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Memorias

TV en Cuba

TV en Cuba

Ciro Bianchi Ross

 

Aunque soy un poco mayor, la televisión en Cuba y yo tenemos, puede decirse, la misma edad, y crecimos juntos pues en mi casa hubo televisor desde muy temprano. Ahora que el lector Rafael Rodríguez Frías me pide, desde Santiago,  que escriba sobre sus orígenes en la Isla me vienen a la mente recuerdos de cuando ella y yo éramos niños.

            El primero es el de “La escuelita de Rosendo Rosell”,  programa infantil que trasmitía en las tardes el Canal 11, con  estudios en el edificio de cúpulas que todavía existe a la salida del puente Almendares, sobre la senda izquierda según se avanza desde el Vedado hacia Marianao. Una televisora que duró lo que un decir amén.  Allí en aquella Escuelita obtuve yo el primero de los  premios que gané en mi vida: una caja espléndida de lápices de colores. Porque cuando me preguntaron qué quería ser cuando fuera grande, respondí que pintor, y enfaticé: pintor de brocha gorda.

            Vinieron después, con los años, las visitas a “Escuela de Televisión”, el espacio nocturno que el avispado Gaspar Pumarejo arrendaba  en el Canal 2, propiedad de Amadeo Barletta, dueño además del periódico El Mundo. Tenía sus estudios en Prado, en lo que fuera una sala cinematográfica y cuyo lugar exacto no soy capaz de precisar ahora pese a que acudí allí varias veces. Pero de “Escuela de Televisión” sí recuerdo el chori-pan de Pumarejo, aquellos panes con chorizo que el empresario repartía, siempre frente a la cámara, entre los asistentes al estudio y que por supuesto llegaban solo a las manos de unos pocos. No creo haberme empatado con ninguno.

            De las trasmisiones televisivas del boxeo profesional tengo memoria de los enfrentamientos entre Ciro Morasén y Puppy García,  rivales en el peso de las 126 libras.  La afición seguía sus peleas sin perderse un solo puñetazo. Puppy tenía un punto flojo: las cejas. Parecían de cristal. Y como sus contrarios lo sabían era por ahí por donde más lo castigaban.

 En una de esas peleas,  Morasén  ganó de calle, pero la decisión de los jueces dio el triunfo a Puppy. Entonces Armando Alejandre, manager del boxeador contrario, sacó una pistola. Como el dinero de las apuestas estaba sato en el Coliseo, sus tiros al aire dieron origen a una balacera que metía miedo y obligó a ambos púgiles, a pesar de sus diferencias en la lona, a buscar refugio bajo el ring. Allí, con pies ligeros, fue a hacerles compañía el narrador Fernandito Menéndez. En un combate posterior, Puppy derrotó a Morasén. Y esa vez fue de verdad.  Le centró un puñetazo en el pecho que lo hizo caer hacia atrás más tieso que un palo. Parecía haber muerto. No, no lo estaba, pero había visto la muerte cerca. Esa misma noche Morasén anunció su retirada del deporte de los puños.

LOS MARCIANOS LLEGARON YA

Pero de esos años iniciales de la televisión cubana, ningún recuerdo es para mi tan vívido e impactante como el de la llegada de los marcianos. Ni más ni menos. Un platillo volador, de los que tanto se hablaba en aquellos días, vino a La Habana  a visitarnos. 

            Debió haber sido un sábado porque no había clases. O un día de vacaciones, aquellas del verano que parecían eternas. La noticia corría de boca en boca y pronto se supo que la televisión, en vivo y en detalle, trasmitía el acontecimiento que llenaba de temor al país entero. Tan pronto había empezado a clarear, un OVNI había sido detectado en los terrenos de lo que es hoy la Ciudad Deportiva.

            Poco a poco se amontaban los curiosos y huían despavoridos cada vez que de aquel objeto extraño y circular salía un chirrido espeluznante que daba paso a otro no menos pavoroso. La Policía, al fin, acordonó el sitio y sus efectivos, provistos muchos de ellos de ametralladoras de trípode, tomaron posesión del lugar. La batalla podía comenzar en cualquier momento pues se hablaba de cañonear el objeto no identificado. Pero nadie se ponía de acuerdo hasta que el Ejército, que también se hizo  presente, anunció la determinación de asaltar la nave.

            Y ahí mismo se destapó el gallo porque de aquel platillo volador salió, con su meneíto, Marta Véliz, la escultural y curvilínea  modelo exclusiva de la  cerveza Cristal, con una botella en la mano. Dentro estaban también, entre otros, Rosa Fornés y Armando Bianchi, vestidos todos de Flash Gordon.  Era una idea del director Joaquín M. Condall y con ella la Cristal se anotaba el palo publicitario del año. Lo único que cuando Marta Véliz, ya fuera del OVNI, fue a decir “Tome Cristal”, le pusieron una capucha en la cabeza y la empujaron hacia uno de los automóviles del Servicio de Inteligencia Militar aparcado cerca.

            Hacia las perseguidoras fueron empujados asimismo Rosita y Armando. Rosa gritó: “¡Esto es un atropello! ¡Una barbaridad! Estamos haciendo un programa de televisión  y además es una inocentada… ¡Me voy a quejar!”. Pero no le hicieron el menor caso, si bien no le pusieron la capucha. Obligaron a  caminar a los artistas entre dos filas de uniformados y debieron hacerlo rápido porque sobre ellos caía alguna que otra piedra que lanzaban los curiosos.

            Cierto es que, en los años 30, Orson Welles aterró a Nueva York con su versión radial de La guerra de los mundos. El cubano Condall quiso hacer lo mismo. Construyó la supuesta nave interplanetaria con un material que parecía venido de otra galaxia, le dio un color extraño,  coló dentro, junto con los artistas, a un operador de sonido y su correspondiente cabina, y se situó, en una unidad móvil, a poco más de 200 metros,  a fin de trasmitir desde allí, por teléfono, las órdenes oportunas.

            La gente, por momentos, parecía perder el miedo y se acercaba al platillo. Se dejaba escuchar entonces un ruido como de una sierra que imponía respeto a los curiosos, pero que no les hacía alejarse del lugar. Cuando el sonido era como de hormigas que devoraban lo que encontraban a su paso, la gente no lo resistía y ponía pies en polvorosa.

            Con el transcurrir de los años cada vez me resulta más difícil imaginar que el público, tanto el que estaba en el lugar como el que lo seguía por televisión, pudiera tragarse aquello. Que nadie hubiera visto cómo de madrugada emplazaban en un lugar público  aquel artefacto donde cabían varias personas. Que la Policía no supiese nada…

            Lo cierto es que Rosa, Armando, Marta y otros implicados en la inocentada pasaron el día, retenidos, en las oficinas del Servicio de Inteligencia Militar. Logró sacarlos de allí, ya  en la noche, Julito Blanco Herrera, el dueño de la cervecería Cristal.

DOS  FIGURAS

En 1949 Goar Mestre, propietario del Circuito CMQ anunció que en un plazo de tres años  su empresa comenzaría a operar la televisión en Cuba. Pero al año siguiente  otras dos figuras del medio radial tenían el mismo propósito: Gaspar  Pumarejo, de Unión Radio, y Amado Trinidad, de la RHC Cadena Azul, que hablaba ya  de traer la TV en colores. Trinidad, caído su ánimo y muy enflaquecida su bolsa, quedó en definitiva al campo, y entre los otros contendientes ocurrió lo inexplicable: Pumarejo le cogió la delantera a Mestre. El 12 de octubre de 1950, en sus estudios de Mazón y San Miguel hizo la primera prueba en circuito cerrado. El 16 hizo otra prueba y el 24 el presidente Prío, desde el Palacio Presidencial, dejaba  inaugurada oficialmente la televisión en Cuba. Había surgido la primera de las televisoras con que contó la Isla: Unión Radio Televisión Canal 4. Mestre, que pensaba en lanzarse el 12 de marzo de 1951 se vio obligado a anticipar sus planes, y el 18 de diciembre abría el Canal 6.

            Pumarejo era un empresario audaz y arriesgado. Dicen los que lo trataron que tenía pocas ideas propias, pero era capaz de apropiarse de la iniciativa ajena y hacerla mejor. Tenía defectos en su contra: era poco constante y carecía casi por completo de sentido de la organización. Además, disponía de poco dinero. No tardaría mucho en deshacerse  de Unión Radio. Pero resurgió al arrendar espacios en el Canal 2: la ya mencionada “Escuela de Televisión”, en horas de la noche, y, por las tardes,  “Hogar Club”, “una modalidad de banco de capitalización y ahorro en forma de agencia de sorteos”, que llegó a contar con 102 000 socias que pagan la cuota mensual de un peso.

Se empeñó en traer a la Isla la televisión en colores y en 1957 inauguró en efecto el Canal 12, del que aparecía como dueño cuando el verdadero propietario era Fulgencio Batista, a quien Pumarejo vendió también sus acciones en la Cadena Azul de radio.

            Goar Mestre era, sin embargo, el orden mismo. Propietario de 26 empresas, su capital era infinitamente mayor y contaba con el respaldo de grandes intereses norteamericanos. Un detalle curioso: Goar y sus hermanos Abel y Luis Augusto nunca viajaban en el mismo avión ni siquiera en el mismo automóvil por temor a un accidente que los borrara a todos. Pensaban que si uno de ellos moría, otro quedaría  al frente de los negocios familiares. Goar y Abel vivían frente por frente en la barriada del Country Club y el otro tenía su casa al doblar de la esquina. Esa forma de asumir la vida la llevaron hasta el final de su camino en Cuba. Cuando Goar y Abel salieron del país, para no volver, en 1960, Luis Augusto quedó al frente de los intereses de la familia, que no fueron intervenidos sino seis meses después, y al cuidado de lo que quedaba de ellos permaneció aquí hasta su muerte.

            Goar intentó recuperarse en el extranjero. Llegó a la Argentina, donde la televisión estaba todavía en pañales,  y organizó una productora televisiva y compró lo que sería en Canal 13. Pero durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón le pasaron la misma película que había visto en La Habana: le intervinieron el Canal.

HISTORIA DE TRES HERMANAS

Recuerdo haber visto de niño la primera telenovela que se pasó en Cuba: Historia de tres hermanas. Se ubicaba en la Cuba colonial, tenía como protagonista a Enrique Santiesteban y se trasmitía solo los domingos.  Recuerdo además las producciones fastuosas de Jueves de Partagás, conducido por Santiesteban, y de El cabaret Regalías, con Rolando Ochoa, patrocinados ambos por dos poderosas firmas cigarreras. También de El guateque de Apolonio, antecedente de Palmas y cañas, y el montón de enlatados norteamericanos  que consumí, desde Las aventuras de Rin Tin Tin hasta Patrulla de caminos, sin olvidar La ley del revólver, donde el médico del pueblo, armado solo de una simple cuchilla y sobre el mostrador de la taberna, terminaba siempre por extraer la bala que había ido a alojarse en el cuerpo de uno de los protagonistas. Sin anestesia. Y nos creíamos aquello sin saber que los que estábamos siendo anestesiados éramos nosotros.

             

           

           

              

             

 

Asistiré

Asistiré

Ciro Bianchi Ross 

Lo cuenta Renée Méndez Capote en uno de sus libros.  Una noche en su casa, al final de una fiesta, preguntaron a Enrique Fontanills, cronista social del Diario de la Marina y oráculo del gran mundo, a cuánto tarifaba los adjetivos que con soltura y ligereza prodigaba en su página, y el aludido, que como amigo y no como cronista acudía siempre a aquellas reuniones, confesó sin ambages que cobraba según los administraba.El orden de precedencia, la belleza, la distinción... tienen su precio, pero solo en “regalos”, precisó, y eso a su juicio no era propiamente cobrar.  Aclaró que también las florerías y los modistos tenían su tarifa que abonaban en “regalos”.  La misma sociedad, comentó el periodista, implantó el orden: una dama encumbrada hace un “regalo” mejor si se le elogia más que a una rival y no falta el “obsequio” de la que pretende que nunca se le diga bella a una enemiga, y entonces yo le digo graciosa, elegante, incluso culta aunque no lea ni el periódico, pero no bella. Dicho esto, recuerda la Méndez Capote, Fontanills pasó a enumerar los increíbles y fabulosos “regalos” que recibía de su numerosa clientela.Claro que en eso de los regalos Fontanills no parece haber superado a Pablo Álvarez de Cañas, cronista social del periódico El País.  Dulce María Loynaz, que fue su esposa, refiere en sus memorias la fantástica relación de regalos que recibía Pablo en su cumpleaños.“Muchas personas solían preguntarme ingenuamente cómo me las arreglaría yo para colocarlos, pues aunque la casa era bien grande parecía imposible darles cabida a todos. A estas preguntas se evitaba siempre contestar, pues hubiera producido lógico desencanto entre los oferentes saber que objetos elegidos con sumo cuidado y gusto, serían al día siguiente devueltos en casi su totalidad a los establecimientos de comercio de donde procedían... No era posible conservarlos. No obstante, esos regalos no dejaban de cumplir la intención de quienes los ofrecían, pues su valor reconocido en tarjetas de crédito por las correspondientes firmas comerciales, proveía a nuestro hogar de todo lo necesario durante el año”, apunta la Loynaz en Fe de vida y no menciona, porque dice desconocerla, la cantidad en metálico que se deslizaba en los bolsillos de su esposo en los días de su onomástico.Pablo no era hombre de cinco pesos aquí y diez allá, escribe, y no necesitaba serlo porque por su misma condición de cronista social tenía los gastos cubiertos. En los grandes restaurantes, por ejemplo, no se le cobraba el consumo ni tampoco a sus invitados, y muchos de esos restaurantes le ofrecían sumas nada desdeñables porque se dejara ver en ellos. Aquel hombre elegante y popular ponía de moda los lugares que frecuentaba, y la gente iba a donde él iba.HABANERASCuando en Cuba se habla de cronistas sociales, los nombres que primero vienen a la mente son los de Enrique Fontanills y Pablo Álvarez de Cañas. Y fueron muchísimos los periodistas que aquí, hasta 1961, vivieron de ensalzar la vanidad ajena. Cada periódico tenía el suyo, pero los nombres de Fontanills y Álvarez de Cañas sobresalieron en sus épocas y sobreviven en el tiempo.El primero fue un maestro en lo suyo. La crónica mundana, tal como la concibió, perduró en la Isla a despecho de aires renovadores. Creó un estilo cortado, donoso, nuevo, dúctil, que manejó con destreza y en el que los adjetivos equilibraban y ponderaban el alcance de las definiciones. Tuvo el acierto de encontrar la frase precisa, escribía, en 1935, el gran periodista cubano Arturo Alfonso Roselló.Larga fue la trayectoria de Fontanills. Comenzó en El Liberal y trabajó, entre otras publicaciones, para La Discusión, La Lucha, El Fígaro y La Habana Literaria, que dirigió el después presidente Alfredo Zayas, hasta atrincherarse a fines del siglo XIX en el Diario de la Marina. Se inició allí en la redacción de aquellas  gacetillas en las que lo mismo se habla sobre un libro que de un laxante hasta que un buen día se alzó con la columna de la vida social. La tituló Habaneras e hizo célebre la expresión “asistiré”. Cuando calzaba con ella el anuncio de un espectáculo artístico movía hacia el evento la curiosidad del público y afinaba, acaso sin saberlo ni importarle, el gusto popular.Un día, disgustado, se fue del periódico. Nicolás Rivero, el director-propietario, no demoró en buscarlo. Cuando retornó, Rivero escribió en una de sus Actualidades: “El Diario no puede estar sin Fontanills, ni Fontanills sin el Diario”. Falleció en 1933.Como periodista el caso de Álvarez de Cañas es bien distinto. No escribía. Aunque debe haberlo hecho en los comienzos de su carrera, su esposa no recordaba haberlo visto escribir nunca una línea. No lo hacía, dice la Loynaz, porque consideraba que era ese un trabajo manual que otros podían realizar. “Lo que otros no podían hacer, era lo que él hacía, esto es, vertebrar las crónicas, enfocarlas en los aspectos más interesantes o convenientes, podar lo superfluo o, por el contrario, realzar lo que no tenía realce y convenía que lo tuviese...Tampoco permitía intervención ajena en su página, y solo rara vez oyó consejos: la crónica social constituía en el periódico un pequeño estado autónomo, donde de vez en cuando se podía tener voz, pero solo él podía tener voto”.Era un hombre imprevisible y de éxito. Publicaba una columna diaria y no escribía. Era el propagandista principal de los tabacos cubanos y no fumaba.  Emprendió una vez una gira publicitaria por Estados Unidos y no hablaba una gota de inglés. Pero su pequeño feudo, su estado autónomo de la crónica social lo respetaba en El País hasta el mismo propietario, el senador Hornedo.  Cuando a este, pese a sus millones, le echaron bola negra por su ascendencia racial al presentarse como aspirante a socio del Habana Yacht Club, a donde Pablo sí pertenecía, decidió que ninguna información relativa a ese exclusivo centro apareciera en su diario.Si yo fuera el dueño del periódico no obraría así, le dijo Álvarez de Cañas. Usted es un hombre demasiado importante, demasiado poderoso para considerarse ofendido por gente desocupada que no hace más que beber y tirar su dinero a las cartas. A Hornedo le gustó el halago y dijo que ser socio o no del Yacht Club en lo íntimo no le interesaba; solo quería que su esposa Blanquita, ya muy enferma, disfrutara de una buena playa. Esa playa usted puede fabricársela, repuso entonces el cronista. ¿Qué golpe de efecto para Cuba entera cuando en los periódicos aparezca estGe cintillo: “El conocido millonario don Alfredo Hornedo fabrica una playa para su mujer”. ¡Caramba!, comentó Hornedo dándose un golpe en la frente. ¿Cómo no se me había ocurrido? Y Pablo, que era un bicho, dijo a su vez: Pero si acaba de ocurrírsele, lo que pasa es que la ofuscación no le dejó poner en orden sus ideas.Fin de la historia: Hornedo construyó la playa, con edifico social y todo (es el círculo social Cristino Naranjo) y Pablo prosiguió aludiendo al Yacht Club en sus crónicas.COSAS QUE PASANYa hace casi tres años conté en esta página la famosa errata de Fontanills. Escribió: La dueña de la casa, siempre tan bella y gentil, prodigó su celo entre los invitados... Y el linotipista escribió celo con “u”.

A Álvarez de Cañas le pasó algo peor: anunció un muerto que seguía vivo. Agonizaba un encumbrado personaje y el cronista, deseoso de ser el primero en dar a conocer la noticia de su fallecimiento, traía locos a los médicos que asistían al enfermo. No preguntes más, le dijo uno de ellos, no llega a la madrugada. Y Pablo, en efecto,  no hizo más preguntas e insertó en su página el anuncio de la muerte del anciano. Cuando el periódico salió a la calle el finado todavía no lo era. ¡Horror! Estaba en juego no ya su puesto en El País sino el prestigio de toda una carrera. Menos de  24 horas después el supuesto difunto se resolvió a serlo de veras. Álvarez de Cañas respiró con alivio. Dijo a sus amigos: No me explico el porqué de tanto alboroto si el tipo iba a morirse de todas maneras. Yo, por mi parte, no hice más que asegurar el palo periodístico.

Flashes

Flashes

 Ciro Bianchi Ross

La primera fotografía nocturna que se tomó en Cuba con vista a su publicación en la prensa la hizo el fotógrafo Adolfo Roqueñí Herrera, del periódico El Mundo. El presidente electo de la República, Tomás Estrada Palma, había desembarcado, procedente de Estados Unidos, por el puerto de Gibara, y en la ciudad de Holguín se le agasajó con un banquete en La Periquera. Para iluminar la escena Roqueñí disparó su lámpara de magnesio y la explosión que provocó al activarse causó alarma entre los asistentes a la comida.Un año antes Roqueñí había buscado empleo en El Mundo. Un día hizo falta tomar una foto y como el diario no disponía de cámara fotográfica el director le facilitó una de su uso particular. Roqueñí hizo su trabajo, reveló e imprimió las fotos y, aunque se publicaron, se le dijo que le quedaron bien de pura chiripa. Pero a partir de ahí el fotógrafo comenzó a repetir sus chiripazos tan seguidos que a la administración no le quedó otro remedio que contratarlo por 15 pesos a la semana. Tomó en 1917 las primeras fotos aéreas que se hicieron de La Habana y hoy se le considera como el primer fotógrafo del periodismo republicano, aunque en la época en que se inició en El Mundo eran ya varios los profesionales del lente.En Cuba, los primeros periódicos con servicios fotográficos fueron La Caricatura, La Discusión, La Lucha y El Mundo, en tanto que revistas como Bohemia (1908), Gráfico (1913)  Social (1916) y Carteles (1919) concedían asimismo, espacio a la fotografía. En 1920 comienza aquí la guerra de las noticias gráficas cuando el diario La Prensa adopta la forma de tabloide y lo mismo hacen El Imparcial y La Voz. Con el paso de los años un periódico como El País llega a publicar cuatro ediciones diarias y todas ellas cuajadas de fotos.EL MAGNESIO MÁS LARGOA comienzos del siglo XX las fotografías no se imprimían como se haría después. Entonces los grabados a medio tono quedaban imperfectos y se hacían a líneas. Las fotos se imprimían en papel repro y sobre ellas un dibujante trazaba las líneas correspondientes a las imágenes. El papel se sumergía en una solución de bicloruro de mercurio, la foto desaparecía y quedaba el dibujo a líneas. Si se trataba de una fotografía nocturna no quedaba más alternativa que recurrir a las lámparas de magnesio. Pasarían años para que apareciera el bombillo photoflash, que se utilizó primero en El Mundo y luego en el diario Havana Post hasta generalizarse en toda la prensa cubana. Cuando eso ocurrió, el Ministerio de Sanidad prohibió, por su nocividad, el uso de los polvos de magnesio.Lo que hoy podría considerarse como el magnesio más grande de Cuba, y digno de asentarse en un libro de récords, lo disparó el fotógrafo Federico Gilbert, de La Discusión, con la ayuda de varios aprendices, en ocasión del concierto que la banda de música del crucero chino Hai Chi regaló al pueblo habanero, durante su visita a la isla, en la glorieta del Malecón. Para iluminar tan vasto espacio tuvo que construirse una artesa de hojalata inmensa en la que pudiera quemarse el magnesio necesario.Gilbert, que estudió en Alemania, se inició en la fotografía en Estados Unidos y se anotó allí un éxito sonado cuando logró, en exclusiva, la foto de la detención del anarquista Czolgose, asesino del presidente McKinley. Fue, por otra parte, el primer fotógrafo que en Cuba captó una pelota en el aire, al ser disparada por el bateador durante un juego de béisbol que tuvo lugar en el Almendares Park.DE AYER A HOYDe aquellos fotógrafos del lejano ayer resulta imposible soslayar los nombres de José Gómez de la Carrera (El Fígaro, La Lucha, La Discusión) y Julio Lagomasino, que luego de pasar por varios diarios hizo carrera en El Mundo.Carrera fue el fotógrafo oficial de la comisión norteamericana que investigó en el puerto habanero la voladura del acorazado Maine y luego, como corresponsal de periódicos del exterior, “cubrió” la guerra de Independencia. Al finalizar esta, recorrió la Isla a fin de captar las imágenes que ilustrarían los libros de Geografía e Historia de Cuba del sabio Carlos de la Torre, sin abandonar por ello su trabajo para la prensa. Se retiraría abruptamente, sin embargo, de esa labor cuando con motivo de un viaje al interior del presidente Estrada Palma sostuvo, en la estación de ferrocarriles de Villanueva, un violento altercado con otro fotógrafo importante de la época, Rafael Blanco Santa Coloma; un incidente donde carrera perdió su cámara y sufrió múltiples lesiones. Santa Coloma era el niño terrible de la fotografía cubana: todos lo deseaban y todos le temían.Siguió carrera trabajando en su estudio fotográfico de la calle O’ Reilly, pero por poco tiempo; falleció casi enseguida. Dejó un archivo impresionante que su viuda donó a la Biblioteca Nacional. Entre esas fotos estaban las de toda La Habana que a carrera le tocó conocer. Con ellas y contrastándolas adecuadamente con las de su momento, Gilbert animó en La Discusión su columna “Lo que va de ayer a hoy”.CRIMEN EN EL CANGRELagomasino era el fotógrafo de los crímenes. No hubo hecho de sangre de a comienzos del siglo XX en que no estuviera presente como fotógrafo de El Mundo y en compañía del gran reportero Eduardo Varela Zequeira. Los crímenes de la niña Zoila, la niña Luisa, el niño Onelio, el de Tintán, el del baúl.... Los “cubrió” todos y en muchos de ellos se salpicó con el polvo de estrellas de su compañero de faena que en varios casos esclareció los hechos, o puso a la policía en la pista correcta.Sucedió así en el crimen del Cangre, en Güines, y en el del Cuzco, en la Sierra de los Órganos. En el primero, Varela demostró que los dos jóvenes sentenciados a muerte por los delitos de incendio y asesinato eran inocentes y obligó con su reportaje a que se les revisara la causa y se les exonerara. El de El Cuzco también lo esclareció, pero no tuvo un final feliz. El hecho permanecía en el misterio hasta que el periodista alertó a las autoridades acerca de la identidad del asesino gracias a la entrevista que le hiciera a un sujeto al que apodaban El gallego. El criminal, descubierto, le pasó entonces la cuenta al susodicho en las mismas lomas y desapareció para siempre.PALOS PERIODÍSTICOSSi Roqueñí tomó imágenes desde un avión, el primer reportaje aéreo de la prensa cubana lo hizo Emilio Molina, en 1928, cuando por espacio de tres días participó en la búsqueda de dos aviadores perdidos. También son suyas las fotos de los combates de Gibara (1931) luego del desembarco de la expedición antimachadista de Hevia, Laurent y Carbó.De valor periodístico e histórico enorme es la foto en la que Fernando Lezcano Miranda captó la imagen del cuerpo a cuerpo entre Rafael Trejo y un policía, el 30 de septiembre de 1930, incidente en el que Trejo resultó herido de muerte. También lo son las de Santa Cruz del Sur luego del ras de mar de 1932 que Julio Power tomó con una camarita de aficionado y que dio a conocer El Mundo antes que ningún otro periódico.Entre las fotos de Power sobresalen también las de la fuga de Arroyito de la cárcel de Matanzas, con las que El Mundo alcanzó la tirada récord de 108 000 ejemplares, palo periodístico que repitió al volverlo a fotografiar en el momento en que el célebre bandido era internado en el castillo del Príncipe, luego de su detención a bordo de un tranvía, en Regla.En el interior del propio castillo, donde logró colarse escondido bajo la camilla de una ambulancia, hizo Dámaso de La Vega para La Lucha las fotos del general Baldomero Acosta herido en su celda. No midió para hacerlas las consecuencias y la policía le echó el guante. También son de Vega unas fotos impactantes de la actriz Eleanora Duse. La trágica estaba en La Habana, donde haría presentaciones, y el fotógrafo, bien oculto, la espió durante casi dos horas hasta que la retrató como quiso. ¡Horror! Intentó la Duse llegar a un arreglo para evitar la publicación de las fotos; no lo consiguió y procuró entonces, en vano, adquirir toda la edición del periódico. No quería que el público que horas después la aplaudiría a rabiar viera en aquellas fotos crueles y alevosas lo vieja que estaba.(Fuente: 50 años de periodismo gráfico, de Rafael Pegudo. Con documentación de Gonzalo Sala)

           

Cines

Cines

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Sé que muchos no creerán lo que diré enseguida: a comienzos de la década de los  60, yo vi muchas de las películas de la Nueva Ola francesa en un cine de barrio y antes de que las pasaran en circuitos de primer nivel. En esa época existía la costumbre, que venía de atrás, de que los filmes, antes de estrenarse, se preestrenaran.  Eran los años en la que los espectadores salían de las salas cinematográficas con la boca y la nariz cubiertas por el pañuelo. Si el preestreno obedecía, de seguro, a alguna estratagema comercial que permitía a los distribuidores medir el éxito o el fracaso de una cinta, o era  tal vez el modo de  quitarse de encima a un público no deseado en los cines de lujo,  lo del pañuelo en la boca era una medida sanitaria. Con un proceder tan sencillo se evitaba, decían entonces, la pulmonía o al menos el catarro que podía sobrevenir a causa del cambio brusco de ambiente.  En esa época, cuando la película en exhibición se cortaba por algún motivo, los espectadores, al grito de “¡Cojo!” reclamaban la atención del proyeccionista. Como el mismo grito se repetía de cine en cine, cualquiera podía llegar a pensar que todos los proyeccionistas sufrían de ese impedimento físico.

            Ir al cine de barrio era todo un paseo. Un verdadero acontecimiento. Una puerta a la aventura. Era como cuando a uno lo “tocan” hoy con un viaje al exterior. El lugar más cosmopolita de la comunidad, aunque estaba a la vuelta de la esquina. Aparte de la película, uno iba a ver y a que lo vieran. Los caballeros, por lo que se podía presentar,  se peinaban ese día con Glostora y se cepillaban bien los dientes con los polvos de San Agustín, que sacaban brillo y mataban los olores, y las señoritas, por el mismo motivo, entraban a la sala con un paquetico de pastillas de violeta o de ramitas de canela,  mientras que los niños se conformaban con los besitos de chocolate, aquellas  miniaturas de las que era posible echarse el paquete entero en la boca. Muchos noviazgos se tejieron en aquellos cines. Y se destejieron. Se hicieron  muchas promesas que desembocaron en matrimonio. Y se tramitó más de un adulterio.  Invitar a la esposa al cine de barrio y llevarla luego a comerse un pastelito y tomarse un refresco en la cafetería de al doblar, eran gestos que se agradecían y recompensaban. Si se convidaba  a la novia, había que disponer también de dinero para la entrada y la merienda de la inevitable chaperona que acompañaba a la pareja. El cine de barrio era  el mejor antídoto para  el aburrimiento de las tardes de domingo. Era el lujo del pobre. El pobre entonces escogía entre dos salidas: iba al cine de barrio o, de noche,  se conformaba con comprar  con los ojos en las vidrieras de las grandes tiendas. Luego, si se lo permitía el presupuesto, se zampaba  un cucurucho de maní y bebía  una tacita de café de tres centavos y volvía a su casa a dormir.

            Chaplin, en la pantalla grande, no era el mismo de los pedazos de película con los que en la televisión armaban La comedia silente. Era más potente, en el cine, el chorro de voz de Jorge Negrete, podían contarse las lágrimas de Sara García en aquellos dramones mexicanos que tanto gustaban,  las muecas de Gardel se apreciaban mejor y Sarita Montiel lucía más apetitosa y encamable.  Los cartones eran en colores y no en blanco y negro como en la TV. Los espadachines se batían de verdad y parecía real el monstruo de la Laguna Negra. Aunque la Comisión Revisora de Películas las clasificaba estrictamente  por edades –las había para mayores de 12, mayores de 16 y, excepcionalmente, para mayores de 21- no se descartaba la posibilidad de alguna que otra escenita subida de todo en una cinta no prohibida, sin contar  que con eso de la edad se podía engañar al portero o el portero se dejaba engañar. Aislado en la sala oscura, el espectador vivía su propia película.

MIL CAPACIDADES

Ya en 1958 nos ufanábamos de contar con el teatro más grande del mundo, el Blanquita (hoy Karl Marx). El propietario le dio el nombre de su esposa y se dice que lo mandó a construir porque, de reducida estatura como era, no se sentía cómodo en ningún cinematógrafo ni podía ver la pantalla a sus anchas. Diez salas tenían en Cuba,  en esa fecha,  más de mil capacidades, y una de ellas era la del ya desaparecido cine San Francisco, en la calle de ese nombre, en Lawton.

            Como los espectáculos teatrales eran escasos entonces y, salvo el vernáculo, con aquel teatro Martí que noche a noche se abarrotaba, minoritarios, devinieron cines locales concebidos para teatro. A esa suerte no escapó siquiera el Auditorium (Amadeo Roldán) con sus 2 600 butacas y 24 palcos, que su propietario, la Sociedad Pro-Arte Musical,  terminó arrendando, para la exhibición de películas de alta fidelidad,  al Circuito Carrerá, que controlaba además el teatro Trianón –el preferido de La Habana elegante en los años veinte-  y los cines Infanta, Belascoaín, Astor, el ya mencionado San Francisco y el Acapulco, que, junto con La Rampa, fue de los últimos cines que se construyeron antes del triunfo de la Revolución.

            De 1951 data el Payret, luego de su última reconstrucción que había comenzado en 1948. Su propietario original, el catalán Joaquín Payret, lo inauguró en 1877, pero apenas cinco años después sufrió un derrumbe y quedó en manos de la hacienda pública hasta que en 1890, reedificado, abrió de nuevo sus puertas. Un teatro donde actuaron Anna Pavlova y Sara Bernhardt se dedicó solo a la exhibición de películas españolas.

            La Inmobiliaria Itálica controlaba los muy lujosos  cines América y Rodi (Teatro Mella). Y otra inmobiliaria, Atlántica, los cines Astral, Atlantic y Ambassador.  Tres autocines funcionaban en La Habana en esos años: Autopista del Mediodía y los de Vento y Tarará. No había que salir del automóvil para ver la película.

            El cine Yara fue inaugurado, en 1948, con el nombre de Wagner y adoptó luego el de Radiocentro.

            El Trianón es la sede del grupo teatral El Público, el Mella ya a comienzos de los 60 funcionó como teatro y el Amadeo Roldán consolidó su empaque de siempre. Se mantienen como cines casi todos los mencionados en la relación anterior, aunque algunos variaran su nombre.

            No sucede así con los cines de barrio. Casi todos desaparecieron. Y aquí cabría recordar los nombres de Victoria y Erie, en Lawton, y  Dora y San Miguel, en Luyanó. Sobre la Calzada de Diez de Octubre, desde Agua Dulce, abrían sus puertas Florida, Moderno, Apolo, Tosca, Gran Cinema y Martha. Ninguno existe. El cine La Palma, un poco más allá,  es ahora una discoteca, y los cines Mantilla  y Ensueño hace rato que pasaron a mejor vida. Igual suerte debe haber corrido el cine Los Pinos, y el Valentino, en la esquina de Tejas, hace rato que no es más que un recuerdo. También el Roosevelt, en la Calzada de Monte, que luego pasó a llamarse Guisa.  En la zona solo subsiste el Alameda. Y no sé si Mónaco. En todos los barrios pasó lo mismo.

TRES VECES POR SEMANA

 Había cines de barrio con mala fama y otros que eran frecuentados por las familias. Esa fama se las daba, como norma, más la gente que los frecuentaban que las películas que exhibían. En algunas salas, la programación era “sicalíptica”, por no decir pornográfica. Y en otros era pornográfica con todas las de la ley. El teatro Shangai, en el Barrio Chino, presentaba espectáculos pornográficos en vivo, que se suspendieron después del triunfo de la Revolución, pero se exhibieron allí películas pornográficas hasta mediados de los 60.

 En todos,  los precios de la entrada estaban acorde con la época, y subían o bajaban con ella, si bien tendían a incrementarse. En 1949, la papeleta en un cine como Cervantes, en Lamparilla y Compostela, era a treinta centavos para los hombres y veinte para las mujeres de lunes a viernes y también los domingos. Pero esos precios para los hombres se incrementaban los sábados después de las seis de la tarde, cuando debían pagar cuarenta centavos por la entrada. Existía en muchos cines lo que se llamaba el Día de Damas, en el que las mujeres no abonaban su entrada siempre que acudieran acompañadas de un hombre. Aunque por exigirlo las compañías distribuidoras de películas, pagaba su entrada todo niño que no fuera de brazos.  En otros, la papeleta de fin de semana –de viernes a domingo- se expendía a cuarenta.

Y es que aquellos cines cambiaban la programación  tres veces por semana. Una era la función de lunes y martes; otra la de miércoles y jueves, y otra distinta la que se daba de viernes a domingo, día ese en que  los más jóvenes disfrutaban además de la matinée, que empezaba a la una o a las dos de la tarde y que incluía cartones,  alguna película del oeste, el noticiero, un episodio y el preestreno. En algunas salas se exhibían en la matinée tres películas, más una comedia y un cartón.

Si se llegaba a la sala cuando la función aún no había comenzado y las luces estaban encendidas,  había música en el cine. En algunos le llamaban la sinfonía, aunque no lo fuese. La función se iniciaba con los anuncios que se proyectaban en pantalla. Carecían de imágenes y eran más bien carteles que anunciaban las ofertas de algunos establecimientos cercanos. Pasaban luego una película llamada de salón, seguida por algún episodio o material de cortometraje, el noticiero, los avances de las películas que se proyectarían más adelante y finalmente tocaba el turno al preestreno. Tanta oferta por tan poco dinero. Eran los centavos mejor pagados del mundo.

BUTACAS DE PALO

El Tosca, por su fachada, tenía ínfulas y precio de gran cine y su sala era incomodísima. Era una nave adaptada. Mónaco, sin embargo, con butacas acolchadas y aire acondicionado, no estaba entre los cines caros. En los cines de barrio, por lo general, las butacas eran de palo, carecían de alfombras que silenciaran las pisadas y, si bien no tenían aire acondicionado, su sistema de ventilación mantenía en su interior un ambiente fresco y agradable.

            Se dividían en dos secciones: el lunetario y la tertulia, más económica esta que la primera y sitio propicio para los acudían al cine a cualquier cosa, menos a disfrutar la película. En ocasiones las trifulcas que en las tertulias se provocaban eran de tal magnitud que, sin que se interrumpiera la proyección de la película,  tenían que encenderse las luces del local para que el acomodador aplacara o  expulsara a los revoltosos.

            Porque todo cinematógrafo que se respetara tenía a sus acomodadores que, con una linterna, guiaban al espectador hasta su asiento o lo ayudaban a localizar una butaca. Y tenía bajo contrato a un pintor que, a falta de anuncios lumínicos,  preparaba los carteles que avisaban de  los preestrenos y que se colocan tanto en el portal cine como en las calles aledañas. Sin contar que de casa en casa se repartía en una hoja pequeña plegada al medio el programa de la semana para que funcionara a manera de aviso o reclamo.

           

    

           

           

           

Hospitales

Hospitales

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Si Emergencias (1920) con su pórtico de ocho columnas de estilo dórico y su escalinata de granito,  fue el primer hospital monumental con que contó La Habana, el Reina Mercedes (1886)  fue el primer hospital moderno y científico de que dispuso la ciudad. Enclavado en el terreno que ocupa, desde 1965, la famosa heladería Coppelia, la forma y distribución del edificio eran las más perfectas de su tiempo, y todavía en 1922 se le conceptuaba como una instalación de salud que nada tenía que envidiar a las mejores del mundo. El Calixto García data de 1896. Se denominó originalmente Alfonso XIII, en honor del entonces rey de España,  y recibió el nombre de Hospital Número Uno en tiempos de la intervención militar norteamericana. La Purísima Concepción, de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana (actual Hospital Diez de Octubre)  abrió sus puertas en 1881, y en 1897 lo hacía La Covadonga (hoy, Hospital Salvador Allende) del Centro Asturiano.  En 1931 se inauguró el Hospital de Maternidad América Arias (Maternidad de Línea) y en 1947 el Hospital Curie (Instituto de Oncología). Las Ánimas, destinado primero a la atención de la fiebre amarilla, se utilizó después para el aislamiento y cuidado  de pacientes con enfermedades infecto-contagiosas severas y graves, y el  sanatorio antituberculoso de La Esperanza se instaló en la finca Asunción, de Arroyo Naranjo, en 1907. Ambos desparecieron después de 1959.  Maternidad Obrera presta servicios desde 1941, y desde 1944 lo hace  el hospital infantil Ángel Arturo Aballí.

            De hospitales y de médicos ilustres  estaremos hablando enseguida. Solo diremos antes que Cuba fue el primer país del mundo que creó y organizó la Secretaría (Ministerio) de Sanidad y Beneficencia.  Fue una iniciativa del doctor Carlos J. Finlay, calorizada  por el mayor general José Miguel Gómez, que la puso en práctica, como parte integrante del Poder Ejecutivo, el 28 de enero de 1909. A partir de 1940 pasó a llamarse Ministerio de Salubridad y Asistencia Social hasta que el Gobierno Revolucionario le dio el nombre de Ministerio de Salud Pública.

LIGA CONTRA EL CÁNCER

Baste recordar algunos nombres para cerciorarnos de que la medicina cubana ha tenido siempre un nivel altísimo. En el siglo XIX sobresalen Finlay y Joaquín Albarrán. La  nacionalidad de ese urólogo eminente  la disputan todavía tres países: Cuba, donde nació; España, donde estudió y Francia, donde ejerció su quehacer profesional y ocupó una cátedra en La Sorbona. Salas, pabellones y hospitales con su nombre los hay tanto en La Habana como en París.

La lista se hace interminable en el siglo XX: cirujanos como Benigno Souza, Ricardo Núñez Portuondo, Antonio Rodríguez Díaz y José A. Presno Albarrán, y oncólogos como Nicolás  Puente Duany, el introductor de la cancerología en el país, y Zoilo Marinello.  El pediatra Clemente Inclán fue  Rector de la Universidad de la Habana y mereció de los estudiantes el título de Rector Magnífico. El ortopédico  Julio Martínez Páez, siendo Comandante del Ejército Rebelde y Ministro de Salud, no abandonó su consulta ni dejó de pasar visita diaria a su sala en el Calixto García. Carlos Ramírez Corría fue considerado en un momento de su vida unos de los diez neurocirujanos más destacados del mundo y figuras como Pedro Kourí, parasitólogo,  y el oftalmólogo Orfilio Peláez  alcanzan asimismo renombre mundial.

No nos llamemos a engaño, sin embargo. Una cosa es la Medicina y otra la Salud Pública. Y  esta andaba muy mal aquí   antes de 1959. Tanto que en 195l, el doctor Ángel Castellanos, figura cimera, junto con Aballí, de la pediatría en Cuba, consideraba que más de 500 niños morían todos los años en la Isla  por falta material de asistencia médica y que solo en el barrio habanero de Mantilla miles de infantes carecían totalmente de ella. En 1954, el Colegio Médico denunciaba el déficit de 50 000 camas para enfermos en los hospitales de la República, y dos años después el propio Colegio hacía público un informe que consignaba que, según datos oficiales, el presupuesto  diario para un enfermo hospitalizado en La Habana, contando con que no se lo robaran,  era de $2,69, cifra que descendía en las provincias y se hacía crítica en Oriente, donde se reducía  a  88 centavos, cuando el mínimo requerido debía ser de ocho pesos diarios por cama.

Eso, en muchas ocasiones,  llevó a la iniciativa privada a asumir el papel que el Estado y las administraciones municipales dejaban de la mano. Para  la construcción del hospital Reina Mercedes, por ejemplo, se contó con lo que el municipio habanero aportó de la venta de los terrenos del  viejo hospital de San Juan de Dios, en la calle de ese nombre, pero resultaron decisivos los legados, a título totalmente personal, de Joaquín Gómez, Josefa Santa Cruz de Oviedo y Salvador Samá, marqués de Marianao.

 Lo mismo sucedió con el Curie, construido en gran medida gracias a las donaciones  de María Bonet viuda de Falla y sus familiares, creadores además de la Liga contra el Cáncer. Esta entidad organizaba un día al año una cuestación pública. Grupos de mujeres de todas las clases sociales salían a la calle con alcancías de lata provistas de una envoltura amarilla, y en ellas la ciudadanía depositaba lo que tuviera a bien, segura de que el dinero se invertiría en forma acertada y utilísima. Cada contribuyente, a cambio de su donación, por modesta que fuera, recibía un sello de papel también amarillo que la propia recaudadora, con un alfiler, prendía en su pecho.  Se allegaban  así miles de pesos.

El Consejo Nacional de Tuberculosis, por el contrario, era el desastre. Tenía, en 1951, un déficit de 40 000 pesos mensuales, y en La Esperanza, con capacidad para 700 hospitalizados, se hacinaban mil pacientes. Un día, cansados de la mala atención,   la pobre alimentación y la carencia de medicamentos, los enfermos tomaron los jardines y las calles interiores de la instalación y luego  paralizaron el tráfico en la calzada de Bejucal. Elementos de la Policía Nacional, llegados al lugar con armas largas como para reprimir un motín, fueron incapaces de desalojarlos. Acudió también, a toda prisa, el Ministro de Salubridad. Los enfermos no se quejaban de los médicos ni de la dirección del hospital. Culpaban de sus desdichas  al Consejo Nacional de Tuberculosis y al Ministro mismo. Insistían en conversar con el Presidente de la República y se declararían en huelga de hambre para logar sus objetivos.

EL PRIMER MÉDICO

La Habana no contó con médico ni con boticario  alguno durante las primeras cinco décadas de su existencia. No sería hasta 1569 en que el cabildo de la villa designó a un tal Licenciado Gamarra para que  desempeñara ambas tareas. Pero desde 1552 tenía barbero y cirujano. Se llamaba Juan Gómez ese “maestro examinado en el dicho oficio é hábil é suficiente para lo usar y egercer”.

 El nombramiento estipulaba que mientras Juan Gómez viviera en La Habana nadie más podría ejercer esos oficios, so pena de exponerse a una multa de dos pesos oro cada vez que los profesase. Gamarra fue obligado prácticamente a ejercer como médico. El cabildo consciente de la necesidad que tenían de “botica y médico y cirujano” los vecinos y las muchas personas que traían las flotas,  obligó a Gamarra, graduado con todas las licencias en Alcalá de Henares, a hacer su asiento en la villa y a poner botica y a servir los dichos oficios por sí mismo y con la ayuda de sus oficiales suficientes.

Cada vecino lo retribuiría con una paga fija anual que obligaba al médico a asistir a la mujer y a los hijos de su cliente y a todos los de su casa. “A todos los curará y sangrará, dice el documento, dándoles en todo el mejor remedio que entendiese para su salud y hánle de ser pagadas las medicinas que en esto gastare”. Los pacientes que no pagaban cuota fija también serían atendidos por el médico que en tales casos fijaría sus honorarios.

Al igual que con el barbero y cirujano, ningún enfermo podía verse en La Habana con otro médico sin que Gamarra lo autorizara. Si lo hacía, había multas para el médico y para el paciente. Y el Licenciado no podía alejarse de la ciudad sin dejar en su lugar “personal tal y a contento de la justicia y regimiento de esta dicha villa”.

EMERGENCIAS       

El hospital que los habaneros conocen como de Emergencias, nunca se llamó así. Lo inauguraron en 1920 y la nueva instalación  vino a sustituir al primitivo hospital municipal de los tiempos coloniales y al pequeño Hospital de Emergencias que a inicios de la República existió en la esquina de las calles Salud y Puerta Cerrada. Su función principal era la de asistir a accidentados y a personas aquejadas de enfermedades súbitas. De ahí el nombre por el que se le conoce.  Entró a prestar servicio bajo la administración municipal de Varona Suárez, pero se le dio el nombre de Fernando Freyre de Andrade, el alcalde que impulsó su construcción. En un momento se pensó que se llamaría Juan Bruno Zayas, joven general del Ejército Libertador muerto en campaña, cuyo busto, en mármol, se veía frente al soberbio edificio. Algo similar sucedió con Maternidad de Línea, construida por el alcalde Miguel Mariano Gómez en tiempos de la dictadura machadista. Los apapipios insistieron en que el hospital llevase el nombre de Elvira Machado, la esposa del dictador. Pero Miguel Mariano  impuso el  de su madre, que todavía mantiene. América Arias se destacó como mensajera durante la Guerra de Independencia y dejó, como Primera Dama de la República, un grato recuerdo por sus obras caritativas. 

            El Calixto García surgió de la necesidad. El hospital de San Ambrosio era ya hospital militar en 1764. Fue notablemente ampliado y gozó de las mejoras  que le imprimieron  los intendentes Alejandro Ramírez y José Martínez de Pinillos, así como de los consejos y orientaciones del eminente médico cubano Tomás Romay. Empezó a decaer, sin embargo, en 1835, y la cosa empeoró con su traslado para el edificio que había ocupado la Factoría del Tabaco, junto al muelle de Tallapiedra y en las márgenes de una ensenada que recibía los desagües  de varios barrios de la ciudad y los del canal de Chávez que conducía a la bahía la sangre y las inmundicias del matadero. Detestable emplazamiento en un terreno bajo y cenagoso, rodeado de manglares. Uno de los mayores focos de fiebre amarilla de la urbe.

            Como  consecuencia de tal asentamiento, un soldado que  ingresaba en lo que ya se llamaba Hospital General Militar por una enfermedad venérea, pasaba por lo general, a los pocos días, a una de las salas de Medicina, donde moría víctima del vómito negro. La mortalidad alcanzó allí la cifra de 60 por cada mil hospitalizados.

            Eso determinó su clausura, y para sucederlo  se construyeron las barracas de madera del hospital Alfonso XIII. Instalaciones que a partir de 1914 empezaron a ser sustituidas por pabellones de mampostería mientras que el Calixto García se convertía en el hospital insignia de la salud pública cubana.

    

Zonas de tolerancia

Zonas de tolerancia

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Adan

Las “pupilas” aguardaban y se exhibían en el salón como la mercancía en las vidrieras  del mercado, y no se hacía necesario hablar mucho. El cliente, con tiempo para calibrar y escoger, abordaba a la que era de su agrado con una pregunta simple: “¿Te quieres ocupar?” y la muchacha, que podía decir que no, respondía generalmente que sí -no estaba allí para otra cosa- e invitaba al hombre a que la acompañara a su habitación. Ya en ella, cobraba por adelantado y salía, por un momento,  para entregar el dinero a la matrona.

            En 1963 se acabaron las zonas de tolerancia en La Habana. En esa fecha, las principales eran las de Colón –sórdida, sombría, ya en plena decadencia- y la de La Victoria, que lucía aún su esplendor pasado. La primera tenía su eje en la calle del mismo nombre y se extendía por las de Crespo, Blanco, Ánimas,  Bernal… mientras que la otra ocupaba un rectángulo delimitado entre Infanta y Belascoaín, Carlos III y Llinás, en tanto que la calle Retiro o Pajarito le servía de eje. Y fue tanta la celebridad de esa vía  que sirvió para identificar toda la zona: el barrio de Pajarito, así como la otra era conocida como el barrio de Colón.

            Colón venía desde muy atrás, de las primeras décadas del siglo pasado, cuando después del asesinato del chulo Alberto Yarini, se clausuró la zona de San Isidro. La Victoria data de más acá en el tiempo. Surgió en los días de la II Guerra Mundial y se le dio tal nombre porque sus patrocinadores  confiaban ciegamente en el triunfo de las fuerzas aliadas. En esa época llegaban a La  Habana muchísimos militares norteamericanos, en especial marineros, en busca de bebidas, diversiones  y mujeres. La Victoria fue entonces también una gran victoria económica para los dueños de un negocio al que se asociaban otros como los juegos de azar, la pornografía y las drogas.   

            Eran barrios como otros. El prostíbulo alternaba en ellos con el almacén,  la oficina, la redacción de una revista, el laboratorio, la fábrica, la casa de familia. Por eso las familias que vivían en ellos debían poner en las puertas de sus casas, en la ventana que daba a la calle o en cualquier otro lugar visible, el cartelito de “No moleste. Esta es una casa decente”, que les evitaba de las incursiones de visitantes no deseados.

MARINA

Varios esfuerzos se acometieron en Cuba por acabar con las zonas de tolerancia. El dictador Machado y el presidente Prío lo intentaron cada cual  en su época y poco consiguieron. Cerrarlas, en definitiva, no acababa con el problema, más bien lo agudizaba porque aumentaba el ejército de fleteras, que ejercían el oficio en la calle, sin vínculos con los burdeles y que, al no estar registradas, no se sometían a las regulaciones sanitarias que eran obligatorias. Tampoco acababa con las meseras de  bares y cantinas,  ocupación que, en la mayoría de los casos, enmascaraba la otra ni con la prostitución de lujo, con la que ningún gobierno se metía.

            En esa prostitución de lujo descollaba una mujer conocida por Marina. Nadie sabe su nombre exacto ni si ese era el verdadero. Cubrió un espacio tan vasto y se desenvolvió durante tanto tiempo, que no son pocos hoy  los que creen que bajo ese patronímico se ampararon varias personas, aunque otros aseguran que se trataba realmente de una sola, que salió de Cuba después de 1959 y murió en Miami, donde reinstaló con éxito su negocio.

 No se llegaba a uno de sus burdeles así como así. Se requería de la recomendación de algún cliente habitual o conocer al menos a una de las muchachas que prestaban servicios en ellos. Y se imponía acudir con dinero abundante. Marina reclutaba a mujeres muy jóvenes en el interior del país y con mil y una promesas  las traía engatusadas  a la capital para enfrentarlas en definitiva  con la triste realidad del prostíbulo, del que ya no podían salir sin saldar las deudas que habían contraído con su “protectora”. Porque Marina las vestía, invertía para dotarlas  de cierto refinamiento, las envolvía en determinada atmósfera y cubría sus gastos  antes de lanzarlas al ruedo. Y eso había que reintegrárselo. Parece que hubo casas de Marina en varios lugares de La Habana. Por Infanta, por el Malecón.  Cuando en tiempos de Prío se sintió amenazada en lo que era su casa matriz de la calle Colón número 258, salió de la ciudad y abrió el Reloj Club en la calzada de Rancho Boyeros. Muchas quisieron, pero nadie pudo arrebatarle  la primacía.

A diferencia de lo que se piensa, el chulo casi nunca era el dueño del negocio. La Victoria estaba en manos de dos o tres homosexuales y de una o dos mujeres que eran los que allí cortaban realmente el bacalao. Todavía en los años 50 existía un personaje que a bordo de un llamativo convertible rojo recorría el barrio de Colón y entraba a casi todos los prostíbulos. Se le tenía como el gran chulo de la época, una suerte de reencarnación de Yarini,  cuando no era más que el cobrador de los alquileres. Un inmueble destinado a burdel, por viejo y deteriorado que estuviese, pagaba una renta mensual  de entre cuatrocientos y quinientos pesos.   Los proxenetas eran solo una parte de la cadena, y no de las más sólidas. Daban protección a sus mujeres, apaciguaban o impedían la violencia en los prostíbulos, que no era mucha, como tampoco lo era en las zonas. Como norma, se podía recorrer Colón y Pajarito con tranquilidad y confianza absolutas. Nadie se metía con nadie. El negocio marchaba sobre ruedas.

LA MACORINA

Los precios no eran los mismos en Colón y en La Victoria. Aquí, ya en los últimos tiempos, la tarifa llegó a cinco pesos, cuando en Colón nunca sobrepasó los dos pesos. Existieron zonas peores, aunque no tan frecuentadas, como la de la calle Omoa.   Muchachas  que ejercían la profesión como electrones sueltos. Y burdeles disimulados bajo cualquier fachada. En los más ranqueados, podía el cliente seleccionar a su presa por fotos y lograr incluso que se la mandaran al lugar que indicara. Hasta hace poco tiempo anduvo por ahí el álbum con las fotos de las “pupilas” de Marina.

   Mientras que en La Victoria las muchachas eran escogidas por su belleza y las ponían en la calle en cuanto se ajaban, lo que, a causa de la mala vida, ocurría muy tempranamente,  en Colón podía encontrarse cualquier cosa, mujeres avejentadas  y deterioradas pese a su juventud. Eso las obligaba a mostrarse agresivas y no era raro verlas desnudas, o casi, a la puerta o las ventanas del prostíbulo, anunciándose a voces y convidando al transeúnte.

La Victoria era más luminosa, por decirlo de alguna manera; no se sentía allí esa sensación de podredumbre y hacinamiento. No por eso era un mundo alegre. Al contrario. Resultaba bastante deplorable y, visto de hoy, deprimente. En La Victoria, las prostitutas se adaptaban a ciertos preceptos. Aguardaban, vestidas, en el salón. Usaban, por lo general,  un mono, esto es, una vestimenta de una sola pieza, que solo en las prostitutas se veía  entonces. Esa ropa, que se extendía hasta los tobillos, dejaba sus hombros al descubierto y estaba provista de un zipper largo que corría desde el pecho hasta debajo de la cintura. Era un vestido práctico para el oficio. Como no empleaban ropa interior, se desnudaban y vestían con facilidad y rapidez. 

Solo con lo esencial estaban equipadas las habitaciones. Una cama matrimonial corriente y uno o dos espejos. No faltaban, dentro de la propia habitación,  el lavamanos y el bidet, como únicos muebles sanitarios. Nada más.

Ninguna muchacha en el giro se identificaba con su nombre real. Todas tenían un seudónimo como nombre de guerra. Pocos recuerdan ya el nombre de la dama que hizo célebre, en los años veinte, el remoquete de La Macorina, y no son muchos más los que saben  que todas las tardes, alrededor de las cinco, se exhibía  en una cuña, conducida por ella misma,  por Malecón, Galiano, Dragones y Zanja hasta Infanta, donde daba la vuelta para empezar otra vez su periplo, aunque todos hemos escuchado alguna vez la melodía que la inmortalizó con aquel  pegajoso estribillo que decía: “Ponme la mano aquí, Macorina…”

LAS POSADAS

Las posadas eran otra cosa. Se acudía a ellas en pareja  y servían de escenario a un encuentro de amor ocasional y a las escapaditas extramatrimoniales, tanto de ellos como de ellas, y las utilizaban también amantes que carecían de un lugar mejor para consumar sus propósitos. Tenían  una tarifa para las primeras tres horas y una cuota extra transcurrido ese tiempo, pero siempre  más ventajosa para el cliente que las de un hotel.  Al igual que el de las funerarias era un negocio que siempre reportaba beneficios porque nunca faltaban  muertos ni   gente que quisiera amarse. Cuando el Gobierno Revolucionario las intervino quedaron bajo la égida del Instituto Nacional de la Industria Turística y pasaron a llamarse albergues. Albergues INIT. Almendra, Casitas de Ayestarán, Dos Palmas, Aseo, Fersal, Serafines, Isla de Chipre, La Campiña, Venus, Retiro, Segundo Madrid, Areca, Cándida… eran algunos de sus nombres. En el Directorio Telefónico de 1979 se consignaban 57 posadas en La Habana. Y 31 en el Directorio del 89. Hoy deben quedar muy pocas.

            En ellas sí no era raro que se produjera el escándalo cuando un marido sorprendía a su media naranja en brazos de otro. Las escenas eran generalmente tan violentas entonces que se imponía la intervención de la Policía, que terminaba por conducir a la Estación a la adúltera y a su compañero de aventura y al agraviado. Como a esa altura del asunto era ya numeroso el público que se había congregado ante el edificio, las autoridades cubrían la cabeza de la mujer con una funda para llevarla hasta patrullero.

            Rigurosamente cierta es esta anécdota. Allá por 1960 ó 61 un puritano desorbitado se dio a la tarea de recorrer las posadas. Estacionaba su automóvil delante de ellas y, desde fuera, megáfono en mano,  increpaba a las mujeres que estuviesen dentro. “Mujer impura y desvergonzada: abochórnate, arrepiéntete de su pecado y vuelve a casa”, gritaba. Se desconoce si alguna se tomó la justicia por su mano para fulminarlo a taconazos.

           

           

  

 

           

           

           

           

  

Vida de café

Vida de café

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Massaguer

En los cafés de La Habana no podía faltar la escupidera. Por muy extraño y antihigiénico que parezca hoy, ese adminículo, metálico o de cristal grueso, debía permanecer en  lugar visible de esos establecimientos. Si no sucedía así, el inspector de Salubridad multaba al propietario. Lo mismo sucedía con el dependiente si dejaba sobre el mostrador un vaso, un plato o una taza ya usados. No hacerlo en cuanto el cliente diera por finalizado el servicio equivalía a una infracción sanitaria. Existían en los cafés dos fregaderos. Uno estaba lleno de agua jabonosa y en ella se sumergía el recipiente sucio, que después se enjuagaba con agua corriente en el otro depósito. Las tazas para degustar la infusión  eran especiales. Estaban hechas de loza muy gruesa, anchas arriba y estrechas debajo, con un fondo gordo. De esa forma parecía que el líquido era más del que en realidad podían contener. Pero eso sí, en cualquiera de esos establecimientos, fuera cual fuera su rango, la taza de café era acompañada por un vaso de agua fría.

            Cafés había en los que se consumía de pie, junto al mostrador, mientras que en otros podía el cliente sentarse a una mesa. Existía una categoría en el comercio. La del café sin alcohol. Eso quería decir que en uno de esos establecimientos no se expendía ni una triste cerveza. Solo café, café con leche, batidos, cigarros y tabacos, bocaditos… También unos pasteles deliciosos, de carne o de guayaba generalmente, que un dispositivo eléctrico mantenía calientes en su vidriera. Porque los establecimientos tenían vidrieras para los caramelos, los chocolates y los dulces, y desde detrás de los cristales los cocos prietos y blancos, las cremitas y los boniatillos inflamaban los deseos de los niños.

 No había que entrar a un bar para refrescar con una cerveza o impulsarse con trago fuerte. Se ofertaban  en cualquier bodega. Uno de los extremos  del mostrador  servía de barra. Y la cerveza y el trago se acompañaban del saladito, que iba por la casa. Un pedazo de queso, una lasquita de jamón  o unas cuantas aceitunas, según fuera la solvencia del comerciante, y a veces, todo eso combinado con un pepinillo encurtido en lo que entonces se llamaba la galletita preparada. Las bodegas abrían a las siete de la mañana y cerraban a las once de la noche, con el ligero intermedio de la siesta. Pero el expendio de bebidas alcohólicas se suspendía en ellas a las siete de la tarde. Era una cuestión económica. Mantenerlo después de esa hora obligaba a sus dueños a pagar un impuesto similar al de los bares, lo que las  hacía  incosteables. El bodeguero siempre estaba en la bodega: vivía  por lo general en la trastienda. Era un esclavo de su negocio.

ALUMINIO Y CRISTAL

Estaba el café tipo español y la cafetería tipo norteamericano. El primero con su alto mostrador de madera dura, las mesas con superficie de mármol, las sillas sólidas, un gran ventilador de techo, desesperadamente lento, que no echaba fresco, pero espantaba a las moscas y la ya aludida e infaltable escupidera.  Eran locales abiertos que permitían la entrada del ruido y el polvo del exterior y donde el cliente, consumiera o no, veía transcurrir las horas sin que el mesero le advirtiera que debía ahuecar el ala. Acudía a ellos una fauna heterogénea. Parroquianos habituales y de paso.  El político de barrio, el abogado en ascenso, el médico de prestigio, el tendero de al doblar y el profesor que le echaba el vistazo al periódico coincidían con la muchachita que “hacía la calle” y que entraba a descansar por un momento y el que, apresurado,  quería calmar la sed después de una ardua gestión burocrática. Ineludible era en el café la vidriera de apuntaciones, donde se recogían las apuestas para la bolita y la charada.

            En una sociedad dependiente y mimética como la cubana, las cafeterías arrollaron en los años 40 y 50 del siglo pasado. Climatizadas, de aluminio y cristal y mucho inglés en la oferta que exhibía la carta. Empezó el   “self service” y  al perro caliente se le llamó “hot dog”. Pero algo se ganó en cuanto la higiene. Daba gusto sentarse a merendar o almorzar en la cafetería de un Ten Cent.  Todo muy limpio, reluciente, exquisitamente preparado. El inglés ponía en aprietos a más de un comensal, como aquel bayamés, amigo del escritor Ambrosio Fornet,  que vino a La Habana en viaje de bodas y llevó a su esposa, que nunca había estado aquí, a merendar al Ten Cent de Galiano. Al sentarse delante del mostrador descubrió que casi todas las ofertas estaban en inglés,  pero al menos conocía la palabra “milk” y para no desmerecer pidió algo relacionado con ella, con el deseo de que fuese un batido. Les trajeron dos copas enormes de algo muy cremoso, como un merengue,  parecido a la nata de leche cuando se bate bien. La señora contempló aquello estupefacta y sin apenas contener la irritación, le espetó: “¡Yo no creo que viniéramos  a La Habana para comer boruga!”. Esto es, un dulce campesino típico.

            Con eso de la influencia norteamericana, hasta el bien ranqueado  bar Floridita se vio obligado a introducir  cambios de envergadura. El local abierto que tanto gustaba a Hemingway tuvo que ser cerrado y refrigerado a la carrera cuando a escasos cincuenta metros de allí, en la calle Bernaza, abrió sus puertas el bar Pan American, que amenazó con robarle la clientela. Algunas fotos de ese Floridita antiguo lo revelan como un lugar bastante deprimente, con las paredes “decoradas” de arriba abajo con pasquines electorales. Existe una foto que así lo muestra. A su pie un redactor ingenuo, para ilustrar sobre la cantidad de personas que lo visitaba, escribió: “Repárese en que tiene dos mostradores”. No hay tal. Son  un mostrador y la vidriera de apuntaciones para la charada.

LA LLUVIA DE ORO

José Lezama Lima solía frecuentar, por las tardes,  La Lluvia de Oro, un café que todavía existe en la calle Obispo. A veces acudía al café de Revoredo, un lugar, decía el autor de Paradiso, signado por “el maltrato, el mal olor y la carestía”. En uno de ellos escuchó una vez una frase, venida desde la mesa vecina: “Todo el que tiene una novia china tiene buena suerte”,  que terminó incorporando a uno de sus poemas. El  desaparecido café Vista Alegre, en Belascoaín entre San Lázaro y Malecón, fue el cuartel general de Sindo Garay y su hijo Guarionex, Graciano Gómez, Chepín y otros trovadores, así como de Antonio María Romeu, el llamado  El Mago de las Teclas, y más de una canción se concibió y compuso  en el lugar. Se afirma que Eladio Secades escribía a mano a la mesa de un café sus crónicas insuperables  y cuando las daba por concluidas llamaba al periódico para que un tracatrán  las recogiera y mecanografiara.

            Muchos cafés se hicieron famosos en La Habana del siglo pasado.  Europa, en Obispo y Aguiar, era preferido por la gente elegante y pudiente, y Carlos Loveira, con su novela Juan Criollo, lo inmortalizó en las letras cubanas. Es allí don Roberto sorprende al protagonista de la obra hambriento y embobecido ante la vidriera de los dulces y lo obsequia con algunas de aquellas golosinas. Otro, La Isla, en Galiano y San Rafael, La Esquina del Pecado, como se le llamó en los 50,  fue célebre por sus reservados y por sus dos salidas, que posibilitaban todo tipo de escapadas. A su propietario, que pasó medio siglo en el lugar donde ahora está Flogar,  todos lo conocían por Don Pancho, el de La Isla, y Eduardo Robreño lo recordaba “viendo crecer en su derredor los edificios colindantes y su bigotazo de grandes proporciones que nunca abandonó”. En Las Columnas, después cafetería Miami y hoy A Prado y Neptuno, se deleitó García Lorca con una champola de guanábana en una tarde de 1930.  En el café de Zabala, en los bajos del hotel del mismo nombre, se reunían, dice Robreño, “elementos de la farándula, cómicos sin contrata, empresarios, agentes teatrales, críticos y especimenes ligados al mundillo teatral”. Se hallaba en la famosa esquina del teatro Alhambra,  donde estuvo después el cine Alcázar, en Consulado y Virtudes, en el muy habanero barrio de Colón, esquina trágica, por cierto, dado el número de atentados que en los años cuarenta ocurrieron en ella. El café del propio teatro fue visitado por Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Jacinto Benavente, Eduardo Zamacois y otras figuras extranjeras de las letras y el espectáculo. Y frecuentado además por tipos populares, como Pancho Gómez, viejo,  enfermo y alcoholizado.  Se apoyaba en una muleta y reclamaba la caridad de los parroquianos, entre respetuoso e irónico: “Excelentísimo Señor: ¿Podría ayudar en algo a la situación  de este derrumbe social?”

            Hubo en La Habana un café La Rana, en Águila esquina a Reina, y un café Las Avenidas, que todavía existe en Carlos Tercero e Infanta. En el café Las Antillas intercambiaban sueños y poemas Luis Marré y Fayad Jamís bajo la mirada alerta y esclarecedora del culto periodista  Agustín Pi. A Fraga y Vázquez, en las inmediaciones de 23 y 12, concurrían por las tardes políticos de todas las tendencias y por las noches, actores, músicos y cantantes, y vividores de toda laya.

            En Los Parados, en Neptuno y Consulado, se vendían sándwiches espectaculares, “de dos pisos”, y las fritas de Sebastián  atraían a los golosos a su establecimiento de Zapata y Paseo, aunque contaba con una sucursal en 23 entre 2 y 4, también en el Vedado. En verdad, había un fritero en cada esquina. En la barriada de Lawton, en Porvenir esquina a San Francisco, había uno sencillamente espectacular, acreditado asimismo por sus panes con bistec. Ofertaba estos a diez centavos y las fritas, a ocho. Ganaron también nombradía las que se vendían en Infanta y San Lázaro, que allí era posible reforzar con una copita de ostiones.

            Algún día habrá que precisar cuántos cubanos, antes de 1959, capearon el hambre gracias a las fritas, los ostiones de a diez centavos la copita, y las sopas chinas. Entre estas, las del último piso del Mercado Único de La Habana merecen lugar aparte: revivían a un muerto. Es el mundo de las fondas y sus “completas” de arroz, frijoles, vianda, ensalada y carne por solo veinte centavos.  El caldo gallego del Bodegón de Toyo carece de comparación. Aun así, en la época a muchos no quedó más remedio que engañar su estómago con un buche de café.

PROYECTO 23

 La Avenida 23, con sus más de cuatro kilómetros de largo,  es de las vías más transitadas de la capital cubana. Nace en el célebre Malecón habanero, se interna en la mítica Rampa,  atraviesa la barriada de El Vedado, cruza sobre el río Almendares y se hunde  en Marianao. Esa importante arteria ha venido reanimándose a lo largo de los últimos meses. Se remozan y se pintan las fachadas, se modernizan sus luminarias y su sistema semafórico y reabren sus puertas establecimientos comerciales que permanecían cerrados o abatidos  por su falta de ofertas atractivas.

            Algunos de esos establecimientos reavivados son los cafés, como el que se ubica en la intersección con la calle G, un café “literario” donde el cliente tiene acceso a los periódicos  e incluso a libros que se dan en préstamo para ser leídos en el lugar o para llevar,  y,  siempre en moneda nacional, puede degustar la infusión. Café puro, de verdad, no el mezclado que se hizo habitual,  y que allí preparan de diferentes maneras –expreso, capuchino, cortado…--  para disfrute de una gama variopinta de consumidores, entre los que predominan los jóvenes y, por su proximidad con varias facultades universitarias, los estudiantes, en un ambiente calmo,  bohemio  y desprejuiciado donde no falta el escritor de éxito, el trovador que guitarra en ristre confía  en el triunfo que se labrará con su canción no estrenada ni el ser errante con el destino subdividido.

            Un oasis en medio de la vida agitada de hoy. Expresión de una Habana que vuelve y que ya nunca será la misma. Con buen café, pero sin agua fría. Y sin escupidera.

             

              

 

           

           

Las bodegas

Las bodegas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

La bodega es una institución en la vida cubana. Es, más allá de lo que en ella se adquiere, lugar de encuentro y reunión de los vecinos. Una especie de plaza pública en miniatura donde se conversa sobre los pormenores del día, el estado del tiempo, la salud del viejito de al doblar, los nuevos amores de la muchacha de enfrente, que está acabando, y también, por qué no, de cuestiones de alta política o del rumbo de la competencia deportiva que trae en vilo a la fanaticada. Lo que no se acaba de solucionar en la ONU, encuentra arreglo en la bodega de la esquina y en ella se le enmienda la plana al más ranqueado de los mentores  beisboleros. Si no fuera por la bodega apenas se conocería que el matrimonio de al lado celebró en Tropicana su aniversario de bodas o que prepara, para la niña, unos 15 con todas las de la ley. Porque la bodega es asimismo el escenario que algunos aprovechan para pregonar su buena fortuna y esperan que el establecimiento reviente de público para pagar con un billete de cien pesos el sobrecito de café de a cinco. Y se incomodan cuando el bodeguero dice que no tiene cambio.

            Mucho varió  la bodega a lo largo de las últimas décadas. Su espectro comercial se redujo al perder la cantina y la parte que en ella se destinaba a quincalla y se constriñó su horario. En una época, los lunes, martes, jueves, viernes y sábados abría desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, con un intermedio para el almuerzo y  la siesta entre la una y las tres.  Los miércoles cerraba a las siete de la tarde y los domingos, a las doce del día. El bodeguero, por lo general, vivía en la misma bodega y había muy pocas  bodegueras;  eran casi siempre hombres los que atendían detrás del mostrador. Estaba el bodeguero cubano y los bodegueros españoles y chinos. Si un cliente habitual de uno de esos establecimientos requería hacer efectivo un cheque, ahí estaba el bodeguero para realizar la operación y si necesitaba dinero, el bodeguero podía hacer un pequeño préstamo. Entonces se fiaba en la bodega. Si el cliente se comprometía a pagar en la semana, los gastos en que incurría  se anotaban en una tira de papel que el bodeguero conservaba y rompía cuando le liquidaban la deuda. Si el compromiso de pago se establecía para un plazo más largo, mensual, digamos, el bodeguero hacía las anotaciones en una pequeña libreta que él mismo facilitaba al cliente y que permanecía en manos de este. Las cuentas se sacaban a punta de lápiz. Un lápiz de creyón gordo y muy negro que el bodeguero portaba en la oreja y no en el bolsillo de la camisa.  Los clientes, en ese tiempo, no eran clientes ni usuarios. Eran marchantes. Que es como en Andalucía y en América se les llama a los habituales de un establecimiento comercial o de un vendedor ambulante.

VÍVERES Y LICORES FINOS

La palabra bodega cuando se emplea para designar lo que en Cuba se entiende por tal cosa, es un cubanismo. Así  lo recogen Esteban Pichardo y Fernando Ortiz. Tienda de víveres al por menor o abacería, y, por extensión, la tienda mixta de las pequeñas poblaciones o del campo en la que también se venden víveres. De ahí que mucha gente del interior cuando viene a La Habana, llame tienda a la bodega y casilla a la carnicería. Y tienen  razón, aunque les cause risa a muchos.  Porque bodega, en puridad, es el lugar destinado para guardar el vino o para servir de almacén a los mercaderes. Granero. Espacio comprendido en los buques desde la cubierta a la quilla. Almacén donde se venden vinos al por mayor y al por menor. Taberna, y bodegón es, además de taberna, el establecimiento donde se guisan y ofertan comidas, en tanto que tienda significa casa o puesto donde se vende cualquier mercancía. Bazar. Comercio. Despacho. Establecimiento.

Toda bodega en Cuba que se respetara anunciaba en un lugar bien visible que expendía víveres y licores finos. Pero se vendían en ella otras muchas cosas: papel y sobres para cartas, curitas, hilos y agujas, champú, cuchillas de afeitar, desodorante, talco, polvo facial y perfumes baratos,  betún y cordones de zapatos, limas y pinturas de uña, brillantina para el cabello y aquella Rhum Quinquina,  de Crucellas, que eliminaba  la caspa en la primera aplicación.

Todas, al igual que ahora, tenían su nombre, por el que, lo mismo que ahora, nadie las identificaba, salvo excepciones. En Lawton estaban Los Motoristas, La Mía y El Gallito, pero lo frecuente era hablar de la bodega de Alfredo, de Daniel, de Manolo… y prácticamente abría sus puertas una en cada esquina. En las siete cuadras lineales que mediaban entre la bodega de Alfredo y la de Manolo había, contando estas, siete comercios de ese tipo. Además de dos carnicerías, cuatro cafés, tres quincallas y una gasolinera con taller, ponchera y expendio de piezas para automóviles. Una sala cinematográfica. También dos puestos de chinos, un tren de lavado, dos tintorerías, dos escuelas privadas y una pública, la consulta de un pediatra y el gabinete de un dentista. Un conservatorio musical y dos o tres modistas. Un rastro de materiales de construcción. Dos barberías. Una farmacia. Y una clínica. Y conste que se alude solo a un pedazo de la mencionada barriada, el que corría sobre  San Francisco desde la calle Lawton hasta Once.

Allí, pero en la calle Concepción y más cerca de la calzada de 10 de Octubre, tenía su bodega el chino Luis. Había llegado a Cuba en tiempos inmemoriales y levantó una pequeña fortuna que le permitió retornar a su país. Lo sorprendió allí el triunfo de la Revolución y logró volver a La Habana, donde en 1959 terminaría viendo la misma película. Su bodega se llamaba La Fe.

TESTIMONIO INSUPERABLE

La referencia más antigua a la bodega cubana que conoce este escribidor, se halla en un libro publicado en Nueva York, en 1889. Se titula From flag to flag (De bandera a bandera) y su autora es  Eliza Mc Hatton-Ripley, una norteamericana a quien la Guerra de Secesión obligó a salir de su país y buscar refugio en Cuba junto con su familia y un par de esclavos. Aquí, donde vivió durante diez años a partir de 1865, se radicó primero en el Cerro y luego en Matanzas, donde tuvo un ingenio al que puso el nombre de Desengaño.

            Dice Eliza Mc Hatton-Ripley con relación a las bodegas cubanas:

            “Nunca supe cuándo cerraban las tiendas de La Habana ni cuándo abrían sus puertas; ni las vi nunca cerradas aun en domingo, excepto durante los tres últimos días de la Semana Santa, en los que se suspende totalmente todo tipo de negocio. Al regresar a medianoche de la ópera o el baile, una encontraba cada tienda brillantemente iluminada y llena de personas que se empujaban unas a otras.  […] Los mismos hombres permanecían día  y noche detrás de los mostradores, muchos en mangas de camisa y fumando”.

            ¿Dónde almorzaban esos hombres? Precisa Eliza que lo hacían en la misma tienda. A una mesa larga se sentaban los dueños y los empleados, incluidos los mandaderos y los carretoneros, y “si entraba un marchante, alguno de aquellos se levantaba, lo servía y se sentaba a almorzar de nuevo”. Añade que como no existían comedores, en oficinas y bancos, tiendas, casas de comercio y almacenes se daba de comer a todos los empleados.

            “Innumerables bodegas pequeñas y cantinas baratas y sucias estaban dispersas por los alrededores y calles apartadas, donde los trabajadores blancos y de color comían uno junto al otro pescado frito o sopa de ajo y bebían aguardiente (ron nativo) o vino tinto. En algunas de las bodegas más pobres se mantenían burras atadas al mostrador y se ordeñaban allí mismo para vender la leche a inválidos y personas de digestión delicada. El café que se servía en esas mismas bodegas era rico y delicioso”, recuerda la Mc Hatton-Ripley en su testimonio, que es de las cosas mejores y más abarcadoras que un extranjero escribió sobre Cuba.

LOS CHINOS Y EL SOBRINO

En las bodegas siempre había cartuchos. De diferentes capacidades. Desde una libra hasta 25. Y un papel parafinado donde se envolvían la manteca, que no se derretía, y el jamón, los chorizos y las aceitunas, las pasas y las alcaparras. Tampoco faltaba, en la barra, el saladito y el cubilete. Ni el mensajero, que debía permanecer en el portal. En ocasión del fin de año el bodeguero agasajaba  a sus marchantes habituales con una sidra, una botella de vino o un turrón. Como el dueño del negocio no se desprendía del mostrador y, en caso de tener empleados, no se  desentendía de la caja contadora, la contabilidad marchaba al kilo y el negocio transcurría sin faltantes ni sobrantes. Había, claro, una pequeña ventaja para el bodeguero cuando no dejaba asentar la pesa o, a propósito,  se le iba la mano en el tamaño del cartucho o  rellenaba con agua de la pila las botellitas de agua mineral.  El cliente tenía siempre la razón y si no, cambiaba de bodega.  

            Era más económico entonces comprar en las bodegas de chinos. Sucedía que un bodeguero de esa nacionalidad no compraba nunca de manera individual para su bodega. Lo hacía en cooperativa, en sociedad con otros comerciantes, también chinos.  Como adquirían mercancías para diez, doce bodegas, los vendedores al por mayor y los carreros les hacían descuentos que, a la larga, terminaban beneficiando al marchante. Así, una caja de cerveza (24 botellas) que se expendía en cualquier bodega al precio de cuatro pesos con 80 centavos, salía en los chinos en $4.08, con el ahorro consiguiente para el cliente de 72 centavos. Lo mismo sucedía con el arroz y otros productos.

            Más que dueño, el bodeguero era, en verdad, un esclavo de su negocio. El bodeguero cubano supo hacer familia, lo que no hicieron, como regla, bodegueros de otras naciones que aquí se avecindaron. El chino Felipe, decano de los bodegueros en el reparto Santa Amalia, siguió viviendo, solo, en la trastienda de su comercio, luego de que se lo intervinieron, hasta que decidió ingresar en un asilo de ancianos del Barrio Chino.

            Los españoles no tenían familia, pero tenían sobrinos. Un día recibían al hijo de la hermana que les llegaba desde la Madre Patria. Venía por abajo  el “galleguito”, agradecido de la oportunidad que se le daba de vivir en La Habana. Al comienzo, todo era paz y orden. “Sí, tío”, “Como usted mande, tío”. Pero el tío envejecía y él, sin esperar a su muerte, se iba adueñando poco a poco  del negocio. Sacaba las uñas. Empezaba por no cuadrarle las alpargatas, la camisetilla y aquellos pantalones de dril crudo que distinguían a su pariente. Quería vestir y vestía de otra manera. Se ilusionaba luego con un automóvil y cambiaba el espacio de la trastienda por una casita con patio y portal. Empleaba casi tanto como lo que ganaba en los juegos de azar y la mulata del solar terminaba amarrándolo hasta que la cambiaba por una muchachita bien, aunque venida a menos y, al final, perdía la bodega. Porque la fortuna que el tío, con mucho sacrificio había logrado levantar a lo largo de toda una vida, la dilapidaba el sobrino en un par de años para seguir haciendo válido el refrán de “Padre bodeguero, hijo caballero, nieto pordiosero”.