Pote II
Ciro Bianchi Ross
Pote no solo concurría en mangas de camisa al Palacio Presidencial, sino que cuando visitaba al general Domingo Méndez Capote, ex vicepresidente de la República, en su residencia de B esquina a 15, en el Vedado, se distendía y, al calor de la conversación, terminaba con los pies encaramados en la butaca que ocupaba sin importarle su finísima y genuina tapicería de Aubusson.
En su libro Amables figuras del pasado (1981) Renée, la hija del General, lo recuerda como un hombre amable y simpático, muy cordial con los niños y preocupado hasta el detalle por satisfacer a su familia y que, pese a su inmensa fortuna, vivía modestamente, con una austeridad casi espartana.
Un día, evoca la escritora, Pote enfermó de gripe y dos religiosas de la Orden de las Siervitas, magníficas enfermeras, fueron a atenderlo en su casa, un palacio encantado sobre los acantilados del Vedado, una mansión en tonos blancos y azules, de dos pisos y un alto abuhardillado. Penetraron las monjitas y fueron atendidas por un solo sirviente. Se maravillaron ante la espléndida belleza y la riqueza de los muebles, alfombras y cortinas. Atravesaron todo aquel emporio y subieron al piso alto, acondicionado con la misma riqueza. El sirviente las llevó todavía más alto, a lo que parecía un enorme desván abandonado. Allí, amueblado con una mesa de madera basta y sin pintar, una silla y un antiguo lavabo de palangana de porcelana y jofaina esmaltada, yacía Pote en una columbina.
Esa casa de la calle L esquina a 13, cerca del mar, la ocupó en los primeros años de la República, el primer embajador de China en Cuba, Liao Ngantao. Era una casa divinamente puesta. En los salones y el comedor alternaban el lujo y el gusto más exquisito. Allí todo era auténtico: los cristales, los mármoles, la plata, el bronce, la mantelería… y todo pertenecía a Pote, aquel José López Rodríguez, uno de los hombres más ricos de Cuba, que pese a eso alquilaba su mansión para buscarse unos pesitos que engrosaban su enorme fortuna, mientras que él y los suyos moraban en algún lugar de La Habana Vieja.
EL PUENTE
A comienzos del siglo XX la zona céntrica de La Habana se deterioraba y la aristocracia y las burguesías vieja y nueva emigraban hacia el Vedado, uno de los grandes logros del urbanismo cubano. Pero el clima elitista que se ambicionaba no se consiguió en una barriada en la que el palacio lujoso coexistía con la vivienda modesta y la casa de vecindad. Es por eso que los más pudientes, entre ellos los magnates del azúcar que se enriquecieron súbitamente o vieron acrecentar su capital en la Danza de los Millones, buscaron zonas no contaminadas por otras clases sociales. Es así que empiezan a fomentarse nuevos repartos como Kohly, Alturas de Almendares, Barandilla, La Coronela, Playa de Marianao, Country Club y Miramar. Los propietarios de la empresa que impulsaba esa última barriada eran Pote y Ramón González de Mendoza.
Había un inconveniente. El río Almendares actuaba como un valladar natural entre la zona en expansión, al oeste, y el resto de la ciudad. Cierto que lo cruzaba a la altura de la calle23 un viejo puente de barcas, pero no era suficiente para sustentar la zona en desarrollo. Se imponían nuevas vías de acceso. El puente Asbert o Almendares, que sustituyó al de barcas, se construyó en 1909. Más adelante se construyeron otros dos, uno de polines, que daba paso a los tranvías y unía la calle Línea con la futura Séptima Avenida, y el puente Miramar, que enlazaba la calle Calzada con la Avenida de las Américas o Quinta Avenida. Ambos se abrían por el centro para dar paso a las embarcaciones que navegaban por el río.
Para los habaneros, el ya desaparecido puente Miramar, sustituido por el túnel, sigue siendo el puente de Pote, como se le conoció en su tiempo. Muy lujoso, de hierro y verdadera belleza y elegancia. Se inauguró en febrero de 1921. Pote se suicidó en marzo y en abril, a causa de una pulmonía, fallecía en Estados Unidos su socio Ramón González de Mendoza, mientras que el país sufría las consecuencias del crack bancario y la crisis deflacionaria.
LA QUIEBRA
Cuando en septiembre de 1920 las Vacas Flacas se veían venir en virtud de la baja mantenida de los precios del azúcar, Pote, en nombre del Banco Nacional, del que era el accionista principal, y José Marimón Juliach, presidente del Banco Español, otro de los grandes perjudicados por la debacle, propusieron, a fin de salvar a las empresas bancarias y azucareras, una emisión de bonos garantizados por la zafra de 1921 y que tendrían en la práctica el valor de moneda corriente. El presidente Menocal apoyó la iniciativa, que no fue aceptada por los que tenían su dinero depositado en los bancos y que, confundidos hasta entonces por la prensa, pensaban que el país enfrentaba una perturbación pasajera.
Los bancos habían dispuesto a su antojo de los fondos de ahorristas y titulares de cuentas corrientes para cubrir, con créditos a corto plazo, la especulación azucarera. El 6 de octubre los que tenían sus depósitos en el Banco Mercantil se lanzaron llenos de pánico sobre esa entidad en reclamo de su dinero, exigencia que el Mercantil no pudo satisfacer. Durante los dos días siguientes la escena se repitió en otros bancos de importancia. El día 10, tratando de evitar lo inevitable, el gobierno decretó la moratoria bancaria que suspendió el cobro de los créditos y estableció que los bancos solo entregaran el 10% de los depósitos, medida que no perjudicó en absoluto a los más ricos que la burlaron al aducir que requerían de su dinero para saldar reales o supuestas deudas con el Estado.
El historiador Julio Le Riverend asegura que los bancos cubanos y de capital español hubieran podido atenuar la crisis de no haber estado supeditada la economía cubana a la estadounidense. Las bancas norteamericana e inglesa establecidas en Cuba, que se opusieron al decreto de moratoria y que resultaron las grandes beneficiarias de la situación, no acudieron entonces en ayuda de los bancos en desgracia, antes bien les negaron o recortaron préstamos para enfrentar las exigencias de los depositantes y cubrir el déficit de los créditos que concedieron y no podían cobrar.
La alarma se convirtió en pánico. Ocho bancos y 125 sucursales dejaron de existir. Entre ellos el Banco Nacional de José López Rodríguez, Pote, que utilizó, en perjuicio de los depositantes, millones y millones de pesos para expansionar sus empresas azucareras.
FINAL
Perdió Pote la mayor parte de su fortuna, pero gracias a una complicada operación financiera retuvo el negocio de impresión y venta de libros (La Moderna Poesía) por donde había empezado su meteórica carrera. Sus centrales azucareros pasaron a la larga a manos de José Manuel Casanova, más tarde Senador de la República y presidente de la Asociación de Hacendados de Cuba, y Menocal, ya fuera del poder, adquirió por medio millón de pesos la parte que le correspondía en la empresa que fomentaba el reparto Miramar. La fortuna de Pote se calculó entonces, una vez pagadas todas sus deudas, en unos 11 ó 12 millones de pesos. Le parecieron insuficientes y se suicidó. Parecerá absurdo. Pero qué podían ser 11 millones para un hombre que hasta meses antes manejaba, solo en el Banco Nacional, activos por 190 millones de pesos. Tanto como el dinero debe haber dolido a Pote la pérdida de poder, posición, prestigio y autoridad. Algunos autores son de la opinión de que fue asesinado. Es posible. Pero en verdad no existe prueba alguna en ese sentido.
Los herederos de ese capital, así como de muchísimas propiedades, fueron su esposa, Ana Luisa Serrano, y sus hijos José Antonio, de tres años de edad, y Caridad, de dos. Andando el tiempo, en el espacio que ocupaba la casa paterna, construyeron el edificio de apartamentos López Serrano, el primero de los rascacielos de La Habana moderna y una de las cumbres del estilo art deco en la capital. Caridad, convertida en una gran casateniente, contrajo matrimonio con Joaquín Gumá Herrera, “el joven y apuesto, como se le identificaba en la crónica social, Conde de Lagunillas y Marqués de Casa Calvo, que hasta después del triunfo de la Revolución se desempeñó como Agregado al Protocolo en el Ministerio de Estado (Relaciones Exteriores) y que a lo largo de su vida llegó a acopiar una impresionante colección de arte antiguo que, para que no se desmembrara, entregó primero al Museo Nacional en calidad de depósito y terminó donando al país.
(Fuentes: Textos de Carlos del Toro, Ramiro Guerra, Julio Le Riverend y Renée Méndez Capote)
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