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Mujeres

Mujeres

Ciro Bianchi Ross

 

En 1879 solo operaban en La Habana seis talleres de costura de los 60 que existían en 1875. En esa fecha, el Ayuntamiento habanero había aumentado a 35 pesos anuales  la licencia que permitía operarlos y la mayor parte de las factorías cerraron sus puertas o siguieron ejerciendo sin pagar impuestos.

            La información la suministra una carta que al Alcalde municipal dirigió la señora Josefina Bouillon de Castañola, vecina de la calle O’Reilly 93 y síndico del Gremio de Modistas y Corseteras, algo así como lo que hoy sería la secretaria general del sindicato. Dicha carta se dio a conocer originalmente  en el número 120 de la Revista Económica, de La Habana,  correspondiente a febrero de 1880, y la reprodujo el erudito Juan Pérez de la Riva en aquella serie que tituló “Historia de la gente sin historia”, que publicaba en la Revista de la Biblioteca Nacional.

            Refiere la señora Bouillon de Castañola en su carta que ya en 1875 había sido citada  por la Comisión de Impuestos a fin de conocer su opinión sobre el monto de la licencia, que pasaría a ser de 35 pesos. Adujo ella que resultaba muy alta y la Comisión consideró sus argumentos y acordó reducirla, pero el Consejo de la Administración Municipal no estuvo, a la postre, de acuerdo y desaprobó la rebaja.

            De nuevo volvía a citarla, en diciembre de 1879, la Comisión de Impuestos y Josefina Bouillon aprovechó la oportunidad para esbozar ante sus miembros “el periodo de penuria tristísimo” que atravesaban en ese entonces las modistas de La Habana, desgastadas  en una lucha doble e ineficaz.

            Luchaban, en primer término, contra la competencia extranjera, cuyas confecciones invadían la plaza. Y también contra aquellas costureras que, después de haber entregado sus licencias y matrículas, seguían trabajando tanto o más que antes y con la ventaja indisputable de no pagar tributo alguno, lo que les permitía abaratar los precios e incluso anunciarse en los periódicos.

            Solicitaba la señora Bouillon al Alcalde de La Habana que atendiera la justicia de sus planteamientos y, en consecuencia, rebajara el impuesto a 15 pesos anuales, “más en armonía con esta pequeña y abatida industria”, y que era  el mismo que pagaban tapiceros, abaniqueros y tintoreros. Así,  aquellas costureras que ejercían de manera más o menos clandestina y entre las que se encontraban las más antiguas y reputadas,  volverían a la legalidad. Cesaría la competencia desleal y resultaría beneficiado el Ayuntamiento pues 60 licencias a 15 pesos posibilitarían  una recaudación mayor que la que reportaban  seis licencias a 35.

            Parece que el reclamo de la responsable del Gremio de Modistas y Corseteras cayó en el vacío. Al menos, volvió a insistir en el asunto en una carta que dirigió al director de la Revista Económica. Le dice: “Si usted la considera digna de publicarla y si por su sabia mediación logramos lo que religiosamente, a nuestro escaso entender, nos merecemos, habrá usted conseguido una obra de misericordia, para el bienestar y alivio de una corporación de señoras dignas por todos conceptos de que se les tenga más compasión; en vez de exigirnos lo imposible o lo inverosímil”.

            Ofrece esa carta datos de interés, aunque quizás la Bouillon en su defensa de tan explotado sector, los exagere. Refiere que para confeccionar un vestido a la medida, se pagan tres jornales ($4.50) a la empleada de un taller y tres pesos por tres  días de comida. Se invierten 90 centavos en tres varas de olán, para adornos,  y $2.25 en otras tres de ruan fino; $1.50 en dos docenas de botones de nácar, y 30 centavos en una pieza serpentina de hilo, cintas, hilo y aguja. Importaban esos gastos $12.75. Si el precio del vestido en cuestión era de $14.00, la utilidad de la modista quedaba reducida a $1.25, y de ahí debía sacar para el pago del alquiler del taller, el alumbrado, el impuesto, etc.

            Mayor era la ganancia de los sastres, a juzgar por los datos que Josefina Bouillon incluye en su carta al director de la Revista Económica. Por una camisa de hilo  a la medida, que se vendía en siete pesos, el sastre-camisero obtenía una utilidad de $2.65, luego de comprar la tela y pagar la mano de obra de la modista y el lavado y planchado de la prenda, mientras que un pantalón de casimir (16 pesos) dejaba una ganancia de $7.25 para el sastre, que pagaba menos de dos pesos por la mano de obra de la costurera.

            Lo que cuenta aquí, comentaba Pérez de la Riva,  es la diferencia de utilidad potencial entre el sastre y la modista, lo que es también un índice de la  discriminación que sufría la mujer. Sin contar que había entonces casas comerciales que giraban  con un capital de 40, 50, 60 mil pesos y  pagaban solo 25 pesos anuales de contribución al municipio.

LA PRIMERA EMPRESARIA

 

Fue en el magisterio donde, a comienzos del siglo XX, encontró la mujer la manera de ser útil a la sociedad y ganar el sustento. A partir de ahí y hasta 1959 la educación cubana estuvo en lo esencial en manos de las mujeres. Según el censo de 1953, eran mujeres más de la mitad (51,3%)  de los 3 137 rectores, profesores e instructores de universidades. Tenían además mayoría (89,8%) entre los 2 361 profesores de la enseñanza secundaria, y eran asimismo mujeres el 84,4% de los 31 038 maestros de primaria.

            También se dedicó la mujer al comercio para labrarse su propio destino. Aislada y calladamente, ayudó primero al padre y al marido en la trastienda de los establecimientos hasta que poco a poco a poco se atrevió a salir al mostrador. Otras se atrevieron más, fueron más lejos y abrieron comercios por su cuenta.

            Así lo hizo Ana María González, una maestra oriental, de las primeras maestras cubanas, que en los años iniciales de la centuria pasada abrió una pequeña tienda en la calle Salud. Le puso el patriótico nombre de Bazar Cuba y vendía, ya enmarcadas,  ampliaciones fotográficas de paisajes rurales y urbanos que importaba de Chicago.

            Ana María González fue la primera mujer que, sola,  se arriesgó en Cuba a una empresa comercial. Y contaba, ya al final de su vida, que en aquellos tiempos era muy mal visto que una mujer trabajase en la calle y sufrió por ello no pocas afrentas. Poco le importaron los desplantes y su pequeño bazar llegaría a ser en un momento dado la casa de arte más importante del país. Recordemos que hubo una época en Cuba en que las mujeres no entraban a los establecimientos comerciales, sino que hacían sus encargos desde los carruajes, lo mismo que en los cafés,  y en que  los peleteros cargaban con varios modelos de zapatos para que la clienta  escogiera en su domicilio.

            A comienzos del siglo XX asimismo y por iniciativa de Emilia de Córdoba, la cubana comenzó a acceder a las oficinas del Estado, y poco a poco empezaron a ser admitidas en tiendas y oficinas privadas, siempre en desventajas con el hombre que gozaba de mayores consideraciones y recibía un  salario mejor.

            Datos que dio a conocer la prensa revelan que en 1957 había en Cuba 256 440 mujeres que laboraban fuera del hogar, lo que representaba el 11,4% de la población económicamente activa.

            En esa fecha, de 85 909 profesionales, técnicos y afines, eran mujeres el 40%, pero no todas ejercían  sus profesiones. También en ese año, eran mujeres el 5,5% de los gerentes, administradores y directores. Y lo eran asimismo el 25% de los oficinistas; el 9,5% de los vendedores; el 1,5% de los agricultores, madereros y pescadores, y el 12,2% de los trabajadores manuales y jornaleros.

            El 54% de la empleomanía doméstica era femenino.

LEY DE LA SILLA

 

Los congresos nacionales de mujeres, celebrados en La Habana en 1923 y 1925, fueron las primeras reuniones de esa índole que tuvieron lugar en la América Latina. Se debatieron en ellos problemas y anhelos propios de la época, como el sufragio femenino (no votaban las mujeres entonces) la igualdad de derechos civiles y asuntos sociales en general. No tuvieron los acuerdos de ambos congresos consecuencias inmediatas, pero prepararon a la opinión pública, allanaron el camino a la causa feminista y calaron en el interés de  las mujeres de la nación.

            En 1915 había surgido el Partido Sufragista, la primera de las sociedades femeninas que reclamó el derecho al voto. Para  conseguirlo trabajó  también el Club Femenino de Cuba, creado en 1918, y se empeñó en un programa por la superación social y cultural de la cubana. La primera vez que las mujeres salieron a la calle en manifestación, lo hicieron, al llamado de dicho Club, para defender  la soberanía cubana sobre Isla de Pinos, parte del territorio nacional que había quedado en una especie de tierra de nadie al suscribirse los tratados entre el gobierno norteamericano y el de  la naciente República de Cuba, y que Washington pretendía anexarse.

            En 1869, en la Asamblea de Guáimaro, la camagüeyana Ana Betancourt dijo: “La mujer cubana, en el rincón oscuro y tranquilo del hogar, esperaba paciente y resignada esta hora sublime, en que una revolución justa rompe su yugo y le desata las alas. Todo era esclavo en Cuba: la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir si es necesario. La esclavitud del color no existe ya, habéis emancipado al siervo. Cuando llegue el momento de libertar a la mujer, el cubano que ha echado abajo la esclavitud de la cuna y la esclavitud del color, consagrará también el alma generosa a la conquista de los derechos de la que es hoy en la guerra su hermana de caridad, abnegada, que mañana será, como fue ayer, su compañera ejemplar”.

            Pese a tan justo reclamo de igualdad de derechos políticos, el advenimiento de la República no trajo aparejado en Cuba, como en ningún otro país americano, la igualdad ante la ley de hombres y mujeres. Hasta 1936 no se concedió a la cubana el derecho de votar.

            El Club consiguió asimismo lo que se considera la primera obra de asistencia  social de la era republicana. Fue la separación de las reclusas que compartían, hacinadas con los hombres, las instalaciones del vivac y la cárcel de La Habana. Se les trasladó para la cárcel de Guanabacoa, cuyo desenvolvimiento empezó a supervisar el Club Femenino. Y se crearon allí una escuela de instrucción primaria y talleres de costura y se dotó al reclusorio de servicios médicos.

            La Primera Guerra Mundial fue factor decisivo en la incorporación de la mujer al empleo. Lo fue prácticamente en todo el mundo, y también en Cuba. El Club Femenino trabajó asimismo en defensa de los derechos de obreras y empleadas al demandar para ellas  todas las ventajas que en las leyes amparaban a los hombres.

            Famosa en esos días fue la llamada Ley de la Silla, que dio a la mujer trabajadora el derecho de sentarse a ratos durante el desempeño de su empleo. Hoy puede parecernos intrascendente, pero fue un acto de justicia elemental en momentos en que las mujeres eran doblemente explotadas.

             

           

           

           

 

           

Cubanos en Roma

Cubanos en Roma

Ciro Bianchi Ross

 

Debo al lector y amigo Gerardo Barrera, de Puerto Rico, la posibilidad de haber leído en estos días un libro interesantísimo: Dos años de reclusión en el Vaticano. Su autor, Miguel Figueroa Miranda, ingresó en el servicio diplomático en 1937 y, en esa misma fecha, se le destinó, como Secretario de Tercera Clase, a la Legación cubana en Roma. Dos años más tarde, ya como Secretario de Segunda, asumía  la representación de Cuba ante la Santa Sede como Encargado de Negocios ad interim, y como tal se mantuvo  hasta 1945. De ahí que a Miguel Figueroa le tocara vivir en Europa, junto a su esposa y sus dos pequeños hijos, nacidos en Italia, la Segunda Guerra Mundial y el periodo que le precedió. Parte de ese tiempo, y por eso el título de su libro, la pasó recluido en el Vaticano. Desde 1941, cuando Cuba declaró la guerra a Italia, hasta que   ese país fue ocupado por tropas norteamericanas, Figueroa debió buscar refugio en la ciudad papal  y solo pudo salir de su obligado confinamiento en muy contadas y justificadísimas ocasiones y siempre bajo la vigilancia y la  custodia de la policía fascista.

            Como diplomático, Figueroa conoció al diminuto rey Víctor Manuel de Italia, a su esposa Elena, que le doblaba  la estatura, y al príncipe Humberto, entre otros miembros de la familia real. También al dictador Benito Mussolini. Asistió a los funerales del Papa Pío XI y vio desde la Plaza de San Pedro la humareda blanca que anunciaba al mundo la exaltación al trono  pontificio  del cardenal Eugenio Pacelli, con el nombre de Pío XII, quien mucho lo distinguiría durante su gestión diplomática.

 Tuvo relaciones con Alfonso XIII, el monarca español exiliado en Roma,  y concurrió a sus funerales, donde el cadáver, en una habitación sin muebles y revestida de negro, permanecía directamente sobre el piso, sin sarcófago, vestido con el hábito blanco de las Órdenes Militares españolas, el pendón de Castilla cerca de la cabeza y los pies cubiertos con el manto de la virgen del Pilar, llevado expresamente desde Zaragoza.

Presenció  la celebración de los aniversarios de la Marcha sobre Roma y siguió de cerca  la caída de Mussolini, destituido por el Gran Consejo Fascista, y la proclamación del gobierno de Badoglio. Supo de las intenciones de Hitler de llevarse secuestrado al Papa y vivió los bombardeos de que fue blanco el Vaticano…  

Sus relaciones con el cardenal Montini, secretario de Estado de Su Santidad, fueron más allá de lo estrictamente protocolar.  Al despedirse por última vez –Figueroa pasaba a la embajada de Cuba en Washington-  Montini le dijo: Usted volverá como Embajador ante la Santa Sede, a lo que respondió el cubano: Me encantaría que así fuese, pero entonces no encontraré en este despacho a Vuestra Excelencia, porque se habrá mudado al tercer piso”. Los augurios se cumplieron solo en parte. Montini fue elegido Papa y tomó el nombre de Pablo VI. Figueroa, en cambio, nunca volvió al Vaticano ni como turista. Diplomático de carrera, se mantuvo, ya con rango de Embajador,  en el servicio exterior de Cuba hasta 1960. Luego salió  del país y murió en el extranjero. El año pasado su libro fue publicado por la editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico.

GESTIONES DIPLOMÁTICAS

El primer asunto importante que  Figueroa gestionó ante el Vaticano, a nombre del gobierno de Cuba,  fue el de reiterar la solicitud de la Arquidiócesis de La Habana, entonces vacante, para monseñor Manuel Arteaga Betancourt.  Años después gestionaría también que se  otorgase a Arteaga  el capelo cardenalicio. La Iglesia opuso resistencia a ambas distinciones. A la primera, porque monseñor Giorgio Caruana, entonces Nuncio del Papa en Cuba, recomendaba para esa Arquidiócesis a monseñor Eduardo Dalmau, obispo de Cienfuegos. Y en la segunda, porque, al parecer,  se pensaba en el Vaticano elevar a la dignidad de Príncipe de la Iglesia a monseñor Enrique Pérez Serante, Arzobispo de Santiago, la Arquidiócesis primada.

            Figueroa tendría que hilar fino para lograr el primero de esos nombramientos. Reiteraba su propósito en sus entrevistas habituales con los cardenales-subsecretarios de Estado Montini y Tardini. Un día, como si no lo supiera,  Montini le preguntó si se mantenía el interés del gobierno de Cuba en la candidatura de Arteaga. Añadió: Es que su nombre no aparece en la terna presentada por monseñor Caruana. Replicó Figueroa: Es que soy yo y no el Nuncio, el conducto por el que mi gobierno hace la petición. La petición de Caruana no expresa más que su criterio personal. Menos diplomático que Montini, el cardenal Tardini dijo a Figueroa: El gobierno de Cuba no tiene derecho a presentar candidatos para cubrir los obispados vacantes porque no existe un Concordato con Cuba. Molesto con lo dicho, Figueroa respondió con un bluff: Pues entonces comencemos ahora mismo a negociarlo.  

            Pero ni Cuba ni la Iglesia querían ese Concordato. Y Tardini, pensando quizás que Figueroa había recibido instrucciones en ese sentido, se echó para atrás. Quedó fortalecida la posición del cubano, pero el nombramiento en cuestión siguió en su inercia de siempre. Un día, el viejo cardenal Pizzardo, que desempeñaba un papel importante en el nombramiento de los obispos, dijo a Figueroa que existía el proyecto de crear en Cuba un seminario mayor para la formación de sacerdotes que se destinarían a Centroamérica y el Caribe. El diplomático agradeció la iniciativa, pero añadió que no tenía sentido alguno. Pizzardo, estremecido ante una respuesta que no esperaba, preguntó por qué.

Porque los seminarios sin obispos no pueden funcionar como deben, respondió Figueroa y, sin dar tiempo a Pizzardo  a reponerse, añadió: La Arquidiócesis de La Habana está vacante desde hace dos años, pese a los ruegos del gobierno de Cuba y de mis esfuerzos por conseguir un nombramiento. Y prosiguió, a fin de conseguirle una mitra a Arteaga si fallaba la de La Habana: Hace diecisiete años que la  Diócesis de Pinar del Río no tiene obispo propio y es administrada desde La Habana por su arzobispo cuando lo hay. Ya no vale la pena nombrarles obispos. Mejor sería enviarles misioneros para que cristianicen de nuevo a sus habitantes…

            Una semana después la Secretaria de Estado vaticana comunicaba a la legación de Cuba el nombramiento como Arzobispo de La Habana de monseñor Manuel Arteaga, hasta entonces Provisor y Gobernador de esa Arquidiócesis, y asimismo, tal vez para complacer al Nuncio, la designación de Evelio Díaz como Obispo de Pinar del Río.

            El capelo cardenalicio para Arteaga lo pidió Figueroa directamente a Pío XII. El Papa, recordaba el diplomático, acogió la solicitud con benevolencia, pero dijo que se había establecido en 70 el número de los purpurados. Aun así tendría en cuenta la petición de Cuba. Pasaron largos meses. Un día el cardenal Montini sorprendió a Figueroa con una pregunta inesperada y extraña. ¿Cuál es la diócesis cubana más antigua? La de Santiago, respondió el diplomático y sospechando por dónde venía el asunto, añadió: Si Vuestra Excelencia se refiere a la solicitud del capelo, debo recordarle que monseñor Enrique Pérez Serante, Arzobispo de Santiago, un prelado dignísimo, merecedor de cualquier distinción, es ciudadano español y mi gobierno pidió el cardenalato para un sacerdote cubano.

            Llegó así el fin de la guerra mundial. Figueroa pudo residir fuera del Vaticano y no ocultaba sus deseos de retornar a Cuba, anhelo frustrado  con su designación  en Washington.  Su cometido había terminado si bien no se había nombrado aun al cardenal cubano. Pero las gestiones estaban adelantadas y la llegada de un nuevo jefe de misión, que la ocuparía en propiedad, podría precipitar una solución favorable. Bien pronto sabría Figueroa, sin embargo, que el Papa no estaba muy convencido en cuanto al nombramiento. Aducía el Pontífice  que un oficial norteamericano le había informado sobre el “alarmante  crecimiento” del comunismo en Cuba, y pensaba Su Santidad que,  en esa situación,  un cardenal cubano  sería un motivo más de preocupación. Figueroa comprendió el sentido verdadero del mensaje. Lejos de rechazar o postergar el nombramiento, Pío XII calculaba sus riesgos. Y así fue. Antes de abandonar Roma de manera definitiva, Montini extraoficialmente, comunicaba al cubano la noticia. Arteaga sería cardenal, lo que se hizo efectivo en febrero de 1946.

COLONIA CUBANA

 

No había muchos cubanos en Roma en esa época. En su relato, Figueroa recuerda a un negro de entre 50 y 60 años que trabajaba como actor de reparto en películas producidas por Cinecittá. Y también a la señorita Ana Arango, de mediada edad, cara redonda y colorada y siempre con la sonrisa a flor de labios. Vestía invariablemente de traje sastre gris y sombrero del mismo color. A la llegada de Figueroa en 1937, la Arango, miembro de una distinguida familia habanera,  llevaba ya más de veinte años en Roma. Había ido con motivo de una peregrinación y no sabía cómo despedirse de esa ciudad. Mil veces fijó  la fecha de su regreso, pero su taquicardia crónica se recrudecía en vísperas de la partida y no  la dejaba viajar. Era muy religiosa y vivía en un convento. Tenía la ingenuidad y la inocencia de una niña. Pero sabía defender su dinero como una leona, y aunque no trataba más que con monjas estaba siempre al tanto de las fluctuaciones de la moneda en la bolsa negra.

            La persona más prominente de aquella colonia era Silvia Alfonso y Aldama, Condesa Manzini, descendiente de Miguel Aldama, el Benemérito de la Patria, una de las grandes fortunas de la Cuba del siglo XIX, que perdió, por su filiación política, en los días de la Guerra Grande (1868-78). Ella casó en primeras nupcias con el millonario cienfueguero Emilio Terry y, muerto este, contrajo matrimonio con un italiano, el Conde Manzini, que sería embajador en la Unión Soviética, Francia y otros países europeos. Fue una de las cubanas más bellas de su tiempo, pero cuando Figueroa la conoció en Roma, de su legendaria belleza quedaba solo el recuerdo. Vivía sola en una casa magnífica, en la Vía Cassia, construida sobre los restos de una villa imperial junto al lugar que la tradición atribuye a la tumba de Nerón.

            Cuando Miguel Figueroa Miranda pudo poner fin a su reclusión en el Vaticano, una de sus primeras gestiones fue la de visitar a los cubanos radicados en Roma a fin de informar sobre su situación   al Ministerio de Estado y brindarles ayuda en la medida de sus posibilidades.

            Así, entre otras,  estuvo en la casa de la escritora Alba de Céspedes, nieta del Padre de la Patria e hija de un ex presidente de la República. Visitó además a la Condesa Manzini. La destrucción era total. Una bala de cañón había atravesado su casa de parte a parte, derribando paredes exteriores e interiores y destruyendo muebles y obras de arte, aunque sin causar desgracias humanas. Reinaba la confusión en la ciudad ocupada por los norteamericanos; el hambre era general y la ausencia de policías que pusieran coto a los desmanes y saqueos hacía más difícil la situación.

            Pero Silvia Alfonso y Aldama, entera e indómita, con la cabeza erguida en gesto característico, insistió en permanecer en su casa, indiferente a las carencias y  al peligro. Preguntó Figueroa en qué podía ayudarla. Qué podía llevarle para aliviar su situación.

            Silvia fue precisa en su respuesta. Dijo a Figueroa: Tráigame una bandera cubana.

           

           

           

Un crimen sin nombre

Un crimen sin nombre

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

El crimen conmovió a la opinión pública. Lo condenaron los cubanos de a pie y las llamadas clases vivas y, sin exclusión, todos los sectores políticos, desde la oposición hasta el gobierno. Figuras de tendencias tan diversas como Blas Roca, Eduardo Chibás, Ramón Vasconcelos, Carlos Saladrigas y Jorge Mañach se mostraron unánimes en su repudio y también los Veteranos de la Independencia en la voz del general Enrique Loynaz del Castillo. “Este crimen debe ser la culminación de la serie de asesinatos que no debió iniciarse nunca”, declaró el doctor Rafael Trejo, Fiscal General de la República, y el propio presidente Grau se reprochaba su tolerancia con los elementos díscolos que abusaban de ella. Hasta los integrantes de los grupos de acción, los caballeros del gatillo alegre, se ofrecieron para esclarecer el suceso. “No segamos vidas inocentes”, decía a la prensa Orlando León Lemus, El Colorado, uno de los pandilleros más celebres, mientras hombres y mujeres de todos los credos y posiciones afluían por miles a la funeraria.

            El 6 de septiembre de 1946, a las nueve de la noche,  el automóvil oficial del doctor Joaquín Martínez Sáenz, senador de la República y ministro sin cartera, se deslizaba sin prisa por la Quinta Avenida del reparto Miramar, cuando se le encimó otro vehículo y tuvo lugar el atentado número 48  desde la llegada al poder del gobierno grausista, el 10 de octubre de 1944. La víctima, sin embargo, no fue el discutido político, sino su hijo, un joven de 16 años que regresaba a su casa luego de pasar el día en la playa y  recoger donde un amigo el smoking con que esa misma noche acudiría a una fiesta. Balas de grueso calibre atravesaron la cabeza del adolescente Luis Joaquín Martínez Fernández, que fallecía una hora después en el Hospital Militar de Columbia.

 

MÓVILES

¿Buscaba aquel atentado la eliminación de Martínez Sáenz? ¿Fue la muerte de su hijo una lamentable confusión o se procedió así para golpearlo por donde menos lo esperaba? ¿Qué podía impulsar un acto de esa naturaleza contra una figura que no concitaba el odio de sector político alguno?  El senador Chibás era el primero en reconocerlo. Afirmó: La actuación pública de Martínez Sáenz no muestra puntos oscuros que lo liguen a negocios turbios con los abastecimientos de víveres,  su acaparamiento y especulación ni a otra clase de actividades deshonestas… Como entre Martínez Sáenz y José Manuel Alemán hubo poco antes un conato de duelo, circuló en los primeros momentos el rumor de que empleados de la confianza del ministro de Educación  pudieran estar involucrados en  el crimen,  más cuando se sabía que numerosos pandilleros aparecían insertados en la nómina de su departamento. Pero Alemán fue categórico en su conversación, en la propia funeraria, con el padre de la víctima.

            -Quiero que sepas que lo se dice de mí en relación con la muerte de tu hijo es una vil calumnia, y que estoy dispuesto, en caso de que alguno de mis amigos haya participado en este asesinato, a ejecutarlo con mi propia mano.

            Mientras el ministro de Educación se mostraba dispuesto a aplicar la ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente) el presidente Grau, nervioso,  preocupado y estremecido por la indignación, se percataba de la necesidad de poner coto de manera drástica a la ola de atentados y, en presencia del ministro de Gobernación (Interior) convocaba a su despacho al mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército,  y al general de brigada Abelardo Gómez Gómez. Atribuyó  los crímenes a la ineptitud reiterada de los sucesivos regentes policiales  (cuatro hasta esa fecha)  y luego de recalcar la necesidad de situar al frente de dicho cuerpo armado a un jefe implacable y diligente, capaz de poner en práctica medios excepcionales para la represión de tales hechos, se dirigió a Gómez Gómez.

            -General, usted asumirá  enseguida  la jefatura de la Policía Nacional, con plenos poderes…

            A esa hora, el mandatario, los rectores policiales, los políticos de uno y otro bando y los pistoleros continuaban pasando por alto un hecho ocurrido también en el reparto Miramar, un mes antes. El 9 de agosto el automóvil del doctor Antonio Valdés Rodríguez, jefe de Comercio Exterior del Ministerio de Estado (Relaciones Exteriores) había sido acribillado a balazos con escopetas recortadas, y por puro milagro su ocupante resultaba ileso. Era el atentado 43 desde el inicio del gobierno de la Cubanidad y, nadie lo sospechaba,   tenía una conexión siniestra con la muerte del hijo de Martínez Sáenz. Había, sin embargo, un hombre que sabía demasiado y no demoró en decirlo.

EL HACENDADO Y SU ESPOSA

¿Qué conectaba ambos atentados? ¿Qué relación había entre ellos?

            El millonario Enrique Sánchez del Monte se enamoró y contrajo matrimonio con la mujer equivocada, Cruz de los Ángeles Betancourt Horstman. La familia de Enrique, propietaria de los centrales azucareros Santa Lucía y Báguanos, en Oriente,  desconfiaba de los parientes de la muchacha. El padre de esta fue asesinado por un hermano en Camagüey y el homicida resultó muerto misteriosamente a balazos en Cienfuegos. Otro hermano también había sido asesinado. Además, no existía en la pareja compatibilidad de temperamentos y aficiones. Ella amaba las fiestas y la vida social; él pasaba el tiempo en la atención y el cuidado de sus fincas ganaderas… Se añadía otro inconveniente. Cruz de los Ángeles derrochaba a manos llenas el dinero del marido. Pero esas disensiones, escribía Enrique de la Osa en Bohemia, parecían insignificantes ante la devoción del opulento hacendado por su esposa y sus dos hijas, Dagmar y Pilar. No obstante ser tildado de avaro, Sánchez del Monte accedía invariablemente a cualquier pedido de dinero que ella le hiciera.

            A la larga Cruz logró inducir a Enrique a la vida de salón. Las fiestas y recepciones que organizaban en su residencia llegaron a ser muy concurridas y en  ellas eran habituales Valdés Rodríguez y Martínez Sáenz con sus esposas y se hizo íntima la relación de Martínez Sáenz con el matrimonio.

            Cruz se envanecía con los éxitos que le reportaba su belleza y Enrique rabiaba por los celos. De la agresión verbal pasó él  a la violencia física y en una de esas querellas le propinó una lesión en la cara que requirió de atención estomatológica especializada. Fue así que ella decidió plantearle el divorcio y Martínez Sáenz y Valdés Rodríguez, socios de bufete, se ocuparon del caso.

OBSESIÓN

Como consecuencia, Enrique Sánchez del Monte debió entregar a su ex esposa unos  $400 000 por concepto de bienes gananciales y una pensión mensual de 600, y se vio privado de la guardia y custodia de las niñas. El hacendado se sintió doblemente dolido. Por haber perdido a su esposa y a sus hijas, a las que adoraba, y tener que ceder casi la mitad de su fortuna. Su perturbación alcanzó tal punto  que se impuso internarlo en una casa de salud. Una idea fija, obsesiva, se anidó en su mente: los abogados lo habían traicionado, pese a la amistad que decían profesarle, y en combinación con Cruz fraguaron  la trama de su ruina.

            Tenía 43 años de edad entonces y podía haber rehecho su vida, pero derrumbado moralmente y presa del desaliento, acarició la idea de renunciar al mundo y terminar sus días en un convento. Añoraba además salir de Cuba, escenario de sus frustraciones,  y escribió a varias congregaciones religiosas norteamericanas en procura de informes sobre su posible ingreso en un monasterio, pese a que no era remiso a confesar que no tenía vocación monástica.   Como no lo admitieron en ninguno, trató de reconciliarse con Cruz. Sus gestiones en ese sentido también fueron inútiles aun cuando  buscó el apoyo del cardenal Manuel Arteaga, a quien llegó a decir que ella había sustraído joyas que fueron de su madre. Su desesperación se acrecentó cuando las niñas empezaron a rechazarlo. Así, se entregó a la bebida, abrumaba a sus amistades con el relato de sus desventuras y, sin otro camino, incubó la idea de la venganza.

            Pero Sánchez del Monte, decía el periodista  Enrique de la Osa, carecía de valor para tomarse la justicia por su mano. Y como vivía en un medio social donde el atentado se había hecho costumbre, donde individuos calificados de pistoleros eran retribuidos en la nómina oficial y tenían domicilio público, estimó que algunos de ellos accederían también a la retribución particular.

FINAL

 

Buscó intermediarios. Rogelio Herrera, un  policía retirado que trabajaba en el buró de investigaciones privadas del ex capitán Arturo Nespereira, lo puso en contacto con  Abelardo Fernández, El Manquito, teniente de la Policía del Ministerio de Educación cuando el robo del brillante del Capitolio, y este, a su vez, lo conectó con Román López, un sujeto conocido como El Oriental.. 

            Los muertos serían Martínez Sáenz y Valdés Rodríguez  y también Cruz de los Ángeles Betancourt Horstman. Acordaron las tarifas. El Manquito pidió seis mil pesos por la muerte de la mujer. Tres mil por la de Valdés Rodríguez y cinco mil por la de Martínez Sáenz.  La muerte del joven Luis Joaquín  no se contempló en el negocio. Fue una equivocación.

            -Yo traté de evitar el crimen a última hora, pero El Oriental me dijo que me fuera –dijo Sánchez del Monte una vez detenido.

            Y El Oriental confesó:

            -Fui yo el que disparé contra [el hijo de] Martínez Sáenz. Soy amigo de El Manco, pero Abelardo no tiene nada que ver con esto. Conocí hace tiempo a Enrique Sánchez del Monte y el tipo me hablaba de su problema y de lo que le hizo Martínez Sáenz. Yo me presté a matarlo…

            Pero Sánchez del Monte no comentó sus intenciones solo con El Manquito y El Oriental. Lo hizo también con José del Cueto, un amigo de la infancia y compañero de colegio que ocupaba entonces la dirección de la Aduana. Cueto no creyó que Enrique se atrevería  a tanto, pero al enterarse de la muerte del hijo de Martínez Sáenz relató toda la historia al presidente Grau, no sin advertirle que ya la conocía el comandante Mario Salabarría, jefe del Servicio de Investigaciones e Informaciones Extraordinarias, que pedía la exclusiva para actuar en el asunto.

            Hombres de Salabarría detuvieron a Sánchez del Monte en la puerta del edificio de Galiano, 153, donde ocupaba el apartamento 74. No fue una detención; fue un secuestro pues no lo condujeron a ninguna dependencia policial, sino a una finca donde, durante cinco días y a golpes… de razonamiento le arrancaron la confesión, que después debió repetir ante el juez instructor. Los otros implicados, incluso el ex policía Herrera, fueron detenidos.

            A largos años de encierro fue condenado Enrique Sánchez del Monte. Cuando salió de la cárcel, mucho después de 1959, volvió a instalarse en su apartamento, y en la entrada de aquel edificio que fue de su propiedad situó un pequeño torno donde hacía pipas y boquillas para tabacos y cigarros que ofertaba por un módico precio.

           

                       

                       

El brillante del Capitolio

El brillante del Capitolio

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Esta es una historia tremenda. El lunes 25 de marzo de 1946 se esfumaba misteriosamente el brillante de 25 quilates que en el Capitolio Nacional marcaba el kilómetro cero de todas las distancias de la Isla. A las siete de la mañana de ese día, tras el cambio de guardia, el vigilante Enrique Mena, de la Policía del Senado, de ronda por el Salón de los Pasos Perdidos, advirtió su falta y dio cuenta a sus superiores. La joya se consideraba uno de los tesoros mejor protegidos de la República. La habían  engarzado en ágata y platino antes de introducirla en un bloque de andesita, el granito más fuerte del mundo, y este a su vez fue recubierto por otro, de concreto, al empotrarse en el piso,  en el centro del Salón. Un cristal tallado, tan sólido que se estimaba irrompible, reforzaba su resguardo. Pero solo treinta minutos, al parecer, bastaron a los ladrones para sustraer el brillante, que quince meses reaparecería en el despacho oficial del presidente de la nación. ¿Quién  lo robó? ¿Quién lo devolvió? No hay respuestas para esas preguntas.  Como otros muchos hechos delictivos ocurridos en el periodo de los gobiernos auténticos (1944-1952) el robo del brillante del Capitolio quedó sin esclarecer.

            Los romanos medían sus distancias a partir de un hito situado en el Capitolio. Los franceses, desde el célebre Arco de Triunfo parisino, y en EE UU el sistema vial del Este arranca desde la aguja del Capitolio de Washington. Cuba no podía ser menos.  En La Habana, el brillante, empotrado bajo la aguja  de la cúpula, no solo marcaría el punto inicial de la carretera Central, sino que  dividiría en dos ese lujoso  espacio, una especie de túnel inspirado en la galería cilíndrica de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. El ala izquierda correspondería al Senado; la derecha, a la Cámara de Representantes. Pronto se convirtió en una de las grandes atracciones turísticas de la capital. En  catálogos de agencias de viajes norteamericanas se  atribuían poderes mágicos a la joya, que, decían, curaba a los enfermos e irradiaba buena suerte.  

            Pero lejos de esparcir buena suerte, el brillante del Capitolio tenía mala sombra. Llevaba la desgracia a todo el que lo tocaba.

EL FULGOR AMARILLO

Isaac Estéfano, un joyero turco o libanés radicado en La Habana y que hizo  aquí buenos negocios con joyas de la aristocracia rusa, logró interesar a María Jaén, esposa del presidente Alfredo Zayas,   en uno de los cinco brillantes que conformaban  una de las coronas del último zar de Rusia. Viajó el joyero a París para traérselo, pero ya con el brillante en la mano a la primera dama le parecieron excesivos los 17 000 pesos que debía pagar y se arrepintió de comprarlo, lo que puso a Estéfano entre la espada y la pared.

A los antiguos propietarios del brillante  no les había ido mejor. El zar a quien perteneció fue derrocado y asesinado junto con toda su familia. La duquesa, de quien Estéfano lo adquirió en París, murió diez días después de la venta, y el ruso que sirvió de intermediario en el negocio quedó ciego a causa de una agresión. El mismo Estéfano no levantaba cabeza desde que lo tenía. Los negocios le iban de mal en peor y llegó el momento en que se vio obligado a empeñar la gema por solo 4 000 pesos. Para remate, había sido objeto de varios asaltos  y de un intento de secuestro orquestados por gente que quería apoderarse de la joya. 

Fue así que vio los cielos abiertos cuando Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Pública del gobierno de Machado, se interesó en adquirirla para colocarla en el Capitolio, todavía en construcción. A esa altura el joyero se conformaba con 12 000 pesos. Obreros, técnicos, ingenieros y arquitectos que participaban en la edificación de la majestuosa obra y hasta la propia firma contratista allegaron 9 000 pesos. Los 3 000 restantes los puso Carlos Miguel de su bolsillo. Cuando el Capitolio se inauguró el 20 de mayo de 1929, el brillante estaba ya en su sitio y por su engarce suntuoso, el tallado y su sorprendente fulgor amarillo fue el centro de la atención de las personalidades nacionales y los dignatarios extranjeros que ese día asistieron a la toma de posesión del presidente Machado, empeñado en prorrogarse en el poder en contra de la opinión de los sectores más responsables del país. Dos años después, el 24 de febrero de 1931, cuando el Estado, de manera oficial, traspasó el edificio al Congreso de la República, la joya continuó siendo el punto máximo de atracción de los visitantes cubanos y de otros países.

Llegó así la mañana del 25 de marzo de 1946. La víspera se había clausurado una gran muestra de pintura cubana en el Salón de los Pasos Perdidos, que atrajo a miles de visitantes durante los días en que se mantuvo abierta bajo los auspicios del Ministerio de Educación.  Pese a eso no hubo en el Capitolio una vigilancia especial y de todos era sabido que la guardia nocturna del Palacio de las Leyes eludía en sus rondas el Salón por temor a toparse con el fantasma del senador machadista  Clemente Vázquez Bello, ultimado por un comando revolucionario en 1932, que, se decía, vagaba por allí en las noches. Por eso no debió haber sido difícil para el ladrón o los ladrones, antes de que cerraran el edificio,  esconderse tras los cuadros de la exposición  o en la parte trasera de la monumental Estatua de la República, y aguardar  la hora oportuna.

Junto al lecho vacío  del brillante, los peritos del Gabinete Nacional de Identificación  encontraron el forro de un sombrero manchado de sangre, varios fósforos usados y una curiosa inscripción a lápiz en el piso. Decía: “2:45 a 3:15 – 24 kilates”. Lo que indicaba, al parecer, la hora en que los ladrones  comenzaron su faena y el tiempo que les demoró. Ninguna huella digital.  Aseguraron los peritos el robo fue cometido por expertos. Miguel Suárez Fernández, presidente del Senado, suspendió de empleo y sueldo al pelotón de la Policía que esa noche custodió el edificio y sus integrantes quedaron sujetos a investigación.

EN FORMA ANÓNIMA

Pasaron los meses; el robo del brillante parecía haber caído en la categoría de los crímenes perfectos cuando, el 2 de junio del 47,  el presidente Grau llamó a su despacho a algunas de las más conspicuas figuras del régimen. Allí estaban el presidente del Senado, el senador Carlos Prío, el senador Caíñas Milanés, Guillermo Alonso Pujol, senador y  presidente del Partido Republicano,  los ministros de Justicia y Salubridad, Alejo Cossío del Pino, recién estrenado como ministro de Gobernación (Interior)…  El doctor Arturo Hevia atraía las miradas de todos los presentes. Era el juez instructor de la causa incoada por el robo de la joya. Grau rompió el silencio.

            -Señores, les he citado para que presencien la entrega que voy a hacer de un brillante que he recibido en forma anónima y que, según parece, es el mismo que fue sustraído hace algún tiempo del Capitolio Nacional. Lo entrego al doctor Hevia…

            El brillante estaba dentro de un  pequeño y ajado sobre amarillo. Un periodista se interesó en saber cómo había llegado a manos del presidente. “En forma anónima…” reiteró Grau. Y ante otra pregunta en ese sentido, expresó:

            -Ya dije que lo he recibido en forma anónima, y eso es todo. Es como si a uno le dijeran levante ese papel, que va a encontrar algo debajo. Y efectivamente, aparece el brillante.

            La pieza pasó de mano en mano. Caíñas Milanés aseveró que parecía más clara que la del Capitolio, a lo que Grau respondió que si no se trataba del brillante robado había que devolvérselo “porque fue a mí a quien se lo enviaron”. Pero Suárez Fernández, temeroso de perderlo por segunda vez, aseveró, categórico, que era el brillante perdido.

LO DEMÁS ES LO DE MENOS

 

Poco antes del mediodía de aquel 2 de junio, Grau sostuvo una larga entrevista con José Manuel Alemán, el amillonado ministro de Educación y protegido de Palacio. Se dice que fue él quien puso la joya en poder  del presidente, luego de pagar 5 000 pesos por su devolución. Y lo confirmó el propio Grau al declarar: “No me importa lo que digan sobre la aparición del brillante. Lo cierto es que apareció. Lo demás es lo de menos. Alemán me consultó antes de traerlo. Yo le dije que sí y que eso era buena publicidad”.

            Pero de ahí a afirmar, como se ha hecho,  que fue Alemán el autor intelectual del robo, va un largo trecho. Se dice, para completar esta historia, que el aventajado ministro quería regalar la joya a Paulina Alsina, cuñadísima del presidente y primera dama de la nación. ¿Dónde y en qué circunstancias hubiera podido ella lucir la gema robada? Sin contar que un hombre tan cercano al mandatario no podía cometer un acto así sin poner en grave aprieto y hasta en ridículo a su ilustre amigo y protector.

            No descarto que el robo haya sido obra de la oposición. Los ánimos estaban ya muy inflamados y el presidente, en definitiva, no tenía mayoría en el Congreso. Humberto Vázquez García, en su documentadísimo libro El gobierno de la kubanidad  (2005) dice que en el momento muchos consideraron que había que buscar a los ladrones entre las esferas del poder. Y añade enseguida que motivos había por montones: pugnas, envidias, venganzas. Cita lo que muchos años después del suceso le contó Segundo Curti, alto cargo en el gobierno grausista: “Pablito Suárez fue el que lo llevó [el brillante] a la mesa de Grau”. Estaba casado con Tatita Grau, una de las sobrinas del presidente; matrimonio que le valió avecindarse en Palacio y  el grado de comandante en la Policía Nacional. Él fue el intermediario en la devolución del brillante, decía Curti, operación en la que contó con la ayuda de Abelardo Fernández, El Manquito, jefe de la Policía del Ministerio de Educación.

            El historiador Rolando Aniceto aseguró a este escribidor que un antiguo recluso le contó que El Manquito, que guardaba prisión por la muerte del hijo de Martínez Sáenz,  le aseguró  en la cárcel que él fue el autor del robo del brillante. Como jefe de la Policía de Educación había tenido a su cargo la vigilancia de la exposición de pintura cubana en el Capitolio. Hay otra versión.   “No le dé más vueltas al asunto. El brillante se lo robó Pablo Suárez”, me dijo hace años un familiar cercano suyo.

            Periódicos de la época parecen confirmarlo. En aquel mes de junio del 47, Grau prohibió terminantemente la entrada de Pablo en Palacio y fue víctima de una golpiza que lo dejó mal parado. Dice Vázquez García: “Era lícito pensar que su presencia en el Palacio Presidencial –ya fuera culpable, sospechoso o simplemente chivo expiatorio- resultaba muy incómoda… En cuanto a su deplorable estado, no podía descartarse que hubiera sido consecuencia de un ajuste de cuenta o de una advertencia para disuadirlo de intentar algún chantaje o formular declaraciones a la prensa”.

           

              

           

           

           

      

           

Habladurías

Habladurías

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

Imaginen cómo andarían las cosas en Cuba que en 1695, el general de galeones Diego de Córdova y Laso de la Vega tuvo que desembolsar 14 000 pesos o escudos de plata y depositar una fianza de otros 16 500 para que el rey de España lo nombrase gobernador de la colonia, cargo que asumiría con el compromiso de traspasarlo al general Diego de Viana, el antiguo gobernador, tan pronto se librase este del juicio al que se le sometía y del que se suponía saldría  absuelto. Los sueldos, derechos y honorarios de un gobernador colonial no superaban entonces los 5 000 escudos anuales, de manera que Diego de Córdova tendría que apretar el paso para recuperar su  inversión. Y lo hizo. Mejoró las defensas de La Habana, reorganizó sus milicias y no escatimó esfuerzos  para fomentar la riqueza en el territorio: bajo su mando florecieron las vegas de tabaco, se levantaron no menos de veinte ingenios azucareros y la ganadería se incrementó de manera considerable, mientras que, por la izquierda, se adineraba. Y lo hacía tan discretamente que nadie se atrevió en su momento a acusarlo de ladrón. Cesó en el cargo en 1702 sin suscitar los odios y denuestos que debían soportar sus iguales.

HAMBRIENTO Y DESNUDO

Cuando Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, se presentó en el Palacio de los Capitanes Generales para anunciar que era el nuevo gobernador de la Isla, el gobernador en propiedad, Juan Procopio de Bassecourt, conde de Santa Clara, debió pensar que su sustituto había caído del cielo porque desde dos meses antes no entraba barco alguno en el puerto de La Habana.

            Y es que Someruelos, perseguida de cerca por corsarios ingleses la nave en que viajaba –España e Inglaterra estaban en guerra entonces- se vio obligado a desembarcar en Casilda y desde allí a caballo, seguido por numerosos criados y sin un solo ayudante de campo, en penosa travesía, tomó rumbo a la capital. El clima, infernal, hizo más difícil el viaje, y mojado por la lluvia y sucio de fango llegó Someruelos al ingenio Holanda, próximo a Güines, donde su propietario le dio posada con tanta generosidad y fineza que el recién llegado no tuvo más alternativa que responder revelando su identidad. Venía, con sus credenciales cosidas al forro de la ropa, a sustituir a un gobernador probo y capaz, que cometió sin embargo el error de acoger en La Habana a los fugitivos príncipes de Orleáns, uno de los cuales, Luis Felipe, llegaría a ser rey de los franceses. Protestó por ello la Francia revolucionaria, entonces república y aliada de España, y obtuvo el extrañamiento de los príncipes y el relevo de Bassecourt.

            Por un sofocón peor que el de Someruelos pasaría el mariscal de campo Francisco Riaño y Gamboa, caballero de Santiago, cuando, en octubre de 1634, se disponía a asumir el gobierno de la Isla de Cuba: la nave en que viajaba, batida por las furias de un violento huracán, naufragó a la altura del Mariel.

            La situación fiscal de la colonia alarmaba a las autoridades españolas. Contadores como Francisco Castañeda, Pedro de Armenteros y Lázaro Yáñez de Minaya habían entronizado el desorden más lamentable en las rentas y en los gastos públicos de la Isla y se imponían medidas encaminadas a reprimir malversaciones,  abusos y descréditos. Riaño se alzó como la carta de triunfo de la corona  para enmendar la situación en el lejano territorio, donde el intercambio comercial retrocedía al estado primitivo: el trueque prevalecía sobre la compraventa y se expandía el contrabando.

La tarea que se le encomendaba no resultaba fácil y Riaño  sabía que poderosos intereses se opondrían aquí a sus propósitos adecentadores. Con más inquietudes que entusiasmo partió para cumplir su destino, pero por obra y gracia de aquel huracán su recibimiento fue peor de lo que podía esperar. Salvó la vida en tablitas, a costa de grandes penalidades, y aunque se desconoce cómo se las arregló para llegar al fin a La Habana, sí se conoce que debió presentarse ante el Cabildo hambriento y casi desnudo, pero con los documentos reales que avalaban su designación como gobernador y que  el agua ni el viento lograron arrebatarle.

LA HOGUERA DEL GOBERNADOR

Juan de la Pezuela apenas duró diez meses en el gobierno de la Isla a partir de diciembre de 1853. Su generosidad y nobleza, su honradez acrisolada, la serenidad con que solía tomar las decisiones aquel caballero español a la antigua usanza, como le llamó José Ignacio Rodríguez,  despertaron pronto la inquina del elemento español más recalcitrante.  Pezuela hizo cuanto estuvo a su alcance por proteger a los negros al adoptar medidas enérgicas para la extinción de la trata esclavista y defendió a los emancipados, que, aunque nominalmente libres,  no eran sino esclavos perpetuos del gobierno colonial.

            Una noche un vulgar delator visitó a Pezuela para denunciar una conspiración y entregarle la lista de los complotados. Estalló la ira del gobernador. Ciertamente, esas maquinaciones de los hijos del país contra España lo sacaban del paso e  indignaban. Aparentemente calmado ya, preguntó a su interlocutor qué sanción, a su juicio, debía aplicarse a los conspiradores.

            -¡La hoguera, Excelencia, la hoguera! –respondió el delator. Solo en la hoguera expiarán esos traidores su delito.

            -Tiene usted razón. ¡Los quemaré a todos, sin perdonar a ninguno! –repuso Pezuela con serena naturalidad.

            Dicho y hecho. Acercó la lista, que no leyó, a la llama de una vela y aguardó a que el papel quedase reducido  por completo a cenizas.

LIBRES SÍ, PERO NO

La capital de la Isla radicaba todavía en Santiago y a ella llegó en febrero de 1544 el licenciado Juan de Ávila con los despachos, expedidos por la Audiencia de Santo Domingo, que lo acreditaban  como el nuevo gobernador. No solo traía el recién llegado esos papeles. Portaba además las ordenanzas de Valladolid, de agosto de 1543, que decretaban la supresión de las encomiendas de indios y otros abusos de índole parecida, que Ávila debía aplicar y hacer observar bajo su mando.

            Las ordenanzas disponían la libertad de los indios, pero con condiciones. Los declaraban fieles y leales vasallos de la corona. Sin embargo,  estatuían al mismo tiempo que aquel que los hubiera recibido en encomienda, si bien no podría legarlos a sus sucesores,  los conservaría hasta su muerte. El gobernador hizo creer que, amparado en las ordenanzas, se hallaba animado de un alto espíritu de justicia, pero pronto –apenas veinte días después de su llegada- dejaba traslucir en una carta al rey un criterio opuesto a la emancipación.

            Tenía 28 años de edad y había caído en las manos de doña Guiomar de Guzmán, viuda del tesorero Pedro de Paz, vecina principal de la primitiva villa  y usufructuaria de una de las grandes encomiendas de la región oriental,  a  cuya casa, en Santiago de Cuba, había ido a residir. El interés, la sagacidad y los halagos que ella solía dispensarle hicieron que Ávila se parcializara  a favor de los colonos de Santiago: los eximió del cumplimiento de las ordenanzas de Valladolid al tiempo en que se empeñaba en aplicarlas con todo rigor en Bayamo y Baracoa.  La influencia de Guiomar sobre Ávila que fue, al comienzo, discreta y apenas perceptible,  creció en el transcurso de los días y llegó a su punto culminante cuando la pareja, ajena a la diferencia de edad, decidió contraer matrimonio. Entonces ya sin tapujos Ávila se identificó con las ambiciones de Guiomar e hizo suyas sus fobias y sus filias y cayó en el desafecto y en el descrédito. Las quejas de los afectados se sucedieron contra él hasta que en 1546 llegó a Santiago el licenciado Antonio Chaves con las prerrogativas  reales para sustituirlo, detenerlo e investigar sus desmanes.

OTRA VEZ GUIOMAR

Ardua resultaba la tarea de Chaves al frente del gobierno por las condiciones deplorables de la colonia. No tardó en escribir al rey para imponerlo de los malos tratos a los que se sometía a los indios, las discordias entre los funcionarios públicos y la arrogancia de algunos encomenderos, que, por su riqueza y poderío, se hacían prácticamente incontrolables. La Isla está perdida, decía al monarca en su carta. Y añadía: Veré cómo conciliar los problemas o ponerle remedio fuerte.

            Chaves debió enfrentar a una poderosa enemiga, doña Guiomar. Al comienzo, trató ella de neutralizarlo con ofrecimientos tentadores; luego, con amenazas desembozadas. Quería evitar a toda costa que Chaves mandase  a Ávila preso a Sevilla, lo que en definitiva hizo. A partir de ahí todos supieron en Santiago que el nuevo gobernador era enérgico e inexorable. Obligó a pagar lo que por diezmos, quintos y almojarifazgos adeudaban muchos de los propietarios y se empeñó en hacer respetar las encomiendas que pretendían proteger a los indios. La Audiencia de Santo Domingo lo había nombrado gobernador de la Isla, y el rey de España lo honró con su confianza al confirmarlo en dicho cargo. Pero  tenía contados sus días de mando. Su carácter inflexible y su virtud acabaron por hacerse incompatibles con las ambiciones de los colonizadores, que propiciaron su sustitución.

MULTADO DESPUÉS DE MUERTO

 

Diego Velázquez, capitán de los reales ejércitos, Adelantado y primer gobernador de la Isla de Cuba, fue un hombre con mala suerte tanto en su vida pública como en su vida privada. Esperaba haberse hecho cargo de un territorio rico y no encontró aquí las riquezas deseadas. Trajo a su prometida, contrajo matrimonio con ella en Baracoa, y enviudó seis días después de la boda. Todas las expediciones que organizó para expandir su poder e influencia en la Tierra Firme fracasaron y el triunfo de Hernán Cortés en México fue más de lo que pudo soportar. Murió de envidia.  Le provocó  una apoplejía y murió a consecuencia de ella, en Santiago de Cuba, el 12 de junio de 1524, aunque hay autores que aseguran que falleció el 11 de junio de 1525.

            Y aquí viene lo interesante. Velázquez, que había sido sustituido en su cargo y repuesto, pero  que estaba  sometido a investigación por su gestión al frente del gobierno de la Isla, fue multado después de muerto porque, decía la sentencia, no estableció aranceles e impuestos en todos los lugares, aceptó presentes y banquetes, consintió exacciones y no distribuyó con equidad las encomiendas…

            Mala suerte la del Adelantado. Ni muerto logró librarse de ella.  

 

 

 

 

           

           

Generales españoles

Generales españoles

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

Mi amigo, y agudo lector, el doctor Ismael Pérez Gutiérrez me ha hecho llegar la versión mecanuscrita de la larga y prolija investigación que acometió sobre los generales españoles en Cuba durante la Guerra de Independencia (1895-98). Sucede que el buen doctor no es periodista, aunque sea esa una profesión que le toca muy de cerca, ni historiador y mucho menos especialista en temas militares, sino profesor de la Facultad de Medicina del Hospital 10 de Octubre, pero su especialidad no pone límites a  su cultura y mucho menos a su curiosidad. Fue así que en 1998, en ocasión del centenario del fin de la guerra, comenzó a preguntarse sobre quiénes fueron los hombres que dirigieron y efectuaron en el terreno militar la defensa del poder español en Cuba y con qué fuerzas contaron realmente. Se trataba de un capítulo inédito en nuestra historiografía y también en la española. Mientras que allá no se hablaba del asunto porque nunca resulta agradable aludir a  la derrota, en Cuba los episodios de Elpidio Valdés,  un personaje de ficción concebido para niños, pero que caló hondo en la conciencia colectiva, simplificaban al máximo la imagen  de los militares enemigos, encarnados  en el general Resoplez, incapaz,  insuficiente e histérico. Por una razón u otra, dice Pérez Gutiérrez, los historiadores cubanos no abordaban con certeza ni justicia a aquellos generales que fueron la flor y nata de las fuerzas armadas españolas y a los que nuestros mambises mal armados y harapientos  derrotaron en toda la línea.

            Una primera búsqueda permitió al investigador identificar a unos 80 de esos altos oficiales. Algunos  –Emilio Calleja, Martínez Campos, Valeriano Weyler, Blanco Erenas, Jiménez Castellanos…- eran ciertamente muy conocidos en virtud de haber ocupado la Capitanía General o por sus encuentros combativos con los insurrectos. Pero a la mayoría de ellos  tuvo que  pescarlos casi   en las páginas de una bibliografía espesa  y relegada en la que no pasaban de ser a veces una simple mención. La cifra definitiva es sin embargo de 92 generales. Lo comprobó Pérez Gutiérrez cuando, durante una larga temporada de trabajo en la esfera de la salud en España, dedicó su escaso tiempo libre y el poco dinero  a incursionar en archivos militares de ese país, sobre todo en el de Segovia. Consultó  y obtuvo fotocopias autentificadas de los expedientes de 84 de esos generales y seis más les  fueron remitidas tras su regreso a Cuba. De los dos expedientes  que le faltan, uno, el del general Enrique Bargés Pombo, no le resultó imprescindible para dar fin a su trabajo: encontró los elementos necesarios en otras fuentes. El expediente de Salvador Díaz Ordóñez Escandón no pudo localizarse. Al parecer, se perdió para siempre. Fue un oficial que hizo la guerra con los grados de coronel y ascendió al generalato solo tras la derrota española y cuando estaba ya a punto de reembarcar para la metrópoli.

            Varias  conclusiones  saca Pérez Gutiérrez de la ardua lectura de esa documentación. Todos esos generales fueron hombres experimentados en la teoría y en la práctica de la guerra, conocedores incluso del país en que operaron. El valor y el honor primaron en la mayoría de ellos, que luchó en defensa de sus intereses patrios. Eso, apunta, engrandece todavía más a nuestros mambises, capaces de derrotar a los principales estrategas y tácticos españoles de su época. Victoria que enaltece a los cubanos y no niega méritos al enemigo. 

¡VIVA CUBA LIBRE!

Mucho se ha hablado, sin llegar a concretarse las cifras, del número de soldados de que disponía  España en la Isla al desencadenarse la Guerra de Independencia. Dice el investigador que esa tropa la conformaban 20 693 hombres en las fuerzas regulares y 69 785 en las de voluntarios, para un total de más de 90 mil efectivos. Ese llamado Ejército de Cuba estaba al mando del teniente general Emilio Calleja, gobernador de la colonia,  y contaba con dos generales de división, José Arderius y  José Lachambre, además de otros dos generales de brigada.  En todos los mencionados era vasta su experiencia “cubana”. Calleja combatió en la Guerra Grande, en la que obtuvo el grado de general, y en la Chiquita, y había sido con anterioridad gobernador de la Isla; llevaba 50 años de servicio activo en el ejército.  También en la Guerra Grande participaron Lachambre y el segundo cabo  Arderius, nacido en La Habana y concuño de Martínez Campos. Si el general de brigada Luis Prats, jefe militar de Matanzas, pudo sofocar en los primeros momentos la insurrección dentro de su territorio, no pudo Lachambre hacer lo mismo como jefe de la plaza oriental pese a que desde el primer momento se incorporó a la persecución de la expedición que trajo a Maceo por Duaba.

            Pronto los reportes satisfactorios sobre el curso de la contienda que remitía Calleja a España fueron sustituidos por mensajes alarmantes. En consecuencia,  el  capitán general Martínez Campos asumió el mando de la Isla y se reforzó el Ejército de Cuba. En nueve expediciones y en un envío desde Puerto Rico llegaron  117 795 hombres, con los que la fuerza española se elevó a más de 200 mil efectivos y se quintuplicó el número de oficiales.  Todo ese gran ejército no pudo detener el impulso de la Invasión. Con una tropa que no llegaba a los 5 000 combatientes el contingente invasor, el 15 de diciembre de 1895, destroza en Mal Tiempo, cerca de Cienfuegos, a los adversarios que se le interponen y entra  en Matanzas, pasa a La Habana y amenaza a la misma capital y sigue  su avance victorioso hacia el confín más occidental. A Martínez Campos, el gran vencedor de la Guerra Grande, no le queda más  remedio que reconocer que Cuba se ha perdido para la metrópoli y que España no tiene otro camino que el de arrasar el país. Pero él no es capaz de hacerlo y así lo asegura. Correspondería tan triste empresa a su sustituto, el teniente general Valeriano Weyler. La situación era caótica. Maceo operaba en Pinar del Río, Máximo Gómez, con crecidas fuerzas, se hallaba en La Habana. Estaban cortadas las líneas telegráficas y sufría interrupciones el cable del sur entre la capital y Batabanó. Los soldados debían transportarse por mar… “Todo acusaba un estado de gravedad tal, diría Weyler, que hacía  difícil el mando que iba a ejercer”.  

WEYLER

Afirma  el doctor Pérez Gutiérrez que Weyler podrá ser acusado de cruel, sanguinario, tozudo, aprovechado, ególatra y falsificador de la verdad, pero hay que admitir  que tuvo la habilidad de reorganizar las fuerzas a su mando, activarlas y ponerlas a la ofensiva. Logró detener el avance mambí y llevó la situación militar a un nivel de estancamiento. Disponía de 249 441 hombres con 26 generales, el más numeroso ejército que tuvo España en América hasta ese momento, pero aun así el Ejército Libertador se hacía sentir, en unas más que en otras, en todas las provincias y proseguía la guerra.

            Es bajo el mando de Weyler que ocurre la muerte de Maceo y, en La Habana, la de Adolfo del Castillo. Artilló el puerto habanero  y zonas  portuarias del interior y previó  que España tendría que enfrentarse a EE UU. Se dice en su expediente que inició el estudio de las defensas submarinas que deberían  instalarse en caso de conflicto con ese país. Dio por dominada la insurrección en las provincias occidentales, eso decía,  y cuando pensaba batir a los mambises en Oriente se vio obligado a solicitar el relevo. Su expediente no lo atribuye al fracaso en el campo militar, que es lo cierto,  sino a una cuestión política.  Cánovas del Castillo, aquel presidente del gobierno español que se empeñó en dedicar hasta el último hombre y la última peseta a la guerra de Cuba, resultó muerto en un atentado y su sucesor, Sagasta, era partidario de otra conducta hacia la colonia. El capitán general Blanco Erenas ocuparía el puesto de Weyler. Ya había estado en Cuba. Logró sofocar la Guerra Chiquita. Tenía fama de liberal, pero llegaba ahora a intentar lo imposible.

            La autonomía enarbolada por Blanco como política de apaciguamiento, no convenció a nadie. Ni al elemento español más recalcitrante ni a los separatistas. Fracasó aun entre los propios autonomistas criollos. Curiosamente ese pretendido apaciguamiento no se vio acompañado de la disminución de las tropas bajo su mando. Aumentaron. Blanco dispuso de  1 502 hombres más que Weyler en lo que respecta a fuerzas  en campaña.  El ejército regular a sus órdenes descendió en número, pero aumentaron los voluntarios, lo que hizo que en ese momento España tuviera en Cuba  una fuerza superior a los 278 mil hombres, la más alta de todos los años de la guerra.

            Blanco tuvo a 33 generales entre sus colaboradores más cercanos. Casi ninguno de los generales de Weyler se quedó en Cuba a la sustitución de este. Alegaron motivos de salud para regresar a España. En verdad eran seguidores sumisos de su jefe y enemigos de la política que Blanco quería propiciar. Es bajo Blanco  que sobreviene la entrada de EE UU en la contienda. El 26 de noviembre de 1898 el gobierno interino de la Isla quedaba en manos del teniente general Jiménez Castellanos, derrotado por Máximo Gómez en la batalla de Saratoga. El sería el encargado de traspasar la soberanía española en Cuba al general Brooke, interventor militar norteamericano, a las doce meridiano del 1 de enero de 1899. Enseguida, a bordo del vapor Rabat, partió hacia Matanzas y el 12 pasó a Cienfuegos. Saldría de Cuba en el vapor Cataluña con destino a la península el 6 de febrero. Fue el último general español que abandonó la Isla y llevaba con él lo que quedaba de su ejército.

RESUMEN

 

De esos 92 altos oficiales españoles que operaron en Cuba, tres tuvieron  el grado de capitán general. Dos de ellos –Martínez Campos y Blanco- lo ostentaban antes de venir y Weyler lo alcanzó después. Muchos de ellos arribaron  como coroneles y tenientes coroneles y uno incluso como comandante y ascendieron por su participación en la contienda. La mayor parte de ellos pertenecía a la infantería. Siete nacieron en Cuba y por lo menos uno hizo la carrera militar en la Escuela de Cadetes de La Habana. Andrés González Muñoz, santiaguero, enfrentó en varias ocasiones a su coterráneo Antonio Maceo. Tras la Paz del Zanjón y el pronunciamiento de Maceo en Baraguá, el coronel González Muñoz se reúne con el Titán. En compañía de un ayudante y el práctico que le sirve de guía, lo visita en su campamento de Palmarito, a veinte leguas de Mayarí. Maceo lo recibe, conferencian, pero no logra convencerlo de que deponga las armas. Ya como general de brigada participaría en la Guerra Chiquita y es  general de división al iniciarse la de Independencia. Sería segundo cabo en la capitanía general de Puerto Rico. La mayoría de esos oficiales requirieron de más de treinta años de servicio para acceder al generalato. Pero Pando Sánchez lo logró solo en 13 y Emiliano Loño  demoró 47. De esos generales, el que arribó más joven a Cuba (con 40 años) fue Federico Escario, ascendido a general de brigada cuando, a fines de la guerra, logró penetrar con refuerzos en la sitiada ciudad de Santiago de Cuba. Pero Ramón Echagüe llegó a la Isla ya como general y tenía sólo 42. El más viejo en el momento de su arribo fue el general de división Carlos Denis (68).  De esos generales, doce murieron en Cuba y de ellos, diez fallecieron  por enfermedad y dos en combate, aunque nueve resultaron heridos en acciones de guerra.

            Estos y otros muchos datos están en la prolija investigación del doctor Ismael Pérez Gutiérrez, que se complementa con la ficha y el retrato de cada uno de los generales españoles. Esperamos que pronto el buen doctor ponga su libro a la consideración de nuestras editoriales. 

             

               

           

Yo soy la Virgen de la Caridad

Yo soy la Virgen de la Caridad

Ciro Bianchi Ross

Se ha dicho en reiteradas ocasiones que El Cobre, una localidad de la provincia oriental de Santiago de Cuba, es el lugar más visitado de la Isla. La aseveración puede ser cierta: allí se halla el santuario donde se venera la imagen de la virgen de la Caridad, la Patrona de Cuba. Para los católicos, como indica su nombre,  es la virgen del amor, la piedad, la compasión, la gracia y la indulgencia. La Caridad es Ochún en el panteón yoruba, diosa de las aguas y la fecundidad, de la sexualidad  y el oro, y también del amor, en esa religión de origen africano.

            Unas 500 personas acuden a diario a la basílica y los visitantes pasan de mil durante los fines de semana y las vacaciones de verano. Algunos llegan desde muy lejos. Con su visita, muchos pagan una promesa y otros la hacen inspirados en la devoción e incluso la simple curiosidad. Asistir a la misa que allí se dice es secundario para la mayor parte de ellos,  pero nadie quiere irse sin ver la imagen de la virgen, con su corona y su traje bordado en oro, en cuyo pecho luce el escudo de la República.

            En la Capilla de los Milagros, que anteceden al camerín de la virgen, los fieles pagan sus promesas y depositan sus ofrendas. Oran y agradece. Piden e invocan.  Allí se acumula un abigarrado conjunto de objetos. Hay de todo en esa Capilla, desde bolígrafos y prendas baratas hasta candelabros  y ánforas de plata, joyas de gran valor y jarrones de fina porcelana. Es todo un tesoro ofrendado a la Caridad, donde no faltan bisturís y estetóscopos; votos de enfermos que se hallaron a las puertas de la muerte y volvieron a la vida. Se aprecian en una vitrina grados y condecoraciones militares que pertenecieron a soldados y oficiales del ejército de la dictadura batistiana, y en otra, distintivos del Ejército Rebelde, que la derrocó, así como órdenes  y medallas que algunos combatientes cubanos ganaron en la guerra de Angola.

            Sobresalen de modo particular algunas de esas ofrendas. Como la silueta en oro blanco del Comandante en Jefe Fidel Castro,  que su señora madre, doña Lina Ruz,  colocó en el lugar en ruego por la vida de su hijo. La medalla acreditativa de su Premio Nobel, que en los años 50 ofrendó a la Caridad el gran escritor norteamericano Ernest Hemingway. La bandera cubana que le tributaron los veteranos de las guerras de liberación contra España…

            Porque la Virgen de la Caridad del Cobre es también la virgen mambisa. La de los que se alzaron en armas contra España y asumieron el nombre de mambises. Carlos Manuel de Céspedes, Padre la Patria, y sus hombres, en 1868, la veneraron en el santuario, y su imagen, prendida al pecho de muchos de los combatientes del Ejército Libertador, acompañó a los cubanos en su decisión irrevocable de conquistar su independencia.

            Fueron precisamente miles de soldados y oficiales mambises, encabezados por el mayor general Jesús Rabí, los que solicitaron  a comienzos del siglo XX  y obtuvieron del papa Benedicto XV,  en 1916, que se declara Patrona de Cuba a la Virgen de la Caridad del Cobre. En 1998 el papa Juan Pablo II bendijo su imagen durante su visita a Cuba y la hizo tributaria de valiosas ofrendas. Su día es el 8 de septiembre.

HISTORIA Y LEYENDA

 

 

Los yacimientos de Cobre que se descubrieron en el lugar fueron el origen, a fines del siglo XVI, de un asentamiento poblacional que se llamó Real Sitio de Minas de Santiago del Prado, y que es la actual villa de El Cobre.

            Desde allí, un día de 1606, cuenta la leyenda, salieron tres hombres con el propósito de buscar sal en la bahía de Nipe y regresaron con la imagen que desde entonces se venera en el poblado. Después de una tormenta la encontraron flotando en las aguas del mar sobre un tablero donde se leía: “Yo soy la Virgen de la Caridad”.

            Ya en El Cobre, la colocaron en una ermita y un día la imagen desapareció. La encontraron en la cima de la colina. La retornaron a la ermita y volvió a desaparecer dos veces más para hacerse hallar siempre en la loma. Fue así que se optó por construir una capilla al lado de la iglesia existente, y cuando se dispuso la construcción de un templo nuevo la Virgen de la Caridad del Cobre ocupó en el altar principal el puesto del apóstol Santiago, el mayor.

            Los descubridores fueron Juan y Rodrigo de Hoyos y Juan Moreno, nombres que con el transcurrir del tiempo pasaron a ser Juan Hoyo, Juan Indio y Juan Esclavo, tres juanes que “cobran una función simbólica: representan los elementos étnicos y los valores culturales que han entrado en la composición del pueblo cubano […] nuestro pueblo indoafrohispano”.

            Eso dice José Juan Arrom, el prestigioso ensayista cubano que hizo toda su carrera en EE UU, en su estudio “La Virgen de la Caridad del Cobre: historia, leyenda y símbolo sincrético”, luego de bucear en muchos documentos con el interés de llegar a precisiones acerca del origen de la imagen.

            Relata Arrom que en los albores de la colonización española en América, un marinero español que, muy enfermo, fue abandonado por sus compañeros en un punto de la costa sur de la región oriental de Cuba, entregó a un cacique aborigen una imagen de la virgen. Los indios la veneraron a su manera y el aludido cacique la llevó prendida a su pecho durante los combates: creyó que le aseguraría la victoria. Pero no es esa, sin duda, la imagen que conocemos hoy  y que apareció en Nipe. La del santuario es una imagen de bulto, en tanto que la del cacique, confirma Arrom, estaba pintada sobre un papel.

            Una imagen de bulto de la Virgen de la Caridad de Illescas, localidad española de la provincia de Toledo, pudo haber sido llevada al Real Sitio de Minas por el capitán español Francisco Sánchez de Moya. Allí estaba, en efecto, esa imagen, en 1608, según acredita un documento de la época que Arrom reproduce en su estudio. El parecido, y no solo en el nombre, entre la Caridad de Illescas y la Caridad del Cobre es sorprendente, y quizás la imagen que se halla en la basílica sea la misma que llevó Sánchez de Moya cuando recibió del Rey de España la orden de organizar en el lugar una fundición de cobre y edificar una iglesia. En la casa de un ermitaño avecindado en la zona estaba la imagen de la Caridad, que después la imaginación y el fervor populares quisieron hacer aparecer en las aguas de la bahía de Nipe para dar pie a una hermosa leyenda.

            “No deseo entrar en la cuestión de que si las fuerzas que trasladaron la imagen del Cobre a Nipe fueron humanas o divinas…” dice José Juan Arrom, y reproduce enseguida aquellas palabras del Quijote: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, y si es fantástica o no es fantástica, y estas no son cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”.

            Yo tampoco lo haré, por supuesto. De todos modos, la Caridad de los católicos, la Ochún de los yorubas, es y será símbolo de comprensión y amor, y también expresión incontrovertible de cubanía, exaltados en una leyenda que sobrevive al paso de los siglos.

           

La masacre de Orfila

La masacre de Orfila

Ciro Bianchi Ross

 

Se cumplieron sesenta años justos de la masacre de Orfila, aquel suceso que conmocionó a Cuba el lunes 15 de septiembre de 1947, cuando la residencia del comandante Antonio Morín Dopico fue asaltada por fuerzas a las órdenes del comandante Mario Salabarría. La agresión, repelida por los sitiados, se prolongó durante casi tres horas y para detenerla se impuso la intervención de  tropas del Ejército, que acudieron al lugar con veinte tanques y camiones blindados. Una verdadera batalla campal en la que, entre otros, resultaron muertos, después de haberse rendido, y ya fuera de la casa, el comandante Emilio Tro y la señora Aurora Soler de Morín, en estado de gestación. “Siempre creí que la expresión ‘cortina de fuego’ no era más que una frase literaria; ahora sé que es una terrible realidad”, declaró a la prensa un testigo presencial del suceso.

            Como otros tantos, Tro y Salabarría emergieron a la luz pública después del ascenso al poder, en 1944, de Ramón Grau San Martín, cuando muchos luchadores antimachadistas pasaron factura al Autenticismo en demanda de compensaciones o le reclamaron el cumplimiento de los postulados políticos por los que lidiaron. Pronto se multiplicaron los llamados “grupos de acción” que dirimían sus diferencias a tiro limpio y barrían a sus adversarios. Grau animó a esos grupos, los armó y, al mismo tiempo, estimuló sus rivalidades. Tro –jefe de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR)- se mostró contrario al grupo de Orlando León Lemus (El Colorado)  y no acató la autoridad de Salabarría. Las diferencias se agudizaron cuando el Presidente lo nombró director de la Academia de la Policía Nacional y Tro insistió en instalar su despacho en el mismo edificio donde Salabarría, jefe del Servicio de Investigaciones e Informaciones Extraordinarias, tenía sus oficinas. El nombre de Tro se vinculaba al atentado de la calzada de Ayestarán, el 26 de mayo de 1947, del que El Colorado salió milagrosamente ileso. Morín Dopico, por su parte, provenía del “bonche” universitario y, aunque fue absuelto, se le suponía implicado en la muerte del profesor y jefe de la Policía Universitaria  Ramiro Valdés Daussá, en 1940. Grau, para que se “regenerara” lo designó jefe de la Policía del municipio de Marianao. Su alianza con Tro era estratégica: ambos eran enemigos de Salabarría. Ya Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular y a la sazón Representante a la Cámara, había advertido que aquellos nombramientos en los cuerpos policiales de jefes y miembros de las pandillas tendrían consecuencias fatales para la seguridad ciudadana y el desenvolvimiento político de la nación.

 

LOS SUCESOS

 

En la noche del 5 de septiembre de 1947, el automóvil de Tro era impactado por más de sesenta disparos. Sus ocupantes resultaron heridos, pero Tro no se hallaba en el interior del vehículo. Los agresores, dijeron las víctimas, eran gente de El Colorado, e identificaron entre ellos a uno de sus hombres, el capitán Rafael Ávila. Una semana después, el viernes 12, Ávila era abatido a balazos en la bodega de 21 y D, en el Vedado. Salabarría, designado como oficial investigador del atentado, logró, luego de riguroso interrogatorio, que los testigos reconocieran a Tro como culpable, lo que en las entrevistas iniciales  nadie se había atrevido a hacer.  El sábado 13 se libraba orden de detención contra Tro, y Salabarría recibió la misión de ejecutarla.

            El 15, al filo del mediodía, Tro y tres de sus hombres acudieron a un almuerzo en la casa de Morín Dopico, en 8 esquina a D, reparto Benítez, en Marianao, una barriada conocida por Orfila, a causa de la farmacia situada en la zona. Hacia las tres de la tarde desde un auto patrullero se hicieron disparos contra la residencia y se generalizó el tiroteo. Entre los agresores, que eran unos doscientos,  estaban Salabarría y El Colorado. También el comandante Roberto Meoqui, Rogelio Hernández Vega (Cucú) segundo jefe de la Policía Secreta, José Fallat, alias El Turquito…

            Cuando Tro y sus acompañantes decidieron rendirse ya habían arribado al lugar las tropas del Ejército, con las que venía el general Gregorio Querejeta y el teniente coronel Lázaro Landeira, jefe de los tanques. El primero en salir de la casa fue Morín Dopico que llevaba en brazos, herida a sedal, a su hija Miriam, de apenas diez meses de nacida. Luego, salió Aurora Soler y, detrás, Emilio Tro. Todo parecía haber terminado cuando se escuchó de nuevo el tableteo de una ametralladora y la esposa de Morín, herida de muerte, cayó al suelo. Un policía la tomó por los brazos para levantarla y Tro trató de alcanzarla por los tobillos. Una ráfaga más y Tro se desplomó cocido a balazos. Trató de asirse, tal vez para incorporarse,  a las piernas del capitán De la Osa, ayudante del  general Genovevo Pérez, jefe del Ejército, que también resultó herido por la misma ráfaga. Fue inútil. Tenía quince perforaciones en el tórax, dos en la región escapular, otras seis a flor de piel, tres en el hombro, otra en el muslo y otra más en la cara que le destrozó el maxilar superior y le vació el ojo derecho.

            Imágenes que el camarógrafo Guayo, del Noticiero Nacional,  captó en ese momento muestran a El Turquito cuando disparaba contra Aurora Soler y Emilio Tro. Sus disparos, de pasada, hirieron al chofer de este y fulminaron a Luis Padierne, otro de los hombres de Tro. El Ejército impidió que continuara la matanza, que arrojó seis muertos por parte de los sitiados y muertos y heridos por la parte contraria. Morín Dopico fue conducido al Hospital Militar en calidad de detenido, y el teniente coronel Landeira arrestó a Salabarría. Eran más de las seis de la tarde y una lluvia intensa caía sobre La Habana. La sangre de las víctimas, impulsada por el agua, cubría de rojo el pavimento.

            La madre de Tro fue la primera en acusar al presidente Grau como el responsable de la tragedia. Lo mismo hicieron muchos de los líderes políticos de la época que tacharon al Gobierno de “irresponsable, inepto e indisciplinado” “Bajo el régimen actual no hay garantías para las mujeres ni los niños, respetados aun en las etapas peores del terror en Cuba”, dijo el senador  Eduardo Chibás, en tanto que otros tildaron al Ejecutivo de fomentador de desórdenes y violencia, y algunos más, de manera clara y terminante, identificaron al Presidente como “el gran culpable, el gran defraudador, el gran asesino, el gran simulador”.

            Lo cierto es que Grau, refugiado en sus habitaciones privadas del Palacio Presidencial, se negó a atender a los que acudieron a la mansión del ejecutivo a fin de que dispusiera la intervención del Ejército en la refriega, toda vez que era sabido que Tro y sus hombres jamás se entregarían a las fuerzas de Salabarría. Se ha especulado mucho sobre esa actitud de Grau. Muchos años después Salabarría revelaría un detalle desconocido. El mandatario sufría de repentinas pérdidas de memoria y mientras transcurría  lo de Orfila estaba en una de sus crisis, lo que impidió que se le diera participación de los sucesos. Alguien avisó al general Genovevo Pérez, de visita en Washington, de lo que sucedía y el obeso y bien vitaminado militar dispuso desde allá el empleo de los  blindados para poner fin a la matanza.

            El Gobierno requisó las copias del documental que el Noticiero Nacional filmó minuto a minuto durante el combate. El estudiante Fidel Castro acusaría al presidente Grau, a su ministro de Gobernación y al jefe de la Policía de ese secuestro encaminado a borrar pruebas acusatorias.

 

FINAL

 

Morín Dopico falleció en La Habana a fines de los 80, y por la misma época su hija Miriam abandonó el país. Cucú Hernández Vega fue ultimado en julio del 48 en el consulado cubano de Ciudad de México. Roberto Meoqui murió en el sanatorio antituberculoso de La Esperanza, en 1950. El Turquito, en 1951, escapó del Castillo del Príncipe, donde guardaba prisión, en una fuga espectacular protagonizada por Policarpo Soler y dirigida, desde fuera, por El Colorado. En febrero de 1955, fuerzas comandadas por el teniente coronel Lutgardo Martín Pérez abatieron a El Colorado en la casa marcada con el número 211 de la calle Durege, en la barriada habanera de Santos Suárez. El general Querejeta murió, ya nonagenario, en La Habana, en 1984. Mario Salabarría, sentenciado a treinta años de prisión, salió del Presidio Modelo de Isla de Pinos después del triunfo de la Revolución, sin que llegara a cumplir íntegramente su condena. En 1963 fue detenido de nuevo por su participación probada en un atentado frustrado contra la vida del Comandante en Jefe Fidel Castro, y que llevaría a cabo en la Plaza de la Revolución, el 26 de julio de ese año. Consiguió otra vez su excarcelación anticipada y salió del país. Falleció en Estados Unidos en abril del 2004. Emilio Tro es una leyenda.