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Cubanos en Roma

Cubanos en Roma

Ciro Bianchi Ross

 

Debo al lector y amigo Gerardo Barrera, de Puerto Rico, la posibilidad de haber leído en estos días un libro interesantísimo: Dos años de reclusión en el Vaticano. Su autor, Miguel Figueroa Miranda, ingresó en el servicio diplomático en 1937 y, en esa misma fecha, se le destinó, como Secretario de Tercera Clase, a la Legación cubana en Roma. Dos años más tarde, ya como Secretario de Segunda, asumía  la representación de Cuba ante la Santa Sede como Encargado de Negocios ad interim, y como tal se mantuvo  hasta 1945. De ahí que a Miguel Figueroa le tocara vivir en Europa, junto a su esposa y sus dos pequeños hijos, nacidos en Italia, la Segunda Guerra Mundial y el periodo que le precedió. Parte de ese tiempo, y por eso el título de su libro, la pasó recluido en el Vaticano. Desde 1941, cuando Cuba declaró la guerra a Italia, hasta que   ese país fue ocupado por tropas norteamericanas, Figueroa debió buscar refugio en la ciudad papal  y solo pudo salir de su obligado confinamiento en muy contadas y justificadísimas ocasiones y siempre bajo la vigilancia y la  custodia de la policía fascista.

            Como diplomático, Figueroa conoció al diminuto rey Víctor Manuel de Italia, a su esposa Elena, que le doblaba  la estatura, y al príncipe Humberto, entre otros miembros de la familia real. También al dictador Benito Mussolini. Asistió a los funerales del Papa Pío XI y vio desde la Plaza de San Pedro la humareda blanca que anunciaba al mundo la exaltación al trono  pontificio  del cardenal Eugenio Pacelli, con el nombre de Pío XII, quien mucho lo distinguiría durante su gestión diplomática.

 Tuvo relaciones con Alfonso XIII, el monarca español exiliado en Roma,  y concurrió a sus funerales, donde el cadáver, en una habitación sin muebles y revestida de negro, permanecía directamente sobre el piso, sin sarcófago, vestido con el hábito blanco de las Órdenes Militares españolas, el pendón de Castilla cerca de la cabeza y los pies cubiertos con el manto de la virgen del Pilar, llevado expresamente desde Zaragoza.

Presenció  la celebración de los aniversarios de la Marcha sobre Roma y siguió de cerca  la caída de Mussolini, destituido por el Gran Consejo Fascista, y la proclamación del gobierno de Badoglio. Supo de las intenciones de Hitler de llevarse secuestrado al Papa y vivió los bombardeos de que fue blanco el Vaticano…  

Sus relaciones con el cardenal Montini, secretario de Estado de Su Santidad, fueron más allá de lo estrictamente protocolar.  Al despedirse por última vez –Figueroa pasaba a la embajada de Cuba en Washington-  Montini le dijo: Usted volverá como Embajador ante la Santa Sede, a lo que respondió el cubano: Me encantaría que así fuese, pero entonces no encontraré en este despacho a Vuestra Excelencia, porque se habrá mudado al tercer piso”. Los augurios se cumplieron solo en parte. Montini fue elegido Papa y tomó el nombre de Pablo VI. Figueroa, en cambio, nunca volvió al Vaticano ni como turista. Diplomático de carrera, se mantuvo, ya con rango de Embajador,  en el servicio exterior de Cuba hasta 1960. Luego salió  del país y murió en el extranjero. El año pasado su libro fue publicado por la editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico.

GESTIONES DIPLOMÁTICAS

El primer asunto importante que  Figueroa gestionó ante el Vaticano, a nombre del gobierno de Cuba,  fue el de reiterar la solicitud de la Arquidiócesis de La Habana, entonces vacante, para monseñor Manuel Arteaga Betancourt.  Años después gestionaría también que se  otorgase a Arteaga  el capelo cardenalicio. La Iglesia opuso resistencia a ambas distinciones. A la primera, porque monseñor Giorgio Caruana, entonces Nuncio del Papa en Cuba, recomendaba para esa Arquidiócesis a monseñor Eduardo Dalmau, obispo de Cienfuegos. Y en la segunda, porque, al parecer,  se pensaba en el Vaticano elevar a la dignidad de Príncipe de la Iglesia a monseñor Enrique Pérez Serante, Arzobispo de Santiago, la Arquidiócesis primada.

            Figueroa tendría que hilar fino para lograr el primero de esos nombramientos. Reiteraba su propósito en sus entrevistas habituales con los cardenales-subsecretarios de Estado Montini y Tardini. Un día, como si no lo supiera,  Montini le preguntó si se mantenía el interés del gobierno de Cuba en la candidatura de Arteaga. Añadió: Es que su nombre no aparece en la terna presentada por monseñor Caruana. Replicó Figueroa: Es que soy yo y no el Nuncio, el conducto por el que mi gobierno hace la petición. La petición de Caruana no expresa más que su criterio personal. Menos diplomático que Montini, el cardenal Tardini dijo a Figueroa: El gobierno de Cuba no tiene derecho a presentar candidatos para cubrir los obispados vacantes porque no existe un Concordato con Cuba. Molesto con lo dicho, Figueroa respondió con un bluff: Pues entonces comencemos ahora mismo a negociarlo.  

            Pero ni Cuba ni la Iglesia querían ese Concordato. Y Tardini, pensando quizás que Figueroa había recibido instrucciones en ese sentido, se echó para atrás. Quedó fortalecida la posición del cubano, pero el nombramiento en cuestión siguió en su inercia de siempre. Un día, el viejo cardenal Pizzardo, que desempeñaba un papel importante en el nombramiento de los obispos, dijo a Figueroa que existía el proyecto de crear en Cuba un seminario mayor para la formación de sacerdotes que se destinarían a Centroamérica y el Caribe. El diplomático agradeció la iniciativa, pero añadió que no tenía sentido alguno. Pizzardo, estremecido ante una respuesta que no esperaba, preguntó por qué.

Porque los seminarios sin obispos no pueden funcionar como deben, respondió Figueroa y, sin dar tiempo a Pizzardo  a reponerse, añadió: La Arquidiócesis de La Habana está vacante desde hace dos años, pese a los ruegos del gobierno de Cuba y de mis esfuerzos por conseguir un nombramiento. Y prosiguió, a fin de conseguirle una mitra a Arteaga si fallaba la de La Habana: Hace diecisiete años que la  Diócesis de Pinar del Río no tiene obispo propio y es administrada desde La Habana por su arzobispo cuando lo hay. Ya no vale la pena nombrarles obispos. Mejor sería enviarles misioneros para que cristianicen de nuevo a sus habitantes…

            Una semana después la Secretaria de Estado vaticana comunicaba a la legación de Cuba el nombramiento como Arzobispo de La Habana de monseñor Manuel Arteaga, hasta entonces Provisor y Gobernador de esa Arquidiócesis, y asimismo, tal vez para complacer al Nuncio, la designación de Evelio Díaz como Obispo de Pinar del Río.

            El capelo cardenalicio para Arteaga lo pidió Figueroa directamente a Pío XII. El Papa, recordaba el diplomático, acogió la solicitud con benevolencia, pero dijo que se había establecido en 70 el número de los purpurados. Aun así tendría en cuenta la petición de Cuba. Pasaron largos meses. Un día el cardenal Montini sorprendió a Figueroa con una pregunta inesperada y extraña. ¿Cuál es la diócesis cubana más antigua? La de Santiago, respondió el diplomático y sospechando por dónde venía el asunto, añadió: Si Vuestra Excelencia se refiere a la solicitud del capelo, debo recordarle que monseñor Enrique Pérez Serante, Arzobispo de Santiago, un prelado dignísimo, merecedor de cualquier distinción, es ciudadano español y mi gobierno pidió el cardenalato para un sacerdote cubano.

            Llegó así el fin de la guerra mundial. Figueroa pudo residir fuera del Vaticano y no ocultaba sus deseos de retornar a Cuba, anhelo frustrado  con su designación  en Washington.  Su cometido había terminado si bien no se había nombrado aun al cardenal cubano. Pero las gestiones estaban adelantadas y la llegada de un nuevo jefe de misión, que la ocuparía en propiedad, podría precipitar una solución favorable. Bien pronto sabría Figueroa, sin embargo, que el Papa no estaba muy convencido en cuanto al nombramiento. Aducía el Pontífice  que un oficial norteamericano le había informado sobre el “alarmante  crecimiento” del comunismo en Cuba, y pensaba Su Santidad que,  en esa situación,  un cardenal cubano  sería un motivo más de preocupación. Figueroa comprendió el sentido verdadero del mensaje. Lejos de rechazar o postergar el nombramiento, Pío XII calculaba sus riesgos. Y así fue. Antes de abandonar Roma de manera definitiva, Montini extraoficialmente, comunicaba al cubano la noticia. Arteaga sería cardenal, lo que se hizo efectivo en febrero de 1946.

COLONIA CUBANA

 

No había muchos cubanos en Roma en esa época. En su relato, Figueroa recuerda a un negro de entre 50 y 60 años que trabajaba como actor de reparto en películas producidas por Cinecittá. Y también a la señorita Ana Arango, de mediada edad, cara redonda y colorada y siempre con la sonrisa a flor de labios. Vestía invariablemente de traje sastre gris y sombrero del mismo color. A la llegada de Figueroa en 1937, la Arango, miembro de una distinguida familia habanera,  llevaba ya más de veinte años en Roma. Había ido con motivo de una peregrinación y no sabía cómo despedirse de esa ciudad. Mil veces fijó  la fecha de su regreso, pero su taquicardia crónica se recrudecía en vísperas de la partida y no  la dejaba viajar. Era muy religiosa y vivía en un convento. Tenía la ingenuidad y la inocencia de una niña. Pero sabía defender su dinero como una leona, y aunque no trataba más que con monjas estaba siempre al tanto de las fluctuaciones de la moneda en la bolsa negra.

            La persona más prominente de aquella colonia era Silvia Alfonso y Aldama, Condesa Manzini, descendiente de Miguel Aldama, el Benemérito de la Patria, una de las grandes fortunas de la Cuba del siglo XIX, que perdió, por su filiación política, en los días de la Guerra Grande (1868-78). Ella casó en primeras nupcias con el millonario cienfueguero Emilio Terry y, muerto este, contrajo matrimonio con un italiano, el Conde Manzini, que sería embajador en la Unión Soviética, Francia y otros países europeos. Fue una de las cubanas más bellas de su tiempo, pero cuando Figueroa la conoció en Roma, de su legendaria belleza quedaba solo el recuerdo. Vivía sola en una casa magnífica, en la Vía Cassia, construida sobre los restos de una villa imperial junto al lugar que la tradición atribuye a la tumba de Nerón.

            Cuando Miguel Figueroa Miranda pudo poner fin a su reclusión en el Vaticano, una de sus primeras gestiones fue la de visitar a los cubanos radicados en Roma a fin de informar sobre su situación   al Ministerio de Estado y brindarles ayuda en la medida de sus posibilidades.

            Así, entre otras,  estuvo en la casa de la escritora Alba de Céspedes, nieta del Padre de la Patria e hija de un ex presidente de la República. Visitó además a la Condesa Manzini. La destrucción era total. Una bala de cañón había atravesado su casa de parte a parte, derribando paredes exteriores e interiores y destruyendo muebles y obras de arte, aunque sin causar desgracias humanas. Reinaba la confusión en la ciudad ocupada por los norteamericanos; el hambre era general y la ausencia de policías que pusieran coto a los desmanes y saqueos hacía más difícil la situación.

            Pero Silvia Alfonso y Aldama, entera e indómita, con la cabeza erguida en gesto característico, insistió en permanecer en su casa, indiferente a las carencias y  al peligro. Preguntó Figueroa en qué podía ayudarla. Qué podía llevarle para aliviar su situación.

            Silvia fue precisa en su respuesta. Dijo a Figueroa: Tráigame una bandera cubana.

           

           

           

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