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Días cubanos de Anaís Nin

Días cubanos de Anaís Nin

Ciro Bianchi Ross

El otro día me enfrenté cara a cara con una verdad de Perogrullo. Por esas cosas del azar concurrente, de las que hablaba Lezama Lima, yo había leído por la mañana un artículo sobre Anaís Nin Culmell (1903-1977) la célebre escritora norteamericana de tormentosos amores y que “desafió la moral que imponía límites a la moral femenina”, y esa noche me topé con una carta en la que Rafael Díaz-Balart, a la sazón subsecretario de Gobernación del régimen de Batista, le decía con el mayor desparpajo al titular de esa cartera, Ramón Hermida, que él quería tener tantas “botellas” (sinecuras) como las que disfrutaba Bernabé Sánchez Culmell. Me percaté entonces de una realidad bien evidente y en la que no reparé antes: no solo eran cubanos los padres de Anaís Nin, sino que la autora de Delta de Venus y La casa del incesto tenía toda una familia cubana. Pero había más. A partir de octubre de 1922 y hasta una fecha todavía no determinada del año siguiente, Anaís pasó una temporada en la Isla donde radicó junto a su tía Antolina Culmell, en la finca La Generala, en el barrio habanero de Luyanó. En La Habana asimismo contrajo matrimonio.

Dos preguntas me asaltaron entonces. ¿Quiénes conformaron la familia cubana de Anaís Nin? ¿Existía aún en Luyanó la casa donde habitó? A la primera interrogante hallé respuesta casi inmediata gracias a la colaboración del erudito Gonzalo Sala, autor de un Diccionario biográfico cubano que urge publicar.  Aparte de figuras de la política y la empresa, se encuentran en esa familia un arquitecto notable y muy galardonado, y un campeón olímpico: un yatista que se alzó con la medalla de plata en Londres, en 1948, y que cuatro años después estuvo a punto de repetir la misma hazaña en Helsinki. Un general de las luchas por la independencia de Cuba  está también entre sus familiares… La otra pregunta no demoré en evacuarla, pese a que nadie  en Luyanó o, mejor, en la barriada de Lawton, tiene ya memoria de La Generala, que, con su empinada escalinata de acceso desde la calle, guarda todavía, sin embargo, el secreto de los días cubanos de Anaís Nin.

UNA NIÑA FEA

Joaquín Nin Castellanos y Rosa Culmell Vaurigard se conocieron y casaron en La Habana, en 1902, y como regalo de bodas la pareja recibió del padre de Rosa, un danés afincado en Cuba y a quien apodaban Papató, los boletos para un viaje a Europa y la promesa de ayuda hasta que pudieran abrirse camino en Francia. Allí, en Neully, nació la primera hija del matrimonio a la que, al igual que a su abuela y una tía maternas, que vivía en la calle 27 esquina a N, en El Vedado, llamaron Anaís. Pero ahí mismo comenzaron las desavenencias pues Nin, que llegaría a ser un pianista notable y cosmopolita y que era diez años más joven que su esposa, se sintió molesto por aquella niña fea que ocupaba el lugar del varón esperado. Aunque tendrían dos hijos más, el matrimonio hizo crisis. El músico abandonó a la familia en Berlín, y Rosa, con los niños, se instaló en Nueva York, mientras que Anaís empezó a anidar una pasión enfermiza por el padre.

Fue en esa cuidad donde Anaís conoció a Hugo Parker-Guiler, protestante, de ascendencia irlandesa y empleado bancario, que un día sorprendió a los suyos con el anuncio  de su proyectada boda con aquella muchacha católica, pobre y descendiente de cubanos. Fue precisamente para evitar esa boda que la madre de Anaís decidió que su hija viajara a La Habana donde olvidaría su mal de amores y, al amparo de la tía Antolina, encontraría acaso un buen partido entre los amigos de la rama acaudalada de la familia. Pero Hugo, aun cuando lo amenazaron con desheredarlo, se trasladó a Cuba y se casó aquí con ella.

Ambos llegaron vírgenes al matrimonio y la pareja demoró en concretar su primera relación marital, y eso hizo de Anaís una obsesiva del sexo. No era una mujer espectacularmente bella, pero sí muy atractiva y seductora que gustaba de provocar a los hombres con la mirada.

Eso, lejos de disgustar a Hugo, le agradaba y enorgullecía. Lo cierto es que, sin acudir al divorcio, soportó las infidelidades de Anaís que, entre otros,  tuvo  romances sonados con el novelista Henry Miller y con June, la esposa de este. Desgraciado en amores, Hugo tuvo, sin embargo, una suerte loca con el dinero: hizo fortuna en la bolsa. Con el tiempo, incursionó en el cine y llevó a la pantalla Bells of Atlantis, basada en una obra de Anaís.

Sobre su vida y sus experiencias sexuales escribió ella en un diario que comenzó a llevar cuando tenía once años de edad y que se interrumpió con su muerte. Totaliza unas 35 000 páginas manuscritas y la selección de lo que de ellas se publicó alcanza unos diez volúmenes. Anaís se atrevió a vivir la vida y también a escribirla, y construyó un universo propio con base en la exploración de su identidad.

Algunos piensan que mucho de lo que está en el diario no es más que una “mentira vital”, sin límites precisos entre la verdad y la ficción, pero son más los que no dudan ni discuten el origen real de sus historias de infidelidades y encuentros sexuales, y realzan lo que hay en ellas de indagación del deseo desde el punto de vista de la mujer. Sobre esas páginas indiscretas, dijo el novelista cubano Lisandro Otero: “Captó mi atención su estilo delicado y auténtico. Escribía una prosa leve y frágil, como la que se espera de una mujer, pero tras su aparente debilidad se intuía una ciclópea corpulencia. Cada adjetivo era colocado de una manera irrefutable, como si hubiese sido inventado por ella…”

LA QUINTA DE LOS LOCOS

 

A Anaís, La Habana le pareció una ciudad de extremos y contrastes. Aquí, dijo, los pobres eran desamparadamente pobres, y los ricos, ostentosamente ricos. La entusiasmaron las casitas modestas pintadas de colores varios y también las mansiones opulentas de balcones, vitrales y patios interiores. Pero sobre todo le encantaba la naturaleza cubana: el aire, suave y agradable; los campos, fértiles y pródigos y las palmas altísimas alzándose hacia un cielo lleno de brillo. “Todo luce transformado por una calidez y suavidad ocultas”, escribió. Una naturaleza, un campo, un cielo, un mar que le regalaban su belleza abrumadora, que muchos no percibían y que ella entendía como una forma divinamente pura.

Anaís estaba instalada en La Generala, la casa de Antolina, la viuda del general de división Rafael de Cárdenas, muerto en 1911, a los 42 años, y cuyo nombre fue dado por el Ayuntamiento a una calle de la barriada, precisamente a esa de la esquina de la casa que habitaba, y desde allí escribió a su primo predilecto, Eduardo Sánchez Culmell, hijo de su tía Anaís y del Gobernador de la provincia de Camagüey. Le dijo: “Me encuentro viviendo en las afueras de la ciudad, en la más bella de las casas, casi un palacio, amueblado y decorado con exquisitez, rodeada de un jardín encantador…”

Pero del esplendor de ayer a La Generala solo le quedan la escalinata y los pisos. Cuando la abandonaron Antolina y sus hijos –Charles, el campeón olímpico, y Rafael, el arquitecto- sirvió de sede, durante un tiempo, a la 13ra. Estación de Policía y luego dio albergue a un manicomio, el Sanatorio Baralt, del doctor José Baralt Barnet, hasta que en los años 50 se convirtió en casa de vecindad.

Por eso La Generala no es La Generala para los vecinos del barrio, que siguen recordándola como La Quinta de los Locos.

                                                                                                        

 

1 comentario

Liet -

En el libro de Wendy Guerra, titulado "Posar desnuda en la Habana", la autora despliega esta etapa de A. Nim en Cuba y su lado cubano se muestra con resplandores que llegarian a iluminar la obra de Anais. Sugiero esta lectura a todo fan de Wendy, o de Anais y por supuesto del Sr. Bianchi Ross. Enhorabuena.