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Memorias

La guayabera (I)

La guayabera (I)

Ciro Bianchi Ross

 

 

Esta semana me fui a Sancti Spíritus. A trabajar, que es para lo único que me invitan. Sucede que la Dirección Provincial de Cultura de ese territorio comenzó a organizar a partir de este mes Los días de la guayabera, proyecto de reanimación cultural que pretende revitalizar esa prenda típica como nexo indiscutible de la ciudad con el resto de Cuba y el Caribe. Quieren sus organizadores que esas jornadas  desemboquen en la Fiesta de la Guayabera, celebración que identificará a la provincia, potenciará nuevas formas de expresión para sus artistas y escritores y procurará la sistematicidad de su vida cultural al proponer acciones también en  áreas y grupos desfavorecidos socialmente. Excelente idea que debe contar con el concurso de instituciones y personalidades, tanto locales como de la nación.

LA LEYENDA

¿Y por qué ese interés de los espirituanos en la guayabera?  ¿Nació la guayabera en Sancti Spíritus? En verdad, no hay documentación que avale su nacimiento en tierras del Yayabo. Pero justo es decir enseguida que no existe tampoco documentación en sentido contrario y que ninguna otra región cubana ha discutido a Sancti Spíritus la paternidad de la prenda.  La primitiva yayabera se extendió por las provincias vecinas, y fue trochana en Ciego de Ávila y camagüeyana, en Camagüey sin perder el cuño que le imprimieron los espirituanos.

            Se dice que en 1709 arribó a la villa del Yayabo un matrimonio conformado por los andaluces José Pérez Rodríguez y Encarnación Núñez García. José era alfarero y  a los tres meses de su llegada  había construido ya una nave de madera para su taller. Se dice asimismo que un buen día el matrimonio recibió una pieza de tela de lino o hilo que mandaron a buscar o les remitieron sus familiares desde España  y que José pidió a Encarnación que le confeccionase con ella camisas  sueltas, de mangas largas, para usar por fuera del pantalón  y con bolsillos grandes a fin de llevar en ellos la fuma y otros efectos personales. La mujer acometió el encargo y a los pocos meses aquellas camisas se popularizaron en la comarca.

Este suceso tiene varios detractores. Aseguran que en dicha fecha las disposiciones de la Real Compañía de Comercio que regían  entre la metrópoli y la colonia, prohibían tales envíos y que, por otra parte, tampoco había comunicación entre España y Sancti Spíritus. Esa prohibición resulta a la larga poco significativa, a mi juicio,  pues los andaluces pudieron  haber obtenido su paquete de tela por la vía del contrabando o comercio de rescate tan en boga entonces.

 Es inconcebible que un hecho meramente doméstico como la confección de una o varias camisas quedara registrado en la historia, y con tanto lujo de detalles: fecha, nombre de los protagonistas, diseño de la ropa… como para que los historiadores del futuro pudieran proclamar, sin sombra de duda, que ahí nació la guayabera. La historia de José y Encarnación es tan perfecta que no deja más alternativa que la de dudar de su veracidad. Pero marca el inicio de la leyenda de la guayabera o fija la entrada de la guayabera en la leyenda.

Nuestros guajiros del siglo XIX no la usaron. La literatura de la época los describe cubiertos con camisas azules o “de listado”, que usaban generalmente por fuera del pantalón. Constantes de su ajuar cotidiano  eran el sombrero de yarey, el machete al cinto,  los zapatos de vaqueta y un pañuelito atado al cuello para enjugar el sudor,  mientras que reservaban el mejor atuendo  para las salidas  al pueblo y a la valla de gallos. Esteban Pichardo no recoge la palabra guayabera  en su Diccionario provincial casi razonado de voces cubanas, que alcanza, en vida del autor, su cuarta edición en 1875, y hasta donde sé tampoco lo hace Manuel Martínez Moles en su vocabulario del espirituano. Aparecerá, sí, en Leonela, novela de Nicolás Heredia publicada en 1893, pero que cuenta una historia anterior al estallido, en 1868, de la Guerra de los Diez Años. En ella, don Cosme, un hacendado ganadero y maderero, llega a su casa de la ciudad procedente de la finca, donde pasa la mayor parte del tiempo, y se quita la guayabera, dice el narrador,  como si se quitara el pellejo para someterse por unos días a la vida ciudadana. Desconozco si hay en la literatura menciones a la guayabera anteriores a esta de Heredia, pero es la más antigua que logré localizar, y que nos dice que no era en ese tiempo  camisa de ciudad, pero tampoco de campesino pobre.

NO VA A LA GUERRA

Para este, lo usual en ese entonces era la chamarreta, que era asimismo una prenda con faldillas y mangas estrechas. Y es la chamarreta y no la guayabera la que se fue a la manigua. En la Guerra Grande,  el Ejército Libertador careció de uniforme. El mambí se vestía como podía, con las ropas de la ciudad o del campo a su alcance.  A Honorato del Castillo lo representan en combate con la camisa hecha jirones, y se habla de Serafín Sánchez y Carlos Roloff con la camisa dentro del pantalón. Ya en el 95, Martí alude a la chamarreta en su Diario.  Charito Bolaños cosió para los libertadores  durante toda la Guerra de Independencia. Los generales Alberto Nodarse, Mayía Rodríguez y García Menocal se vestían con lo que salía de sus manos. Jamás remitió una guayabera a la manigua, solo chamarretas.   María Elena Molinet, hija de un general de la Independencia, investigó este asunto desde dentro pues fue la directora de vestuario de películas como Baraguá y La primera carga al machete, y acopió más de 120 fotos de mambises en la manigua. Ninguno viste de guayabera. Manuel Serafín Pichardo escribió a comienzos de la República el soneto “Soy cubano”,  que gozó de una popularidad enorme y que todavía en los años 50 se incluía en los libros de Lectura de nuestra enseñanza primaria. Dice en su estrofa inicial: “Visto calzón de dril y chamarreta / que con el cinto del machete entallo. / En la guerra volaba mi caballo / al sentir mi zapato de vaqueta”.

A PARTIR DE LA CAMISA

Desciende de la camisa, la prenda de vestir más antigua que se conoce. Un tubo más o menos ancho con cuatro aberturas: una, para la cabeza; otra, para la parte baja del torso, y dos para los brazos. La camisa evolucionó desde la Edad Media. Se confeccionó de algodón, de hilo, de seda. Fue más ancha o más estrecha. Con adornos. Sin adornos. Una prenda interior. Unisex. Con los años perdió los puños y el escote y se hizo prenda exterior, protegida o no  por  levitas, sacos y chaquetas. En Cuba, los más humildes usaron la camisa hecha de algodón basto.

“¿Cuándo esa camisa se transformó en guayabera? ¿Cuándo y quién empezó a coser pliegues en las camisas hasta convertirlos en alforzas, reforzó el borde y las aberturas inferiores, hizo los primeros picos al canesú del frente y al de la espalda? El nacimiento de la guayabera no es obra de una sola persona y todavía falta por determinar a partir de qué momento se convirtió en prenda elegante, fresca, blanca, muy bien almidonada y planchada, que se podía llevar sin corbata”, escribía, en la revista Sol y Son, María Elena Molinet.  

Resulta muy difícil enmarcar el surgimiento y evolución de la ropa popular tradicional. Tanto,  que en 1948, Herminia del Portal de Novás Calvo, al consumir su turno en un ciclo de conferencias sobre el uso y el abuso de la guayabera, convocado por la sociedad  Lyceum, del Vedado,  aseguró que buena parte de la historia de esa prenda había transcurrido ante sus ojos  y  los de los otros disertantes y que ninguno tenía memoria ni podía dar fe de ella. 

 El testimonio gráfico más remoto que de la guayabera  llega a nosotros data de 1906. Pero la palabra guayabera, como cubanismo, no se  legitima  hasta 1921, cuando Constantito Suárez la incluye en su Vocabulario cubano. . El autor, a quien apodaban El Españolito, la describe como una “especie de camisa de hombre, con bolsillos en la pechera y en los costados, muy adornada con pliegues y lorzas  de la misma tela, que se usa sin chaqueta y con las faldas por fuera, por encima del pantalón, al exterior”. Añade Constantino Suárez: “Es una prenda de vestir, muy generalizada y típica, del campesino cubano”.

PRENDA NACIONAL

 

Ya para esa fecha la guayabera no era la misma  que lucía don Cosme en Leonela. De la chamarreta y la camisa campesina surge, en la década del 1920,  la guayabera clásica, que terminaría imponiéndose, después de 1940,  como prenda nacional.  Habrá que precisar cuánto debe esa guayabera a sastres, camiseros y costureras de Sancti Spíritus y Zaza del Medio.

La guayabera, en su nueva versión, ganó pronto las ciudades del interior, pero no le fue fácil conquistar  La Habana. Referencias a ella en la capital  aparecen a cuentagotas, y no siempre son de fácil comprobación.  Se dice que fue el mayor general José Miguel Gómez, espirituano por añadidura, quien la trajo. Otros aseguran que, más que traerla, lo que hizo fue enseñar a otros políticos a usarla en sus giras por el interior. El presidente Zayas, cuando los Veteranos y Patriotas se alzaron en Cienfuegos, en 1924, se despojó del saco y la corbata, se cubrió con una fresca guayabera y salió a discutir con los amotinados. Le bastó una libreta de cheques para convencerlos de que depusieran su beligerancia. En 1926, Jorge Mañach publica sus Estampas de San Cristóbal; en una de sus páginas tres campesinos se estiran las mangas de sus estrujadas guayaberas antes de fotografiarse.  Machado, en guayabera y con un fusil en la mano, se aprestó a la defensa del Palacio Presidencial cuando supo de la insubordinación del batallón número 1 de Artillería, el 11 de agosto de 1933.  En esa época, se dice, la guayabera fue el uniforme de la Policía Judicial y de la Porra. No hemos podido comprobar esa afirmación. De todas formas, su uso era tan limitado que puede casi calificarse de nulo. No se ve a nadie vistiéndola en el cine ni en las fotos de prensa de la época y Abela no vistió al Bobo de guayabera, sino de traje.    

Escribe el poeta Nicolás Guillén: “Después de la caída de Machado las costumbres cubanas experimentaron cierta modificación, al menos en sus signos exteriores. A los generales de la Guerra de Independencia, muchos con barbas, todos con bigotes, sucedió una generación lampiña y expeditiva que se corrompió rápidamente […]  y que hizo tabla rasa de muchos hábitos populares heredados del siglo XIX. Los sargentos ascendieron a coroneles, los soldados se paseaban por las calles vestidos de oficiales, el pueblo colgó el saco, tiró el sombrero, desanudó la corbata, se alivió, en fin, de aquella vestimenta traída de un clima que no es nuestro, y la cual era considerada hasta entonces sine qua non”.

Todavía en 1941 se exigía el saco o la chaqueta para  acceder a la platea de un cine de barrio; no así a la llamada tertulia. Una noche de ese año un juez de apellido Alfonso, que era amigo o conocido de mi padre y a quien yo también conocí de niño, sacó su entrada para  la platea del cine San Francisco, en Lawton. El portero le impidió la entrada porque el juez  vestía  una elegante guayabera de manga larga. Alfonso reclamó su derecho porque esa camisa, enfatizó, era la prenda nacional. De momento, perdió la batalla, pero ganó la guerra y a partir de ahí pudo entrarse a los cines también en guayabera.

Con eso de prenda nacional tocamos un extremo que nadie ha esclarecido con la fundamentación necesaria. ¿En qué momento  recibe  la guayabera dicho título? ¿Quién se lo otorga? Lo veremos el próximo domingo.

   

La guayabera (II y final)

La guayabera (II y final)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

Se dice que fue el presidente Carlos Mendieta (enero, 1934-diciembre, 1935) quien concedió a la guayabera la condición de prenda nacional. No se conoce, sin embargo, el documento que lo acredita. Nadie declaró baile nacional al danzón, pues el proyecto de ley que así lo proclamaría de manera oficial, me dice el musicógrafo Gaspar Marrero, por una razón o por otra, nunca llegó al Parlamento. Eso no fue obstáculo para que el danzón retuviera un título que ya, con justeza,  le habían otorgado los bailadores. Con la guayabera debe haber sucedido lo mismo. A falta de documento público que la respaldara, tal vez  fueron los mismos que la vestían los se empeñaron en reconocer la cubanía de aquella camisa fresca, decorosa, elegante, transparente.

ENTRA EN PALACIO

Ya en los años 40 de la pasada centuria la guayabera empieza a generalizarse e imponerse en La Habana. Se usa mucho para asistir a las academias de baile y se complementa con un lazo de mariposa. Cobra fuerza gracias al  Partido Auténtico. La política nacionalista de esa organización pone de relieve  todo lo genuinamente cubano. Con el doctor Ramón Grau San Martín la guayabera entra en Palacio.  

            En junio de 1947, el escritor guatemalteco Manuel Galich, entonces magistrado de la Junta Electoral de su país, viene a La Habana con la misión secreta del presidente Juan José Arévalo de entregar un mensaje y una gruesa suma de dinero al movimiento que aquí se preparaba para derrocar al sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo; la famosa y frustrada expedición de cayo Confites. Como el brazo de Trujillo era largo y muy hábil su aparato de espionaje, Arévalo advierte a Galich que  extreme las precauciones y no haga pública su presencia en la capital cubana hasta no haber cumplido su tarea. Se instalaría en un hotel discreto, no abordaría vehículo alguno, evitaría conversar con desconocidos y, memorizando el mapa de la ciudad, llegaría a pie a la casa de Malecón cerca de Prado, donde vivía el parlamentario Enrique Cotubanana Henríquez, dominicano de nacimiento y uno de los jefes del movimiento antitrujillista. “Para que mi ropa no me singularizara entre los peatones comunes y corrientes, escribe Galich, incluso fui provisto de una guayabera”.

            El senador Eduardo Chibás la usó muchísimo. Cuando en la sala de armas del Capitolio se bate a sable, el 13 de junio de 1947, con el también senador y ministro Carlos Prío, Chibás se presenta al lance con guayabera y pantalones blancos, mientras que su rival lo hace con pantalón gris y chaqueta azul. Chibás viste también de guayabera el 4 de junio de 1949 cuando, indultado, sale a las doce de la noche del Castillo del Príncipe, donde guardó prisión por denunciar el alza de las tarifas eléctricas. Por cierto, mientras se prepara en su celda para la salida, pide a su secretaria, Conchita Fernández, que vaya a su casa y le traiga un par de calcetines que le combinen con la corbata de lazo que piensa ponerse. Una multitud fervorosa y entusiasta de militantes ortodoxos aguardaba por Chibás en la esquina de Carlos III y Zapata y fue tan efusiva la acogida que le dispensó que aquella guayabera quedó hecha jirones.

            También usó guayabera el joven abogado Fidel Castro. En la galería de las figuras más destacadas del año 53 que publicó la revista Bohemia a comienzos del año siguiente, el caricaturista Juan David presenta a Fidel en guayabera. Volvería a usarla el Comandante en Jefe en ocasión de la Cumbre Iberoamericana de Cartagena de Indias, Colombia. Fue una sorpresa para los  que seguían a través de la TV la apertura de aquella cita. Pero no lo fue menos para los que acompañaban a la delegación  de alto nivel. El fotógrafo Liborio Noval contó a este escribidor que cuando por los altavoces anunciaron la llegada del presidente cubano, buscó con el teleobjetivo su figura enfundada en el mítico uniforme verde olivo de siempre y vio en la distancia un punto blanco en quien identificó a Fidel. Después de tantos años de uniforme, el Comandante escogía la cubanísima guayabera para su primera aparición pública en traje de paisano.

USO Y ABUSO

Si Grau hace de  la guayabera una especie de traje de corte, Prío, su sucesor y discípulo, no siente por ella el mismo aprecio. Le parece poco apropiada para ciertos actos protocolares, la saca del tercer piso de Palacio, donde radicaban las habitaciones privadas del presidente,  y la destierra de los eventos oficiales. Pero ya la guayabera se había apoderado de las vitrinas de las mejores tiendas y conquistaba espacio en los anuncios comerciales. A esas alturas, la capital era un inmenso almacén de guayaberas que amenazaba    desplazar cualquier otro estilo de traje varonil, algo que no tenía  antecedentes históricos ni tradición y tan serio y grave que alteraba  hasta nuestros modos de vivir, decía en 1948 Isabel Fernández de Amado Blanco.

            Eso motivó que las señoras del Lyceum Lawn Tennis Club, del Vedado, convocaran a un ciclo de conferencias sobre el uso y abuso de la guayabera, tema que en cuatro jueves sucesivos abordaron Rafael Suárez Solís, Herminia del Portal, Francisco Ichaso y la propia Isabel de Amado Blanco. Todos le hicieron reparos a la guayabera, pero ninguno se le opuso de frente.   Para don Rafael, era correcto que el ministro de Obras Públicas inspeccionase en guayabera los proyectos que ejecutaba su departamento, pero le causaba horror ver a un enguayaberado ministro de Educación someter  a los estudiantes al sol de junio y al fango de una oratoria sudada como la camiseta de un estibador. Para ese infatigable periodista, la guayabera tenía sus momentos y sus horas. A su juicio podía usarse sin reserva como uniforme de trabajo y siempre hasta las seis de la tarde, hora en que podía disponerse su envío  al tren de lavado.

            Para Ichaso, la guayabera no pasaba de un traje regional, que tenía por tanto carácter de disfraz fuera del ámbito en que se creó. Precisaba: “Cuando la persona quiere estar vestida, en el sentido pleno de esta palabra, acude al ropero universal, no a la guardarropía local. El hombre de la ciudad, cuando se viste a la moda de su región, sabe que se aparta de los usos urbanos y que ese apartamento solo puede ser transitorio. Si se convierte en definitivo, es que el hombre ha desertado de la ciudad”.  Añadía que entre la guayabera y el traje media la misma distancia que entre la sabrosura y la civilización, y concluía que en ocasiones no queda otro remedio que sudar el privilegio de no ser salvajes.

            El clima, aseveraron los disertantes del Lyceum, no justificaba el abuso que se hacía de la guayabera. Ni tampoco su precio porque era una prenda cara.  Tenía que ser de hilo del mejor y su confección exigía de costureras experimentadas. Durante años se confeccionaron a la medida y la necesidad de confiar su cuidado a buenas planchadoras encarecía su costo. A fines de los años 40,  y después,  una buena guayabera valía tanto como un traje barato. En 1953, en la sastrería El Gallo, de La Habana,  el precio de una guayabera de bramante de hilo puro era de doce pesos, en tanto que un traje cruzado o natural de celanese, en blanco o en colores, con dos pantalones, importaba 38;  35 un traje de frescolana, también con dos pantalones, y casi diez pesos un pantalón de ese tejido. Seis años antes, esto es, en 1947, en la tienda El Arte, de Reina, 61, en la capital, se podía comprar por 35 pesos un traje de dril 100, y por 30, uno de crah de lino.

            Hoy,  esas cifras parecerán ridículas. No se olvide, sin embargo, que hasta 1952, el salario mínimo en Cuba  era de 46 pesos mensuales. Y que todavía a fines de esa década el salario de una maestra normalista en una escuela privada, por solo poner un ejemplo,  no pasaba de 40.

SE ABARATA

Parecía la guayabera haber ganado ya terreno suficiente cuando, en 1955, una disposición de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo la sacó de los juzgados. Magistrados, jueces, fiscales ni abogados defensores podían concurrir a sus tareas si no lo hacían con cuello y corbata.

            Es por esa época –fines de los 50- que la guayabera se abarata. No es  ya solo de hilo; podía ser de algodón. Su hechura se simplifica. Deja de ser blanca, la manga no siempre es larga y los habituales botones de nácar pasan a ser corrientes.

            Triunfa la Revolución y la guayabera se repliega hasta desaparecer. Para algunos era símbolo de una época superada de politiqueros y manengues. El país sufre agresiones económicas, sabotajes, invasiones y actos terroristas y padece carencias de todo tipo. Hay movilizaciones constantes. Lo mismo se convoca a un trabajo productivo que a un entrenamiento militar. El uniforme de las Milicias Nacionales parece resultar válido no solo para cumplir con las exigencias de ese cuerpo popular armado, sino para todas las tareas cotidianas, e incluso para asistir a ceremonias tan solemnes como  una boda o  un velorio. Algunos utilizaban para el paseo y la diversión la ropa de trabajo, por basta que fuera, hasta que en tiendas de la cadena Amistad aparecieron las muy demandadas entonces camisas Yumurí.

            Es por esa época –finales de los 70- que la guayabera reaparece tímidamente. De manga larga. Con pliegues y alforzas, pero no ya de hilo, sino de poliéster, y no siempre blanca. Era un lujo llegar a poseer una de ellas. No demoró en volver a abaratarse. Cuando se inauguró, en 1979, en ocasión de la Sexta Cumbre de los Países No Alineados, el Palacio de Convenciones de La Habana, los que asistieron a ese evento y a los que le seguirían, encontraron que porteros, gastronómicos y oficiales de salas –hombres y mujeres- de la instalación, lucían las mismas guayaberas que delegados e invitados. Y a partir de ahí fue, y sigue siéndolo en algunos establecimientos, prenda de uso corriente en la gastronomía de la Isla. Los jóvenes, por su parte, la rechazan por verla como símbolo del burócrata en funciones oficiales.

            Diseñadores cubanos de prestigio cambiaron su estructura, materiales y colores y tienen en sus colecciones variantes de la prenda, tanto para hombres como para mujeres. Muy famosas son las camisolas habaneras de Mercy Nodarse, merecedoras de un  importante galardón internacional, y las de Nancy Pelegrín, así como las de Emiliano Nelson, que les incorporó el deshilachado. Hoy una buena guayabera en el exterior puede llegar a los 700 dólares. Como afirma el narrador Lisandro Otero, sigue siendo una camisa que dignifica la informalidad y simplifica las galas. Símbolo de la despreocupación vestimentaria. Del espíritu festivo. De la sencillez y el relajamiento reposado.

RAZONES SOBRADAS

 

Expresión y símbolo de cubanía, y espirituana por más señas es la guayabera.  Razones  sobradas tiene  Sancti Spíritus entonces para tomarla como centro de un proyecto de reanimación cultural que varios intelectuales, encabezados por el periodista y conductor de la radio Carlos Figueroa y la promotora Helena Farfán,  presentaron a la Dirección Provincial de Cultura, que lo aprobó y calorizó en conjunto con otras entidades de la vida cultural y social de la provincia y el gobierno local. En su primera convocatoria, Los días de la guayabera fueron un éxito. Reafirmó la existencia de un público receptivo y entusiasta que llenó todos los espacios y que empieza a asumir  esa prenda típica también como un nexo de su ciudad con el resto de Cuba,  el Caribe y el mundo.

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Cuando chifla el mono

Cuando chifla el mono

Ciro Bianchi Ross

 

 

No más el Instituto de Meteorología anuncia el primer frente frío, saca el cubano del escaparate sus prendas de invierno. Los más previsores las sacaron antes y las pusieron a coger aire a fin de despojarlas del olor característico de lo que permaneció guardado durante largo tiempo. Para muchos, más que una estación del año, el invierno es la pasarela que posibilita la exhibición  el vestuario. Lo nuevo, lo que se compró para la ocasión y también lo que viene de  inviernos anteriores y  lucimos ya hasta el cansancio. El chaleco que el abuelo nos dejó en herencia, el jersey de lana que nos trajo la tía cuando estuvo en Suecia, la chaqueta de corduroy, los calzoncillos de lana y pata hasta el tobillo, las camisas de manga larga que el calor no nos dejó usar… Por ese camino reverdecen también el gorro y el abrigo que usamos en Siberia, el sobretodo traído desde Boston y que paseó todo el Caribe antes de llegar a La Habana, los guantes de cabritilla y las botas a media pierna.  Porque aparte de un periodo del año,  el invierno  es aquí la ocasión, si no de renovar el vestuario, sí  de combinar lo que tenemos de otra forma. Aunque el calor nos agobie porque esos frentes fríos sobre los que con tanta meticulosidad informa el Observatorio, a veces no llegan o se disipan o transcurren solo con un poco de lluvia o se van en un abrir y cerrar de ojos  sin que la temperatura sufra de un cambio apreciable.

            Sucede lo mismo que con los ciclones. Ante el primer aviso de ciclón tropical, hay quienes se precipitan sobre los establecimientos comerciales en busca de velas, puntillas y alimentos enlatados… Se aseguran puertas y ventanas, se almacena el agua para beber y se retiran de balcones y azoteas todo aquello que pueda ser arrastrado por el viento y, al final, la tormenta que comenzó a formarse en el Atlántico, al este de las Antillas Menores, o en el Caribe occidental, no cruza sobre la Isla ni la roza siquiera en una de sus esquinas. ¡Por suerte!

            Y es que en Cuba, con un clima tropical húmedo, solo hay dos estaciones fundamentales: una de seca y otra de lluvia. Este país carece de invierno, en el sentido estricto del término, aunque se reporten días fríos e incluso muy fríos, como aquel 21 de enero de 1971, cuando la temperatura bajó, en la provincia de Matanzas, a 1,0ºC, y exista asimismo el registro de la máxima absoluta cuando, el 7 de agosto del 69, en la oriental provincia del Guantánamo, el termómetro marcó 38,6ºC.  Días que sentaron  récord, pero días de excepción al fin  porque aquí la temperatura media anual es de 25, y el que así lo quiere puede disfrutar de la playa durante todo el año. El cubano prefiere el verano al invierno; es un sentimiento mayoritario, aunque el sol lo agobie  y el sudor empape las ropas.

            “Y usted, ¿no tiene frío?”, me preguntó en una ya muy  lejana y particularmente fría noche de 1968 la madre de una amiga a la que fui a visitar.

            “Frío sí, señora, respondí, lo que no tengo es jackest”.

            A los jóvenes, el frío los afecta menos  que a los ancianos. Es una sensación que se intensifica con la edad. Muchas mujeres se hacen confeccionar un traje de fin de año como si fuera de verano (y si ese día hay frío, fatalidad) para seguir usándolo después.  Las gordas podrán ser  rechazadas en verano por lo que sudan, pero  son codiciadas en invierno, por lo que abrigan. 

            Exagerados que somos los cubanos. Poetas y compositores nuestros cantan al invierno como si fuese el invierno del polo. Sudaremos la gota gorda, pero somos incapaces de rechazar, aun en pleno verano, un caldo gallego,  una  fabada asturiana,  una sopa o un  potaje humeantes. Aunque no son frecuentes, no falta la casa cubana que luzca una chimenea de verdad en su sala de estar. Después de todo, en Lima, donde nunca llueve, las casas son de techos a dos aguas,  y Bolivia, que no tiene mar, tiene almirantes. No faltan las frases de la vida. En verano siempre habrá en Cuba un sol que raja las piedras y un calor que supera al de todos los años anteriores, aunque sea el mismo. Y en invierno no faltará el frío que pela ni el  que pondría a tiritar al mismísimo Napoleón.  El silbido no está entre los sonidos que un mono es capaz de emitir. Eso  será en la selva y en los zoológicos. Porque en las calles cubanas, si hay frío, se dice que  está chiflando el mono. Que es  decir que algo llegó a lo inconcebible. Como cuando en una situación adversa extrema  el cubano expresa que le cayó comején al piano.

            Pero este invierno… Nos echamos medio escaparate encima para salir de la casa en la mañana y a medio día no sabemos ya qué hacer con tanta ropa. Y al revés, lo hacemos  desabrigados y al fin de la tarde lamentamos no haber llevado el abrigo, aunque apenas se perciba  la variación de la temperatura en el termómetro. Empieza entonces el escozor en la garganta y el estornudo, que nunca se sabrá si fue consecuencia del clima  o de tanta ropa polvorienta que salió a la calle de una vez, pero habrá quien empezará a decir que siente con el cuerpo cortado, síntoma ese que es como un catarro anterior al catarro y los médicos tendrán que multiplicarse en sus consultas. Un pelito que baje el termómetro, un solo pelito,  y ya  es la catástrofe.

           

Un canadiense en Isla de Pinos

Un canadiense en Isla de Pinos

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

En Isla de Pinos, a comienzos del siglo XX, resultaba muy fácil para los pineros reconocer a los caimaneros entre los extranjeros residentes en aquel territorio. La cosa se complicaba con los asiáticos y con  gente de otras nacionalidades  pues a los japoneses les llamaban chinos, y los canadienses y europeos allí asentados eran, para ellos de manera invariable,  americanos. De ahí la dificultad del historiador Juan Colina La Rosa para precisar la existencia  de una colonia formada por más de cincuenta familias provenientes de Canadá que en aquella fecha llegaron a la isla en busca de fortuna. Se les tenía como estadounidenses y a William Joseph Mills, el más conspicuo de sus personajes, como a uno de los más grandes inversionistas de Estados Unidos en la zona.  Pues no. En verdad  William Joseph Mills nació en Bingranton, Ontario,  Canadá y en Isla de Pinos, donde falleció, pasó los últimos cuarenta años de su vida. Era el propietario y presidente de la Isle of Pines Steamship Company, la línea naviera que conectaba Nueva Gerona con el Surgidero de Batabanó, empresa que sus descendientes  perdieron en 1955, cuando, presionados por el gobierno de Batista, fueron obligados a venderla. Encontré estos datos en un viejo número del año 2004 de la revista pinera Carapachibey y no quiero dejar  pasar la ocasión para compartirlos con los lectores de esta página.

CASA JUNTO AL RÍO

Mills llegó a Cuba, con toda su familia, en 1901. Tenía entonces 42 años de edad y hacía mucho que se hallaba fuera de su país. En Siracusa, Nueva York, había contraído matrimonio, en 1889,  con Anne Benneth Tomlinso, y nacieron sus tres hijos, entre ellos Robert Davis, el primogénito,  que a su muerte  lo sucedería como cabeza de la empresa de vapores.

            Al arribar a Isla de Pinos, Mills construyó de inmediato una casa de madera para vivienda, al estilo de las existentes en su país natal, al lado del río Callejón, cerca del poblado de Santa Bárbara. Allí residiría hasta el final de su vida, dice Colina La Rosa y añade que su compañía fue sin duda una de las empresas más importantes del territorio pues dominaba completamente el tráfico marítimo hacia y desde la Isla Grande. Conformaban la flota los barcos “Protector”, arrendado a sus propietarios y que prestaba servicios desde el siglo XIX; “James J. Cambell”, que se movía por una propela de rueda situada en uno de sus laterales, y además “Veguero”, “Isla” y “Cuba”, hasta que a partir de 1905 el  “Cristóbal Colón” fue el buque insignia de la compañía. En ellos, advierte, Colina La Rosa, se trasladaron a Isla de Pinos muchos de los primeros colonos norteamericanos. Cinco pesos era el precio del pasaje de segunda clase  en esas embarcaciones; no incluía servicio de comida a bordo. El de primera, que sí la llevaba incluida, tenía un valor de siete pesos con sesenta centavos.

EL CICLÓN DEL 26

El ciclón del 20 de octubre de 1926 fue terrible para La Habana. Es asimismo la más grande tragedia natural sufrida por Isla de Pinos. La atravesó de sur a norte con vientos sostenidos de más de 200 kilómetros por hora y arrasó todas las edificaciones y los sembrados que encontró a su paso. Los barcos de Mills no corrieron mejor suerte.

            Tanto fue el estrago que funcionarios de la embajada británica en La Habana visitaron el territorio pinero a fin de inquirir sobre el destino de la colonia canadiense allí asentada. Eran entonces  unas 55 familias, casi todos cosechadores de toronjas; granjeros en su mayoría procedentes de Ontario y el medio oeste canadiense, aunque también había en el grupo pensionados del ejército. Cada una de esas familias era dueña de la tierra que cultivaba o al menos, de una parte de ella. “Muy trabajadores, diligentes y de buen carácter”, constataron los funcionarios británicos en su visita.

            El historiador Colina La Rosa cita en su artículo para la revista Carapachibey parte del informe que elaboraron los diplomáticos:

            “… todos los asentamientos humanos en mayor o menor medida fueron destruidos. El puerto de Nueva Gerona está en ruina. Los árboles han sido derribados, ocho o diez barcos están completamente destruidos, la mayoría de los edificios han quedado en los cimientos y muchos de aquellos que no fueron derribados han sufrido daños tan severos que son virtualmente inhabitables”.

            También en otras localidades  eran evidentes los estragos. “La villa de Santa Bárbara, en la cual vive un gran por ciento de los canadienses, ha quedado en la cimentación de las casas y las condiciones en Santa Fe son peores… Ni siquiera el diez por ciento de las viviendas de los plantadores que entrevisté puede ser reparada”.

            Las pérdidas resultaron también cuantiosas para Mills. Las aguas del río Las Casas salieron de su cauce y la fuerza del viento convirtió en amasijos a algunos de sus barcos y a otros se los llevó muy lejos de la orilla. Pero el empresario supo sobreponerse a las dificultades y se las arregló para mantener el monopolio de la transportación marítima.

¿VA PARA CUBA?

La moto nave “El Pinero” fue, de todas, la más importante de las embarcaciones de la compañía de Mills. Está inscrita en la historia. Y también en el imaginario del cubano. Todos en algún momento hemos oído hablar de esta mítica embarcación que conectaba dos territorios del archipiélago, muy cerca y,  sin embargo, muy distantes antes de 1959.

Porque hasta esa fecha para los gobiernos cubanos Isla de Pinos era un lugar olvidado y los pineros, con razón, veían el resto del territorio nacional como una tierra extraña que parecía ser la metrópoli de una humilde colonia donde la  atención oficial se concentraba en el Reclusorio Nacional para Hombres, el llamado Presidio Modelo, y en los soldados y clases del Ejército y la Marina de Guerra que, castigados,  eran enviados allí a prestar servicio. De ahí la pregunta que formulaban entonces los pineros cuando veían a alguien se disponía a tomar  el barco rumbo a Batabanó. Inquirían: “¿Va para Cuba?”.

            Se dice que Isla de Pinos es la Isla del Tesoro inmortalizada por Robert L. Stevenson en su célebre novela. Los oficiales ingleses que la inspeccionaron cuando sus tropas se apoderaron de La Habana, en 1762, la valoraron como la “joyita de los mares del sur”.  Los extranjeros la consideraron un buen negocio. Eran los dueños del dinero, la tierra y las mejores plantaciones citrícolas en las que los cubanos laboraban en calidad de jornaleros.  El millonario Hedges, propietario de la textilera Ariguanabo, adquirió allí, después de 1940, unos 70 000 acres de terreno en la costa sur, y propietarios norteamericanos rodeaban la famosa playa de Bibijagua, de arenas negras, e impedían la entrada a ese sitio de excepcional belleza. Hasta 1945 solo dos presidentes cubanos visitaron el territorio. Grau, que lo hizo en esa misma fecha, y Machado, veinte años antes, para dejarle la herencia maldita del Presidio. Batista, aficionado a la pesquería, se construyó allí una casa de descanso, y lo mismo hicieron algunos funcionarios de su gobierno. Pero hablábamos de “El Pinero”. Mills lo adquirió, por 119 000 pesos,  en 1926 y  rebautizó con ese nombre a aquella moto nave de acero construida  en Filadelfia, en 1901, y que hasta entonces se llamó “Vapor Nuevo”. Tenía con 51 metros de eslora.

GOLPES

 

Afirma Juan Colina La Rosa que el muelle de la compañía radicaba en las márgenes del río Las Casas, pero que sus embarcaciones se hacían visibles en cualquiera de los puertos pineros. Entre 1931 y 1940 Mills obtuvo ganancias superiores a los 129 000 pesos.

            En 1934 la quiebra del National Bank & Trust Company repercutió en los propietarios y comerciantes radicados en la isla. Era el antiguo Isle of Pines Bank, fundado en 1905 y que había cambiado de nombre en 1912. El viejo Mills había estado muy vinculado a esa entidad y ya para entonces también lo estaba su hijo Robert Davis, nombrado por el Juzgado de Instrucción y Primera Instancia local  en el cargo de Comisionado para conocer y determinar todo lo concerniente al estado financiero del National Bank, que confrontaba problemas desde mucho antes.

            Desde su fundación aquel banco, actuando en calidad de representante legal de Mills, había sido el encargado de comprar los barcos para la compañía, y su quiebra fue un golpe que estremeció a la empresa. Ya para entonces Mills tenía 75 años de edad y aunque se mantenía como administrador y tesorero de su naviera, delegaba cada día más las decisiones del negocio en su hijo mayor. No le quedaba mucho tiempo de vida. Falleció en 1939, de un ataque al corazón, incapaz de sobreponerse a la muerte de su esposa, ocurrida un año antes.

            Robert Davis asumió entonces a plenitud la dirección de la empresa. En 1944 adquirió para ella una nueva embarcación, a la que dio el nombre de su padre, como homenaje a su memoria.

            Llegaron así los años 50. Tras el golpe de Estado de 1952, algunos hombres de negocio y figuras del gobierno batistiano, incluido el propio Batista, se “giraron” hacia Isla de Pinos. No solo construyeron allí casas de veraneo, sino que invirtieron en tierras, impulsaron  la zona franca, movieron  el turismo y proyectaron alguna que otra industria, como una gran fábrica de cigarrillos que se quedó en los planes. Fue entonces que, entre otras instalaciones hoteleras, se edificó el Colony, que se inauguró en la noche del 31 de diciembre de 1958…

            Esos peces grandes terminaron por comerse al chico. Robert Davis Mills no pudo soportar las presiones a que lo sometieron y se vio obligado a vender la Isle of Pines Steamship Company al ganadero y comerciante Francisco Cajigas y al cigarrero Ramón Rodríguez, propietario de la marca de cigarrillos Partagás.

            No consigna, lamentablemente, el historiador Juan Colina La Rosa en su artículo para la revista Carapachibey, qué se hizo de él. Imaginamos que una vez perdidos sus negocios abandonara Isla de Pinos, la tierra en la que hasta entonces había pasado casi toda su vida.

           

  

           

           

           

           

 

La edad de merecer

La edad de merecer

Ciro Bianchi Ross

 

Ninguna edad es tan esperada ni tiene para la cubana el simbolismo de los 15. No es un cumpleaños cualquiera. Es una ilusión. Un cruce de frontera. Una franquicia. A partir de ahí viste de otro modo, acentúa el maquillaje, tiene un rango de decisiones propias. Entra en la etapa de merecer, aunque desde antes no pierda fiestas, bailes ni paseos, haya tenido dos o tres romances intrascendentes, consentidos o no, y, más que por pudor, se sonroje por secreta e íntima satisfacción cuando un desconocido la desnuda con los ojos en la calle. Las cubanas maduran temprano, más temprano que los cubanos, pero no es hasta que alcanzan los 15 que empiezan a ser vistas como mujer.

El arribo a los 15 de la muchacha de la casa es siempre un acontecimiento. La familia de recursos más limitados se esmera por proporcionarle en la fecha un día especial o al menos diferente.  Se trata de un suceso que no volverá a repetirse y marcará a la homenajeada mientras viva. Otras, con los gastos de la celebración, tiran la casa por la ventana bien  porque prima en la madre el sano anhelo de dar a la hija la fiesta que ella no tuvo o se quiere poner verde de envidia al vecino, aunque para ello se vayan en una noche los ahorros de toda la vida.

La celebración de los 15  equivale a lo que todavía en las décadas iniciales  del siglo XX era una presentación en sociedad. Se hacía con un gran baile. La orquesta acometía la pieza inicial, invariablemente un vals, y el padre de la debutante la sacaba al salón, solo para bailar con ella los acordes iniciales y entregarla, sin dejar de bailar,  al que la festejada, que lucía un vestido de noche, largo, vaporoso, de estilo, había escogido como compañero. Salían entonces parejas restantes y el baile quedaba abierto. Casi al final de su vida, la poetisa Dulce Ma. Loynaz, Premio Cervantes 1992,  recordaba todavía la fiesta con que, antes de la I Guerra Mundial, se presentaron en sociedad las hijas de Regino Truffin, importante comerciante de azúcares de la época y propietario del predio donde en 1939 se instalaría el cabaret Tropicana.

La clase media ni los sectores populares podían aspirar a tanto, pero se sentían también con el derecho de la celebración. La presentación en sociedad empezó a ceder espacio a la fiesta de 15, y la novedad permeó a la alta burguesía.  La ceremonia se simplificó, y aunque se mantenían las 15 parejas de rigor,  la música dejó de ser en vivo, el vals fue haciéndose pieza de museo y se acortaron los vestidos. Cada familia adaptó la celebración a la realidad su presupuesto.

Todavía hay quien se empeña en conmemorar los 15 de la niña con el boato de la tradición. Pero las complicaciones de la vida moderna, la aceleración del ritmo social y un nivel educacional creciente, imponen para la mayoría derroteros y metas menos efímeros. No pocas jóvenes prefieren algo menos complicado. Les es suficiente recibir en su día como obsequio aquello que ambicionaron. O dan por bastante poder estrenar  una  pitusa  a la cadera y un tope fosforescente color mandarina para bailar esa noche y hasta el amanecer al compás de la música house. O un día de playa en compañía de amigos.

            En ningún caso faltarán las fotos. Y, de entre ellas la que, bien enmarcada,  se colocará en el lugar más visible de la casa y que la retratada seguirá arrastrando consigo así pasen los años y que eternizará, aun cuando ya se hayan marchitado, la lozanía del cutis, el cabello sedoso, los ojos chispeantes,  la mirada pícara, la hermosa promesa que dejaba adivinar el escote permisivo. En Cuba se exagera en las fotos. Todas en locaciones ideales. Por eso no causa ya extrañeza ver a un fotógrafo y a una muchacha muy joven, ora vestida de una forma, ora de otra, moverse por las áreas abiertas de un hotel  en compañía de la mamá, que se ocupa hasta de los detalles más nimios. Es una quinceañera. Ha cruzado una frontera para entrar en la ilusión de los 15, la edad de merecer. 

           

  

 

Cambio cariocas por botellas

Cambio cariocas por botellas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Serafín  daba lustre a su nombre. Era un hombre seráfico, incapaz de alzar la voz, de matar siquiera a una mosca… Todas las noches, desde el atardecer y hasta la madrugada, con  un tablero que le pendía del cuello y que le quedaba a la altura del vientre, recorría el muy habanero barrio de Colón a fin de ofrecer sus mercancías a las prostitutas. Serafín llevaba en su bandeja  aquellos artículos, sanitarios y de aseo, que una prostituta podía necesitar en un momento de apuro. Se paraba entonces la mujer en cuestión a la puerta del prostíbulo y, a voz en cuello, llamaba por su nombre al anciano. Si Serafín no la escuchaba por hallarse distante del lugar, alguien le hacía saber que y de donde lo reclamaban, y allá   iba el viejo con su carga. Se detenía junto a la puerta del prostíbulo y hacía la venta. Tenía un estilo: jamás penetraba en los burdeles.

            Serafín era un buhonero. Un buhonero tardío. Y especializado, pudiéramos decir dada el área en la que se movía.  Durante décadas, a lo largo del siglo XIX, esos vendedores ambulantes de baratijas (hilos, botones, cintas…) aportaron  imagen a La Habana y cuando se establecieron dieron origen a las mercerías y a las quincallas para la venta de productos de poca monta, aunque necesarios. Y al alcance de la mano. Porque una quincalla se establecía en la sala de una vivienda y la atendía la propia familia, que ofrecía el servicio sin atenerse a horarios rigurosos de almuerzo y de cierre. En cualquier barrio podía existir un número indeterminado de quincallas, lo  que ahorraba el viaje a una tienda mejor surtida, pero distante.

            Muchos de esos vendedores a domicilio, tenían, como el lechero y el panadero, clientes fijos. Los tenía también, por suscripción, el repartidor de periódicos, que llegaba al amanecer con el diario de la mañana; no al mediodía o al día siguiente, como suele ocurrir ahora que lo trae el cartero. Entre esos vendedores madrugadores, y también con clientes fijos,  estaban el nevero y el carbonero. El primero, por cinco centavos, dejaba en el portal, envuelta en papel de periódico, una piedra de hielo de unos treinta centímetros de largo por otros de diez de alto y que dentro de la nevera o bien protegida con un saco de yute duraba buena parte del día. Era el refrigerador de los pobres…

A diferencia del nevero, que se valía de un camión para distribuir  lo suyo, el carbonero andaba en un carretón  de madera tirado por una pareja de mulos. Vendía el carbón en sacos, y entre sus ofertas se destacaba el carbón de torta;  no de forma alargada, como el convencional, sino redondo, y que las cocineras preferían para mantener la cocción “en bracitas”. Era una época en la que no se hablaba acerca  del camión de la nieve ni del carretón del carbonero, sino de los carros del nevero y del carbón, al igual que del carro de la basura y del de muerto, así como del carro  de la lechuza, que, por cuenta del municipio, conducía al necrocomio y al cementerio los cadáveres de los menesterosos.

A PLAZOS

Pero esos vendedores a domicilio no eran propiamente vendedores ambulantes. El vendedor ambulante era el que hacía su oferta de puerta en puerta o la pregonaba. Vendedores ambulantes los había para todo o para casi todo. Para lámparas de techo y de mesa. De sedas y tejidos. Joyas.  Cortinas. Líquidos para matar cucarachas. Desinfectantes. Dentaduras postizas. Imágenes religiosas. Adornos finos y que no los eran tanto. Talismanes para la buena suerte y alejar los malos ojos.  Escobas de guano. Viandas. Frutas.  Pollos. Pescados. Dulces y golosinas. Espejuelos graduados… porque muchos optometristas que no alcanzaban empleo en una óptica o en una casa de salud, no encontraban otro modo de vida que el de vender su servicio de esta manera. Había  cuadros que muchos creían de buen gusto tener. Reproducían invariablemente la imagen de un cisne o de una bandada de ellos en un lago o de una dama, que recordaba a la reina María Antonieta de Francia, mientras descendía por una escalera rodeada de admiradores.  Los que compraban algunas de esas piezas las colgaban en un lugar bien visible de la casa, aunque para hacerlo tuviesen que replegar un Gil García a la cocina. Cosméticos y productos de belleza en general y a veces de marcas reconocidas, eran además propuestos de puerta en puerta. A los que lo hacían no se les llamaba vendedores, aunque no hicieran otra cosa, sino viajantes.

            Para todo había facilidades de pago. El feliz comprador abonaba una entrada módica, que por lo general cubría la inversión del vendedor, y tras pagar muchas cómodas cuotas de cincuenta y hasta de veinticinco centavos a la semana, se convertiría  en  propietario. Pero no todos podían llegar a serlo. Se compraba urgido por la necesidad,  en un momento de embullo o bajo la presión del vendedor, que a veces era un verdadero experto en el arte de  vender, pero luego no siempre aparecían aquellos cincuenta centavos con que satisfacer la cuota.  El plazo incumplido quedaba pendiente para la semana entrante. El vendedor ponía mala cara, pero se resignaba. Su incomodidad, sin embargo, subía de tono cuando se acumulaban los plazos no pagados. Alzaba la voz y acentuaba los gestos sin importarle que el vecino de al lado presenciara la escena, y el moroso, que ya no era el feliz comprador,  se moría de pena mientras se deshacía en explicaciones.   A la semana siguiente decidía no abrirle la puerta porque por la rudeza de los golpes, sabía bien quién tocaba. Pero ni modo. El hombre volvía para reclamar lo suyo en el momento más insospechado y amenazaba con dar parte a la autoridad y llevar el caso a juicio si era preciso. Llegado a este punto, la cosa se ponía fea de verdad. Porque a la pena seguía el miedo. “En esta familia nadie ha pisado nunca una estación de Policía”, protestaba el comprador otrora feliz y ahora asustado. No había alternativa. Amenazaba el vendedor con llevarse completo lo que ya le habían pagado en parte, y el comprador, desmoralizado, se batía en retirada. Por lo general, se llegaba a un arreglo. ¿Qué haría el vendedor con una cortina ya manchada o con unos lentes graduados que no servirían a nadie más, y que a veces  a esa altura tenía más que cobrados?  No, él no era un ogro y sabía muy bien lo que era estar escachado.  Pero había que entenderlo: también tenía familia y plazos perentorios que cumplir. Daría un chance. Extendería los plazos y no se abonarían ya cincuenta centavos a la semana, sino cuarenta.  Manos dadas y pelillos a la mar, y tan amigos como siempre, que aquí estoy yo para servirle si me vuelve a necesitar.

            Nada aterraba más a un ciudadano honesto que verse como acusado delante de un juez correccional luego de haber pasado la humillación de una estancia en la unidad policial. Dicho magistrado solo tenía facultades para aplicar sanciones que no sobrepasaran los 180 días de encierro o multas inferiores a las 180 cuotas de un peso, pero sus fallos eran inapelables.

            Un artículo comprado a plazos duplicaba o casi en ocasiones  su valor real. Una sastrería vendía trajes hechos o la medida, al contado o a plazos. Pero si se escogía esa vía de compra, el cliente pagaba por lo usual traje y medio. Y casi dos refrigeradores cuando se llevaba uno solo. Lo mismo  sucedía con los automóviles. En estos casos, al igual que con los efectos eléctricos cuando se compraban a plazos, no hablaba de pagar el recibo, sino la letra. La letra del automóvil. La letra del televisor. Los vendedores grandes y pequeños hacían maravillas en eso de vender y de cobrar. Como el televisor de alcancía. El comprador lo llevaba a su casa y para hacerlo funcionar debía echar  en el depósito que el vendedor le adaptaba con ese fin  una moneda de veinte y cinco centavos. Si no, no había noticiero ni telenovela que valiera. Ni película ni pelea de boxeo. Una vez al mes un empleado de la tienda visitaba al comprador con el propósito de abrir la alcancía  y retirar el depósito. Así, poco a poco, se amortizaba el aparato.

QUE SE VA EL HUEVERO 

Las mulas que tiraban de las carretas de muchos de los vendedores ambulantes venían adornadas con plumas, flores y cintas. Los dulceros traían su mercancía en recipientes de cristal;  muy limpios. El pescador llegaba con sus productos en una canasta y cuando la clienta, que ellos llamaban marchante, escogía el pescado de su preferencia, se lo escamaba y desvisceraba en la misma puerta. El maní se compraba siempre caliente y como acabadito de tostar porque la lata en la que lo transportaba el manisero tenía debajo, y como parte de la lata misma, una especie de hornilla de carbón que le daba la temperatura apropiada.

            Estaban los que, en lugar de vender, proponían servicios. Como el que estiraba bastidores. El que reparaba y daba mantenimiento a las  máquinas de coser. El que ponía rejillas y de paso barnizaba un juego de muebles. El que deshollinaba los techos  de casas de puntales altísimos… Aunque hoy resulte difícil de creer había, en los campos, dentistas ambulantes. Y estaban los que podaban el césped, arreglaban jardines y limpiaban patios. Entre estos últimos había uno, en Lawton, cuyo recuerdo se ha mantenido vivo en mi memoria a lo largo de los años. Era un hombre ya muy mayor. Caminaba muy erguido, y venía tocado invariablemente con un sombrero de guano;  llevaba machete al cinto y en el lado izquierdo de la guayabera que lucía siempre   se distinguía su medalla de Veterano de la Independencia. Era un mambí que malvivía en  aquella República que ayudó a construir.

Aquellos vendedores ambulantes aportaban también sonido a la ciudad. Pasaba el tamalero con  sus tamales, que picaban y no picaban, porque los llevaba con y sin picante.  El vendedor de chicharrones de viento y de pellejo. Uno,  de  torticas de Morón,  decía: “Ay, qué ricas las torticas de Morón, a quilo son… Ay, qué ricas las torticas de Morón, son tentación”, frases que repetía hasta el infinito y que encerraba en el fondo toda una lección de marketing. Un vendedor de huevos, en el Vedado, pregonaba: “Pío, pío, pío, pío, que se va el huevero”.  El afilador de cuchillos y tijeras hacía sonar el caramillo. Emitía un sonido inconfundible. El heladero se anunciaba con una campana. Había varios y nunca coincidían. El de los helados Guarina, y el de los de Hatuey, marcas que competían entre sí, con sus señoritas, paleticas,  bocaditos y sus helados glaseados que llevaban en  carros modernísimos, y los de El Gallito, que se boleaban sobre un barquillo y seguían distribuyéndose en un vehículo de tracción animal y eran, sin embargo,  los preferidos. 

Entonces no existía el  chupa-chupa. En su lugar se alzaba victoriosa la carioca. Un caramelo sin envoltura,  alargado, de forma cómica, que se sostenía por un palillo mientras se chupaba; palillo que además encajaba  en la madera que le servía de soporte. El carioquero empujaba un carretón  del que colgaban aquellos caramelos y una serie de latas de conserva a los que se había puesto un asa  para convertirlas en jarros. Decía: “¡Cambio cariocas por botellas!” o “¡Cambio jarros por botellas!” Porque su negocio no estaba solo en vender, sino en acopiar frascos de vidrio que luego vendía a su vez para alzarse como uno de los pioneros en la recogida de materia prima con que contó el país.   

  

 

             

           

La novela del aire

La novela del aire

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

  

Nadie hablaba de “radionovela” ni de “novela radial” hasta que los cubanos inventamos dichos términos, y lo mismo sucedió con el de “telenovela”. Inventamos los términos porque antes habíamos inventado el producto. De ahí que una famosísima radionovelista de ayer, Iris Dávila, expresara hace años que los cubanos son los culpables de un hecho literario unido por el cordón umbilical a la tecnología del siglo XX y causante de no pocas polémicas en los círculos intelectuales de la América Latina. Aludía, por supuesto, a la narrativa transformada y expandida primero por la radio y luego por la televisión.

            -Asumimos la responsabilidad y confesamos el pecado… Cuba tuvo la osadía de introducir en un incipiente sistema electrónico el viejo oficio de fabular –decía la autora de Divorciadas y Por los caminos de la vida.

            Añadía:

            -El atrevimiento originó en lengua hispana un género insólito, más dramático que narrativo, por cuanto su forma elocutiva esencial era el diálogo y no la narración, y por cuanto demandaba el juego histriónico de voces moduladas, sin que por ello dejara de ser novela,  o sea, acción más o menos lenta y más o menos amplia, si bien no contada en pretérito sino expresada en presente.

            Aunque podría hablarse de algunos intentos anteriores –a partir de 1919- la radio cubana nació en 1922. El 10 de octubre de ese año, Alfredo Zayas y Alfonso, Presidente de la República de Cuba, inauguraba la radio cubana con un discurso que pronunció… en inglés. Lo hizo desde los micrófonos de una poderosa emisora  de 500 watts, instalada en la sede de la Compañía Cubana de Teléfonos, subsidiaria de la ITT. Era la primera emisora norteamericana en la América Latina, y surgió, se dijo, con un carácter “experimental” a fin de acercarse, en esencia, a una gran masa analfabeta e iletrada.

            Poco después, de una primitiva red de radioaficionados, surgieron emprendedores animosos que sembraron la Isla de emisoras pequeñas. En 1933 había en Cuba 62 radioemisoras que situaban al país, en este campo, a la cabeza del continente, solo superado por Estados Unidos y Canadá. En Uruguay había entonces 25 estaciones de radio, 22 en Brasil y 17 en la Argentina.

            -El factor cuantitativo, determinante en este caso, marcó la tónica y el estilo de las audiciones. Con rapidez, desde el principio, en música, en chispazos humorísticos, en declamaciones y noticias, se impusieron las preferencias nacionales –afirmaba Iris Dávila.

SOAP OPERA – RADIONOVELA

En Estados Unidos, mientras tanto, había surgido un producto radiofónico eficaz: la soap opera.

            Existía allí un vivo interés por lanzarlo en la América Latina, pero esperaban hacerlo en el momento propicio. Se necesitaba antes, como plataforma, inundar de aparatos receptores perfeccionados las vastas regiones del continente y asegurar así la utilidad del negocio.

            En Cuba, sin embargo, se iba ganando terreno, acaso por intuición, en cuanto a los contenidos radiofónicos afines a una gran masa de oyentes. Y ya en 1934 asoma aquí la radionovela. Nace en una emisora de la ciudad de Santiago de Cuba y tiene como protagonista a Chan Li Po, un detective chino que haría célebre su frase de “Paciencia, mucha paciencia”. Su creador es Félix Benjamín Caignet Salomón.

            Pero Caignet no partió de la nada. Otros autores le abonaron el camino.

HÁBITO DE AUDIENCIA

Ya en 1929 se decían versos y monólogos por la radio cubana, y en 1931 se radió por primera vez algo muy parecido a una novela amorosa: su autor fue el  célebre poeta José Ángel Buesa. A partir de ahí gana fuerza el radioteatro, dramatizaciones que contemplaban los ingredientes –música y efectos sonoros- de lo que después se llamaría el lenguaje radial. Y por esa misma época el propio Caignet, basándose en un recuerdo de su niñez, el de los cuenteros populares, introdujo el suspenso en un programa infantil que escribía entonces: cortaba la narración en un momento culminante de la trama y había que esperar al capítulo siguiente para enterarse de cómo proseguía la acción.

            Por ese tiempo comenzaban en la radio cubana las adaptaciones de grandes obras de la literatura universal y de piezas conocidas del teatro español. Con eso se fomentó el hábito de audiencia, que no tardaría en dar paso al hábito de continuidad que se implantaría con las obras de teatro que se trasmitían a razón de un acto por día.

            Por entonces Caignet estaba estrenando, en Santiago de Cuba, la primera serie de su Chan Li Po. En 1937 viene a La Habana y logra un contrato en una emisora de segunda fila. Pero allí duraría poco tiempo; una emisora poderosa lo ficha y trasmite durante unos ocho años consecutivos las sutiles deducciones del detective despejador de crímenes e incógnitas que complace a un auditorio cada vez más mayoritario.

            En esa misma época CMQ pide a sus oyentes que sugieran los títulos de las novelas que les gustaría escuchar. Se adaptan así para la radio obras como 24 horas en la vida de una mujer, de Zweig, Tú eres la paz, de Martínez Sierra, El hombre que yo amé, de Rostand, y Cumbres borrascosas, de Bronte. Son los años en que el gran narrador cubano Alejo Carpentier hace para la radio versiones de novelas famosas y en un capítulo de una hora de duración condensa títulos como La cartuja de Parma, Quo vadis, Los cuatro jinetes del Apocalipsis…

 

RADIONOVELA DEL CORAZÓN

 

La radionovela del corazón propiamente dicha surgió en 1941, cuando la RHC Cadena Azul inicia su espacio La Novela del Aire. El primer título original cubano en esa línea es Por la ciudad rueda un grito, de Reynaldo López del Rincón, adaptador hasta entonces de grandes novelas. López del Rincón, con su obra, hizo zafra de público e inauguró toda una etapa.

            En 1944 Caignet estrena El precio de una vida, y, dos años después, con Peor que las víboras ratifica su popularidad. Ya en 1945 aparece El collar de las lágrimas, de Pepito Sánchez Arcilla, que con sus 965 capítulos  es la novela más larga que ha trasmitido la radio cubana en toda su historia. En 1946 salían al aire  aquí entre 25 y 30 radionovelas diarias. En 1948 se radia El derecho de nacer, y su autor, Félix B. Caignet, se sitúa a la cabeza de los escritores del género.

            En ese periodo surgen, entre otros, los nombres imprescindibles de Iris Dávila, Hilda Morales, Caridad Bravo Adams,  Dora Alonso, René Alouis, Aleida Amaya… que acaparan, cada uno de ellos con estilo propio, el favor de radioescuchas cubanos y de otras latitudes pues no era extraño que sus obras se trasmitiesen en diez o doce naciones.

Cuando se introduce la televisión en Cuba, en 1950, muchos autores radiales incursionaron, en ocasiones para quedarse, en el nuevo medio. Surgen otros nombres. Algunos –Iris Dávila, Aleida Amaya, Roberto Garriga…- se adaptan a las nuevas circunstancias. Otros tendrían una presencia menos amplia y determinante o deciden mantenerse en  la radio.

            -Despunta la telenovela nuestra –precisaba Iris Dávila. Considerada globalmente semejante vitalidad implica una dinámica creativa desmesurada y vertiginosa, de extraordinario relieve sociológico en el contexto cultural cubano de la década del 50 donde aún persistía un 24% de analfabetos y donde las manifestaciones artístico-literarias eran inaccesibles para el gran público.

MUERTE Y RESURRECCIÓN

 

Ya en los 60 se execró el folletín en la radio y la televisión cubanas. Se cortó su proceso natural y se perdieron muchos de sus recursos y sus técnicas. Ya para entonces Caignet había dejado de escribir, y también Iris Dávila. René Alouis se dedicaba a la Medicina.  Hilda Morales escribiría  solo dos radionovelas entre 1959 y 1967. Otros autores de antes, como Aleida Amaya, se sumaban  a los nuevos tiempos, pero en la TV el folletín había dado  paso, en la serie Horizontes,  a lo que el público llamó “la novela de los sindicatos”, sin bien trataba de mantener los recursos y los ganchos de la “novelita”.

            En la radio, la cosa no fue mejor. Es una historia no escrita. Llegó un día al ICR-T un director que no quería más folletines. Se desconoce si la idea se generó en su propia cabeza y, aunque no la expresó abiertamente, los escritores captaron sus señas y empezaron a actuar en consecuencia. Pero la decisión era más drástica de lo que en un inicio parecía y un día ordenó que  todas las radionovelas  en el aire finalizaran de un día para otro. Lo que sucedió es fácil de imaginar. La orden se cumplió, pero las emisoras quedaron prácticamente sin programación.  

            Enrique Núñez Rodríguez, que entonces escribía aún para la radio, no escapó a esa suerte. Contó una vez el fin de Leonardo Moncada, aquella serie de aventuras que hizo época en sus días. Lo convocaron  a la dirección del organismo y le pidieron que pusiera a su personaje a deshacer entuertos en la América Latina. Enrique lógicamente se negó, dejó de escribir el serial y el nuevo escritor recibió la encomienda de matar a Moncada. Poco después aquel director era sustituido y la gente dio un título muy radial a su democión. Le llamó La venganza de Moncada.

            El folletín volvería por sus propios pies en 1992 cuando Radio Progreso trasmitió Más allá del amor, de Josefina Martínez. Pasión y prejuicio, de Eduardo Macías, marcó en la televisión un hito en este sentido. Y en 1996, en la radio, Cuando la vida vuelve, de Joaquín Cuartas, provocaba un fenómeno de audiencia desconocido en la Isla desde muchos años antes. Cuartas, al escribirla, quiso saber si los mecanismos de Caignet funcionaban todavía, y resultado demostró que sí, que, como en los días de El derecho de nacer, el país se paralizaba de nuevo a la hora de la trasmisión. Cuadras no repetía a Caignet. Pagaba tributo al  folletín clásico sin desdeñar por ello las ganancias de la comunicación moderna. Y es que el folletín gusta porque en él se exacerban todos los elementos dramáticos.

El hombre actúa, ama, odia y sufre impulsado por fuerzas y mitos morales que vienen de la antigua Grecia. El hombre necesita que le cuenten historias y las radionovelas y las novelas de televisión cumplen en eso la función que ayer tuvieron los juglares y los cantares de gesta, las novelas de caballería y la novela por entregas de los románticos. El hombre común  sigue necesitado de   verse realizado en un proyecto ajeno triunfante.  Se dice que quien escucha o ve un folletín, no ve ni oye una novela, sino que visita una casa en la que ocurren cosas más interesantes que en la propia. Convierte al espectador en un chismoso: sabe cosas que el protagonista desconoce y quiere gritárselas desde su sala y juega así un papel dentro de esa trampa que es la trama del folletín.

           

 

           

En coche

En coche

Ciro Bianchi Ross

 

Los primeros taxistas o boteros aparecieron en La Habana en 1836 y las guaguas circularon a partir de 1840. Años antes, a comienzos del siglo XIX se introdujeron  los quitrines, pero su uso no se generalizó hasta 1820. Para entonces los coches, pese a conocerse aquí desde el siglo XVIII, eran pocos y en 1840 solo existían el del Capitán General y el que los sacerdotes de la Catedral utilizaban para visitar a los enfermos.

            Las calles, estrechas y mal niveladas, eran un desastre y se hacía molesto andar por ellas.  En su empedrado se utilizaban piedras de todos los tamaños y la tierra que las acuñaba era arrastrada por las primeras lluvias. No existían carreteras, sino caminos reales y vecinales, a menudo intransitables,  y todavía en 1858 La Habana tenía solo cuatro calzadas que merecían tal nombre, aunque dos décadas antes el gobernador Miguel Tacón había acometido la pavimentación de las calles, así como su rotulación y la numeración de los inmuebles.

            Con tales condiciones, el quitrín fue convirtiéndose en el carruaje insustituible, tanto en la ciudad como en los campos. Sus ruedas enormes le permitían un impulso mayor e impedían que se volcara y las largas, fuertes y flexibles barras de majagua aumentaban la seguridad del vehículo. La caja, montada sobre sopandas de cuero, propiciaba, con su movimiento lateral, un viaje suave y cómodo, y el fuelle mitigaba en algo el sol y el calor. Sus estribos eran de resorte o de cuero y no oponían resistencia a los árboles y piedras del camino. Un quitrín podía ser tirado por un solo caballo, pero a veces se utilizaban dos y hasta tres. El que iba dentro de las barras debía ser de trote y los otros, de paso. De esos dos últimos, el de la izquierda ayudaba al tiro y era “la pluma”. Sobre el de la derecha, “de monta”, iba el calesero. Pero solo en el campo se empleaban las tres bestias porque en las ciudades bastaba con dos y a menudo con un solo cuadrúpedo.

            José María de la Torre, en su libro Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna (1857) asevera que en la ciudad, a fines del siglo XVIII,  “solo se conocían las volantes, las calesas tiradas por mulas y algún coche”. Este tipo de vehículo se hizo más común a partir de 1846. La volante era un quitrín, destinado generalmente al servicio de alquiler, más reducido y de confección menos acabada y artística; menos cómodo que el quitrín, por otra parte,  dada la rigidez de su caja. Diligencias y berlinas enlazaban a la capital con las poblaciones vecinas.  Otro carruaje de uso más o menos frecuente era la araña; vehículo de lujo muy ligero, de cuatro ruedas, capota, un asiento posterior, muy reducido, para el esclavo y, de ordinario, tirado por un solo caballo y que era guiado casi siempre por el dueño. El uso de la calesa, vehículo de dos o cuatro ruedas, dos asientos y capota de vaqueta, no parece haberse extendido mucho en Cuba. Sin embargo, al conductor de quitrín o de volante no se le llamó nunca quitrinero ni volantero,  sino calesero.

            El calesero era el aristócrata dentro de los esclavos. Aunque no estaba exento de castigo, el amo le guardaba ciertas consideraciones. Como se le hacía necesario y no resultaba fácil sustituirlo,  pasaba por alto sus faltas. Se le veía como a una persona cercana, de confianza. Conocía los secretos de su dueño, le servía de mediador y mensajero en sus amoríos, sabía cuándo le apuraba el dinero y cuándo le sonreía la fortuna  y no era raro que, de niños, hubieran jugado juntos. Eso le permitía libertades. El calesero tenía suerte con las mujeres, era enamorado y bailador, y vestía bien, tanto en traje de casa como en traje de monta.

            Las familias de mayores recursos se gastaban una fortuna en los adornos de plata que lucían sus carruajes en sillas, estribos, arreos, cabezadas y correas. Un juego completo de quitrín no bajaba de los tres mil quinientos pesos; cifra esa que incluía al calesero, los caballos, los adornos, así como el impuesto y la escritura. Se dice que en 1836, sin contar las diligencias y berlinas,  circulaban por La Habana cuatro mil carruajes.

GUAGUAS DE ENAMORADOS

Aunque el ya aludido José María de la Torre da el año de 1840 como el del inicio de los ómnibus en Cuba –una línea entre La Habana y el Cerro-  se dice que ya desde el año anterior hubo otra  entre Regla y Guanabacoa. Los de Jesús del Monte comenzaron en 1844. En 1850, los de Príncipe y en 1855 los del Cerro a Marianao.

            Las guaguas comenzaban su recorrido muy temprano en la mañana desde la Plaza de Armas y daban por concluido el servicio a las diez de la noche, con la llamada guagua de los enamorados, que a dicha hora hacía su último viaje.

 Una de las empresas de ómnibus que operaba en la capital en la segunda mitad del siglo XIX, la de Ibargüen, Ruanes y Compañía, poseía sesenta coches que distribuía en seis depósitos –dos en Jesús del Monte, dos en el Cerro, uno en Marianao y otro en Pueblo Viejo- y disponía además de casas para relevos de caballos en Arroyo Arenas y Caimito. Daba empleo a más de 150 hombres y contaba con 800 bestias de tiro. Cuando se eliminó la tracción animal en las guaguas, a comienzos del siglo XX, la empresa de Estanillo controló el servicio de los ómnibus urbanos en la capital: montaba las viejas berlinas sobre chasis de automóviles Ford. Junto con Estanillo comenzaron a operar otras empresas más pequeñas y menores recursos. Sus propietarios terminarían asociándose en 1933 para constituir la Cooperativa de Ómnibus Aliados, que monopolizó casi en su totalidad las líneas de ómnibus capitalinas hasta la aparición de la empresa de Autobuses Modernos, que, tras la desactivación de los tranvías,  trajo a La Habana  vehículos  que se utilizaron como transporte en la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de los carros de los Ómnibus Aliados, en cuyo exterior, creo recordar, predominaban los colores marrón  y crema, los otros estaban pintados enteramente de blanco. Por eso le llamaron las enfermeras.

LA CUCARACHA

Pero antes de la aparición de los vehículos de motor, estuvieron los tranvías eléctricos y el ferrocarril suburbano movido por locomotoras de vapor. Y antes, también de vapor,  la maquinita de cajón  o cucaracha: salía de la explanada de La Punta y, por la calle Línea, se internaba en el Vedado.

            Escribe Federico Villoch,  en sus Viejas postales descoloridas, que los carritos urbanos de los últimos días de la Colonia “venían siendo como una prolongación de nuestros hogares domésticos, porque en ellos, al paso lento de los caballos y mulas que los arrastraban, los habaneros, libres del delirio contemporáneo de la velocidad, continuaban la tertulia iniciada en la casa o en la oficina, concertaban las citas comerciales o amorosas o aprovechaban el forzoso y habitual encuentro a horas determinadas del día o de la noche para charlar con los amigos”.

            El primer tranvía eléctrico circuló el 22 de marzo de 1901 entre La Habana y el Vedado. Y el servicio se amplió paulatinamente a toda la ciudad, sus barrios y nuevos repartos y hasta más allá del término municipal de La Habana.

            En 1930, veintisiete líneas de tranvías circulaban por la ciudad. Como los actuales camellos, se identificaban con letras y números, nomenclatura que heredaron los Autobuses Modernos. Las “V” correspondían al paradero del Vedado. Las “P”, al de Príncipe. Las “C”,  al del Cerro y las “M”, a Jesús del Monte. Las “L” salían de Luyanó o Lawton y las “S”, de Santos Suárez. La “VM” cubría el tramo Vedado-Miramar. Las “F” salían de la Universidad, y las “I”, del Vedado con destino a Marianao.

            Veamos uno de aquellos recorridos. El del L-4, Lawton-Parque Central. Iniciaba el trayecto en San Francisco y Diez de Octubre y tomaba, en bajada, por San Francisco, Avenida de Acosta, Concepción, 16, B, Octava, Concepción, Diez de Octubre, Monte, San Joaquín, Cádiz, Infanta, San Rafael, Consulado, San Miguel, Neptuno, Monserrate. En subida venía por  Empedrado, Aguiar, Chacón, Monserrate, Neptuno, Infanta, Diez de Octubre hasta San Francisco. El primer carro de línea del L-4 iniciaba el servicio a las 4:25 a m y después de las doce de la noche,  salía un carro, la famosa confronta,  cada cuarenta minutos.

TRANSFERENCIAS

En las guaguas, al igual que hoy, el conductor no era quien conducía el vehículo, sino el encargado del cobro del pasaje. Entregaba al pasajero un comprobante por su pago y  accionaba una manecilla para que ese pago quedara registrado en un contador. El pasajero conservaba  su comprobante mientras estuviese a bordo del ómnibus porque debía mostrarlo al inspector si se lo solicitaba. Le hacía entonces el inspector  una pequeña marca con un lápiz y devolvía el comprobante al viajero. Cotejaba además  los comprobantes entregados por el conductor  con la cantidad registrada en el reloj: tenían que coincidir. También el inspector, sin subir al ómnibus, chequeaba la hora en que el vehículo llegaba a determinada parada pues el chofer debía hacer el recorrido dentro de un horario estricto.

            Durante muchos años el precio del pasaje se mantuvo en ocho centavos. Si el pasajero debía proseguir viaje, porque la guagua que había tomado no llegaba a dónde él lo necesitaba, pedía una transferencia que, por dos centavos adicionales, le permitía seguir su recorrido en un ómnibus de la misma empresa. El comprobante de la transferencia era más largo que el del pasaje y el conductor  antes de entregarlo, con un ponchador,  le marcaba la hora y el lugar donde el pasajero haría el cambio de ómnibus.

            Muchas esquinas de La Habana se hicieron famosas por las transferencias. Son los casos de las de Tejas, Toyo, la Víbora…

EL QUILITO DEL PUENTE

A fines del primer gobierno de Batista (1940-44) se estableció el pago de un centavo adicional  al precio del pasaje en ómnibus cuando estos sobrepasaran cualquiera de los puentes sobre el río Almendares.

 A tal impuesto se le llamó “el quilito del puente” y la ciudadanía lo recibió como siempre se reciben esas cosas, con grandes muestras de desagrado. La gente formaba inmensas trifulcas cada vez que se veía en el trance de pagar aquella pequeña carga. Llegaron así las elecciones de 1944 y Grau San Martín se alzó con la primera magistratura. En vísperas de su ascenso al poder, el pasajero empezó a entregar dócilmente su quilo, aunque no sin añadir, con esperanzado rencor:

-Gocen, gocen ahora; sigan explotando al pueblo, que ya el Viejo está ahí para acabar con tanto abuso…

Grau subió a la presidencia el 10 de octubre de ese año. Y a partir de entonces el impuesto sobre el puente subió de uno a dos quilitos.