Hora cubana de Graham Greene
Ciro Bianchi Ross
-Un “aniejo”, por favor.
El barman escuchó el pedido y sonrió. Ya sabía que aquel hombre alto, de escasos cabellos plateados y ojos azul pálido, quería su ron añejo de siempre, esa bebida que, decía, tenía sabor a “madera de barco, a viaje por mar”. Vestía camisa de lino azul y pantalón gris y, pese a su buena pinta, lucía algo desgarbado, como si se hubiera puesto la ropa sin quitarle el perchero. Era un cliente familiar, un huésped que regresaba siempre, un turista reincidente, si tal adjetivo cabía para calificar a Graham Greene, uno de los más grandes novelistas del siglo XX.
El autor de El poder y la gloria vino muchas veces –ocho, diez- a Cuba, y salvo en sus dos últimas visitas, en las que fue huésped del presidente Fidel Castro, con quien compartía durante horas, se alojó siempre en el Hotel Nacional.
En 1959 estuvo aquí con el actor Alec Guinnes y un equipo de realización para filmar algunas escenas de Nuestro hombre en La Habana, basada en su novela homónima. En visitas anteriores lo habían fascinado el daiquirí del Floridita, el sabor delicado del cangrejo moro y la atmósfera nebulosa del Barrio Chino habanero, lo que de alguna manera metió en esa novela, en la que se burla de los servicios de Inteligencia.
Volvió en el 63, en tránsito hacia Haití, y en 1966 para escribir una serie de artículos sobre Cuba. Entonces en compañía del narrador Lisandro Otero, el poeta Pablo Armando Fernández y el fotógrafo Ernesto Fernández recorrió la Isla e insistió en ver de cerca, desde la frontera, la base naval norteamericana en Guantánamo.
El Batallón Fronterizo cubano le tributó un recibimiento que no esperaba –con banda de música incluida. Al final escribió en el libro de visitantes:
“Muchas gracias por vuestra hospitalidad para alguien que viene de otra isla. Ustedes están a algunos metros de su enemigo. Nosotros en 1940 estábamos a cincuenta kilómetros del fascismo. Por eso simpatizamos”.
SANTIAGO 1957
En su autobiografía (Ways of Escape) Greene recordó su visita a Cuba en 1957 y su interés por subir a la Sierra Maestra y entrevistar a Fidel. Lisandro Otero, en Llover sobre mojado, su libro de memorias, recuerda asimismo ese deseo de Greene. No pudo conseguirlo pese a que en su intento llegó a la ciudad de Santiago. Pero sí logró con sus artículos de prensa que Inglaterra suspendiera la venta de aviones Sea Fury al gobierno batistiano.
Un día la etnóloga Natalia Bolívar apareció en la casa de la historiadora y periodista Nydia Sanabria y la hizo salir a la calle para que conociera a alguien que esperaba fuera. Allí, en efecto, a bordo de una cuña descapotable, estaba Greene en persona que insistía en su propósito de entrevistar a Fidel. Más tarde los tres conversaron en un restaurante campestre con todas las precauciones que exigía el caso, pues el escritor sospechaba que un periodista norteamericano acreditado en La Habana conocía de sus intenciones y que aquel reportero era, además, espía del FBI. Fue en ese restaurante donde convinieron de que al día siguiente Greene, acompañado por Nydia, viajaría a Santiago. Se encontrarían en el aeropuerto de Boyeros y, tanto en la Terminal aérea como durante el vuelo, se mantendrían a prudente distancia, sin intercambiar siquiera un saludo. La sorpresa fue grande para ambos cuando, ya en el aeropuerto, advirtieron que el presunto periodista o supuesto espía volaría en la misma aeronave.
Ya en la ciudad oriental, Greene se alojó en el hotel Casagranda, mientras Nydia buscaba, a través de la célula del Movimiento Revolucionario 26 de Julio a la que pertenecía, la forma de ponerlo en contacto con Armando Hart que, en la clandestinidad más absoluta, se hacía llamar Jacinto Pérez y se escondía en la casa del doctor Enrique Ortega. En su trato con Greene, Nydia utilizaba el seudónimo de Lidia Hernández.
Hizo la historiadora los contactos necesarios y lo comunicó al escritor. Para reunirse con Hart bajaría solo por la calle Pío Rosado y Nydia lo esperaría a la altura de la calle San Francisco. Desde allí seguirían juntos hasta la casa de Ortega. Greene entraría sin Nydia y, al concluir la entrevista, se encontrarían en el Casagranda. El escritor aseguró que había logrado evadirse del periodista norteamericano y manifestó su certeza de no haber sido seguido por los soplones de Batista. Ni falta hacía. Desde el zaguán de la casa de Ortega, Nydia vio, sentado en la sala, al reportero en cuestión.
Ella no puede asegurar ya si Greene llegó a encontrarse con Hart. Sí que por orientación de este se le recomendó que aplazara su subida a la Sierra. La zona de Marimón, que habitualmente se utilizaba para llegar a la montaña desde Santiago, era controlada rígidamente por el ejército batistiano, y las avionetas militares –que los santiagueros llamaban “chismosas”- ametrallaban todo lo que se movía. Greene, urgido por otros compromisos, decidió no esperar y regresó a La Habana.
CERCA DE LA LUCHA FIDELISTA
En 1963, en una entrevista que concedió a la revista Cuba, el escritor evocó un momento de aquella visita:
“Salí a la calle una mañana. Las calles de Santiago estaban llenas de niños. Niños y niñas por todos lados, algunos en silencio con caras graves. Parece que ni un solo niño había ido a la escuela aquella mañana. Pregunté: ¿qué pasa? Y alguien me informó. La noche anterior, la policía de Batista arrancó de sus casas a tres niñas de 8 a 12 años. Se las llevaron en batas de dormir al cuartel de policía. Eran rehenes. Sus padres luchaban en la Sierra, estaban con los revolucionarios. A la mañana siguiente, no se sabe cómo la noticia de las tres pequeñas presas se supo en las escuelas. Los alumnos se fueron, vagaron por las calles en una huelga sin consulta, muda. Los policías no pudieron hacer nada. Soltaron a las niñas. Los alumnos volvieron a clase. Fue una victoria, una batalla ganada a Batista por los niños de Santiago. Que yo sepa, nadie publicó nunca este hecho. Y es una bella historia”.
Esa bella historia, sin embargo, solo existió en la imaginación de Greene. Nunca acaeció nada así en Santiago, asegura Nydia Sanabria. Y añade que lo más probable es que el escritor se confundiera en algo de lo que ella le contó entonces y que ocurrió antes de su visita: el asesinato de William Soler y de otros jóvenes revolucionarios, suceso que conmocionó a la sociedad santiaguera. Las madres se echaron a la calle en reclamo del cese del asesinato de sus hijos y las escuelas de la ciudad permanecieron cerradas.
Pero algo está fuera de duda. Y lo afirma el propio Greene en una entrevista cuando dice: “Durante el periodo de la Revolución me sentí muy cerca de la lucha fidelista”.
A Fidel lo conocería en 1966. Lisandro Otero lo llevó una noche a la Ciudad Deportiva a fin de que presenciase un interesante partido de baloncesto y menuda fue la sorpresa de Greene cuando advirtió que Fidel Castro jugaba en medio de la pista. Durante una de sus últimas visitas a Cuba, Fidel elogió el buen aspecto del escritor y este respondió que obedecía a su costumbre de beber un litro de whisky al día y una botella de vino en cada comida. Apuntó, además, que siendo muy joven había jugado a la ruleta rusa, lo que hizo que el Presidente cubano sacara un rápido cálculo sobre las posibilidades que con ese juego tuvo de morir.
Pero si se piensa con más cuidado, escribía Gabriel García Márquez, Graham Greene no dejó casi nunca de jugar a la ruleta rusa: la mortal ruleta rusa de la literatura con los pies sobre la tierra. Y en ese sentido, añadía el autor de Cien años de soledad, el enorme escritor británico que nunca recibió el Premio Nobel porque la Academia Sueca lo consideró siempre demasiado popular, concierne a los latinoamericanos por sus libros ambientados en la América Latina, desde El poder y la gloria hasta El cónsul honorario y Conociendo al general, su testimonio sobre Omar Torrijos.
LA HORA DE LONDRES
De entre los escritores cubanos, distinguía de manera particular a Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández y Virgilio Piñera, a los que aludía siempre como “mis amigos”. De Alejo Carpentier decía que lo leía con placer y que merecía el Premio Nobel. De René Portocarrero recordaba el efecto fulminante del movimiento cromático de su pintura y el delirio lineal de sus dibujos. En la residencia habanera de Hemingway vio los numerosos trofeos de caza que adornan las paredes, y se horrorizó. En La Habana de 1957 adquirió de un taxista un sobrecito de cocaína. Cuando lo probó, advirtió que le habían vendido bicarbonato. Días después el expendedor lo localizaba para devolverle su dinero… A él también lo habían engañado. A juicio de Greene, ese hecho ilustraba como pocos la honradez del cubano.
En Llover sobre mojado, Lisandro recuerda esta anécdota deliciosa del escritor de El revés de la trama. Se hallaban en el hotel Colony, de la Isla de Pinos, y Greene comentó que un caballero jamás bebía antes del mediodía. Al día siguiente, muy temprano, Lisandro fue a buscarlo para el desayuno y lo encontró con un vaso de whisky en la mano. Le recordó su aseveración del día anterior. Respondió Greene:
-Es que yo, amigo mío, me guío por la hora de Londres.
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