Cien años para Juan Bosch
Ciro Bianchi Ross
En Cuba se sentía como en casa. La tenía como una prolongación de su patria. Había vivido aquí durante casi dos décadas, etapa que definía como la mejor de su vida, y cada uno de sus regresos era para él como una vuelta a la fuente de la juventud. Su mujer y sus hijos eran cubanos y también dos de sus nietas. Cuba fue para Juan Bosch la “isla fascinante”. Y ese es precisamente el título de uno de los libros más célebres.
A Ernesto Guevara lo conoció en Costa Rica y el argentino fue visita frecuente en su casa de San José hasta que decidió trasladarse a Guatemala. Con Fidel Castro trabó relación en los años 40, en los días de la llamada expedición de cayo Confites, cuando unos mil doscientos jóvenes cubanos y dominicanos, reclutados en La Habana, se entrenaron durante meses en esa isleta de la costa norte de Cuba para derrocar a la satrapía de Rafael Leónidas Trujillo. Bosch era uno de los líderes políticos del grupo. Fidel, con 21 años de edad, era teniente y segundo jefe de una compañía de vanguardia.
Aquellos combatientes no lograrían su objetivo. Al saberse de sus propósitos, el general Marshall, secretario de Estado norteamericano, instruyó a Norweb, su embajador en La Habana: debía presionar al presidente cubano Ramón Grau San Martín Grau, que había alentado y apoyado aquella expedición con el concurso de los gobiernos de Guatemala y Venezuela, para que la aplastara “rápida y eficazmente”. Pero Grau no era hombre fácil de presionar. Tal vez por eso se optó por invitar a Washington al mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Estado Mayor del Ejército. Permaneció allá durante los días 15 y 16 de septiembre y a su regreso procedió a desmantelar la expedición que había salido ya rumbo a su destino y que fue interceptada por unidades de la Marina de Guerra cubana. Los barcos de la expedición serían conducidos al puerto de Antilla, en la bahía de Nipe, y una vez allí los expedicionarios serían arrestados.
Se dice que Trujillo recompensó a Genovevo con una crecida suma de dinero. Poco después del fracaso de cayo Confites, Juan Bosch le preguntó directamente, durante un encuentro en la playa de Guanabo, si eso era cierto. El militar rehuyó la respuesta. Dijo que si él no hubiera llegado a impedirla, todos los expedicionarios estarían muertos porque Trujillo estaba alertado y preparado para liquidarlos. Preguntó Bosch entonces cómo había logrado convencer a Grau para que le permitiera hacer lo que hizo. Le dije lo mismo, respondió Genovevo.
Historiadores dominicanos llegaron a la conclusión de que el general cubano no reveló toda la verdad porque si bien el dictador estaba enterado por la Inteligencia norteamericana de lo que se gestaba, no le refirió lo que bien sabía: barcos y aviones de EE UU impedirían la expedición. El presidente Truman acababa de proclamar su política de contención de la influencia soviética y Trujillo era considerado por el gobierno norteamericano un aliado invaluable.
Ante el inminente e inevitable final, Bosch entregó su pistola a Fidel. Al joven estudiante, que presidía el Comité Pro Democracia Dominicana en la Universidad habanera, le pareció humillante regresar arrestado y juzgaba intolerable entregar el barco que lo transportaba. Fue entonces que Emilio García del Castillo, un dominicano conocido como Pichirilo, tomó el mando del barco en cuestión e hizo audaces esfuerzos por eludir la embarcación de la Marina cubana que, con los cañones de proa listos para disparar, lo conminaba a que retrocediera hasta Antilla, donde ya estaba prisionero el resto de los expedicionarios. El objetivo de Fidel era salvar el grueso de las armas que iban en el buque. En definitiva, Fidel no sería arrestado. Se tiró al mar y nadó hasta la costa en un área infectada de tiburones.
Un detalle curioso. Casi diez años después, cuando Fidel preparaba en México la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, que libraría en la Sierra Maestra, pudo contar con el apoyo de Pichirilo, que se sumó al grupo como segundo jefe del yate Granma que trajo a los 82 expedicionarios que encabezaba Fidel . Ya en Cuba, el grupo fue diezmado por fuerzas del Ejército. Algunos consiguieron llegar a la Sierra para iniciar la lucha. Los más fueron asesinados o capturados y enviados a prisión. Pichirilo fue de los diecinueve desembarcados que lograron eludir las persecuciones.
Luego, en 1965, con grados de comandante, combatirá, bajo las órdenes del coronel Francisco Caamaño contra los soldados de la 82 división aerotransportada que, con el apoyo de 40 000 infantes de marina, invadieron la República Dominicana. El 12 de agosto de 1966, durante la presidencia de Joaquín Balaguer, agentes de la Inteligencia dominicana, balearon a Pichirilo. Moriría horas después, el mismo día en que Fidel Castro cumplía 40 años de edad.
FRONTERA IMPERIAL
Con Juan Bosch conversé varias veces durante sus visitas a La Habana y en una ocasión, en 1985, durante el II Encuentro de intelectuales por la soberanía de los pueblos de nuestra América, que tuvo lugar en el Palacio de las Convenciones, le moderé una conferencia de prensa. Era un hombre de buena pinta, elegante, ya con el pelo totalmente blanco. Pese a su edad de entonces, cuando hablaba de la realidad de su país lo hacía como un político a quien todavía quedaba mucha cuerda. Ocupó la presidencia de la República Dominicana durante siete meses, hasta su derrocamiento por un golpe de Estado en 1963, y desde entonces no había cejado en su empeño de retornar al poder, lo que nunca consiguió.
Pero Bosch era también un escritor distinguidísimo. El escritor dominicano más significativo y trascendente; antologado y traducido a muchos idiomas. Publicó unos veinte títulos y su novela El oro y la paz le valió el Premio Nacional de Literatura en 1976, y varios años después su infatigable bregar como periodista se vio recompensado con el Premio Caonabo de Oro, que otorga la Asociación Dominicana de Periodistas y Escritores.
¿Hombre de dos vocaciones, entonces? La literatura por la literatura jamás interesó a Juan Bosch. Su último cuento, “La mancha indeleble”, inspirado en la figura del ex presidente venezolano Rómulo Betancourt, lo publicó en 1960, y la novela antes mencionada, aunque apareció en 1975, estaba pensada, estructurada y escrita desde muchos años antes. Por eso, ya al final de su vida, pese a la buena suerte que corrieron algunas de sus ficciones y lo importante que fue su orientación personal en la formación profesional de otros escritores, como el puertorriqueño José Luis Rodríguez, autor de esos cuentos antológicos que son “En el fondo del caño hay un negrito” y “La noche que volvimos a ser gente”, se consideraba un hombre de una sola y fuerte vocación política a quien le interesó más abordar la realidad de su país que la forma en que se valía para hacerlo. Por eso se estuvo ajeno a las ganancias continentales del arte de narrar de las que fue contemporáneo. Se mantuvo aferrado, incluso en El oro y la paz, a los cánones de la novela tradicional. Con un argumento que transcurre de manera lineal, un predominio de la acción y un desenlace que satisface todas las inquietudes e interrogantes del lector. La crítica destaca el contenido dramático y la enorme fuerza expresiva de esa novela de Bosch y la compara con La vorágine, lo que confirma que el autor se sentía seguro en sus medios y en sus fines.
Ese interés por expresar la realidad del hombre y sus problemas lo llevó a volcarse sobre el ensayo de tema político y social, y también de carácter histórico y económico. En esta línea privilegiaba, por las muchas ediciones que alcanzó, un título como Composición social dominicana, aunque no ocultaba su satisfacción por De Cristóbal Colón a Fidel Castro; el Caribe, frontera imperial, escrito para una gran masa de lectores y que le exigió largos meses de trabajo cuando decidió acometerlo, luego de haberlo pensado durante más de treinta años.
Con Cristóbal Colón, afirmaba Bosch, el Caribe comienza a ser frontera de imperios que luchaban en tierras americanas por preservar y acrecentar sus intereses en ellas. Con la victoria de Playa Girón, protagonizada por Fidel, se inició una nueva etapa en la historia caribeña. La vieja frontera imperial, perdida para las metrópolis europeas en el siglo XIX y reconstruida por los norteamericanos, quedó deshecha en las arenas de Girón cuando el pueblo cubano aniquiló la invasión mercenaria de abril de 1961.
UNA FUERTE LECCIÓN
En 1953, a raíz del asalto al cuartel Moncada, Juan Bosch fue detenido por el tenebroso Servicio de Inteligencia Militar de la dictadura de Batista. Quedó en libertad al comprobarse que no tuvo vinculación alguna con ese suceso. Entró y salió de la Isla varias veces a partir de entonces, pero en 1958 la vigilancia y la persecución de que era objeto por parte de los cuerpos policiales se hizo intolerable y lo obligaron a salir de Cuba. Para vivir había desempeñado aquí ocupaciones disímiles: vendió personalmente los libros que escribía, trabajó como vendedor de un laboratorio farmacéutico, buscó anuncios para publicaciones periódicas y escribió dos programas para la emisora radial CMQ: Forjadores de América y Memorias de una dama cubana. Su situación mejoró cuando la revista habanera Bohemia lo aceptó como colaborador habitual y el presidente cubano Carlos Prío Socarrás (1948-1952) lo contrató para que escribiera sus discursos.
No regresó a La Habana hasta 1974. Su percepción del proceso social cubano había cambiado en esos años.
En los días de la crisis de los misiles, de octubre de 1962, se negó a hacer declaraciones contra Cuba, y mantuvo la misma actitud durante la campaña que lo llevó a la presidencia de su país. Ya en el poder, resistió las múltiples presiones que le exigían una postura condenatoria del gobierno de La Habana.
La invasión norteamericana de 1965 fue un hecho decisivo para Bosch. La lección más viva y fuerte de su vida. Hasta entonces había sido un abanderado de la democracia burguesa. Pero aquella intervención extranjera le hizo comprender que no podía existir una democracia de tipo norteamericana en una nación de América Latina. Se había equivocado en eso. A partir de ahí reconsideró su trayectoria, sus ideas, su existencia misma y llegó a la conclusión de cuanto se había equivocado. Estudió y meditó. Rectificó. No quiso seguir viviendo en la mentira.
Por esa vía concluyó asimismo que el Partido Revolucionario Dominicano, que lo llevó a la presidencia y al que estaba afiliado, jamás podría dejar ser una organización tradicional. Se sintió desencantado de la ejecutoria de esa organización populista liberal y fundó entonces el Partido de la Liberación Dominicana.
Una hermosa lección se desprende de su última novela. En ella, un grupo de hombres anda a la caza de riquezas en la selva boliviana.
De un lado está Pedro Yasic, el usurpador del oro; del otro, Alexander Forbes, que busca y disfruta la paz. Uno es ambicioso y corrupto. El otro, sereno y bondadoso. Hay en la novela un mundo de obsesiones y aventuras que se contrapone al mundo plácido y tranquilo de quien vive lejos de toda ambición desmedida, dedicado a su trabajo creador.
La belleza y la paz, parece decir el novelista, son metas que el hombre debe proponerse alcanzar en la tierra, ya que el oro y el poder complican la existencia humana. Pedro Yasic regresa sin oro y sin paz a la casa de Forbes, que carece de lo primero y a quien le sobra lo segundo. Oro y paz, valores simbólicos en el libro de Juan Bosch.
Este escritor y político dominicano hubiera cumplido ahora cien años. En su país se le recordará por su vertical trayectoria cívica y los lectores de cualquier latitud seguirán alabando la claridad y hondura de su pensamiento. Los cubanos tenemos razones más que sobradas para recordarlo por su larga convivencia entre nosotros y su cariño por Cuba, bien expresado en el libro que le dedicara, Cuba, la isla fascinante.
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