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Lezama inabarcable

Lezama inabarcable

Ciro Bianchi Ross

 

Chillidos, gritos estentóreos, lágrimas y ataques de histeria –como en un concierto de rock en su punto culminante- caracterizaron la presentación en La Habana, en 1991, de la segunda edición cubana de Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima. Fue una verdadera batalla campal en que cada uno de los asistentes se mostraba decidido a conseguir un  ejemplar de la obra a como fuera y actuaba en consecuencia.

            La ensayista y traductora italiana Alexandra Riccio, el poeta César López y el autor de estas páginas debíamos   presentar aquella tarde  la novela  que aparecía con el sello de la editorial Letras Cubanas. Nos disponíamos a hacerlo cuando el público, joven en su mayoría, cada vez más numeroso e inquieto, ahogó las palabras de Alexandra con lo que primero fue un rumor sordo y luego un grito a voz en cuello. ¡Paradiso! ¡Paradiso! ¡Paradiso!,   repetía sin cansancio aquella multitud que desbordaba el amplio portal del Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto de Libro, en La Habana Vieja, y que para garantizar que no hubiera  discursos hizo desaparecer de su soporte, en un golpe de manos sorpresivo y audaz, el micrófono que utilizaríamos, solo para devolverlo cuando se convenció de que los tres oradores habíamos desistido del empeño.

            Lo que siguió fue al acabóse. Ante la multitud que rugía, se retiraron de prisa los ejemplares dispuestos para la venta. Se dijo que el libro se vendería en el interior del edificio y hacía allá se disparó la gente, solo para volver al portal, decepcionada. Allí volvió a intentarse la venta, pero tampoco pudo llevarse a cabo con el público  encimado sobre las vendedoras, pese a que se hizo saber que habría libros para todos.   Al fin se decidió lo que parecía más prudente y la venta se hizo a través una ventana protegida por barrotes.

             Publicada originalmente en 1966, cuando los cinco mil ejemplares de la tirada se agotaron en un decir amén,  Paradiso no había vuelto a editarse en Cuba. Y en  aquella ya lejana tarde de 1991 existía un atractivo más para adquirir un ejemplar de la novela. Su edición era fiel hasta el detalle al manuscrito lezamiano y salvaba las numerosas erratas y omisiones que en ediciones extranjeras  se repetían desde su primera publicación en Cuba.  No era una edición más de Paradiso aquella que se ponía a la venta. Era el Paradiso  recobrado.

            Diez y siete años después de la puesta en venta de aquella segunda edición, el realizador cinematográfico Tomás Piard estrenó su filme  El viajero inmóvil, inspirada en Paradiso, la película más atrevida y perturbadora del cine cubano, homenaje a la vida y a la sensibilidad de un hombre que supo imprimir a su cubanía una gran universalidad. Filme que expresa de manera magistral todo el erotismo y el hedonismo que trasunta su obra  y que hacen que Lezama  supere lo tantálico porque es en la región de lo sensorial donde los hombres se crecen a plenitud. Antes, Senel Paz lo había exaltado en su relato “El bosque, el lobo y el hombre nuevo”, una de las piezas más trascendentes de la narrativa cubana actual, y Fresa y chocolate, película  de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío inspirada en la obra de Senel, le daba carta de ciudadanía universal. 

 

TÚ TIENES QUE SER EL QUE ESCRIBA

José Lezama Lima escribió para llenar una ausencia. Frecuentemente dado a las confesiones, relató que en una oportunidad, siendo niño, mientras jugaba a los yaquis con su madre y hermanas vio que las piezas al caer sobre el piso cementado del patio dibujaron el rostro del padre muerto. Lo hizo notar y todos se abrazaron, llorando. Fue entonces cuando Rosa Lima dijo por primera vez a su hijo: “Tú tienes que ser el que escriba; tú tienes que escribir la historia de la familia”. Para Lezama, la muerte fue el motor impulsor de su poesía, y la madre significó la seguridad, el afianzamiento frente a la vida. Si el vacío que provocó la muerte de su progenitor lo movió a buscar la imagen a través de la poesía, el empeño y la insistencia de la madre lo obligaron a escribir.

            “El mucho leer y la muerte de mi padre, el 19 de enero de 1919, me alucinaron de tal forma que me fueron preparando para escribir. El ejercicio de la lectura fue complementado por la alucinación. Mis alucinaciones se apoderaban de mi imagen y me retaban y provocarían mi mundo de madurez, si es que tengo alguno, me dijo en una ocasión y precisó: En una palabra, la muerte de mi padre y en apegamiento con mi madre en una forma casi desesperada, como único asidero, fueron las consecuencias de aquellos ejercicios, de aquellos enigmas, de aquellas provocaciones, de aquellos paraísos…

            Como muchas veces tenía  que pasar en la cama sus crisis asmáticas y la monotonía de esas horas se le hacía  desesperante, empezó a leer a Salgari. Leyó  después a Dumas a quien siempre consideró como uno de los grandes historiadores de Francia por la forma en que animó periodos y personajes de ese país y cuyos libros le darían un sentido de la historia que al paso del tiempo y el recuerdo Lezama mantuvo vivo en sus eras imaginarias.

            Tenía  ocho años de edad cuando su madre le regaló un ejemplar del Quijote, y el niño lo leyó con dificultad. “Mi juventud parece estar representada por ese libro prodigioso porque forma parte de lo que me ha hecho insistir, de lo que me ha hecho volver, de lo que he sintetizado en aquella sentencia: solo lo difícil es estimulante”.

            Pero el joven Lezama gustaba también de los deportes, sobre todo del béisbol y era un buen field de la novena del barrio hasta el día en que sus compañeros lo buscaron para un partido contra el equipo de la barriada vecina. “No, hoy no salgo, me voy a quedar leyendo”, les dijo. Había comenzado a leer El banquete, de Platón, para hacer de la lectura a partir de ahí –tiene 15 años de edad- su ejercicio, su fanatismo más importante.

            Era todavía muy joven cuando comenzó a escribir. Inicio y escape, su primer poemario, que permanecería inédito hasta después de su muerte, lo escribió entre 1927 y 1932, y es una búsqueda, dice la crítica, de la voz que se haría definitivamente propia en Muerte de Narciso, publicado en 1937, pero escrito, recordaba Lezama, alrededor de 1931.

            “Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”, dice el poeta con su “rauda cetrería de metáforas”, en el verso inicial de Muerte de Narciso e inaugura una manera de decir desconocida y sorprendente en la poesía cubana, una forma lejana de “los fenómenos literarios de influencias, derivaciones o revalorización”, que busca y encuentra su impulso, y se nutre, en las fuentes originarias de la lengua, y que por la libertad y la apertura de su palabra, al decir de Cintio Vitier, avisaba ya oscuramente sobre un barroquismo que no era el previsible. El poeta siempre fue consciente de eso. Muchos años después, mientras discurríamos sobre ese poemario, afirmó: “Toda la poesía de Mariano Brull, Eugenio Florit y de Emilio Ballagas, como brujas montadas en escobas, salieron disparadas por una ventana cuando yo escribí “Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”. La poesía cubana había cambiado en una sola noche”.

HABANERO HASTA LA MUERTE

Aunque Lezama presumió siempre de ser habanero “y del cogollito”, esto es, del mismo corazón  de la capital cubana, nació en realidad en el campamento militar de Columbia, enclavado en la vecina ciudad de Marianao, el 19 de diciembre de 1910. Hijo de José Lezama Rodda, descendiente de vascos que tuvieron y perdieron en Cuba negocios de azúcar, y de Rosa Lima Rosado, parte de una familia que, por sus ideas independentistas, debió salir de Cuba a fines del siglo XX y que conoció y colaboró con José Martí en la emigración revolucionaria. El  padre, ingeniero diplomado en 1910,   había sido de aquellos jóvenes estudiantes  universitarios que en 1907, y en calidad de segundo teniente, se alistaron en el entonces naciente Ejército Nacional. Con el tiempo, y ya con grados de Comandante, José Lezama Rodda será el director fundador de la primera Escuela de Cadetes que existió en la Isla, con sede en el Castillo del Morro. En esas y otras instalaciones militares y en un ámbito de marcialidad, órdenes y disciplina transcurren los años iniciales del futuro escritor. Gusta el niño de acompañar a su padre a las competencias de esgrima  que se organizan en Columbia. El espectáculo lo fascina, pero aquellos hombres enmascarados  le causan también una impresión de pesadilla.

            “Mi padre tenía el orgullo de sus dos pequeños hijos y a todas las visitas nos mostraba, pero me daba cuenta de que le molestaba que se percataran de que yo era asmático. Por eso yo procuraba ocultar mis crisis delante de los demás. El asma ha sido una debilidad hostil que me ha perseguido desde los seis meses de nacido… Cuando mi padre estuvo en la Cabaña, el ambiente húmedo de aquella fortaleza me convirtió en asma la bronquitis incipiente. Después mi padre pasó a Kansas City, un lugar muy frío, y allí mi enfermedad se agravó. Los días los pasaba bastante bien, pero las noches transcurrían con incesantes disneas… El organismo es muy sensible a la asimilación de enfermedades crónicas y ya usted me ve todavía con mi vieja asma a cuestas, al extremo que le he tomado cariño. Cuando estoy mucho tiempo sin padecerla me siento extraño”.

            Recibe Lezama Rodda el ascenso a teniente coronel por su actuación en el aniquilamiento de la insurrección liberal de febrero de 1917. En enero del año siguiente asume la jefatura interina  del Sexto Distrito Militar,  en el campamento de Columbia, cargo que desempeña hasta el mes de julio. Luego,  al frente de un grupo de oficiales del Cuerpo de Artillería, viaja a Estados Unidos donde se prepararía para marchar de guarnición a Europa con las tropas aliadas.

De esa etapa data el manuscrito de Lezama más antiguo que se conserva; una carta, más bien una esquela,  que dirige a su padre. No hay más cartas porque Lezama Rodda lleva a su familia consigo a Estados Unidos. Muere allí en un hospital  víctima de la epidemia de influenza que asoló al mundo en 1919. Su muerte está narrada en Paradiso y es uno de los pasajes más patéticos de la novela. “Mi padre fue un militar de mano dura”, me dijo el escritor en una ocasión.  

            La situación familiar cambia radicalmente a partir de entonces. La casa, siempre llena y alegre, se ensombrece. La mesa se despuebla. Rosa Lima y sus tres pequeños hijos, pues Eloísa nace luego de la muerte de su progenitor, deben desmantelar lo que hasta ese momento fue su residencia e instalarse en la  casa de la madre de Rosa, la abuela Augusta, de Paradiso. Deberán sostenerse ahora con una pensión que equivale a la mitad de los haberes y asignaciones de que disfrutaba el teniente coronel Lezama Rodda. En su novela, Lezama Lima presentará con absoluto realismo y crudeza los problemas económicos que aquejaron a los suyos. Hay algo peor. La muerte de mi padre, repetía, dejó a mi madre sin respuesta.

            En 1929, concluido ya el bachillerato, se instala con su madre y hermanas y la fiel Baldomera, la Baldovina de Paradiso, en la casa marcada con el número 162 de la calle Trocadero, donde residirá hasta su muerte. En abril de 1948 escribía a Eloísa, entonces de vacaciones en Nueva York: “Aquí ninguna jarra ha variado de lugar y los escaparates se abren con el mismo traqueteo que le motivan 40 ó 50 años de uso profundo y cuidadoso…”

            Ese mismo año matricula la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana.  Son los años de la dictadura de Gerardo Machado (1925-1933)  y Lezama no permanece ajeno a la realidad de la nación. El 30 de septiembre de 1930 participa en una manifestación estudiantil que marcaría, a juicio del escritor, “el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano” y daría un impulso sin precedentes a la lucha contra el gobierno. Diría años después: “Ningún honor yo prefiero al que me gané aquella mañana del 30 de septiembre de 1930”. Precisaría: “Yo soy un escritor revolucionario porque mis valores son revolucionarios. Y en la raíz de mi vida y mi obra están  mi participación en aquella manifestación y el orgullo de haber sido un luchador antimachadista”.

            Hace la carrera con intermitencias. Machado clausuró la Universidad durante dos años. Fulgencio Batista, que se apropia del poder, mediante un golpe de Estado, el 4 de septiembre de 1933 y asciende  de sargento a coronel y jefe del Ejército  en una sola noche, la cerraría durante tres. Lezama no pierde el tiempo durante ese lustro de vacaciones obligadas. Lee  y escribe. Vuelve a las aulas cuando la alta casa de estudios reabre sus puertas en 1936 y asume la secretaría de redacción de la revista Verbum, órgano de la Asociación de Alumnos de Derecho, que logra publicar tres números entre los meses de junio y noviembre de 1937.  Se trata de una publicación eminentemente estudiantil en la que Lezama se las arregla, sin embargo, para ir dando a conocer lo que escribe. Es en  sus páginas donde  aparece Muerte de Narciso y, entre otros trabajos en prosa, un ensayo medular, “El secreto de Garcilaso”.  Logra graduarse al fin en 1938 con una tesis sobre la responsabilidad criminal en el delito de lesiones. Trabaja entonces en el bufete del doctor Julián Peláez un conocido abogado, hermano de Amelia, la pintora,  y en 1940 obtiene la plaza de secretario del Consejo Superior de  Defensa Social, con sede en la Cárcel de La Habana, en el Castillo del Príncipe; empleo modestísimo pese a su rimbombancia.

            Es un quehacer que lo agobia y atemoriza.  Tiene entre sus obligaciones, la de confeccionar los expedientes de los reclusos y tramitar sus solicitudes de indulto. Luego, es él quien debe comunicar al solicitante el resultado de la gestión. Si es favorable, no hay problema, pero lo aterroriza que se confunda el mensaje con el mensajero cuando el perdón es denegado. Quiere trasladarse para la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. No lo logra. Insiste. Cuando lo consigue al fin, en 1949, por intermedio de su ya poderoso e influyente amigo Gastón Baquero,  debe hacerlo para una plaza con  categoría y salario inferiores a la de la cárcel.

            Hay múltiples testimonios sobre su penuria de esos años. En 1947, José Rodríguez Feo, codirector y mecenas de la revista Orígenes, le pide por carta  que se traslade a Miami. El 21 de agosto Lezama le responde: “Mi querido amigo: Cómo voy a ir de La Habana a Miami, si a veces, a no tener transporte gratis, no podría ir de mi casa al Castillo del Príncipe…” Al día 13 de agosto de 1956 corresponde esta anotación en su Diario: “Faltan tres días para que nos paguen la quincena. No sé si pedir anticipo, o pasarme tres días sin dinero, entonces mamá me dará veinte o treinta centavos. Así me siento niño…”

ORÍGENES

Los años de la cárcel son, sin embargo, de gran riqueza creadora. Ya en 1937 había conocido al poeta Juan Ramón Jiménez, exiliado en La Habana, y su cercanía hasta 1939 resultó decisiva en la vida de Lezama.  Suma a sus libros un trabajo fecundo como editor de revistas. Dirige Espuela de Plata, de la que aparecerán seis números  entre agosto de 1939 y agosto de 1941. Hay en sus páginas una manera nueva de decir. La nueve un deseo de modernidad, una exigencia de rigor en el lenguaje, una búsqueda de lo cubano, no en el tambor y las maracas, sino en sus raíces más  profundas. Lo que todavía en Verbum era confuso, se expresa ahora de manera más definida. “Convertir el majá en sierpe o por lo menos en serpiente”, dice Lezama, y sintetiza en pocas líneas su concepción de la cultura: “Mientras que el hormiguero se agita –realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre- pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente, y nos da la mejor solución: prepara la sopa, mientras tanto voy a pintar un ángel más”.

            Junto a Lezama están en Espuela de Plata los poetas Ángel Gaztelu,  Gastón Baquero y Cintio Vitier. Y también Virgilio Piñera, futuro antagonista.  Los pintores Mariano Rodríguez, René Portocarrero y Amelia Peláez, el compositor José Ardévol, el crítico Guy Pérez Cisneros… Sigue otra revista, Nadie Parecía; Cuaderno de lo bello con Dios. La codirige con Ángel Gaztelu. Diez números entre septiembre de 1942 y marzo de 1944. En ese mismo año aparece Orígenes que subsistirá hasta 1956, cuarenta números que denotan el esfuerzo colosal que la convirtió, al decir de Octavio Paz, en la mejor revista literaria de su tiempo en lengua española.

            Asevera Cintio Vitier que Orígenes significó la presencia aislada y firme de un reducto de creación poética del que saldrían nombres y obras perdurables. Significó además un rechazo a la desintegración circundante, y un rescate de esencias cubanas profundas frente a la invasora penetración cultural norteamericana. Significó, en fin, la apertura de modos de expresión que, alimentados con fuentes universales, enriquecieron las posibilidades creadoras de varias generaciones de poetas, incluso hasta nuestros días.

Orígenes comenzó a configurarse en Espuela de Plata. Lezama hablaba de “la generación de Espuela de Plata, después Orígenes”. Pero el concepto de generación debe verse aquí con cuidado. Orígenes fue una conjunción de figuras muy diversas quizás por eso que Lezama llamaba el azar concurrente. Convergen en ella la promoción de Lezama –Gaztelu, Baquero,  Virgilio Piñera, Rodríguez Santos, que nacieron alrededor de 1910- y la de Cintio –Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith, García Vega, que nacieron a partir de 1920. Y en la década de 1950 afluyen poetas más jóvenes como Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Pedro de Oráa, Fayad Jamís… Esa conjunción da idea de un criterio muy arraigado en Lezama: superar la teoría de las generaciones, no fomentar la polémica generacional e ir a lo histórico protoplasmático, marchar unidos a partir del protoplasma histórico. Repitió mucho que todos debíamos aspirar a pertenecer a una sola generación, la de José Martí.

ENEMIGO RUMOR

Será  Enemigo rumor (1941) el libro que sitúa a Lezama definitivamente en la poesía cubana. Apunta Vitier con relación a ese poemario: “Yo me siento impotente para comunicarles a ustedes lo que este libro significó en aquellos años. Leerlo fue algo más que leer un libro. Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke) eran tan violentamente heterogéneos, que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Eso último fue lo que sucedió; y no solo un mundo para él, sino la posibilidad para todos de comenzar su periplo en la crecida súbita de la ambición creadora, en la oscuridad original de los dones, en la vertiginosa esperanza de lo desconocido”.

            A Enemigo rumor siguen Aventuras sigilosas (1945) y La fijeza (1949). En opinión de Armando Álvarez Bravo, el primero de esos poemarios “prefigura un poco el mundo de Paradiso”, mientras que el otro es “casi una prolongación de Enemigo rumor”.

            ¿Poeta oscuro? Virgilio Piñera hablará de esos poemarios como de un mosaico bizantino que hará pensar en una teoría de la gran imagen estructurada por miríadas de imágenes y donde la suntuosidad de los elementos determinará en el no avisado la sensación de que asiste a un discurso incoherente. Pero no es la suya, aclara Fernández Retamar, la oscuridad añadida de quien enturbia un discurso, sino aquella que nace de horadar una zona no hollada.

            Poesía clara y poesía oscura eran conceptos trasnochados para Lezama. Pero hay que admitir que el poeta no regala asideros a sus lectores. Su realidad es una realidad ya destrozada, vista ella misma como imagen, asevera Retamar. ¿Se nutre esa poesía de las vivencias del autor? Me dijo el poeta a fines de los años 60:

“Yo le puedo decir a usted que cuando mi padre murió  yo tenía ocho años y ese hecho me hizo hipersensible a la presencia de una imagen. Ese hecho fue para mí una  conmoción tan grande que desde muy niño ya pude percibir que era muy sensible a lo que estaba y no estaba, a lo visible y a lo invisible. Yo siempre esperaba algo, pero si no sucedía nada, entonces percibía que mi espera era perfecta, y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con la que al paso del tiempo fue la imagen. Por eso la poesía siempre ha sido en mí vivencial. Alrededor de una palabra, de una pausa, de un murmullo, se iba formando la novela imagen; yo iba reconstruyendo por la imagen los restos de planetas perdidos, de zumbidos indescifrables”.

            Dador (1960) es, comentaba su autor, un gran repaso de todo lo vivido hasta entonces. Fina García Marruz no buscó en sus páginas el poema acabado, sino el oscuro chorro de poesía, su manante fuente, una poesía llena de pasión por el cuerpo glorioso y por el tema de la resurrección. Poesía huraña que no busca la perfección porque sabe que el acabado de la falsa madurez no deja intersticios para la otra irradiación que busca.

            En Fragmentos a su imán, que quedó inédito a la muerte de su autor y que se publicaría en 1977, la poesía de Lezama se abre más a lo cotidiano e inmediato, se hace casi transparente. A diferencias de libros anteriores, salvo en algunos textos de Inicio y escape, casi todos los poemas de Fragmentos…están fechados por lo que el poemario podría verse también como una agenda personal del poeta, una suerte de diario íntimo.

            Una vez pregunté a Lezama cuál era, en poesía, su libro más logrado. Respondió:

            “Me ha preocupado siempre –en verdad, más que una preocupación, ha sido un incesante tironeo de mi espíritu- no volver en ningún libro de poesía sobre lo que yo creía haber alcanzado en otro anterior ya que me molesta que el lector sea dueño de una sola corbata gris. Creo que hay una parábola en lo que yo he hecho pues desgraciadamente no podemos ser infinitamente novedosos ni sucesivos, pero sí desconcertar un poco al lector. Las mejores lecturas son las que se hacen con infinitas interpolaciones. Ni que el autor pueda precisar y dibujar a su presunto lector ni que el lector fije sus lecturas ni sus autores. Es lo ideal”.

LA CANTIDAD HECHIZADA

Incursiona en géneros disímiles. Pero Lezama es un poeta. El Poeta. Sea cual sea el género que aborde parte siempre de la poesía y va hacia la poesía. Con razón apunta Reynaldo González: “En el último número de la revista Orígenes (1956) y en el ensayo “La dignidad de la poesía”, José Lezama Lima entrega su cosmovisión poética denominándola, ya, como cantidad hechizada: “En realidad, la aparición de la poesía es una dimensión, un extenso, una cantidad secreta, no percibida por los sentidos”. Y en su búsqueda de un lugar donde la poesía alcance a instalarse como la “gracia que ha decapitado a la naturaleza, adormeciéndola”, ve, en toda causa y en todo tema un hecho poético. Liberar a la poesía de todo causalismo es, en su razonamiento, partir de ella, hacer que Historia y Tiempo resulten sus anillos. Cuando escribe prosa narrativa (Paradiso) o cuando ensaya, también lo hace a través de esa cantidad hechizada, que es su capacidad de poetización o de ver a través de la poesía. El asunto tratado, por las connotaciones que alcanza y las asociaciones que recibe en su discurso, se vuelve la naturaleza misma de la poesía”.

El poeta, en un momento determinado, empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poeta, organizado como una resistencia frente al tiempo, se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza. El arca llega a una isla desierta donde un almirante náufrago dialoga incesantemente con una gallina que tiene un ojo de vidrio. En fin, una novela.

            “En Esopo, en Homero, en los cronistas de Indias, en la teogonías de Valmiki, la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño, y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asuntos, porque un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados”, me decía el escritor, en 1969, cuando le pregunté qué lo había llevado a la novela.

            En Paradiso (1966) Lezama contó aquella historia de la familia que su madre quería que escribiese alguna vez.

            “Hasta el punto en que toda novela es autobiográfica, Paradiso es una novela autobiográfica –añadía entonces. Yo no soy un novelista profesional, pero creo que es  imposible dejar totalmente fuera de una novela la vida vivida, seres conocidos, recuerdos, odios, rencores, pesadillas. Yo siempre supe que algún día tendría que escribir la historia de mi familia, aquellas conversaciones de mi madre y mi abuela con mis tíos sobre la emigración revolucionaria durante la Guerra de Independencia, los encuentros con José Martí y las Nochebuenas pasadas lejos de Cuba. Yo tenía que escribir también sobre la Universidad, la lucha estudiantil contra Machado, mis amigos, mis conversaciones, mis lecturas, mis esperas y silencios.

            “Ofrecí en Paradiso una summa, una totalidad en la que aparecen lo muy cercano e inmediato, el caos y el Eros de la lejanía. Cuando yo digo que en ese libro puse mi vida, no debe interpretarse la frase en un sentido literal, aunque haya mucho de mi vida en Paradiso, sino como la dedicación y el fervor con que la escribí”.

            Permeada, al igual que su poesía, de profundas esencias cubanas, la novela colocó a su autor en la cabecera de la narrativa continental. No era ciertamente un desconocido cuando publicó esa obra, sin embargo, el éxito que alcanzó con ella carecía de precedentes en su vida de escritor.

            Tenía entonces 56 años de edad y lo sorprendió el impacto que provocó su libro. Los cinco mil ejemplares de la edición cubana se agotan en pocos días y,  para colmo, era solicitado por editores extranjeros. Ediciones en Francia, Estados Unidos, México, Argentina y Perú le ganaban nuevos adeptos.

             Paradiso divide en dos la vida de Lezama. Si hasta entonces transcurrió alejada del gran público, protegida por las paredes de su casa y resguardada por los modestos  empleos que desempeñó para vivir, la publicación del libro hace que su vida íntima se convierta en noticia y sean tema de comentario su edipianismo, el asma –su enfermedad crónica- y los puros habanos que lo deleitaban y con los que, decía, rendía homenaje al olimpo de los aborígenes de la Isla.

            El famoso capítulo VIII de la novela despertó la sensación y el escándalo en La Habana de 1966. Así, sin que mediara explicación alguna, Paradiso fue retirado a toda prisa y sin explicaciones de las librerías solo para que, también de prisa y sin explicaciones, volviera a ellas y desapareciera otra vez, pero ahora en manos de los lectores.

            Años después, Lezama comentaba el incidente:

            Paradiso es una totalidad y en ese todo está el sexo. En determinado momento del desarrollo de José Cemí sucede el despertar genesiaco. Allí se recupera una libertad cuya aparición parece que resintió a algunos acostumbrados a la hoja de parra y a aquellos pintores sastres, de los que se rieron los italianos renacentistas, obligados a tapar las castas desnudeces de Miguel Ángel en la creación del mundo. Para mí, con la mayor sencillez, el cuerpo humano es una de las más hermosas formas logradas. La cópula es el más apasionado de los diálogos y, desde luego, una forma, un hecho irrecusable. La cópula no es más que el apoyo de la fuerza frente al horror vacui.

            “En un himnario de gran belleza, Santo Tomás de Aquino dice: Ve, lengua, y canta las glorias del cuerpo misterioso. De manera que para mí todo lo que haga el cuerpo es como tocar un misterio superior a cualquier maniqueísmo modulativo, pues absolutamente imposible descubrir nuevos vicios y nuevas virtudes, ellos estuvieron desde el origen y estarán en las postrimerías, y tal vez sería bueno recordar la visión memorable de una santa en la que se le reveló que había un infierno, pero que estaba vacío”.

Tras la publicación de Paradiso, Lezama continuó sumando página tras página y sus personajes se desplazaron hacia nuevas situaciones. Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible, apenas se da cuenta de que está muerto y utiliza todos los procedimientos para estar de nuevo con nosotros. Su presencia se esboza como un relámpago y rehúsa las comprobaciones del cuerpo. El poeta, casi con el ritmo de otra respiración, corporiza la muerte. José Cemí volverá a encontrarse con la imagen y para que ello sea posible tiene que verificarse la resurrección incesante de Oppiano Licario.

            Trabaja entonces en otra novela, a la que siempre aludió como “la continuación de Paradiso” y a la que dio varios títulos –Inferno, La muerte de Oppiano Licario, El reino de la imagen- hasta que decidió que llevase el del nombre de su protagonista que es, a la vez, el personaje más desaforado de Paradiso.

            Pero Oppiano Licario quedó inconclusa. El año de 1970 había marcado la apoteosis del poeta. Se le agasajó en ocasión de su sesenta cumpleaños, se recogió en un volumen su Poesía completa y se dio a conocer ese espléndido libro de ensayos que es La cantidad hechizada, mientras que la Casa de las Américas publicaba una excelente recopilación de textos  sobre su vida y su obra. Lezama, ninguneado por muchos durante años antes de 1959, parecía haber alcanzado su consagración definitiva solo para caer en el olvido y la relegación más completos en 1971, a raíz del llamado “caso Padilla”. Dejó de publicársele, ninguna revista cultural le pidió colaboración, su nombre se excluyó de recuentos y estudios de las letras cubanas… Fue como si hubiese dejado de existir. Peor, como si nunca hubiera existido.

LA REVOLUCIÓN

El triunfo de enero de 1959 sorprende a Lezama como empleado del Instituto Nacional de Cultura, nombre que a fines del gobierno de Batista adoptó la antigua Dirección de Cultura. Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Carlos Franqui, entre otros, desde las páginas de Lunes, suplemento cultural del periódico Revolución, ejercitan contra él y otros origenistas “el oficial oficio de lobos feroces en el espinoso bosque de una revolución que ellos representaban”. Travestidos de teóricos generacionales y vindicadores patrios, portadores de una verdad que creían incontrovertible, condenaron el supuesto escapismo que creyeron ver en Orígenes al mismo tiempo que temían y rechazaban las tendencias del realismo socialista cuya vecindad no adivinaron ni pudieron, por supuesto, impedir. Lo de Lunes con Orígenes fue el extremismo vanguardista y el sectarismo en nombre de una liberalidad elevada dogma, escribe Reynaldo González. Puntualiza: “En el tratamiento que dieron a Lezama Lima, algunos episodios remuerden hoy las conciencias de los vivos y estremecen las tumbas de los muertos”. Pero la actitud del poeta frente a esos ataques fue infinita y salomónica: no dejó de colaborar en Lunes de Revolución.

            Como director de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura acomete Lezama una labor encomiable en lo que a la publicación de los clásicos cubanos y españoles se refiere. Durante sus años finales, y hasta su muerte, laborará sucesivamente en el Centro de Investigaciones Literarias, el Instituto de Literatura y Lingüística y la Casa de las Américas. A esa etapa corresponden, entre otros esfuerzos personales suyos, la edición crítica de la obra completa de Julián del Casal, la recopilación de toda la poesía de Juan Clemente Zenea y, sobre todo, la muy valiosa Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes y que se extiende desde los comienzos hasta Martí. Dice a su hermana Eloísa: “Yo estoy trabajando intelectualmente más que nunca”. De la antología se siente particularmente satisfecho y orgulloso. La hizo para dar una presencia y un latido a su familia ausente. “Está hecha, escribe a uno de sus sobrinos, para poblar un destierro, una necesidad violenta de tocar tierra, de arraigarse, de esclarecer sus raíces, que solo se vence por la poética en la secularidad, en la costumbre, en la unanimidad”. Añade: “Deberás tener siempre presente a tu patria, que es Cuba”.

            Porque tras el triunfo de la Revolución, la familia, que parecía tan sólida, se resquebraja con la salida del país de las hermanas y los sobrinos del escritor. Lezama  rechaza seguirlos y se niega terminantemente a la insistencia de Eloísa por llevar a la madre con ella. “Queda aclarado que tú no podrás venir. Pero debe quedar aclarado también que Mamá tampoco puede ir. Ni ella está dispuesta a dejarme, ni yo podría resistir semejante castigo… Que cada cual permanezca dentro de su fatalidad y que Dios decida”. Porque el poeta que, dice su hermana, necesitaba vivir rodeado de una muralla de madres, sigue apegado a Rosa Lima de manera desesperada.

            Le angustia pensar en la soledad en que quedaría ella si él fallecía y sabe que  padecerá él de una soledad aterradora si es ella la que muere. Por eso, durante los últimos años de Rosa, el hijo apenas sale de la casa para disfrutar de la compañía de la madre día a día, hasta el final. Algo lo consuela: “Se que mi madre no ha sufrido por mí, he procurado siempre mitigar su angustia, acompañarla, saborear los ratos agradables que me proporciona con su ternura y su ingenuidad deliciosas”. Expresa además en la misma carta a su hermana: “… No he procurado dolor, nadie ha sufrido por mí. Toda mi vida he tenido una suprema delicadeza, la cantidad de dolor que me fue asignada por el destino, la he masticado en la sucesión de mis días… Mi más doloroso dolor es pensar que pueda llevarle tristeza a los demás”.

            Rosa Lima muere el 12 de agosto de 1964. Ese mismo año Lezama contrae matrimonio con María Luisa Bautista Treviño, una profesora de Literatura en el Bachillerato que fue compañera de estudios de Eloísa y que ha sido para Rosa como una hija. La madre, ya en su agonía final, pidió al hijo que se casara con ella. Dirá Lezama en su poema “Mi esposa María Luisa”: “Eres la hermana que se fue, / la madre que se durmió / en una nube frente a la ventana…”

ENTRAMPADO

María Luisa lo atiende con desvelo y cariño. Se comprenden. Se sienten, en una dimensión profunda, necesarios el uno al otro. Ella tiene también a toda su familia fuera de Cuba. Son pues dos soledades que se han unido para darse un poco de compañía.

            El país, todo el pueblo, padece carencias a veces traumáticas. Lezama, aunque nunca tuvo menos de cinco platos en su mesa –lo sé, me consta- le obsesiona la idea de que pueda faltarle la comida. Le angustia la posibilidad de que le falten los medicamentos antiasmáticos que familiares y amigos, entre ellos Julio Cortázar, le remiten desde el exterior. Piensa que la crisis del transporte público es más grave de lo que era en realidad y se condena a su sillón, “peregrino inmóvil para siempre”, como expresa a Tomás Eloy Martínez.

            Disfruta de la alegría de los amigos que lo visitan. Tiene el gusto por la conversación inteligente. Escribe aun cuando sabe que las horas muertas son muchas y no siempre pueden llenarse con poemas. “El desierto está creciendo”, repite recordando el Zaratustra. Su obra no siempre le propina interpretaciones generosas, dice Reynaldo González. Ni dentro ni fuera del país. “Dentro arrastró  la inquina de rencillas literarias enquistadas y, gracias a la polarización que propiciaron los cambios, llevadas a verdadero terrorismo cultural”. Fuera empezó a ser visto como un asalariado de la Revolución.

            Sobreviene así, en abril de 1971, la detención del poeta Heberto Padilla y su confesión pública posterior en la que implica a varios de sus amigos y al propio Lezama. Recurro nuevamente a Reynaldo González: “Todo eso agravó la situación de Lezama entrampado en un cerco superior a sus fuerzas. El acoso venía desde antes, cuando al éxito internacional de Paradiso le siguieron incontables ediciones extranjeras de su poesía y su ensayística. Pero también conoció la insistencia en convertirlo en combustible de una lucha ideológica de la que a duras penas podía zafarse”.

            Una solución hubiera sido que Lezama saliera temporalmente de la Isla. Lo invitaban instituciones culturales y editoriales extranjeras, y María Luisa insistía en que las aceptara.  Se dice que de manera continuada las autoridades cubanas le negaron esa posibilidad. No estoy seguro de eso. Cuando en 1969, la UNESCO lo invitó a París, el poeta, con toda la documentación necesaria en la mano para salir de Cuba, canceló inesperadamente el viaje en el último minuto, como antes, en 1939, terminó por no aceptar la beca que, por intermedio de Juan Ramón Jiménez, le concedió la Universidad de Gainesville, en Florida. Aparte de aquel viaje que junto con su familia hizo de niño a Estados Unidos, solo salió de Cuba en dos ocasiones: México, en 1949, y Jamaica, al año siguiente. San Agustín decía que quien moría fuera de la Ciudad de Dios no alcanzaba la resurrección. Para José Lezama Lima la Ciudad de Dios era La Habana.

TODO PERDIDO. NADA PERDIDO

Lezama, que siempre trabajó en la niebla y en la oscuridad y aun dentro del caos, sufrió en silencio el silenciamiento y siguió escribiendo con su alegría trabajadora. Pero ya nada era lo mismo y pese a los reclamos de editores extranjeros se negó a publicar sus libros si antes no aparecían en su patria. Así lo sorprendió la enfermedad y la muerte, el 9 de agosto de 1976.

            ¿Cómo murió?  Mucho se ha especulado fuera de Cuba sobre el asunto. Aun aquí prevalece la confusión y no son pocos los que desconocen los pormenores de aquel lamentable suceso.

            Entre otros nombres, Lezama aludía a la muerte como “la gran enemiga”, y un día me dijo que quería que su epitafio fuera la frase de Flaubert que dice: “Todo perdido, nada perdido”. En algún momento posterior cambió de opinión y asoció, con mucha belleza, la idea de la muerte a la imagen del nacimiento. Por eso, en la lápida que se colocó sobre su tumba en la Necrópolis de Colón se leen estos versos suyos: “La mar violeta añora el nacimiento de los dioses / porque nacer es aquí una fiesta innombrable”.

            Lezama comenzó a padecer de una incontinencia urinaria y parece que en algún momento llegó a orinar sangre. Su médico lo atendió con esmero, pero el poeta se negó a internarse en un hospital cuando lo exigía el curso de su padecimiento. Vivía convencido de que los Lezama morían cuando ingresaban en una casa de salud. Así sucedió con su padre, su madre, su hermana Rosita…

            El viernes 6 de agosto fue a visitarlo Alba de Céspedes, la escritora italiana de hondas raíces cubanas. Lo encontró muy desmejorado, abatido, ensimismado. Al día siguiente, de mañana, Alfredo Guevara, titular del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, en nombre del doctor Osvaldo Dorticós, entonces Presidente de la República, se comunicaba por teléfono con María Luisa. Alba había comentado en altas esferas del Gobierno acerca de la enfermedad del escritor. Guevara comunicó a María Luisa que todo estaba previsto en el pabellón Borges del hospital Calixto García para recibir a Lezama;  allí lo esperaba el cuerpo médico en pleno de dicho pabellón y que una ambulancia había salido ya a buscarlo. El Borges, construido, en exclusiva para sus asociados,  con fondos del Colegio Médico, se reservaba entonces para altos cargos del Gobierno Revolucionario y el Partido Comunista, aunque daba también  hospitalización a figuras connotadas de la vida nacional. La propia María Luisa había estado internada allí en 1972. 

            En efecto, conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa. Pero Lezama se negó a salir de su casa. Dijo: “Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza”.

            El mismo día 7 se cae de sus propios pies. María Luisa, físicamente insignificante y muy debilitada ya por sus dolencias cardiovasculares, logró, no se sabe cómo –Lezama pesaba unos 150 kilogramos- incorporarlo. El poeta tuvo fuerzas para responder y, apoyado en su esposa, caminó hasta la cama. Allí se desplomó; quedó tendido de tal manera que María Luisa debió buscar la ayuda de dos transeúntes ocasionales para que lo acomodaran en el lecho.

            El domingo 8 volvió la ambulancia. Ya en el hospital, le diagnostican una pulmonía y se decide someterlo a un tratamiento intensivo. Lezama, muy intranquilo, estuvo consciente hasta las ocho de la noche. Después cayó en un letargo y a las dos de la mañana del lunes 9 era cadáver. Murió de un infarto cardíaco. En opinión de los médicos y de la propia María Luisa fueron fatales las 24 horas perdidas entre la mañana del sábado y la del domingo. Lezama decía que su padre había muerto de una “tonta” pulmonía. Otra “tonta” pulmonía se le atravesaba a él en el camino.

            Parece que Virgilio Piñera llegó a verlo con vida, al igual que Roberto Fernández Retamar, que corrió al hospital tan pronto supo que su amigo se hallaba internado.

            -Fíjate que te trajeron al pabellón Borges, que es el de los buenos poetas… a los malos los llevan al pabellón Sánchez Galarraga –dijo Retamar jugando con los nombres del gran escritor argentino y el de un poeta cubano hoy olvidado.

            Escribe Fernández Retamar en su vívido testimonio sobre el poeta: “A pocas horas de morir, al anochecer, hablé con él por última vez. Me confesó que se sentía mejor, y hasta halló ánimos para bromear conmigo: Cuando creían que había descendido a la mansión del Hades, me encuentran en Guanabacoa bailando una rumba”.

            El velatorio fue en la funeraria de Calzada y K, en el Vedado, en el tercer piso, reservado para las figuras de mayor relieve. Allí estaban sus amigos de siempre: Cintio Vitier y Eliseo Diego con sus respectivas esposas, las hermanas Fina y Bella García Marruz; monseñor Ángel Gaztelu, Octavio Smith, el pintor René Portocarrero, que lloraba como un niño. También, entre otros que anoté, Alicia Alonso, Raúl Roa y su esposa, la doctora Ada Kourí, médico de cabecera de María Luisa, el caricaturista Juan David. El ensayista y crítico Ambrosio Fornet, los diseñadores Umberto Peña y Félix Beltrán y el pintor Adigio Benítez. Los poetas Ángel Augier, Jesús Orta Ruiz, Luis Marré y los jóvenes que entonces se nucleaban en torno al mensuario cultural El Caimán Barbudo.  El poeta César López, los novelistas Reynaldo González y Edmundo Desnoes, el fotógrafo Chinolope, el ensayista Prats Sariol. Estaban además Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes y José Triana y su inseparable Chantal. La periodista Loló de la Torriente, el poeta peruano Winston Orillo, el narrador uruguayo Mario Benedetti…También, y sin que se separaran un solo momento del féretro, los que fueron brazos ejecutores de la persecución contra Lezama a lo largo de los años precedentes. No vale la pena mencionarlos, pero sí decir que algunos de los que asistieron  nada tenían que hacer allí como no fuera cumplir un compromiso oficial  y simular, y a veces ni eso,  un pesar que estaban muy lejos se sentir.

            Virgilio Piñera estuvo asimismo entre los asistentes. Apunta Reynaldo González que el autor de La isla en peso permaneció “desolado e inconsolable” en el vestíbulo de la funeraria sin atreverse a entrar en la capilla ardiente.

            De diálogo “difícil y entrañable” califica Reynaldo la amistad entre Lezama Lima y Virgilio Piñera. Se conocieron en los días de Espuela de Plata. . Virgilio lo atacó en su revista Poeta y como Lezama supo que volvería a ser atacado en un número subsiguiente de dicha publicación, un día en que coincidieron en el teatro Auditórium  lo invitó a resolver el diferendo a puñetazos. 

            Volvieron luego a amigarse. Virgilio estuvo entre los colaboradores de Orígenes y Lezama le confió una especie de corresponsalía en Buenos Aires. Así se infiere de una carta de agosto de 1946 en la que Lezama da acuse de una colaboración de Virgilio y le sugiere que escriba  “una impresión pigmentada de las letras en la Argentina”. Pregunta si los escritores de allá reciben los números de Orígenes que les envía y dice que la revista necesita establecer relación con escritores argentinos que le son afines, los de Sur, los de Papeles, “los nuevos escritores (de 20 a 25 años) que son aún poco conocidos, pero donde un ojo agudo puede percibir lo que después se va a mantener en la madurez”.

            Las diferencias se ahondan  cuando José Rodríguez Feo se separa de Orígenes y con Virgilio  su lado comienza a editar la revista Ciclón, y luego, ya en 1959, cuando el autor se Electra Garrigó se acerca a los jóvenes de Lunes, semanario cultural del periódico Revolución.  Sin embargo, tras la publicación de Paradiso y su posterior prohibición, Virgilio se comunicó con Lezama por teléfono. “Yo no puedo estar peleado con el autor de una novela como esa”. Lezama, que siempre dejaba la puerta abierta para “la reconciliación total y dulce”, frase de Pascal que gustaba repetir, respondió: “Esperaba su llamada. Venga a verme cuando usted quiera”.

            A partir de ahí la amistad no volvería a interrumpirse y Virgilio, junto a los entonces jóvenes Antón Arrufat, Reynaldo González, Umberto Peña, Chantal y José Triana, entre otros, formó parte del grupo que los martes –o los jueves, ya no recuerdo- de cada semana concurría a la casa de Trocadero para tertulias memorables y degustar “el mejor té de La Habana Vieja”, como calificaba Lezama al que preparaba  María Luisa.

            En ocasión del 60 cumpleaños de Lezama, Virgilio escribió unas páginas sobre Lezama en las que no dio entrada, sin embargo, a la relación personal. Lezama a su vez le dedicaría un poema cuando Virgilio arribó a igual edad. Habrá otro poema. Lo escribe Virgilio en la propia funeraria. Se titula “El hechizado” y explica tal vez los altibajos que acusó la relación entre ambos:

            “Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero. Yo, en segundo lugar…”

            Lezama escribió el último poema meses antes de su muerte. Toda su obra la había escrito para llenar una ausencia y buscar una compañía insuperable. “El pabellón del vacío” es el título de ese poema. Dice en sus versos finales: “Me duermo en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando”.

            Lezama Lima sigue caminando en aquellos jóvenes que buscan sus libros.  En las imágenes bellísimas,  atrevidas y perturbadoras de una película. En su obra inabarcable.

Santa Amalia, junio de 2009

 

 

Bibliografía

Lezama Lima, José: Como las cartas no llegan. Introducción, selección y notas de Ciro Bianchi Ross. La Habana. Ediciones Unión, 2000. 264 p. Contemporáneos.

-. Diarios; 1939-1949 / 1956-1958. Compilación y notas de Ciro Bianchi Ross. La Habana. Ediciones Unión, 2001. 179 p.

-. El pabellón del vacío. Introducción, selección, bibliografía, recopilación de testimonios críticos y cronología de Ciro Bianchi Ross. Ciudad de México. Editorial Océano, 2002. 294 p.

-. Imagen y posibilidad. Selección, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross. La Habana. Editorial Letras Cubanas, 1992. 2da. ed.

Otros títulos

Bianchi Ross, Ciro: “Asedio a Lezama Lima”. En su Voces de América Latina. La Habana. Editorial Arte y Literatura, 1988. p. 295-344.

-. “Orígenes es una fábula”; entrevista con Cintio Vitier. En su Oficio de intruso. La Habana. Ediciones Unión, 1999. p. 87-101.

Domínguez Alfonso, Aleida: Índice de las revistas cubanas. La Habana. Publicaciones de la Biblioteca Nacional José Martí, 1969. 293 p. T. I. Contiene: Verbum; Espuela de Plata; Nadie Parecía; Clavileño; Poeta; Orígenes; Ciclón.

González, Reynaldo: “Lezama sin pedir permiso”. En su Espiral de interrogantes. La Habana. Ediciones Boloña, 2004. p. 299-340.

-.”Lezama y Piñera, diálogo difícil y entrañable”. En su Espiral de interrogantes. La Habana. Ediciones Boloña, 2004. p. 368-373.

-. “Orígenes y un debate necesario”. En su Espiral de interrogantes. La Habana. Ediciones Boloña, 2004. p. 341-358.

Simón Martínez, Pedro: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. La Habana. Editorial Casa de las Américas, 1970. 375 p. Valoración Múltiple.

           

           

           

                       

 

2 comentarios

Catherine -

Muy interesante comentario sobre uno de los pilares de la literatura y la cultura cubanas. Espero seguir leyendo su blog.

Reinaldo Arenas -

Antes que anochezca.

Comunistas de mierda