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Memorias

María Valero

María Valero

Ciro Bianchi Ross

 

El actor Gaspar de Santelices era muy temido entre sus compañeros del Circuito CMQ. Tenía fama de brujo. Tomaba inesperadamente del brazo  a quien tuviese más cerca y, aun cuando el sujeto se opusiese,  le leía la palma de la mano. Acertaba siempre en sus predicciones…

            Aquella tarde del 25 de noviembre de 1948, la actriz española María Valero, proclamada por la crítica especializada como la Gran  Dama de la Radio de Cuba,  conversaba con otros actores en uno de los pasillos de la emisora. Santelices pasó por su lado y le agarró una mano. Le dijo:

            -Cuidado, cuidado… Hay un accidente.

            La actriz prefirió ignorar el comentario. Sonrió y prosiguió la conversación con sus amigos antes de perderse por los vericuetos del edificio. El tiempo apremiaba y debía prepararse. Esa noche  como siempre,  a las ocho, salía al aire el capítulo 199 de El derecho de  nacer, en la que su personaje, Isabel Cristina, era uno de los puntos clave de la trama.

Desde su papel  en El collar de lágrimas, que con sus más de 900 capítulos es la radionovela más larga en toda la historia del género, María Valero se había convertido en la figura femenina más popular de la radio. Su arte y su voz maravillosa eran la admiración de los oyentes que seguían, devotos, sus interpretaciones. Todo aquello, sin embargo, estaba a punto de acabar. Horas después del encuentro con Santelices,  el cadáver de la actriz  estaba tendido en la funeraria Caballero, de 23 y M, en el Vedado.

Diría el novelista Luis Amado Blanco en su columna del periódico Información:

“Iba a mirar una estrella, una estrella errante, de esas que pasan sin dejar más rastro que su cola de luces esplendentes. Iba a mirar tan solo eso, un rastro de Dios por la alta bóveda.  Y se quedó, ya para siempre, mirándola, destrozada por una brutal coincidencia, rota su voz y su mirada, donde dormían tantos lejanos y ajenos infortunios…”

CICATRICES

Heredera de un apellido ilustre en el teatro español, María de los Dolores Valero Sisteré nació en Madrid, en 1912.  Su bisabuelo, el primer actor José Valero, tuvo a su cargo el papel protagónico de la obra Baltasar, drama en versos de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuando se estrenó en el teatro Novedades, de Madrid,  el 9 de abril de 1858, puesta que transcurrió con la presencia de la autora y de los Reyes de España.

            Otros actores, siempre por la línea paterna,  hubo asimismo en su familia, y el ambiente que conoció en su casa moldeó su sensibilidad y determinó su vocación. Tiene solo ocho años de edad cuando se siente atraída por la escena, y quince cuando hace su debut profesional en el teatro Fontalba. La muerte prematura de su padre, sin embargo, la aleja de la vida artística. María de los Dolores es también enfermera, y en el ejercicio de su profesión, en el Hospital Obrero, de Madrid, la sorprende el estallido de la guerra civil. En esa casa de salud será compañera de la legendaria Tina Modotti, y múltiples referencias a ella se encuentran en  Tinísima, obra de Elena Poniatowska, publicada recientemente en Cuba. Al respecto, dirá la actriz, ya en La Habana,  en una entrevista que concedió para la serie “La mujer opina”:

“En efecto, he vivido la guerra de mi país dos años y diez meses por imperativo de mi profesión de enfermera que entonces se hizo militar. El primer año fui enfermera de la retaguardia. El final de la guerra lo pasé en el frente, con el ejército. De la guerra se sale con rasguños, cicatrices en el cuerpo y algunas en el alma. Pero se saca un espíritu más fuerte y sano. Me enorgullezco de haber sido útil a mi país, y estoy dispuesta a serlo, si el caso llegase a esta querida tierra que considero ya mi segunda patria”.

Otra de sus compañeras de hospital es la cubana María Luisa Laffita, que, junto con su esposo Pedro Vizcaíno, vivía exiliada en España luego de la estrecha colaboración de ambos con Antonio Guiteras. María Valero, que guardaba recuerdos muy gratos de una estancia en La Habana en 1932, aprovechaba el tiempo libre para evocar con María  Luisa la isla lejana. Ansiaba volver. Aquí radicaba su tía, la actriz Pilar Bermúdez.

Cuando la guerra finaliza en 1939,  la Valero está en el bando de los perdedores. Logra llegar a Francia. De ahí, a La Habana. En el puerto habanero desciende  del  buque El Flandre cubierta con una gran mantilla negra, y trae, en algún lugar de su equipaje, un cofrecito  con un puñado de tierra madrileña que recogió en la premura de la evacuación a fin de que la acompañase para siempre.

Tiene 27 años de edad y no es lo que se dice una mujer bonita. Sí, elegante y muy dulce; con una voz que arroba y una personalidad muy recia. Dice alguien que la conoció entonces: “Lo que le faltaba en belleza física, lo tenía en belleza moral”.

EL SALARIO MAYOR DE  CMQ

Decía la actriz en la entrevista aludida: “En ese período La Habana era una plaza rica en actrices de gran calidad en la radio y en el teatro, por lo cual no me fue fácil ascender tan rápidamente. Empecé a trabajar en la radio, donde después de muchos tropiezos por el problema del acento, vino el triunfo y con él me entregué por entero a esa modalidad artística”.

En verdad, el éxito le llegó más temprano que tarde. Josefa Bracero, historiadora de la radio cubana,  no vacila en calificar de vertiginoso su paso por el medio. La contrata de inicio una emisora pequeña, Radiodifusión O’Shea, que trasmite desde la azotea del hotel Plaza, y pasa enseguida a formar parte del cotizado cuadro dramático de la firma Sabatés, donde, escribe Bracero, “asida del brazo del galán de moda Ernesto Galindo,  formó la pareja romántica que durante años hizo suspirar a jóvenes y mayores”. Ellos serán los protagonistas de Doña Bárbara, la novela del venezolano Rómulo Gallegos que, en versión de Caridad Bravo Adams y con la dirección de Luis Manuel Martínez Casado, dos glorias de la radio nacional, comienza a trasmitirse todos los días a las 8:30 de la noche en el espacio “La novela del aire”, de la RHC Cadena Azul.

            Para  Sabatés trabaja María con carácter de artista exclusiva; solo podía actuar en los programas que patrocinaba esa firma jabonera. Pero CMQ, que ya ha iniciado su guerra a muerte contra la RHC, la quiere en sus predios y le ofrece un salario de 600 pesos mensuales, suma no alcanzada  por  actriz alguna  en Cuba, y totalmente desconocida hasta entonces  en el medio radial.  María acepta la propuesta y se desbarata así la pareja que formó con Ernesto Galindo. A rey muerto, rey puesto, sin embargo. Otra pareja artística surgirá en CMQ: la de  María Valero y el primer actor  Carlos Badía. Junto a él actúa en otra novela de Caignet, El precio de una vida.  Años  después, cuando estaba saliendo ya al aire El derecho de nacer, la RHC Cadena Azul, con tal de recuperarla,  le ofreció un salario de mil pesos mensuales, que la actriz rechazó.

            Uno tras otro va sumando galardones y reconocimientos la carrera de María Valero, tanto en la RHC como en CMQ. En 1942, la Asociación de la Crónica Radial e Impresa (ACRI)  comienza a distinguir a los artistas más sobresalientes del país y la selecciona como la Primera Actriz del año. Y desde 1944 hasta 1947 no hay quien de dispute el título, lo que valida su designación como Gran Dama de la Radio en Cuba.  Triunfos esos que nunca se le subieron a la cabeza pues, recordaba Sol Pinelli, era “una criatura muy sencilla que en ningún momento se envaneció por la calidad de su trabajo ni por el amor que el público le tenía”.

            Pero María sigue sintiéndose atraída por el teatro y lo hace siempre que puede. Con la compañía de su compatriota Nicolás Rodríguez,  la aplauden en el Principal de la Comedia y también en  América y Apolo. Su Doña Inés, en Don Juan Tenorio, de Zorrilla, fue, se dice, sencillamente insuperable.  

VERSIONES

 

Llegó así la madrugada del 26 de noviembre de 1948. Un cometa era perfectamente visible desde La Habana y su visión se hacía imponente e insuperable si se le observaba desde el Malecón, a las cinco de la mañana. Un grupo de actores, entre los que se encontraban María Valero y Eduardo Egea, quiso vivir la experiencia. Cruzaban la vía cuando ocurrió el accidente terrible.

            Y es ahí donde las versiones no coinciden. Orlando Quiroga, en su libro Nada es imposible, ofrece la más conocida y, al parecer, inexacta. Pretende equiparar la muerte de la actriz española con la de  Isadora Duncan. Viajaba la bailarina en un automóvil y su bufanda, larguísima, se enredó en los ejes de las ruedas, ocasionándole la muerte.

            Escribe Quiroga con relación a la Valero:

            “Ella llevaba anudada al cuello una larga chalina que iba flotando en el aire. Cuando atraviesan la calle, pasó un auto por detrás, la chalina se enredó en las ruedas, y María cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra el pavimento, lo cual le ocasionó la muerte inmediata”.

            Josefa Bracero cita el testimonio de la escritora Mirta Muñiz, “testigo excepcional”, dice Bracero. “El accidente sucedió cerca de las cinco de la mañana y fue tan rápido que no les dio tiempo a nada. No sé cómo ni por qué María se había adelantado unos pasos sin percatarse de un auto que venía a gran velocidad. Todos quedaron muy afectados, fundamentalmente su primo, el primer actor Eduardo Egea; eran grandes amigos”.

            El cadáver fue expuesto, como ya se dijo, en la funeraria Caballero, en lo que después sería la Rampa habanera. Allí los fotógrafos captaron la última imagen de María. La mantilla negra que había traído de España le cubría la cabeza y parte del rostro maltratado por el accidente. Tanta era la gente que quería despedirse de su ídolo que para entrar a la casa mortuoria no quedó más remedio que formar una  fila que arrancaba en Malecón y subía por 23, y otra desde la calle 27 hasta M. A la hora del entierro, el pueblo a pie la acompañó  hasta el cementerio.

            Aquella noche no se trasmitió el capítulo 200 de El derecho de nacer. La CMQ trasladó a la funeraria sus micrófonos.  Enrique Núñez Rodríguez, que empezaba entonces su carrera como autor radial, debió escribir de prisa los textos con que los actores rendirían homenaje a la actriz desaparecida. Y el director Justo Rodríguez Santos recibía la encomienda de entresacar  de capítulos ya trasmitidos de la radionovela frases en boca de la fallecida  a fin de ponerla a dialogar con Minín Bujones, que asumiría el papel de Isabel  Cristina.  María se despedía en aquella conversación que nunca fue, como si partiera a un lugar remoto. El público se emocionó mucho al escucharla por última vez, con su voz bellísima, yéndose de la novela, de la radio, de la vida. 

           

 

 

 

             

Óperas, zarzuelas y operetas

Óperas, zarzuelas y operetas

Ciro Bianchi Ross

  

Fue intensa la vida teatral de La Habana durante las tres primeras décadas del siglo XX. Noche a noche abrían sus puertas no menos de ocho teatros para la presentación de distintos géneros teatrales. Había de todo y para todos los gustos en La Habana de entonces: comedia y drama, óperas, operetas vienesas y zarzuela española, teatro vernáculo… No era raro entonces el empeño de compañías europeas de venir a la capital cubana a “hacer la América”. Si triunfaban aquí, tenían garantizado el éxito en otras latitudes americanas, si no, decía Eduardo Robreño, ya podían volverse a Europa con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.

            Hasta 1936, poco más o menos,  nos visitaron las más importantes compañías españolas. Si la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, actores mimados por el público cubano, dio  a conocer muchas piezas del teatro clásico y las principales obras de Jacinto Benavente, la de Margarita Xirgu puso a la consideración de los espectadores del patio obras de García Lorca y Alejandro Casona, y el francés Louis Jouvet, más acá en el tiempo,  trajo un repertorio clásico y moderno a la vez. Actuaron aquí grandes figuras internacionales. Actores de la talla de Sarah Bernhardt, Eleonora Duce, Mimi Aguglia, Giovanni Graso, Pierre Magnier… Y también todas las grandes figuras del bel canto, desde Adelina Patti, considerada la mejor soprano de todos los tiempos, hasta Lily Pons, desde Tamberlik hasta Caruso, Amatto, Tita Rufo…

LA MEJOR TEMPORADA

Porque en aquellas  décadas iniciales de la pasada centuria era la ópera el espectáculo preferido. Atraía la atención de las clases adineradas y también de cuando esnob y diletante alentaba en esta tierra. En ese entonces la capital cubana igualaba y superaba a las más importantes urbes europeas y norteamericanas por la brillantez de los conjuntos operísticos que acogía. Siempre fue así. No se olvide que  en fecha tan temprana como 1776 funcionaba ya el primer teatro de óperas con que contó La Habana. “Un teatro de óperas como no lo había en el mundo en aquella época. No lo había en los Estados Unidos aún ni en otras ciudades de América”, escribe Alejo Carpentier. El estilo italiano predominó durante la Colonia, y, ya en la República, colmó la afición la escuela verista, que tenía en Puccini la figura de mayor atracción, mientras que Wagner era visto como  un compositor difícil, abstruso,  antimelódico.

            Durante los primeros quince años del siglo XX los más importantes  espectáculos teatrales, tanto dramáticos como líricos, se presentaban en el Tacón, considerado como uno de los grandes teatros del mundo hispánico. Allí se presentó en enero de 1904 la famosa soprano Luisa Tetrazzini. El Tacón fue demolido, se construyó el Centro Gallego, y en el espacio que ocupó el famoso coliseo se erigió el Teatro Nacional, llamado después, sucesivamente,  Estrada Palma y García Lorca, y hoy Gran Teatro de la Habana. Se inauguró el 22 de abril de 1915 con un elenco operístico difícil de superar en aquella época y que llevó a escena Aída, Los payasos, Rigoletto, Otelo, Carmen, Madame Butterfly  y El barbero de Sevilla, entre otras obras,  en lo que se considera una de las mejores temporadas que hayan tenido lugar en la Isla en su género.  Actuaron Lucrecia Bori, Juanita Capella, María Gay, José Palet, Guido Ciccolini y Giuseppe de Luca, entre otras celebridades, y dirigieron la orquesta los maestros Tulio Serafín, Carlos Paoloantonio, Lorenzo Malaioli y Arturo Bovi, que se quedó a vivir en La Habana, junto con su esposa, y abrió aquí un conservatorio.

            Otros famosos llegarían a la escena cubana hasta 1920. Vino Caruso, que aunque estaba ya en decadencia, convencía y conmovía todavía al público. Vinieron la Besanzoni, la Barrientos, la Storchio;  José Mardones, Tito Schipa, Lazzari.  En 1926 debutó en el Nacional el tenor Beniamino Gigli, entonces en la plenitud de su fama.

            Seguía predominando lo italiano, con Puccini al frente. Las óperas se repetían de temporada en temporada y solo muy de tarde en tarde se daba entrada a lo nuevo. Llega así el año de 1930. Arriba a Cuba la Ópera Privé, de París, pero no hay franceses en esa compañía. La conforman  artistas rusos que vagan por el mundo. Con obras de la escuela nacionalista eslava el elenco trae  un soplo de aire fresco a la escena cubana. Es así que pueden apreciarse aquí, por primera vez, El príncipe Igor, de Borodin; El zar Saltán y La doncella de nieve, de Rimsky-Korsakov; La feria de Sorotchinsky, de Musorgski.

LA EMPERATRIZ DE LA OPERETA

 

La zarzuela que, al igual que la ópera, disfrutó de gran boga en la Isla, llegó por primera vez a los escenarios habaneros el 4 de enero de 1853. Aquella zarzuela se tituló El duende, y su autor fue Rafael Hernando. Pero la primera obra de ese género que se escribió en Cuba se tituló Todos locos o ninguno, del maestro José Freixas. Fue un fracaso. Hubo que sacarla del cartel a la segunda puesta. Si el teatro Tacón fue la catedral de la ópera, la zarzuela encontró su casa en el teatro Albisu, en la calle San Rafael entre Prado y Monserrate; ocupaba parte de la manzana que fue después del Centro Asturiano y donde se hallan  hoy las salas europeas del Museo Nacional. 

            Tuvo también sus adictos la opereta vienesa. El auge del género, se dice, coincidió con la visita de la mexicana Esperanza Iris, la llamada emperatriz de la opereta. (En la foto). Se presentaba dos veces año, en temporadas que se prolongaban durante tres o cuatro meses cada una, en el teatro Payret. Su enorme personalidad y extraordinario carisma suplían con creces sus escasas condiciones vocales. Nadie como ella. La viuda alegre, La duquesa del Bal-Ta-Ba-Rin, El conde de Luxemburgo y La princesa del dólar estaban en su repertorio. Eran famosas sus despedidas del público habanero. En cada temporada, su empresario, Ramiro de la Presa, la hacía decir adiós varias veces, en espectáculos organizados con ese fin, y al concluir cada uno de ellos, recordaba Robreño, “había desmayos de admiradores y gritos de no te vayas, Esperanza”, lo que enardecía a la artista e inflamaba el ánimo del empresario, que era también su marido. Ramiro de la Presa murió en Bolivia, arrastrado por un tren. Esperanza Iris,  en los años 50 y prácticamente retirada de la escena, todavía venía a Cuba y era objeto de demostraciones cariñosas por parte del público, tanto en La Habana como en otras ciudades.

            El  Alhambra, desaparecido en 1935, fue  la meca del teatro bufo, con sus personajes de el  gallego, la mulata y el negrito. Ese negrito pedante y refistolero apareció en la escena cubana en 1868, en la obra Los negros catedráticos, que su autor, Francisco Fernández, estrenó en esa fecha  en el teatro Villanueva. Ya en la República lo interpretaron magistralmente Sergio Acebal y Arquímedes Pous hasta que lo monopolizó  Alberto Garrido. El teatro  Martí presentaba espectáculos musicales, y acogió al vernáculo hasta que cerró sus puertas.

            Autores destacados del Alhambra fueron Federico Villoch y Gustavo Robreño, mientras que en lo musical hacía la zafra el maestro Jorge Anckermann,  y el actor Regino López acaparaba los aplausos del público. Él, que no bebía, hacía un  estupendo papel de borracho con su personaje Cañita; entre los vapores del alcohol espetaba verdades como puños sobre la realidad nacional.  Ese mundo está muy bien recreado en la película La bella del Alhambra, del director Enrique Pineda Barnet. Se basa en la novela Canción de Rachel, de Miguel Barnet, y quedará como el gran musical del cine cubano. El escritor Agustín Rodríguez llenaría una larga y fecunda etapa en el Martí.

            Y con Agustín Rodríguez vuelva a empatarse esta historia con la zarzuela. Junto con Pepito Sánchez Arcilla, Agustín es el autor del libreto de Cecilia Valdés que, basada en la novela homónima de Cirilo Villaverde y  con música del maestro Gonzalo Roig, es la cumbre de su género en Cuba.

Algunos compositores cubanos incursionaron en la ópera. Mauri escribió La esclava; Fuentes, Seila. Hubert de Blanck, Patria. Fecundos en el género fueron Gaspar Villate y Eduardo Sánchez de Fuentes. Son de la autoría de este último El caminante, Doreya, La dolorosa, El náufrago, Kabelia.

CANTA LA TEBALDI

A Caruso, que hizo diez presentaciones en La Habana, se le pagaron 10 000 dólares por función. Las butacas en el teatro Nacional se vendieron a 25 pesos para verlo y escucharlo cantar. Eso ocurrió en 1920. A partir de 1930, la ópera empieza a languidecer como espectáculo y las funciones, siempre con cantantes nacionales, van haciéndose cada vez más esporádicas. Se dice que no pudo resistir, y tampoco la resistieron los otros géneros teatrales, la competencia con el cine. Se dice también que fue una consecuencia de la crisis económica que se abatió sobre el país tras el fin de la llamada Danza de los Millones y la llegada de las Vacas Flacas. La libra de azúcar, principal rubro cubano exportable, descendió  de 22,5 centavos, en mayo de 1920, a 3,75, en diciembre. Quebraron muchos de los bancos cubanos y españoles, los capitales se esfumaron y las propiedades cambiaron de dueño. Algunos autores son de otra opinión y dicen que el cine no le hizo a la ópera una competencia imbatible, sino que los espectáculos operísticos no supieron adaptarse a los nuevos tiempos y variar con los gustos del público.

            Lo cierto es que no fue hasta 1941 cuando Pro Arte Musical inició sus temporadas anuales de óperas con  hitos memorables como el del estreno de Tristán e Isolda, de Wagner, el 13 de noviembre de 1948, en el teatro Auditorium, con Clemens Krauss en la batuta, y la soprano Kirsten Flagstad y el tenor Max Lorenz, en los protagónicos. Y la presentación, en junio del 57, de la eminente soprano Renata Tebaldi, en La travista, Tosca y Aída.

            Pero nada era ya lo mismo. Para ese tiempo eran ya historia las noches fastuosas del Tacón y el Nacional. En 1957 escribía Francisco Ichaso al respecto:

            “La generación nacida con el siglo recuerda con nostalgia las grandes temporadas de la ópera del Nacional que constituyeron durante mucho tiempo el más suntuoso espectáculo de la ciudad y en las que se congregaba toda La Habana elegante luciendo las mujeres sus trajes de soirée y los hombres su rigurosa etiqueta de frac, pechera almidonada y chistera. La ópera era entonces algo más que un espectáculo artístico; era un evento social que le daba a Enrique Fontanills, árbitro de la high life, la oportunidad de hacer pequeña historia del gran mundo en sus crónicas del Diario de la Marina, con aquel estilo sencillo y cortado que le caracterizaba y en el cual el adjetivo, aplicado con cuentagotas y con ingeniosa estrategia, era la llave que abría muchas puertas”.

           

           

           

           

           

           

             

Martí visto por una española

Martí visto por una española

Ciro Bianchi Ross

 

Vivió en Cuba durante la Guerra de Independencia (1895-98) y dio rienda suelta a su integrismo extremo.  Fue aquí secretaria de la Cruz Roja y como reportera visitó el teatro de operaciones en la zona de Júcaro a Morón para escribir, en colaboración con otros  periodistas,  El álbum de la Trocha, que apareció en 1897 dedicado Valeriano Weyler. No fue remisa a ensalzar en sus artículos  a ese sanguinario militar  y combatió con dureza a los patriotas cubanos. La derrota española  en Cuba la sufrió  como un desastre personal. Salió entonces de La Habana  y nunca le avergonzó recordar que “llorando casi sin solución de continuidad” había hecho todo el viaje de regreso a España.

            Pero la periodista, narradora y dramaturga Eva Canel vuelve a Cuba en 1914 invitada por amigos españoles. Quiere escribir sobre la antigua colonia y con ese fin recorre el país. Un propósito  la obsesiona. Anhela visitar la tumba de José Martí.  Pregunta en La Habana dónde fue inhumado y no saben contestarle; tampoco en Matanzas. En Camagüey, acaso, le dice  alguien. Pero ya en Santiago de Cuba, en el cementerio de Santa Ifigenia, después de rezar, en nombre de las madres españolas, por los soldados muertos en El Caney y en San Juan, vuelve con su pregunta insistente.

            -Allí está Martí –responde  el guardián de la necrópolis y ella se acerca a la tumba que le indican. Llora y reza el padrenuestro.

            Una fugaz, pero estrecha amistad unió, en Nueva York en 1891, al Apóstol de la Independencia de Cuba y a la que devendría vocera imbatible de la causa española. Martí la ayudó con su inglés y   abrió a la periodista  puertas en la gran ciudad. La consoló porque dejaba ella a su hijo, de quien se separaba por primera vez, interno en un colegio, y él comprendía ese dolor porque vivía separado del suyo. Un día, en que saldrían  juntos, le escribió para comunicarle el lugar donde la aguardaría del otro lado del río y deslizó en la breve esquela este miramiento  irresistible: “Diré a las flores del camino que se pongan de gala para recibirla…”

            Cuando se despidieron al fin, Martí acudió a la cita con una preciosa caja de bombones.

            -No me escriba. Yo no le escribiré tampoco.

            -¿Cómo, Martí? ¿Por qué?

            -Porque no escribo a quienes bien quiero. Podría comprometerles. Tampoco escribo a mi madre: la equiparo a usted con ella.

            Escribiría Eva Canel: “Entonces no comprendí todo el generoso alcance de aquella solución: lo comprendí más tarde. Yo volvía para Cuba; él preparaba la revolución con aquella paciencia de benedictino que perduraba en su voluntad por encima de todos los sinsabores y de todos los desengaños”.

LO QUE VI EN CUBA

Entonces la asturiana Eva Canel era una mujer de 34 años de edad, cuatro más joven que Martí, y viuda desde los 27. Se llamaba realmente Agar Eva Infanzón Canel y con 15 años había contraído matrimonio, en Madrid,  con el escritor Eloy Perillán Buxó. Sus ideas políticas  valieron a Perillán una condena de destierro y en Bolivia, primero, y luego en Perú  y Argentina se sumerge  el matrimonio en una intensa vida periodística. Perillán es  republicano; Eva también lo es  en apariencia. Evoluciona hacia el conservadurismo hasta que, tras la muerte del esposo, se inclina definitivamente hacia una derecha nacionalista y monárquica.

            En 1891 está en La Habana. Colabora en el Diario de la Marina y  otras publicaciones, y está dispuesta a labrarse un camino dentro de la narrativa  y la dramaturgia. Salta a Estados Unidos con la intención de ocuparse de varias corresponsalías en la Exposición Universal de Chicago y a su regreso se le acusa de publicar bajo su nombre novelas que Perillán había dejado inéditas. Funda una revista, La Cotorra, de la que dice que como  “no sabe tirar el sable… no  se bate más que a picotazos”. La publicación desaparece en 1893, el mismo año en que la escritora estrena su obra de teatro La mulata, pieza que, al igual que El indiano, que da a conocer al año siguiente, le vale aplausos y una sólida reputación.

            Estalla la Guerra de Independencia. Su reportaje en la trocha de Júcaro a Morón es una exaltación de la valentía y sentido del deber del soldado español destacado en esa línea fortificada. La invasión del occidente de la Isla por parte del Ejército Libertador generó duras críticas a la eficacia de la trocha, construida precisamente para detener el empuje mambí, y puso en crisis al alto mando militar español en Cuba. En consecuencia, el capitán general Martínez Campos fue sustituido por Weyler que,  dispuesto a acabar con la insurrección y también con la población civil, dictó el Bando de la Reconcentración, que obligó a los campesinos a concentrarse y morir de hambre y enfermedad  en las ciudades a fin de privar a los mambises de toda ayuda. La Canel intentará demostrar en su reportaje que la trocha era casi el paraíso y que las tropas, aunque diezmadas, estaban felices de poder servir a España. En 1898 dirige el periódico El Correo, visceralmente anticubano, y colabora en  diarios  del sector autonomista.

            Dice el investigador Jorge Domingo que la escritora  se vio involucrada en la explosión del acorazado norteamericano Maine en el puerto de La Habana,  pero que no pudieron concretarse cargos contra ella. De todas formas, a esa altura, sus días en Cuba estaban ya contados.

Luego de una estancia en España, vuelve la Canel a América y se establece en Buenos Aires, donde es propietaria de una imprenta y funda revistas como Kosmos (1904) y Vida Española (1907). Colabora en importantes publicaciones del continente e imparte conferencias, sin descuidar sus aristas como novelista y dramaturga.

Otra vez en Cuba, emprende un largo viaje por la Isla. Sale de La Habana en un barco de cabotaje que la lleva a Santiago de Cuba, con breves paradas en algunos puertos de la costa norte. Desde Santiago prosigue su periplo en tren hasta Guantánamo, y desde allí retrocede, siempre en tren,  hacia occidente hasta regresar a La Habana.   Había visitado ya Pinar del Río.

El resultado de tan largo recorrido lo plasma en su libro Lo que vi en Cuba, un volumen de más de 400 páginas publicado originalmente en La Habana, en 1916, y que ahora volvió a aparecer con el sello de  la Editorial Oriente, en una edición que recoge solamente aquellos capítulos de la obra dedicados a la zona oriental del país, unas 150 páginas a lo sumo, y que se enriquece con la introducción y las notas de José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez.

Combatió duramente la Canel a los cubanos durante la Guerra de Independencia, pero en 1914 no se siente nada mal entre nosotros. No hay aquí resquemores ni resentimientos contra el español, pese a la guerra y a las salvajadas de los voluntarios, y como norma no se advierte una reacción de rechazo contra los miles de peninsulares que se establecen en Cuba después de la independencia.  No hay en sus páginas lamentos por la colonia perdida, pese a que esta no es una isla más en el Caribe, sino su Isla.  Sí una dura crítica a la hegemonía  norteamericana  en la economía de la nación. Martí, en sus encuentros en Nueva York, se lo anticipó. Así lo dice Eva Canel en Lo que vi en Cuba, donde incluye la crónica sobre Martí que, a pedido de su director, dio a conocer en el periódico El Cubano Libre, de Santiago.

AMÉRICA PARA LA HUMANIDAD

Aunque conversaron mucho sobre España –letras,  hombres, hechos- Martí, dice Eva Canel, no le habló jamás acerca de la política española ni tampoco sobre la política de España en Cuba y Puerto Rico. “Rehuía la conversación política él, y yo, en aquel tiempo, no estaba facultada por la experiencia para abordarla ni rozarla siquiera”. Su principal y cariñoso objeto era hacerle conocer a la española lo bueno y lo malo de Estados Unidos.

            Lo bueno, aprovechémoslo, le dijo un día; lo malo no permitamos que nos lo impongan. Y a reglón seguido, precisó: “Si de ellos dependiese la vida independiente de mi patria, no la querría, porque estoy convencido de que no sería tal independencia ni tal vida”.  Inmediatamente volvió sobre sí para preguntar a su interlocutora con gesto alegre y tono insinuante:

            -¿Conoce usted el cuento del fraile y el clavo?

            Como la Canel lo conocía, Martí comentó: Pues el fraile serían estos señores para Cuba, y el clavo, la protección directa que nos prestasen. Y recordaba ella el clavo al que aludía Martí al visitar las bahías de la costa norte de la Isla, “en donde el clavo del fraile es la United, clavado también en Centro América y en Santa Marta (Colombia), y en Bocas del Toro (Panamá) y en todos los países en que se cosechan plátanos, piñas, café, cacao y la planta sacarina”. Por eso considera que es importantísimo el legado intelectual de Martí para la perpetuación de la raza y el carácter hispánicos y la lengua española.

            Hace una aclaración sustancial. La frase de “América para la Humanidad”, dicha gallardamente por Sáenz Peña, delegado argentino en la I Conferencia Panamericana, en contraposición a la de “América para los americanos”, de Monroe, no es suya, sino de Martí. “Yo se la oí al Apóstol (y nunca mejor nombre pudieron aplicarle) mucho tiempo antes de la Conferencia”. Martí era el cónsul de Argentina en Nueva York. Sáenz Peña, todavía joven, todavía romántico,  era un hispanófilo decidido. Este carácter, que conservó hasta que ocupó la Presidencia de su país, resultaba más apropiado para que se entendiese con Martí. Y Martí lo sugestionó y le inculcó su dialéctica, documentándolo acerca de lo que mister Blaine pretendía con aquella conferencia. Por eso Sáenz Peña puso piedras en el camino que el secretario de Estado norteamericano pensó recorrer sin tropiezos.

            ¿Cómo era Martí en el remanso de la amistad? A ello alude también Eva Canel en su crónica. Puntualiza: “Nada supe del carácter de Martí, ni de su condición, ni de su talento, ni de su alma, porque él me lo haya revelado con palabras; todo lo aprendí observándole en sus elocuentísimos silencios: ¡Los silencios de Pepe Martí!

            “¿Sufría? ¿Gozaba? ¿Dudaba? ¿Creía? Cabía todo amalgamado en su cerebro, pero no definía nada en expresión absoluta: tenía el don poderoso de hacer que lo juzgasen sin poner tampoco nada de su parte, al parecer, por conseguirlo. Se le analizaba porque surgía el análisis; se le quería entonces porque se le admiraba, y entre el cariño y la admiración, nacía la sorpresa de verse frente a un místico reconcentrado en sí mismo: no un San Juan de la Cruz extraviado de otros tiempos, de otras civilizaciones, y encontrado en la edad presente por trashumancia milagrosa a través de los siglos. Era un Pablo ermitaño en su envoltura carnal, que vivía sobre el Tabor de ansias infinitas, ansias de un ideal que ni con la independencia de su patria habría podido saciarse”.

            Jamás se fue de Cuba Eva Canel tras la publicación de aquel libro y de aquella crónica. Murió en La Habana, en 1932.

           

 

  

                       

           

Caruso en La Habana

Caruso en La Habana

Ciro Bianchi Ross

 

 

La vida teatral habanera fue intensa durante las tres primeras décadas del siglo XX. Se daba el caso de que noche a noche ocho teatros abrieran sus puertas para la presentación de distintos géneros teatrales. No era raro entonces el empeño de compañías europeas de venir a la capital cubana a “hacer la América”. Si triunfaban aquí, tenían garantizado el éxito en otras latitudes americanas; si no, ya podían volverse a Europa con el rabo entre las piernas y los bolsillos vacíos.

            En cuanto a la música, la ópera seguía siendo entonces el espectáculo preferido. Y La Habana igualaba y superaba a las más importantes urbes europeas y norteamericanas por la brillantez de los conjuntos operísticos que acogía. En una fecha tan temprana como 1776 abrió sus puertas el primer teatro de óperas con que contó la capital de la Isla. “Un teatro de óperas como no lo había en el mundo en aquella época. No lo había en los Estados Unidos aún ni en otras ciudades de América”, afirmaba Alejo Carpentier.

            Precisaba el novelista de Los pasos perdidos que en aquellos comienzos del siglo XX, “la ópera italiana era un pretexto para toda una exhibición de vanidades, de modas, de cosas. Con un calor infernal y sin aire acondicionado la gente venía de frac y chistera y las mujeres traían pieles de cibelina y casi largaban el pellejo”.

            Carpentier no dejaba de reconocer, sin embargo, que entre 1912 y 1921 se dieron en el Teatro Nacional “las temporadas de ópera más fabulosas que pudieran verse”. En abril de 1915, con motivo de la inauguración de dicho teatro, que se llamó Tacón hasta entonces, vino a La Habana una compañía compuesta por artistas de mucho renombre bajo la conducción del maestro Tulio Serafín. Y en 1920 estaba aquí Enrico Caruso para actuar junto a María Barrientos, Gabriela Bensanzoni, María Luisa Escobar, Flora Perini, Ricardo Stracciari y José Mardones.

Caruso, que haría diez presentaciones, pidió 10 000 dólares por función. Fue el contrato mejor pagado de toda su carrera. Hoy la cifra  podrá parecer ridícula para los “grandes tenores”, que cobran mucho más, pero hasta los años 70 al menos no había sido superada por cantante alguno.

Visitas y contratos como esos  cesaron poco después de la visita del gran divo italiano. En aquel ya lejano año de 1920, a causa de la caída del precio internacional del azúcar, se clausuró la llamada Danza de los Millones o de las Vacas Gordas para dar paso al periodo conocido como de las Vacas Flacas. El precio del  azúcar, principal rubro exportable cubano, descendió de 22,5 centavos/libra, en el mes de mayo, a 3,75, en diciembre, por lo que el Gobierno debió decretar la moratoria general. Suspendieron pagos el Banco Español, el Banco Internacional y el Banco Nacional de Cuba, que especularon con el alza azucarera, y tras el crack bancario solo sobrevivió la banca norteamericana que operaba en el país. Los trabajadores se fueron a la huelga y varias bombas estallaron en la capital. Una de ellas le tocó a Caruso.

 

TÚNICA COLOR DE COLEÓPTERO

 

Para ver a Caruso, el teatro fijó el precio de 25 pesos la luneta, que, por fuera, se revendían en 60. Veinticinco pesos eran entonces el salario mensual de un obrero, y con ellos podían vivir cuatro personas. Aquel alarde de lujo indujo a alguna gente a manifestar su descontento. Y lo manifestó con una bomba que estremeció el Teatro Nacional y que obligó al tenor a abandonar el escenario con pies ligeros.

            Se trata de un incidente sobre el que existen al menos dos versiones. Una atribuye el bombazo a un grupo de anarquistas que exigía reivindicaciones salariales para los empleados del teatro, y asegura que el artefacto explosivo fue colocado en los baños del edificio. Carpentier, en cambio, responsabiliza,  de manera más general,  a gente descontenta con la situación cubana y dice que tiraron la bomba en el foso de la orquesta. Ambas versiones coinciden en que no fue una bomba para hacer daño, sino un petardo para asustar.

            Trataremos de reconstruir los hechos.

            Sucedió durante una matinée. Enrico Caruso,  junto a Gabriela Bensanzoni,  ocupaba la escena. Interpretaba Celeste Aida, de Verdi. Hacía el tenor, como es lógico, el papel de Radamés y vestía una túnica enorme color de coleóptero con reflejos verdes, cuando estalló la bomba.

            Recuerda Carpentier:

            “Caruso, que era muy miedoso, agarró un susto terrible, salió por la puerta del fondo del Nacional y empezó a correr a las tres de la tarde por la calle San Rafael.

            “Cuando llega dos cuadras más arriba, un policía […] lo agarra violentamente por la mano, y dice:

            “-Qué es esto. Aquí no estamos en carnavales para andar disfrazados por las calles.

            “Entonces Caruso, que no hablaba español, empieza a decir:

            -Io non sono in carnavalle, io sono un grande tenore… vestido de Radamés, io sono il tenore Caruso.

            “Pero el policía  no entendía. Se quedó mirando fijo a Caruso y le espetó:

            “¡Eh! ¿Y además de eso disfrazado de mujer? ¡Para la estación de policía!”.

            “Y el pobre Caruso tuvo que ser sacado de la estación de policía por el embajador de su país”, concluía Alejo Carpentier su relato.

 

¿QUIÉN FUE EL “BOMBERO”?

 

Enrico Caruso nació en 1873 y se presentó en público por primera vez cuando contaba con 19 años de edad. A partir de 1902 actuó en Gran Bretaña y desde el año siguiente lo hizo en los Estados Unidos, donde alcanzó una fama extraordinaria gracias, sobre todo, a las grabaciones discográficas. Murió en 1921, un año después de su visita a Cuba.

            En La Habana, se alojó en el hotel Sevilla, aunque algunos insisten en que lo hizo en el hotel Inglaterra. Creo haber oído decir que en esta instalación se conserva un vale de tintorería a su nombre. Cualquiera de los dos resultaba digno del gran divo en esa fecha. Inglaterra era ya entonces un hotel tradicional en La Habana, preferido por artistas y periodistas extranjeros. Allí vivieron un tórrido romance la célebre trágica Sara Bernhardt y Mazanttini, el torero. El otro, inaugurado en 1908, era lo nuevo, con sus cuatro plantas, 300 habitaciones y nueve apartamentos, todos con teléfono y baño privado. Su arquitectura, inspirada en las líneas moriscas del famoso Patio de los Leones del Alhambra de Granada, su decoración, el lujoso mobiliario y los servicios que ofrecía, hicieron que Sevilla fuera uno de los hoteles habaneros más frecuentados durante las décadas iniciales de la República y su fama trascendió los límites de la Isla.

            Entre otros actos sociales, Caruso acudió en La Habana a la residencia de los esposos Pennino, el introductor del granito en las construcciones cubanas, e invitado por el presidente Mario García Menocal pasó un día de campo  en su finca El Chico. Viajó a Cienfuegos y a Santa Clara y ofreció sendos conciertos en esas ciudades.

            El día de la bomba en el Teatro Nacional –y aquí viene la otra versión- Caruso y la Bensanzoni, “contralto de navajas en la liga y apostura de rica hembra”, ganaron la calle, se introdujeron en el auto de cierta dama que, se asevera, flirteaba con el divo, y se trasladaron al Hotel Sevilla. Allí, dicen los historiadores,  llegó Caruso con el traje de Radamés, aquella túnica enorme color de coleóptero.

            El “bombero” fue un niño que vendía periódicos en la Acera del Louvre, el lugar más concurrido de La Habana de entonces.         Un grupo anarquista, que exigía reivindicaciones económicas para los empleados del teatro, le dio cuarenta centavos para que colocara el petardo en uno de los baños del inmueble.

            Aquel vendedor de periódicos contó la historia al escritor Eduardo Robreño muchos años después, cuando –parlamentario y ministro- era uno de los “presidenciables” para las elecciones de 1948. Se llamaba Luis Pérez Espinós, fue Ministro de Educación del gobierno del presidente Grau y se hizo célebre por su campaña de “Todo para el niño”.

            Esta es la historia de Enrico Caruso en La Habana. Imaginamos el susto terrible que debe haberle pegado al gran tenor, divo entre los divos, aquella máquina infernal que, a diferencia de las de ahora, era solo de humo y ruido.

Bolas y strikes

Bolas y strikes

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Si el deporte de los puños o de las coliflores tuvo en Cuba, por haber estado prohibido,  un comienzo relativamente tardío –su historia oficial se inicia a partir de 1921, cuando se crea la Comisión Nacional de Boxeo- otra cosa es la pelota. Sus primeras noticias en la Isla se remontan a 1866. Y arraigó más temprano que tarde pese a los funestos augurios de los que aseveraban que no lograría imponerse a las peleas de gallos ni a las corridas de toros. En 1868 surgió el club Habana. El 27 de diciembre de 1874 el Habana se enfrentó al equipo Matanzas, en Palmar de Junco, en lo que se tiene como el primer juego de pelota celebrado en Cuba. Cuatro años más tarde, tras el pacto del Zanjón, surgió el equipo Almendares. Y en 1889 Wenceslao Gálvez Delmonte daba a conocer su libro El base ball  en Cuba, “un texto fundacional; la primera historia del béisbol en Cuba y probablemente en el mundo”, dice el profesor Félix Julio Alfonso López.

            Por cierto, Gálvez que, como short stop,  vistió el uniforme del Almendares y fue champion bate en la temporada 1885-86 –figura en el Salón de la Fama de la pelota cubana-  subtituló su libro de la siguiente manera: Historia del base ball en la isla de Cuba, sin retratos de los principales jugadores y personas más caracterizadas en el juego citado, ni de ninguna otra. Y no necesitaba hacerlo, puntualiza Félix Julio, porque los jugadores más famosos de su tiempo resultaban suficientemente conocidos por el público habanero, sus hazañas encontraban eco en obras de teatro y coplas populares y eran reseñadas en la prensa. El poeta Bonifacio Byrne dirigió un semanario dedicado a ese deporte, El Bat, y Ricardo de la Torriente, el futuro creador de Liborio, comenzó su carrera de dibujante con retratos estilizados de los principales peloteros. Un historiador comenta al respecto: “Sabemos hoy tanto sobre los orígenes del béisbol en Cuba… gracias a su estrecha relación con la literatura, que ha preservado la huella de su primitiva historia en revistas, crónicas, novelas y poemas”. Relación que llega hasta hoy con Roberto Fernández Retamar, Leonardo Padura y Arturo Arango, Abel Prieto, Norberto Codina y Luis Lorente, entre otros.

            En tiempos de Gálvez se le llamaba al béisbol “pelota americana” o “deporte extranjero”. A los cubanos comenzó a entusiasmarle por lo que su desarrollo tenía de imprevisto  y porque sus jugadas eran siempre distintas. A diferencia de lo que sucedía en el toreo, donde se sabía de antemano que, sin variación, habría picas, banderillas y muerte. No sin cierta ingenuidad escribía un panegirista del nuevo deporte: “En los toros se regalaban con orgullo las moñas que llevaban al morir las fieras. En el base ball, en cambio, son las damas las que premian la astucia de los jugadores colocando en los pechos las moñas que aquellos guardan como recuerdo. Moñas queridas, que no huelen a sangre”.  Porque las cubanas fueron, desde sus inicios, ardientes y exaltadas seguidoras de ese deporte.

ETERNOS RIVALES

El club Habana situó su residencia en el Vedado, cerca del mar. Los del Almendares se asentaron en el Cerro, cerca del parque de Tulipán, hasta que se ubicaron frente a la Quinta de los Molinos. Jugadores blancos, de clase media y alta, con preocupaciones nacionalistas más o menos definidas, conformaban el Habana. Su color era el rojo y su símbolo, el león.  Los del Almendares, blancos también, por supuesto, y educados todos en Nueva York, provenían de la aristocracia y veían con lejanía los problemas del país. Los identificaba el color azul y el alacrán era su símbolo.  En ese equipo se alineaban, junto a los cubanos, por lo menos dos españoles. En el Habana figuraba el patriarca de la pelota nacional, Emilio Sabourín, que murió en la cárcel por sus empeños independentistas.

            Pero no eran esos los únicos equipos de entonces. Félix Julio Alfonso habla de unos 200 en la Isla, integrados por blancos, que eran mayoría,  y también por mestizos y negros, que pudieron organizar sus propios clubes y valerse del béisbol como un mecanismo eficaz para aumentar la autoestima personal y ascender en la escala social gracias a las habilidades que demostraban en el juego.  Entre esos clubes, el Fe, que tenía su sede en Jesús del Monte, podía alternar con Habana y Almendares. Era un equipo muy inestable y no era raro que sus jugadores se pasaran a  equipos rivales, preferiblemente al Habana.  Pero jugaba bien. Sabía darle a los habanistas donde más les dolía y los derrotaron varias veces y le discutieron y arrebataron su supremacía de campeones, como cuando en 1888 quedaron vencedores en el campeonato.

            El Habana, sin embargo, no concedía importancia a sus derrotas frente al Fe, si después vencía al Almendares. Apunta Félix Julio Alfonso: “Sucedía en la práctica que los mismos equipos se ganaban unos a otros en el siguiente orden: Almendares derrotaba a Fe, estos a su vez ganaban a los rojos, y finalmente los habanistas se desquitaban con los azules. Un ritornelo democrático en el que todos triunfaban alguna vez, pero que terminaba poniendo las cosas en su lugar”.

            Porque el Habana era, en la década de 1880, el club de pelota más importante de la Isla; atraía a los mejores jugadores, incluso norteamericanos. El Almendares luchaba por desplazarlo. Una rivalidad que cobró una fuerza tremenda con los años y que perduró hasta que después de 1959 desaparecieron como equipos.

            Decía Eladio Secades que la porfía entre ambos clubes comenzó por una glorieta. La directiva del  Almendares, ya en su sede frente a la Quinta de los Molinos, allegó una cantidad de dinero considerable para construir una glorieta lujosa y rodeada de jardines, que fue inaugurada con un baile suntuoso. Los adversarios no quisieron quedarse atrás  y erigieron la propia, “más sencilla, pero más artística”.

            A partir de ahí el encono cobró fuerza de tradición. Poco después, cuando, como ya era costumbre, el Habana ganó el campeonato de 1885-86, un exclusivo estudio fotográfico de la capital quiso fotografiar  al equipo a fin de exponer la foto en su galería de notables. La exhibición molestó sobremanera a los prosélitos del Almendares. Un día la vidriera amaneció rota y la imagen de los jugadores, enfangada.

VIENE LA GUERRA

Después de 1895, un grupo de muchachos de Cayo Hueso, en EE UU, cubanos e hijos de cubanos y casi todos tabaqueros, formaron el club Cuba, que actuaba exclusivamente para recaudar fondos para la independencia. Como no podía jugar los domingos, por impedirlo  leyes entonces vigentes en ese país, celebraban sus partidos los lunes, lo que hacía que perdieran un día de trabajo, sin que percibieran un centavo por el juego, cuya recaudación engrosaba por entero los fondos de la Revolución. En el Cuba figuraban, entre otros,  un hijo de José Dolores Poyo,  gran amigo y colaborador de Martí, y Agustín (Tinti) Molina, que dedicaría su vida a la pelota.

            Hasta Cayo Hueso llegó la rivalidad entre el Habana y el Almendares, y peloteros y fanáticos de ambos equipos se organizaron en consecuencia bajo los respectivos colores rojo y azul. Como faltaba el carmelita, que era el color que identificaba al Fe, se formó el potentísimo Key West Browns. Se organizaron campeonatos, pero duraron poco tiempo porque muchos de  aquellos peloteros cubanos emigrados prefirieron cambiar el bate y la pelota por el machete insurrecto. En sucesivas expediciones fueron regresando a Cuba para sumarse al Ejército Libertador. Así lo hizo Tinti Molina, que en la expedición del general Emilio Núñez por Palo Alto, llegó en compañía de otros cinco peloteros.

            No fue hasta 1901 cuando una novena nuestra viajó a EE UU por primera vez. La organizó el empresario Abel Linares, con la colaboración de Tinti Molina, y causó  gran impresión entre los norteamericanos. Iban a los terrenos a verlos y preguntaban dónde habían aprendido a jugar. Como Cuba sufría entonces la primera intervención militar norteamericana, se llegó a decir que los ocupantes habían enseñado a los del patio, desconociéndose que ya para esa fecha la pelota se había extendido y consolidado en la Isla.

            Pero si aquellos juegos fueron todo un suceso de excelencia, el All Cubans fue un desastre económico. Por inexperiencia y desconocimiento, se lanzó a la novena a la conquista del mercado beisbolero de EE UU sin haberse conveníado de antemano las fechas de los encuentros y sin tener asegurados los terrenos.

            Abel Linares aprendió de aquel fracaso, se repuso  y persistió en su afán. Hasta su muerte no dejó de llevar, año tras año, al Cuban Stars al país vecino, lo que abrió a los criollos  las puertas  del béisbol norteamericano. Armando Marsans fue el primer pelotero cubano que entró en las Ligas Mayores. En el lobby del hotel Inglaterra, de La Habana, se exhibe una foto histórica. En ella aparecen el ya aludido Marsans;  Ramón Fonts, campeón olímpico de esgrima; Alfredo de Oro, cuatro veces campeón mundial de billar, y José Raúl Capablanca, campeón mundial de ajedrez. Cuatro inmortales.

EL DIAMANTE NEGRO

 

Hubo un jugador verdaderamente excepcional en el béisbol cubano de comienzo del siglo XX. Se llamaba José de la Caridad Méndez y le apodaban El Diamante Negro. Junto con Adolfo Luque fue el más grande serpentinero que dio Cuba antes 1959.

            Luque alcanzó una posición prominente en la pelota cubana y se mantuvo durante veinte años en las Grandes Ligas de EE UU. En 1923 fue champion pitcher en la Liga Nacional norteamericana: se anotó 27 triunfos en defensa de la bandera del Cincinnati.

            Luque era blanco. A José de la Caridad Méndez el color de la piel le cerró la entrada a las Ligas Mayores.

            En 1908, Méndez estuvo a punto de anotarse un desafío sin hit ni carrera frente al Cincinnati, de visita en la capital cubana. El bateador Miller Huggins le conectó un imparable en el noveno episodio. Pero en aquel año de 1908, que fue el más sensacional de su carrera, lanzó 45 innings  sin permitir anotaciones, figuró en catorce juegos y no perdió ninguno.

            El ideal del no-hit-no-rum, malogrado por el dramático batazo de Huggins en 1908, lo hizo realidad José de la Caridad Méndez en 1913, también en La Habana, pero esa vez frente al Birmingham. Despachó a todos los bateadores y no permitió que ningún corredor llegara a la almohadilla intermedia.

            Se dice que el mentor de un equipo norteamericano al verlo jugar, exclamó: “Qué lástima que este negro no se pueda pintar de blanco”.

            Como ya se dijo, José de la Caridad Méndez, El Diamante Negro, no llegó a Grandes Ligas.

            Aquí, en su patria, murió en el olvido y en la miseria. La tuberculosis terminó pasándole la cuenta en 1928, a los 41 años de edad. 

 

           

           

           

 

Dime cómo escribes

Dime cómo escribes

Ciro Bianchi Ross

 

 

Un libro publicado hace ya algún tiempo  recogió las respuestas que cuatrocientos escritores vivos y muertos  de veinte y ocho países dieron a lo largo de los años  a una sola pregunta. ¿Por qué escribe?

            Hubo de todo en las contestaciones entresacadas de muy diversas entrevistas y confesiones. Así, mientras García Márquez lo hace “para que me quieran más”, y Julio Cortázar dijo que escribió Rayuela porque no pudo “bailarla, ni cantarla ni esculpirla”, ese monstruo de la creación que fue William Faulkner confesaba paladinamente que escribía “para ganarme la vida”. Aunque allí no se dice, el autor de Mientras agonizo y El sonido y las furias carretillaba carbón cuando conoció al novelista Sherwood Anderson y “al percatarme de lo bien que vivía comprendí que escribir era lo mío”. Si Hemingway llegó a tener un yate, Faulkner tuvo avión particular. Fue un hombre con suerte. El éxito monetario o de otro tipo no siempre acompaña al talento. Dostoyevski vivió en la miseria, y Balzac, que era un esclavo de la pluma, escribió asaeteado por las deudas en que lo sumía el afán desmedido de vivir por encima de sus posibilidades. Cuando murió, a los 51 años de edad, luego de legar las noventa y siete novelas de La comedia humana, no había podido redimir compromisos económicos que contrajo en la temprana juventud y que con especial deleite se ocupó de incrementar a lo largo de su vida.

            Nunca se sabrá bien por qué escriben los escritores –el chileno Nicanor Parra afirmó que lo hacía por envidia-, por qué una obra pasa a la posteridad y otra no, ni por qué a veces un solo libro basta para inmortalizar a un escritor. Entonces, por qué no hablar ahora sobre cómo escriben los escritores. Cada vez más  el lector, en el que existe siempre el deseo y la posibilidad de escribir la obra que lee, se interesa por ese tema. Esto es, el revés de la creación. El revés de la trama.

            Víctor Hugo (Los miserables) escribía de pie y lo hacía en la misma habitación donde dormía. No desperdiciaba una sola cuartilla; las numeraba al comienzo de la jornada y las arrojaba al piso a medida que las llenaba para que no le estorbaran en la reducida superficie que utilizaba para el trabajo. El cubano Fernando Ortiz, en cambio, escribía sentado en su cama. Colocaba el papel en una tablita que apoyaba en sus muslos. Escribía en cuartillas sesgadas al medio y, para ahorrar, lo hacía preferiblemente en el reverso de las cartas que recibía. En su pulgar derecho había una zanja del grueso de un lápiz.

            Ortiz escribía de noche, hasta bien entrada la madrugada. Alejo Carpentier comenzaba su jornada a las cinco y treinta de la mañana y trabajaba hasta las ocho. Al final de la tarde pasaba a máquina lo que había escrito a mano anteriormente. Lezama Lima lo hacía a la hora del crepúsculo y se iba a “una segunda noche” si el asma no lo dejaba dormir. Apoyaba una libreta larga y estrecha en el brazo de su sillón de siempre y llenaba la página de signos aljamiados. Luego, su esposa María Luisa sacaba tres copias mecanográficas de cada texto, copias que eran cosidas, no presilladas, en una misma carpeta.

            Leonardo Padura, uno de los cubanos más leídos del momento, escribe todos los días posibles –de lunes a lunes- por las mañanas. Se sienta muy temprano delante de su computadora y trabaja hasta entrado el mediodía. Hace una primera versión de una novela, y después hace tantas versiones como crea necesario –cinco o seis versiones es la media. No trabaja en más de un libro a la vez. Espera concluirlo y, entre novela y novela, hace periodismo o acomete un guión de cine. El mexicano Paco Ignacio Taibo II, otro renovador, como Padura, del policial contemporáneo, sí suele trabajar en dos o tres proyectos al mismo tiempo hasta que se decide por uno que lleva hasta el final. Prefiere la noche, lo que  quiere decir que aprovecha también la mañana y la tarde. Tiene más de cincuenta títulos publicados y todos de éxito. Tras la biografía de Che Guevara -250 000 ejemplares vendidos- acometió la de Pancho Villa y anda ahora tras las huellas del cubano Antonio Guiteras, uno de los revolucionarios, dice, menos conocidos de toda la historia americana. El narrador Lisandro Otero –La situación, Temporada de ángeles, Árbol de la vida…-  que escribe un artículo diario para la prensa mexicana, hace su periodismo  entre las seis y las ocho de la mañana por lo que el día le queda libre para avanzar en algún proyecto de novela. Comenzó a escribir a los catorce años de edad en una vieja Remington que su padre, un destacado periodista, dejó de usar al cambiar para una Underwood. El último libro que Lisandro hizo totalmente a máquina fue  En ciudad semejante. Después comenzó a escribir a mano porque  esa manera, pensó, le posibilitaba una reflexión mayor y enriquecía su prosa. Pero desde fines de los 80 escribe directamente en una computadora y no se explica cómo pudo hacerlo de otra forma durante tanto tiempo.

            Lisandro y Padura fueron de los primeros escritores cubanos que utilizaron el ordenador de palabras. También el historiador Newton Briones Montoto, que descubrió el  invento en una visita a El Corte Inglés, de Madrid, y comprendió de golpe que era ese el aparatado que necesitaba para domeñar su caos. Antón Arrufat se resistió a la nueva tecnología y siguió tecleando sus narraciones  en la tipiadora de siempre hasta que  cayó la tentación.  Miguel Barnet, en cambio, no da su brazo a torcer. Escribe todavía a mano y con una gorra puesta para abrigarse la cabeza. Dice que toda la gran literatura es manuscrita, y teme al ordenador porque cuando una frase aparece en la pantalla empieza a verla como algo lapidario, definitivo, que no lo deja avanzar. Lo priva del placer de  la hoja en blanco que  se llena con sus signos, del goce de estrujar una cuartilla entre las manos, que es como matar una criatura imperfecta para dar vida a otra saludable. Así rompió, no sin dolor, las trescientas cuartillas de una primera versión de Oficio de Ángel, iniciada en 1975. Sabía que alguna vez la retomaría y años después, en 1987, lo hizo  cuando en un feo hotel de Valencia, España, agarró un pedazo de papel y escribió: “Y comenzó el tiempo fluvial. Y el agua de la superficie no volvió a ser calma. Y la noche se tornó día…” Nadie sabe bien, dado lo intenso de su vida social, a qué horas escribe Pablo Armando Fernández. Confesó en una ocasión que cuando se sienta a hacerlo escucha voces que le dictan lo que escribirá.

            Cortázar hacía la prosa directamente a máquina (eléctrica) y escribía los poemas a mano; de ahí la huella digital que se advierte en ellos. Revisaba poco porque era muy severo a la hora de escribir y los muchos años en el oficio lo enseñaron a desconfiar de las palabras. Por eso, mientras escribía ejercía una especie de control y una vez que lograba el texto apenas le hacía enmiendas. De los cuentos hacía una sola versión que aceptaba o rechazaba en función de su pode hipnótico, que es condición inherente a todo buen cuento.

            El puertorriqueño José Luis González, el gran cuentista de En Nueva York y otras desgracias y Las caricias del tigre, decía que tan pronto tenía la idea ya el cuento estaba hecho. “Los cuentos jamás se escriben por el comienzo, sino por el final. A un cuentista se le ocurre la idea  y ya se le ocurrió el cuento. Busca entonces un buen comienzo y enseguida arma el andamiaje para llegar al final, que es la idea que tuvo primero. A un cuentista no se le ocurre un cuento sobre el adulterio, se le ocurre un cuento sobre un adúltero”, me dijo una vez el autor de En el fondo del caño hay un negrito y La noche en que volvimos a ser gente.

            Augusto Monterroso, que se dedicó a la literatura porque tenía poca habilidad para la vida y no sabía bien cómo conquistar a una muchacha, decía que se enfrentaba a un texto como cualquier buen artesano a su trabajo. No tenía método, horario ni disciplina. Le pregunté una vez como escribía y me dio una contestación lapidaria. Respondió: “Tachando”. Por cierto, y esto no es chisme y fue el propio escritor quien me contó, Monterroso tenía un tío que se dedicaba a falsificar dinero y abandonó ese “oficio” cuando, al poner en claro sus cuentas, se percató de que falsificar le representaba una inversión de un peso con veinte centavos…

            Para el chileno Antonio Skármeta –Ardiente paciencia, Soñé que la nieve ardía, La chica del trombón…-- mirar, oír, comprender, sentir son formas preliterarias de la escritura, y de esa manera escribe siempre, aunque no tenga delante una hoja de papel. Solo se pone a hacerlo cuando siente que tiene madura la historia y entonces trabaja a cualquier hora del día, con la condición de que sea en su casa, y no le importan los ruidos, la música ni la gente que se mueve a su alrededor. No lo entorpecen, más bien lo estimulan. El poeta español Juan Ramón Jiménez, en cambio, buscaba el aislamiento con ansiedad enfermiza. Escribía en una habitación a prueba de ruidos, sin embargo, un intercomunicador lo mantenía en contacto con la calle, y cuando alguien preguntaba desde la acera por el poeta, era el propio autor de Platero quien respondía: “De parte de Juan Ramón, que no está en casa”.

            Jorge Amado se quejaba de continuo de las interrupciones, pero insistía en escribir en el portal o en la sala de estar de su casa de San Salvador de Bahía con todas las ventanas abiertas. Si alguien llamaba a la puerta cuando estaba escribiendo, era él quien atendía al llamado e insistía en contestar el teléfono. A veces dejaba la máquina de escribir y se iba a la cocina a interesarse por el almuerzo y, como presumía de buen cocinero, no era remiso a dar instrucciones a la sirvienta; indicaciones que a veces arruinaban la comida.

            El argentino Mempo Giardinelli, capaz de teclear ciento veinte palabras por minuto y que piensa que la novela debe ser entretenimiento y reflexión, trabaja todos los días y escribe solo cuando tiene ganas. A veces, en una semana, escribe una única cuartilla, y otras en un día le sale un aluvión. Escribe más en verano que en invierno, y lo hace completamente desnudo, con una toalla enrollada al cuello para enjugarse el sudor.

            Isabel Allende, por su parte, necesita vestirse y maquillarse como para una fiesta antes de sentarse a escribir. Si no lo hace así, se desmoraliza. Corrige sus textos hasta el infinito, lo que, reconoce, no siempre es bueno, ya que se corre el riesgo de que la historia se ponga rígida y pierda encanto. Le parece el colmo de la impudicia leerles a los allegados pasajes de un libro en proceso, “es como desnudarse en público o peor”. Es muy supersticiosa. Un ocho de enero comenzó La casa de los espíritus. Desde entonces ha comenzado todos sus libros un día como ese.

           

La Beneficencia

La Beneficencia

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

 

Estoy seguro de que muy pocos de los que pasan hoy frente al hospital Hermanos Ameijeiras o usan de sus servicios saben que en ese sitio estuvo la Casa de Beneficencia y Maternidad, que daba asilo a niños sin amparo filial. La mujer que, por razones económicas o por la “deshonra” de haber cometido un “desliz”, se veía imposibilitada de ocuparse de la atención de su hijo, podía entregarlo a aquel establecimiento sin tener que dar la cara o revelar su identidad.

            Para eso, en la fachada lateral del edificio que daba a la calzada de Belascoaín, estaba el torno.  Se colocaba en él al infante y el depósito giraba al toque de una campanilla. Del otro lado recibía al niño abandonado una monja de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul, congregación que atendía aquella institución semiparticular que trataba de suplir la incuria oficial en su intento de redimir males que el Estado no suprimía ni remediaba.

            Mi amigo el poeta Norberto Codina, que nació en Caracas y es habanero por amor y vocación, incluyó en su reciente libro Caligrafía rápida un texto en el que apresa  a La Habana “entre la memoria y los sentidos”, y cuenta en esas páginas, que en su infancia  “la curiosidad me hacía detenerme a veces junto a las rejas de la Beneficencia, para contemplar en diálogo mudo a mis iguales que desde el otro lado miraban al remolino de la calle con tristeza. No sé si estaba sugestionado por su condición de huérfanos y abandonados, pero esa es la memoria que tengo siempre que paso a la altura de San Lázaro y Belascoaín”.

            Yo, que de niño, al igual que Codina, fui varias veces al parque Maceo y que tal vez merendé alguna que otra vez en el café Vista Alegre, no me detuve nunca a mirar detrás de los muros de la Beneficencia. Era un coto, me parece, bastante cerrado, y, pese a su césped amable,  me horrorizaba ese edificio, que aplastaba con su severidad. Recuerdo, sí, que antes de 1959, en las paradas estudiantiles de los 28 de enero en el Parque Central, y aun en los grandes actos cívicos de a comienzos de la Revolución, eran siempre parte del desfile niñas y niños de la Beneficencia con su bandera cubana enorme. Eran también dos de esos niños –solo varones- los que cada sábado “cantaban” el sorteo de la Lotería Nacional, que se trasmitía por radio. Daban vueltas al bombo de donde salían las bolas; una, con el número del billete agraciado, y la otra, con la cantidad de dinero que lo premiaba. Uno de aquellos niños, con una entonación que se hacía pegajosa,  decía, por ejemplo: 62 662 y el otro: cien pesos,  hasta que caía el “gordo” y entonces la mesa invitaba al público a examinar la bola.

            Abril era aquí el mes de la Beneficencia. Cada año, en esa fecha, salían a la calle numerosas muchachas a fin de recoger en una alcancía de lata la contribución ciudadana. Esa colecta tenía su slogan: “Con lo que a usted le sobra, puede hacer feliz a un niño”, divisa que en mi memoria se enlaza con la de la fundación de ciegos Varona Suárez: “Para esos ojos cerrados, tenga usted su corazón abierto”.

            Las niñas de la Beneficencia vestían de  uniforme blanco con pañoleta negra. Llevaban además, al menos en la calle, un gorrito blanco. Y zapatos de los que entonces se llamaban de colegiales. No recuerdo el uniforme de los varones. Todos, niños y niñas, tenían un solo apellido: Valdés.

CASA CUNA

La Casa de Beneficencia y Maternidad  no tuvo siempre ese nombre  ni se ubicó  siempre en el mismo sitio. Hubo antes una Casa Cuna, una Casa de Maternidad y una Casa de Beneficencia.  Cuando esas dos últimas se fundieron, la institución comenzó a llamarse Casa de Beneficiencia y Maternidad. Pero muchos siguieron llamándole Casa Cuna o, simplemente, la Beneficencia.

            Su antecedente más remoto hay que buscarlo en la Casa Cuna que en 1687 u 88 fundó a su costa el obispo Diego Evelino de Compostela. Cuando falleció en 1704, la edificación de aquel albergue estaba sin concluir y la institución carecía de recursos para llevar adelante su empeño. Poco  después, su sucesor, fray Gerónimo Valdés, retomó la idea de Compostela y restableció la Casa Cuna en un edificio que construyó en la esquina de Oficios y Muralla. Tampoco progresó mucho. El abandono del gobierno colonial y la administración ineficiente, entre otros males, fueron causas de que aquel establecimiento, que llegó a alojar a 200 huérfanos, se convirtiera en lo que alguien llamó un sepulcro de expósitos.

            Una dama habanera, Antonia María Menocal, dejó a su muerte, en 1830,  un cuantioso legado con la indicación  de que fuera invertido en obras de caridad. Su albacea decidió destinarlo a la creación de una Casa de Maternidad. Contaría con dos departamentos, “el uno para refugio de aquellas parturientas que deseen cubrir su honor ofendido por alguna fragilidad, y el otro para la conservación y educación de los niños hasta la edad de seis años”. La administración colonial secundó esta iniciativa y cedió a la naciente institución el antiguo hospicio de San Isidro, no sin la oposición de los frailes que lo ocupaban. Pero ya en 1831, la Casa de Maternidad tenía edificio propio, en el Paseo del Prado.

            Desde mucho antes  existía la Casa de Beneficencia, emplazada en terrenos situados frente a la caleta de San Lázaro, zona conocida entonces como el Jardín de Betancourt. Su creación fue iniciativa de un grupo de habaneros ilustres entre los que figuraban Luis de Peñalver, obispo de Nueva Orleáns, la condesa de Jaruco y los marqueses de Peñalver y de Cárdenas y la  calorizó  el capitán general don Luis de las Casas. Admitiría solo a hembras y con 34 niñas se inauguró en 1794.

            Con altas y bajas acometió la Beneficencia su humanitaria tarea. Su situación financiera era siempre difícil y a veces angustiosa. Hacia 1824 se abocó a la crisis, pero el capitán general Francisco Dionisio Vives la sacó del atolladero al disponer en su beneficio un impuesto sobre los billetes de lotería y otro sobre las peleas de gallos que tenían lugar en la valla que el propio gobernador mantenía en los fosos del castillo de la Fuerza.

            Un hecho desgraciado vino asimismo en ayuda de la Beneficencia. Un incendio había destruido las chozas de la barriada de Jesús María. Vives, de acuerdo con el conde de Villanueva, Intendente General de Hacienda de la colonia, dispuso que la Casa adquiriese aquellos ya yermos realengos por la cantidad de 4 097 pesos fuertes. Luego, con fuerza de trabajo del presidio, se terraplenaron los manglares de la zona devastada y se abrió allí una nueva calzada, que llevó el nombre de Vives. El área se revalorizó rápidamente y la Casa de Beneficiencia pudo vender sus terrenos con una ganancia de casi 40 000 pesos.

            Vives además construyó la capilla de la Beneficencia y amplió sus locales a fin de que acogiese también a varones. En 1852 la Casa de Beneficencia y la de Maternidad se fundieron en una sola institución.

VALDÉS

Como aquellos niños expósitos recogidos en la primitiva Casa Cuna carecían de apellido, fray Gerónimo Valdés decidió darles el suyo. Gesto notable y original de ese obispo que tanto hizo por la salud y la educación en la Isla   pues a su empeño con los niños desamparados se suman sus desvelos para el establecimiento del hospital de leprosos y su preocupación por el buen desenvolvimiento de los colegios de San Ambrosio (para varones) y San Francisco de Sales (para hembras) fundados por su antecesor Compostela. Fundó Valdés, en Santiago de Cuba, el Seminario de San Basilio, y fue persistente y enérgico en su idea de la creación de la Universidad de La Habana, que llevó su nombre, pero que no llegó a ver pues murió un año antes de que abriera sus puertas.

            Al ingresar en la Beneficencia se daba a los niños  el apellido Valdés. Recibían allí educación y se les adiestraba para un oficio. A los más dotados intelectualmente, se les ayudaba si  decidían a hacer estudios superiores. Un niño de esa Casa, Juan Bautista Valdés, se hizo médico y llegó a ser director de la institución. El poeta Gabriel de la Concepción Valdés, que haría célebre el seudónimo de Plácido, era también un expósito.

FINAL

 

La Beneficencia llegó a disponer de cuantiosos bienes propios. No era raro escuchar la afirmación de eran ricos los niños de la Beneficencia. Lo eran, ciertamente, pero no les tocaba.  Durante mucho tiempo fue administrada por la Sociedad Económica de Amigos del País y una Junta de Patronos regía sus destinos. Se mantenía, mayormente, por la ayuda que le daba un grupo de filántropos y las cuestaciones públicas. En 1914, el presidente Menocal la convirtió en una institución estatal y  la dotó de un presupuesto para su mantenimiento, sin que se renunciara por ello a los donativos y las colectas populares. Pero parece que las cosas no siempre anduvieron bien en la Beneficencia y resultaba lamentable que gobiernos que derrochaban y malversaban millones de pesos, se confiaran en la caridad y no dieran mejor  atención a un centro como ese.  Aun así no se puede desconocer la infinita bondad de sus propósitos. En los años 50 unos 150 niños ingresaban allí todos los años.

            En el siglo XIX la caleta de San Lázaro, frente a la que se construyó la Beneficencia, era un paraje apartado y casi bucólico. En lo que ahora es el parque Maceo, se instaló la llamada batería de cañones de la Reina. Por la calzada de Belascoaín, frente al costado del edificio, estaba la plaza de toros de La Habana. Y muy cerca, pero más acá en el tiempo, el frontón de pelota vasca.

            La ciudad fue creciendo y  se  metió encima de  la Beneficencia. A fines de la década del 50, el gobierno de Batista compró el edificio. Sería demolido y en sus terrenos se construiría la sede del Banco Nacional. Se imponía buscar un nuevo sitio para el alojamiento de los expósitos. Triunfó la Revolución y se decidió instalarlos en lo que había sido el Instituto Cívico Militar, en Ceiba del Agua; un lugar amplio, salubre y apropiado para el desarrollo de la niñez y su esparcimiento. Se le dio el nombre de Hogar Granma a la nueva instalación.

            La vida se transformaba en Cuba. La maternidad sin legalizaciones ni papeles dejaba de ser deshonrosa y las mujeres, sin excepción dueñas de sus vidas y destinos,  entraban en capacidad para atender a sus hijos, incluso aquellas que los asumían como madres solteras.  Bastaron entonces unas pocas casas para acoger a niños sin amparo filial.  Ignora quien esto escribe qué pasó con aquel Hogar Granma ni cómo ni cuándo desapareció. El edificio de la Beneficencia fue demolido y se empezó la construcción del Banco. Un día esa obra se paralizó cuando ya se habían construido inmensas bóvedas para guardar los caudales de la nación.  Y sobre lo hecho para la instalación bancaria se edificó el Hospital Ameijeiras.

           

             

La renuncia que no fue

La renuncia que no fue

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Adán

 

Este es un hecho poco conocido. A comienzos del invierno de 1932, el dictador Gerardo Machado quiso presentar su renuncia. Quizás fuese solo de mentiritas. Pero  su dimisión la tenía guardada desde meses antes Orestes Ferrara, secretario de Estado (canciller)  del gobierno machadista.

EL CHACAL DE ORIENTE

Tras el atentado que costó la vida al capitán Miguel Calvo,  el dictador designó al comandante Arsenio Ortiz  para sustituirlo en la jefatura de la Sección de Expertos de la Policía Nacional. A Ortiz se le conocía como El chacal de Oriente,  era tristemente célebre por sus instintos sanguinarios y gobiernos anteriores al de Machado lo habían utilizado para ejecutar actos de violencia extrema. Cuando el decreto con el nombramiento de Ortiz estaba a punto ya de ser llevado a La Gaceta Oficial para su publicación, lo que lo hubiera hecho efectivo, Ferrara logró que Machado variara de opinión. No ocuparía Ortiz la jefatura de los expertos, pero sus métodos de represión ganaron  cuerpo en los institutos armados, y tanto el general Alberto Herrera, jefe del Ejército, como el brigadier Antonio Ainciart, de la Policía Nacional, Trujillo, de la Secreta,  y Alfonso Fors, de la Policía Judicial se mostraban partidarios de enfrentar a la oposición a sangre y fuego. Dice Ferrara que Machado los llamó a la moderación porque “era preciso no inspirar miedo a los ciudadanos pacíficos ni tampoco atropellar a los detenidos”.  Pero los jefes citados amenazaron al dictador con la renuncia colectiva si no los dejaba actuar a su antojo. A su juicio, si no se reprimía con energía a la oposición,  el sentimiento antimachadista  terminaría por permear a las mismas fuerzas públicas.

            “Lo peor es que tienen razón”, dijo Machado a Ferrara una mañana en la que conversaban en el despacho privado del presidente de la República, en el tercer piso del Palacio. Fue entonces que el astuto italiano le recomendó que evitara cargar con la responsabilidad de lo que pasaría y presentase la renuncia. El dictador  redactó de puño y letra su dimisión y confió el documento a su interlocutor para que lo presentara en el momento oportuno. Corría el mes de julio de 1932.

ATENTADO A VÁZQUEZ BELLO

            Pasaron los días. El 27 septiembre, fue ajusticiado  Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado, en el Gran Bulevar del Country Club,  por un comando revolucionario que encabezaba Pío Álvarez –quien también había ultimado al capitán Calvo.

            Ese día, como siempre, Ferrara almorzaba  en la casa de su cuñado, el coronel Aguirre, cuando le avisaron de la muerte Vázquez Bello. Su cadáver estaba en el hospital de Marianao. Corrió a verlo.  Todos los allí reunidos hablaban de venganza y dos o tres jóvenes se empapaban las manos en la sangre del muerto y se las restregaban hasta que el líquido se secaba en ellas.

            Salió de allí con una triste impresión y se dirigió al Palacio Presidencial. Machado estaba en cama, enfermo y terriblemente deprimido por la noticia pues tenía  a Vázquez Bello (“Mi inseparable”, le decía)  como a un hijo. Sonó el teléfono. Querían comunicar al dictador una noticia que ya él sabía: el asesinato del doctor Miguel Ángel Aguiar y de los hermanos Gonzalo, Guillermo y Leopoldo Freyre de Andrade, todos antimachadistas.  Machado ordenó que llamasen a los jefes de la Policía y Ferrara recordó a aquellos jóvenes que se embarraban las manos con la sangre del presidente del Senado. Aunque terminaría  por convencerse de que la Policía era  responsable  de aquellas víctimas, en un primer momento pensó que solo había tolerado los asesinatos. Lo que ya era bastante.  Por eso increpó durante al brigadier Ainciart cuando hizo acto de presencia en la habitación del presidente y rogó a este que dispusiera que el Ejército ocupara La Habana a fin de evitar desmanes mayores.

EL MUERTO ES PÍO ÁLVAREZ

Ángel (Pío) Álvarez fue uno de los más corajudos combatientes contra Machado. Estudiante de Ingeniería y miembro del Directorio Estudiantil Universitario, preparó asimismo un atentado –frustrado- contra Arsenio Ortiz y tuvo entre sus más caros anhelos el ajusticiamiento del propio Machado. Precisamente con la muerte de Vázquez Bello perseguía ese objetivo. Se daba por seguro  que el dictador acudiría a su entierro en el cementerio de Colón, donde se le inhumaría presumiblemente en el panteón de su suegro, y se procedió a dinamitar dicha tumba para hacerla explotar durante el sepelio. Pero Vázquez Bello fue enterrado en Santa Clara.

            La persecución contra Pío fue a partir de ahí de tal magnitud que en diciembre de 1932 se decidió su salida de Cuba. Con el nombre de Ángel Hernández abandonaría la Isla en avión el 3 de enero de 1933. A última hora, sin embargo, cambió de idea, y al día siguiente, el 4, lo detuvieron en la casa de la familia Cuervo Rubio, en 21 y O, en el Vedado, donde el combatiente se escondía. Los expertos de Machado actuaron al seguro, aunque hasta ahora ha sido imposible saber, dice el historiador Newton Briones Montoto, como conocieron su paradero y que aquel joven que se hacía llamar Doctor Hernández era realmente Pío Álvarez. “Cinco mil pesos de recompensa se ofrecían por su captura. Tal una estampa del lejano oeste norteamericano”, precisaba el periodista Enrique de la Osa.

            Lo torturaron salvajemente, pero Pío no dijo una sola palabra que comprometiera a sus compañeros. Inconsciente lo sacaron de su celda y lo condujeron, en automóvil, al reparto Santo Suárez. En la calle General Lee, casi a boca tocante, le dieron un tiro en la cabeza y arrojaron su cuerpo fuera del vehículo en marcha. Otro coche, también de los expertos, que avanzaba detrás, lo recogió. Pío todavía estaba vivo. Lo llevaron a la Casa de Socorros de Jesús del Monte. El médico de guardia quiso auxiliarlo, ponerle al menos una inyección para calmar su sufrimiento, pero los expertos lo impidieron. De allí lo trasladaron al Hospital de Emergencias y lo arrojaron como un fardo al pavimento. Murió dos horas después en medio de una terrible agonía.

            Tras la detención, amigos íntimos de Pío hicieron gestiones para salvarlo de la muerte. Apelaron incluso a Harry Guggenheim, embajador de Estados Unidos, y este, actuando por primera vez en favor de un detenido político, pidió garantías para su vida al canciller Orestes Ferrara. “No pasará nada”, contestó el ministro. Cuando se supo la noticia de la muerte de Pío, el diplomático se sintió obligado a pedir explicaciones. La respuesta de Ferrara fue desvergonzada y cínica: “Usted pidió garantías para el doctor Hernández, y el muerto es Pío Álvarez”.

SON DE OTRAS CAMPANAS

Tras la muerte de Vázquez Bello y los asesinatos que le siguieron,  Ferrara aconsejó  a Machado  que aprovechara la agitación que reinaba en el país para hacer un llamado a la concordia y declarara  su poco interés en seguir al frente del gobierno.

            -Yo tengo el deber de escuchar también el son de otras campañas –replicó el dictador a su ministro. Y este, puesto entre la espada y la pared, se vio sin otra alternativa que la de ofrecer su dimisión al presidente. Machado no se la aceptó.

            -Has interpretado mal mis palabras. Muy pronto te autorizaré a presentar la renuncia que tienes en tu poder. Pero yo conozco a mis paisanos mejor que tú. Si en esta hora trágica levanto bandera de parlamento, me considerarían vencido y saldría cadáver de este Palacio.

            Llegó así el invierno de 1932. Una tarde, al subir al tercer piso, Ferrara encontró a Machado desplomado en un banco de mármol. Él, siempre tan enérgico y vivaz, estaba como perdido, dominado por una indecisión enorme. Pasaba las horas entre el sí y el no; entre si dimitía o se quedaba.

            Se franqueó con Ferrara. Comentó que estaba harto y ambos convinieron en que se imponía actuar de inmediato. Machado dijo que saldría de Cuba, al menos por un tiempo, y que Ferrara podía sustituirlo de manera interina. El italiano se horrorizó. No podía aceptar el ofrecimiento: la Constitución no lo permitía ni él lo quería tampoco. Comentó que de hacerse público que el dictador lo  pensaba   como su sustituto, toda la saña de la oposición también lo alcanzaría, e igual aversión provocaría el anuncio entre los aspirantes a la presidencia y en las directivas de los partidos políticos que todavía apoyaban al dictador.

            -Tienes razón –repuso Machado. Publica mi renuncia y que se arreglen ellos.

            Ferrara abandonó el Palacio con la creencia de que todo estaba resuelto. Llamó a Juan Gualberto Gómez y le dejó comprender el éxito alcanzado. Le rogó que guardara silencio ya que aún debían precisarse los detalles y eso ocurriría cuando se reuniera con Machado en su casa de Varadero.

¿TAMBIÉN TÚ…?

Al famoso balneario llegaron el presidente y su ministro. Los acompañaban sus respectivas esposas.  Estarían solos por poco tiempo.  La noticia de la renuncia inminente se había filtrado de alguna manera y en menos de veinticuatro horas la residencia era invadida por políticos liberales y también por  la plana mayor del partido conservador,  altos jefes militares  y funcionarios de todo género alarmados por el curso de la situación. Pronto llegaron informaciones inquietantes. El coronel jefe del Distrito de Oriente no aceptaba pacto ni acuerdo alguno que excluyera a Machado, y el  de Matanzas amenazaba con la insubordinación.

            Los liberales pidieron a Machado una reunión para tratar formalmente el tema de su renuncia. Ferrara, pese a la hostilidad que se le demostraba, se sumó al grupo, dispuesto a dar la batalla por la dimisión.

            -Oye, Orestes, quiero hablar con estos amigos… ¿Puedes esperarnos?

            -No, no puedo esperarte. Y te ruego que tomes este documento –respondió y puso en manos de Machado la renuncia que meses antes el dictador le había entregado.

            Abandonó entonces el salón, llamó a su mujer, que compartía con la señora de Machado, previno al chofer y salió con destino a La Habana.  Aún antes de su llegada a la capital, Machado lo había hecho llamar dos o tres veces y dio la orden de que se comunicara con él cuanto antes. Cuando por fin conversaron le advirtió que no tomara ninguna determinación antes de que se vieran personalmente.

            Se encontraron en el Palacio Presidencial y el ministro comunicó al presidente su decisión de renunciar. No lo haría. Machado lo venció con una frase:

            -¿También tú me abandonas…?

            Lo que siguió es bien conocido. El 12 agosto de 1933 Machado, incapaz ya de frenar el empuje de la oposición y con el país paralizado por la huelga,  huyó al exterior. Orestes Ferrara lo acompañó hasta el final.