Ciro Bianchi Ross
El fracaso de la acción del Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957, clausuró una forma de lucha: “El proyecto abreviante de la guerra mediante el descabezamiento del régimen en la cima dentro de la tesis de una gran insurrección urbana”.
Un hecho importante en la estrategia revolucionaria tuvo lugar en la Sierra Maestra, el 3 de mayo de 1958, cuando la dirección nacional del Movimiento 26 de Julio designó a Fidel Castro como Comandante en Jefe del Ejército Rebelde y secretario general de la organización, con lo que asumió la conducción política y militar de la guerra tanto en la montaña como en las ciudades.
A partir de esa reunión, la lucha seguiría la línea de la Sierra, que llamaba a la confrontación armada directa que se extendería a otras regiones y dominaría el país, y que, dice Che Guevara: “pondría fin a algunas ilusiones ingenuas de pretendidas huelgas generales revolucionarias cuando la situación no había madurado lo suficiente para que se produjera una explosión de ese tipo”.
Esa carencia de condiciones había motivado el fracaso de la huelga del 9 de abril de 1958. Lejos de afectar la estabilidad del régimen batistiano, aquella huelga permitió al gobierno, luego de reprimir ferozmente a los huelguistas, movilizar hacia la Sierra Maestra grandes contingentes militares.
Batista llevaba a cabo así su llamada Ofensiva de Primavera como parte del Plan F-F (Fin de Fidel) diseñado por sus estrategas. Diez mil soldados de la tiranía, agrupados en 14 batallones y siete compañías independientes atenazaron la zona del I Frente, comandado por Fidel.
Con solo 300 hombres, cien de los cuales carecían de armamentos, el jefe revolucionario opuso a la ofensiva enemiga una resistencia frontal, que en unos 30 combates y seis batallas de envergadura, en la región de Santo Domingo, en pleno corazón de la Sierra, aniquiló o puso en fuga al ejército adversario, cuyos flamantes estrategas se cubrieron de ridículo para siempre.
Tras la ofensiva de primavera, el régimen batistiano quedó con la columna vertebral rota, pero no vencido. Fue entones cuando el Comandante en Jefe ordenó la contraofensiva rebelde, en la que los comandantes Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos tuvieron un papel decisivo al encomendárseles la misión de sacar la guerra de los límites de la provincia oriental. Camilo debía llegar hasta Pinar del Río y Che operaría en la central provincia de Las Villas.
Fidel y el resto de sus comandantes continuarían la lucha en Oriente, estrechando cada vez más el cerco elástico en torno a la importante plaza militar de Santiago de Cuba.
Esa era, a grandes rasgos, la situación militar del país en diciembre de 1958.
EL ÚLTIMO MES
Ya para esa fecha, el territorio oriental estaba casi totalmente controlado por el Ejército Rebelde. En Las Villas, 2000 efectivos militares no pudieron contener el avance de las columnas invasoras de Camilo y Che (conformada por ciento y tantos hombres cada una de ellas) y se combatía asimismo en regiones de Camagüey y Pinar del Río.
Crecía la impopularidad del régimen y el desencanto permeaba a sectores que hasta muy poco antes le habían dado su apoyo tácito o abierto. En La Habana, donde la represión se hacía sentir con verdadera saña, la ciudadanía acataba la orientación del Movimiento 26 de Julio que, bajo la consigna de 0 3 C (cero compras, cero cine, cero cena) llamaba al retraimiento durante las celebraciones pascuales. Las calles lucían tristes y desiertas.
La batalla de Guisa, que se extendió, bajo la conducción de Fidel entre el 20 y el 30 de noviembre, tuvo lugar prácticamente a la vista de la ciudad de Bayamo, sede del puesto de mando de la Zona de Operaciones antiguerrilleras. El Ejército Rebelde luchó allí contra nueve refuerzos que llegaron con apoyo de artillería y aviación. La victoria le permitió proveerse de una cantidad apreciable de armas, pertrechos y equipos, incluidos dos tanques T-17, 55 000 tiros, un mortero y siete ametralladoras. El Ejército de la tiranía sufrió más de 200 bajas.
Liberada Guisa, el Comandante en Jefe decidió tomar los pueblos de Jiguaní, Baire y Maffo, con lo que el sector comprendido entre Bayazo y Palma Soriano quedaría controlado por los rebeldes, que dominarían también el tramo de la carretera Central que se extiende entre ambas ciudades. Cuando Palma cayó en poder de las huestes revolucionarias, Bayamo y Santiago quedaron aislados.
El 10 de diciembre, los pueblos de Baire y Jiguaní pasaban a ser territorio libre, y el 11 comenzaría la batalla de Maffo, que se extendería hasta el 30. Palma Soriano se rendía ante las tropas del comandante Juan Almeida y la ciudad de Santiago empezó a divisarse ya para el Ejército Rebelde.
En la provincia de Las Villas la situación resultaba también favorable para las huestes de Camilo y Che. Esos jefes guerrilleros, en tres semanas, había logrado inmovilizar los destacamentos militares. Destruyeron los puentes sobre los ríos Tuinicú y Falcón, en la carretera Central, con lo que interrumpieron el tránsito entre La Habana y los pueblos situados al este de Santa Clara, la capital provincial. Y con el fin de obstaculizar el desplazamiento del ferrocarril central, interrumpieron asimismo varios tramos de la vía férrea.
Che puso sitio a Fomento, lo tomó y después atacó Guayos y Cabaiguán con igual éxito. Posteriormente Placetas, Remedios, Caibarién y Camajuaní se rindieron ante sus tropas, en tanto que Camilo atacaba las guarniciones de los pueblos del norte de la provincia y ponía sitio a Yaguajay, donde el Ejército resistió el asedio durante 11 días. El 23 de diciembre los rebeldes se apoderaban de Sancti Spíritus, ciudad de unos 115 000 habitantes.
La estrategia del Che, como jefe de operaciones en Las Villas, era la de reducir las guarniciones de las ciudades y pueblos situados alrededor de Santa Clara, fuerte plaza militar y punto obligado del tráfico por carretera y vía férrea entre La Habana y el este del país. Con ello impediría la llegada de refuerzos una vez comenzado el cerco de la ciudad.
El 29 de diciembre, mientras Fidel se proponía el ataque a Santiago, Che daba la orden de combate contra las guarniciones destacadas en Santa Clara, que caería en sus manos al mediodía del 1 de enero de 1959. Ya para esa fecha, el legendario guerrillero había descarrilado y capturado el tren blindado que, con sus 22 vagones cargados de hombres, armas y equipos para la reparación de caminos y vías férreas, era una de las últimas cartas de triunfo de la tiranía.
ASÍ PAGA EL DIABLO
En aquel mes de diciembre de 1958, en que el gobierno batistiano se desmoronaba a ojos vista, Washington trató de llevar a cabo una maniobra política encaminada a salvar al régimen mediante el sacrificio del tirano.
Earl Smith, embajador norteamericano en Cuba hasta enero del 59, da la clave en su libro El cuarto piso, en el que expone los detalles de su misión diplomática en La Habana. Dice:
“Los representantes de los monopolios estaban de acuerdo en que era muy tarde [se refiere a diciembre de 1958] para ayudar a Batista y que la mejor alternativa era la de proponer una junta cívico militar. Estos caballeros coincidían en que una junta lograría un apoyo general del pueblo de Cuba y debilitaría a castro si incluía a figuras representativas de la oposición política y algunos de los elementos mejores del gobierno. Batista sería excluido…”
Agobiado por las continuas derrotas de un Ejército que no era capaz de ganar ya siquiera una escaramuza, Batista recibió, el 9 de diciembre, a un curioso personaje. El norteamericano William D. Pawley, hombre de negocios que había comenzado a venir a Cuba, en los años 30, como promotor de la Panamarican Airways y que en ese momento representaba los intereses de los Autobuses Modernos, que competerían con la empresa cubana de los Ómnibus Aliados. Eran viejos conocidos.
Pawley se entrevistó con Batista en Kuquine, la finca de recreo del Presidente, y lo hizo a título personal pues el personaje dijo no tener vínculos con el gobierno de su país. En realidad, con aquella entrevista cumplía la misión encomendada por la administración de su país: persuadir al tirano de que presentara la renuncia.
Pawley habó como un amigo y no como un emisario. De ahí que todo lo que ofrecía a cambio de la dimisión del Presidente, afirmó, debía ser aprobado luego por Washington. Él trataría de que fuera así. Si el general renunciaba, aseguró, podría irse a vivir a EE UU, donde Batista tenía su residencia en Daytona Beach, y no se molestaría a sus amigos y partidarios. Le dio a conocer la lista de los integrantes de la junta cívico militar que lo sustituiría. “Nosotros, puntualizó el visitante, haremos un esfuerzo para que Fidel Castro no llegue al poder”.
Algún tiempo después, septiembre de 1960, cuando testificó ante un subcomité del Senado norteamericano, Pawley dijo: “Yo fui seleccionado para ir a Cuba a hablar con Batista y tratar de persuadirlo de que renunciara… No tuve resultados en mis esfuerzos, pero si Rubotton me hubiera autorizado a decir siquiera lo que le estoy ofreciendo tiene la aprobación tácita y el respaldo de mi gobierno, creo que Batista habría aceptado”.
Pawley llevó a cabo su misión a espaldas del embajador Smith, quien se enteró de casualidad, antes que por el conducto oficial, de que un enviado de la administración se entrevistaría con Batista. El Departamento de Estado nunca le dijo su nombre, y el diplomático no conoció su identidad ni supo los detalles de la conversación con el Presidente hasta que coincidió con Pawley en la sesión del Senado ya aludida. Al hacer contacto con Batista a través de Pawley, Washington protegía las excelentes relaciones existentes entre Smith y Batista y reservaba al embajador para la gestión oficial en caso de que, como ocurrió, el tirano no escuchara la voz amistosa del emisario.
En La Habana, sin embargo, había gente mejor enterada que Smith de la misión de Pawley. Mario Lazo, asociado con Jorge Cubas en el bufete habanero que llevaba sus nombres (Edificio Ambar Motors; Piso 9. Tfno. 70 9452) era uno de los abogados cubanos de la United Fruit y de otras grandes compañías norteamericanas. Esas empresas sugirieron a Washington la sustitución de Batista por una junta militar, y Allan Dulles, director de la CIA, comunicó a los ejecutivos de esas firmas que Pawley viajaría a La Habana para hablar con el dictador.
EL HOMBRE HERIDO
Pawley llegó el 5 de diciembre. El día antes el Departamento de Estado había pedido a Smith que se trasladara a Washington para consultas. El 9 se entrevistaron Pawley y Batista. El 10, Smith fue recibido en el Departamento de Estado. En la reunión se hallaban Robert Murphy, subsecretario; Roy Rubotton, secretario auxiliar, entre otros personajes. “Allí estaba también, diría Smith, el enlace de la CIA con el Departamento de Estado”.
En esa reunión comunicaron al embajador los nombres de los integrantes de la posible junta militar que suplantaría a Batista. No coincidían enteramente con los que Pawley dio el día anterior al tirano. La composición de la junta fue la única noticia que Smith sacó del encuentro. El resto de los asuntos que le plantearon los conocía a través de Mario Lazo.
El embajador regresó a La Habana y pasó un cable a Washington: quería saber el resultado de la conversación de Pawley con Batista. No tuvo respuesta. Días después cursó otro mensaje: estaba seriamente amenazado el desarrollo de la zafra azucarera de 1959 por controlar los rebeldes prácticamente la porción este de la Isla. Esa vez sí le contestaron y de manera urgente.
“En las primeras horas de la mañana del día 14 de diciembre recibí instrucciones de Washington, dice Smith en su libro El cuarto piso. Era evidente, según decía el secretario Roy Rubotton… que Batista conservaba la esperanza de que EE UU lo apoyara hasta la toma de posesión del doctor Rivero Agüero, electo presidente el 3 de noviembre de 1958. Mi misión consistía en desengañarlo”.
Inmediatamente Smith se entrevistó con el canciller Gonzalo Güell y por su conducto le solicitó audiencia a Batista. Dijo al Canciller: “Tengo el desagradable deber de informar al Presidente de la República que EE UU no apoyará al actual gobierno de Cuba y que me gobierno cree que Batista está perdiendo efectivo control sobre la situación”.
Batista recibió al diplomático el día 17, en Kuquine. Quiso Smith dorarle la píldora y comentó que cumplía ese encargo con desagrado. Pero, dijo entrando al grano, su gobierno veía con escepticismo la idea de que el dictador permaneciera en el poder hasta el 24 de febrero. Después llegó lo peor. Pawley había dicho a Batista que Washington le concedería el permiso de entrada a territorio norteamericano y que su criterio sería atendido para conformar la junta militar que lo sustituiría. Lo que tenía que decirle Smith era muy diferente.
Batista comentó que sin su presencia el Ejército se desintegraría, manifestó que EE UU debía respaldarlo hasta el 24 de febrero y propuso, como fórmula salvadora, que Rivero Agüero, una vez en el poder, formara un gobierno de coalición y constituyera una asamblea nacional que convocara a elecciones. “Esa asamblea debe tener todo el respaldo de EE UU”, precisó.
Smith fue tajante. “Le dije que no esperara respaldo de mi gobierno a ninguna de sus posibles soluciones ni el apoyo a su posición”.
Batista adujo que la junta no podría resistir sin su apoyo y que, de formarse, tenía que incluir a Rivero Agüero.
Comentario de Smith: “Le dije bien claro que yo no estaba autorizado para admitirle la discusión de soluciones específicas o personalidades de la próxima junta”.
El dictador preguntó entonces si después de la renuncia podía trasladarse a su casa de Daytona.
“Le sugerí que pasara un año o más en España u otro país y que no demorara su partida de Cuba más del tiempo necesario para una ordenada trasmisión de mandos”.
Al resumir la entrevista con el mandatario, el embajador expresa en El cuarto piso que durante la conversación advirtió que Batista “respiraba como un hombre herido, y él y yo lo sabíamos bien”.
En la noche del 22 de diciembre de 1958, el tirano dictó al general Silito Tabernilla, su secretario privado, los nombres de los que lo acompañarían en la fuga y cómo se distribuirían en los tres primeros aviones. En el suyo viajarían Marta, su esposa, y su hijo Jorge, varios ministros, los esbirros Esteban Ventura Novo y Orlando Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, y cuatro o cinco guardaespaldas... Entre los 51 pasajeros de la segunda aeronave, que llegaría a Jacksonville, irían el clan de los Tabernilla y algunos de los otros hijos de Batista, y en el tercero, un C-47 ejecutivo, el avión presidencial que llevaba el nombre de Guáimaro, 13 personas más. Aunque la ubicación de los fugitivos en los aviones sufrió cambios de última hora, la lista la conformaban cien nombres en total. El resto de los batistianos quedarían abandonados a su suerte.
LA TRAICIÓN DE COLUMBIA
El 28 de diciembre, ante el desplome inminente de la tiranía, el mayor general Eulogio Cantillo Porras, Ayudante General del Ejército y jefe de la Zona de Operaciones, llegaba en helicóptero al central Oriente, en Palma Soriano, para entrevistarse con el Comandante en Jefe. Cantillo era el gran derrotado de la ofensiva de primavera, que estuvo bajo su conducción personal. En esos momentos las fuerzas armadas batistianas no podían resistir 15 días más el avance victorioso de la guerrilla.
Según la revista Bohemia (sección En Cuba; 11 de enero, 1959) la entrevista se desarrolló en los siguientes términos.
-A usted no le tienen que importar nada Batista ni los Tabernilla ni toda esa gentuza, general Cantillo. Esa es una ralea que no ha tenido piedad de Cuba, pero tampoco la ha tenido de los militares cubanos. Los ha llevado a una guerra que se pierde siempre porque contra el pueblo no se puede ganar una guerra…
“Pero entiéndalo bien, continuó Fidel, yo no autorizaré ningún tipo de movimiento que permita la fuga de Batista. Nuestro primer planteamiento es la entrega de los que consideramos criminales de guerra, empezando por el dictador. No transijo en esto.
“Lo que hace falta no es un madrugonazo más en Columbia ni una solución por encima, que deje intacto lo podrido, añadió el jefe del Ejército Rebelde. Hay que sublevar la guarnición de Santiago, que es lo suficiente fuerte y está bien armadas, sumar al pueblo y a los revolucionarios en un movimiento irresistible porque de seguro se le unirán todas las guarniciones del país.
Cantillo adujo que necesitaba trasladarse a la capital.
-No, no, es un riesgo que vaya usted a La Habana.
-No creo que sea ningún riesgo.
-Corre usted el peligro de que lo detengan porque aquí todo se sabe.
-No, yo estoy seguro de que no me detienen…
Ambos interlocutores guardaron silencio. Fidel se expresó con recelo:
-¿Me promete usted que no se v a dejar persuadir en La Habana por poderosos intereses? ¿Quién me asegura que no hay gente grande detrás de usted, empeñada en dar un golpe de Estado en la capital?
-Yo le prometo que no.
-¿Me lo promete de veras?
-Se lo prometo.
-¿Me lo jura por su honor de militar?
-Se lo juro.
En resumen, Cantillo se comprometió con Fidel a protagonizar a las tres de la tarde del 31 de diciembre un pronunciamiento militar en el cuartel Moncada, de Santiago, y desde allí se exigiría la renuncia del gobierno y la captura de los grandes culpables. No cumplió nada de lo pactado.
En Respuesta, Batista se refiere a esa entrevista y hay que ver con natural reserva lo que afirma. Dice que el alto oficial vio al líder rebelde en cumplimiento de una orden del mayor general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del Estado Mayor Conjunto. Él (Batista) ordenó a su vez el regreso de Cantillo y cuando este arribó al aeropuerto militar, un oficial lo condujo a presencia del dictador.
“…Cuando le pregunté por qué se había ido a Oriente sin verme, me respondió que cuando informaba a Tabernilla de los problemas bajo su mando, el jefe del EMC le insistió en que hiciera contacto con Castro. Entonces él (Cantillo) se acordó de un sacerdote, el padre Guzmán, que le había enviado un mensaje a los efectos de servirle de intermediario. Tabernilla le había ordenado partir de inmediato, buscar al cura y arreglar una entrevista personal con Fidel Castro para determinar qué es lo que quiere”.
Concluye Batista:
“El mero hecho de que la entrevista se hubiera efectuado significaba algo más que una actitud derrotista. Era la derrota en sí”.
No se sabe, quizás ya no se sepa nunca, si el dictador estuvo detrás del encuentro de Cantillo con Fidel. Astuto como era, es muy posible que lo haya estado y que moviera hasta el final los hilos de la situación que concluyó con su fuga. Por encima de sus afirmaciones en Respuesta y frases para la historia, hubo un entendimiento total entre Batista y Cantillo, incluso después de que este le pidiera la renuncia.
El 2 de enero de 1959, en el discurso que pronunció en el parque Céspedes, de Santiago de Cuba, Fidel se refirió a su reunión con Cantillo y expresó que había aceptado entrevistarse con el general por lo que su compromiso podría significar en el acortamiento de la lucha, y enjuiciaba de manera categórica la actitud del oficial de la tiranía. “No voy a andar con paños calientes, expuso ante los santiagueros, para decirles que el general Cantillo nos traicionó… Pero desde luego lo habíamos dicho siempre: no vayan a tratar a última hora de venir a resolver esto con un golpecito militar porque si hay golpe militar de espaldas al pueblo, nuestra Revolución seguirá adelante. Esta vez no se frustrará la Revolución. Esta vez, por fortuna para Cuba, la Revolución llegará de verdad a su término”.
LA NOCHE DEL ÚLTIMO DÍA
En El cuarto piso, el embajador Smith dice que el Departamento de Estado le comunicó que la junta que suplantaría al dictador estaría integrada por el general Eulogio Cantillo, el coronel Ramón Barquín, el general Arístides Sosa de Quesada y alguien más cuyo nombre ni revela. En el Congressional Record de 2 de septiembre de 1960, que recoge la deposición de Pawley ante el Senado, se afirma que la junta estaría compuesta por el coronel Barquín, el general Martín Díaz Tamayo, Pepín Bosch, de la casa ronera Bacardí “otro cuyo nombre se me escapa en este momento”.
Cuando Batista abandonó el poder en 1944 su sucesor, el doctor Ramón Grau San Martín, se empeñó en limpiar al Ejército de oficiales ostensiblemente batistianos. El coronel auditor Sosa de Quesada sobrevivió a esa limpieza y permaneció en las filas. Allí, agazapado en su oscuro puesto burocrático, volvió a encontrarlo Batista a su vuelta, el 10 de marzo de 1952, y lo ascendió a general de brigada. El capitán Díaz Tamayo no tuvo la suerte de que Grau lo dejara en las Fuerzas Armadas. Licenciado, trabajó en la Terminal de Ómnibus de La Habana, pero volvió con Batista a Columbia, en el mismo automóvil, el día del golpe de Estado y recibió en premio las estrellas de general. Por su actitud conspirativa estaba sujeto a investigación al producirse el desplome de la tiranía. Eulogio Cantillo no participó en la conspiración que llevó a Batista al poder en 1952. Intentó una tímida resistencia en el cuerpo de Aviación, entonces bajo su mando, hasta que su hermano, el capitán Carlos Cantillo fue a buscarlo para conducirlo a presencia del jefe golpista. Entró en su despacho con las estrellas de coronel. Saldría del local como general de brigada y Ayudante General del Ejército. Entonces, con su nombre, su prestigio y su autoridad trabajó en la consolidación del golpe de Estado.
De los militares cuyos nombres se barajaban para conformar la junta que sustituiría al dictador, solo Ramón M. Barquín López era decididamente antibatistiano. Junto a los coroneles Eulogio Cantillo y Eduardo Martín Elena, era de los oficiales más respetados de las Fuerzas Armadas y uno de los hombres en los que la oficialidad joven cifraba sus esperanzas de cambio. Pensaban esos jóvenes militares que de ascender cualquiera de esos tres coroneles al escalón principal de mando, el Ejército se adecentaría.
Cantillo se sumó a Batista y Martín Elena abandonó las filas tras el 10 de marzo. Barquín, en cambio, guardaba prisión en la Isla de Pinos desde que fuera develada la conspiración del 4 de abril de 1956, la llamada conspiración de Los Puros, en la que estuvieron implicados unos 120 oficiales con mando de tropas, de los que solo 13 fueron condenados.
A las diez de la noche del 31 de diciembre el coronel Joaquín Casillas Lumpuy, jefe de la plaza militar de Las Villas, logra contactar por teléfono con el dictador. Pide refuerzos urgentes para contrarrestar el asedio de Che Guevara contra la ciudad de Santa Clara, la capital provincial. . Batista le promete la ayuda pedida.
A esa misma hora Cantillo le dice que la situación en Oriente es insostenible pues habiendo trascendido su entrevista con Fidel, las tropas están ansiosas de facilitar los planes. En cuanto a los refuerzos para Santa Clara, comenta el general que el propósito es irrealizable. Añade tajante: “La situación es gravísima. Debe usted tomar una rápida resolución pues en cuestión de horas Castro entrará en Santiago con apoyo de nuestras propias fuerzas.
Esperan el año nuevo en la Ciudad Militar de Columbia, junto a Batista, los jerarcas militares y civiles. A muchos de ellos los citaron con premura los ayudantes presidenciales. Otros se valieron del pretexto de la fecha para comprobar por sí mismos lo que había de cierto en los insistentes rumores de la renuncia del Presidente, rumores que circulaban desde el día 29, cuando el dictador envió a EE UU a sus dos hijos más pequeños.
Aunque muchos aseguraban que Batista daría su batalla definitiva, y acaso postrera, en La Habana, y otros eran de la opinión de que no renunciaría en esa fecha porque había preparado su agenda de trabajo para el 2 de enero, existía entre sus íntimos y colaboradores una inquietud que crecía por momentos. A pesar de la celebración del año nuevo, el ambiente en la casa presidencial de Columbia no era precisamente de fiesta, y los continuos apartes entre el dictador y Cantillo, que evidenciaban perfecto entendimiento entre ambos, acrecentaban la tensión.
Poco antes de las doce de la noche los invitados pasaron al comedor y Batista con una copa de champán en la mano deseó a todos un feliz año nuevo.
Lo que sigue a ese momento es un tanto confuso. Según un testigo presencial, unos quince minutos después del brindis, uno de sus ayudantes avisó a Batista de que su presencia era reclamada en el despacho presidencial. Refirió Anselmo Alliegro, todavía presidente del Senado, que el mandatario lo mandó a buscar a su despacho y que cuando entró en el local vio a Batista muy nervioso y despeinado. Sudaba pese al aire acondicionado y estaba rodeado del alto mando militar. Le dijo:
-¿Qué le parece Alliegro? Estos señores me han dado un golpe de Estado.
Increpó Alliegro a los militares, pero Batista lo tomó por un brazo y lo condujo a un ángulo de la oficina. Ya yo no puedo hacerme obedecer. Firma la renuncia y vámonos, expresó el dictador y habló de tres conspiraciones que en ese momento anidaban en el campamento militar. Alliegro suscribió el documento. Como el Vicepresidente había renunciado para aspirar a la Alcaldía de La Habana, correspondía la Presidencia al titular del Senado.
Momentos antes, el mayor general Eulogio Cantillo, delante del resto de los altos oficiales y hablando al parecer en nombre de todos, había dicho a Batista:
-Señor Presidente: Los jefes y oficiales del Ejército, en aras del restablecimiento de la paz que tanto necesita el país, apelamos a su patriotismo y a su amor al pueblo, y solicitamos que usted renuncie a su cargo.
Batista tomó la palabra a su vez. Luego pidió papel y pluma y escribió de su puño y letra la renuncia. A esa hora solo quedaban en Columbia los colaboradores más allegados.
EL ÚLTIMO ¡SALUD! ¡SALUD! ¡SALUD!
A la una de la mañana del ya primero de enero de 1959 la jefatura de la Policía Nacional ordenaba que sus carros se presentaran en sus respectivas unidades y se encomendó a sus choferes que recogieran en sus casas a una serie de jefes policíacos. Treinta o cuarenta minutos después una caravana de unos treinta automóviles se fue formando en la Avenida 23, frente al Buró de Investigaciones. Al fin recibió la comitiva la orden de ponerse en movimiento con destino al aeropuerto militar de Columbia. Unas cien personas descendieron allí, nerviosas y preocupadas. Al arribar a su destino, el coronel Orlando Piedra, jefe del Buró y responsable de aquella operación, pidió que solo lo acompañaran los hombres “previamente citados”. Entre ellos se hallaba la flor y nata de los criminales batistianos: Medina y Sarmiento, Calzadilla y Rodríguez, Margoza y Macagüero, Antolín Falcón y Mariano Faget... sin contar los que estaban ya dentro. Aunque parezca increíble, algunos pensaron que los habían llevado porque allí tendría lugar una entrevista con Fidel Castro, pero Piedra los sacó de toda posible confusión al gritarles:
-Señores –dijo- ¡esto se acabó!
A las 2:10 llegó Batista al aeropuerto. Vestía de casimir oscuro y lucía sereno en medio de la tensión de sus acompañantes. Con él venían su esposa Marta, cuatro de sus hijos, algunos de sus colaboradores y el general Cantillo. Unas 15 personas en total. De otro vehículo descendieron Rubén Batista, otro de los hijos del dictador, y su esposa e hija, y Elisa Godínez, primera esposa de Batista.
El general Silito Tabernilla empezó a vocear los nombres de los que abordarían cada uno de los aviones dispuestos para la fuga. En el avión de Batista viajarían Marta y su hijo Jorge, varios ministros, los esbirros Esteban Ventura Novo y Orlando Piedra y cuatro o cinco guardaespaldas... Entre los 51 pasajeros de la segunda aeronave, que llegaría a Jacksonville, irían el clan de los Tabernilla y algunos de los otros hijos de Batista, y en el tercero, un C-47 ejecutivo, el avión presidencial que llevaba el nombre de Guáimaro, 13 personas más. Aunque la ubicación de los fugitivos en los aviones sufrió cambios de última hora, la lista la conformaban cien nombres en total. El resto de los batistianos quedaba abandonado a su suerte.
Antes de subir al avión, Batista hizo un nuevo aparte con Cantillo. En entendimiento entre el mandatario defenestrado y el militar golpista seguía siendo perfecto.
-Ya sabes lo que te he dicho y lo que tienes que hacer. Llama a las personalidades que te he mencionado: doctores Núñez Portuondo, Raúl de Cárdenas y Cuervo Rubio y diles cuáles son mis propósitos…
-Muy bien, general.
-Trata de que esas personas te ayuden. Son representativas de grandes zonas de opinión y su colaboración es necesaria en estos instantes.
-Así lo creo, general.
-En fin, Cantillo, no olvides mis instrucciones. De ti depende el éxito de las gestiones que realices a partir de ahora.
Batista subió por la escalerilla, ya arriba se volvió hacia Cantillo y repitió la frase con la que invariablemente terminaba sus discursos y alocuciones:
-¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!
Cantillo se comunicó entonces con el embajador Smith y lo impuso de los últimos acontecimientos. Decretó el alto al fuego, nombró nuevos jefes en las plazas militares y en la jefatura del Estado Mayor y de inmediato, aunque sin éxito, procedió a constituir la junta cívico militar. Su gestión en Columbia resultó efímera, se deshizo como una pompa de jabón cuando después del mediodía del primero de año la sala de gobierno del Tribunal Supremo de Justicia se negó a tomar juramento al doctor Carlos M. Piedra y Piedra que, como magistrado más antiguo de esa instancia de justicia, se aprestaba a posesionarse de la Presidencia de la República. Esa misma tarde un avión militar volaba rumbo a la Isla de Pinos para traer a Columbia al coronel Ramón Barquín como última carta de triunfo del desarticulado Ejército de Cuba.
A las nueve de la noche llegó Barquín a la Ciudad Militar. Vestía todavía el uniforme de presidiario. Se encontró con Cantillo en el despacho del jefe del Estado Mayor Conjunto. Sostuvieron un diálogo breve:
-Cantillo, en nombre de la Revolución y el pueblo de Cuba, a los que me debo, asumo revolucionariamente la jefatura…
-Bien, Barquín, si eso es así, qué remedio queda sino aceptar.
Cantillo, con sus ayudantes y su escolta, se retiró a su casa en la propia Ciudad Militar. En el juicio que se le siguió por su complicidad con el golpe de Estado del 10 de marzo, declaró que en ese momento Barquín le ofreció un avión para que saliera de Cuba, y que él rechazó la oferta porque estaba decidido a “compartir la suerte de sus hombres”. Hasta sus últimos días, Barquín negó categóricamente que le hubiera hecho tal ofrecimiento. El 2 de enero, el primer teniente José Ramón Fernández, recién llegado a Columbia desde el presidio de la Isla de Pinos, detuvo al general Cantillo en su residencia y lo condujo a la prisión militar, mientras que Barquín hacía nuevos nombramientos, incluso para aquellas plazas que estaban ya en manos del Ejército Rebelde.
Fidel se había negado a reconocer la autoridad del general Cantillo y tampoco reconoció y fue muy crítico con aquel coronel que hablaba en nombre del pueblo y la Revolución. El Comandante en Jefe designaba como jefe del Estado Mayor del Ejército derrotado al coronel José Rego Rubido, al mando hasta ese momento de la plaza militar de Santiago de Cuba. Y desde la ciudad de Palma Soriano, y a través de las ondas de Radio Rebelde, no acataba el cese de las hostilidades y llamaba al pueblo a la huelga general revolucionaria que impediría que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos.
Las columnas de Camilo y Che entraron en La Habana. La huelga revolucionaria fue una realidad y frustró el intento de los militares de controlar el poder. El 8 de enero la capital tributaba a Fidel un recibimiento apoteósico.