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Hechos

Debates en la Cámara

Debates en la Cámara

Ciro Bianchi Ross

 

Un movido debate se suscitó en la Cámara de Representantes con motivo de la biblioteca que ese cuerpo del Legislativo adquirió para sí y que, entre otros libros, incluía novelas de Flaubert, Goncourt y Manzoni, así como tratados sobre la doctrina cristiana, vida de santos y manuales de carpintería y de fabricación de automóviles.

            Fue en la sesión correspondiente al 11de noviembre de 1903, ocho días después de que quedara abierta la nueva legislatura. El sabio don Carlos de la Torre presidía la Cámara. Esos parlamentarios eran electos, por sufragio directo, para un periodo de cuatro años y se les exigía ser cubanos por nacimiento o naturalización, estar en pleno disfrute de sus derechos civiles y políticos y haber cumplido 25 años de edad.  Los no cubanos que aspiraran al cargo  debían demostrar, contados a partir de su naturalización,  ocho años de residencia en el país. Se elegía entonces un diputado por cada 25 000 habitantes o fracción de más de 12 500.  Por eso 72 representantes conformaban aquella Cámara, mientras que el Senado estaba integrado por 24 senadores,  cuatro  por cada provincia, que debían tener 35 años de edad como mínimo, gozar de todos sus derechos y ser cubano por nacimiento, no por naturalización. Los senadores se elegían para un periodo de ocho años y su elección era indirecta. Los escogía una asamblea de compromisarios, cuya mitad eran los que pagaban mayores impuestos en cada territorio.  Así lo disponía la Constitución de 1901.

Volvamos a la sesión del 11 de noviembre de 1903.  Entre otras figuras hoy del todo olvidadas, formaban entonces  parte de aquella  Cámara de Representantes  Carlos Manuel de Céspedes, el hijo del Padre de la Patria, el todavía coronel Enrique Loynaz del Castillo, Enrique Villuendas, joven y brillante político liberal asesinado en la ciudad de Cienfuegos, en 1906,  el coronel Carlos Mendieta…

Daba entonces la República sus primeros pasos. El presupuesto de la nación era de algo más de quince millones y medio de pesos. Había 399 kilómetros de carreteras en toda la Isla y existían en el país 3 476 aulas de enseñanza primaria, de las que 1 649 eran rurales, mientras que en la Universidad de La Habana, que desde  el 7 de mayo de 1902 funcionaba en las instalaciones de la Pirotecnia Militar, en la loma de Aróstegui, donde se encuentra todavía, estaban matriculados 557 estudiantes.  

Se creaba por entonces, en los altos del edificio que ocupaba la secretaría (ministerio) de Hacienda, una Estación Meteorológica, Climatológica y de Cosechas, que debió ser el antecedente del Observatorio Nacional. Con una dotación de 100 000 pesos, de los que a la postre sobró la mitad, se trabajaba en el castillo del Príncipe a fin de adaptarlo para Presidio Nacional. Cuba entraba en la Unión Postal Universal y mejoraba sensiblemente el servicio de correos. Contadas eran las localidades del país que no recibían la correspondencia con más frecuencia que en los días de la intervención norteamericana y –algo que hoy asombra y admira- había barriadas en La Habana en las que el cartero hacía sus repartos tres y hasta cuatro veces por día.

Cinco legaciones, 26 cónsules profesionales y 43 cónsules honorarios asumían la representación de Cuba en el exterior en aquel ya lejano año de 1903. El gobierno norteamericano decía reconocer la soberanía de Cuba sobre la Isla de Pinos, tema controvertido en las relaciones entre ambos países durante largo tiempo y se avanzaba en Washington en la elaboración del llamado tratado de Reciprocidad Comercial entre las dos naciones.

La estabilidad de la República hasta entonces solo se había visto turbada en dos ocasiones y ambas en la provincia de Oriente.  Primero, en un barrio del Caney,  con el alzamiento de 60 ó 70 hombres, “compelidos unos por la fuerza  y traídos otros por medios engañosos”, según se expresa en el informe del gobierno.  El otro, en  el pueblo de Vicana, en la jurisdicción de Manzanillo, donde se levantaron en armas “cuatro hombres de moralidad dudosa, si no de malos antecedentes”, según la misma fuente. Pero esos movimientos fueron sofocados por la Guardia Rural, recién creada entonces.

Por último, en aquella fecha se había iniciado la tarea de liquidar sus haberes a los miembros  del Ejército Libertador y 53 774 ciudadanos acreditaban en las oficinas pertinentes su condición de combatientes de la gloriosa tropa.

NO VENGO A LEER NOVELAS

Fue en la sesión del 11 de noviembre de 1903 cuando se propuso por primera vez el proyecto de lo que sería el Tribunal de Cuentas. Aquella tarde, el representante Antonio Masferrer, “el independiente de la Cámara”, como le llamaban sus compañeros, pidió que el Ejecutivo remitiera a la Comisión de Examen de Cuentas todas las facturas pagadas  por la dependencias gubernamentales desde la instauración de la República, en 1902.

            -Cada mes se emiten más de 28 000 comprobantes… ¿Dónde vamos a meter tantos papeles?, expresó, molesto,  uno de los diputados presentes y otro más comentó que habilitar un local con ese propósito era lo de menos porque el asunto radicaba en  encontrar quién revisara esas facturas. Añadió: “Tendremos que armarnos de la paciencia suficiente para leerlas”.

            La propuesta de Masferrer no prosperó, y siguió, después de un breve receso, la andanada de Rafael Martínez Ortiz contra biblioteca comprada por la Cámara para que prestara servicio en su sede. Digamos  que dicho personaje no fue ningún  sicofante. Era por el contrario un hombre culto. Periodista. Historiador.  Buen orador. Nació en la ciudad de Santa Clara, en 1859, y dirigió allí dos periódicos. Se afilió al autonomismo y pasó luego  a las filas de la Independencia,  y fue su eficaz propagandista. Sirvió a la República  como ministro de Hacienda, Agricultura y Estado (Relaciones Exteriores) en varios gobiernos y representó a Cuba como embajador en Francia. Murió en París en 1931. Dejó un libro interesante: Cuba: los primeros años de independencia, del que se hicieron varias ediciones… Aquel día, se puso de pie y dijo con voz tonante:

            -Señores representantes: Con profunda sorpresa he visto la biblioteca que adquirió la Cámara. Se encuentran en ella cientos de obras que nada tienen que ver con los trabajos legislativos. Ni siquiera para hacer pasar ratos de solaz a los representantes.

            El secretario de la Cámara intentó tomar la palabra, pero Martínez Ortiz no se dejó interrumpir. Prosiguió:

            -Incluye novelas de Flaubert, de Goncourt, de Manzoni… Se adquirieron tratados de carpintería, sobre reparación de motores… ¿Para qué?

            Intentó continuar, pero otro representante se le impuso para decir que esa compra era de la exclusiva competencia de la Comisión de Gobierno de la Cámara y que no le parecía oportuno  llevarla a una sesión de ese cuerpo colegislador  porque robaba el tiempo que los diputados necesitaban para legislar. Habló enseguida Carlos de la Torre y pidió a Martínez Ortiz que reservase su planteo para otra ocasión.

No se amoscó el aludido.

            -Como representante tengo derecho a dirigir preguntas a la Cámara en cualquier momento –dijo.

            -Preguntas, sí, pero censuras, no –ripostó, rápido, Carlos de la Torre.

            -No he dicho que censuro a la Comisión de Gobierno. Lo que hago es sorprenderme. Confieso que estoy sorprendido de haber encontrado esos libros en nuestra biblioteca.

            Sufrió Martínez Ortiz una nueva interrupción. Alguien le preguntó si no le gustaban las novelas de Flaubert. Replicó:

            -No vengo a la Cámara a leer novelas… Yo solo quiero saber por boca  de cualquiera de los miembros de la Comisión de Gobierno de este cuerpo qué móviles tuvieron para adquirir esas novelas así como vidas de santos, tratados para la construcción de automóviles y otras obras que nada tienen que ver con las labores parlamentarias.

            Pudo hacerse oír por fin el secretario de la Cámara.

            -Ruego a los señores representantes que dejen el tema de los libros  para una sesión secreta. Y no sin cierto humor añadió: Aprovecharemos dicha sesión para demostrar nuestras dotes literarias.

IMPORTACIÓN DE BRACEROS

En otras sesiones se discutió el presupuesto del año 1904. El gobierno tenía urgencia de que lo aprobaran. Pero los representantes se tomaron todo el tiempo del mundo antes de hacerlo. Durante catorce días con sus noches la Comisión correspondiente de la Cámara analizó cada uno de sus renglones y luego los diputados los discutieron durante varios días más. De manera especial se debatió en torno al salario de los mozos de limpieza de los ministerios. Ganaban 25 pesos mensuales y hubo la intención de aumentarles diez pesos. Al final se acordó que ganaran 30. Villuendas arrancó los aplausos de la gradería cuando expresó su opinión al respecto: “Acepto los 30 pesos mensuales para no dilatar el debate. Pero lo siento como si yo fuera un mozo de limpieza…”

            Alguien propuso, dentro de la discusión del presupuesto, que se eliminara el hospital de infecciosos de Las Ánimas, ubicado en los terrenos donde radica hoy el Pediátrico de Centro Habana. El representante Albarrán fue demoledor en su defensa del hospital y consiguió que no lo cerraran.

            -Del hospital de Las Ánimas, prestigiado por Finlay y por Juan Guiteras, se habla con respeto en todos los centros científicos del mundo. Y vosotros queréis suprimirlo… Gracias a ese hospital hemos impedido que el horrible fantasma de la fiebre amarilla reaparezca en nuestro territorio. Dirige ese hospital un hombre eminente, el doctor Guiteras quien, entre otros trabajos importantísimos, acaba de descubrir el inquilá-tome, causa, ignorada hasta ahora entre nosotros, de gran mortalidad infantil. Y allí, en su humilde laboratorio, el doctor Mario Lebredo realiza trabajos sobre parasitología que hacen concebir halagüeñas esperanzas en nuestro mundo científico.

            Muy interesantes fueron asimismo los debates sobre la importación de braceros para que trabajaran la tierra. Solo el tres por ciento de la superficie cultivable del país  estaba en explotación entonces. Ante la escasez de fuerza de trabajo en los campos, un grupo de parlamentarios, entre los que figuraba Carlos de la Torre, impulsó una ley que autorizaba al Ejecutivo a facilitarles el pasaje gratuito a los que desde España, Canarias y Puerto Rico quisieran realizar trabajos agrícolas en Cuba. Debía pagar también el gobierno los pasajes de aquellos cubanos que en razón de la zafra azucarera debían moverse de una provincia a otra, y recompensar con una ayuda de cien pesos oro,  para que comprasen semillas y útiles de labranza, a todos los braceros extranjeros que, una vez vencido su compromiso de trabajo, decidiesen permanecer en Cuba para seguir trabajando la tierra.

           

 

           

 

           

              

 

 

Panchita la Cienfueguera

Panchita la Cienfueguera

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Esta es una historia espeluznante. En los días finales del mes de marzo de 1942, los peones agrícolas Ángel Barranco y Antonio Rodríguez que rendían su faena diaria en los cañaverales de la finca Primavera, perteneciente al central España, en el municipio matancero de Perico, encontraron un cráneo junto a una caja de cartón vacía y, diseminados,  ropas y artículos propios de mujer. Impuestas las autoridades del macabro hallazgo, miembros del Ejército y de la Policía Nacional, trabajadores del ingenio azucarero y un nutrido grupo de residentes locales se dieron a la tarea de hallar  los restos del cuerpo, que de manera infructuosa buscaron por todos los contornos. La comunidad, profundamente conmovida, creyó ver en aquel   cráneo de mujer descubierto el de una  ignorada vecina víctima de otro descuartizamiento.  Fresco estaba todavía el recuerdo  de Celia Margarita Mena, trucidada un par de años antes en La Habana.

            El juez local radicó causa por asesinato. Pero se desconocía quién era la occisa y la culpabilidad del crimen  no recaía sobre una persona determinada. Ni siquiera se sospechaba quién podía haber sido el victimario.  De esa manera, el Gabinete Nacional de Identificación se hacía cargo de un misterio más y aceptaba,  con su celo habitual,  la resolución del problema policíaco.

La búsqueda de los técnicos del Gabinete en el lugar de los hechos resultó más provechosa. Aparecieron una rama de la mandíbula inferior, diversos fragmentos de cráneo y numerosas piezas dentarias, entregadas de inmediato al doctor Israel Castellanos, director del Gabinete, y a su odontólogo, el doctor Carlos Criner. En poder del doctor  Castellanos quedaron asimismo los objetos encontrados: vestidos, dos carteras, un par de zapatos blancos y otras prendas femeninas. La caja de cartón, que originalmente contuvo cuatro docenas de las latas de salchichas y que sobre el fondo y la tapa mostraba señales de haber estar amarrada con un cordel grueso en forma de cruz,   parecía, sin embargo,  hablar por sí misma. En su solapa superior izquierda tenía escrita, con lápiz de creyón rojo,  esta frase: “Recuerdos de Panchita la Cienfueguera”.  Y en uno de sus laterales, pero con lápiz negro, se leía: “Francisca Rodríguez Chirino”.

UN PAÑUELO DE HOMBRE

Pero esos indicios, de momento, no conducían a ninguna parte, y Castellanos prefirió constatar si la caja había sido utilizada para trasladar al cañaveral el cráneo con la mandíbula inferior o si en su defecto solo contenía ropas y objetos de la víctima. Pronto rechazó la primera hipótesis. Si la cabeza decapitada hubiera sido transportada en ella,  la caja presentaría vestigios de sangre, además del penetrante y persistente olor de la putrefacción. Al descartar que la caja de salchichas hubiera servido para trasladar la cabeza en cuestión, el investigador llegó a una conclusión importante: la muerte de la mujer sin identificar había ocurrido en el propio cañaveral.

A otra conclusión arribó de inmediato el doctor Israel Castellanos. El examen de los vestidos revelaba que su última poseedora fue una mujer que vivía en la pobreza absoluta, casi en la indigencia. La ropa era muy diversa. Vestidos de calidad inferior, muy zurcidos, usados ostensiblemente por una mujer delgada, paupérrima y descuidada, y vestidos caros, finísimos y de tallas superiores a los otros, pero adaptados a un cuerpo menudo con hilos disímiles y siempre a mano.

El pañuelo de mujer, muy usado y desteñido, encontrado en el cañaveral, mostraba un nudo en uno de sus ángulos y en el interior del nudo contenía tres monedas de un centavo. Estaba manchado de tierra colorada y evidenciaba haber sido pisado sobre el terreno húmedo. Un refajo arrojó huellas  de sangre en los tirantes y en su parte posterior. Cerca del refajo apareció un vestido desgarrado en dos grandes pedazos y con plastrones de tierra colorada en la espalda y  las asentaderas. El primer plastrón, explicó el director del Gabinete Nacional, se produjo al ponerse en contacto la espalda de la mujer que portaba dicho vestido con el suelo colorado y húmedo del cañaveral, mientras que el plastrón inferior se hizo al caer ella sobre sus glúteos, lo que evidenciaba que ese era el vestido que llevaba puesto la víctima al ocurrir la tragedia. Un lazo de los que usan las mujeres para recogerse el pelo y adornarse la cabeza tenía también huellas de sangre.

Un pañuelo de hombre apareció en el lugar de los hechos. Una tela muy usada, a  rayas verdes, sin iniciales bordadas y doblado transversalmente de un ángulo a otro, como se hace cuando se coloca sobre la cabeza. Tenía, en uno de sus ángulos, un alfiler imperdible, cerrado, con un pedacito de tela del propio pañuelo, pedazo que pertenecía al otro ángulo de la prenda. Las máculas superficiales halladas en la tela permitían colegir que el pañuelo había sido arrastrado por el viento.

Dicho pañuelo no pudo pertenecer a nadie más que no fuese el victimario y posibilitaba arribar a otra conclusión importantísima. Fue roto por tracción, lo que ponía de manifiesto que la mujer muerta en la finca Primavera había intentado defenderse en los momentos postreros.

PISTAS FALSAS

Las investigaciones avanzaban aun sin que pudiese precisarse la identidad de la víctima ni la de su asesino. Las piezas óseas encontradas en el cañaveral correspondían a un mismo cráneo, el de una mujer de la raza blanca con cabellos lisos y castaños y peinados en trenzas,  que tendría entre 35 y 40 años al morir. El cráneo no había estado inhumado en tierra ni colocado en un sarcófago. Permaneció al aire libre y mostraba huellas indudables de haber sido atacado por perros jíbaros  y aves de rapiña.

            El odontólogo Criner reconstruía la dentadura de la víctima y se hacía circular su fotografía. Eran dientes de forma cuadrado-ovoidea;  faltaba un incisivo y otro mostraba una caries de tercer grado.  Se publicó además la foto de un sombrero de crochet blanco que presumiblemente perteneció a la occisa, y el apelativo de Panchita la Cienfueguera y el nombre de Francisca Rodríguez Chirino se repetían hasta el cansancio en la prensa.  El doctor Castellanos, por su parte, reproducía,  a partir de las ropas encontradas, el cuerpo de la mujer en una especie de maniquí al que adicionó las trenzas castañas  y cubrió con sus vestidos. Fue tan cuidadoso en los destalles que no olvidó el abriguito rojo que la figura  llevaba sobre el brazo izquierdo flexionado. Fotografió la armazón de espaldas y, hoy vestido de una manera y mañana, de otra, hizo publicar las fotos en los periódicos. Se veía a la mujer como si hiciera el retorno de una larga y fatigosa caminata.

            Pronto un zapatero de la calle Espada, en La Habana, acudió voluntariamente al Gabinete Nacional de Identificación para notificar que por el aspecto de la boca y el sombrerito tejido creía reconocer a cierta enfermera graduada que ya  había perdido de vista. Compañeras de esa enfermera se personaron también en el Gabinete con informaciones y fotos que pudiesen corroborar o desmentir la declaración del zapatero. Se presentó asimismo  el dentista que años antes atendió a dicha enfermera. La mujer que recordaba haber tratado  en su consulta era presumida e inclinada al acicalamiento; no podía tener una boca tan descuidada. Un informe del jefe del puesto de la Guardia Rural del central Lugareño, en Camagüey, puso fin a las suposiciones. Allí vivía con su esposo y gozaba de buena salud la enfermera a la que daban por muerta.

            Un hallazgo complicó las investigaciones. Tres sábanas  bordadas y finas,  la funda de una almohada y una bata blanca con manchas de sangre aparecieron  bajo el puente del Canal de Roque. Las indagaciones parecía que tomarían otro camino, pero el nuevo descubrimiento no guardaba relación con el crimen del cañaveral de la finca Primavera del central España, en Perico. Las manchas  en las ropas de un sitio y otro correspondían  a grupos sanguíneos diferentes y tampoco coincidían  los elementos y rastros ambientales entre unas y otras.

            A esta altura, las opiniones sobre el caso estaban divididas. Unos hablaban de descuartizamiento. Otros, como el doctor Castellanos, se inclinaban por la decapitación, mientras que no eran pocos los que sostenían que no se había perpetrado crimen alguno en Perico. Alegaban que si bien apareció una cabeza, no aparecían otros huesos ni partes del resto del cuerpo. Justo es decir que nunca aparecieron.

¡MAMÁ! ¡POBRE MAMÁ!

Porfirio Vázquez, blanco de 18 años de edad, cumplía en la cárcel de la ciudad de Matanzas una sanción de nueve meses por atentado a agente de la autoridad. Todos los jueves y domingos, sin faltar uno, el recluso recibía la visita de su madre que le llevaba cigarros, dulces y otras chucherías que le ayudaban a pasar su encierro. Un día  Porfirio la esperó en vano.  No llegó y faltó en las visitas subsiguientes. Nadie le daba razón de ella hasta que su hermano Evelio, de 12 años, que vivía recogido por una señora en un campamento de indigentes situado en los manglares de la playa matancera de Bellamar, fue a verlo. Se abrazó a él, llorando. Un caminante me dijo que mamá fue asesinada en Perico. Pudo Porfirio ponerse en contacto con el Gabinete Nacional de Identificación y sus agentes lo visitaron en la cárcel. Le mostraron las fotos del maniquí, las ropas halladas en el cañaveral, el sombrerito de crochet. No cupieron ya dudas. La occisa era Francisca Rodríguez Chirino, conocida como Panchita la Cienfueguera.

            Desde cuatro años antes, contó el hijo a la Policía, vivía ella maritalmente con un sujeto que se hacía llamar, indistintamente, Guillermo Castillo, Manuel García o Bárbaro Carbonell, alías Barbarito, que la obligaba a pedir limosnas en su provecho y la golpeaba salvajemente cuando ella se negaba a complacerlo. Intentó la Cienfueguera huir de su concubino y buscó refugio en el campamento de indigentes de la playa de Bellamar. Pero allí fue Barbarito a buscarla y se la llevó bajo amenaza.

            La Policía Secreta ubicó a Barbarito en Ciego de Ávila y lo detuvo. Trasladado a Colón, se confesó culpable de la muerte del menor Francisco Cabrera, cuyo cadáver fue hallado en una alcantarilla de la localidad de Jicotea. Con respecto a la Cienfueguera dijo que sostuvieron un violentísimo altercado en un cañaveral del central España y que ella intentó pegarle. Fue ahí que él decidió castigarla con un fleje. Los golpes la hicieron rodar por tierra, sin sentido.

Lo hice porque me era infiel, precisó.  Negó con énfasis, sin embargo, haberla descuartizado o decapitado. Por lo que se confirmó la suposición de que el cuerpo fue dispersado por los perros jíbaros.

            El juicio por este caso sensacional se llevó a cabo en la Audiencia de Matanzas que impuso una sanción de veinte años de privación de libertad  a Barbarito por el homicidio de Panchita la Cienfueguera.

            (Con información de Armando Canalejo)

 

 

           

 

 

 

 

           

A Joe Louis le quitaron los pantalones en La Habana

A Joe Louis le quitaron los pantalones en La Habana

Ciro Bianchi Ross 

Caricatura Laz

 

 

Quizás sorprenda saber que en Cuba, hasta 1921, el boxeo fue un deporte prohibido. Nunca se argumentaron razones sólidas o de peso para que así fuera. Se trataba de una disposición tan simplista como aquella otra con la que se pretendió suspender el fútbol. Se decía que en los futbolistas salían al terreno en calzoncillos.

Pero que el boxeo estuviese prohibido, no quiere decir que no se practicara. Incluso, los resultados de las peleas aparecían como si nada en los periódicos. Se imponía pedir un permiso especial para organizar un encuentro boxístico, o celebrarlo de manera clandestina. Muchas peleas se llevaron a cabo en el patio y en la azotea del American Club (actual Federación de Sociedades Asturianas) en Prado y Virtudes, y en  el periódico Cuba, en la calle Empedrado. También en algunas residencias particulares.

Con la creación de la Comisión Nacional de Boxeo, en 1921,  cesaron  las prohibiciones de ese deporte. La Comisión, sin embargo, tuvo durante años una existencia tan  precaria, con divisiones internas y una directiva extremadamente cambiante, que la práctica misma del boxeo llegó a verse amenazada hasta que resurgió en 1936 con la celebración de un campeonato amateur y de otro que llevó el nombre de Guantes del Oro.

El 10 de abril de 1944 se inauguró el Palacio de Convenciones y Deportes, de Paseo y Mar. Antes hubo otro Palacio de los Deportes en el espacio que luego ocupó la Confederación de Trabajadores de Cuba. Se hizo una colecta entre los obreros para adquirirlo. Se pensó remodelarlo para adaptarlo a sus nuevos fines, pero por el mal estado del edificio no fue posible reformarlo  y hubo que construir uno nuevo.

El coliseo de Paseo y Mar, emplazado donde hoy se halla la Fuente de la Juventud, fue demolido a mediados de los años 50 a fin de posibilitar la continuación del Malecón,  que en esa etapa se extendió hasta el final del Vedado.

CAMPEONES

Dos campeones mundiales en boxeo tuvo la Isla antes de 1959. Kid Chocolate y Kid Gavilán. Y otros dos que merecieron serlo y no lo fueron: Kid Charol y Kid Tunero, dice Elio Menéndez, maestro de la crónica deportiva. Chocolate, que solía repetir “El boxeo soy yo”, fue el genio hecho boxeador y logró dos coronas mundiales. Gavilán tuvo menos técnica y menos dominio del ring que Chocolate, pero  pegada y  resistencia mayores.

.           En lugar de establecerse en EE UU, Kid Charol viajó a Sudamérica. En Buenos Aires lo acogieron con los brazos abiertos y llegó a ser un ídolo nacional en la Argentina. Allí vivió intensamente la vida, alternando el entrenamiento y el ring con las pistas de baile y el cabaret. De esa manera transcurrieron sus mejores años. De su calibre como boxeador da idea este incidente: Una noche lo sacaron del hospital, donde trataban de curarlo de una grave enfermedad, y lo pusieron sobre un cuadrilátero para que se enfrentara al consagrado boxeador norteamericano Dave Shade, que lo aventajaba en muchas libras. Charol, con heroicidad, logró un veredicto de tablas. Se llamaba Esteban Gallard.

Kid Tunero se llamaba Evelio Mustelier, y era natural de Las Tunas. Hizo toda su carrera en Europa, donde se enfrentó y venció, entre otros,  a cuatro  figuras que llegaron a coronarse campeones mundiales.

Dice Elio Menéndez:

“Tunero apenas había efectuado una docena de peleas en Cuba –todas semiprofesionales- cuando en 1929 partió a la conquista de Europa. Trabajo le costó abrirse paso en el Viejo Mundo, donde llegó a convertirse en un auténtico ídolo, especialmente para los aficionados de Francia, país donde fundó un hogar y vivió por mucho tiempo.

“Solicitado por promotores de todas partes, la invasión alemana a Francia durante la II Guerra Mundial lo sorprendió peleando en Sudamérica, lejos de la esposa y de los dos hijos varones que había dejado en la Costa Azul francesa. Comenzó entonces para Evelio Mustelier un calvario de largos años sin noticias familiares, suplicio que finalizó cuando el fascismo cayó derrotado.

“Imposibilitado de regresar a Europa mientras duró la ocupación nazi, Tunero alargó su gira por América y fue entonces cuando debutó como profesional en su patria. Y si trabajo le costó imponerse allá, otro tanto le costó aquí, donde su estilo clásico europeo no gustó desde el primer momento. Para convencer –no bastaba con vencer- tuvo que derrotar a los mimados de la casa… y a cuanto cacareado fenómeno le trajeron de afuera”.

Se retiró definitivamente en 1950.

En el Palacio de los Deportes, de Paseo y Mar, se enfrentó Tunero a Hansking Barrows. Al sonar el último gong, los jueces, con el beneplácito de los aficionados,  dieron por vencedor al cubano. Para todos había sido una pelea más. Pero no para Tunero, que empezó a padecer de mareos, fuertes dolores de cabeza y un malestar indescriptible. No consultó con nadie, pero tomó la decisión de retirarse del ring. Él no sería como otros muchos boxeadores que conocía muy bien y  que andaban a tropezones, con el hablar balbuceante y una sonrisa estúpida congelada en el rostro.

En 1991, Teófilo Stevenson fue invitado a Barcelona para que viese las obras que se construían con vistas a las Olimpiadas de 1992. Allí sus admiradores lo agasajaron con un gran almuerzo. Stevenson quiso que su comprovinciano Tunero, que vivía en Barcelona,  estuviese presente. Se prodigaron atenciones y se expresaron una admiración recíproca.

JOHNSON-WILLARD

Aunque debió haber muchas peleas de boxeo vendidas, de todas las que se celebraron en Cuba la pelea amañada por antonomasia fue la de Jack Johnson y Jess Willard. Tuvo lugar en 1915, en el hipódromo Oriental Park, de La Habana. Fue una pala mayúscula.

            Sus promotores pensaban celebrarla en México, pero allí, con la Revolución andando y Pancho Villa dando jan, no estaba la magdalena para tafetanes. Quisieron entonces que tuviese lugar en El Paso, Texas, pero Johnson se negó porque la justicia norteamericana le llevaba una cuenta y temía que lo detuvieran. No quedó otra alternativa que pactarla para La Habana.

            Johnson tenía vendida la pelea por 30 000 dólares, que recibiría a la hora del pesaje, y  ya en las pesas se enteró de que habían cambiado la bola y que  el dinero le sería entregado a su esposa una vez que se iniciara el combate. La pelea duró mucho porque solo en el round 26 entró la señora en posesión de la magua e hizo al marido la señal convenida. Johnson entonces, “fulminado” por un derechazo de Willard,  cayó bocarriba en  la lona. Y el sol era tan fuerte que se tapó la cara con las manos.

            Nada debe extrañarnos hoy que una pelea de boxeo se prolongara tanto. Igual pasaba en la pelota. En el viejo estadio de la Tropical hubo un tope entre Habana y Almendares que se extendió por 23 entradas. El escritor José Lezama Lima, que entonces era un fanático del béisbol y que en su adolescencia fue un buen field de la novena de Prado y Trocadero, y que presenció aquel juego de nunca acabar, me decía que el público se quedó dormido en los asientos y que hasta los peloteros echaron su pestañazo  en el dugout.

A CABALLO

Ya que aludimos al Oriental Park, vale recordar que se dice, aunque no se ha probado, que el deporte hípico, en Cuba, se inició en la ciudad matancera de Colón. Corrían los tiempos de la Colonia y el ejército español mantenía una escuela de aplicación en dicha localidad. Los oficiales allí destacados, quizás para matar el aburrimiento, trazaron una pista y empezaron las competencias. Poco después se despertaba en Camagüey extraordinario interés por las carreras de caballos. Un camino recto sirvió de pista y se construyeron unos cuantos palcos que eran ocupados por militares españoles, sus familiares y algunos cubanos invitados. Fue entonces que, por primera vez, se efectuaron apuestas entre los espectadores. Apostadores como tales, en realidad, no había, pero la gente se lanzaba de un palco a otro bolsitas que contenían, en onzas de oro, la cantidad estipulada en cada postura.

            El espléndido hipódromo Oriental Park, en Marianao, que fue en su tiempo orgullo de Cuba y América, se inauguró el 14 de enero de 1915. No fue la primera instalación de su tipo que hubo en La Habana. Hubo otro que se construyó, ya en la República, en lo que sería después el reparto La Sierra y su límite con el reparto Almendares. Se le denominó Hipódromo Almendares y auspiciaba competencias de galope y de trote, eliminadas después  estas últimas del ambiente hípico cubano. No duró mucho tiempo.  Los premios,  bajos en extremo, los caballos, escasos y de mala calidad y la pobre presentación del espectáculo llevaron a la ruina al Hipódromo Almendares.

JOE LOUIS EN LA HABANA

1949. 4 de marzo. Gran Stadium del Cerro. Está en Cuba Joe Louis, el Bombardero de Detroit, la Esfinge Negra, el hombre que en 25 oportunidades defendió su título de campeón mundial de los pesos completos, récord no igualado hasta ahora. Había sido el monarca del orbe desde el 25 de junio de 1937 hasta el 1 de marzo del 49, en que lo renunció invicto.

A partir de entonces para poder seguir viviendo y compensar de alguna manera su mal invertido dinero, decidió  el campeón ofrecer una serie de peleas de exhibición, como la que esa noche del 4 de marzo sostendría en La Habana con el cubano Omelio Agramonte como plato especial de un programa que tendría su pelea estelar en la que celebrarían el bien ranqueado Lulu Constantino y el titular cubano de los plumas Miguel Acevedo.

El día 4 a las doce meridiano se procedió al pesaje de los boxeadores y por la báscula, instalada en el dugout de tercera, desfilaron, bien ligeros de ropa, todos los boxeadores, y entre ellos, por supuesto, el mismo Joe Louis.

La llegada de Louis era esperada por la prensa. A su arribo, decenas de cámaras fotográficas funcionaron al mismo tiempo y las agendas se abrieron en espera de las declaraciones del campeón, que no dijo media palabra. Un  camarógrafo esperaba  a que Louis se pesara y vistiera para hacer su reportaje.

Pero sucedió algo inaudito. Joe Louis salió de la pesa y no encontró su ropa cuando fue a vestirse. Un admirador se la había robado.

(Fuentes: Textos de Elio Menéndez, “Peter” y Mario de la Hoya)

 

 

 

 

 

 

 

La cicatriz que mató a un hombre

La cicatriz que mató a un hombre

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Esta es una historia cierta de cabo a rabo.

            A las nueve de la noche del 13 de enero de 1907, Francisco García Rodríguez, un mocetón asturiano que atendía la bodega situada en la esquina de Indio y Rayo, en La Habana, era  salvajemente atacado en su establecimiento. Su agresor,  Yeyo Vasallo, con un cuchillo enorme, le propinó una herida en la mejilla y otra, espectacular, en el cuello. Cuando los médicos esperaban su muerte segura, cicatrizó la herida más grave y el sujeto pareció que se salvaría. Dos meses más tarde, sin embargo, era cadáver. La cicatriz, al obstruirle la laringe, lo había matado.

            Aunque no se había promulgado aún la llamada “Ley del Cierre” (22 de mayo de 1910)  que dispuso que los establecimientos públicos no permanecieran abiertos después de las seis de la tarde, lo que contribuyó al descanso y dio una vida normal a miles de empleados que eran prácticamente esclavos de los comercios donde trabajaban, existían ya regulaciones que obligaban a tiendas y bodegas, en domingos y días festivos,  a cerrar sus puertas a una hora determinada.

            La medida se incumplía, sin embargo. Los comerciantes, si  bien mantenían su establecimiento aparentemente cerrado, dejaban, después de la hora límite, una puerta discretamente abierta, la de la trastienda,  para el cliente que pudiera caer.

            Así lo hacía invariablemente el bodeguero García Rodríguez, veterano de la contravención, un hombre para quien no existían las leyes sociales, más preocupado por procurarse ganancias, por mínimas que pudieran ser,  que por el descanso y la familia. “Nadie cogiendo se arruina”, era la frase que de tanto repetir se había convertido para él en una suerte de divisa.

            Aquel 13 de enero, García Rodríguez esperaba que fuesen las diez para cerrar la última puerta e irse a dormir. Bien se lo merecía después de aquella semana agotadora, con un rosario interminable de horas pasadas detrás del mostrador. El aburrimiento lo hacía bostezar y de pie en la acera, junto a la pequeña puerta abierta, daba las buenas noches a un vecino, seguía con  ojos codiciosos  el ondulante caminar de una mulata barroca o deslizaba un piropo picante al oído de la sirvienta de la esquina  que, luego de finalizar sus labores,  escapaba de la casa para encontrarse con el novio en un rincón cualquiera. ¡Si al menos apareciera don Agapito! El tenedor de libros de  al doblar, en efecto,   llegaba  con algo interesante que decir  y siempre existía con él la posibilidad de echar un partido de damas, aunque con don Agapito no había rival que valiera… Pero para el bodeguero Francisco García Rodríguez, aquel 13 de enero la única realidad era la noche solitaria y oscura.

            De pronto, un tumulto de voces le llegó por la calle Indio y también el ruido de las ruedas de un coche que avanzaba trabajosamente sobre el adoquinado lleno de furnias.  Se detuvo el vehículo delante de la puerta abierta de la trastienda y de él descendieron Manuel Torres (El Zurdito) Alfonso Casanova (El Ñato) y Ricardo Valdés (Bachata). Descendió asimismo Yeyo Vasallo, el cochero. La risa y las bromas que intercambiaban los recién llegados dieron confianza al bodeguero.

            -Estos paisanos han tenido una noche más feliz que la mía –pensó.

YEYO O EL OPTIMISMO

Después de transitar por varios lugares, la Cárcel de La Habana terminó encontrando asiento, en 1792, en el propio Palacio de los Capitanes Generales. En dicho edificio coexistían el Gobernador General, el Ayuntamiento habanero, diversos establecimientos comerciales y oficinas privadas y también los presos, a los que se les destinó un espacio que daba a la calle Mercaderes, al fondo del inmueble.

Estaba habilitada para 400 reclusos, pero a partir de 1824 nunca albergó a menos de 600. Crecía la ciudad y crecía también el número de delincuentes y ya en 1834, con la batida que dio el Gobernador Tacón contra los conspiradores políticos y los delincuentes comunes, pasaban de 700 los presos. En ese mismo año la situación se complicó: se declaró el cólera entre la población penal y Tacón dispuso que los reclusos fueran trasladados a La Cabaña mientras se construía una cárcel en La Habana. Se le llamó Cárcel Nueva o Cárcel de Tacón  y fue emplazada en la explanada descubierta que se extendía entre la llamada puerta de La Punta, de la muralla, y el castillo del mismo nombre. Allí estuvo hasta su desactivación, en 1926, cuando los reclusos pasaron al Castillo del Príncipe, que funcionaba como presidio desde 1904, y más tarde también al llamado Presidio Modelo, en Isla de Pinos.

Tenía  el edificio 40 varas de frente,   440  de fondo y 20 varas de altura. Disponía de un vasto patio, donde los reclusos tomaban el sol y podían ser vistos por sus familiares. Era  de estilo neoclásico, de los pocos inmuebles de carácter civil que evidenciaron en La Habana dicho estilo. En el piso principal del edificio tenía su sede la Real Audiencia Pretorial, creada en 1834, y más tarde, y hasta 1938,  la tuvo la Audiencia de La Habana.

Aquella instalación podía albergar a 2 000 presos, divididos en departamentos por sexo, clases sociales y delitos. Pero comenzó a hacerse pequeña a comienzos del siglo XX. El presidio, la cárcel, la cárcel de mujeres, el vivac, la Audiencia… tal número de departamentos en un solo inmueble obligaba a los visitantes a tener contacto con los presos cuando salían al patio a tomar el sol.

“Regáleme un cigarro”… “No sé cuántos días hace que no fumo”… “¿Tiene por ahí un cigarrito que le sobre…?”, decían los presos y muchas cajetillas fueron insuficientes  para complacer a aquellos hombres que deliraban por exhalar un poco de humo.

En aquella época, los reporteros policiales eran visita diaria en la cárcel. Unos pocos minutos de conversación con un detenido valían más, para los efectos informativos, que todas las piezas de una causa. Una breve conversación reportaba tres o cuatro cuartillas de prosa sin literatura, pero pletóricas de interés y que luego eran bebidas literalmente por los lectores; los monopolizaba. Graves señores del comercio y la banca, empresarios desmelados y políticos en activo podían desconocer el último invento científico, pero conocían hasta la última letra el nombre de la prostituta navajeada por su amante y en qué tenebrosas circunstancias, y la dama de alto copete seguía el curso del último drama pasional, aunque unos y otros expresaran en público su desdén por la llamada crónica roja.

Una mañana, el periodista Guillermo Herrera, repórter policial entonces de un matutino habanero y que terminaría siéndolo, en la década del 40, del periódico El País, entró en la cárcel, como lo hacía habitualmente, en busca de noticias, cuando un recluso a quien  conocía de vista le cerró el paso para pedirle un cigarro.  Con un cubo de agua sucia y una frazada, el preso se disponía a limpiar el patio del penal.

-Usted es periodista, ¿verdad?

-Sí, ¿y tú? ¡Ya! Tú eres cochero, si no me equivoco.

-Soy Yeyo Vasallo, el cochero de los muchachos de la Acera del Louvre.

-¡Ah! Te acusan del asalto de la bodega de Rayo…

-Sí, señor, pero no me condenarán por homicidio. Acaban de decirme que ya está el la calle el “gallego” al que le di la puñalada en el pescuezo. Le ha quedado una cicatriz. Mi abogado pedirá enseguida que cambien la radicación de la causa, por lesiones graves…

Poco duró el optimismo de Yeyo Vasallo. Días después de aquella conversación, el cadáver del asturiano García Rodríguez estaba tendido en la mesa de disección del doctor Cueto, director del Necrocomio, que ocupaba entonces un edificio de dos plantas situado frente a la cárcel, en el propio Paseo del Prado.

-He aquí algo curioso, que no se repetirá mucho –comentó el forense al examinar el cuerpo sin vida del bodeguero. A este hombre no lo mató la herida; lo mató la cicatriz.

LOS HECHOS

-Oye, tú, ¿se puede entrar? –preguntó Yeyo, en plante de jefe del grupo. Respondió afirmativamente el bodeguero y en fila india hizo que Yeyo y sus acompañantes penetraran en el establecimiento.

            -¿Qué van a tomar?

            Pidieron cerveza los  cuatro y por indicación de uno de ellos, el bodeguero lasqueó un poco de queso amarillo y abrió una lata de sardinas que dejó sobre el mostrador. Servidos los supuestos clientes, el bodeguero volvió a la puerta de la trastienda. Debía estar atento a los movimientos del vigilante de ronda, que podía “rayarlo” con una multa por mantener abierto el establecimiento a esa hora.

            Aquellos cuatro sujetos tenían un plan bien fraguado; apoderarse de la recaudación del día, que debía estar aún en la caja contadora. Volvió adentro  el bodeguero y, sin que mediara palabra alguna, Yeyo lo acometió con fiereza. Tenía ya en la mano un cuchillo enorme. Logró García Rodríguez armarse con el cuchillo del lunch, pero más que entablar un combate buscaba burlar el cerco que le tendían los cuatro parroquianos y  ganar la puerta abierta de la trastienda.

            No pudo. El cuchillo de Yeyo lo alcanzó en la mejilla y enseguida le abrió un boquete horrible en el cuello. Con la sangre manándole a borbotones, cayó  García Rodríguez al suelo, y desde esa posición lanzó su cuchillo, que fue a clavarse en la pierna de Yeyo Vasallo, que en ese momento ordenaba a sus cómplices que saquearan la bodega.

            Solo había 17 pesos en la caja contadora. Los agresores se apropiaron además de un queso de bola, dos botellas de vino y algunas golosinas.

FINAL

Salió el grupo de la bodega a todo correr. Abordaron el coche. Pensaban salir a Monte y ganar los Cuatro Caminos, pero a causa de los chuchazos el caballo se encabritó y  el vehículo se volcó  al proyectarse contra un portal. Huyeron El Zurdito, El Ñato y Bachata, pero Yeyo, aturdido por la caída, vio que un policía se le acercaba.

            -¿Se ha hecho daño, cochero?

            -No, solo fue un susto –respondió. El vigilante reparó en la ropa manchada de sangre e insistió en conducirlo a la casa de socorros. Entró Yeyo  a ella con desfachatez. Pensaba que el asalto a la bodega no se había descubierto todavía y no había nada que lo incriminara. Con buena suerte justificaría la herida de la pierna… Pero lo que vio en la casa de socorros lo dejó mudo. Allí estaba el bodeguero. “Ese… ese fue el que me agredió”, aseguró con mucha dificultad García Rodríguez.

            El 18 de septiembre de 1907, la Audiencia de La Habana condenaba Yeyo Vasallo, cochero de la Acera del Louvre,  a 17 años, cuatro meses y un día de reclusión. El Zurdito, El Ñato y Bachata fueron absueltos.

            (Con información de Guillermo Herrera)

             

           

 

 

 

           

Cuba quiso salvar a Madero (I)

Cuba quiso salvar a Madero (I)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

En febrero de 1913, el embajador cubano en México, Manuel Márquez Sterling, trató en vano de salvar la vida del presidente Francisco I. Madero y de su segundo, el vicepresidente José Pino Suárez, prisioneros ambos en el Palacio Nacional.  La gestión noble y humanitaria,  acometida por el diplomático a título personal, contó con el respaldo del presidente José Miguel Gómez y del gobierno de la Isla, que acogería en calidad de asilados a los familiares del mártir. El entonces canciller Manuel Sanguily hizo saber a Washington de la repugnancia de Cuba ante la posibilidad de que reconociera al general Victoriano Huerta, protagonista del golpe de Estado contra Madero,  y La Habana, de inmediato, sentó su estrategia: no rompería relaciones con México, pero no reconocería al nuevo gobierno ni sancionaría la usurpación de los derechos del pueblo hermano, conducta que seguirían   las cancillerías de Brasil, Chile y Argentina. 

            Los padres de Madero, refugiados en la legación japonesa en la Ciudad de México, rogaron a Márquez Sterling que, a nombre de ambos, pidiese al cuerpo diplomático acreditado que intercediera por la vida de sus hijos Francisco y Gustavo, diputado al Congreso de la Unión; súplica que extendían a favor del vicepresidente Pino Suárez. Márquez Sterling, sabiendo que ninguno de sus colegas podía influir más en el pedido que el embajador norteamericano, que era además el decano de los embajadores,  ya había dirigido a este una nota privada en la que le solicitaba  hiciera suya la iniciativa, y brindaba el crucero Cuba, surto en el puerto de Veracruz, para sacar del país al mandatario depuesto.

            Por intermedio de Márquez Sterling logró la esposa de Madero que el embajador norteamericano la recibiera.

            -Su marido no sabía gobernar; jamás pidió ni quiso escuchar mi consejo –le dijo. No cree que la vida del presidente corra peligro. Con internarlo en un manicomio, recalca, será suficiente. El brusco diálogo se prolonga y no tiene el diplomático una palabra suave o de consuelo para la atribulada señora. ¿Pedir él la libertad del señor Madero? ¿Interceder por Pino Suárez? ¡Nunca! Huerta hará lo que  convenga. Ripostó  ella:

            -Otros ministros, colegas suyos, se afanan por evitar la catástrofe. El de Chile, el de Brasil, el de Cuba…

            El embajador sonrió con crueldad y amartilló cada una de sus palabras:

            -Esos señores no tienen influencia.

MADERO ESTÁ PERDIDO

Madero había tomado posesión de la presidencia de México 15 meses antes, luego de encabezar el movimiento que puso fin a las tres décadas de dictadura del general Porfirio Díaz. Un sobrino de este, el general Félix Díaz, se rebeló contra su gobierno y, encerrado en la Ciudadela, bombardeaba la capital. Pero por el hambre o por la fuerza estaba llamado a ser cazado en su propia ratonera. Eso pensaba el presidente,  a quien sus jefes militares aseguraban que el reducto enemigo no demoraría en caer en manos gubernamentales. Desconocía que la traición anidaba en sus predios. Huerta, jefe del ejército, negociaba con Félix Díaz, y el general Blanchet, recién llegado de Toluca al frente de 2 000 soldados y que juraba lealtad  al gobierno legítimo, esperaba el momento oportuno para dar el golpe.  El cuerpo diplomático en su mayor parte era hostil a Madero y el embajador norteamericano se la tenía jurada. Mantenía relaciones con Díaz y con Huerta y alentaba tanto a uno como a otro. Estaba al tanto del papel de  Blanchet en el asunto, y sabía por tanto que, en el momento de la verdad,   “El loco” solo podía contar con el apoyo de la insignificante batería del general Angeles. Amaga el embajador con la intervención militar y lanza al presidente una amenaza siniestra: “Solo la renuncia podría salvarlo”, mensaje que el representante de España tiene la triste e indigna misión de trasmitir al mandatario.  

            Madero escribe al presidente Taft. Apela en su mensaje “a los sentimientos del gran pueblo americano” a fin de impedir una “conflagración de consecuencias inconcebiblemente más vastas de las que se trata de remediar”. En realidad, el embajador ha jugado, por su cuenta y riesgo, con el fantasma de la intervención. Taft estaba  a punto de abandonar el cargo y no se metería en empresa de tanta monta. No importa. El embajador persiste en su actitud provocadora y en el artificio de sus tremendas amenazas. Tiene la embajada llena a toda hora. Se mueve entre los grupos y conversa con los  visitantes en voz baja, como si tuviera para cada uno secretos y confidencias. En uno de esos recibos lo sorprende Márquez Sterling. “Pronto se restablecerá el orden”, le advierte, pero no tiene tiempo para atender al cubano  personalmente. Su secretario particular le hará saber los detalles. Pasan a una habitación vecina y en ella el secretario, a quien Márquez Sterling detesta por parlanchín y antipático, deja de ser un funcionario subalterno para ascender por un momento al rango de hombre importante.  Dice con aire grave: “Madero está perdido”. El embajador cubano comprende  que Huerta y Félix Díaz habían llegado a un entendimiento. Escribe: “La lucha tornóse una farsa empapada en sangre. El gato se puso de acuerdo con el ratón. Huerta reunió toda la baraja en su mano, y jugó tranquila y fríamente, sobre el tapete político, un trágico solitario de naipes”.

JAMÁS RENUNCIARÉ

En la madrugada del 18 de febrero las ametralladoras del general Angeles rompieron el silencio y retumbaron  los cañones de la Ciudadela. El problema internacional parecía despejarse con la respuesta tranquilizadora de Taft al mensaje de Madero. Los jefes militares aseguraban que tomarían  esa misma tarde el reducto enemigo. Huerta sabía que no sería así  y lo hacía saber a once senadores a los que había convocado: era imposible tomar la Ciudadela por asalto y el gobierno carecía de lo indispensable para aplastar la rebelión. Apelaron los reunidos al ministro de Guerra: a fin de evitar la intervención extranjera, lo exhortaron a que convenciera a Madero de la necesidad de su renuncia o que lo obligase a ello. Los increpa duramente el ministro y allí, delante de Huerta y de Blanchet,  los acusa de corruptores del ejército. Bajan el tono los senadores. Ahora solo quieren ver al presidente y el ministro les consigue la audiencia. Huerta se les anticipa. Madero le dice: “Acabo de saber que algunos senadores, enemigos míos, le invitan a que imponga mi renuncia”. “Sí, señor presidente, responde Huerta, pero no les haga usted caso porque son unos bandidos. Las tropas acaban de ocupar el edificio que es la llave de asalto a la Ciudadela”.

            Llegan los senadores y uno de ellos, en nombre del grupo,  le pide que renuncie, única manera de conjurar, a su entender, todos los peligros. Madero tiene una sola respuesta:

            -Jamás renunciaré. El pueblo me ha elegido y moriré, si fuere preciso, en el cumplimiento de mi deber, que está aquí.

            Pero su destino estaba decidido y Huerta terminaba su lento y trágico solitario de naipes al dejar prácticamente sin resguardo  al mandatario. Las tropas incondicionalmente maderistas, las que lo  acompañaban desde 1910, habían mermado al ser lanzadas a pecho descubierto contra la artillería gruesa de la Ciudadela, y la guarnición de Palacio ya no estaba a cargo de los que Madero llamaba “mis bravos carabineros”, sus coterráneos, sino de soldados al mando del general Blanchet.

CALMA, MUCHACHOS, NO TIREN

Despedidos los senadores oposicionistas, vuelve la calma a las oficinas presidenciales. Estudiaba el mandatario con sus colaboradores más cercanos  los medios de proporcionar alimento a los sectores más pobres de la población en caso de que la guerra se prolongara, cuando el teniente coronel Jiménez Riveroll, un hombre de Blanchet, penetra en la estancia. Lleva, dice, un recado de Huerta. El gobernador de Oaxaca avanza sublevado contra el gobierno  y el presidente debe salir de Palacio. Madero y el teniente coronel pasan  a conversar a un corredor. Sabe Madero de la lealtad inquebrantable del gobernador y pone en duda las palabras de Riveroll. Dígale a Huerta que venga él mismo a darme el informe, expresa. Pero el oficial toma al mandatario de un brazo e intenta arrastrarlo. Madero, ágil y fuerte, de deshace y logra entrar en uno de los salones seguido de ministros y ayudantes. Les sigue Riveroll y con él una tropa de veinte soldados raros.

            -¿A dónde va esa fuerza? –grita con energía un oficial leal al presidente y le ordena retirarse. Obedecen maquinalmente los soldados, y Riveroll, pálido, estremecido, les ordena dar media vuelta y que apresten sus armas. No concluyó de dar la voz de fuego. Lo fulmina, con su pistola, un capitán maderista. Un mayor que llega por la puerta del fondo se apresta a tomar el mando del grupo de soldados y cae también fulminado. El piquete hace entonces una descarga cerrada sobre Madero, pero uno de los presentes cubre al presidente con su cuerpo. Repiten la descarga los soldados, y Madero, con  los brazos en cruz, avanza hacia ellos.

            -Calma, muchachos, no tiren –les dice y el piquete se desbanda. Corren los ministros, escaleras abajo, en busca de Huerta, a quien creen ajeno a los acontecimientos, y Madero se asoma a los balcones para escuchar voces que lo vitorean desde la calle de la Acequia y la Plaza de la Constitución y que le devuelven la confianza.

            Baja al patio. Los oficiales de guardia le presentan armas, conforme al reglamento. No es una ilusión. Ha recuperado su autoridad. Y se encamina hacia la tropa. Son soldados del batallón 27, que, Madero lo ignora,  solo obedecen al general Blanchet. Les dice:

            -Soldados, quieren aprehender al presidente de la República, pero ustedes sabrán defenderme porque si estoy aquí es por la voluntad del pueblo mexicano…

            No pudo decir una palabra más. Blanchet le puso una pistola en el pecho y cortó el discurso.

            -Señor –le dijo- es usted mi prisionero. ¡Ríndase!

            Comprende Madero que a esa hora toda resistencia es inútil y se deja conducir a las oficinas de la Comandancia Militar de Palacio, donde queda detenido.  Sus ministros, que bajaron antes en busca de Huerta, están ya presos, apiñados en una garita, salvo el de Hacienda, que logró fugarse. Están presos también el gobernador del distrito y el general Angeles. Y el diputado Gustavo, hermano del presidente, apresado por órdenes de Huerta luego de haber almorzado con él, con buen apetito, en un restaurante cercano a Palacio. El caudillo golpista recuenta sus prisioneros y dispone liberar a los ministros y que se interne al vicepresidente Pino Suárez en la Intendencia de Palacio donde ya están recluidos Angeles y el presidente. ¿Y Gustavo?, pregunta  Madero con insistencia. La noche antes su hermano le había hecho llegar un escueto y profético recado donde le decía: “Pereceremos todos”.

                                                                                  (Continuará)

           

           

 

             

 

 

           

 

           

Cuba quiso salvar a Madero (II)

Cuba quiso salvar a Madero (II)

Ciro Bianchi Ross

 

 

Apenas quedó detenido  el presidente Madero, el embajador norteamericano, que esperaba el acontecimiento desde tres días antes, reúne al cuerpo diplomático para darle cuenta en detalle del asunto. Muy mala opinión sobre su colega tiene Márquez Sterling, el embajador cubano. “Es de los que hablan lo que deben callar y callan lo que deben hablar; el hombre más indiscreto concebible”. No cabe en sí de gozo el diplomático norteamericano. “Esta es la salvación de México; habrá paz, progreso y riqueza”, asegura e informa que ha impuesto de los acontecimientos a Félix Díaz, el general sedicioso de La Ciudadela, y que lo hizo antes de que Huerta, el general golpista, se lo pidiera. Comunica además los nombres de los que figurarán como ministros en el nuevo gobierno. Ya los sabe pese a que  Huerta no ha tomado aún posesión de la presidencia.

            Abandona Márquez Sterling la reunión, pero vuelve a la embajada norteamericana, en busca de noticias, a las diez de la noche. Allí esperan con el mismo propósito  los embajadores de Chile y Brasil, interesados por la suerte del presidente depuesto.  El norteamericano sale a saludarlos y les dice que pronto los hará pasar “adentro”. Porque en esos mismos momentos, en un salón contiguo, Huerta y Díaz, supuestos enemigos hasta la víspera, sellan la traición con un abrazo.

“A DON PANCHO LO TRUENAN”

La noche del 18 de febrero fue triste para embajador cubano. A la mañana siguiente, alguien lo interceptó mientras compraba tabacos en un estanquillo. Le dijo:

            -Fusilarán a don Pancho; son capaces de todo. A Márquez Sterling esa posibilidad le parecía todavía inverosímil. Pero su interlocutor acabó de convencerlo cuando le dijo que ya habían fusilado al hermano del presidente luego de someterlo a terribles tormentos y vaciarle su único ojo sano con la punta de una espada. “Aquí, desgraciadamente, lo inverosímil sería lo contrario”, arguyó.  Quiso responder el embajador, pero lo ahogaron las palabras. “No hay tiempo que perder, embajador, tome usted la iniciativa”.

            Volvió Márquez Sterling a su casa y redactó una nota privada para su colega norteamericano. En la legación japonesa los padres de Madero le solicitaron que en su nombre pidiera al cuerpo diplomático que interpusiera sus buenos oficios para salvar la vida de Francisco y Gustavo, a quien todavía suponían con vida. Visitó otra vez el cubano la embajada norteamericana. El embajador apenas pudo contener su cólera. Se oponía sin rodeos a que el cuerpo diplomático tomara iniciativa alguna en ese sentido. Vaya usted a Palacio y hable con Huerta. Hágalo  a título personal, pero no a nombre del cuerpo diplomático, le dijo y pidió al embajador de España, dispuesto siempre a complacerlo, que lo acompañara.

            Ya en Palacio, un oficial condujo a ambos diplomáticos a la sala donde el embajador de Chile charlaba con el general que detuvo a Madero. Al conocer el motivo que los traía aseguró el militar  que la vida del detenido no corría peligro alguno. El presidente se negaba a renunciar y eso complicaba las cosas, pero cedió… Informó  sobre las condiciones de la dimisión. Madero, su hermano Gustavo, el vicepresidente Pino Suárez y el general Angeles, con sus respectivas familias, con la protección necesaria y la garantía de diplomáticos extranjeros,  viajarían en tren, esa misma noche (19 de febrero)  hacia Veracruz para embarcar al exterior. Los  diplomáticos acompañantes serían  depositarios de la renuncia y de una carta en la que Huerta se comprometía a cumplir lo estipulado. La renuncia no se remitiría al Congreso hasta que Madero hubiera no abandonado el territorio nacional, lo que avalaba que salía del país siendo todavía el presidente de la República. También pedía Madero que los gobernadores estaduales permanecieran en sus puestos y que ninguno de sus amigos fuera molestado por razones políticas.

            No pudieron los embajadores de Cuba y España ver a Huerta; estaba durmiendo. Quisieron visitar  a Madero y los autorizaron. En su confinamiento de la Intendencia del Palacio Nacional, que compartía con Pino Suárez y el general Angeles,  el presidente los acogió con alegría. Nada sabía aún de la muerte de su hermano.  Aceptó el ofrecimiento del crucero Cuba para salir del país, así como la compañía del embajador cubano hasta Veracruz y comentó que  la partida sería sobre las diez de la noche, pero pidió a Márquez Sterling  que acudiera antes de esa hora ya que su presencia haría más fácil subsanar cualquier inconveniente.

El ambiente era franco y nada hacía presentir la catástrofe. Solo el general Angeles tenía la sospecha de un desenlace horrible. Dijo al embajador cubano en un aparte: “A don Pancho lo truenan”.

MI HOSPITALARIO Y FINO AMIGO

A las ocho de la noche vuelve Márquez Sterling al Palacio Nacional. Madero conversa con su tío Ernesto y otro visitante. Repara de pronto en que no ha se recibido aún el salvoconducto de Huerta. Sale el tío Ernesto en busca del documento y regresa con una extraña noticia. El canciller de Madero se dirigía en esos momentos al Congreso a presentar la renuncia del presidente y su vice. Pide Madero a su tío que lo ataje y lo traiga a la Intendencia. Regresa  con una noticia peor. La renuncia ha sido presentada. “Pues ve y dile que no dimita él, que retenga la presidencia interina hasta que salgamos del país”. Es tarde. Solo durante 45 minutos retuvo el canciller la presidencia interina; tiempo suficiente para renunciarla luego de haber nombrado ministro de Estado y de Gobernación al general Victoriano Huerta. Sabe Madero a esa hora que cayó en una trampa y que Huerta no cumpliría su palabra. Sin embargo, el tío Ernesto no  descarta la posibilidad del viaje a Veracruz, quizás a las cinco de la mañana, la misma hora  en que Huerta sacó de la Ciudad de México al derrocado dictador Porfirio Díaz.

            Teme Pino Suárez un atentado si el embajador de Cuba los abandona y el general Angeles opina que no saldrán vivos del trance. Márquez Sterling se brinda gustoso a acompañarlos. Madero se opone a que el embajador cubano pase por molestia semejante, allí donde no tiene  siquiera una cama que ofrecer. Márquez Sterling insiste. Escribe al respecto: “Tomar el sombrero,  tranquilamente, y  despedirme, hasta la vista, abandonándolos a la bayoneta del centinela, hubiera sido impropio de mi situación, de mi nombre de cubano, de mi raza caballeresca. Amparar con la bandera de mi patria al presidente a quien, un mes antes, había presentado solemnemente mis credenciales, era cumplir con el honor de nuestro escudo, interpretar, en toda su intensidad, la misión de concordia que las circunstancias me impusieron”.

            Llega un mensaje de Huerta para el embajador. Puede irse, si lo desea,  a descansar a su casa,  pues no habrá tren  esa noche. Pregunta Márquez Sterling si el viaje será posible en horas de la mañana. Nada sabe el mensajero, que pide permiso para retirarse y se despide con una reverencia.

            Madero, desde su puesto, ha escuchado el mensaje. Dice con resignación: “No habrá tren a ninguna hora”. Toma un retrato suyo de la mesa del centro y escribe: “A mi hospitalario y fino amigo Manuel Márquez Sterling, en prueba de mi estimación y agradecimiento”. Extiende el presente al embajador. Le dice: “Guárdelo en memoria de esta noche desolada”.

LEY DE FUGA

De tres sillas hace Madero una cama para el embajador de Cuba. A las diez de la mañana siguiente todavía está Márquez Sterling con los detenidos. Madero no concibe que Huerta quiera privarlo de la vida ni cree que Félix Díaz lo consienta, siéndolo, como es, deudor de la suya. Pero pocas horas después Madero y Pino Suárez estaban muertos. Sobre las diez de la noche fueron a buscarlos con el pretexto de que se les trasladaría a la Penitenciaría. No llegaron a entrar en ella. Huerta y Díaz, en un concierto feroz, decidieron eliminarlos. Un grupo de gendarmes esperaría en las inmediaciones del penal a los dos automóviles que conducían a los prisioneros. Al llegar a la puerta principal del edificio, el oficial encargado de la custodia ordenó que los vehículos buscaran la entrada trasera. En eso vio a los emboscados y dispuso que los autos  detuvieran la marcha. Baje usted, dijo a Madero y le disparó a la cabeza, mientras que Pino Suárez corría la misma suerte. Entonces los gendarmes tirotearon los automóviles a fin de justificar, con los cadáveres todavía palpitantes,  la aplicación de la ley de fuga.

            Debe la familia Madero salir de México. Márquez Sterling es llamado a La Habana, para consultas, por el presidente José Miguel Gómez. Lo embargan las dudas. ¿Estaría el gobierno cubano descontento de su actitud? ¿Se romperían las relaciones con México? ¿Se relacionaría el llamado con la salud de su anciana madre, ya muy enferma? Repasa uno a uno sus actos a favor de Madero y no cree que tenga nada de qué arrepentirse. Su gestión a favor del presidente asesinado se ha extendido más allá de los círculos diplomáticos y gubernamentales. Un día, a la salida de la embajada norteamericana, un grupo de curiosos lo vitorea, y alguien le grita: Embajador, usted ha ganado para Cuba el corazón de los hombres honrados.

            Hay prisa por su regreso a La Habana. En la estación de ferrocarril busca ansioso Márquez Sterling a la esposa, la madre y las hermanas del presidente mártir, confiadas a la protección del embajador chileno, aunque sin documentos que amparen su salida.  No las ve, pero alguien le avisa que están ya en uno de los vagones, escondidas más que encerradas  en el drawing-room. A su arribo al crucero Cuba, los soldados  presentan armas al embajador y se le rinden los honores correspondientes a su cargo. Le siguen, enlutadas y llorosas, las señoras Madero, a las que aguardan a bordo del buque el padre y el tío del presidente asesinado.

EN LA HABANA

 

La tragedia mexicana fue un acontecimiento mundial que alcanzó en Cuba una repercusión extraordinaria. Madero traicionado estremeció a los cubanos. Madero mártir los indignó. Se sucedían los mítines y los actos de solidaridad con el pueblo mexicano, y una multitud enorme esperó en los muelles y las calles aledañas el desembarco de la familia Madero a las diez de la noche del 1 de marzo de 1913. El canciller Sanguily, con numeroso elemento oficial, y las hijas de José Miguel la recibieron en la Capitanía del Puerto. Los automóviles en los que se  trasladó a los recién llegados  al hotel Telégrafo, en Prado y Neptuno, iban envueltos en un oleaje humano inmenso y fue necesario que la policía despejara los contornos del edificio para que entraran los viajeros, profunda y justamente conmovidos.

            A contrapelo de la opinión pública, José Miguel se negó a romper relaciones, pero tampoco reconoció al gobierno de Huerta. Al presidente Taft le quedaban días en el cargo y su sucesor no demoró en destituir a su embajador en México, que intentó frustrar, en su raíz, la Revolución Mexicana. Simple cambio de hombres porque Washington persistió en su actitud injerencista. Bien supo Márquez Sterling, uno de nuestros grandes periodistas, dónde estaba, más allá de un embajador insensible e incapaz,  el origen del intervencionismo, que amenazaba por igual a México y a Cuba.

(Fuente: Los últimos días del presidente Madero, de Manuel Márquez Sterling)

           

 

 

           

           

             

           

Dile que pienso en ella

Dile que pienso en ella

Ciro Bianchi Ross

 

Se dice y se repite que Pensamiento es la pieza musical que identifica a Sancti Spíritus.

            Su autor, Rafael Gómez Mayea, que hizo célebre el seudónimo de Teofilito, la compuso en 1915. Se cuenta que el 15 de junio de ese año, asistía a la  fiesta de Rosa María Ordaz, que ese día cumplía 16, cuando la homenajeada le reprochó amigablemente que más de una vez se hubiera negado a cantar para ella. Le dijo: “Rafael, tome usted esas frutas y piense en mí, aunque yo no pienso en usted”.

            Estaban de moda entonces los juegos de prendas y castigos, en los que las muchachas llevaban nombres de flores. Alguien decidió organizarlo en aquella fiesta y Rosa María recibió discretamente el nombre de Fragancia. Entraron los hombres en la escena y cuando tocó a participar a Teofilito le dijeron que debía  buscar  en el salón y bailar con la muchacha a la que se le había adjudicado ese seudónimo. Se dice también que no le resultó difícil identificarla porque Rosa María, ansiosa de ser descubierta por el trovador, le hizo una seña,  él jugó sobre seguro y ahí, asevera el periodista Manuel Echevarría, “surgió la verdadera historia de Pensamiento”, que Teofilito compuso en unos pocos minutos en la misma fiesta.

            El primer disco con la canción de Teofilito es una placa Víctor que contiene la grabación realizada el 15 de marzo de 1923 por Eusebio Delfín y Rita Montaner, con acompañamiento de una orquesta dirigida por Eduardo Sánchez de Fuentes. Pero  en dicho disco,  Pensamiento aparece atribuida a Sánchez de Fuentes y no a su autor. Error que, con buena o mala fe, se mantuvo inalterable hasta después del triunfo de la Revolución, cuando se rectificó.

            Encontré esta interesantísima historia en un libro recién publicado por la editorial Luminaria, de Sancti Spíritus. Se titula Presencia espirituana en la fonografía musical cubana; volumen I. Su autor es Gaspar Marrero Pérez de Urría, realizador radial y profesor;  verdadera enciclopedia viva de la música cubana. Un investigador riguroso y paciente que  encuentra  el dato desconocido, precisa  nombres olvidados y  esclarece  aristas polémicas a fin de situar  los temas que trata en su justo sitio y hacer una fiesta de la palabra en cada una de sus páginas, disfrutables para todos los lectores. Porque no escribe únicamente para especialistas, sino que lo hace para que lo lean.   

            Me dicen que este libro fue una especie de reto para su autor. Con un nombre ya hecho en el medio radial habanero, Marrero Pérez de Urría se fue a vivir y trabajar a Sancti Spíritus. Alguien le dijo allí que sus conocimientos acerca de la música cubana podían ser muchos, pero que poco sabía de la que se había hecho en la localidad que había escogido para vivir. Marrero Pérez de Urría no respondió palabra. Prefirió ripostar con Presencia espirituana en la fonografía musical cubana. Una obra definitiva.

            Entre otros compositores e intérpretes espirituanos, hay en el libro acercamientos a la discografía de  Julio Cueva, Homero Jiménez, Palmarito y Evelio Rodríguez. También de Felo Bergaza, Sigifredo Mora, Félix Reina, “el desconocido Lorgio Ortiz y Arturo Alonso, el autor de Un canto a Cabaiguán, popularizada por Barbarito Diez e incluida en la serie Así bailaba Cuba, una de las joyas de la discografía cubana.

SI TÚ PASAS POR MI CASA

Pensamiento no es la única melodía espirituana atribuida a un autor que no es. Sucedió igual con la conga Yayabo (“Tú que me decías que Yayabo no salía más…”) pasacalle muy popular en las fiestas del Santiago local, carnavales que tienen lugar en el mes de julio. El violinista Antonio Sánchez, conocido por Musiquita, de visita en Sancti Spíritus, la escuchó, tomó nota de ella y al llevarla a los atriles de la orquesta América del 55 quedó registrada a su nombre. Su  autor es Emilio Valle Pina, pero el error no se ha rectificado todavía.

            Gerardo Echemendía Madrigal, más conocido por Serapio, escapó a esa suerte, escribe Gaspar Marrero en su libro. Estaba en la fonda La Gran China cuando en una mesa cercana conversaban dos sujetos y uno de ellos decía al otro que al pasar por su casa había visto a la mujer de su interlocutor. Era noche de carnaval y Serapio concibió  en un decir amén su pasacalle Si tú pasas por mi casa. Enseguida lo llevó a la comparsa Aires de Pueblo Nuevo y tuvo una aceptación extraordinaria. Luego el trío La Madrugada lo cantó por bares y cantinas hasta que la orquesta Riverside, con su cantante Tito Gómez, lo interpretó en parque Serafín Sánchez, de Sancti Spíritus. Nadie sabía quién era su autor y en las grabaciones discográficas aparecía con derechos reservados.  Pero Pío Leyva, que la grabó y popularizó con el título de Cuidado con los callos, y que sí conocía que Serapio era el autor del pasacalle le mandó a pedir la partitura y la pieza quedó inscrita con el nombre de su autor.

SE ACLARA EL ERROR

Cita Gaspar Marrero en su libro la entrevista que Manuel Echevarría hizo al historiador Armando Legón Toledo. Dice:

            “En 1917, vino Sindo Garay a Sancti Spíritus como trapecista de circo, recogió la canción (Pensamiento) y la montó en su repertorio. En La Habana la escuchó Eduardo Sánchez de Fuentes y la inscribió como propia. Así se mantuvo registrada hasta el triunfo de la Revolución, cuando Odilio Urfé vino buscando a Teofilito porque había descubierto que la canción era suya”.

Cuesta trabajo creer, sin embargo, que un compositor de la talla de Eduardo Sánchez de Fuentes, autor entre otras melodías de la habanera , se haya apropiado de una creación ajena.  Con respecto a esto, la compositora Marta Valdés, Premio Nacional de Música, que le tocó intervenir, por orientaciones de Urfé,  en la restitución de Pensamiento a su verdadero creador, me dijo que no era raro  en la época que un compositor de nombre prohijase –vamos a llamarle así- una pieza de autor desconocido a fin, sobre todo de protegerla. Marta guarda recuerdos conmovedores de Teofilito que, cuando viajaba a La Habana para esclarecer su autoría sobre Pensamiento, le entregaba la relación de los gastos en que había incurrido. Sumas risibles, pero que aún así eran significativas en la economía del trovador.

Marrero cita asimismo las opiniones de Lino Betancourt y Sixto Edelmiro Bonachea al respecto. Dice el primero que es muy posible que los técnicos de la Víctor al ver en la partitura orquestal la firma de Sánchez de Fuentes, se la atribuyeran. Bonachea ofrece un criterio muy parecido: A Sánchez de Fuentes “le fue atribuida la obra, al aparecer su nombre como transcriptor y orquestador, por desconocer el editor el nombre de su verdadero autor”.

“No creo posible, dado el prestigio ganado por Eduardo Sánchez de Fuentes, un robo de la obra de Teofilito”, escribe Gaspar Marrero en Presencia espirituana en la fonografía musical cubana. Recuerda que  su quehacer como compositor y director orquestal le hicieron acreedor de un lugar muy importante en el ambiente artístico. Precisa: “En pocas palabras: no necesitaba cometer semejante delito que no de otra forma puede calificarse”.

Pero lo cierto es que Sánchez de Fuentes, que inscribió la pieza a su nombre en 1923, casi con 50 años de edad, murió en 1944 sin preocuparse de aclarar que Pensamiento no era suya. De no haber sido por Odilio Urfé, director entonces del Instituto Musical de Investigaciones Folclóricas, es muy posible que el error todavía subsistiera. 

 

200 COMPOSICIONES

 

Nació el compositor el 20 de abril de 1889. Juan Eduardo Bernal Echemendía lo incluye en su Diccionario de la trova espirituana con el nombre de Ángel Rafael Gómez Mayea. Otros aseguran que, como hijo natural que era,  llevaba solo el apellido de su madre, Mayea. Pero la veneración que sintió siempre por su progenitor hizo que siempre usara el apellido paterno. Eran cuatro hermanos y el padre, Teófilo,  formó con ellos una agrupación musical que se conoció con el nombre de Los Teofilitos.

            De niño estudió canto y guitarra y con solo diez años tocaba el acordeón en una orquesta. Llegó, de adolescente, a ser flautista y clarinetista de la Banda Municipal. Estudió teoría, solfeo y armonía y aprendió otros instrumentos, como el timbal y el contrabajo. Fue fundador y director desde 1914, del coro de clave del barrio de Jesús María. Falleció el 7 de abril de 1971. En sus funerales el coro de clave espirituano dejó escuchar una emotiva pieza suya, El director.

            Su catálogo autoral, afirma Gaspar Marrero, lo conforman más de 200 composiciones. La primera de ellas, En tus labios y en tu rostro, está fechada en 1908. Otros títulos suyos son La mariposa, Ven a mis lares, Yo no sabía, Solo por ti… Ninguna de ellas, sin embargo, es tan conocida como Pensamiento.

            Esa es la pieza emblemática del repertorio musical espirituano. Un verdadero himno local. Pero, deja establecido el autor en su libro, no es la pieza más grabada. Ese honor corresponde a Mujer perjura, de Miguelito Companioni, otro grande la trova cubana. Cuenta con 32 versiones en discos desde su primera grabación en 1918. En tanto que Pensamiento se grabó en 23 ocasiones. Lugar destacado en la discografía ocupa también   Si te contara, del trinitario Félix Reina, autor asimismo de Angoa, popularizada por la orquesta de Arcaño y sus Maravillas.  Si te contara, escribe Gaspar Marrero es un capítulo insoslayable en la historia del bolero cubano. A partir de su estreno en 1959 por la orquesta de Fajardo y sus Estrellas, se ha grabado en estilos tan diferentes como los de René Touzet, Lino Borges, Tito Puente, Kino Morán, Fernando Álvarez, Elena Burke…

            No puedo no quiero agotar de un solo trago el volumen I de Presencia espirituana en la fonografía musical cubana, de Gaspar Marrero, publicado por Ediciones Luminaria. Pero no dejaré de reproducir las palabras con que cierra su epílogo:

            “¿Cuántos discos comerciales –en plena era de internet y del soporte digital- han grabado nuestros músicos? ¿Cuántas compilaciones de la trova espirituana han salido a la venta? ¿Cuántas agrupaciones olvidamos y pasan inadvertidas…?

            “¿Cuánto nos reprocharán las futuras generaciones la falta de creatividad, de previsión, de interés hacia la conservación de lo que es, y ha sido, definitivamente nuestro? ¿Qué será de la música espirituana, de nosotros mismos si perdemos, de una vez,  estos sonidos?

“Más que las huellas del pasado, nos convocan las obras musicales del presente que serán las de otros tiempos para los que vendrán”.

           

           

           

 

 

 

             

           

 

 

           

           

             

Bandidos y verdugos

Bandidos y verdugos

Ciro Bianchi Ross

 

Allá por el mil ochocientos ochentitantos don Luis Prendergart y Gordon, gobernador general de la Isla de Cuba, no encontró forma mejor para acabar con el bandidismo que entonces asolaba a la colonia que la de parlamentar con los bandidos. El jefe de banda dispuesto a deponer su actitud recibía como compensación el indulto, un pasaporte para viajar al exterior y 2 000 pesos oro que se le entregaban de manera oficial, mientras que por debajo del tapete se le deslizaban otros 5 000. En ese admirable negocio se enrolaron Chamendis, Lengue Romero, Víctor Fragoso y Manuel Galano, entre otros cabecillas notorios, pero cuando Prendergart concluyó su mando, en 1883, ya todos estaban de vuelta y operaban a sus anchas. Solo uno no aceptó la capitulación. El temido Victoriano Machín se las arregló para hacerle saber al Capitán General que por menos de 50 000 no se iría a ninguna parte porque esa era la cantidad que, más o menos, le reportaban cada año sus fechorías.

            En los campos de Pinar del Río y en zonas del oeste de La Habana, Machín sembraba, con su banda, el terror y la muerte; actuaba con total  impunidad hasta que un día del mes de agosto de 1888, Francisco Fajardo, un honesto ciudadano de Guanajay, condujo a las autoridades hasta el lugar donde se ocultaba el delincuente y las dejó sin alternativa. El 28 del propio mes lo juzgaron en el Castillo de la Fuerza y lo sentenciaron a muerte. Igual condena recibió su hermano, que había sido capturado en su compañía.

            El día 3 de septiembre, sin embargo, cuando se llevaba a cabo el conteo de presos en el Castillo del Príncipe la celda que ocupaban los Machín, el calabozo 16 y medio, estaba vacío. Habían limado los barrotes de la pequeña claraboya que se alzaba a 11 varas del suelo y se habían escurrido hacia los fosos por una cuerda de algodón encerada de menos de un dedo de diámetro. Fue tal el escándalo que provocó la fuga que se dispuso de inmediato la detención del alcaide del Castillo. Pero ahí no paró la cosa, pues apenas un mes después, Victoriano Machín se presentaba en Guanajay y a la luz pública dada muerte a Francisco Fajardo. Veintiséis machetazos se le contaron en el cuerpo.

            Aquello era más de lo que España podía resistir. La repercusión de la fuga de Machín y el asesinato de Fajardo fue en Madrid atronadora y la Corona decidió la destitución del gobernado Sabás Marín. Se nombraba en su lugar al teniente general Manuel Salamanca y Negrete, hombre rígido, inflexible, severo y honesto, que acometió en Cuba, con éxito, una campaña feroz contra los bandidos de abajo, pero otro sería el cantar cuando detectó en su gobierno una malversación de 14 millones de pesos y quiso proceder contra los bandidos de arriba. Murió de la noche a la mañana sin que pudiera diagnosticarse la enfermedad que lo llevó a la tumba. Se dice que lo envenenaron.

EL MINISTRO EJECUTOR

Al hacerse cargo de la administración colonial, el 13 de marzo de 1889, Salamanca responsabilizó a todas las autoridades civiles y militares y, desde luego, a la Policía con los actos que los bandidos pudieran cometer, y advirtió que bajo su mando no se seguiría proceso alguno por “infidelidad en la custodia de los presos”, pero que podría suceder que por alguna confusión lamentable se le aplicase la ley de fuga al custodio que permitiera la evasión de un prisionero. Poco después, Victoriano Machín y su suegro, el también bandido José Eusebio Moreno, eran detenidos en la ciudad de Cienfuegos, trasladados a La Habana y encerrados en la Cabaña, donde Victoriano esperaría el día en que sería ejecutado.

            Desde mucho tiempo atrás La Habana no presenciaba una ejecución. El verdugo, que recibía el pomposo título de ministro ejecutor, tuvo que ser traído desde Camagüey, donde residía. Se llamaba José Cruz Peña, era natural de la ciudad española de Badajoz, y aunque ejercía su ministerio desde muchos años  antes no había tenido ocasión de privar a nadie de la vida.

            La llegada de Cruz Peña a la capital fue todo un acontecimiento. Arribó a bordo del vapor Avilés y su paso desde el muelle de Caballería hasta la cárcel fue seguido por millares de habaneros de todas las clases sociales, entre los que no faltaban los que le solicitaban el autógrafo. Era alto, de buena presencia, de pelo y bigote rubios. Envaselinado y perfumado, vestía una chaquetilla azul fileteada en rojo de corte irreprochable.

            Ante una multitud que nunca antes se vio en la ciudad se llevaría a cabo la ejecución de Victoriano. El terrible bandido, que tenía más de 30 asesinatos sobre sus espaldas, se portó, llegado el caso, como un cobarde; lloraba, suplicaba, se arrodillaba, se arrastraba por el suelo… Tuvieron que cargarlo para sentarlo en el garrote, y una vez allí, con las manos atadas, trató de morder al verdugo, aquel pintoresco ministro ejecutor que, de tan acobardado que estaba también, cayó al suelo desmayado.

VALENTÍN

 

Entró entonces en escena Valentín Ruiz Rodríguez. Había nacido en Matanzas, tenía 22 años de edad, cumplía una condena de 15 por homicidio y era el ministro ejecutor asistente, aunque tampoco había ejecutado a nadie. Frío, sereno, casi sonriente se acercó al garrote, dio media vuelta a la palanca y terminó con la vida de Victoriano Machín para pasar a ser, a partir de ese día, el verdugo oficial.

            El general Salamanca había prometido que bajo su gobierno aquella máquina infernal no descansaría en Cuba y cumplió su promesa. Bien pronto se vio a Valentín con el garrote, que era itinerante, en Jovellanos, Guanajay, Santa Clara, Matanzas, Colón, Remedios… Veinte ejecuciones en menos de un año y medio. “Hasta de matar se cansa uno”, dijo un día Valentín, molesto. “Ese es tu oficio”, ripostó alguien, y el verdugo, recapacitando, añadió: “¡Es verdad! Me había olvidado que somos como un circo de caballitos que vamos de pueblo en pueblo y sin podernos quejar…” Otro día, en que debió agarrotar, de pegueta, a tres condenados, comentó: “Tres ejecuciones seguidas es un abuso. No volveré a ejercer mi sagrado ministerio si no me pagan el doble y por adelantado”. Sin embargo esta vez había impuesto un récord: demoró 14 minutos justos en despachar a los tres supliciados. En más de una ocasión pidió que le pusieran un ayudante, “aunque me haga la competencia”. En verdad, se lucía en su oficio y le gustaba. No era raro que manejara la palanca del garrote con una sola mano, lo que ocasionaba sufrimientos enormes al condenado, y,  a veces, sobre todo cuando había muchas mujeres en el público, lo hacía con tanta violencia que el corbatín de la máquina desarticulaba de manera espantosa la cabeza del tronco.

            Con todo se topó Valentín durante el ejercicio de su cargo de verdugo oficial. Gente que se enfrentaba a la muerte acobardada, y otros que lo hacían con una sonrisa a flor de labios. Algunos llegaban al garrote en son de fiesta y no faltó –el dato es estrictamente cierto- quien lo hiciera cantando y bailando el zapateo. Cierta vez debió ejecutar a Pablo Cantero, un espirituano de 33 años y vecino de Camajuaní quien para fugarse había dado muerte al custodio. Apresado de nuevo, intentó suicidarse para librarse del garrote. Valentín se esmeró con el herido. Día y noche permaneció a su lado prodigándole atenciones y cuidados, tantos que el médico del penal, conmovido, le preguntó si eran viejos amigos. “Nada de eso, aclaró Valentín, lo que pasa es que firmé un vale por 30 pesos por levantar el patíbulo y si el hombre se me muere antes me desgracio porque tendré que pagarlos”.

            La influencia y autoridad de Valentín Ruiz Rodríguez llegaron a ser casi inapelables en el “sector”. Cuando se trató de estrenar en Cuba el nuevo garrote adquirido por la Audiencia de Matanzas, el verdugo se opuso de plano y se negó con firmeza. Afirmó: “¡Eso de usar máquina nueva no va conmigo! Respondo solo por lo que yo manejo… Hasta ahora ningún cliente se me ha quejado”.

            Y el garrote de Matanzas quedó apartado en un rincón.