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Memorias

Las erratas de Paradiso

Las erratas de Paradiso

Ciro Bianchi Ross

Chillidos, gritos estentóreos, lágrimas y ataques de histeria –como en un concierto de rock en su punto culminante- caracterizaron la presentación en la Habana, en 1991, de la segunda edición cubana de Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima. Fue una verdadera batalla campal en que cada uno de los asistentes se mostraba decidido a conseguir un  ejemplar de la obra a como fuera y actuaba en consecuencia.

            La ensayista y traductora italiana Alexandra Riccio, el poeta César López y el autor de esta página debíamos   presentar aquella tarde  la novela  que aparecía con el sello de la editorial Letras Cubanas. Nos disponíamos a hacerlo cuando el público, joven en su mayoría, cada vez más numeroso e inquieto, ahogó las palabras de Alexandra con lo que primero fue un rumor sordo y luego un grito a voz en cuello. ¡Paradiso! ¡Paradiso! ¡Paradiso!,   repetía sin cansancio aquella multitud que desbordaba el amplio portal del Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto de Libro, en La Habana Vieja, y que para garantizar que no hubiera  discursos hizo desaparecer de su soporte, en un golpe de manos sorpresivo y audaz, el micrófono que utilizaríamos, solo para devolverlo cuando se convenció de que los tres oradores habíamos desistido del empeño.

            Lo que siguió fue al acabóse. Ante la multitud que rugía, se retiraron de prisa los ejemplares dispuestos para la venta. Se dijo que el libro se vendería en el interior del edificio y hacía allá se disparó la gente, solo para volver al portal, decepcionada. Allí volvió a intentarse la venta, pero tampoco pudo llevarse a cabo con el público  encimado sobre las vendedoras, pese a que se hizo saber que habría libros para todos.   Al fin se decidió lo que parecía más prudente y la venta se hizo a través una ventana protegida por barrotes.

            “Jamás vi algo semejante”, comentaba el narrador Lisandro Otero, y Julio Travieso, el novelista de Para matar al lobo, se preguntaba por su parte que cuánta de esa gente que pugnaba por conseguir su ejemplar lo  leerían   realmente. Y aunque quizás sea cierto que muchos de los que se hicieron de la novela aquella tarde  se regodearon solo en   los vericuetos del famoso capítulo octavo o  con las peripecias de Farraluque, “un leptosomático adolescentario, con una cara tristona y ojerosa, pero dotado de una enorme verga”, el tumulto era justificado y explicable. Se trataba de una obra  que había sido elogiada, con toda razón, hasta el delirio, y también criticada a muerte y negada con furia durante los veinte y cinco años precedentes. Un libro signado por el escándalo sobre todo  a partir  del largo diálogo sobre la homosexualidad  que José Cemí, el  protagonista, sostiene con sus amigos Ricardo Fronesis y Eugenio Foción luego de haberse enterado de que Baena Albornoz, un atleta machista y perseguidor de homosexuales, fue sorprendido en pecado nefando con el guajiro Leregas.

            Publicada originalmente en 1966, cuando los cinco mil ejemplares de la tirada se agotaron en un decir amén,  Paradiso no había vuelto a editarse en Cuba. Y en  aquella ya lejana tarde de 1991 existía un atractivo más para adquirir un ejemplar de la novela. Su edición era fiel hasta el detalle al manuscrito lezamiano y salvaba las numerosas erratas y omisiones que en ediciones extranjeras  se repetían desde su primera publicación en Cuba.  No era una edición más de Paradiso aquella que se ponía a la venta. Era el Paradiso  recobrado.

PANTAGRUÉLICO, DESMESURADO, VORAZ

Tres años antes había aparecido en la Colección Archivos de la Literatura Latinoamericana, del Caribe y África del siglo XX, auspiciada por la UNESCO, la edición crítica de Paradiso. Fue un trabajo arduo  que aunó esfuerzos de  críticos e investigadores de varios países  que  debían  establecer el texto fidedigno de la obra y la valoración específica de sus variantes, así como elaborar un dossier exhaustivo sobre el autor  y someter el libro a análisis textuales y contextuales. Figuramos en ese equipo, entre otros, Julio Ortega, de Perú,  Benito Pelegrín, de España,  y los cubanos  Raquel Carrió,  Roberto Friol,  Severo Sarduy y quien esto escribe, todos  bajo la conducción de Cintio Vitier, que confiaría el prólogo de la obra a la ensayista española María Zambrano, la autora de Claros del bosque. La edición cubana de 1991 reprodujo el texto establecido en la edición crítica, aunque prescindió de su aparato erudito.  

            Para la edición de la Colección Archivos, Vitier y su esposa, la poetisa Fina García Marruz, cotejaron el manuscrito de Paradiso con la copia del original mecanografiado que Lezama Lima envió a la imprenta en ocasión de la edición de 1966. Lo cotejaron además con  el texto de la edición príncipe de Unión, de La Habana,  y con el de la editorial Era, de México, que publicó la novela en 1968, y que se consideraba hasta entonces como la más cuidada de todas. Tan fatigosa tarea llevaría a Cintio Vitier a conclusiones curiosas e inquietantes.

            En su confrontación, el autor de Lo cubano en la poesía encontró que las erratas comenzaron, presumiblemente, desde el original mecanografiado que Lezama entregó a Ediciones Unión. Luego, la imprenta incorporó otras. Cuando el escritor tuvo en sus manos el libro impreso, con aquella bellísima cubierta de Fayad Jamis, corrigió muchas de ellas, pero sólo la tercera parte: 225. Contando nada más que las  que afectan o modifican el sentido del texto, la edición de Unión tiene 798 erratas. La mexicana, 892, y algunas de estas, advirtió Vitier, son verdaderos arreglos para homogeneizar o regularizar  el texto o resolver problemas de redacción que eran propios de Lezama.

            Cuando traductores y editores extranjeros preguntaban al autor sobre erratas de bulto que advertían en Paradiso, Lezama no respondía o daba respuestas evasivas e insatisfactorias. En ningún caso se molestó en volver sobre su manuscrito para dilucidar las dudas. De eso hay pruebas irrefutables. Y es que Lezama, pantagruélico, desmesurado y voraz, podía permitirse esos y otros “lujos” y salir ileso y airoso siempre.

            Sirva de ejemplo esta “perla”. Didier Coste, el traductor de Paradiso al francés, le escribe. Trabaja, por recomendación de Lezama, con la edición mexicana de la novela, y no comprende, no puede comprender,  este pasaje del capítulo VI. Dice:

            “Baldovina, Violante y Cemí pasaban las mañanas, eran los reflejos, los tonos intermedios, que hacen que se retengan más semanas de vacaciones, en la azotea o en la playa”.

            En la edición crítica, fiel a la letra del manuscrito y de la edición príncipe de Unión, se lee, en cambio:

            “Baldovina, Violante y Cemí pasaban las mañanas, eran semanas de vacaciones, en la azotea o en la playa […]  Siguen varias líneas y añade  el autor: “[…] aquella miel de los cabellos de su hermana, parece mostrar en él como unas manchas violetas, más sensibilidad para los reflejos, los tonos intermedios, que hacen que se retenga más en el recuerdo la cabellera después que ha desaparecido la figura”.

            ¿Qué había pasado?  La línea 12 de la página 157 de la edición de Era  es repetición, por error de imprenta, de la línea 30 de la misma página. Pero consultado por el traductor sobre el pasaje incongruente, Lezama  explica el error como si no lo fuera. Le dice en una carta: “Esos tonos intermedios, reflejos, prolongan las vacaciones, llevándonos a pasear por las playas o por las azoteas”. Ni siquiera se tomó la molestia de volver, no ya sobre el manuscrito, sino sobre la edición de Unión.

¿OLALLA U OLAYA?

A Lezama lo deslumbró la edición mexicana de Paradiso. Ese texto, del que Era hizo hasta ahora una diez reimpresiones, se tomó  para las traducciones al francés, como ya vimos, y también al inglés, italiano, alemán y polaco, y fue la base  para las de Aguilar (Obras completas de Lezama Lima) y de Cátedra, aunque para la de esta última, Eloísa Lezama Lima, según confesó, la cotejó con un ejemplar de la edición de Unión  con las correcciones  anotadas por su hermano.

            El hecho de que la edición de Era estuviera al cuidado de Carlos Monsiváis y. sobre todo, de su gran amigo  Julio Cortázar, conmovió profundamente a Lezama. ¿Cómo no conmoverse luego de que el novelista de Rayuela diera a conocer aquel lúcido y penetrante ensayo de “Para llegar a Lezama Lima”?

            Cortázar, en Nueva Delhi, y Monsiváis, en México, trabajaron en las galeras de  la edición mexicana de la novela. El argentino tenía a la mano la edición cubana de Paradiso con las correcciones de  Lezama. Pero no  el manuscrito que le hubiera ayudado a solucionar numerosos problemas, y Lezama, desde La Habana, por otra parte, recordaba Monsiváis, tampoco respondía en forma satisfactoria a  las consultas que se  le hacían.

 En una carta que remitió a Emmanuel Carballo, uno de los ejecutivos de Era entonces, Cortázar afirma que en su revisión enfatizó en la puntuación  lezamiana y que prestó atención especial a todas las citas en lenguas extranjeras, donde, dice, “había las fantasías más sabrosas”. En cuanto a lo primero, advierte a Carballo,  que Lezama, en complicidad con los tipógrafos cubanos, “conspira abiertamente contra sí mismo por la frecuente insensatez de su puntuación”. Precisa: “El principio dominante parece ser el respiratorio […] es decir que las comas se suceden monótonamente, con un ritmo accesorio al verdadero ritmo profundo del sentido y el sonido”. Aclara enseguida que en esto como en todo lo demás procedió  a la vez con gran respeto y con gran franqueza. Un descuido advierte el argentino. En los primeros capítulos de la novela el autor utiliza el nombre de Olalla para la familia materna del protagonista; un  Olalla que a partir de determinado momento transforma en Olaya hasta el final.

Expresa Cortázar al final de su carta a Carballo: “He trabajado mucho en el libro, y ya verán ustedes que hay millares de correcciones; pero el resultado, creo, hará de la edición mexicana algo radicalmente diferente de la pésima edición cubana”.

Pero  Cortázar, en su intento de “arreglar” ciertos pasajes,  provocó errores y a ellos se sumaron las erratas de la edición de Era. En resumen, tras el fatigoso cotejo de las ediciones cubana y mexicana con el manuscrito decía Cintio Vitier:   “El total de erratas advertidas en la edición mexicana es de 892, de las cuales 489 proceden de la edición cubana, lo que indica la rectificación de unas 84 no corregidas por Lezama y el añadido de 403, de las cuales habría que rebajar unos 70 presuntos “arreglos”. Estos arreglos se presumen por no ajustarse a las lecciones correspondientes de la edición cubana, ni del manuscrito, y porque traslucen el propósito de homogeneizar o regularizar el texto, o de resolver problemas de redacción que son propios de la escritura lezamiana”.

Lezama Lima, sin embargo, no parece haber visto esas erratas. Cuando se publicó la edición de Era, escribió presuroso a Carballo:

“Mi querido amigo: saboreo el Paradiso mexicano, en su impecable edición, cuidada por todos lados y hecha con una amistad generosa. Enseño el libro, y me gana el gusto de todos. Es una edición que a todos nos engendra placer, por su artesanía, por la cantidad del más fino trabajo que atesora. La portada muy bella, los tipos convenientes, los márgenes adecuados, la deleitosa calidad del  papel, todo ha contribuido  a una edición donde está el verdadero Paradiso. Yo lo muestro orgulloso y reviso mil veces sus cuidados primores.

“La vergonzosa edición argentina se hizo sin el menor uso cortés. No pidieron permiso, no cuidaron el texto, y,  colmo y pasmo, todavía en estos momentos no me han mandado un solo ejemplar. Da tétano y desolación.

“Le escribo a Cortázar mostrándole mi reconocimiento por la ayuda a la edición. Todos ustedes han hecho posible que se pueda leer Paradiso sin el sobresalto de las erratas, esos piojos de las palabras, como decía Flaubert. Por todo gracias, y un abrazo de su amigo

“José Lezama Lima”

Esa carta, aunque sin fecha, debe corresponder a mediados  de septiembre de 1968. Retengamos la larga relación de elogios que encierra: “impecable edición”, “edición que a todos nos engendra placer”, “sus cuidados primores”, “sin el sobresalto de las erratas”, “el verdadero Paradiso”.Y comparémosla con la que el 25 de febrero de 1970 Lezama  remite a Didier Coste, que trabajaba ya en la traducción de Paradiso al francés:

“[…] Sí, la edición de Paradiso, hecha en La Habana, está llena de erratas. Pero la que yo le envié a la casa Seuil, está revisada cuidadosamente por mí. Después, para obviar dificultades, aconsejé que se utilizase la edición mexicana, la de la casa Era, que es, supongo, sobre la cual usted trabaja. Yo creo que dado el cuidado con que se hizo, sus erratas deben ser pocas, aunque yo no la he leído, pues la revisión de la misma me fatigaría”.

Ya sabemos a qué atenernos cuando Lezama Lima afirma que el ejemplar de la edición cubana que envió a la editorial francesa está revisado cuidadosamente por él. Lo cierto es que habría que esperar a 1988 para que la edición crítica publicada por la Colección Archivos  restituyese el verdadero Paradiso. Edición que siguió  en su texto  aquella  edición cubana de 1991 que entre chillidos, gritos estentóreos, lágrimas y ataques de histeria reclamó el público con verdadera avidez.

 

           

              

 

 

Amores lejanos

Amores lejanos

Ciro Bianchi Ross 

 

¿Sabía usted que era cubana la mujer que inspiró a Saint-John Perse –Premio Nobel de Literatura en 1960- su célebre poema “A la extranjera”? ¿Que el gran amor de   Ernest Hemingway en La Habana fue  una mulata  llamada Leopoldina, y  que el escritor la inmortalizó en una novela  con el nombre de Liliana, la Honesta? ¿Que una de las últimas amantes del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo fue una rumbera cubana? ¿Qué el boxeador Kid Chocolate tuvo amores con actrices como Pola Negri y a Misttinguette? ¿Que José Raúl Capablanca se casó con una princesa rusa auténtica y que Alfonso de Borbón, el primogénito de Alfonso XIII y tío del rey Juan Carlos, renunció a su derecho a ocupar el trono de España para casarse con la cubana Edelmira Sampedro? ¿Que Miguelito Valdés sostuvo una relación con Patricia Hill, la llamada reina de la mafia, que vivía obsesionada con el diente de oro que lucía el cantante? ¿Que el jefe mafioso Meyer Lansky tuvo mujer cubana durante años y que la llevó consigo  cuando salió definitivamente de Cuba en 1959? ¿Que Ava Gardner, “el animal más bello del mundo”, como le llamaba su amigo  Hemingway, se entregaba aquí a auténticos maratones sexuales y que aunque tenía amantes blancos más o menos fijos, se las arreglaba siempre para colar algún que otro negro en su suite del Hotel Nacional? ¿Que era cubana la “marca de fábrica” de los mellizos de Tongolele? ¿Que el teatrista Gerardo Fullera León se llevó una tarde a la cama a Margarita Duras, la autora de Hiroshima, mi amor? ¿Que el dictador Fulgencio Batista vivía enamorado de Rosita Fornés, la mujer más deseada de Cuba?

            En Cuba hay médicos e investigadores cuyos nombres dan la vuelta al mundo. Y escritores, actores, deportistas, compositores, intérpretes, realizadores cinematográficos… En esa relación de famosos, por una razón u otra, quedan siempre fuera los amantes. Y amantes y grandes amadores y donjuanes y mujeres que amaron o se dejaron amar los hay aquí por montones dignos de figurar en la galería más selecta.

DOÑA LEONOR Y LA EXTRANJERA

La relación, de ser cronológica, comenzaría con Leonor –o Inés o Isabel- de Bobadilla, la esposa de Hernando de Soto, el afiebrado explorador que luego de haber jugado al ajedrez con el Inca Atahualpa, que era su prisionero, buscó sin encontrar, en 1539, en la Florida, la fuente de la eterna juventud. Soto gobernó la Isla a partir de 1537 y cuando partió a su aventura dejó a doña Leonor al frente del gobierno. Aunque el historiador Pezuela dice que esa autoridad fue “puramente nominal”, el caso es que nunca antes ni después una mujer desempeñó aquí tamaña responsabilidad.

            Cuenta la leyenda que todas las tardes subía la señora a la torre del primitivo Castillo de la Fuerza a atisbar en el horizonte el regreso del marido. Pero Hernando de Soto jamás volvió. Murió en la Florida y sus compañeros lo enterraron en el lecho de un río para evitar que los indios profanaran su cadáver. Un siglo después los habaneros, en recuerdo de doña Leonor, que esperó y esperó y quedó a la postre sin respuesta, hicieron fundir en bronce la imagen de una mujer que porta en su mano izquierda la Cruz de Calatrava y la colocaron en lo alto de la torre de homenaje del Castillo con el fin de que indicara a los navegantes la dirección del viento. La llamaron La Giraldilla y simboliza a La Habana.

            Demos ahora un salto en el tiempo. El 16 de mayo de 1874 contraen matrimonio en la ciudad central de Santa Clara, Luis Estévez y Romero y Marta Abreu. Él es un distinguido abogado –con bufete en la calle Obispo, 27- y profesor de la Universidad. Ella, una de las mujeres más acaudaladas de Cuba, benefactora de esa ciudad y sólido sostén económico de la causa de la independencia, a la que hace cuantiosas donaciones, como aquellos cien mil pesos que puso en manos del Partido Revolucionario Cubano al enterarse de la muerte de Maceo. Instaurada la República, Luis Estévez fue su primer vicepresidente, pero inconforme con la política de Estrada Palma, renunció a ese cargo en 1905 y volvió, junto con su esposa, a instalarse en París. Allí Marta enfermó. Cuando falleció, el 3 de enero de 1909, Estévez debió ser internado en una clínica siquiátrica, y justo un mes después del deceso, en un gesto dramático y desolado, se quitó la vida con un pistoletazo. Tal era el carácter de Marta, tal su temple, que la gente decía que Luis Estévez fue vicepresidente de la República y vicepresidente de su casa.

            Y con Marta se relaciona “la extranjera” de Saint-John Perse, pues esta enigmática mujer, cuya verdadera identidad se mantuvo oculta durante cuarenta años, era su sobrina Rosalía Sánchez Abreu. Lilita le decía su familia. Lil  le llamaba el poeta que, al evocarla ya casi al final de su vida, en 1975, confesaría que “nunca tuve relaciones parecidas con otro ser”.

            Lil y el escritor francés se conocieron en 1932 y “A la extranjera” fue el regalo de despedida que el poeta le hizo cuando,  años después,  se separaron por última vez, en Washington. Sin embargo, Perse no olvidó nunca a la cubana y todavía en 1953 le hacía llegar este mensaje: “Quisiera que ella sepa que permanecerá para siempre en lo mejor de mí mismo, que ella es mucho de mí mismo, que mi corazón sigue emocionándose cuando pienso en ella, y que el lazo que existe entre nosotros seguirá siendo para mí, quizás contrariamente a lo que ella siente, excepcional hasta mi muerte”.

            La muchacha estaba casada, al menos desde 1928, con un sujeto llamado Alberto Henralix o Henrahx, que de las dos maneras aparece escrito en las guías sociales de la época.

LA REALEZA

Fue un amor a primera vista el de Alfonso de Borbón, Príncipe de Asturias, y Edelmira Sampedro (en la foto). Se vieron una noche en un cinematógrafo de la ciudad suiza de Lausana y se enamoraron.

 Todo lo tuvo en contra la joven pareja desde el comienzo. La familia real española no aceptó el noviazgo, y Edelmira debió sufrir bien pronto las presiones de los enviados de Alfonso XIII, ya exiliado en París, que privó al hijo de sus cinco automóviles, redujo sensiblemente su mesada y lo obligó, en definitiva, a renunciar a su derecho a la sucesión. Ningún miembro de la Casa Real  asistió a la boda, en Lausana,  el 21 de junio de 1933, y las invitaciones que el ya Conde de Covadonga  cursó a amigos y conocidos, le fueron devueltas “con sentimiento”.

 Los celos desmedidos de Edelmira, por un lado, y la hemofilia que aquejaba a Alfonso, por otro,  harían muy difícil la vida en común. Rompe la pareja sus relaciones una y otra vez, pero se reconcilia siempre hasta que en 1937 ella lo acusa de tener otra mujer. Es el fin. En Nueva York, Alfonso pedirá la anulación el matrimonio, y Edelmira, en La Habana, el divorcio.

            La acusación de Edelmira tenía, esa vez, una base real. Alfonso estaba viéndose en secreto con otra cubana, la modelo Martha Rocafort. Se casarían en La Habana, en junio de 1937.  ¿Llegó Martha a ese matrimonio impulsada por el amor o por el interés?

Un familiar cercano suyo confesó a este periodista que, aunque no descartaba la posibilidad de atracción física, se inclinaba más por lo segundo que por lo primero. Y de una opinión más o menos similar fue Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, que siguió en La Habana las peripecias de la relación. “Ojalá sean felices, escribió Zenobia en su diario, pero parece un matrimonio de conveniencia”.

            Amor o interés, esta relación duró muy poco. En septiembre,  tres meses escasos después de la boda, Martha solicitó el divorcio. Se negó a soportar las crisis alcohólicas de Alfonso que desencadenaban lo peor de su carácter y lo llevaban a crudas agresiones verbales y a la violencia física.

LOS DICTADORES

Aunque se dice que, en su temprana juventud, pasó una temporada en la ciudad oriental de Santiago de Cuba, el generalísimo Trujillo jamás logró que se hiciera realidad su caro anhelo de que lo invitaran a visitar la Isla  de manera oficial. Vivía obsesionado con todo lo cubano: era cliente de la mueblería la Moda, de La Habana; se vestía con sastres cubanos y eran cubanos los médicos que lo atendían. Gran bailador, presumía de Don Juan y gustaba que sus romances y aventuras amorosas fueran de dominio público porque, a su juicio, confirmaban su virilidad.

            Trujillo tuvo también una amante cubana, la rumbera Silda. El autor de esta página vio una foto suya en la revista habanera Show. Tenía la piel color canela y una figura espectacular… Pese a los elogios que en esa publicación se le prodigan, nunca levantó cabeza en la vida nocturna capitalina: la competencia era mucha. En Santo Domingo, sin embargo, logró notoriedad, si no por su arte, sí por su relación con el dictador, que un día, tal vez para quitársela de encima, la envió a España a fin de que filmara una película. Y en Madrid la sorprendió el ajusticiamiento del sátrapa, el 31 de mayo de 1961. Pero Silda no quedó abandonada a su suerte. Un jeque árabe, petrolero y millonario, cargó con ella.

            ¿Y lo de Batista y Rosita? Lo cuenta la propia vedette en sus memorias. El dictador cubano la acosó durante largo tiempo y cuando se hizo pública su relación con el actor Armando Bianchi, la persecución se extendió a los dos. El asedio iba desde multas por insignificantes infracciones de tránsito y largas retenciones en estaciones de policía hasta presiones por parte de agentes del servicio secreto y consejos de personas aparentemente ajenas al asunto que instaban a la actriz y cantante “a portarse bien”. El hostigamiento subió de tono cuando Rosa, en 1957, se estableció en España por motivos de trabajo. El gobierno cubano le prohibió entonces que sacara a su pequeña hija del país.

            “Batista me hizo daño con eso, mucho daño”, dice ella en sus recuerdos.

EL DIABLO EN EL CUERPO

En Islas en la corriente, Hemingway traza esta descripción de Liliana, la Honesta:

            “Tenía una hermosa sonrisa, unos ojos oscuros maravillosos y espléndido pelo negro (…) Tenía un cutis terso, como un marfil color olivo, si tal marfil existiera, con un ligero matiz rosado…”

            Liliana la Honesta se inspira en un personaje real, una prostituta que hacía la vida en el bar-restaurante Floridita, de La Habana. Se hacía llamar Leopoldina,  -tal vez no fuera ese  su nombre verdadero-  y el gran escritor norteamericano mantuvo con ella un amor clandestino que se extendió a lo largo de muchos años.

            Antonio Meilán, barman de ese establecimiento, que la conoció mucho y fue testigo mudo de aquel romance, la recordaba todavía en 1992. Contó entonces a este periodista:

            -Una mulata fina, elegante, bellísima con su sonrisa deslumbradora, sus piernas larguísimas, las caderas rotundas, los pechos breves y aquel rostro en el que se agolpaban toda la picardía y la gracia de la cubana.

            Añadió:

            -¡Eso sí era una hembra! Tenía el diablo en el cuerpo…

            Leopoldina murió de cáncer, en 1951. Hemingway corrió con los gastos del sepelio.  Y fue el único hombre que la acompañó hasta la tumba. Ese día, en el Floridita, bebió más de lo habitual.

           

           

  

           

La fiesta del Guatao

La fiesta del Guatao

Ciro Bianchi Ross   

 

Durante más de cien años hemos oído repetir en Cuba  una frase que el uso ha hecho célebre: “Acabó como la fiesta del Guatao”. Lo curioso del caso es que desconocemos realmente qué fiesta fue aquella, aunque por el sentido que se da a la expresión se sabe que no tuvo un final feliz. Cuando aquí se dice que un suceso terminó de esa manera, nadie duda de que se trató de algo que empezó bien y finalizó mal.

            ¿Fue bronca de borrachos en medio de una celebración religiosa afrocubana? ¿La motivaron los celos y las furias de un marido burlado o la determinación de un grupo de hombres dispuestos a vengar una estafa? Se ignora qué pasó y hay quien asegura que no hubo tal fiesta en Guatao y sí una matanza horrible que en 1896 perpetraron soldados y paramilitares españoles entre la población indefensa y levantisca porque en Guatao, se afirma, hasta las piedras eran insurrectas.

            En 1955, Gregorio Ortega, un entonces joven reportero, se fue a ese poblado habanero a fin de indagar qué fue esa fiesta y cómo concluyó. Allegó varias versiones diferentes y hasta contradictorias que resumió luego en un reportaje que escribió para la revista Carteles, pero no pudo llegar a una conclusión definitiva porque cualquiera de aquellas versiones podía ser la verdadera y tal vez no lo fuera ninguna.

            Nada nuevo puede aportar hoy este columnista a la indagación que hace más de cincuenta años acometió el autor de La red y el tridente y Una de cal y otra de arena y que en un grueso volumen titulado Del Guatao a Hong Kong, publicado en 1986, narró sus aventuras periodísticas por medio mundo y compiló muchas de sus crónicas, entre ellas la titulada “Aquella fiesta del Guatao”.

CAMINO REAL

Guatao se fundó en 1750 en las tierras que cedió gratuitamente Esteban Godina a la vera del camino real que iba de La Habana a Vuelta Abajo. Sobre esa vía se edificaron también los caseríos de Mordazo, La Ceiba, Curazao, Quemados y Marianao, y además El Cano, Corralillo y Guayabal. Pero la tierra era baja y pantanosa y para trazar la calzada hasta el poblado de Guanajay se buscó una base más firme. La nueva ruta pasó paralela, pero a unos dos kilómetros del viejo camino real y El Cano, Guatao, Corralillo y Guayabal quedaron a un lado, abandonados. Entonces, sobre la nueva calzada, por cada uno de esos caseríos surgió uno nuevo: Arroyo Arenas por El Cano, Punta Brava por Guatao, Hoyo Colorado o Bauta por Corralillo y Caimito del Guayabal por Guayabal,

            “Luego, sobre la antigua calzada se hizo la carretera Central y las nuevas poblaciones florecieron. Los pueblos a la orilla del viejo camino real, ya en desuso, languidecieron”, escribe Gregorio Ortega en su reportaje y asegura que en 1955 Guatao tenía menos población y comercio que a mediados del siglo XIX. En 1827, por ejemplo, existían allí un almacén de víveres, dos tiendas de ropa, ocho tiendas mixtas, dos herrerías, una carpintería, una sastrería, una panadería, tres tabaquerías y una barbería. En 1955 no quedaban más que dos bodegas y una cantina, precarias las tres, y una fábrica de almidón que era la única industria del poblado. La iglesia, que se edificó en 1765, acababa de derrumbarse en esos días y se confiaba en que se construiría de nuevo. Comentó al periodista uno de sus informantes: “Lo único que queda del Guatao es su fama; aquella de la fiesta”.

VERSIONES

Alberico Martínez, propietario de la fábrica aludida, dio a Ortega su versión sobre el origen de la frase. Se la contó una negra esclava llamada Ramona que falleció alrededor de 1940 luego de haber vivido más de cien años. Ella relataba, recordaba Alberico, que justo en el lugar que ocupaba su fábrica estuvo la casa de la fiesta famosa.

            “En una zapatería de Punta Brava estaban liquidando las existencias a precios muy bajos y varios guajiros de aquí habían ido a comprar. Pero llovía mucho y los caminos estaban muy malos y cuando regresaron al pueblo los zapatos estaban abiertos, deshechos. Los guajiros asistieron a la fiesta y ya había empezado esta cuando llegó el zapatero. Los estafados apalearon al hombre y allí mismo se acabó todo”,

            La versión de Alberico no coincide con la que también ofreció a Gregorio Ortega un hombre de piel muy negra y brillante y 86 años de edad que aseguraba haber peleado por la independencia de Cuba bajo las órdenes del general Quintín Bandera. Se llamaba Cirilo Suárez y en su conversación con el periodista aludió a los congos y lucumíes que vivían en Guatao y sus alrededores. “Eran muy guapos y se fajaban mucho”, aseveró, y recordó además su carácter fiestero; todos los sábados se emborrachaban y a veces sus fiestas duraban hasta el domingo.

            “Me acuerdo de una fiesta que se hizo famosa; de ahí viene eso de la fiesta del Guatao. Hace muchos años de ella… Era un santo de congo y todo el mundo se emborrachó. Con la tomadera se formó la guaracha. De pronto empezó la bronca, no sé por qué… Cuando la gente bebe por cualquier cosa se faja. ¡Cómo se dio leña aquel día!”.

            Una versión más recoge el reportero. Se la cuenta Nicolás Larrinaga, que la escuchó de su padre, muerto en 1952,  a los 118 años de edad. Se celebraba en Guatao un baile para festejar el fin de la guerra contra España y a la celebración concurrieron, sin que nadie los hubiera invitado y para ver la acogida que se les daba, elementos pro españoles hasta la víspera.

            Por aquellos días, rememoraba Larrinaga, dos vecinos del poblado –Ángel Bildosa y Merced Amador- mantenían relaciones amorosas pese a que Ángel era casado. Llegó la fecha del baile y Ángel, que tenía la fortaleza de un animal y muy malas pulgas, prohibió a su amante que acudiese a la fiesta. Parece que sospechó que ella no lo obedecería y ya a medianoche, luego de dejar a su esposa en la cama, se fue a la casa de la querida. No la encontró y decidió buscarla donde sabía que estaba. Cuando entró a la fiesta, que se celebraba donde después estuvo la fábrica de almidón, Ángel vio que Merced bailaba con un  teniente de los recién desaparecidos paramilitares españoles.

            No se molestó en pedir explicaciones. Rasgó el vestido de la mujer de arriba abajo, y ella, que también se las traía, se descalzó y a taconazo limpio la emprendió contra su compañero. Quiso intervenir a favor de Merced el teniente y ahí se armó la gorda porque los vecinos, que se la tenían jurada al elemento pro español desde la matanza de 1896, aprovecharon la oportunidad para cobrársela… Los enemigos de ayer quedaron muy mal parados.

¿QUIÉN SABE?

Porque el 22 de febrero de ese año los españoles cometieron en Guatao la matanza de la que ya se habló. Una columna compuesta por unos 200 guardias civiles, soldados y paramilitares salió de Marianao para operar en las zonas vecinas y en Punta Brava se enfrentó con una partida insurrecta a la que no pudo aniquilar. Ireno Gutiérrez, testigo presencial de los hechos, contó a Ortega lo que sigue:

            “Entonces la columna vino hasta el Guatao, cogió a todo el que pudo y lo metió en la iglesia. De allí los sacaban amarrados, los tiraban en la carretera, frente a unas matas de salvadera que todavía existen, y los mataban en el suelo… De noche partió la columna llevando veinte prisioneros de los cuales solo cinco llegaron a Marianao. En la carretera dondequiera aparecían manchas de sangre y en las afueras del pueblo quedaron diez y seis cadáveres”.

            Se dice que unos cincuenta muertos causó aquella tragedia. Ireno no fue apresado porque tuvo la suerte de poder huir a un bosque cercano. Tenía 15 años de edad.

            Para algunos autores, esa matanza fue la que dio origen a la frase. Pero ¿quién sabe? Porque como expresa Gregorio Ortega en su reportaje, “de aquel pasado sangriento, pendenciero y bullente del pueblo, no queda más que una frase”.

           

El médico chino

El médico chino

Ciro Bianchi Ross


“A ese no lo salva ni el médico chino...” “Eso no lo arregla ni el médico chino...”

Son frases que se transmiten de generación en generación y quedaron en el imaginario popular para ejemplificar, la primera, la gravedad extrema e irreversible de un enfermo, más cerca ya de la muerte que de la vida, y, la otra, lo insoluble de un problema.Los que escuchamos o repetimos cualquiera de esas dos frases damos por descontado que ese médico chino que pasó al folclore cubano fue, como es cierto, un ente real. Lo que quizá sorprenda a muchos lectores sea saber que en la Cuba del siglo XIX hubo por lo menos dos médicos chinos famosos. Uno en La Habana —ejercería también en la ciudad de Matanzas y en Cárdenas—, y el otro, en Camagüey, y que cualquiera de ellos pudo dar pie a la popular y socorrida expresión.Para un historiador como Emilio Roig de Leuchsenring, ese galeno ilustre fue Cham Bom-biá. Para un poeta como Roberto Méndez, estudioso de la fábula que alienta en el pasado camagüeyano y fabulador él mismo, el personaje en cuestión fue Juan de Dios Siam Zaldívar.En una estampa que dio a conocer en la revista Carteles, el 26 de marzo de 1939, y que se reproduce en el libro Artículos de costumbres (2004) que nos permitimos recomendar, Roig de Leuchsenring afirma: “Hablaré... del famosísimo Cham Bom-biá, el médico chino, cuyas curaciones fueron tan extraordinarias que de él ha quedado en nuestro folclore la frase ponderativa de la suprema gravedad de un enfermo: ‘No le salva ni el médico chino’”.Méndez asevera en su Leyendas y tradiciones del Camagüey. (2003) que de Siam “ha quedado en el habla popular, a través de la expresión coloquial, extendida por todo el país, (la frase): Eso no lo arregla ni el médico chino”.

CHINOS EN CUBA

El 3 de junio de 1847 arribaban por el puerto de La Habana 206 culíes chinos de los 300 que 142 días antes embarcaron por el puerto de Amoy en la fragata Oquendo con destino a la Isla. Albergaban la ilusión de que la suerte les sonreiría en Cuba y que retornarían a su tierra cargados de riquezas. No venían ciertamente como esclavos, pero era casi lo mismo. Un contrato oneroso los obligaba a servir aquí durante ocho años con un salario de cuatro pesos mensuales. La trata negrera confrontaba cada vez más dificultades, la industria azucarera requería de mano de obra y esos chinos “contratados” sufrirían en los campos condiciones similares a las de los esclavos.Diez días después del Oquendo entraba en La Habana otro barco con 365 chinos a bordo, y ya en 1853 sumaban 5 000 los culíes “contratados” y eran 132 435 veinte años después, asegura Leonardo Padura en su reportaje “El viaje más largo”. En 1877 un tratado suscrito entre China y España suspendió la contratación de culíes, pero no la inmigración.En 1855, al cumplirse sus ocho años en Cuba, muchos lograron librarse del contrato, pero muy pocos pudieron regresar a China, y es por esa misma fecha cuando comienzan a llegar a la Isla, procedentes de California, en Estados Unidos, algunos chinos con capital suficiente para establecerse como pequeños o medianos comerciantes. En 1858, dice Padura, en Zanja esquina a Rayo abre sus puertas una pequeña casa de comida china y a partir de ahí chinos que vendían de puerta en puerta los artículos más variados, buscan asiento en las calles Zanja, Dragones, San Nicolás y Rayo para dar vida al después muy populoso Barrio Chino de La Habana.

EL HERBOLARIO

Es precisamente en 1858, dice Emilio Roig, cuando apareció en La Habana Cham Bom-biá. Clientela no le faltaría entre sus compatriotas. Españoles y criollos quizá lo vieran en los primeros momentos como un curandero, pero bien pronto, gracias a su agudo ojo clínico y a su sapiencia, se reveló como “un notable hombre de ciencias de amplia cultura oriental, que mezclaba sus profundos conocimientos de las floras cubana y china, como sabio herbolario que era, con los adelantos de la medicina occidental”.Otro historiador, Herminio Portell-Vilá, que acopió testimonios sobre Cham, lo describe así: “Hombre de elevada estatura, ojillos vivos y penetrantes, algo oblicuos; con luengos bigotes a la usanza tártara, larga perilla rala pendiente del mentón y solemnes y amplios ademanes subrayando su lenguaje figurado y ampuloso; vestía como los occidentales, y en aquella época en que no se concebía en Cuba al médico sin chistera y chaqué, él también llevaba con cómica seriedad su holgada levita de dril”.Por motivos que no se precisan, Cham salió de La Habana e instaló su consultorio en Matanzas —calle Mercaderes esquina a San Diego—. En 1872 se trasladó a Cárdenas y se estableció en una casa cercana al cuartel de bomberos. Volvió a sobresalir por su absoluto desprendimiento. Cobraba sus servicios a los que podían pagarle y atendía de manera gratuita a los más pobres. Un día lo encontraron muerto en la casa donde siempre vivió solo. Nunca se conoció la causa del deceso. Algunos apuntaron a la posibilidad del suicidio; otros insinuaron que murió envenenado por algún colega envidioso de su fama.

VERACRUZ

Siam, el otro médico chino, oriundo de Pekín, apareció en la ciudad de Camagüey en 1848 y despertó de inmediato la curiosidad de los vecinos.“Hombre ceremonioso y cortés, pronto ganó prestigio con las curaciones que realizaba, a pesar del temor y la ignorancia de muchos principeños que al principio lo consideraban como un hechicero y de los comprensibles celos de varios galenos locales, a los que iba sustrayéndole clientela”, escribe Roberto Méndez en Leyendas y tradiciones del Camagüey.Años antes de la llegada de Siam se había descubierto en aguas de Nuevitas una caja de madera con una sola inscripción: Veracruz. Dentro había una imagen de Cristo crucificado. Los pescadores que hicieron el hallazgo lo dieron por milagroso. Nunca se dio una explicación coherente sobre esa imagen, que podía estar destinada a algunos de los templos de la Villa Rica de Veracruz, en México, o que podía contar con algunas astillas de la “vera cruz”, el madero donde se dio tormento a Jesús. Se pensó que la caja había caído de algún barco o que fue arrojada al agua durante alguna tormenta para que, según la tradición, aplacara la furia de los elementos.La imagen, que ganó fama de milagrosa y que con el tiempo se perdió para siempre, no fue llevada a templo alguno, sino puesta en venta. La adquirió un acaudalado matrimonio, de rancia estirpe principeña: Ignacio María de Varona y Trinidad de la Torre Cisneros. Durante la Semana Santa sus propietarios la llevaban a la Parroquial Mayor de la ciudad y de ahí salía en procesión el Viernes Santo.

SORPRESA

Puntualiza Méndez que el Viernes Santo de 1850 mientras la procesión de la Veracruz recorría las calles más céntricas, “apareció súbitamente Siam, ataviado con ricas vestiduras orientales, y, solemnemente, se arrodilló en medio de la vía, delante de la imagen... el misterioso brujo se había convertido al cristianismo”. Al día siguiente visitó a los esposos Varona de la Torre y les expresó su deseo de recibir el bautismo. “¿Era sincero el personaje o había encontrado esta vía para alejar de sí los malignos rumores e incorporarse mejor a la sociedad en la que iba a residir y ejercer su profesión? No es posible discernirlo”, concluye Méndez.En los archivos de la Parroquial Mayor consta que el médico recibió allí el bautismo, el 25 de abril de 1850 y adoptó el nombre de Juan de Dios Siam Zaldívar.Llegó a amasar una fortuna cuantiosa. Solía desplazarse en un carruaje lujoso y vestía, al modo occidental, de traje negro. En 1879 en el Padrón de vecinos se dice que tiene 68 años de edad y está casado. Falleció el 23 de marzo de 1885. El diario El Camagüeyano, en su sección Flores y Espinas, dio cuenta del suceso: “El lunes por la tarde se dio sepultura al cadáver de don Juan de Dios Siam, hijo del celeste imperio, que había ejercido entre nosotros con buen éxito la ciencia de Galeno”.Cham Bom-biá y Juan de Dios Siam... ¿cuál de los dos dio pie a la frase: “A ese no lo salva ni el médico chino”?                  

Gobernadores

Gobernadores

Ciro Bianchi Ross

Ciento veintiocho gobernadores ejercieron el mando en Cuba durante la Colonia. De ellos, ocho ocuparon el cargo en dos ocasiones, y solo José Gutiérrez de la  Concha y Blas Villate, Conde de Balmaceda, en tres, en tanto que otros l6 lo hicieron con carácter interino. Varios de esos gobernadores –tres por nuestra cuenta—fueron destituidos antes de concluir sus mandatos. De todos, los que permanecieron mayor tiempo al frente de los destinos de la Isla fueron Diego Velásquez de Cuellar (15ll-1524) y Salvador Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, que también lo hizo a lo largo de 13 años a partir de 1799. El más breve, Diego Antonio de Manrique, llevaba 13 días en el poder cuando cayó fulminado por el vómito mientras inspeccionaba las obras en construcción de la fortaleza de La Cabaña. La fiebre amarilla, que no respetaba fortunas, rangos ni dignidades, se lo llevó de cuajo para convertirlo en uno de los nueve gobernadores que fallecieron en su puesto. De esos nueve, dos, Francisco de Carreño y Manuel de Salamanca y Negrete fueron envenenados, y Diego Velázquez murió de envidia.

 

DOS CUBANOS

Entre esos gobernadores hubo un Marqués de La Habana (el ya aludido Gutiérrez de la Concha) y un Marqués de Victoria de las Tunas (Luis de Prendergast) y hasta un Sancho de Alquízar, que dio nombre primero a un hato y luego a una ciudad.

            De esos 128 gobernadores que a lo largo de 388 años mantuvieron la Isla en un puño, únicamente dos nacieron en Cuba, Juan Manuel Cajigal y Joaquín de Ezpeleta, en tanto que solo una  mujer, Inés de Bobadilla, asumió la más alta autoridad, aunque de modo más formal que verdadero. Era la esposa de Hernando de Soto y lo sustituyó en el gobierno mientras que el afiebrado descubridor buscaba en la Florida,. sin éxito, la fuente de la eterna juventud.

            Algunos de ellos llegaron a Cuba de capa caída, como Francisco de Carreño tras la derrota de la Armada Invencible. Para otros, el gobierno de la Isla fue el trampolín que les permitió el salto a más altas posiciones. Tal fue el caso de Francisco Cajigal de la Vega; de gobernador de Cuba pasó a virrey de Nueva España.

            Un hombre como Miguel Tacón sobresalió por su autoritarismo, y por su cobardía e incapacidad frente al corsario francés Jacques de Sores se destacó Gonzalo Pérez de Angulo. Leopoldo O’Donnell y Gutiérrez de la Concha descollaron por su crueldad, aunque de todos ninguno fue tan cruel como Valeriano Weyler, Marqués de Tenerife.          

VOLUNTARIOS

El gobierno de O’Donnell fue pródigo en derramamiento de sangre y en represiones brutales. Durante su periodo ocurrió, luego de los alzamientos de esclavos de Alcancía, Triunvirato y Ácana, la Conspiración de la Escalera, llamada así porque uno de los métodos de tormento consistía en atar al detenido a una escalera para hacerlo declarar al son del látigo. Muchos cubanos de altísima significación (Luz Caballero, Gener, Del Monte…) fueron involucrados en ella y su víctima más notable fue el poeta Gabriel de la  Concepción Valdés (Plácido) fusilado en Matanzas, en 1844. Para que el gobierno de O’Donnell fuera aun más tristemente memorable, es en su periodo cuando pasan por la Isla  los dos huracanes más desastrosos de los que se tuvo noticia durante la Colonia.

            Con Concha (segundo mandato)  surgen los odiosos voluntarios. Recién vuelto a Cuba ese funesto gobernante ocurre la muerte de José Antonio Castañeda, el aprehensor de Narciso López, a quien España había recompensado con un cargo de capitán. En el atardecer del  12 de octubre de 1854 se hallaba Castañeda en el café Marte y Belona cuando un disparo puso fin a su vida. Ese hecho exacerbó las pasiones ya desbordadas del elemento más españolizante y Concha, en respuesta, reorganizó las milicias disueltas por Pezuela, su antecesor. Se formaron así los batallones de voluntarios que tantas páginas de luto llenarían en la historia de Cuba.

SUELDO FABULOSO

Concha, sin embargo, ganó fama de débil entre los integristas. Cuando en 1850 sustituyó en el gobierno a Roncali con un sueldo de 50 000 pesos (32  000 más que su predecesor) condenó a muerte a Narciso López, de quien fue subordinado en el ejército español y dispuso el fusilamiento de 50 de sus hombres en las faldas del Castillo de Atarés. En su segundo mandato, Concha levantó el garrote para Pintó y Estrampes. Más de 50 muertes en el primer periodo y dos en el segundo… los voluntarios acusaron entonces al gobernador  de hallarse en franca y lastimosa decadencia. Ese hombre, al que se colgaba el sambenito de débil, volvería a hacerse cargo del mando de la Isla entre abril de 1874 y marzo de 1875, precisamente en una etapa en que la insurrección llegaba a su apogeo.

            Aunque no obtuvo grandes éxitos ante los mambises y sí en la mesa de juego d e la casa de la Condesa de Jibacoa, Concha no se dejó jamaquear por los voluntarios y al cesar en su tercer y último mandato los obligó a que lo despidieran con todos los honores. En su camino hacia el muelle, dice un testimoniante, iba tan despacio, con una actitud tan arrogante y metiendo de tal modo los ojos a los voluntarios formados en dos filas que aquello parecía un desafío mudo, mientras que, para que no quedara cabo suelto alguno, los cañones del Morro apuntaban hacia la ciudad.

            Si el Marqués de La Habana era amargo como el acíbar cuando se le buscaban las cosquillas, el Marqués de Castell-Florit era, como su apellido, tan dulce que se lo comían las hormigas. En su segundo mandato (1869) Domingo Dulce buscó soluciones de paz y entendimiento con los insurrectos, lo que lo hizo entrar en contradicciones con los voluntarios. Estos, tras los sucesos del teatro Villanueva, se sintieron los verdaderos dueños de la situación ante un gobernador incapaz de poner coto a sus desmanes y pronto se creyeron con derecho a censurarlo. Dulce solicitó entonces su relevo y como los voluntarios le hicieran saber que no lo querían más en el cargo, salió de La Habana sin esperar a su sucesor.

EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO

Diego Velásquez fue un hombre con mala suerte tanto en la vida pública como en la vida privada. Esperaba haberse hecho cargo de un territorio rico y no encontró aquí las riquezas deseadas. Trajo a su prometida, contrajo matrimonio con ella en Baracoa y enviudó seis días después de la boda. Todas las expediciones que organizó para expandir su poder e influencia en la Tierra Firme fracasaron y el triunfo de Hernán Cortés en México fue más de lo que pudo soportar.

            Velásquez puso a Cortés al frente de aquella expedición. Cambió luego de parecer, pero ya era tarde. No le perdonaría la fama y riqueza que iba ganando frente a los aztecas ni   el olvido en que lo sumía. Encomendó entonces a Pánfilo de Narváez  la organización de otra expedición que castigaría a su antiguo subordinado, pero Cortés supo hacerse de parciales entre sus adversarios y Narváez tuvo que regresar a Cuba herido y casi solo mientras que el vencedor, con el refuerzo que constituyeron los hombres enviados en su contra, consolidaba su gloria. El éxito ajeno provocó en Velásquez una apoplejía y murió a consecuencia de ella en Santiago de Cuba, el 12 de junio de 1524.

            Fue el primer gobernador español de la Isla, El último se llamó Adolfo Jiménez Castellanos. Había sustituido a Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata, y le correspondía resignar el poder español ante el ejército de ocupación norteamericano.

            La ceremonia de traspaso de la soberanía tendría lugar en el Salón del Trono del Palacio de los Capitanes Generales. El general Brook representaría al gobierno de Estados Unidos, y José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Mayía Rodríguez y Eugenio Sánchez Agramante, entre otros altos oficiales cubanos,  asistirían como invitados. Minutos antes de las 12 meridiano entraron al recinto los comisionados. A las 12 en punto, al sonar el primero de los cañonazos con que las tropas españolas honraban su bandera, que se arriaba, Jiménez Castellanos saludó militarmente a sus contrarios y con los ojos arrasados en lágrimas anunció el cese de la soberanía de España sobre Cuba. Brook respondió su discurso y el jefe español abandonó el Palacio mientras que cañones norteamericanos  con sus salvas saludaban la bandera de de su país que se izaba en el Morro.

            Era el l de enero de 1899. Cuba había luchado 30 años por su independencia  y había derrotado a España.  Pero no era libre.         

    

Gobernadores (final)

Gobernadores (final)

Ciro Bianchi Ross

 

Cuando Diego Velásquez murió, pálido de envidia por los éxitos de su ex subordinado Hernán Cortés en México, ya la Corono española había decidido residenciarlo, es decir, someterlo a un proceso para que rindiera cuentas de sus actos como gobernador de la Isla de Cuba.

            Su fallecimiento, en 1524, lo libró de esa humillación y de su posible destitución, pero Juanes de Dávila, que tomó posesión de su cargo de gobernador veinte años después, sí fue destituido  cuando quiso hacer cumplir las Ordenanzas de Indias que suprimían las encomiendas. Tal supresión lesionaba los intereses de los colonos pues ponía fin ala esclavitud de los indios –existía ya la esclavitud de los negros—y los perjudicados apelaron a la metrópoli para que lo sustituyera, al igual que en 1555 el Ayuntamiento y los vecinos de La Habana pedirían relevo y castigo para Gonzalo Pérez de Angulo, incapaz de organizar a derechas las defensas de la Isla.

            Con algunos gobernadores podían las “clases vivas” criollas y con otros, no. Y con los que no pudieron estuvo Juan Francisco Güemes de Horcaditas, primer Conde de Revillagigedo.

            La aristocracia habanera lo llamaba el tirano e hizo cuanto estuvo a su alcance avaro y rapaz como ninguno de sus antecesores y más ladrón que todos ellos, pero a para que Madrid lo sacara del cargo. Güemes, que asumió el gobierno en 1734, era esas características unía otra peor: no dejaba robar a los demás. Eso sí, enviaba al Rey lo que era del Rey y las rentas que de aquí remitía a España no habían alcanzado antes auge mayor. Eso, y la segura defensa que garantizaba de la Isla, hacían que cayeran en el vacío todas las quejas que en su contra elevaba a Madrid el patriciado criollo, que para salir del intruso no vislumbraba ya más solución que un rayo lo partiera.

            Y casi fue así pues un buen día el gobernador cayó fulminado por un ataque de apoplejía que lo puso a las puertas de la muerte. Cantaron victoria aristócratas y burgueses. Pero el hombre se fue a Santa María del Rosario, disfrutó de los beneficios de sus aguas medicinales, y treinta días después volvió a La Habana como nuevo, gordo y colorado como nunca antes, y dispuesto a seguir haciendo rabiar a los que pedían su relevo, hasta 1745 cuando cesó en la Isla para asumir como virrey de México.

HASTA LOS CLAVOS

La cosa se ponía fea cuando el relevado se negaba a irse e insistía en permanecer en La Habana durante semanas o meses después de su sustitución.

            Cuando Federico Roncali, Conde de Alcoy, se hizo cargo del gobierno (1848) para suceder a Leopoldo O’Donnell, el Conde de Lucena le jugó una mala pasada ya que el relevo le llegó antes de lo previsto y sin causa que lo justificara.

            O’Donnell no solo recibió a Roncali con evidente desprecio y no cambió con él más de media docena de palabras durante la ceremonia del traspaso de mando, sino que le dejó vacío el Palacio de los Capitanes Generales. Salvo el Salón del Trono y las dos piezas principales, que lucían en todo su esplendor, en el resto de las habitaciones faltaba no solo aquello que representa la comodidad y el lujo, sino los objetos más indispensables;  como si la mansión acabara de sufrir los efectos de una mudada.

            Algo de eso había porque O’Donnell, a quien apodaban el leopardo de Lucena, antes de cesar en el gobierno se había establecido, junto a su familia, en la Quinta de los Molinos y se empeñó en convertirla en una casa de vivienda digna para el primer funcionario de la Colonia. Para ello invirtió allí 20 000 pesos y se había llevado del Palacio hasta los clavos. Ya sustituido siguió viviendo en ella, sin prisa alguna por retornar a España.

            Cuando la Condesa de Alcoy, como dueña de casa, recorrió el Palacio de los Capitanes Generales advirtió que no dispondrían ella y su esposo siquiera de una cama donde reponerse de tan largo viaje. Para salir de aquel trance y evitar tener que pasar la noche acomodados en las butacas del Salón del Trono, el Conde y la Condesa se vieron obligados a recurrir a don Pancho Marty, un avispado catalán que llegó a Cuba pobre como una rata y se había enriquecido gracias a la trata negrera y al trabajo de los presos, que explotaba a su favor, y que ajeno al protocolo visitaba Palacio y veía al gobernador cuando le venía en ganas. Marty se pintaba solo para solucionar un asunto como ese, solución que redundaría en su influencia y valimiento

Cosas de don Leopoldo, señora, dijo a la Condesa. Todo se arreglará. Y se arregló en efecto

RICLA

A diferencia de O’Donnell, otros gobernadores salían pitando de La Habana en cuanto les llegaba el relevo, como lo hizo Ambrosio Funes de Villalpando, Conde de Ricla.

En verdad, quería irse desde antes y tanto insistió en su reemplazo que el 17 de enero de 1765 el Rey de España nombró al mariscal de campo Diego Antonio de Manrique para sustituirlo. Era este un hombre que gozaba de excelente concepto en la Corte y se había distinguido tanto en la guerra como en las labores administrativas. Sobre Cuba tenía conocimientos especiales pues había formado parte de la Junta de Generales que juzgó en España la causa que se instruyó con motivo de la toma de La Habana por los ingleses.

Manrique arribó a La Habana el 25 de junio y el 30 recibió el mando de manos de Ricla. En mala hora. Trece días después, víctima de la fiebre amarilla, era cadáver. Sus funerales tuvieron toda la pompa que exigía un Capitán General y lo enterraron en la iglesia de San Francisco. El Ayuntamiento de La Habana, en uso de sus prerrogativas, pidió entonces a Ricla, que permanecía en la Isla, que reasumiese el gobierno al menos con carácter interino, pero el Conde, loco por volverse a España, declinó el honor

CAIDO DEL CIELO

Cuando Salvador de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, se presentó en el Palacio de los Capitanes Generales para anunciar que era el nuevo gobernador de la Isla, el gobernador en propiedad, Juan Procopio de Bassecourt, Conde de Santa Clara, debió pensar que su sustituto había llegado por los aires porque hacía más de dos meses que no entraba barco alguno al puerto de La Habana.

Y es que Someruelos, perseguida de cerca por corsarios ingleses la nave en que viajaba –Inglaterra y España estaban en guerra—se vio obligado a desembarcar en Casilda y desde allí a caballo, seguidos por numerosos criados y sin un solo ayudante de campo, en penosa travesía, tomó rumbo a La Habana. Si en ese tiempo un buen jinete demoraba tres días en ir desde Nueva Bermeja (Colón) a la ciudad de Matanzas, ¿cuánto demoraría el viaje entre Trinidad y La Habana?  Para hacer más difícil la travesía, era infernal el clima y mojado por la lluvia y sucio de fango, llegó Someruelos al ingenio Holanda, próximo a Güines, donde su propietario le dio posada, con tanta generosidad y fineza que el recién llegado no tuvo otra alternativa que responder revelando su identidad..Venía con sus credenciales cosidas al forro de la ropa, a sustituir a un gobernador probo y capaz que cometió sin embargo el error de acoger en La Habana a los fugitivos príncipes de Orleáns, uno de los cuales, Luis Felipe, llegaría a ser rey de los franceses. Protestó por ello la Francia revolucionaria, entonces república y aliada de España y obtuvo el extrañamiento de los príncipes y el relevo de Bassecourt.

Entre los 128 gobernadores que rigieron los destinos de Cuba entre 1511 y 1899 hay hombres más familiares que otros, pero la mayoría de ellos nada dice al lector de hoy. Todos dejaron su huella en el horror de la Colonia. Con Antonio Chávez (1546) se fomentó en Cuba el primer ingenio azucarero, y con Manuel de Rojas, en los albores de la colonización, llegaron los primeros esclavos africanos. El Marqués de la Torre embelleció La Habana con el paseo de la Alameda de Paula y con Juan de Tejada La Habana tuvo título de ciudad. Con José Gutiérrez de la Concha se promulgó la más arbitraria de las medidas cuando quedó prohibido para los criollos el derecho de pedir. Dicen que el mejor de todos los gobernadores fue Luis de las Casas. Eso es, el mejor porque ninguno fue bueno.

   

 

Edades

Edades

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

Me contactó una vez a través del periódico y cuando conversamos al fin por teléfono dijo que quería verme porque se interesaba por conocer mi opinión sobre algo que tenía escrito y se empeñaba en publicar. Le di de lado. Aparte del tiempo y la energía que una tarea como esa consume,  sé bien del peligro que entraña leer inéditos ajenos, sobre todo si son de un aficionado que solo escribió antes cartas a la familia.  Quien viene a conocer tu valoración sobre lo que ha escrito,  casi siempre reclama humildemente una opinión sincera cuando en verdad está en espera de una opinión favorable. Si valoras positivamente su trabajo, el individuo se va contento aunque arroparas tu elogio con cuanta tontería encontraste a mano, por el aquello de que casi todos  los escritores, publicados y por publicar,  aceptan  las mayores tonterías a cambio de que sean elogiosas. Pero si tu juicio no es  propicio, el sujeto se desconcierta y no lo disimula y se va hecho una furia. A partir de ahí serás para él un insensible o un imbécil. Nada. Quisiste hacer un favor y te buscaste a  un enemigo.

            Pero que yo le diera de lado, no quiere decir que el hombre no insistiera. Hay que reconocer que tenía maña y arte en eso. Reiteraba sus llamadas, tanto al periódico como a otros lugares que, sabía, yo frecuentaba.  Se buscó aliados. Y esos  aliados, quizás por quitárselo de encima,  intercedían en su ayuda. Yo no creo que estés tan ocupado como para no poderle conceder media hora, me decían. Lo atiendes, y luego te lo quitas de encima, recalcaban. La cosa llegó al punto de que empecé a sentirme culpable por no recibir al “muchacho”, como, sin conocerlo,  le llamaba una de las secretarias del periódico con la que se comunicaba al ritmo de dos veces por  día.

            Así, nos pusimos de acuerdo para la visita. Cometí un error. En esos casos, es mejor visitar que lo visiten. Porque cuando es uno quien hace la visita, se marcha cuando lo estime pertinente, así deje a su interlocutor con la palabra en la boca. Otro es el cantar si se es  el visitado. Hay que soportar hasta  que el visitante se marche o se le induzca  a que lo haga. Pero no. Quedamos en que nos veríamos en mi casa, el próximo sábado, a las seis de la tarde. Y allí estuvo  el hombre a la hora de la cita.

PASARÁS POR MI VIDA

Me dijo, de sopetón: ¿No me conoces? No, no lo conocía. Añadió: ¿Es posible que no me recuerdes?  Contesté que no, que no lo recordaba. Te diré mi nombre completo  y sé que te acordarás. Lo dijo, y tampoco. Estuvimos juntos en el Bachillerato, puntualizó.

 Nada hay peor que una persona lo salude a uno y uno no la recuerde. Se le  tiende a decir en principio que lo ha confundido con otro.  Pero cuando se adquiere la certeza de que no hay confusión posible, uno quiere que la tierra se lo trague. Es como cuando se le pregunta por la madre al amigo que no se veía desde hace  tiempo y la respuesta llega como un pistoletazo: Murió hace seis años. Y uno, desconcertado y sin saber qué decir, recurre a Jorge Manrique y habla de lo efímero de la vida y lo fugaz  de los placeres mundanos.

 Ni el nombre ni la cara de mi interlocutor venían  a mi memoria por más que me esforzara. Hay gente así, de pasarás por mi vida sin saber que pasaste. Pero uno finge y quiere hacer creer que recuerda. Lo que pasa es que engordaste, dices  y te dicen que no, que, pese a los años, mantiene el mismo peso. ¡Ah! Claro, son los espejuelos, te aventuras a decir,  pero resulta que los espejuelos los usó siempre. Y ya desde el Bachillerato lucía las mismas canas  de ahora. Ni más ni menos.

No sabes ya a qué recurrirás. Para ubicarlo de una vez menciona dos o tres nombres de compañeros de estudios que te vienen a la mente. El del polista que se mató en un accidente en plena juventud. El del que estudió Medicina y está ahora al frente de una orquesta que gana espacio en la simpatía popular. Sí, por supuesto, tu interlocutor los conoce  perfectamente. Y te habla además sobre este y aquel, que se los tragó la vida cuando parecían que habían dado ya un paso más allá de la promesa.

            Preguntas: ¿Y Ofelia?  Te dice: Es arquitecta.  Vive en la calle Heredia entre Santa Catalina y Milagros. Nació el 18 de junio de 1947. Tiene ahora tantos años. ¿Y Germán, qué se hizo de Germán?  Responde: Es tremendo médico.  Vive en 10 de Octubre esquina a San Mariano. Nació el 3 de enero de 1948. Tiene ahora tal edad. Y así  Belkis, Manolo, Jesús… El tipo no falla. Cada vez que mencionas un nombre,  te aporta esos detalles hasta que llega el momento en  que no puedes reprimir tu asombro. ¡Qué bárbaro!

            -Te sorprenderá que yo domine todo eso. Es que  me he dedicado a nuclear a todos los compañeros de promoción. Si por algo insistí tanto en verte, aparte de lo que quiero que leas,  fue porque tú eres uno de los que faltaba en mi lista. Los he ido agrupando y nos encontramos  una vez al año y siempre que es el onomástico de uno de nosotros,  unos cuantos de los del grupo  le  “asaltamos” la casa –dijo mi interlocutor, y añadió con orgullo que no solo tenía empadronados a los del Bachillerato. Había logrado hacerlo además con los que terminaron la Secundaria Básica junto con él, y ahora la emprendía, por difícil que pareciera dado  el tiempo transcurrido,  con los de la Primaria. Había que reconocerle al sujeto un espíritu gregario fuera de serie. Me mordí la lengua  para no  preguntarle de dónde sacaba el tiempo para emplearlo en algo como aquello, aunque no vacilé en decirle que eso de los “asaltos” me resultaba   anacrónico y ridículo en gente de nuestra edad. De más está decir que no estuvo de acuerdo conmigo.

PÓNGANSE EL SOLAPÍN

Hace años, más por fuerza que por grado, me tocó acompañar a una persona entonces cercana  a una de esas  reuniones de antiguos alumnos. Alumnas, diría mejor, porque lo habían sido de un colegio de monjas. La acompañé por mero compromiso. Yo esperaría fuera mientras ella se reencontraba con sus compañeras de antaño. Vi entrar a las convocadas, señoras todas ya en su edad  y que, en su mayoría,  no se veían desde hacía mucho, y me preguntaba cómo se las ingeniarían para reconocerse por más que cuando lo hicieran se asegurarían mutuamente que estaban “igualitas”.  En medio de los dulces y los refrescos, pocas podían identificarse entre sí hasta que una de ellas facilitó a las demás una tira de papel y una presilla. Cada una escribiría su nombre y se colocaría el improvisado solapín  en un lugar visible para facilitar el reconocimiento y aligerar la tensión que había generado la extrañeza. Mi amiga fue de las primeras en abandonar la reunión. Convocaron para otra, me dijo, pero yo aquí no vuelvo. “El tiempo, Juan, con su fluir callado…”, como diría Nicolás Guillén en su soneto a Marinello.

            Y es que en momentos como esos se  ve la otra cara  de  la luna. Por mucho que se alargue la expectativa de vida,   se insista en eso de que la belleza y la juventud andan por dentro, que joven ha de ser quien lo quiera ser  y nos alegren los reencuentros, no hay como una reunión de antiguos alumnos para constatar que Elisa, tan bonita que llegó a estar nominada como estrella del carnaval, es ahora una abuela de 200 libras y que Julián, que tanto sobresalía en el salto alto, no salta ya ni el quicio de la bañadera.

            Por eso me conmueve tanto la gente que se impone una vida sana. Dicen que lo hacen para mantener la salud cuando, en verdad, en el fondo de su alma,  lo que quieren es retardar la vejez. Lo malo del asunto es que la mayoría empieza muy tarde. Porque la salud, la juventud y la belleza son cosas que hay que intentar prolongar cuando todavía se tienen. Si se pierden, no vuelven por más que uno se empeñe en recuperarlas. No hay prueba mejor de eso que un gimnasio. Se va al gimnasio porque no se está conforme con lo que se tiene. La gorda, porque quiere bajar de peso. La flaca, porque quiere ganar algunas libras. La entreverada, porque quiere que le acomoden la grasa… Unas hacen pesas; otras se agotan en el escalador o en la estera; aquella quiere que la sauna y los masajes le enmascaren  la edad, y luego  se zampan una pizza y un par de refrescos en la esquina y se comen media libra de pan  al llegar a la casa  y recuperan, sin querer, lo que acaso perdieron. Está la que acude al gimnasio porque desea que con medios artificiales le rebajen cierta parte de la anatomía donde la naturaleza la dotó generosamente y olvida que en eso, como en Derecho, lo que abunda no daña. Y está la gordita que siente que pierde méritos en verano, por lo que suda, y desconoce que los recupera en invierno, por lo que abriga. Hay mujeres que antes de ir a la calle, en vez de peinarse, se despeinan, y otras que  cuando salen  del tocador debían ponerse el cartelito de “Ojo, pinta”.

Con los pantalones a la cadera, la cubana ha perdido la figura. Hasta las flacas tienen ahora barriguita, que hacen más llamativa con ese arete que se cuelgan del ombligo. Hay barriguitas atractivas, por lo que insinúan. Y las hay de espanto, por el mismo motivo. Pero las dos se exhiben por igual.   Ya  hay pocas  caderas que valgan. El cuerpo se va haciendo recto, de una sola pieza, desde el pecho a las piernas. Hay mucho frente, pero poco fondo.   Cayó en el olvido aquella máxima  de que “para lucir, hay que sufrir”. Tan relegada con el corset y el brassier, las fajas y los cintos para hacer cintura en esta hora de una moda  cómoda y pragmática.   Cada vez queda más atrás la imagen de la “criollita”, de Wilson, uno de los productos más emblemáticos de la industria nacional y con la que muchos quisiéramos seguir identificando a la cubana.

LINIMENTO DE MURALLA

Mi antiguo compañero de estudios pretendía que yo le leyera un mecanuscrito de 80 cuartillas a un solo espacio. Le dije redondamente que carecía de tiempo para hacerlo. Ya lo sospechaba. Aun así estaba eufórico. Al reencontrarme se había topado, por carambola, con una especie de eslabón perdido que tal vez completara su lista de fiesteros. ¿Por qué no te incorporas a nuestro grupo? Vas a pasarlo bien.

            Pero nones. Ni modo. Me negué a que me cogiera para el trajín y a  convertirme en un número más en sus fiestas y “asaltos” con olor a linimento de muralla  y a bálsamo de veneno de serpiente para las fricciones contra el reumatismo.    Pasando del tú al usted,  para acentuar la solemnidad, le dije:

-Me perdonará por lo que voy a expresar. Yo a usted lo veo tan “matado” como usted debe estarme viendo a mí. La vejez y la juventud se pegan.  ¿Qué haría en una fiesta donde no vería más que mi propia edad en la cara de mis amigos?

           

           

             

             

             

           

   

           

                       

  

¡Ese negro es un héroe!

¡Ese negro es un héroe! Ciro Bianchi Ross

 La escena tiene lugar en el café El Cosmopolita, en la Acera del Louvre, sobre el Paseo del Prado. Sentados a una de las mesas varios jóvenes blancos, de distinguida presencia y elegantísimos con sus trajes a la última moda, escuchan con avidez el relato de un negro que puede triplicarles la edad. Avivado por la curiosidad de sus interlocutores el hombre evoca a Antonio Maceo y a Calixto García, alude a los tiempos en los que mandaba la escolta de Carlos Manuel de Céspedes y detalla el ataque a El Caney y la batalla de la Loma de San Juan, de los que fue protagonista.Quien habla es el mayor general Jesús Rabí, un combatiente de las tres guerras por la independencia de Cuba que no quiso ocupar cargos públicos durante la intervención militar norteamericana y que ahora, en la República, vive de un puesto de inspector de Montes y Minas. Uno de los que escucha con atención es Alberto Yarini, El Rey, el más grande y famoso de los chulos cubanos de todos los tiempos.Cómo y por qué se entrecruzan los destinos de estos dos personajes es algo que desconoce el autor de esta página. Ni viene a cuento. El caso es que en aquella remotísima tarde de comienzos del siglo pasado, Alberto Yarini dio, a su modo y sin medir las consecuencias, una formidable lección en defensa del orgullo y la dignidad de la nación.EL SOLDADOJesús Rabí se llamaba en realidad Jesús Sablón, pero adoptó ese apellido por el sobrenombre con que se identificaba su padre. Nació en Jiguaní, Oriente, el 24 de junio de 1845 y el 13 de octubre de 1868, tres días después del Grito de Yara, se incorporó como soldado a la tropa de Donato Mármol. El 15 entró en combate por primera vez y el 26 estuvo al lado de Máximo Gómez en su primera carga al machete en Pino de Baire. En 1872 Rabí era ya capitán, y comandante en el 74.El 6 de septiembre del propio año acompañó a Calixto García en San Antonio de Baja, a 26 km. al suroeste de Manzanillo, cuando el campamento insurrecto fue rodeado por una tropa superior en número. Calixto ordenó a Rabí que sostuviera el fuego a fin de dar tiempo a evacuar la posición. Lo hizo Rabí con 12 soldados, pero no pudo evitar la entrada del enemigo ni socorrer a su jefe, que había perdido ya su cabalgadura, por lo nutrido de la fusilería española. Fue entonces que Calixto, aislado y a punto de caer en manos del adversario, intentó suicidarse. Se dio un tiro en la barbilla que le salió por la frente.Rabí participó en la Protesta de Baraguá (1878) y fue ascendido a teniente coronel, y también en la llamada Conspiración de la Paz del Manganeso, en 1890. En el 95 se alzó en armas el mismo 24 de febrero y el 26, por aclamación de la tropa, asumió el mando de las fuerzas sublevadas en Baire y Jiguaní. En Los Negros infligió una sonada derrota a un batallón del regimiento Hernán Cortés mandado por el coronel Zbikowsky, un ruso al servicio de España. Y era ya general de brigada cuando intervino en la batalla de Peralejo (13 de julio de 1895) donde Maceo se enfrentó al capitán general Arsenio Martínez Campos y ocasionó unas 400 bajas a los españoles.En 1896 Rabí es ascendido a mayor general. Más adelante, en 1898, y otra vez bajo las órdenes de Calixto García, será el segundo jefe de la agrupación de tropas que se creó con vistas a la Campaña de Santiago de Cuba.Murió en Bayamo, el 6 de diciembre de 1915.EL ECOBIOAlberto Yarini nació en La Habana, en 1884. Estudió en los mejores colegios de la capital y prosiguió sus estudios en Estados Unidos. En 1900 regresó a la Isla. Su padre, un prestigioso dentista y profesor universitario, se empeñó en que siguiera sus pasos, pero Yarini no acató la voluntad paterna. Tenía dos pasiones: la política y las mujeres. La primera lo llevaría a afiliarse al Partido Conservador y a prepararse para aspirar a un acta de Representante a la Cámara como escalón inicial de la confesada ambición de alcanzar un día la presidencia de la República. La segunda, dice Leonardo Padura en un reportaje espléndido, lo convirtió en el más ranqueado accionista del amor rentado. Cuando lo asesinaron tenía 11 mujeres bajo su égida y unas 25 llevaban tatuadas en alguna parte de su cuerpo las iniciales de Alberto Yarini.Gustaba del arroz con leche y de los coquitos prietos, y tomaba sopa, plato que según la tradición no ingieren los guapos. Pero fuera de toda discusión guapo sí era Yarini, y hombre hasta el final y buen amigo. Quince negras viejas, santeras o retiradas de la prostitución, tenían techo seguro gracias a su bolsillo generoso. Y los ñáñigos no olvidaban su contribución sin reservas al entierro de Aniceto Lambarri, jefe de la potencia macaró efot. Por eso, para ellos, era el gran ecobio blanco.Pero Yarini, escribe Padura, cometió al final de su vida una serie de torpezas inconcebibles no ya en un chulo de su categoría sino en un hombre de su posición social. Se enamoró de la pequeña Bertha, una prostituta francesa que era controlada por el apache Louis Lotot. Se la arrebató al francés y un día se personó en su casa y pidió que le entregaran la ropa de la muchacha. Todo hubiera quedado ahí si aquella tarde, mientras paseaba a sus dos San Bernardo, no se hubiese detenido ante la puerta de Lotot para gritarle que cuidase de sus otras mujeres porque Bertha sola no bastaba  para calmarle la calentura.El francés tenía su filosofía ante la vida. Decía: De las mujeres se vive, pero no se muere por ellas. Aquella ofensa, sin embargo, era más de lo que Lotot podía soportar.  Cuando la escuchó, salió a la calle y dijo al cubano: Yarini, yo me voy a morir una sola vez. Y con esas palabras selló la suerte de su rival.Al día siguiente, el 21 de noviembre de 1910, Lotot y uno de sus secuaces sorprendían a traición a Yarini mientras recorría la calle San Isidro, su feudo. Yarini y su acompañante lograron ripostar la agresión y el francés cayó fulminado por un tiro que le abrió la frente. Pero tres disparos habían ido a cebarse en el cuerpo del afamado chulo cubano, aquel hombre que “deslumbró por su belleza, educación y virilidad”. Murió el 22, a las 11 de la noche. Tenía 26 años de edad. Su entierro fue una de las mayores manifestaciones de duelo que conoció La Habana.A PUÑO LIMPIOCómo y por qué se entrecruzaron los destinos de Rabí y Yarini es algo que aún está por averiguarse. El caso es que aquella tarde de comienzos del siglo pasado mientras que el general conversaba con un grupo de jóvenes en El Cosmopolita, dos extranjeros, desde una mesa cercana, hacían burlas del patriota negro. Yarini se percató de ello y pidió al grupo trasladarse a otro sitio. Ya fuera del café, volvió sobre sus pasos y se acercó a los dos extranjeros. En perfecto inglés les dijo: ¡Ese negro es un héroe de mi país y hay que respetarlo!Entonces, sin pensarlo mucho, se echó hacia atrás como buscando impulso, levantó rápido el brazo derecho y proyectó el puño una, dos, tres veces, contra el rostro del que más se había burlado del cubano.Al día siguiente los periódicos anunciaban que en la Acera del Louvre un joven distinguido y de buena familia le había roto la nariz y la mandíbula al Encargado de Negocios de la embajada norteamericana en La Habana.