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Curiosidad y lucidez de Graziella Pogolotti

Curiosidad y lucidez de Graziella Pogolotti

Ciro Bianchi Ross

 

Todos le llaman,  con cariño y respeto,  la doctora. Tiene una memoria prodigiosa y su lucidez es implacable. Lleva la frase oportuna a flor de labios y en una discusión aplaca los ánimos o reaviva el debate y luce la rara virtud de poner de acuerdo, con sabiduría y moderación,  a todos los interlocutores. Después de desempeñar durante diez años una de las vicepresidencias de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, tuvo la elegancia de apartarse cuando casi por unanimidad se insistía en que su nombre figurara de nuevo en las boletas electorales. Su libro inicial, Examen de conciencia (1965) confirmó la solidez de su información, la seriedad de su pensamiento y la responsabilidad de sus juicios. El más reciente, El ojo de Alejo (2007) propone una travesía ininterrumpida por la obra del autor de El siglo de las luces y propicia otras miradas a la creación carpenteriana, incluidos su periodismo y su ensayística. Por el conjunto de su obra, Graziella Pogolotti mereció en el 2005 el Premio Nacional de Literatura, y en esa misma fecha se hizo acreedora del Premio Nacional de la Enseñanza Artística, que reconoció su magisterio de toda la vida.

-En circunstancias diferentes, Fernando Ortiz y José Lezama Lima me recomendaron concentrarme en un área delimitada de estudios. De haber seguido ese consejo, tendría una obra más extensa. La curiosidad insaciable me ha impedido hacerlo. Asumí de buen grado las tareas sucesivas impuestas por las circunstancias. Me gusta establecer relaciones entre las distintas áreas del saber. Sin desdeñar la indispensable investigación erudita, la especialización excesiva me aterra –dice.

Nació en París, en 1932. La bella época quedaba cada vez más atrás y la palabra guerra comenzaba a cobrar un matiz real.  La pequeña Graziella andaba también con su máscara antigás en bandolera. Un día, en compañía de sus padres, cruza a pie la frontera con Italia. La familia prepara el viaje a América y lo hará en un barco lleno de emigrantes despavoridos. El arco reverberante del Malecón le anuncia que ha llegado a un mundo nuevo, y, enseguida, la bulla, el pregón de los vendedores ambulantes, la música y  las voces de la radio que atraviesan paredes y las conversaciones de balcón a balcón entre vecinas… un mar de voces sin palabras reconocibles para la niña, le confirman que está en La Habana. Al comienzo reprochará a sus padres el haberla sacado de su mundo europeo, pero con el tiempo el refugio se convierte en destino y, llegado el momento, renuncia a optar a la ciudadanía a la que tenía derecho por nacimiento. En 1952 se diplomará en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana y matriculará y concluirá los estudios de Periodismo. En 1959 es ya una de las jóvenes profesoras de la alta casa de estudios de donde egresara.

Su padre, el gran pintor cubano Marcelo Pogolotti, “autoritario, exuberante y conversador”, despertó en ella el espíritu crítico; la enseñó a pensar. La madre, una rusa que terminaría sus días como profesora de su idioma en la universidad habanera, la influyó sobre todo en el plano de los sentimientos, empeñada siempre en desentrañar el lado bueno de cada cual. Con su padre deberá Graziella, todavía niña,  hacer funciones de lazarillo; le describe situaciones, personas y obras de arte a fin de suplir con la palabra su carencia de visión. Eso le permitiría afinar su capacidad de observación y comienza a ver el mundo como un espectáculo. “Con semejante entrenamiento, dice, creció en mí una curiosidad ilimitada, de la que no he podido curarme”.

La desgracia la golpearía también a ella. A mediados de los 60 comienza a tener dificultades para leer,  resultan fallidas las intervenciones quirúrgicas a las que se somete y pierde visión progresivamente hasta que queda privada de ella de manera definitiva. Esa circunstancia adversa no la enajena de la vida. Aun así se va a las montañas del centro de la Isla cuando el grupo Escambray, dirigido entonces por el actor Sergio Corrieri, acometía su experiencia de teatro “nuevo”. La docencia la acostumbró a la expresión oral y el concurso generoso de varios colaboradores le permite “leer” y estar al día, asistir a exposiciones y actos culturales. “Lo importante es mantener nítidas las ideas centrales para que las palabras penetren a través de los intersticios”, afirma.  

Esas ideas centrales quedan en títulos como El camino de los maestros, El dulce oficio de leer y  Experiencia de la crítica, así como en sendas monografías sobre los pintores Portocarrero, Lam y Carlos Enríquez. Otra obra suya, Polémicas culturales de los 60, resulta fundamental para el estudio de esa década en Cuba. Ahora Graziella Pogolotti escribe sus memorias. Y lo hace en su vieja tipiadora de siempre porque no acaba de ponerse de acuerdo con las computadoras.

 

 

 

 

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