Un siglo de pintura cubana
Ciro Bianchi Ross
Hay siglos largos y siglos cortos. Siglos que comienzan a su hora y siglos que se anticipan o retrasan. El siglo XX comenzó tarde para la pintura cubana y acabó antes de tiempo pues durará a lo sumo unos sesenta años. No hace su debut hasta 1927 cuando Víctor Manuel García (1897-1969) da a conocer su Gitana tropical, óleo que se tiene como el heraldo de la vanguardia en la plástica de la Isla. No es un retrato costumbrista ni tampoco el de una de esas damas elegantes que tanta fama dieron, entre los que podían pagarlos, a pintores como Menocal, Romañach y Valderrama. Víctor Manuel pintó a una mujer de pueblo, mestiza por añadidura, y hay en su obra un rechazo al arte oficial y a lo “aceptado”, que pone de manifiesto, al mismo tiempo, la repulsa del artista por la sociedad que le tocaba en suerte.
No estaba Víctor Manuel solo en su empeño. Otros artistas quieren limpiar todo lo que hay de académico en temas y formas. Las enseñanzas de los viejos maestros les parecen insuficientes y toman como referentes los modelos de la Escuela de París. Jorge Arche y Arístides Fernández dotan a la retratística de una nueva función. Carlos Enríquez se empeña en construir su “romancero criollo” y con sus personajes, los guajiros de Abela y Gattorno y con los tuberculosos de Ponce, los tipos populares saltan del grabado al lienzo. El paisaje campestre no será solo armonía y exuberancia, sino reflejo además de la miseria humana, mientras que la visión de la ciudad se transforma, con Pogolotti, Hernández Cárdenas y Jorge Rigol, para mostrar también fábricas, obreros, desempleados, gente corriente. Amelia Peláez va en sus naturalezas muertas a la búsqueda de elementos nacionales. Se abandonan los temas bíblicos y mitológicos y los de una historia alejada en el tiempo y se da cabida a la realidad social. La alegoría, tan importante para la Academia, es suplantaba por los símbolos propios de nuestro mestizaje, con énfasis en lo africano. La jungla (1942) de Wifredo Lam es la pieza más importante de esta temática y no son pocos los que la valoran como la obra cumbre de la pintura del Tercer Mundo.
La frustración política llevará al repliegue, ya en los años 40, la afirmación nacionalista de los pintores cubanos. Pierde vigencia el tema social y el artista se refugia en sí mismo. Explota el color y la línea se hace barroca. Mariano Rodríguez da inicio, en 1941 (El gallo pintado) a lo que sería su temática más constante y característica. René Portocarrero, infatigable, va de los interiores del Cerro a la mitología imaginaria para perpetuar, con sus Floras, una visión personalísima de la cubana y ofrecer, con sus ciudades, un mundo pletórico de habaneridad. Sobresalen por su imaginación desbordada Luis Martínez Pedro y, por su rica inventiva, Roberto Diago. Experimentadores son Sandú Darié, rumano avecindado en La Habana, y Loló Soldevilla. Los Arlequines de Mario Carreño entusiasman a Pablo Picasso.
Los Once aparecen en 1953. No son un grupo; no dan a conocer ningún manifiesto. Son Los Once porque ese es el número de artistas (Antonio Vidal, Fayad Jamís, Raúl Martínez, Salvador Corratgé…) que presentaron de conjunto sus obras en la galería de arte de un centro comercial habanero. Su técnica es la abstracción. Para ellos solo cuentan los valores plásticos, sin referencia alguna al mundo circundante. En esa época lo abstracto permeará la plástica cubana, los contornos tienden a borrarse y se hacen resaltar el color y la línea. Con Antonia Eiriz y sus figuras grotescas irrumpe el expresionismo abstracto y gana a algunos pintores que, como Mariano, parecían haberse anclado en lo figurativo. Es surrealista la pintura de Acosta León, y Samuel Feijóo encabeza una escuela de pintores populares.
El triunfo de la Revolución sacude a la plástica cubana. Vuelve la retratística, ahora con los rostros de héroes y mártires. Campesinos y obreros aparecen triunfantes en los óleos de Cabrera Moreno, Adigio Benítez y Carmelo González. Raúl Martínez se vale del pop para reiterar la imagen del pueblo. Hay intentos de pintura mural y proliferan los grabadores (Lesbia Vent, Canet, Peña…). Con Benito Ortiz y Jay Matamoros se reafirma lo naif. Maestros como Portocarrero prosiguen, con nuevos bríos, su quehacer incesante, y Mariano añade al sensualismo de sus desnudos y sus frutas un personaje hasta entonces ignorado, las masas.
Todo un sistema de enseñanza artística se establece en Cuba después de 1959. Los resultados de ese esfuerzo comenzarán a advertirse ya en la década del 80. Y en fecha tan temprana empieza a nacer ya, en nuestra pintura, el siglo XXI.
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