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Pipi Hernández

Pipi Hernández

Ciro Bianchi Ross


Las primeras informaciones atribuyeron el crimen a móviles personales: enemistades, problemas laborales, deudas, faldas... Pero la verdad era bien distinta y no tardó en abrirse paso: aquel hombre que llegaba cadáver a la casa de socorros del Vedado, fulminado por seis cuchilladas —tres debajo de cada axila— propinadas por una mano experta y que le cruzaron literalmente el cuerpo, había sido víctima de un motivo político. Corría el mes de agosto de 1955 y, en una violación monstruosa de la soberanía nacional, las garras del chacal dominicano Rafael Leonidas Trujillo se hacían sentir nuevamente en La Habana. Cinco años antes había sido secuestrado aquí el dirigente obrero Mauricio Báez. Ahora tocaba el turno a Manuel de Jesús Hernández.Sus amigos le llamaban Pipi y sufría sobre sus espaldas un exilio que duraba ya 24 años. Junto con su familia fue pionero de la oposición a Trujillo. Se le opuso en cuanto, exaltado por el ejército de ocupación norteamericano, el otrora cuatrero y estafador logró hacerse del control del país. Su padre padeció cárcel y torturas, al igual que dos de sus hermanos, en tanto que otros dos se veían obligados también a vivir fuera de su tierra.Un destierro activo propiciaba Cuba a Pipi Hernández. Fue aquí uno de los pilares de la unidad de acción contra la dictadura y factor de peso en la integración del frente Unido Dominicano, una entidad que tras vencer divisiones enojosas consiguió nuclear a todas las fuerzas oposicionistas. Encomiables resultaron sus esfuerzos para rescatar a aquellos compatriotas suyos que luego de cruzar la frontera eran apresados por la policía haitiana.Un día, en un  bote de remos, arribó por las costas de la provincia de Oriente un grupo de dominicanos que logró escapar a la represión trujillista. Entre ellos venía uno que dijo ser oficial del ejército expulsado de las filas por su quehacer contra la dictadura. Se llamaba Ulises Sánchez Hinojosa y no se cansaba de hacer profesión de fe de su militancia democrática.El largo exilio había entrenado a Pipi Hernández en la detección de espías y soplones. No tardó en percatarse de que aquel supuesto ex militar era un agente a sueldo de Trujillo. Ese descubrimiento le costaría la vida.

ASESINO SIN FRONTERAS

Ningún otro dictador latinoamericano llegó en su momento tan lejos como Trujillo en la práctica sistemática del asesinato político. Sus hombres, para hacer hablar a los detenidos, recurrían a la aplicación de descargas eléctricas, de cigarros encendidos que aplastaban sobre la piel del apresado y de tanques llenos de agua pestilente en la que sumergían al prisionero hasta la boca durante horas y días enteros. En las cárceles trujillistas había ruedos con perros de presa adiestrados para cercenar a dentelladas a un detenido y existían en el país campos de concentración instalados en islas distantes donde no había nada de comer.Los que no se doblegaban ante la tortura morían, según los reportes oficiales, en un intento de fuga o en un accidente automovilístico o se ahorcaban en sus celdas “empujados por el remordimiento” de haberse rebelado contra el Benefactor y Padre de la Patria Nueva. Otros desaparecían para siempre pese a las pacientes y minuciosas investigaciones que la Policía decía acometer en su búsqueda. “Se perdió”, aseveraban sencillamente en esos casos. El dictador era dueño de un humor macabro. En 1931 dispuso el asesinato del senador Desiderio Arias. La misma noche del crimen se personó en la casa del difunto y, sentado junto al ataúd, veló hasta la mañana siguiente cuando decretó tres días de duelo nacional.Era un asesino sin fronteras. Con cobertura diplomática o sin ella sus agentes se movían en aquellas ciudades de América donde grupos antitrujillistas hacían sentir su presencia para infiltrarlos o asesinar a sus dirigentes connotados. Así murió en Nueva York el escritor Andrés Requena, autor de Cementerio sin cruces, y fue secuestrado el profesor Jesús de Galíndez, autor de La era de Trujillo. En esa ciudad también fue ultimado el ex diputado Sergio Bencosmo, hijo de un líder político asesinado en República Dominicana. En esa ocasión el asesino no buscaba a Bencosmo sino a Andrés Morales, jefe político de la frustrada expedición de Cayo Confites, y penetró en su apartamento. No lo encontró, pero encontró a Bencosmo y lo mató.Trujillo asimismo ordenó el complot contra la vida del ex presidente haitiano Lescot, pero la conjura se descubrió a tiempo, y dispuso el asesinato del escritor Valentín Tejada, que salvó la vida de milagro luego de haber sido cosido a puñaladas. Pipi Hernández no tuvo esa suerte.

EL CRIMEN

Cuando lo asesinaron, Pipi trabajaba como capataz en las obras del hotel Habana Hilton, entonces en construcción, y tenía mujer e hijos cubanos.Un día, antes de salir de su casa, en la calle A, 706, en el Vedado, aseguró a su esposa, Dolores Méndez Gómez, que regresaría temprano. Ella le ofreció un vaso de leche, “para que tengas el estómago despejado”, y él se despidió con un beso en la mejilla. Sería su última demostración de cariño. Poco después, sobre las diez de la noche, cuando volvía junto a los suyos, tres hombres salieron de las sombras y le cortaron el paso en la esquina de 25 y A. Dos de ellos le agarraron los brazos y se los levantaron con fuerza. El otro, con un cuchillo, trabajó con rapidez y precisión el cuerpo indefenso.La escena, oscura y solitaria, era ideal para el crimen. Cerca de allí los transeúntes indiferentes pasaban sin que les llamara la atención aquel grupo. Un marinero creyó escuchar un grito. Se acercó y precisó hombres que huían y dejaban un bulto en el suelo. Disparó contra los fugitivos, pero no pudo atajarlos. Prestó atención entonces al cuerpo que yacía en la acera, en medio de un charco de sangre. Ya Pipi Hernández estaba muerto.Días después del suceso, una ambulancia, seguida de un automóvil de la embajada dominicana, arribaba al aeropuerto de Rancho Boyeros. Del primero de los vehículos se sacó una camilla. En ella, sonriente, iba acostado un hombre que, a requerimiento de la prensa, los diplomáticos identificaron como un comerciante que había enfermado gravemente en La Habana. Los reporteros llamaron a la embajada y la respuesta entonces fue diferente: el sujeto en cuestión sufrió una caída en el estadio del Cerro. Una llamada más y la caída había ocurrido frente al torreón de la calle Marina. El encamillado, herido tal vez por una de las balas perdidas del marinero, no era otro que Emilio Sánchez Hinojosa, hermano de Ulises, el ex militar a quien Pipi había denunciado como agente del déspota. Tenía una hoja de servicio tenebrosa: salió silenciosamente de Cuba tras la desaparición de Mauricio Báez, llegó a la Isla días antes del asesinato de Pipi y estaba en Nueva York cuando ultimaron a Requena. A bordo de la nave, rumbo a Dominicana, iba también Ulises.Con el tiempo la Policía Nacional capturó a los cubanos que participaron en el asesinato, un tal Robinson (escribo de memoria) y Rafael Emilio Soler Puig, alias El Muerto, célebre por el asesinato, en 1948, del líder comunista portuario Aracelio Iglesias y una cadena de delitos que pasaban por la amenaza, la usurpación de funciones y el asalto. Aunque estuvo procesado por ambos crímenes, no pagó sus culpas por ellos. Tuvo, sin embargo, la mala idea de venir en la invasión mercenaria de Playa Girón. Capturado, no se le juzgó junto al resto de los mercenarios, sino que en compañía de otros 13 esbirros batistianos y asesinos que vinieron también en la invasión, se le siguió un juicio aparte en Santa Clara, el 8 de septiembre de 1961. Lo condenaron a muerte.

(Fuentes: Textos de Juan Jiménez Gruñón y Enrique de la Osa)

               

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