelota cohesionada. Por otra parte, saltaba a la vista que el Habana carecía de un lanzador de cabecera capaz de consolidar su triunfo. Mike González había confiado más en su habilidad como manager que en la realidad y se arriesgó porque en sus planes no parecía factible la derrota.

            Lanier, que jugaba con el club Marianao, llegó al Almendares  por pura casualidad. Se enfrentaban el Marianao y el Habana cuando un jugador habanista, al deslizarse violentamente en el home, lesionó al catcher del equipo rival, que quedó inutilizado para lo que restaba de temporada. Tuvo el Marianao que recurrir a receptores novatos que rara vez salían airosos al contar, como contaba esa novena, con lanzadores tan difíciles y variados como Lanier, Calvert y Sandalio Consuegra. Fue entonces que se planteó el cambio de Bassett, segundo receptor del Almendares, por Max Lanier. El propietario del Marianao se resistió en un principio a prescindir de los servicios de Lanier, pero cedió al fin movido por  los continuos fracasos de sus receptores y como una forma de hacer un recorte saludable en la economía de su equipo pues “El Monstruo”, como apodaban a Lanier, devengaba un salario elevadísimo. Pasó Lanier al Almendares y tuvo así ese equipo en sus filas al jugador que no tardaría en ser factor decisivo, aunque no único, de su victoria.

TRIUNFO INESPERADO

El león lanzó zarpazos antes de morir y obtuvo un triunfo inesperado con un home rum de “Sagüita” Hernández. Ninguno de los 30 000 espectadores que ese día  seguían en el estadio el enfrentamiento entre los eternos rivales y veían como el pitcher azul le colgaba un cero tras otro al Habana, pudo pensar que el club de Miguel Ángel González ganaría ese encuentro y, mucho menos, en la forma en que lo hizo.

            Lanzaba Jessup por el Almendares y al llegar a la novena entrada, con escore de 2 x 0 a favor del alacrán, el Habana, que era home club, ocupó su turno al bate y,  ya con dos out, consiguió colocar dos hombres en las almohadillas. Tocó batear a “Sagüita”. Un strike. Otro más, pero en el lanzamiento siguiente el pitcher envió una bola a la altura del pecho del bateador. Sagüita le fajó golosamente y envió la pelota al jardín izquierdo, donde Santos Amaro intentó fildearla. Pese a su elevada estatura, el jardinero no pudo impedir que pasara sobre la cerca para darle la victoria al Habana.

            Los almendaristas se desplomaron en sus asientos, mientras que los habanistas ennudecieron ante la sorpresa del home rum. Luego todo fue júbilo y los seguidores del club de Miguel Ángel González se lanzaron al terreno a celebrar el éxito.

            Siguió otro juego, ganado por Lanier, en un cerrado duelo de lanzadores. Quedaban aún dos encuentros más entre los eternos rivales cuando el delegado de los almendaristas preguntó a Adolfo Luque si Lanier podría lanzar en el último de los dos desafíos.

            El viejo y popular mentor, esperanzado en ganar el campeonato y, de paso,  hacer rabiar a su viejo y querido amigo Mike González, expresó su confianza en que pudiera hacerlo, pero correspondía a Lanier la decisión definitiva. Si lo hace, aseveró el delegado del Almendares a nombre de los propietarios del club, tendrá, gane o pierda,   una gratificación de 500 dólares. Lanier, sin embargo, acogió con frialdad el ofrecimiento  y se limitó a responder que pensaría en la propuesta. Solo contestó definitivamente cuando los azules volvieron a derrotar a los leones con Agapito Mayor en la línea de fuego. “El Monstruo” estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo y, en efecto, ocupó el box y dominó a sus rivales.

            La reñida batalla entre el Habana y el Almendares  aumentó en grado superlativo la afición por el deporte nacional. Los ánimos se exacerbaron, más de un fanático fue incapaz de controlar sus nervios y se dio rienda suelta a la pasión. Los incidentes se sucedieron y los juzgados correccionales y de instrucción tuvieron que ventilar no pocos casos provocados por discusiones beisboleras. La sangre llegó al río en más de una ocasión. Un fanático del Almendares  dijo a otro del equipo rival: “Te acompaño en tus sentimientos” y fue atacado a cuchilladas por el irascible habanista. Y alguien más, confiado en la aventura segura de las huestes rojas, apostó al pecho, sin tener un centavo en fondo,  a favor del Habana y no encontró otro camino que el del suicidio para escapar de aquellos a los que debía dinero.

TIEMPO DE GALLOS

Se decía en la década de 1940 que nadie en el mundo superaba a los cubanos en lo que a la cría de gallos finos o de pelea se refiere. Había en esos años excelentes criadores en Las Villas, Camagüey y La Habana. Prueba de ello es que entre 1946 y 1947 el Ministerio de Agricultura concedió permisos de exportación para más de 2 000 gallos que en su mayoría fueron a parar a Puerto Rico y también a México, Venezuela y Colombia. Fue una primacía conquistada, decía un especialista, a punta de espuela.

            En esa fecha, en cambio, entraron al país unos 700 gallos jerezanos comprados a criadores de Cádiz, Almería, Sevilla y Jerez. Pese a su precio –costaba cada uno de ellos alrededor de 125 dólares- eran muy inferiores a los nacidos y criados en la Isla.

            Factores decisivos justificaban la pobre clase de esos ejemplares importados. La guerra civil ocasionó en España la escasez y el encarecimiento de muchos renglones alimenticios. Faltó el trigo, que es la base de la alimentación de los plumíferos en ese pais y ante ese imperativo muchas crías desaparecieron.

Eso no fue obstáculo para que vendedores andaluces ponderaran su mercancía como si fuese de oro. Llegaban a Cuba con el cigarrillo en la boca y la mentira en la lengua. Decían  “Este gallo tumbó al Alcázar de Toledo”. O “Este alazán se faja hasta con la catedral de Sevilla”. Otros aseguraban: “Mi gallo ha peleado en unas diez grandes ferias y nunca ha sido derrotado”. Pero a la hora de la verdad los gallos que, al decir de sus vendedores,  tantas proezas acumulaban, huían al recibir el primer golpe en un ojo. Los compradores cubanos demoraban en comprender que habían sido estafados. Eran gallos comprados en los mercados de Andalucía por veinte o treinta pesetas (dos o tres pesos cubanos de los de entonces) para ser revendidos en La Habana, donde el precio de un gallo de exportación oscilaba entre los cuarenta y los setenta pesos.

En esa época existían muchas vallas de gallos en esta capital. La Nacional, de la Esquina de Tejas, y la valla Habana, en la plazoleta de Agua Dulce, atraían a un público numeroso por la calidad de sus funciones y excelente ubicación. No quedaba muy atrás la valla Guanabacoa, en la localidad de ese nombre, que renació luego de vivir una vida en precario porque sus dueños no se preocupaban de hacer el anuncio oportuno de sus funciones. Superado ese error y,  con la instalación remozada por entero,  la valla Guanabacoa  fue convirtiéndose en uno de los principales centros gallísticos habaneros.

PALACIO DE LOS GRITOS

 

En la pelota vasca estaban muy extendidas las supersticiones. Así, se decía que el bando que anotara el primer tanto, perdía el encuentro, y que el 33 representaba un punto fatídico en la marcha ascendente del tanteador pues al llegar a ese número de tantos, la pareja que los había obtenido sufría un tropezón.

            En Cuba se jugó pelota vasca y de la buena. En la época de oro de ese deporte pasaron por La Habana los pelotaris Erdoza, apodado “El Fenómeno” y Mario Rincón, conocido por “Navarrete”, que fueron, en su momento, los astros más refulgentes de sus cuadros respectivos; Erdoza como delantero, y el otro, como zaguero. Entonces se hicieron admirar asimismo en El Palacio de los Gritos (Lucena y Concordia) Irigoya,  Eguiluz y Salsamendi (padre). También El Gran Charra, el jugador que más daño causó al juego formidable de Erdoza cuando este, por derecho propio, reclamaba el calificativo de “El Fenómeno” de la cuadra.

            Más acá en el tiempo vinieron otras estrellas de primera magnitud. Y les siguieron otras pues el frontón reforzaba sus cuadros con pelotaris procedentes de Barcelona, Madrid y otras ciudades de España.

            En la década de 1940, un jugador conocido por “Pistón” era considerado como el mejor delantero del orbe, en tanto que Guillermo Amuchástegui se consolidaba como la máxima atracción de taquilla en El Palacio de los Gritos. Fermín Mugerza evidenciaba una pegada tan descomunal como la del “fenómeno” Erdoza, y José Luis Salsamendi (hijo), el popular “Marqués de Barcelona”, se convertía en un fuerte rival de “Pistón”.  

No desea ni puede este escribidor extenderse en los detalles del juego de la cesta punta en Cuba. Trajo el asunto a cuento porque quiere sencillamente contar una de las muchas anécdotas que tuvieron como protagonista a Guillermo  Amuchástegui.

            Guillermo era un tremendo como pelotari. Pero era un pésimo chofer. Aun así insistía en conducir. Una tarde, por evitar a un transeúnte, desvió la dirección de su vehículo y ¡pum! metió el automóvil  directico  en un bar, con el destrozo consiguiente.

            Al ruido estrepitoso de copas y botellas rotas y mesas y sillas destrozadas  acudió el dueño  del establecimiento, que  luego de las lamentaciones  que es de suponer reclamó la indemnizaciñon correspondiente.

            Pagó Guillermo, con creces, la reclamación que se le hacía. Pidió luego un vermut y se lo bebió con la mayor tranquilidad del mundo. Cuando decidió marcharse, el propietario del bar insistió en acompañarlo hasta el automóvil. Deshaciéndose en atenciones y cumplidos, le decía:

            -Ya sabe usted donde nos tiene a sus órdenes y no deje de repetir estas visitas con más frecuencia.

            Se desconoce si Guillermo Amuchástegui volvió a pasar  frente a aquel establecimiento. Pero de seguro nunca más se le ocurrió entrar en ese sitio.

            (Fuentes: textos de Alberto Coronado, José O’Farrill y Juan Melis)

           

             

           

 

           

Fuego en la ferretería de Isasi

Fuego en la ferretería de Isasi

Ciro Bianchi Ross

 

 

Una tragedia conmocionó a La Habana el sábado 17 de mayo de 1890. Pasadas las 10:30 de la noche, una llamada telefónica recibida en el cuartel central de los bomberos del Comercio daba cuenta del incendio desatado en la ferretería de Isasi, en Mercaderes y Lamparilla. Agentes del orden público, periodistas, propietarios y empleados de los comercios aledaños y vecinos y curiosos en general, al conjuro de los sonidos de los silbatos de la Policía y el tañer de las campanas de las iglesias, empezaron a concentrarse  en los alrededores del lugar del suceso. Arribaron los bomberos del Comercio. Llegaron también  los bomberos municipales… Cuando las llamas se hacían incontrolables desde fuera, se estimó que debía abrirse  un boquete en una de las puertas del establecimiento con el propósito de pasar una manguera y organizar la extinción desde el interior de la ferretería.  Eso  hacía, hacha en mano,  uno de los bomberos del municipio  cuando se produjo la explosión.

            Un resplandor intenso alumbró el espacio. Se elevó una densa columna de humo y los escombros obstruyeron la calle Lamparilla. Los principales jefes de los bomberos de ambos cuerpos quedaron sepultados por los cascotes y las piedras que se desprendieron de las paredes y el incendio pareció cobrar nuevos bríos y amenazó con extenderse a  los edificios colindantes.

            Varios bomberos lograron  penetrar en el establecimiento y subieron a la planta alta donde   quedaron  atrapados en medio de una oscuridad total y el humo que los asfixiaba. Venciendo obstáculos enormes, uno de ellos derribó una puerta con su hacha. Salieron así a un balcón y desde allí reclamaron a gritos una soga que les permitió deslizarse hacia la calle.

            Se refrescaban las paredes de las casas inmediatas y también los escombros a fin de acometer las labores de búsqueda y rescate. No se utilizaron picos ni palas para esa tarea. A fin de no lastimar a los que, vivos o muertos, podían encontrarse bajo ellas, las ruinas se removían con las manos.  El periodista Ricardo Mora, sepultado por los destrozos y apenas sin poder respirar,  gritaba desesperadamente para que lo sacaran de su fosa improvisada y solo cuando estuvo fuera tuvo conciencia de que bajo su cuerpo había agonizado Francisco Ordóñez,  jefe de salvamento del Cuerpo de Bomberos del Comercio. José Miró, inspector especial de la Policía, murió aplastado por los escombros. Murió asimismo el teniente coronel Andrés Zencoviech, jefe  de los  bomberos municipales… Las llamas no fueron apagadas del todo hasta la tarde del domingo.

            En aquel siniestro perdieron la vida nueve bomberos del municipio y otros 17 entre los bomberos del Comercio. Encontraron además la muerte un  miembro de la Marina, cuatro agentes del orden público y ocho vecinos porque no fueron pocos los moradores de la zona que, de manera desinteresada, se sumaron a las labores de extinción y rescate y demostraron  heroísmo impresionante.

            Transcurrieron 118 años del fuego de la ferretería de Isasi. Desde entonces ningún incendio en Cuba costó la vida a tantos bomberos.

HORROR Y CÓLERA

A la tragedia del fuego se sumó, diez días después, la tragedia del agua. Llovió a cántaros y las inundaciones provocaron en la capital numerosas víctimas y daños de consideración.

            Al comentar ambos sucesos, pero en lo esencial el de Isasi,  el gran poeta Julián del Casal decía en una crónica publicada en el diario La Discusión, el 2 de junio de 1890, que  ante el incendio y las inundaciones  los habaneros experimentaron horror y cólera. Precisaba:

            “El horror ha sido lo más general. Tan pronto como este periódico, en la mañana del incendio, esparció la noticia desoladora de la catástrofe, describiendo el fuego, enumerando las víctimas y enalteciendo la memoria de ellas, no hubo una sola persona que no se sintiera horrorizada hasta lo más profundo de su corazón. Cada uno buscaba preferentemente el espacio en que figuraban los nombres de los muertos. Al  encontrar el de algún conocido la emoción  era tanto más fuerte cuanto más imprevista. Entonces se recordaba su figura, su carácter y sus merecimientos. Y el estupor se acrecentaba, porque si todavía no estamos familiarizados con la idea de que la muerte es cosa natural, mucho menos lo estaremos cuando esta ocurra por causas imprevistas…”

            El sentimiento del horror, en opinión del cronista,  quedó a un lado o se adormeció un instante para ser sustituido por el de  la cólera. Cólera provocada no solo por el dolor por la muerte de seres tan heroicos, sino por el de saber “que habíamos tenido un peligro suspendido sobre nuestras cabezas”.

            Escribía Casal a renglón seguido: “Y convencidos de que estamos libres ya de ese peligro, hemos formulado una serie de cargos contra los que ya por ignorancia, ya por mala fe, según el criterio de cada cual, colaboraron en la catástrofe, dejando sumidos a muchos supervivientes en la más negra desolación”.

            ¿Qué sucedió en verdad en la ferretería de Isasi? ¿A qué peligro suspendido sobre la cabeza de los habaneros aludía el poeta?

DETENIDO ISASI

Mientras los socios y empleados de la ferretería se hicieron presentes en los alrededores del establecimiento  tan pronto supieron del incendio, el propietario principal, Juan Isasi, tardó en dar señales de vida, pese a que supo lo sucedía cuando un amigo le llevó noticias  del siniestro a su  casa del Vedado. A la una de la mañana del domingo la Policía lo detuvo en la calle Mercaderes. Conducido ante el juez de guardia declaró desconocer la causa de lo acaecido. Aseveró  que  en la ferretería no pernoctaba persona alguna y que en ella   no había gas ni materiales explosivos almacenados ya que  la dinamita que vendía la guardaba en depósitos del gobierno. Preguntado sobre si su negocio estaba asegurado, respondió que sí, en veinte mil pesos oro y añadió que aunque las pólizas vencían el domingo 18, a las doce de la noche, las había pagado el sábado, esto es, el mismo día del siniestro.   El juez dispuso que quedara detenido e incomunicado, y aplicó la misma medida a los socios y dependientes del ferretero.

            Juan Isasi mentía descaradamente en cuanto al material explosivo.  Los peritos que evaluaron el siniestro y sus causas,  no demoraron  en llegar a la conclusión  que fue la dinamita, almacenada en grandes cantidades, lo que provocó la explosión fatal.

            El domingo 18 fue de luto para La Habana. Cerraron los comercios. Se suspendieron las fiestas. El entierro, en la tarde del lunes 19, fue apoteósico. El carro de bomberos “Virgen de los Desamparados” transportaba los restos del teniente coronel Zencoviech. En otro carro bomba iban los de Juan Musset, Óscar Conill y Francisco Ordóñez. Otros coches bombas conducían a las víctimas restantes. A todos, menos a Musset por decisión familiar,  se les dio sepultura en la tierra. Como reconocimiento y homenaje, los cuerpos de orden público, el Cuerpo de Bomberos del Comercio y el Cuerpo de Bomberos Municipales recibieron, por Real Decreto,  el título de Muy Benéfico y la Cruz de la Orden Civil de Beneficencia, de primera clase;  se les autorizó a usar las  insignias de la Orden en sus banderas, y el título en sellos y documentos.

ALBUM DE LA CATÁSTROFE

Pronto comenzaron las colectas para socorrer a los familiares de las víctimas. Los periódicos abrieron suscripciones con ese propósito y  el teatro Albisu programó una función de beneficio. El Círculo Militar celebraba una velada fúnebre con el mismo objetivo. Recurrimos de nuevo a Julián del Casal, prolijo en los detalles de aquella noche. Dice el poeta en su crónica de 18 de junio de 1890 y  que, como la ya citada, se publicó asimismo en La Discusión:

            “La casa que ocupa el Círculo, estaba suntuosamente decorada. Desde que se trasponía el umbral, la vista no encontraba más que alfombras elegantes… panoplias soberbias cuajadas de armas y, sobre todo, una profusión de flores… como si se hubiese querido dar una muestra de las maravillas y de los esplendores de la flora tropical.

            “En el salón principal, invadido por la concurrencia, la luz del gas, tamizada por las bombas de cristal cuajado, resbalaba a lo largo de las paredes estucadas, arrancaba chispas multicolores de las joyas femeninas y fingía incendiar los vidrios de las puertas, esparciendo por todas partes su dorada claridad”.

            Elogia Casal los discursos que aquella noche se pronunciaron, y celebra la inspiración de los poetas que recitaron sus versos. Le parece excelente la parte musical de la velada y, cronista social al fin, pondera  a la concurrencia “pues sabido es que allí solo asisten personas de alto rango y de reconocido valer”.

            Un folleto ilustrado, con detalles del incendio de la ferretería y de las inundaciones del día 28 de mayo, circulaba ya en La Habana el 19 de junio. “El  álbum de la tragedia”, como le llama Casal en otra crónica, escrito al correr de la pluma, pero ajustado perfectamente a la verdad y sin falte un solo detalle en el recuento. Abren  el folleto las páginas de Domitila García de Coronado, que “se enternece y gime al recuerdo de la catástrofe”, y sigue de inmediato  la reseña de los hechos.

            “Leyéndola detenidamente se siente estallar el incendio, se oye la espantosa detonación, se presencia el transporte de los heridos a los hospitales, se saben los nombres de las víctimas, se juzga la conducta de las autoridades en tan espantoso momento, se lee la biografía de los desaparecidos y se asiste a la conducción de los restos mortales al cementerio, comprendiéndose luego perfectamente el sentimiento de duelo que embargó, por muchos días, el corazón de los habitantes de esta capital”, escribía Casal.

            Sentimiento de duelo que no podo impedir, sin embargo, que el ferretero Juan Isasi quedara en libertad el 30 de julio. Poderoso caballero es Don Dinero.

EL MONUMENTO

El Ayuntamiento de La Habana decidió erigir, en la necrópolis de Colón, un monumento a los bomberos muertos. Se inauguró el 24 de julio de 1897 en una ceremonia a la que asistieron diez mil personas y presidió Valeriano Weyler, el más sanguinario de militares españoles que a Cuba le tocó padecer. Obra de los españoles Agustín Querol (escultor) y Martínez Zapata (arquitecto) es todo de mármol blanco y muestra cuatros figuras de tamaño heroico que simbolizan la Abnegación, el Dolor, el Heroísmo y el Martirio. La columna central está rematada por un grupo escultórico que representa al Ángel de la Fe conduciendo a un bombero a la inmortalidad. Dice en una de sus inscripciones: “El pueblo de La Habana llora su noble sacrificio, bendice su abnegación heroica y agradecido les dedica este monumento para guardar sus cenizas y perpetuar su memoria”.