Un Cristo demasiado humano
Ciro Bianchi Ross
Se cuenta que un día un forastero llegó a Matanzas – un caserío entonces de menos de 40 viviendas de arcilla y embarrado y un templo igualmente modesto- y pidió albergue a una familia. Dijo a la dueña de la casa que era carpintero y ella le comentó que podía pagar el hospedaje con una talla del Santo Cristo. Aceptó el recién llegado la propuesta y se encerró en la habitación que le destinaron. Pasaron los días y como el huésped no se dejaba ver ni se advertía en su pieza la más mínima señal de vida, la señora, con el auxilio de varios vecinos, descerrajó la puerta. El visitante se había esfumado como por arte de magia, pero dejó una imagen formidable del Dios-Hombre que, si bien carecía de peana y cruz, tenía los brazos abiertos y las manos ensangrentadas.
La mujer confesó que no había en la habitación madera alguna para tallar la hermosa imagen, que el forastero no introdujo en ella herramienta para tallarla ni se escuchó en esos días un martillazo ni un golpe de escoplo. Tampoco cabía la posibilidad de que el huésped hubiese traído la imagen de otro sitio. Su extraño aspecto y lo exótico de su vestimenta, que revelaban a las claras que no era del país, llamaban tanto a la desconfianza que la señora había hecho vigilar la habitación desde que el viajero entró en ella…
¿Era un milagro? ¿El propio Cristo, de paso por Matanzas, talló su imagen? No existía otra respuesta que la de caer de rodillas ante el Aparecido, que bien pronto los matanceros empezaron a llamar El Señor de la Misericordia.
El Cristo de La Habana no tiene, por supuesto, la aureola milagrosa del Cristo que todavía se adora en la iglesia de San Carlos de la ciudad de Matanzas, a unos cien kilómetros al este de la capital de la Isla y prácticamente a las puertas del balneario de Varadero. Mirándolo bien, el origen del Cristo habanero es bastante sombrío, pero lo matiza una anécdota simpática.
Cuando el 13 de marzo de 1957, en horas de la tarde, un grupo de revolucionarios asaltó el Palacio Presidencial con la intención de ajusticiar al dictador Fulgencio Batista, la Primera Dama de la República prometió que si su esposo escapaba con vida mandaría a erigir una imagen de Cristo que pudiese ser vista desde cualquier rincón de la ciudad. La escultura en cuestión se inauguró el 25 de diciembre de 1958, a una semana escasa de la fuga del dictador y del triunfo de la Revolución. Esa ceremonia debe haber sido el último acto público en que participó Batista.
Cuando la escultora Jilma Madera recibió la encomienda de acometerla –y aquí viene lo cómico- utilizó de modelo a su amante de aquellos días. Es muy varonil la apariencia de este Cristo, con los brazos musculosos, las manos fuertes, la mirada desafiante, el mentón activo, los labios sensuales. Un Cristo cubanísimo, en todo caso, que mira a la ciudad desde el otro lado de la bahía, con la mano izquierda sobre el pecho y la otra en actitud de bendecir.
SITIO DE PREFERENCIA
Se trata de una escultura colosal de quince metros de alto y colocada sobre un pedestal de tres. Como se emplazó en una colina entre la fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el área del Instituto de Meteorología, alcanza una altura total de setenta y nueve metros sobre el nivel del mar, lo que la hace visible desde muchos sitios de la capital. Por su ubicación, recibe y despide a todas las embarcaciones que entran y salen de la rada habanera. Esculpida en mármol de Carrara, se le considera la más alta y una de las de más volumen, en su tipo, en Cuba y el Caribe y, sin duda, la mayor que ha salido de las manos de una mujer para ser exhibida al aire libre.
Jilma Madera cursó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Alejandro, en La Habana, y fue alumna allí del famoso escultor Juan José Sicre, el creador de la imagen de José Martí que se alza en la Plaza de la Revolución. Esculpió el Cristo en Italia. Aunque se sintió siempre muy orgullosa de esa pieza, nunca fue remisa a confesar que su obra más emotiva es la del busto de Martí que, por iniciativa de Celia Sánchez, heroína de la Sierra Maestra y colaboradora cercana de Fidel, se colocó, a comienzos de los años 50, en la cima del Pico Turquino, la montaña más alta de Cuba.
Conocí a Jilma en 1960, cuando la escultora se acercaba a su madurez vital. Impartía clases entonces en una escuela de la barriada habanera de Lawton y, aunque mantenía su taller, lucía bastante alejada de los círculos artísticos de entonces. Cautivaba por su aura creativa, su conversación vivaz, el rostro enigmático y extrañamente atractivo con aquellas cejas densamente pobladas en una época en la que las mujeres se las entresacaban con esmero o las depilaban casi hasta hacerlas desaparecer; su desenvoltura, su risa desfachatada. Yo era un adolescente y ella provocaba la impresión de ser una mujer que lo había probado todo y mucho más, pero que, lejos de estar de vuelta, seguía abierta a lo que viniera.
Poco después la perdí de vista, pero volví a visitarla en los 80. Ya era una mujer bastante mayor –se casaría una vez más poco después- pero viva y plena. Me dijo que la vista le había jugado una mala pasada y que eso la obligó a abandonar definitivamente la escultura. Poco antes de su muerte, sin embargo, sorprendió a la crítica y al público con una muestra de sus piezas en pequeño formato.
Hoy, a cuarenta y ocho años de su inauguración, el Cristo de La Habana, obra de Jilma Madera, sigue ahí. Los habaneros hicieron de la explanada donde está emplazado un sitio de preferencia para la intimidad y la distracción en tardes y noches movidas por la brisa que llega desde el mar cercano, mientras la imagen, varonil y sensual, levanta su mano derecha en actitud de bendecir.
3 comentarios
edgar salas -
Fué tanto el impacto,que en lo que pueda viajaré a cuba,primero a conocer el cristo y luego a conocer su taller que según sé es un museo.
Eduard Boada -
Luis Bosch -