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Memorias

Cómo huyó Orestes Ferrara

Cómo huyó Orestes Ferrara

Ciro Bianchi Ross

Hace muchos años, allá por los lejanos 70, un amigo me contó que había conservado durante décadas un par de corbatas que pertenecieron al político machadista Orestes Ferrara. Era parte de un botín de guerra. El 12 de agosto de 1933, varios estudiantes, entre los que se encontraba mí ya fallecido amigo, trataron de echarle el guante en el puerto de La Habana al Secretario de Estado (Ministro de Relaciones Exteriores) de la dictadura de Machado.  No lo consiguieron. El astuto italiano, que alcanzó en la Guerra de Independencia el grado de Coronel, que le otorgó el generalísimo Máximo Gómez, logró llegar indemne al hidroavión que, como todos los días, saldría  del muelle del Arsenal  a las tres de la tarde. Poco después se le juntaba su esposa. Pero esta, en la prisa por escabullirse, abandonó u olvidó el equipaje, cuyas piezas se repartirían, como trofeo, sus perseguidores. Como yo  sabía que Ferrara,  el historiador Ramiro Guerra y el periodista Alberto Lamar fueron los tres últimos funcionarios que abandonaron  el Palacio Presidencial minutos antes de que el pueblo lo ocupara y saqueara, siempre supuse que se había dirigido directamente al puerto. Pero no. Ferrara, a pie y en coche, haría aquel día un largo periplo por La Habana.

            De esa sabrosa estampa del ayer estaremos hablando enseguida.

EN REBELIÓN ABIERTA

Ferrara regresa a Cuba el miércoles 9 de agosto de 1933, tres días antes de la caída del régimen. Una conferencia internacional, tan rimbombante como inútil, lo había retenido en Londres durante varias semanas, y ya en Washington, donde esperaba poder entrevistarse con el presidente Roosevelt, recibió el llamado perentorio de Machado que lo conminaba al regreso. “Embarca lo más rápido que puedas”,  ordenaba el dictador en su mensaje. El país estaba en rebelión abierta y el papel de mediador entre la oposición y el gobierno asumido por Benjamín  Summer Welles, el embajador de EE UU, agriaba los ánimos, mientras que la dictadura perdía sostenes y esperanzas.

            Los días 10 y 11 son para Ferrara de trabajo incesante. Se entrevista con Machado, que le aseguraba  que renunciaría, aunque nunca estuvo muy decidido del todo, y con el embajador  Welles, a quien reprocha su gestión mediadora. Conferencia asimismo con representantes de la política tradicional que se oponen a la dictadura. Sabe muy bien que la suerte del régimen está echada. Por eso, sin concurrir al ministerio, apenas sin salir de su casa, labora, con el concurso de Ramiro Guerra, Secretario de la Presidencia, en  los documentos que avalarán el tránsito de poderes: las dimisiones  de los ministros, la solicitud de licencia que hará Machado al Congreso y que equivale a su renuncia, los decretos que darán vida al nuevo gobierno… todo un esqueleto que quiere presentar en orden al general Alberto Herrera, escogido por Machado como su sustituto.

            El sábado 12 acude al Palacio Presidencial.  Son las ocho de la mañana y en el trayecto desde su casa, en San Miguel y Ronda,  al costado de la Universidad, advierte las calles insurreccionadas, pero no agresivas. Allí, para su sorpresa, se encuentra con Machado. Conversan. Dice  al dictador que, junto con su mujer,  viajará rumbo a Miami en el hidroavión ordinario de las tres de la tarde y que entonces  se trasladarían a Nueva York. Machado confiesa que no sabe exactamente lo que hará, pero que quizás se traslade a Las Villas a fin de acampar en el Escambray con un centenar de leales. A otros diría esa misma mañana que acamparía en Rancho Boyeros.

            Ferrara le recomienda con insistencia que se olvide del Escambray y salga al exterior, y Machado, en una especie de limbo, da vueltas por los salones de Palacio como quien no sabe si irse o quedarse hasta que decide salir,  con la escolta, hacia  su finca Nenita, en la carretera de Santiago de las Vegas a Managua.  En el despacho privado del Presidente, en el tercer piso de la mansión, junto con Guerra y el periodista Lamar, Ferrara se vuelca de nuevo sobre los documentos que deben estar listos antes de la fuga. El Palacio, tan concurrido en días anteriores, está ahora casi desierto. Lo abandonan los empleados al advertir la ausencia de la familia presidencial, y también los viejos servidores que, ajenos a la política,  pasan de un Presidente a otro. Solo una criada permanece en las habitaciones particulares  del mandatario. Nadie se lo ha pedido, pero ella las arregla por amor al orden.

SE ALQUILA

Una multitud comienza  a darse cita en las afueras del Palacio. La documentación está lista al fin y Ferrara y sus acompañantes se disponen a salir del edificio. La puerta por la que quieren hacerlo  está cerrada y ya por fuera colocaron  en ella un cartelito que dice “Se alquila”. La puerta principal está cerrada también y lo está asimismo la reja de la mayordomía. El policía que debe custodiarla y que sirve como portero desde los tiempos de Estrada Palma, da paseítos nerviosos por el edificio y jaranea con la muchedumbre. Lo localizan y retira el candado. Ferrara pide a sus compañeros que lo dejen salir primero, y  afuera agita los papeles que lleva en la mano como para anunciar la renuncia del jefe del Estado. Estalla el entusiasmo y los tres funcionarios que ya dejaron de serlo llegan al coche de la Secretaría de Estado que los espera. La gente no aguarda  más y penetra en el Palacio Presidencial.

            Guerra baja el primero y busca  la Estación de Policía de la calle San Lázaro. Poco después, a la altura de Infanta, desciende Lamar del vehículo. Ferrara se dirige a la casa del general Herrera, en L entre 21 y 23, frente a un costado del hospital Mercedes, para  entregar los documentos que a esa altura no interesan  a nadie.  Lo recibe el embajador Welles, pero no puede ver a Herrera. El general no fue aceptado por el Ejército como sustituto de Machado, y el Presidente es ya, por obra y gracia del embajador,  Carlos Manuel de Céspedes, el hijo del Padre de la Patria.

            Ferrara, solo, debe volver a pie a su casa. Ve pasar, en su automóvil, a su viejo amigo el nuevo mandatario, que vuelve la cara para no saludarlo.  En el camino se le suman algunos amigos dispuestos a protegerlo. Frente a su residencia, mientras atiende al embajador de España, un tiro que era para él mata a un hombre de su confianza. Se hace nutrido el tiroteo y el diplomático insiste en que, junto con su esposa, busque refugio en su embajada. El matrimonio se niega. Reitera el embajador su ruego, pero la respuesta es la misma. Urge hallar una salida. Ferrara pide a su esposa que se traslade a la casa de su hermana, y, antes, prepare  el equipaje. Él iría a la  casa de un amigo, donde ella deberá reunírsele. Almuerzan, con buen apetito, unos espaguetis napolitanos.

SIN DISFRAZ 

            Hay saqueos, linchamientos, incendios,  detenciones… La radio trasmite noticias inquietantes. Una amiga de la familia ha reservado dos pasajes en el hidroavión de las tres de la tarde. El asunto es llegar al muelle del Arsenal. Ferrara decide hacerlo sin disfraz alguno y en un automóvil descubierto. Como su chofer se niega a conducirlo, lo hará un sobrino y lo acompañará su cuñada. Un sobrino más se suma al grupo  en calidad de guardaespaldas. Ferrara irá también armado.  La esposa acudirá  después, en otro vehículo, luego de realizar gestiones de última hora y recoger las dos pequeñas maletas donde llevan lo imprescindible.

            El trayecto hasta el muelle es fácil. Evitan, claro, las vías más concurridas. Por G, el auto tuerce a la izquierda y gana Carlos III. Lo hace a una velocidad normal para no llamar la atención.  Muchos  reconocen al funcionario del gobierno depuesto; algunos lo saludan y otros lo increpan, pero nadie lo detiene. A la altura de Belascoaín, se  ve jaleo dos cuadras más allá, en Reina y Escobar. Están asaltando la casa del senador Wilfredo Fernández. El automóvil gira rápido  a la derecha, luego a la izquierda y escapa por la calle Estrella.

            En el Arsenal no hay público. Ferrara abona el importe de los pasajes y aunque falta tiempo para la hora del vuelo un empleado le permite pasar al hidroavión. El sobrino que sirvió de custodio se mantiene fuera, armado, a la expectativa. Llega la esposa del ex ministro y ocupa un asiento a su lado.

            La tripulación está ya a bordo, y el capitán de la nave, un ruso blanco, dispone que el aparato se separe del muelle y sea atado a la boya. Ya la instalación  no está desierta como lo estuvo antes. La ocupa un grupo numeroso de jóvenes estudiantes y también de marineros y soldados. Desde el hidroavión se les ve gesticular, pero no se escucha lo que dicen. Sí  es audible desde el aparato la voz de las ametralladoras. Disparan contra la nave. No menos de cincuenta tiros la impactan. El camarero está muerto de miedo, a punto del ataque de nervios,  y una bala atraviesa el sombrero de la esposa de Ferrara.

            El motor, el motor, grita el capitán y la nave se pone  en movimiento. Ya en el aire, el piloto  toma una determinación inesperada. Teme  que aviones del Ejército cubano lo persigan y ataquen en pleno vuelo, y  cambia el rumbo y solo lo rectifica cuando se convence de que no habría  peligro.

            En el aeropuerto de Miami un grupo de cubanos increpa al ex ministro de la dictadura. Ferrara responde a las agresiones verbales y se lanza contra uno de ellos, pero cuatro policías vestidos de paisano lo contienen y lo cargan hasta un automóvil. La pareja se hospedaría en el hotel Colombus, y de allí la sacan las autoridades de Emigración para ficharla.

            Deben comprar ropa. La de Ferrara, que viste de blanco, está en un estado deplorable. Tanto que algún que otro periodista llegó a afirmar que parecía  como escapado de una refriega de masas. Lo ha castigado duro el sol de agosto y, entre una cosa y otra,  lleva dos días sin cambiarse. Pero no tiene con qué hacerlo porque las pocas pertenencias que recogieron para el viaje quedaron en el muelle del Arsenal, de La Habana, a merced de sus perseguidores que décadas después todavía las mostraban como trofeo y recuerdo   de una época  en la que el pueblo se vio obligado a tomar la justicia por su mano y que, por su complicidad con la dictadura y con Machado, hubiera pasado la cuenta a Ferrara de haberle echado el guante aquel 12 de agosto.

             

 

             

 

Cuba y Puerto Rico son

Cuba y Puerto Rico son

Ciro Bianchi Ross

 

Hace unos días una audiencia de la Asamblea Nacional del Poder Popular instó a todos los parlamentarios, fuerzas políticas y movimientos e instituciones sociales del mundo a realizar acciones concretas a favor de la eliminación definitiva del estatus colonial de Puerto Rico. La Comisión de Relaciones Internacionales del Parlamento cubano acordó suscribirse a la Proclama de Panamá, adoptada de manera unánime por el Congreso Latinoamericano y Caribeño por la Independencia de Puerto Rico. En ese cónclave, 33 partidos políticos de 22 naciones de la región decidieron aunar esfuerzos para contribuir a la solución del problema colonial en la isla vecina. Tanto en la reunión de Panamá como en la de La Habana se constató la creciente comprensión que existe en nuestra área geográfica de que América Latina y el Caribe no serán verdaderamente independientes hasta que todas sus naciones no lo sean. Para los cubanos, expresó Ricardo Alarcón, es obligación de hermanos reforzar su apoyo a la lucha independentista del pueblo boricua.

            Se sabe que desde los tiempos de Martí, la independencia de Puerto Rico es anhelo del pueblo cubano. Lo que quizá se desconozca o no se recuerde es que la primera vez que La Borinqueña, el canto nacional puertorriqueño, se escuchó en un evento internacional fue gracias a la gestión de dos figuras prominentes de la cultura cubana. Y que poco después la Cámara de Representantes y el Gobierno de la República de Cuba intercedían ante el gobernador colonial  Luis Muñoz Marín  a fin de que garantizara la vida de don Pedro Albizu Campos, sitiado entonces en su casa de San Juan.  Corría el año de 1950.

CITA CENTROAMERICANA

Se inauguraban los VI Juegos Centroamericanos y del Caribe y unas 60 000 personas se daban cita en el estadio de Ciudad de Guatemala. El presidente de ese país, Juan José Arévalo, pronunciaría las palabras de apertura y enseguida desfilarían los atletas de doce países y territorios de la zona. El paso de cada una de las delegaciones  sería saludado con su himno nacional respectivo, interpretado por la banda de la Policía guatemalteca. Solo los deportistas boricuas no portarían su bandera, sino la de las barras y las estrellas, y marcharían bajo los acordes del himno de Estados Unidos.

            “Guatemala se enorgullece de ser el dirigente del movimiento contra las potencias coloniales e imperialistas y las dictaduras en el Caribe”, dijo Arévalo en su discurso inaugural, y sus palabras fueron el preámbulo de lo que sucedería porque al paso de la delegación de Puerto Rico la banda de la Policía hizo escuchar La Borinqueña, mientras que el maestro de ceremonias, a través de los altoparlantes del estadio, recordaba que Guatemala no reconocía colonias en América y una ovación cerrada acogía su mensaje.

            Claro que no todos los presentes en el amplio coliseo aplaudieron. Richard Petterson, embajador de Estados Unidos en la nación centroamericana, obligado por el protocolo, escuchó La Borinqueña en atención, pero de inmediato se retiró indignado, no sin antes advertir que entregaría una protesta formal ante la cancillería guatemalteca. Lo hizo y la réplica del gobierno de Arévalo fue precisa y lógica. Decía: “No se tocó el himno norteamericano porque Estados Unidos no participa en estos Juegos. Se interpretó La Borinqueña porque Puerto Rico no tiene himno nacional y esa melodía popular está considerada como canto nacional”.

            El canto nacional puertorriqueño interpretado en la apertura de los VI Juegos Centroamericanos eclipsó la competencia misma. Grandes agencias de prensa reportaron el incidente y los periódicos más importantes de Norteamérica le dieron cabida en sus páginas. El asunto, sin embargo, no quedó ahí pues se repitió  en Haití pocos días después en ocasión del recibo que el presidente Estimé hizo a los participantes extranjeros en la feria de Puerto Príncipe, solo que esa vez no hubo nota de protesta de la embajada  de Estados Unidos.

            ¿Cómo llegó La Borinqueña a Guatemala? Como no había allí copia de su música, un alto funcionario del Gobierno guatemalteco dirigió  al doctor Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de La Habana, una petición para su envío urgente. Roig, como era de esperar, tampoco la tenía, pero acudió al maestro Gonzalo Roig, compositor y  director de la Banda de Música Municipal, para que la facilitara. Aportó el autor de Quiéreme mucho una copia para piano de la melodía  y el historiador la puso en el correo aéreo tan pronto como pudo. Así llegó a Guatemala. Una gestión en el mismo sentido, pero que no llegó a cuajar, hacía entonces en la capital cubana el hijo de Pedro Albizu Campos.

CRUENTA Y SAÑUDA PERSECUCIÓN

Pasaron diez largos meses. El 30 de noviembre de 1950 llegaba al Capitolio una dama encadenada. Vestía de negro y, con los ojos fijos, lucía  consumida por la angustia. Era la esposa de don Pedro y portaba un mensaje  en el  que el líder  nacionalista recababa la solidaridad de los parlamentarios cubanos. Frustrado un atentado contra su vida, orquestado, a su juicio, por agentes norteamericanos y no por la Policía de la ínsula, se hallaba, al igual que otros independentistas, confinado en su casa, acosado como una fiera, sin otra alternativa que entregarse o sucumbir peleando. La fracción Ortodoxa acogió de inmediato el llamado y el profesor Manuel Bisbé propuso al pleno de la Cámara de Representantes que tres diputados viajaran a Puerto Rico “para comprobar sobre el terreno lo que allí sucede y aminorar la cruenta y sañuda persecución que sufren en estos momentos los líderes independentistas”.

            Aunque el presidente Prío apeló  por carta a los “buenos oficios” y a la “humana mediación” del gobernador Muñoz Marín para garantizar la vida de Albizu, se negó a conferir carácter oficial a la embajada del Congreso que visitaría la isla hermana. Muñoz Marín, por otra parte, no había respondido a las más de veinte llamadas telefónicas que el presidente de la Cámara de Representantes le hizo desde La Habana para anunciarle la llegada de los parlamentarios.

            El destino de la misión era incierto. Aun así los representantes Manuel Romero Padilla (independiente) Luis Orlando Rodríguez (ortodoxo) y Enrique Cotubanama Henríquez (auténtico, dominicano, cuñado de Prío) se ponían en camino. No pasarían de Miami.

VEJACIONES

En el aeropuerto de esa ciudad se les “pegó” un sujeto que se identificó como de la Pan American.y que, sin que se lo pidieran, dijo estar a sus órdenes. Sospechaban los cubanos de tan extraña compañía cuando dos llamadas desde La Habana les anunciaron que no debían proseguir viaje. Por la primera se enteraron de la desairada respuesta de Muñoz Marín a Prío, y por la otra, de que la Cancillería cubana no había obtenido en Puerto Rico buena acogida para su gestión.

            Lo peor vendría después. Dos inspectores de Inmigración penetraron en la cafetería del aeropuerto y comunicaron a Henríquez que no podría salir del edificio. Estaba excluido de visitar Estados Unidos en virtud del artículo primero de la Ley de Seguridad Interna. Los funcionarios tenían órdenes de no dejarlo solo. Minutos después otro funcionario norteamericano se sumaba al grupo para comunicar que el dominicano era persona no deseable en Estados Unidos y que Romero Padilla y Luis Orlando estaban detenidos y sujetos a investigación. De nada valían  los argumentos del cónsul cubano, los pasaportes diplomáticos ni las visas expedidas a favor de los afectados por la embajada norteamericana en La Habana. Los tres legisladores serían trasladados a las oficinas de Inmigración. Los inspectores acordaron sacarlos por el fondo del aeropuerto para evitar el escándalo.

            -Solo por la fuerza me sacan a mí por el fondo –gritó Luis Orlando, que llegaría a ser Comandante del Ejército Rebelde. Romero Padilla no se quedó atrás. Rugió: ¡Al que se me acerque le meto una trompada! Y los tres diputados cubanos, más allá de sus discrepancias políticas, se agruparon en el centro del salón, con los puños en guardia.

            Hubo una calma tensa. El cónsul pidió a los funcionarios norteamericanos que le permitieran comunicarse con Luis Machado, embajador cubano en Washington y tuvo que esperar quince minutos para que lo dejaran hacerlo. Y en ese cuarto de hora se produjo otro incidente. Romero Padilla apremiado por una necesidad fisiológica, pese a estar advertido de que no podía moverse, buscó una puerta que creyó era la del sanitario y que daba a un salón donde aguardaban ansiosos periodistas y reporteros gráficos. Se abalanzó sobre él uno de los custodios y solo la interposición del cónsul evitó el cuerpo a cuerpo.

            Llevaban ya  tres horas detenidos cuando se recibió desde Washington  la llamada del embajador Machado. Había conseguido una dispensa y quedarían en libertad en otros treinta minutos. Romero Padilla y Luis Orlando hervían de indignación.

            -Nosotros no permaneceremos aquí. ¡Volvemos a Cuba! –dijeron, pero Henríquez, conciliador, insistió en quedarse. Quería ir a las oficinas de Inmigración a responder el interrogatorio.

            Minutos después otro funcionario, sin presentar la menor excusa por el tratamiento que les dieron,  dijo: ¡Están libres! ¡Pueden hacer lo que quieran!

            Enrique Cotubanama Henríquez salió del aeropuerto para perderse en la ciudad y Luis Orlando Rodríguez y su compañero se dispusieron a regresar a Cuba en el avión que partiría  cuarenta minutos después. Se había frustrado aquel intento cubano de abogar por la vida de Pedro Albizu Campos, expresión de la solidaridad de un pueblo para el que “Cuba y Puerto Rico son/ de un pájaro las dos alas/ reciben flores y balas/ sobre un mismo corazón”.

           

           

             

           

             

 

           

           

           

   

             

           

   

La trompetilla

La trompetilla

Ciro Bianchi Ross

 

En la serie de “muñequitos” que pasa ahora la Televisión nacional  con el título de Súper B; Otra B, el  Emperador sufre perretas colosales al advertir que el  cubano hace producir sus fábricas, cosecha la tierra, exporta, recibe visitantes… y como no le da su “gana americana” de que así sea, toma medidas radicales y urgentes para evitarlo. Pero el cubano se las arregla para salir adelante, se sale siempre con la suya y alguna que otra vez se burla de su poderoso enemigo y su plan anticubano con la criollísima trompetilla.

BANDERITA DE RIDÍCULO

Durante décadas el cubano se valió de ese húmedo y sonoro recurso para burlarse  y hacer mofa de aquellos que “se pasaban de rosca y causaban daño con sus estridencias”. Era expresión de una crítica cruel, pero eficaz y certera que dejaba fuera de combate a quien la merecía. Filósofos de café con leche, retóricos de parque, filomáticos de esquinas y políticos demagogos fueron sacados del aire, al menos de momento, con una buena trompetilla que “enfriaba, desarmaba y reintegraba a la realidad a los que sin darse cuenta habían salido de ella”.

            Decía Eladio Secades en una de sus Estampas que el cubano inventó la trompetilla a fuerza de necesitarla, y añadía que casi todos los errores que aparecen en nuestra historia fueron trompetillas que se dejaron de tirar. Para Jorge Mañach, la trompetilla desinflaba y bajaba los humos de personajillos extranjeros de arribazón, ganosos de remozar  un prestigio raído en su país  y que llegaban aquí, con aires de suficiencia, como a tierra conquistada. Y también al nativo, que debía pensarlo tres veces antes de engreírse.

            Precisaba el autor de Indagación del choteo:

            “El arma de emergencia para esos casos suele ser la trompetilla. De todo el repertorio hasta ahora conocido de emisiones o ademanes despectivos, es ese el más humillante, acaso por ser también el más cargado de alusiones abyectas. No hay gravedad, por imperturbable que sea, en la que no cale de momento esa estridente rociada de menosprecio. Su eficacia está en su misma falta de violencia, en lo disminuyente que resulta su propio tono disminuido. Cualquier otro ademán de burla o desdén –sacar la lengua, negar el saludo, escupir al paso- conlleva una agresión directa ante la cual se hace fuerte la dignidad agredida.

            “En cambio la trompetilla, por más oblicua y lejana, parece desarmar y hasta disolver  por el momento la dignidad a que se dirige. Es una mínima saeta que se clava siempre en el blanco –en el centro de gravedad- flameando una banderita de ridículo…”

RUBRO EXPORTABLE

Si se busca en cualquier diccionario el significado del término, se encontrará que se llama trompetilla al embudillo de metal que suelen usar los sordos para oír. También a cierto cigarro filipino de forma cónica. Y se dice mosquito de trompetilla de aquel que deja escuchar su zumbido cuando vuela.

            Ninguna de esas acepciones concuerda con la que le damos aquí. El sonido que, imitando  al de una trompeta,  se emite con el puño cerrado puesto en la boca. Por tanto tiene razón Eladio Secades. Trompetilla,  en esa acepción, es voz cubana, y aunque Fernando Ortiz no la incluye en su Nuevo catauro de cubanismos, sí lo hace Esteban Pichardo en su Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, libro que alcanzara su cuarta edición en 1875, lo que da una idea de la antigüedad del término.

            Es pues tan criolla  como el son y fue durante décadas, según Secades, uno de nuestros principales  rubros exportables. Salvo José Raúl Capablanca y Kid Chocolate, nada de Cuba llegó en su tiempo tan lejos como la trompetilla.

            Porque de La Habana, en tiempos del presidente Alfredo Zayas (1921-25) la trompetilla pasó a Panamá y, gracias al tráfico interoceánico, saltó de esa nación centroamericana a todos los continentes antes de que el cine made in USA la santificara. Decía  Secades: “He aquí un triunfo cubano del que nadie ha querido hablar”.

ARDE TROYA

A ese país  arribó a cuesta de una nutrida delegación deportiva cubana en una época en que, en bares y cafés de la capital istmeña,  cierto prohombre alcoholizado retenía por la fuerza a amigos y parroquianos a fin de que le escucharan sus largas y afectadas declamaciones. A veces, en un arrebato de lirismo,  se aferraba, con las manos crispadas,  a las solapas de uno de sus oyentes y le colaba sin vacilar una tirada lírica de Juan de Dios Peza… “Los pobres panameños, recordaba Secades, de quien tomo la anécdota,  padecían a aquel hombre sin encontrarle solución”.

            Cierta noche  recitaba el tipo en un bar  el famoso “Nocturno” de José Asunción Silva, cuando entró  al establecimiento uno de aquellos cubanos de la delegación deportiva que, de paso para el hotel, carenó allí para beber el penúltimo trago. Rodeaba al declamador una corte de víctimas que, para halagarle, ensayaba dramáticos gestos, ora de aprobación, ora de asombro. Se golpeó el pecho con los dos puños el recitador, abrió los brazos y dejó oír muy despacio:

Contra mí ceñida toda, muda y pálida…Como si un presentimiento de amarguras infinitas

Hasta el más secreto fondo de las fibras se agitara…

Y ahí mismo ardió Troya  porque desde uno de los ángulos del salón brotó un ruido áspero, prolongado, escalofriante. Como el que se produce al arrastrar una silla en el silencio de la noche o al abrirse la puerta de un escaparate nuevo.

“El hombre de mi historia se congeló de los tobillos a las narices y sintió como si de pronto todo el alcohol se le hubiera escapado del cuerpo –concluía el autor de Estampas. Sacó la pistola y empezó a buscar a quien tenía que matar. Pero la carcajada era unánime y el destino le había colocado en la tremenda disyuntiva de la resignación o la masacre.

“Esa fue la primera trompetilla que se tiró en Panamá. Los cubanos arrojamos tan peligrosa semilla…”

¡FO!

Cuando yo era niño existía una broma, de pésimo gusto y peor olor, que a diferencia de la trompetilla, que afectaba solo a la persona a la que se dirigía, perjudicaba a todos. Era la flor de pedo, que por elegancia idiomática llamaremos aquí bombita de peste.

 Tres o cuatro de esas bombitas, bien aplastadas en el piso de concreto de un cine de barrio, ponía a correr al pinto de la paloma. No había forma de permanecer en la sala.  El olor se adueñaba del ambiente, asfixiaba,  ponía a todos al borde del vómito y se quedaba allí, flotando, durante largos minutos. Lo peor era que, aun  transcurrido ese tiempo, se  tenía  la sensación de que uno se había impregnado de aquel olor repugnante e iría por ahí expandiéndolo.  Aquello no era una broma. Era un estropicio. Ante el alboroto,  encendían las luces del cine,  se interrumpía la proyección de la película, y usted esperaba para volver a entrar o regresaba a su casa y perdía su dinero.

            A diferencia de Enrico Caruso, a quien en 1920 pusieron aquí  una bomba de verdad, aunque causó más ruido que daño, el tenor mexicano José Mojica fue víctima en la Habana de 1931 de aquellas florecitas.

            Si bien la prensa se dio por hacerle imposible la vida a Mojica  durante su estancia cubana, su presencia fue acogida con júbilo por el público que lo conocía muy bien gracias a sus películas, entre ellas la titulada El precio de un beso. La noche del estreno (14 de diciembre) el Gran Teatro de La Habana estaba a reventar y el artista, al salir al escenario, fue recibido con una verdadera tempestad de aplausos. Interpretaría la Invocación del Orfeo, de Peri, la  Salve Dimora del Fausto, de Gounod, la Donzella fuggie, de Cavalli…  Todo iba viento en popa hasta que, desde la escena, advirtió  que el público se levantaba y salía apresuradamente. Los espectadores se cubrían la nariz con pañuelos, tosían y gesticulaban. Puntualiza el tenor  en su autobiografía: “Todo el recinto era bullicio y desorden. Hasta mí llegaba el picante olor de las bombas lacrimógenas”. Que eran de otra cosa. Agrega: “Quince minutos se suspendió el concierto, y, con la atmósfera viciada por los gases, se reanudó el programa”.

            El artista ofreció seis conciertos en La Habana y otro más  que fue de homenaje y despedida. Cobró mil dólares por cada uno de ellos. Cuando comparamos dicha cantidad con lo que devengan hoy los grandes tenores, aquellos mil dólares  podrán parecernos ridículos. Pero era una suma exorbitante en su época. Mojica, de concierto en concierto y de película a película, se hizo millonario, hasta que,  en marzo de 1943, aquel hombre hecho al calor de las ovaciones, se retiró del mundo. Se ordenó sacerdote con el nombre de fray José Francisco Guadalupe  e hizo voto de pobreza. Murió en un monasterio de Perú, el 20 de septiembre de 1974, a los 79 años de edad.

            Ya sabe. La trompetilla es cubana. Y hecha  sonar a tiempo, decía Secades,  es peor que un tiro. Expresión de un choteo que le sale al paso, desarma y le baja los humos a cualquiera. Incluso a Súper B.

             

              

             

     

           

           

           

           

           

           

El niño perdido

El niño perdido

Ciro Bianchi Ross

 

¿Sabía usted que en Trinidad muchas familias, ante el advenimiento del primogénito,  piden prestada la estatuilla de El niño perdido para, con luces y oraciones, mantenerla durante varios días cerca de la cuna del recién nacido?

            Es una  efigie enigmática, de color caoba y  apenas cinco centímetros de largo. Semeja a un infante que duerme y desde su aparición se le tiene como milagrosa. Durante mucho tiempo se le mantuvo en una cuna de plata hasta que un hábil joyero le confeccionó otra de oro, que todavía conserva.  Ese artífice se empeñó en saber de qué material estaba hecha y raspó la figura en una axila. Pagó con la ceguera su irreverencia. 

            La imagen  apareció en Trinidad en los primeros años del siglo XIX. La ciudad se transformaba entonces  gracias al alza de los precios del azúcar, rubro importante de la economía trinitaria, y los Borrell, los Bécquer, los Iznaga…   rivalizaban entre sí a fin de dejar en  claro quién de ellos era el más poderoso y rico. Se construían palacios y casas solariegas. Las calles empezaron a ser de piedras y se cubrían las aceras con losas de Bremen. Los sectores de menos recursos, favorecidos de alguna manera con el auge azucarero, tampoco querían quedarse atrás y remozaban  sus viviendas. Del barro pasaban al mampuesto y el techo de tejas sustituía a  la cobija de guano. Fue en una humilde casa del barrio de La Cantoja donde apareció el icono.

            Porque el viejo José María Cañón se empeñó en restaurar su morada y, mientras rompían una roca enorme para nivelar los pisos, saltó del interior de la piedra  la diminuta figura.

            -¡Es un niño Jesús! –exclamó Cleto Gascón, un mestizo de unos siete años de edad, y se apoderó de ella, pero sus compañeritos de juego, que también seguían el quehacer de los albañiles, se empeñaron en arrebatársela. Cleto se defendió todo lo que pudo y cuando comprendió que perdería su tesoro, lo arrojó a la manigua cercana, donde lo buscó y encontró al día siguiente.

            Pronto la noticia  se extendió  por la localidad y la vecinería empezó a visitar  la casa de Cleto, ansiosa de ver la pieza y escuchar el relato del hallazgo.  La gente le atribuyó poderes milagrosos  y la bautizó con el nombre por el que se le conoce. En esa casa estuvo hasta que, en 1813,  el padre Valencia, fraile franciscano muy querido y respetado en la comunidad por sus obras caritativas, la  pidió  para que se le venerara en el templo de San Francisco y la bendijo,  pero la devolvió a sus propietarios cuando, al cabo de dos años, supo que sería trasladado a Camagüey.

            Desde entonces,  El niño perdido se ha mantenido bajo la custodia de los descendientes de Cleto. Y viajó a España, con doña Asunción González Llorente de Torrado, para que le confeccionaran la cuna de oro.  Cristina Gascón lo cuidó hasta su fallecimiento y lo hizo también su hija Josefina hasta que pasó a manos de Esther, que en la actualidad guarda la estatuilla junto con los ricos obsequios que ha recibido en agradecimiento a  sus bondades.

DE AMOR Y DE MUERTE

Esa y otras historias están ahora al alcance del lector gracias a las crónicas que Manuel Lagunilla Martínez recogió en su libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, publicado este año por la editorial Luminaria, de Sancti Spíritus. Un volumen de apenas cien páginas con relatos de amor, celos, muerte, venganzas, odios… que perviven en el imaginario colectivo de esa villa, una de las primeras que fundaron los españoles en la Isla, y forman  parte de su encanto.

            El autor quiso que, a partir de su libro, el visitante se acerque a Trinidad también por el costado de sus tradiciones. Que al doblar por el callejón de Galdós imagine el cuerpo inerte del marqués de Guáimaro acribillado a perdigonazos por un esclavo pagado por su esposa. Que vea esfumarse al pícaro bandido Caniquí ante  las mismas narices de sus perseguidores. Que escuche los dulces lamentos de una mujer condenada por su esposo al encierro eterno en el penúltimo piso de la torre de Manaca-Iznaga.

            Cuánto de realidad y ficción hay en esas historias, es algo que no debe preocuparnos. Las leyendas son  relatos desfigurados por la tradición que tienen siempre un fondo de verdad. Alguien las escribe en un momento dado, pero antes recorrieron  ya, de boca en boca, un largo camino de fantasías y distorsiones. Se impone entonces seguir dándoles vueltas, añadiéndoles nuevos anillos para que mantengan la vida de su fulguración.

            Sucede así con la historia de Ma Dolores que Lagunilla inserta en su libro. Frente ya al pelotón de fusilamiento, los ángeles la rescataron de la muerte. O con la de la mujer aquejada de demencia senil, que volvió a sus cabales después de resucitar. Hernán Cortés fue el primer pirata  que asoló el Caribe, asegura el escritor y hay que creérselo.

Cortés, ya se sabe, fue el fiero sometedor  de los aztecas. Pasó por Trinidad antes de iniciar su misión, y allí, con su estandarte negro bien clavado en el centro de la Plaza Mayor, ordenó pregonar su llegada y anunciar el  propósito de conquistar la Costa Firme. Prometió grandes riquezas a quienes lo acompañaran y compró caballos y puercos y tocino y casabe para la aventura.

            En eso estaba cuando se enteró de que cerca de las costas trinitarias pasaba un navío cargado de víveres y ordenó que una carabela bien armada lo persiguiera y abordara. Llevaba la embarcación, en efecto, cuatro mil arrobas de pan, mil quinientos tocinos y muchas gallinas, de los que Cortés se apropió  para iniciar así la piratería en estas aguas.

PALACIO QUE NO ES

Dice Lagunilla que el  más bello  palacio que hubo en Trinidad fue el del norteamericano John William Baker Smith que allí,  y ya como súbdito español, pasó a llamarse Juan Guillermo Bécquer Smith. Un naufragio lo había empujado hacia las costas de la región y en la ciudad se hizo rico gracias a sus habilidades como comerciante y a la trata negrera. Fue entonces que, en medio de la fiebre constructiva que propició el auge de los precios del azúcar, se dio a la tarea de construir, para vivirla, una  fabulosa morada, la más lujosa de la Isla en su tiempo.  Un palacio de dos plantas  con balcón corrido e incrustaciones de oro y marfil en las paredes interiores. Las escaleras, que parecían suspendidas en el aire, llevaban a una hermosa torre con el  mirador coronado por una cúpula.

            Bien pronto comenzaron los comentarios. Las familias más antiguas y pudientes no perdonaban el boato del nuevo rico. Y Pedro Iznaga Borrell comentó que Bécquer no tenía suficiente dinero para terminar su obra. Un palacio por otra parte,  añadía Iznaga, en cuya edificación se estaban empleando materiales tan baratos que no perduraría en el tiempo.

            Enterado de lo que se decía, Bécquer quiso demostrar que sí tenía y ordenó levantar los pisos de mármol y sustituirlos por monedas de oro y plata en raras y caprichosas combinaciones. Las autoridades locales vieron en el gesto una ofensa al rey y a la Corona española y no se lo permitieron. El norteamericano se vio obligado a mandar a retirar las que ya habían sido colocadas. Hubo entonces un nuevo comentario de Iznaga: Al yanqui se le acabaron las monedas. Se empeñó en  usarlas y no pasó de la puerta.  Al tanto otra vez de lo que se decía, Bécquer volvió a mandar a poner las monedas. Si antes le impidieron colocarlas de cara porque se pisotearía la imagen del monarca, las situaría ahora de canto. Tampoco pudo hacerlo. Pero Iznaga, en parte, tenía razón. Por una causa  u otra  aquel palacio no perduró y de aquella mansión fastuosa solo se ve ahora, en la calle Real del Jigüe, cerca de la Plaza Mayor, una verja y una gran ventana.

ESTRENADA POR UN MUERTO

Tampoco tendría suerte con su casa colosal  don José Mariano Borrell y Padrón. La planeó en 1827 y tres años después la tuvo lista para vivirla. Era, dice Lagunilla en su libro, de sólidos muros, largos guardapolvos y elevado puntal. Cuatro ventanales y una puerta de caoba enorme  se abrían en la fachada principal. Zaguán para la entrada de los coches y la servidumbre. Espaciosas la sala y la saleta. En el centro del patio, una bellísima fuente de hierro, con dos tazas concéntricas, coronada por un cisne. La decoración más refinada y exquisita. Todo el espacio lucía claro, lleno de luz y aire, para rematar la sensación de esplendor y comodidad.

            Llegó así el día de la apertura  de la mansión. Don José Mariano esperaba a sus invitados, la flor y nata de la ciudad, cuando, en un decir amén,  el cielo se puso negro en un presagio de tormenta. Y entre rayos y truenos  comenzó a llover como nunca antes había llovido. A  esa hora un cortejo fúnebre que venía desde el barrio de Jibabuco pasaba frente al palacio. Como el agua  impedía continuar la marcha, los concurrentes, para pasar la tempestad,  buscaron refugio en la casona y colocaron el ataúd en medio de la sala. Aquello a don José Mariano le pareció de mal agüero.

            -¡Yo no vivo en una casa que ha estrenado un muerto! –dijo y ordenó cerrarla y ponerla en venta.

            Y fue de tan mal agüero que murió poco después y su palacio permaneció desahitado durante once largos años hasta que, en 1841, su heredero, José Mariano Borrell y Lemus Padrón de la Cruz Jiménez, marqués de Guáimaro, pudo venderlo.

            Pero antes, mucho antes, en 1801, habían pasado por Trinidad el barón de Humboldt y su inseparable amigo y colaborador, el botánico francés Bonpland. Fue aquella una visita científica. Los dos sabios observaron y anotaron en sus libretas todo lo que les pareció de interés acerca de la flora, los insectos, los caracoles, el suelo. Midieron la latitud y longitud de Trinidad, calcularon la altura de la loma de La Popa y reconocieron la caliza negra de las sierras trinitarias. La visita fue todo un acontecimiento. Portaban un pasaporte expedido por el propio Carlos IV, rey de España, y una carta de recomendación del marqués de Someruelos, capitán general de la Isla.

            Días después llegaba a La Habana el alcalde de Trinidad y fue a presentar sus respetos a Someruelos. El gobernador, hombre culto y refinado, se interesó por conocer los detalles de la estancia trinitaria de los europeos. Respondió el alcalde:

            -El barón y su amigo fueron recibidos con todo género de cortesías y atenciones, de acuerdo con su recomendación, Excelencia, pero no eran tan sabios como dicen… Nada. Es cierto aquello de cría fama y acuéstate a dormir.

            Perplejo, Someruelos exclamó con voz airada:

            -¡Explíquese usted!

            -Mire, Excelencia, los señores se pasaron todo el tiempo mirando el cielo y recogiendo caracoles…

            Ahorraremos al lector la respuesta de Someruelos. O que la busque en el libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, de Manuel Lagunilla Martínez, cuya lectura nos place recomendar.

             

Los sucesos del Prado

Los sucesos del Prado

Ciro Bianchi Ross 
E
L coronel Aurelio Hevia, secretario (ministro) de Gobernación llamó a su despacho al brigadier general Armando de la Riva, jefe de la Policía Nacional y le transmitió una orden terminante: debía acabar con los juegos de azar que poco a poco iban generalizándose en la Isla y sobre todo en La Habana.—Estoy de acuerdo con perseguir el juego, Señor Secretario, pero me gustaría comenzar por la gente grande; no por los infelices que carecen de influencia —respondió Riva y sin sospecharlo firmó con esas palabras su sentencia de muerte. Poco después, el siete de julio de 1913, era abatido a balazos mientras paseaba por el Prado, sin escolta, en compañía de sus dos hijos pequeños. Dos balas lo alcanzaron en el vientre y otra en pleno rostro. Llegó vivo al hospital e hizo declaraciones al juez especial Federico Edelman.—El tiro de la cara me lo disparó Arias, y el del estómago, Asbert. Vidal Morales también me disparó...— ¿Está seguro? —inquirió el magistrado.—Seguro. Lo juro por la vida de mis hijos y por la mía, que se me va yendo.Falleció el día 9. Sus agresores no fueron gente cualquiera. Ernesto Asbert era el Gobernador de La Habana, y Vidal Morales, Senador por Camagüey, en tanto que Eugenio Arias desempeñaba un acta de Representante a la Cámara. En el juicio, Morales fue absuelto, y el tribunal condenó a Asbert y a Arias por los delitos de atentados a agente de la autoridad y homicidio. Se les recluyó en el Castillo del Príncipe, pero pasarían allí poco tiempo pues una ley de amnistía los favoreció.LOS PROTAGONISTASAl ocurrir los sucesos, Ernesto Asbert estaba en el candelero de la popularidad. En el Ejército Libertador había peleado bajo las órdenes de Maceo y de Máximo Gómez, y terminó la contienda con grados de Coronel. Alcanzaría los de General durante la guerrita de agosto de 1906 contra el presidente Estrada Palma. En 1908 resultó electo, por el Partido Liberal, Gobernador de La Habana, y cuando para las elecciones de 1912 se le suponía uno de los posibles presidenciables por esa organización política, se viró con fichas y se sumó a la Conjunción Patriótica Nacional, liga de liberales y conservadores que llevó a Menocal a la presidencia, mientras que era reelecto como Gobernador de La Habana, y reasumía su cargo apenas cinco meses antes de los trágicos sucesos del Paseo del Prado.Armando de la Riva provenía también de las filas independentistas. Combatió bajo las órdenes del general Calixto García y este reconoció su comportamiento heroico en la toma de la ciudad de Las Tunas. También bajo el mando de García integró la brigada volante en la batalla de Santiago de Cuba. Era uno de los generales más jóvenes del Ejército Libertador. Tenía un título de abogado y fue magistrado de la Audiencia de Camagüey y sirvió luego al Poder Judicial en Pinar del Río. El presidente José Miguel Gómez lo llamó de nuevo a la vida militar y al crearse el Ejército Permanente lo designó jefe de la Brigada de Infantería. Asumió después la jefatura de la Policía Nacional.VERDADEROS GARITOSRiva comenzó a actuar según las órdenes del Secretario de Gobernación. Cuando se supo que en el Ateneo de Prado y Neptuno se jugaba al prohibido, sus subordinados no pudieron proceder a causa de la gente poderosa que allí concurría, y el propio General se vio precisado a intervenir personalmente en el asunto, y pese a que algunos implicados gozaban de inmunidad parlamentaria, los metió de cabeza en la estación de policía. La cosa subió de tono cuando decidió poner fin a las bancas de juegos de los círculos “Ernesto Asbert” y “Julián Betancourt”. Este personaje que dirigía a la sazón el diario La Época, hizo publicar en su periódico una nota con el título de “Una cobardía más del afeminado jefe de la Policía”, en la que acusaba a Riva de cobarde y de cundango, palabreja que ya imaginará el lector lo que significa.Asbert, en cambio, acogió la irrupción de la Policía en su Círculo con aparente calma. Consultado por el Diario de la Marina al respecto, la estimó un incidente baladí. Riva, por su parte, fue muy enérgico en sus declaraciones a la prensa. Habló del respeto que la Policía debía a los políticos y aseguró que no se inmiscuía en aquellos Círculos donde se jugaba con corrección y discretamente. “Pero lo que pasaba en los Círculos de Asbert y Betancourt entraba de lleno en la clasificación de garitos inmundos. Las bancas estaban subarrendadas a croupiers de la más baja especie y de allí salían ganchos a atrapar puntos para explotarlos”. Aseveró que no renunciaría, como se aseguraba, a su jefatura, y no ocultó su alegría por la declaración de Asbert en la que desmentía haber escrito al Presidente de la República protestando por la “sorpresa” de la Policía en su Círculo. Puntualizó Riva sobre eso: “Yo lo esperaba, porque otra cosa sería un acto impolítico... El general Asbert tiene una vida pública muy brillante para suicidarse políticamente con un acto tan impropio como esa carta”.EL TIROTEOLos ánimos estaban caldeados. El día de la tragedia, Armando de la Riva vio desde el coche donde, Prado arriba y Prado abajo, paseaba con sus hijos, cómo el portero del Círculo “Ernesto Asbert” alardeaba del pavoroso revólver que llevaba a la cintura. Mandó que lo desarmaran y detuvieran. Cuando era conducido a la Estación, el portero vio acercarse el automóvil de Asbert, hizo señas para que se detuviera y le explicó lo sucedido. El Gobernador y sus acompañantes, los parlamentarios Arias y Vidal Morales,  no ocultaron su desagrado. En eso se aproximó el coche del general Riva, que subía por Prado en busca del Parque Central. Al verlo, Asbert y los congresistas descendieron del vehículo y lo increparon. La discusión subió de tono. Asbert golpeó a Riva en el estómago y Arias le dio otro puñetazo. Entonces sacó su revólver y le disparó, y Riva ripostó con el suyo. Un Capitán de la Policía acudió en defensa de su jefe y el tiroteo, a pecho descubierto, se prolongó hasta que Riva fue herido en la cara.Asbert negó haberle disparado a Riva. Su pistola belga, que presentó en el juzgado, no tenía señales de que hubiera sido utilizada.El Gobernador declaró que había tratado de contener a Arias, y que no pudo conseguirlo. El historiador Gerardo Castellanos, en su Panorama histórico (1934) asegura que no se pudo probar que Asbert disparara. Y de la misma opinión es el periodista Cuéllar Vizcaíno en su libro Doce muertes famosas (1957). Pero la sala de Vacaciones del Tribunal Supremo lo condenó, al igual que a Arias, a doce años de privación de libertad. Culpable o no, con la condena de Asbert liberales y conservadores quitaban del medio a un político hábil y demasiado popular.En octubre de 1914, la Cámara aprobó una ley de amnistía a favor de Asbert y de Arias, y Menocal la vetó. Pese al veto presidencial, el Senado, en uso de sus prerrogativas, aprobó la amnistía en febrero de 1915 y ambos quedaron en libertad. Asbert volvió a la política y fundó el Partido Unión Liberal, pero su momento había pasado y nada volvió a ser como antes.En 1954 la revista Bohemia lo entrevistó en su modesta casa de San Miguel 655, donde vivía y pagaba alquiler desde 1904. Se acercaban las espurias elecciones de ese año y declaró que ni Grau ni Batista eran los hombres del momento, que los intereses individuales de uno y de otro, cualquiera de los dos que alcanzara la presidencia, no resolverían los problemas de una patria que era de todos. Anunció que escribía sus memorias. Tenía 82 años de edad y, solterón inconmovible, se hacía acompañar por un mambí de 94, su fiel asistente desde los días de la Independencia. En 1960 todavía su nombre aparecía en el directorio telefónico. 

El caso de la descuartizada

El caso de la descuartizada

Ciro Bianchi Ross

 

Las cosas iban de mal en peor. La ilusión que surgió, espontánea, una noche en la academia de baile “Galatea”, se había diluido en el fardo pesado de la vida en común, y en él no quedaba ya más que una atracción casi salvaje que lo mantenía atado a ella. A René Hidalgo Ramos seguía gustándole Celia Margarita Mena. Por eso se endemoniaba con aquella sonrisa suya al cruzarse con otros hombres, y con su andar ligero y cadencioso que la hacía blanco de todas las miradas cuando, en busca de la compra del día, se paseaba por los pasillos del Mercado Único de La Habana.

            Hidalgo había querido ser médico, pero tuvo que abandonar los estudios y encontró plaza en la Policía. Blanco, alto, de buena pinta. Un hombre educado, recuerda hoy Aida de la Torre, su vecina. Celia Margarita era una muchacha del campo que quiso probar suerte en la capital. Mestiza, oriental, pizpireta, aunque ni entonces ni después se escuchó decir que le fuera infiel a René… una muchacha obsesionada con poder usar los cosméticos de Mc Factor, precisa Aida. Al parecer, no sabía leer ni escribir, pues era René quien redactaba las cartas que ella remitía a la familia distante. Nunca llegaron a contraer matrimonio. Luego de residir en varios lugares, se instalaron en una habitación de la azotea del Edificio Larrea, en la Calzada de Monte, 969,  entre Pila y Matadero. Un pequeño apartamento marcado misteriosamente con la letra “D” en un inmueble donde el resto de las viviendas se identificaba con números. Era como una premonición: “D” de descuartizada.

Allí se cometió el crimen.

HALLAGOS MACABROS

El 19 de marzo de 1939 una noticia espeluznante ocupaba espacios en la primera plana de todos los periódicos de la Isla y se repetía con insistencia en la radio: en el registro de la alcantarilla de la avenida Séptima esquina a 2, en Buenavista, Marianao, había aparecido, cuidadosamente envuelta en  un saco de yute, una pierna de mujer. Los hallazgos macabros, con su inevitable envoltura, se sucedieron en el transcurso de los días en el Diezmero, en Guanabacoa… Una foto de la época muestra dos brazos y dos piernas  colocados sobre una camilla mientras son examinados por  funcionarios del Gabinete General de Identificación. En otra foto, la víctima, completamente desnuda y con  los pedazos superpuestos, ha sido reconstruida ya sobre una mesa de madera. Solo le falta la cabeza. Una cabeza que tardaría once meses en aparecer.

            Aunque parezca increíble, muchos afirmaban que no se trataba de un crimen. Durante largo tiempo, las especulaciones sobre los hallazgos fueron diversas y encontradas. Mientras detectives e investigadores, conducidos por Israel Castellanos, director del Gabinete, se empeñaban en esclarecer los hechos, había quienes lo conceptuaban, al no aparecer la cabeza, como una broma de pésimo gusto llevada a cabo, tal vez, por algún estudiante de Medicina que, por partes, había sustraído un cadáver del Departamento de Anatomía Patológica de la Universidad. Pero eso sí, debía ser el cadáver de una extranjera porque –chovinistas que somos- se decía que una cubana no podía tener los senos tan pequeños.

            Algo quedaba claro para los especialistas involucrados en el caso: los cortes eran limpios y precisos; la víctima había sido trucidada por alguien que supo hacerlo a la perfección.

APARECE LA CABEZA

Si los restos de la infortunada habían sido tirados en alcantarillas y cunetas, la cabeza aparecía en la letrina de una casa de la calle Dificultades en Surgidero de Batabanó. La encontraron unos muchachos que limpiaban el pozo negro. El hallazgo dio la primea pista. Celia Margarita e Hidalgo habían vivido en la zona cuando, como policía, él estuvo destacado en ese poblado. La familia de la casa en cuestión, a la que Hidalgo continuaba visitando, creyó reconocer a la muchacha en aquel cráneo, y un odontólogo, cuando la foto apareció en la prensa, tuvo la misma sospecha y la confirmó después de examinar la dentadura y confrontarla con la hoja clínica que conservaba en sus archivos. Celia Margarita Mena había sido su paciente.

            Con esos elementos, Israel Castellanos establecía de manera definitiva la identificación de la víctima y tiraba la línea que conducía a René Hidalgo.

            Faltaba detenerlo y que confesara.

DETECTOR DE MENTIRAS

Hidalgo fue el primer cubano sometido al detector de mentiras. Corría el mes de febrero de 1940 y con él se estrenó ese aparato en Cuba. No resultó difícil lograr su confesión. Se reconoció culpable, pero adujo que no había querido matarla. Había llegado a su casa, aquel apartamento marcado fatídicamente con la letra “D”, no encontró en ella a Celia Margarita e intuyó que se hallaba en un apartamento vecino. La hizo venir y de inmediato tuvo lugar una de aquellas escenas de celos tan frecuentes en la pareja. Para colmo, se comentó que en medio de la pelea ella exigía dinero para comprar sus cosméticos Mc Factor, rememora Aida de la Torre. Hidalgo golpeó a Celia, perdió ella el equilibrio y, al caer, se fracturó la base del cráneo. Intentó él incorporarla, no pudo; insistió, en vano, en hacerlo y pensó que estaba muerta. Sintió miedo. Una idea ocupó su mente ofuscada: haría desaparecer el cadáver. Arrastró a Celia Margarita hasta el baño, la desnudó y la metió en la bañera, y con una navaja de afeitar le propinó un corte profundo en la parte superior de la rodilla. El efecto de la cuchilla sobre los troncos nerviosos la hizo volver en sí. Celia Margarita no estaba muerta, pero no tardaría en estarlo pues Hidalgo, enloquecido, le asestó un tajo mortal en el cuello.

            A partir de ese instante el hombre vivió en un infierno. Siguió radicado en el lugar del crimen. A amigos y vecinos decía que Celia Margarita estaba en Oriente, con los suyos, y a la familia de ella seguía remitiéndole cartas en su nombre.

            La Audiencia de La Habana condenó a René Hidalgo a 24 años de prisión por el delito de asesinato calificado por la agravante de alevosía y le impuso dos sanciones más de tres años cada una por los delitos de profanación e inhumación ilegal de cadáver. Recurrido el caso, el Tribunal Supremo confirmó la pena por asesinato y rebajó a dos cada una de las condenas por los otros delitos: 28 años en total.

INDULTADO

No fueron pocas las voces que se alzaron en su momento a favor de René Hidalgo. Una parte de la prensa y también varios criminalistas abogaron por su indulto. Pero Hidalgo encaneció en el Reclusorio Nacional para Hombres de la Isla de Pinos, el tristemente célebre Presidio Modelo. Aún así, no extinguiría completa su condena: lo indultaron a mediados de los 50. Aunque hay versiones en contrario, su conducta como presidiario parece que fue encomiable y ejemplar.

            Ya debe haber fallecido. A comienzos de la década de los 70 laboraba todavía en la Terminal de Ómnibus de Santiago de las Vegas. Era un hombre taciturno y esquivo, de grave y retraída presencia.

            Ya en libertad, muchas veces se le vio pasar frente al Edificio Larrea, en la Calzada de Monte, comenta Aida de la Torre. Se detenía en el portal de la mueblería La Fortuna y desde allí miraba el hueco de la empinada escalera que conducía a la que había sido su casa, la misma donde asesinó a Celia Margarita. Luego, continuaba su camino, cabizbajo, agobiado por la pena.

La Chambelona

La Chambelona

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz 

Ha recorrido durante décadas las calles de Cuba. Todos la hemos tarareado alguna vez o hemos participado del coro espontáneo que la entona. Estudiantes de secundaria básica, al igual que los de preuniversitario,  dejan escuchar su pegajoso estribillo, que admite las improvisaciones más variadas,  cuando acuden a  jornadas productivas y no es raro que acompañe a participantes en mítines y manifestaciones. Sin ir más lejos, durante todo el verano y bajo un sol de justicia,  en la escuela situada frente a mi casa, un grupo de niños ensayó los pasos y movimientos de una comparsa cuya música, en alguna de sus partes, dejaba sentir sus acordes. Los tiempos cambiaron, pero La Chambelona sigue siendo La Chambelona.

            Es aquí, quizá, el canto popular más repetido de todos los tiempos y se le conoce desde que  los liberales la introdujeron en su campaña política de 1916. La cantaron entonces  con pareados agresivos y aun insultantes para el presidente García  Menocal, y poco después, en febrero del año siguiente,  daba  nombre a una guerra civil: la llamada “revolución de La Chambelona”, cuando los liberales, capitaneados por José Miguel Gómez,  se dispusieron a conquistar por las armas el poder que los conservadores le arrebataron en las elecciones. Si entonces  La Chambelona  fue un himno liberal, con el tiempo a todo político rapaz y demagogo se le llamó chambelonero, con independencia del partido al que perteneciera.

            ¿Qué la inspiró?  ¿Se trata de una música original o adaptada?  ¿Nació en Camajuaní o en Chambas?  ¿Fue Rigoberto Leyva su autor? ¿Surgió realmente en 1916 en la antigua provincia de Las Villas y desde allí se desplazó a La Habana para inundar luego toda la Isla?

            A estas interrogantes trataremos de dar respuesta este domingo.

VIEJA TONADILLA

Contra la opinión generalizada, dice Fernando Ortiz, la música de La Chambelona no es de origen africano; lo es solo el compás, que ha popularizado una vieja tonadilla española. De la misma opinión es el maestro Helio Orovio: la define como un canto popular en ritmo de conga, que utiliza la estructura de una vieja cancioncilla española mezclada con elementos rítmicos de origen congo. Ortiz añade que el nombre chambelona parece proceder de Chambas y que chambelona, según algunos, quiere decir música de Chambas, toponímico cubano que a su vez proviene de África, de Sierra Leona, específicamente. Esa supuesta procedencia no parece cierta.  

            A juzgar por lo que, en mayo de 1930, escribió el memorialista Ramón A. Catalá en su columna Del lejano ayer, que aparecía en el Diario de la Marina, su estribillo se conocía ya en los años 80 del siglo XIX. Fue en esa época en que el periodista Felipe López Briñas improvisó para el diario habanero La Lucha una  redondilla que alude a dos gobernadores españoles e ilustra  sobre la situación económica del país:

            Desde que se fue Chinchilla / y ha venido Polavieja / yo no como mantequilla / ni tampoco ropa vieja / ¡Aé, aé, aé la chambelona

           Con respecto a esta cuarteta, Ortiz puntualiza que no se sabe cuál fue su música, “pero el estribillo fue tomado de una canción entonces de moda, que el periodista aprovechó en su satírica copla”.

            La Chambelona aparecerá como canto político en 1908, asegura Fernando Ortiz. Y lo reafirma Juan Manuel García Espinosa en un artículo que publica la revista Signos, de Santa Clara, correspondiente a julio-diciembre de 2005. Afirma García Espinosa: “La Chambelona se canta en Camajuaní por primera vez en octubre primero de 1908, al tomar oficialmente posesión de la alcaldía el médico Pedro Sánchez del Portal”. Dice además: “(…) se popularizó después  en el terreno de la política, entre los liberales villareños, cuando (…) salió a la luz la misma melodía con una letra titulada La Chambelona,  transformación de la original en texto y título, cuya paternidad se disputaban varias personas”. Según García Espinosa, el título original era el de La Chamberona por el sobrenombre que recibía, como veremos después, cierta prostituta de la zona.

            Decía en su letra aquella melodía de 1908:

            Pedro Sánchez del Portal: / Un alcalde sin igual  / Elegido en su persona. / ¡Aé, aé, aé la chambelona! / Todo liberal ya grita:       Yo no tengo la culpita /  Ni tampoco la culpona. / ¡Aé, aé, aé, la chambelona.

         

            Expresa, en Signos, el articulista: “Luego esta letra fue transformada, y se utilizaron diversos textos con el mismo verso final del estribillo. La Chambelona (…) –corrupción de Chamberona- y con la misma melodía de más de treinta años de existencia por entonces (cuando aún no habían nacido los que después se disputarían la paternidad de su música). Como ocurre con muchas creaciones de entraña eminentemente popular, su verdadero autor se pierde en el anonimato de los tiempos. ¿Sería obra del Homero tropical que le sirvió de popularizador?”

EL CIEGO MATEO

Porque por las zonas de Caibarién y Remedios, y también por Yaguajay, se movía un ciego oriundo de Chambas llamado Mateo. Se apoyaba en su bastón,  un perro le servía de lazarillo y con una guitarra acompañaba sus canciones. Había sido barbero, pero al perder la visión a consecuencia de una enfermedad venérea, se dio en “inmortalizar” en sus versos a la prostituta que lo “premió”. Le llamaban, como ya se dijo,  La Chamberona:

            Una bella margarita, /  Lisonjera y retozona / Con amor me dio una cita. /  ¡Merecería una corona! ¡Aé, aé, aé La Chamberona1 Yo no tengo la culpita / Que la dulce picarona / Un día de Santa Rita / Me enredara en la encerrona. / ¡Aé, aé, aé La Chamberona!Guardaraya muy solita / Se llevó a la muy bribona / Con mi corazón -¡maldita!- / Sin dejarme luz… ¡Ladrona! / ¡Aé, aé, aé La Chamberona!

La versión que sobre el origen de La Chambelona ofrece el periodista Cano Vázquez, si bien coincide  con la de García Espinosa, difiere en algunos detalles. Cano Vázquez no menciona a La Chamberona, sino a La Tambelona, una llamativa mulata camagüeyana que traía locos a los hombres de Camajuaní y a la que los trovadores locales, con bandurrias, claves y maracas, cantaban endechas eróticas.

Pero sea esta la verdad o la del ciego Mateo, lo que está fuera de toda duda es que el músico Rigoberto Leyva Matarana (1886-1979) oriundo de Camajuaní y liberal entusiasta, tomó, en 1916,  la melodía anónima, le agregó notas de su inspiración, le adaptó versos sectarios y le dio el título por el que se le conoce. La inscribiría a su nombre.  Creaba así una conga  cuyo arraigo estuvo muy lejos de imaginar.

Por aquellos días, José Miguel Gómez era visita frecuente en Camajuaní, donde vivía su yerno, el coronel Espinosa. En ocasión de una de esas visitas, Leyva y otros músicos interpretaron La Chambelona en su presencia y el ex presidente se entusiasmó.

Fue entonces que llegó a La Habana. Una tropa de liberales procedente de Las Villas descendió del tren en la Estación Central y, cantándola y bailándola, se echó a la calle con la intención de llegar a la calle Morro, donde residía  Alfredo Zayas, candidato presidencial, por los liberales, en las próximas elecciones. La Policía adujo que aquello era “cosas de negros” e intentó detener la manifestación. No  era esa la verdadera causa: aquel piquete de liberales, con   los versos de La Chambelona, insultaba al general García Menocal,  Presidente de la República, y a su esposa,  la Primera Dama, Mariana Seba. Vano fue el intento de las autoridades por paralizar la marcha. A partir de ahí La Chambelona prendió en la nación como una llama en un polvorín,

CANTO POPULAR  

Pero ¡ojo! Aquel himno liberal, adaptando sus versos, lo cantaron también los afiliados al partido contrario.  Lo dice García Espinosa en su artículo publicado en Signos. En las elecciones de 1916 por el gobierno de Las Villas, cantaban los conservadores:

Carrillo se sentaráEn la provincial poltrona.¡Aé, aé, aé, la chambelona!

Y ripostaban los liberales:

Yo no tengo la culpita / Ni tampoco la culpona: / Pedro Sánchez del Portal / Ocupará la poltrona. ¡Aé, aé, aé la chambelona!

Nada de esto saben ni les importa   los estudiantes que  adaptan hoy los versos de La Chambelona a su realidad y se alegran y bailan al ritmo de esa conga. Al hacerlo reivindican un canto popular metido como otros muchos en el imaginario colectivo del país.

  

  

      

           

 

           

  

Otras del Hotel Nacional

Otras del Hotel Nacional

Ciro Bianchi Ross

 

En una página anterior -16 de diciembre de 2001- hablamos ya sobre el Hotel Nacional para referirnos a dos hechos que lo tuvieron por escenario y que no son frecuentes en una instalación hotelera. En  el Nacional, a raíz del derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado, el 12 de agosto de 1933, Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, fue proclamado Presidente de la República. También en ese hotel, al año siguiente, juró la Presidencia Manuel Márquez Sterling. Lo hizo de madrugada, a la luz de unas velas, y desempañaría el cargo solo durante seis horas.

            Hoy volveremos a ocuparnos de esa instalación insignia de la hotelería cubana para remitirnos a sus orígenes. ¿Por qué se construyó en los terrenos de la antigua batería de Santa Clara, en la entrada de la barriada del Vedado, cuando el sitio que proponía la compañía que, en definitiva, lo edificó era bien distinto? ¿Quién sugirió su ubicación y por qué? Digamos enseguida que Carlos Miguel de Céspedes, a la sazón secretario (ministro) de Obras Públicas en el gabinete de Machado, fue el patrocinador de la idea. Y fue precisamente a Céspedes a quien estaba destinado, en principio, el lujoso Apartamento de la República, donde a lo largo de muchos años se alojaron los huéspedes oficiales de los gobiernos de Cuba.

            Encontré esos datos en Acción directa –La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1999-, el segundo libro publicado por Newton Briones Montoto y que trata acerca de Ángel Pío Álvarez, una de las figuras más interesantes y olvidadas de la lucha antimachadista.  Su título anterior, Aquella decisión callada (1998), aborda la vida y acción revolucionaria de Antonio Guiteras, aunque dedica a Batista más de la mitad del volumen. Briones Montoto es un historiador que asume la historia con el desenfado del buen reportaje, lo que no le resta un ápice en rigor investigativo. Si el reportaje es, como se ha dicho, “la noticia vestida”, Briones “viste” la historia, la trasmite como quien relata un cuento en que hace transcurrir personajes llenos de matices y pasiones, caídas y grandezas, con olor y color, porque no olvida que un héroe tiene rostro y brillo en la mirada y es un ser humano.

LAS MOSCAS Y EL ZOQUETE

Briones Montoto, que se sumerge en papeles viejos y en libros raros, y repara y rescata lo que la historia académica pasa por alto, encontró en el Archivo Nacional el relato sobre  la idea de la ubicación del hotel hecho por el propio Carlos Miguel de Céspedes. Aunque no cita con exactitud la fuente, dice que lo hizo en una entrevista que concediera el día de la apertura de la instalación hotelera, el 30 de diciembre de 1930, y que continuara días después en su residencia de Villa Miramar, donde hoy se halla el restaurante 1830.

            -Fueron las moscas las que hicieron el Hotel Nacional. Y conste que esto […] es un hecho histórico y como tal lo narro. El destino escoge los caminos más insospechados para lograr los aciertos y producir belleza –recordaba Céspedes.

            A renglón seguido alabó la limpieza de la capital cubana, donde la policía imponía multas a todo aquel que ensuciara las calles. Pero de pronto, comentó, se desató una invasión de moscas en ciertas zonas de la ciudad, y no tardó en precisarse la causa. En las furnias del lugar donde estuvo a batería de Santa Clara, un ayudante del general Alberto Herrera, jefe del Ejército, había montado una fábrica artesanal de fertilizantes que luego distribuía por La Habana. Hacía traer estiércol de las caballerizas del campamento de Columbia y allí lo mezclaba con ciertas sustancias químicas. Carlos Miguel  acudió a Herrera para que tomara cartas en el asunto y el militar decidió proteger a su subordinado. El Ministro puso entonces su cargo a disposición del Presidente, pero Machado le dio la razón.

            En ese tiempo Cuba recibía un promedio de 60 000 turistas cada año. Céspedes sabía muy bien que La Habana necesitaba un hotel de lujo. La Casa Morgan presionaba al Gobierno para que le permitiese construir y operar ese hotel en la capital. En efecto, con ese fin vino una delegación de banqueros y empresarios norteamericanos que encabezaba Mr. Browson, presidente de la compañía constructora Purdy and Henderson. Sus integrantes se entrevistaron con Céspedes y “me dijeron que si el Gobierno cedía los terrenos de la antigua Cárcel de La Habana a la compañía que se formase, construirían en esos terrenos de Prado y Morro un magnífico hotel de 500 habitaciones”.

            Proseguía Carlos Miguel su relato:

            -Siento no poder complacerlo, Mr. Browson –le dije-, porque esos terrenos el Gobierno los tiene destinados para construir el Palacio de Justicia, cuyos planos ya están confeccionados por Forestier. Ahora, yo tengo un lugar mejor.

            Browson entonces puso el grito en el cielo y se encaró con el Ministro. Fuera de sí, le dijo:

            -Si no es ese el lugar, no quiero ninguno.

            -Ni lo haremos –repuso Carlos Miguel-. Usted es un zoquete y yo no puedo hacer negocios con usted.

            Intervinieron en este punto otros miembros de la comitiva, los ánimos se aplacaron y se convino en visitar el lugar propuesto.

            “Cuando Browson llegó allí, a la antigua batería de Santa Clara, se quedó sin habla. No solo me felicitó por mi visión sino que quería cerrar el negocio enseguida”, aseveró Carlos Miguel.

            El contrato para la construcción del hotel, sin embargo, se sacó, al menos aparentemente, a subasta, y se lo llevó la Purdy and Henderson. Se invertirían tres millones de dólares en la obra y al cabo de sesenta años el hotel pasaría a ser propiedad del Estado cubano.

            Rememoraba Céspedes:

            “En el contrato se especificó que la suite de lujo estaría destinada a mi persona, a lo que renuncié, y propuse que se dedicara a los visitantes distinguidos”.

UNA SOLA BANDERA

Carlos Miguel propuso que en el contrato quedara bien claro que en el hotel solo ondearía la bandera cubana. “Ya estaba cansado de que en todos los edificios estuviera la bandera norteamericana junto a la nuestra”, dijo.  Esa determinación provocaría un grave incidente.

            -El día de la firma del contrato se reunió todo lo que era entonces el gran mundo social de nuestra Habana con el presidente Machado. Recuerdo a más 200 personalidades apretujadas alrededor del Presidente y del Consejos del Secretarios. Al leerse la escritura y notar yo que no habían puesto la cláusula mía respecto a la bandera, se produjo una escena indigna de mis principios y de mi respeto a las autoridades y a esta sociedad. Cogí el contrato y lo rompí ante los ojos asombrados de Machado y de todos allí, especialmente de los banqueros americanos. Sin volver la cabeza salí seguido de mis amigos, que no sabían nada. Poco después me mandaron a buscar de Palacio y le expliqué a Machado lo que pensaba. Enseguida ordenó que se pusiera la cláusula que hacía suya y así se hizo”.

            Asombra este Carlos Miguel patriota y nacionalista. Pero debe decirse de inmediato que, aunque muchos lo superaron después, el suyo es uno de los casos más emblemáticos de la cleptocracia criolla, y uno de los más vivos ejemplos de enriquecimiento súbito que se dio en la Isla. El hombre que un día intentó suicidarse con el fin de librarse de la miseria que lo embargaba, se haría rico de la noche a la mañana gracias a un golpe de suerte, y, por qué no, de audacia e inteligencia. El negocio del dragado del puerto lo puso en el camino de la fortuna, y de ahí pasó al turbio asunto de la venta de los terrenos de la playa de Marianao para lograr después, en connivencia con gobernantes venales, que el Estado pagara a un supuesto propietario la zona del litoral del Vedado, que pertenecía a la nación. Lo que el Tesoro clasificó y  pagó como fincas rústicas en área marítimo-terrestre, lo vendió Céspedes después como parcelas en zonas urbanas, lo que reportó una ganancia millonaria.

            Parte de ese dinero lo puso a disposición de la campaña presidencial de Machado, y Machado lo hizo Ministro. Le apodaron “el dinámico” por la celeridad y eficacia con que acometía cuanta empresa se le confiara. El 12 de agosto de 1933, mientras en la pista del aeropuerto de La Habana, Céspedes veía cómo el avión que se llevaba a Machado se perdía en el aire, el pueblo “visitaba” su casa y reducía virtualmente a ruinas la fastuosa residencia de Villa Miramar. La gente intuía, oscuramente acaso, que la destrucción y el saqueo de los bienes de los machadistas eran los únicos actos de justicia dables de acometer en aquella revolución que en definitiva se fue a bolina.