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Paseos

Calles de la ciudad

Calles de la ciudad

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Una de las calles habaneras que más nombres ha tenido a lo largo de su historia, es la de San Juan de Dios, pese a las escasas cinco cuadras de su trazado, desde Aguiar hasta Monserrate o Avenida de Bélica.

              Los primeros habaneros la llamaron Del Padre Sánchez, por un sacerdote de ese apellido, apoderado del Hospital de Paula, que allí vivía.  Un poco más tarde, se le llamó Del Vigía del Morro, por su vecino Don Francisco Evia que tenía ese cargo en el castillo.  Posteriormente, se le conoció como Cerrada de Santa Catalina, al estar cerrado el paso hacia la bahía por el convento de este nombre que allí existió; luego, De la Pólvora, y, más tarde, con mucho sentido del humor, Del Progreso por ser   sitio de residencia de prostitutas y lugar de frecuentes escándalos y riñas.   Con una sola cuadra, entre las  calle de Habana y Compostela, quedaba entonces la que se conocía como San Juan de Dios, porque sobre ella daba  el fondo del hospital homónimo, calle interrumpida o separada de su otra parte por el citado convento.

            A partir del Siglo XVIII, se le conoce como Bomba. Hay dos versiones sobre la razón de ese nombre. José María de la Torre, un autor más antiguo y más próximo a los hechos, ofrece  quizás la más pintoresca.

            Según De la Torre, se denominó así por una bomba que durante el sitio de La Habana por los ingleses cayó en una de sus casas que se encontraba llena de milicianos, y que, aunque explotó,  no mató a nadie.  Por su parte, Manuel Pérez Beato, Historiador de  La Habana a comienzos del siglo XX,  sostenía que debía su nombre a cartel colocado en la fachada de un polvorín emplazado allí  y que decía: "Almacén de pólvora a prueba de bomba".

            Después de demolido  el antiguo convento, como lo fue el hospital, se unieron las dos calles formando una sola vía llamada indistintamente Bomba y San Juan de Dios. En 1923, el Ayuntamiento le dio el nombre de Julio de Cárdenas, como tributo al ex-alcalde municipal que poco antes había fallecido en la casa de la esquina con la calle  Habana y en cuyo lugar se fijó una lápida conmemorativa.  Llama la atención, que, en 1910,  este  alcalde  se había opuesto  a que calles o barrios de la ciudad llevasen  nombres de personas vivas y rechazó el acuerdo del Consistorio de cambiarle sus  nombres antiguos a calles de los barrios de Arroyo Apolo y Jesús del Monte por el de personas que ocupaban en esa fecha cargo de concejales.  Se opuso también a que en los edificios municipales se colocasen lápidas que consignaran  que la obra fue acordada o realizada por tal o cual alcalde municipal. Pero ninguno de esos acuerdos fue respetado por sus sucesores.   Finalmente, en 1936, se dio el  nombre de San Juan de Dios a  toda la  extensión de la vía.  

            Lagunas, calle del municipio Centro Habana que corre paralela a San Lázaro desde Galiano a Belascoaín, no tuvo tantos nombres como San Juan de Dios, pero le pica cerca. Se le conoció en un tiempo como de Los Vidrios, por los muchos que había en ella toda vez que era un basurero. En un momento determinado comenzó a llamarse por su nombre actual, debido a una charca existente en la zona, pero, cuando la laguna se rellenó, se le conoció por el de Seca y, sucesivamente, De las Canteras, San Francisco Javier y Del Baluarte hasta que recuperó el definitivo de Lagunas.

            Y ya que mencionamos a Galiano y Belascoaín, veamos el origen de esas denominaciones.

            Galiano debe su nombre a don Martín Galiano,  ministro interventor en las obras de fortificaciones de la ciudad, quien construyó un puente, que llevó su apellido, sobre la Zanja Real que recorría la actual calle de este nombre y surtía de agua a la ciudad.  Luego, en 1839, se construyó otro puente que permitía el paso  del ferrocarril que salía de la Estación de Villanueva,  que se encontraba en parte de los terrenos donde hoy se ubica el Capitolio.  Hasta 1842,  Galiano estuvo cerrada en la calle San Miguel por una manzana de casas. Desde ahí hasta San Lázaro, Galiano no era Galiano, sino  Montesinos, posiblemente un vecino o comerciante  del lugar.

            Como datos curiosos, añadiremos   que en la esquina de Zanja existió un baño público, que el terreno donde se encuentra la iglesia de Monserrate se conoció por el nombre De la Marquesa, por pertenecer a la marquesa viuda de Arcos y que en el entronque de Galiano con San Lázaro se encontraban las canteras de donde se extrajeron  piedras para  las primeras casas que con  ese material  se construyeron en  la villa.

            En  1917 se  dio a Galiano  el nombre oficial,  que no ha sido modificado nunca, de Avenida de Italia, como Belascoaín recibió, primero, el de Padre Félix Varela, rectificado enseguida por el de Padre Varela, aunque,  como sucede con otras muchas calles,  los habaneros prefirieron seguir llamándolas a la antigua. Belascoaín fue originalmente la Calzada de la Beneficencia, por hallarse el edificio de esa institución al comienzo de la vía, pero el capitán general Leopoldo O’Donnell, Conde de Lucena,  que gobernó la Isla con mano de hierro entre 1843 y 1848, prefirió darle el de un amigo, el teniente general  Diego León, Conde de Belascoaín, muerto trágicamente en España en 1841 sin que hubiera venido a Cuba jamás.

CAMBIO DE NOMBRES

Fue bajo el mando del gobernador Miguel Tacón que se rotularon por primera vez las calles de La Habana y se procedió asimismo a numerar  de los locales. Tal procedimiento se puso en práctica entre 1834 y 1838, y no volvió a hacerse hasta 1937. Dice el historiador Emilio Roig que tras el cese de la dominación española en Cuba, el Ayuntamiento habanero comenzó a cambiar los nombres de las calles de manera caprichosa e inconsulta, sin obedecer orden, plan ni sistema alguno, sino en respuesta a intereses personales, vanidades, razones políticas y adulonería. A veces, reconoce el historiador, el Ayuntamiento actuó movido por la buena voluntad. Pero cada cambio provocaba siempre la protesta del vecindario.

            Así, las calles Cocos y Correa, en Jesús del Monte, pasaron a ser  Alfredo Martín Morales y José Miguel  Gómez, respectivamente;  la Calzada de Luyanó empezó a llamarse Manuel Fernández de Castro, considerado por el Ayuntamiento como un benefactor de la ciudad; Santa Emilia, Antonio de la Piedra, Venerable Gran Maestro de la Gran Logia de Cuba, ya entonces fallecido, y a Melones se le dio el nombre de José Antolín del Cuento, que era el del abogado de los propietarios del reparto donde esa calle se encuentra ubicada. Al Vedado, cuyas calles se identifican con letras y números, le tocó también su cuota de cambios, y la calle 17 fue la Avenida de España, y 11, Fernando Figueredo. Años después, en 1927,  los concejales del Ayuntamiento, en un acto de sublime  guataquería, nombraron Avenida Presidente Machado a 23.  Y, cosa curiosa, ese nombre perduró hasta tres años después de la caída de la dictadura porque nadie recordaba que ese era hasta entonces su nombre oficial. Justo es reconocer en este punto que José Miguel fue totalmente ajeno a que se diese su nombre a la calle Correa.  Ocurrió incluso antes de que tomase posesión de la Presidencia de la República. Y todavía es el nombre oficial de esa calle.

            Fue el propio Emilio Roig, en 1935, quien propuso que se restituyese a las calles habaneras sus nombres antiguos, tradicionales y populares, siempre que no hirieran el sentimiento patriótico del cubano. Los nombres de próceres o de celebridades nacionales de la cultura y de la ciencia con los que se rebautizaron esas calles, debía reservarse, a juicio del historiador, para calles nuevas o innombradas. Proponía además que no se diese a ninguna calle, calzada o avenida nombres de personas vivas o que no tuviesen al menos diez años de muertas, y que no quedara al arbitrio de los dueños de las nuevas urbanizaciones la denominación de sus calles. Los argumentos de Roig tuvieron aceptación por parte de las autoridades.

A CAPRICHO

Del nombre de un vecino que sobresalía entre los demás, de un establecimiento comercial, de un hecho curioso ocurrido en ella, de una iglesia, de un árbol… iban  tomando y variando  las calles  sus denominaciones a medida que La Habana crecía. Aguacate se llama así por el frondoso aguacatero del huerto del antiguo convento de Belén, árbol  talado en 1837. Bernaza, por un panadero de la zona. Gervasio, por Gervasio Rodríguez, propietario de una famosa conejera que se hallaba en la esquina de la calle Lagunas. Escobar, por un regidor del Ayuntamiento que vivió en una de las primeras casas que en ella se construyeron.  Ejido, desde Lamparilla hasta Muralla, se llamó Del hombre caído, por un vecino que tuvo la desgracia de caer desde el techo de su casa. Calle trágica, por lo demás, porque en ella, frente al convento de las Ursulinas, se alzaba la tenebrosa horca, trasladada en 1810 para la explanada de La Punta, donde cayó en desuso en 1830 para dar paso al no menos tenebroso garrote. Por cierto, como las ejecuciones eran públicas, mientras se ahorcaba a un sujeto,  un viejo religioso pedía limosnas entre los presentes a fin de ayudar con lo recaudado a la familia del condenado o propiciarle un entierro decente. Solicitaba  las donaciones al compás de dos campanillas, que hacía sonar con insistencia. Luego, cuenta la tradición, viejas devotas conseguían que el  sacerdote les prestase aquellos adminículos. Las llenaban de agua para dar de beber a los niños. Decían que favorecía la dentición.

REINA Y MONTE

El habanero nunca ha asimilado los nombres oficiales de las  calzadas de Reina y Monte.  Sucede lo mismo con Carlos III.  

            Monte era,  de ahí su nombre,  el camino del campo. Se le llamó primitivamente De Guadalupe, por la ermita donde se rendía culto a esa virgen, y porque conducía al ingenio de ese nombre, en Santiago de las Vegas. Pero ya a mediados del siglo XIX se le denominó de manera oficial Príncipe Alfonso. Un Borbón que llegaría al trono español como Alfonso XII. Por Monte entró Máximo Gómez a La Habana, finalizada ya la Guerra de Independencia, y así la bautizó el Ayuntamiento en 1902. Pero esa denominación  no prendió y sigue sin prender. Reina, llamada así por Isabel II, la de los tristes destinos y los alegres amores,  recibió el nombre oficial de Simón Bolívar en 1918 y muy pocos parecen estar enterados. El uso y la costumbre actuaron también aquí negativamente. Persiste el nombre antiguo y casi nadie la conoce por el nombre honroso del Libertador. Tuvo antes  otros nombres. Camino de San Antonio, por conducir a ese ingenio, en la zona de la actual Plaza de la Revolución, y de San Luis Gonzaga, por una ermita situada a la altura de Belascoaín. Fue la primera salida de la ciudad hacia el campo hasta que la construcción del puente de Chaves sobre Monte permitió el acceso también por esa vía.

(Con documentación del doctor Ismael Pérez Gutiérrez)     

 

 

           

           

           

           

 

 

 

 

 

Su foto al minuto

Su foto al minuto

Ciro Bianchi Ross

 

Antes eran muchos y se les veía donde quiera que hubiera afluencia de público: la Fuente de la India, el Parque Central, la Plaza de la Fraternidad, los jardines del Capitolio… Cubanos y chinos, en una feroz competencia, controlaban  el negocio. Hoy los chinos desaparecieron y solo unos pocos cubanos se concentran frente al último de los lugares mencionados. Saben que todo el que pasa por La Habana quiere ver ese edificio, el más fastuoso de la capital, con su imponente escalinata y su cúpula  que se alza a 94 metros desde el nivel de la acera, y que en su estilo solo es superada   por la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo, en Londres, con 129 y 107 metros de alto respectivamente. El  sitio impone  al visitante a tomarse una foto, y para eso están ellos allí, en espera de quien desee que sus máquinas misteriosas lo perpetúen.

            Son, así se llaman ellos mismos, los fotógrafos minuteros,  capaces de tomar, revelar e imprimir una foto en cuestión de minutos, y de hacerlo con un equipo que parece tener más de magia que de técnica. Una simple caja a la que incorporaron elementos de cámaras fotográficas desactivadas o en desuso, soviéticas e incluso norteamericanas,  y que tiene adosada una manga por la que el fotógrafo trastea en el interior del aparato. Porque esas cámaras antediluvianas, de trípode, ajenas a  cualquier invento reciente, tienen su laboratorio dentro. Antes eran de un tamaño mayor y la manga estaba confeccionada con un retazo  de tela negra. Ahora la manga puede ser   un pedazo de la pata de un pantalón de mezclilla y desaparecieron de los costados de la caja aquellas fotos en forma de corazón o de flores que tanto llamaban la atención de determinados clientes.

            Su principio es el de la cámara oscura. No usa rollo. Se vale de papel fotográfico virgen donde, al abrir el fotógrafo el lente, queda atrapada en negativo la imagen que quiere captar. Lograrla es todo un arte. Sitúa el fotógrafo a su objetivo, lo acomoda en el pedacito de Capitolio que escogió para la foto,  le arregla, si es preciso,  algún detalle de la ropa y, ya en posición detrás de la cámara, le pide que no se mueva. Aprieta entonces el disparador y empieza a contar: uno, dos, tres, cuatro… y a los diez segundos deja de oprimirlo. Por la manga introduce la mano en la cámara. Dentro hay dos cubeticas; una con el revelador y con el fijador la otra. Mete el papel que atrapó la imagen en la primera de ellas y cuenta hasta llegar al minuto, cuando lo pasa a la otra cubeta para darle un minuto más. Todo es cuestión de tiempo más que de vista. Pero con el ojo pegado a una pequeña abertura puede el fotógrafo seguir el proceso mientras que por una ventanita de vidrio especial  que hay al costado del aparato y que abre y cierra a discreción, deja entrar la luz suficiente para ver al sujeto fotografiado sumergido en los pozuelos. Cuando saca el papel, lo seca con una pequeña toalla. El proceso está a punto de concluir. Basta solo llevarlo  a positivo. Lo coloca entonces en una tablita frente a la cámara y, con un lente de acercamiento, lo consigue.

            Ya está lista la foto. La prisa con se hizo conspiró contra su calidad y no es raro que esté desenfocada. Pero el fotografiado paga sin chistar el precio pactado y sonríe contento y  agradecido. Quizás la foto pudo hacérsela él mismo, con esa cámara fenomenal que le cuelga del cuello. Pero se ha dado el gusto de que lo fotografíen con una cámara que no encontrará en ninguna otra parte del mundo y teniendo como fondo el Capitolio de La Habana,  un coche tirado por caballos o una de esos automóviles  imprevisibles que conforman el museo rodante de la ciudad.   

           

De repente en el verano

De repente en el verano

Ciro Bianchi Ross

 

Con la misma facilidad con que se las puso y las usó sin que apenas las necesitara, se desembaraza el cubano de sus ropas de invierno y desde que se anuncia la inminencia de la Semana Santa está ansioso por irse a la playa. Poco importa que falte aún  para el inicio de la temporada. Las noches siguen siendo frescas, pero el calor asoma su oreja peluda y él se siente de repente en el verano. No en balde es este un país que cuenta con unos  330 días de sol al año.

            Para el cubano promedio, la playa es la diversión máxima, la mayor distracción, el mejor de los estímulos, el sitio ideal para ganar o perder el tiempo. El paraíso y la aventura. Un domingo en la playa, gratifica,  compensa del esfuerzo de los días precedentes, aunque a la postre se  termine más cansado que la víspera. Si la estancia es de una semana o más, la alegría desborda los límites e invade a toda la familia. Unas vacaciones en la playa confirman como pocas cosas el carácter gregario del cubano. Parientes cercanos y lejanos, amigos, amigos de amigos, vecinos y conocidos… a todos invita para que también disfruten. Luego habrá que hacer malabares porque la reservación incluía hospedaje y comida para cuatro personas y no para las 16 que aceptaron el convite y terminaron haciendo fila delante del urinario.

            Hay diversos tipos de playeros. El que creyéndose el mejor se traza metas imposibles, invita a competir a cuantos encuentra a su paso y despierta de su sueño olímpico con el  boca a boca que le da el salvavidas que lo rescató. Y el que se pierde en la contemplación de un paisaje que incluye a las muchachas que deambulan por la arena con sus tangas mínimas y adheridas a la generosa anatomía. El que, acorde con los tiempos, quiere cuidarse tanto del sol que más le hubiera valido quedarse en casa. Y el que se  lo coge para él solo y termina con quemaduras de segundo grado en la espalda que lo obligan a buscar asistencia médica y lo colman de preocupaciones y molestias en los días subsiguientes. Hay gente que se achicharra al sol cuando va a la playa. Es la forma que tiene de demostrarle  a los demás donde pasó su asueto.

            Pese a que las ofertas recreativas se multiplican aquí durante los meses de verano, ninguna supera a la de la playa. No siempre fue así. En el lejano ayer, las familias más opulentas lo  pasaban  fuera de La Habana, bien en el campo o en la periferia y  aprovechaban la cercanía de los ríos para procurarse ratos de solaz y esparcimiento, hasta que poco a poco surgieron en la costa  los llamados “baños”; playas artificiales que la construcción y las sucesivas ampliaciones del Malecón habanero terminarían tragándose en el siglo XX.  Todavía en 1930 Varadero era un paraje desierto y casi desconocido, las playas de Marianao comenzaron a explotarse en la década del 20  y no fue hasta después de 1944 cuando  las Playas del Este de La Habana contaron con  un acceso fácil y rápido. Entre esos años el cubano se quitó la chaqueta,  desanudó la corbata y soltó el sombrero  para portar la cubanísima guayabera y quedar, a la larga, en mangas de camisa a secas.

Hoy los más jóvenes vuelven a privilegiar los baños en la costa y, con el pretexto del calor, el vestuario y las costumbres siguen simplificándose con olvido de que el clima siempre ha sido en Cuba más o menos el mismo. A partir de 1771 los habaneros dispusieron del hielo, traído  desde Veracruz y Boston,  para mitigarlo, si bien comenzó a importarse con fines medicinales. Los arquitectos coloniales aprendieron a sacarle el mayor partido posible a las brisas. Se vivía de cara a la calle,  con las ventanas abiertas y las familias se reunían y recibían en el lugar más fresco de la casa. Quedaba aún el recurso del abanico que, con sus revoloteos y cierres, trasmitía un lenguaje de coquetería en que fueron expertas las cubanas.

 Las aguas del mar regalan en Cuba una temperatura promedio anual de 25ºC. Por eso se dice y se repite que es posible disfrutar de sus playas durante todo el año. No es un mero slogan publicitario. Es la verdad monda y lironda.   

           

           

 

Zoológicos

Zoológicos

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

El primer zoológico con que contó La Habana pasó sin pena y sin gloria.

            No se piense en una instalación como las que conocemos hoy, sino en algo modesto, bien modesto, tanto que en sus comienzos se limitó a un estanque rectangular que tenía en el centro una representación en miniatura de la Isla y en el que se exhibían dos pequeños cocodrilos. La muestra, sin embargo, gustó tanto a los vecinos de la zona del Campo de Marte, en una de cuyas esquina se emplazaba, y, sobre todo, a los niños, que su creador decidió ampliarla con varios corrales para dos o tres  flamencos, unas cuantas grullas y algunos  patos y sendas jaulas para un venado y un mono.

            El autor de la obra fue José Díaz Vidal, un modesto empleado de la Secretaría (Ministerio) de Obras Públicas al que apodaban Cheo y se ocupaba de la jardinería del referido Campo. La construyó con su propio dinero y con la ayuda que le prestaron sus compañeros de trabajo. Poco se sabe acerca de aquel diminuto zoológico. Emilio Roig, en su libro La Habana: apuntes históricos, dice que comenzó sus exhibiciones en 1909 y que cuando desapareció contaba ya con unos 900 animales, pero para  el profesor Abelardo Moreno Bonilla la muestra nunca fue más allá de  aquel puñado de animales de que se habló antes.

            Fuera de una manera o de otra, el caso es que aquel  zoológico  desapareció cuando Carlos Miguel de Céspedes,  secretario de Obras Públicas en el gobierno de Machado, se empeñó en transformar el viejo Campo de Marte en la actual Plaza de la Fraternidad, con motivo de la celebración en La Habana de la Sexta Conferencia Internacional Americana de 1928.

            Ya para entonces habían existido  otros establecimientos similares, pero no abiertos al público.  En la Quinta de los Molinos, residencia de recreo del Capitán General,  hubo, para solaz y esparcimiento de los gobernadores españoles, una incipiente colección zoológica conformada en lo fundamental por aves acuáticas y algunas otras especies. Existió  otra colección zoológica en una finca que la Compañía de Jesús tenía en la barriada habanera de Lawton y que debió ser visitada con fines recreativos e instructivos por alumnos del Colegio de Belén cuando ese prestigioso centro docente radicaba en La Habana Vieja y no en Marianao. A esa finca, que yo conocí desde fuera en los años 50, cuando todavía pertenecía a la Iglesia,  le llamaban La Granja y tenía uno de sus límites en el parque de la calle B, espacio que quizás en un tiempo fuera parte de dicho predio.

            En un recuento como este no puede quedar fuera la colección de monos, en espacial chimpancés y orangutanes, que tenía Rosalía Abreu en su casa quinta de Palatino, en el Cerro.

            Todavía existe la casa. “Se trataba, dice Moreno Bonilla, de una gran residencia rodeada de muchos árboles y jardines delimitada por una cerca de ladrillos, en la que la señora Abreu había hecho construir instalaciones especiales para un grupo numeroso de antropoides, a los que daba esmerada atención. A varios de los chimpancés les dio un entrenamiento especial que les permitía vivir en la casa libremente y hasta sentarse a la mesa para recibir sus alimentos”. Allí se reprodujeron orangutanes. Nunca antes en el mundo esa especie se había reproducido en cautiverio. Corría la década de los 20.

            Rosalía Abreu murió y la llamada “Finca de los Monos” fue desactivada rápidamente. Sus herederos vendieron parte del terreno y los antropoides fueron a parar a zoológicos norteamericanos. Años más tarde, el doctor Moreno Bonilla tuvo la satisfacción de comprobar en el zoológico de Filadelfia,  a donde se trasladaron ejemplares de aquella  colección, que los orangutanes de Rosalía seguían reproduciéndose. Descendiente de ese grupo fue la pareja que Moreno adquirió para el Jardín Zoológico de La Habana. Se llamaban, para perpetuar el nombre de sus progenitores, Guas II y Guarina II.

       Pero no coloquemos la carreta delante de los bueyes y vayamos por partes.

VICISITUDES Y DEMORAS

Porque no fue hasta 1937 cuando Moreno Bonilla y otros profesores de la Universidad de La Habana, como los doctores Nicolás Puente Duany y Carlos G. Aguayo, comenzaron a gestar la idea de construir un parque zoológico para La Habana. Como no disponían de otro dinero que el que ellos mismos aportaban, crearon un patronato  para impulsar el proyecto. La iniciativa  no cayó en el vacío pues al año siguiente, el presidente Federico Laredo Bru dispuso por decreto la creación del Jardín Zoológico Tropical y designó una comisión “para que organice el Patronato Nacional  que allegará los fondos necesarios  para establecerlo y desarrollarlo”. Por decisión presidencial  el ministro de Educación supervisaría el avance de los trabajos y el Patronato quedó conformado por delegados de todos los organismos e instituciones que tenían relación o responsabilidad con el mundo animal.

            Ya para entonces Moreno y el resto de los profesores universitarios del grupo inicial habían estudiado las áreas de la ciudad donde podía emplazarse el zoológico, y eligieron la finca La Rosa, entre la Calzada de Aldecoa y el río Almendares, donde estaba situado el Vivero Forestal del Ministerio de Obras Públicas, así como los grandes talleres y el parqueo para vehículos desactivados o decomisados por ese organismo. Aquí el relato se empata con el inicio de esta historia pues el jefe del Vivero no era otro que Cheo Díaz Vidal, aquel modesto jardinero del Campo de Marte que había logrado ascender en su vida laboral. De más está decir que Díaz Vidal acogió con júbilo el proyecto y cedió espacio y dio facilidades para que en áreas a su cargo se construyeran  jaulas y corrales para los animales.

El asunto, sin embargo, no marchaba con la rapidez esperada. El Patronato, cuya organización se dispuso en 1938, no se constituyó hasta cinco años después, en 1943. Su presidencia de honor recayó en el sabio naturalista don Carlos de la Torre, y la presidencia ejecutiva en el doctor Puente Duany, mientras que Carlos G. Aguayo y Abelardo Moreno Bonilla asumían la dirección y la vicedirección, respectivamente. Pero los caudales  seguían siendo escasos pues  a los aportes que  gestionaban entre particulares   los  miembros del Patronato se sumaba una escasa ayuda oficial. Así, el Ministerio de Agricultura contribuía con los sobrantes anuales de los fondos del Negociado de Caza y Pesca de la Dirección de Montes, Minas y Aguas de esa entidad, y facilitaba además dos obreros para las tareas de construcción y mantenimiento. Otros tres obreros y algunos materiales aseguraba el Ministerio de Obras Públicas, en tanto que el Gobierno Provincial garantizaba un crédito de 500 pesos al año y el Ayuntamiento habanero hacía una subvención de 4 200 pesos anuales.

Con ese dinero, más el cobro de cinco centavos por la entrada y la cuota anual de un peso para el Miembro Protector, categoría que se otorgó a aquellos que querían contribuir al desarrollo del zoológico, echó a andar el nuevo establecimiento con las  exhibiciones y servicios recreativos y de educación para los visitantes. En 1944, el Jardín Zoológico contaba ya con 180 animales, de los cuales 95 correspondían a especies de aves y 39 a reptiles.

Pero el terrible ciclón del 44 arrasó con todo.

ESPLENDOR Y DESPUÉS

El Patronato carecía de dinero para la reconstrucción del Zoológico y el Ministerio de Obras Públicas asumió su administración. Estaba en el poder el doctor Ramón Grau San Martín y un vasto plan de construcción se hacía  evidente en la ciudad. Se proyectaron plazas y plazoletas, se erigió la Fuente Luminosa, se edificó el Barrio Obrero  y se trazaron nuevos viales, entre ellos, la Vía Blanca. Se propició, en la intersección con la Calzada de 10 de Octubre, el enlace de las calles  Dolores y Lacret. Se construyó la avenida 26… Es entonces que el ingeniero José R. San Martín, el ministro de Obras Públicas que era  primo del Presidente, decidió incluir el Zoológico como una extensión de esa doble vía que dividió en dos la finca La Rosa.  A partir de enero de 1948 el Negociado de Arquitectura de Ciudades y Parques, de Obras Públicas,  se hizo cargo del establecimiento, que poco después sería  adscrito al Departamento de Urbanismo del propio Ministerio. La entrada principal quedó frente a 26 y no sobre Aldecoa, como era hasta entonces.

            Es en esa época cuando se construyeron las instalaciones generales del acueducto y el alcantarillado de la instalación, las calles interiores, el foso de los leones y el de los osos, algunas jaulas… Fue una era de esplendor. Pero se cometió una falla grave: se echó a un lado, no se le dio participación alguna en el proyecto a profesionales  que, con su experiencia,  mucho pudieron haber ayudado a hacerlo mejor.

            Carlos Prío, que sucedió a Grau en la Presidencia, no dio atención alguna al Zoológico, y con Batista, después de 1952, la cosa fue de mal en peor pues el gobierno pasó la responsabilidad de la atención y mantenimiento de la instalación a la Organización Nacional de Parques y Áreas Verdes (ONPAV) institución autónoma dirigida por el dócil y obediente Leonardo Anaya Murillo, batistiano hasta la médula que utilizó en su beneficio personal las asignaciones presupuestarias incrementadas ampliamente. El autor de esta página conserva un recuerdo doloroso de ese periodo. El Zoológico, en general, lucía  sucio y desatendido y los animales, desnutridos, se morían de hambre en sus jaulas.

OTRA VIDA

 

Ese fue el Zoológico que encontró la Revolución. El nuevo gobierno debió enfrentar en aquel año de 1959 realidades políticas y económicas muy urgentes y delicadas, y aun así tuvo presente al Zoológico desde el primer momento. Se designó como director al doctor Moreno Bonilla y se procedió a ampliarlo en la medida que lo permitiesen las edificaciones circundantes.  Ocuparía entonces un área de    caballerías (23 hectáreas) lo que incrementó su superficie en un 40%, y se planificó como un centro  de nuevo tipo, con una concepción que eliminaba cercas y rejas donde fuera posible y se valía de árboles y plantas para separar las exhibiciones contiguas. Los caminos interiores, que eran rectos, se hicieron sinuosos a fin de romper la visión de continuidad y evitar que al visitante, al estar frente a una exhibición, desviara su atención hacia lo que venía después. Al propio tiempo se proyectaba la ampliación del ya existente Parque Zoológico de Santiago de Cuba y se estudiaba la posibilidad de construirlos en otras ciudades. Fue ese año de 1959 cuando nació el proyecto de construir en las afueras de La Habana el Zoológico Nacional, con toda la superficie que requiriera y donde los animales se exhibirían  en condiciones similares a las que tienen en los lugares donde viven de manera habitual.

(Con documentación de Carlos A. Álvarez Bianchi. Fuentes: Textos de Emilio Roig y Abelardo Moreno Bonilla)

  

           

           

           

           

           

De la mágica cubanía

De la mágica cubanía

Ciro Bianchi Ross

Foto Mayra

 

Los carnavales, las parrandas de Remedios y las charangas de Bejucal son las fiestas populares más genuinas y cubanas. Su origen se pierde en la noche de los tiempos, y todas, en su devenir, evolucionaron y se enriquecieron sin perder la esencia. En ellas el cubano se divierte y disfruta a plenitud.

            Aunque los carnavales se celebran a todo lo largo y ancho del país, son los de las ciudades de La Habana y Santiago de Cuba –cada uno con sus características- los más connotados. Más de espectáculo el primero, más de participación el otro, ambos festejos, con sus paseos y desfiles, las evoluciones de las comparsas, los disfraces, las máscaras y una música contagiosa, nacieron en los días de la esclavitud cuando los negros recibían, el 6 de enero de cada año, el permiso de sus amos para salir a la calle y entonar sus cantos y marcar el paso de sus bailes al son de los instrumentos que la nostalgia les hizo reconstruir en estas tierras.

            Fue un cura católico, sin querer, quien dio origen a las parrandas en el viejo poblado de Remedios, en la región central de la Isla. Cuentan que el párroco, para convocar a sus feligreses a las misas de aguinaldo –entre el 16 y el 24 de diciembre-,  no halló modo mejor que despertarlos, de madrugada, a fuerza del ruido infernal de latas llenas de piedras, cacharros de cocina y otros “instrumentos” nada armónicos, de manera que, imposibilitados de dormir, concurriesen a la iglesia.

            En el nacimiento de las charangas de Bejucal intervinieron también los esclavos que, tras la misa del gallo, bailaban al compás del tambor alrededor del templo de esa localidad de La Habana profunda, mientras que blancos y mulatos disfrutaban del espectáculo que regalaban aquellos negros que con movimientos frenéticos invocaban a sus dioses.

            No tardaron las charangas en convertirse en escenario de la aguda confrontación entre españoles y criollos, y surgieron así los bandos de los malayos, que agrupaba a los primeros, y el de los musicangas, donde se concertaban negros –esclavos y no- mulatos y blancos que seguían el furioso compás de los tambores, mientras que los malayos desfilaban muy tiesos, en actitud casi marcial, al ritmo de su banda. Así llegó el siglo XX y esos grupos recibieron nuevos nombres. Musicanga pasó a ser La Ceiba de Plata, con su distintivo color azul y el alacrán como símbolo. Malayo se llamó La Espina de Oro y se decidió por el rojo y el gallo. Hasta hoy.

            En Remedios, la iniciativa del cura agradó a la muchachada y poco después cada uno de los dos barrios en que se dividía la ciudad contaba con su cuadrilla de músicos infernales, quienes poco a poco cambiaron su instrumentación y perfeccionaron su ritmo para convertirlo en el actual “repique” de gangarrias, rejas, botijuelas, cencerros y tamboras que identifica a las parrandas remedianas.

EL CARMEN Y SAN SALVADOR

En cada Navidad, los moradores de un barrio acudían a despertar a los del barrio vecino mientras que el suyo era a su vez invadido por estos… Así se arribó al año de 1871 y a partir de ahí las parrandas cobraron la estructura que en lo esencial mantienen todavía.

            Se trata de una fiesta que se prepara a lo largo de todo el año, y exige esfuerzos y recursos como ninguna, y dura menos de doce horas.

            El baile no es lo fuerte en ella, y la sabrosa música cubana cede el lugar protagónico a la polka europea. No hay mascaradas ni disfraces ni congas detrás de las cuales la gente baile por las calles. No es un carnaval ni un espectáculo, sino una celebración en la que toda Remedio se vuelca y participa de alguna manera, primero en la construcción de las carrozas y los trabajos de plaza –verdaderas obras decorativas monumentales- y luego en la festividad misma.

            Una línea que se traza sobre el asfalto divide en dos el centro de la ciudad. De un lado estarán los habitantes del barrio de San Salvador; del otro, los de El Carmen. Ambas barriadas esperan que las campanas de la Parroquial Mayor indiquen que son las nueve de la noche del 24 de diciembre para empezar las hostilidades. Porque las parrandas son una “guerra” en la que cada barrio en un frenesí de pirotecnia, derrocha sus fuerzas para superar  al rival  en ruidoso alarde de estallidos de cohetes, voladores, cascadas de luces y fuegos de artificio.

            Cada barrio hace sus “presentaciones” por separado. Hay, para cada contendiente, una presentación inicial, que se llama “saludo”, seis salidas más de treinta minutos cada una y una presentación final en la que se intenta “echar el resto” y demostrar quien se es a estrépito limpio.

            Porque la gracia de las parrandas remedianas, lo que las hace singular, es la cantidad y el lucimiento de los cohetes, voladores, cascadas de luces que cada bando gasta en ellas. Una guerra simulada que termina sin vencedor ni vencido porque ya en la mañana los dos barrios se proclaman victoriosos y “corren” el triunfo con su música.

LA NOCHE MÁS LIBRE

 

No hay suceso del acontecer de Bejucal que quede fuera de sus charangas, una fiesta en la que coinciden la música, la danza, el teatro, la artesanía. Tampoco pasan inadvertidos en la celebración los acontecimientos trascendentales del país. Los incorpora y quedan grabados como huellas definitorias del desarrollo expresivo, conceptual y artístico de una fiesta que sobresale por su magia, sus tambores, su cabildo y por esos personajes como la Macorina, la Mujiganga, el Yerbero, la Bollera y la Culona que ponen una nota más de alegría en el duelo fraterno que entablan, en los días finales de cada año, La Ceiba de Plata y La Espina de Oro, el alacrán y el gallo,  en defensa de sus colores respectivos.

            Los carnavales de La Habana y Santiago tienen lugar en las noches de nuestro ardiente verano. En la capital, a lo largo del mítico Malecón. En los de Santiago, más coloridos y vigorosos, los integrantes de sus paseos o comparsas hacen un extenso recorrido por la ciudad seguidos por las congas que son, se dice, el vínculo directo con la génesis del carnaval, el ritmo puro y vivo sostenido por tambores, campanas estridentes y la aguda corneta china cuyo sonido identifica a cada barrio.

            Al igual que el  de Santiago, el de La Habana evolucionó y sigue siendo el mismo cuando el retumbe de los cueros marca el ritmo y fluye la música, incontenible como las olas del mar sobre el muro Malecón inmediato, para llenar la noche de alegría, de ganas de vivir y de disfrutar una libertad más libre porque es la noche del carnaval de La Habana.

           

 

             

 

Hitos en el tiempo

Hitos en el tiempo

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Soy, y desconozco si la expresión es correcta, una suerte de obituario viviente, Llueva, truene o relampaguee, no dejo de detenerme ante cuanta tarja, placa, busto o monumento que  encuentro a  mi paso. Con algunos mantengo una complicidad especial, como con la cabeza del gran periodista cubano Manuel de la Cruz emplazada  en Prado y Neptuno. Cada vez que discurro por esa esquina, le digo: “Adiós, don Manuel”, y creo que él me responde el saludo. Es un monumento  poco afortunado. Una vez un vehículo salido de  cauce lo hizo añicos. Lo recompusieron o restituyeron, no sé. Como el busto del autor de Cecilia Valdés, ubicado al fondo de la Iglesia del Ángel. Una tarde, en esas horas del diablo que son las que siguen al mediodía, lo bajaron de su pedestal con el ánimo de sustraerlo. Pero los vecinos, convocados a la voz de “¡Nos roban a Cirilo!”, dieron caza a los ladrones.

            El gran caricaturista Juan David me dijo una vez que los monumentos servían para que la gente se olvidara de los personajes monumentados. Por suerte, el mundo no es tan dramático como lo pintan los humoristas. Un monumento no solo recuerda a determinada persona, sino que sirve para que esa persona, que en  un momento alcanzó  notoriedad, siga viviendo con  ella entre nosotros. Sobre todo en esa estatuaria que humaniza al personaje, lo baja a ras de suelo  y lo convierte en uno más de su entorno. Tal es el caso de  esas  figuras populares  a las que el escultor Félix Madrigal  puso a caminar  con el transeúnte en el bulevar de Sancti Spíritus. O  Hemingway que,  esculpido por José  Villa,  bebe su daiquirí, con doble cantidad de ron y sin azúcar, en la barra del Floridita. O el Caballero de París, obra de Villa asimismo, que prosigue su eterna caminata esta vez  por  las inmediaciones del convento de San Francisco.

            Los que lo conocimos, no podemos representarnos al Caballero más que caminando. Con su melena, su capa negra, sus libros y papeles. En su deambular, cambiaba de “morada” cada cierto tiempo. Unas veces se establecía en los portales de las Lámparas Quesada, en Infanta y San Lázaro. O en el Parque de los Filósofos, en La Habana Vieja. O en 23 y l2. Llegaba a un establecimiento gastronómico y no mendigaba;  exigía. Y se le daba de buena gana la comida  porque en definitiva era el Caballero. Un Caballero  que no había nacido en Cuba, pero sin quien resultaba imposible concebir la ciudad. Solo una vez conversé con él. Cuando ya enfermo y muy depauperado lo internaron en el Hospital Siquiátrico. No me dijo mucho. Pero sin que  se lo pidiera, quiso dejarme un recuerdo. Reclamó  papel y lápiz y trazó su auto caricatura. Puse yo la fecha, y él firmó: “París”.

            Claro que hay estatuas que se las traen. Como la desnarigada del tiránico monarca español  Fernando VII, a la vera del Castillo de la Fuerza. Porta la figura de mármol un pergamino  enrollado en su mano derecha. Pero si se le mira desde los portales del Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto Cubano del Libro, ese pergamino que le sale al tal Fernando desde más debajo de la cintura parece otra cosa y lo convierte cuando menos en un rey exhibicionista. O con deseos de orinar. El poeta e improvisador Justo Vega merecía mejor suerte en su estatua de La Palma, en Arroyo Naranjo. Más que un monumento al decimista, lo parece a su guayabera.

            Si la historia de La Habana antigua y moderna puede contarse también a través de sus plazas –la de Armas, la de la Catedral, la Plaza de la Revolución- otra de sus posibles historias podría escribirse a partir de sus fuentes y estatuas.

            Algunas alcanzan su monumentalidad por el recuerdo que perpetúan. Otras ganan esa condición por su valor artístico, una belleza que se añade a toda la historia que acumulan o vieron desfilar.

            La más remota sería quizá la preciosa Fuente de los Leones, en la Plaza de San Francisco. La más reciente, algunas de las ya mencionadas. O, mejor, el busto de Federico García Lorca, obra del escultor Madrigal, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz, en El Vedado.

 FUENTE DE LA INDIA

La figura central de la Fuente de la India, se adorna con plumas y la custodian cuatro delfines. Se ubica frente al Parque de la Fraternidad y simboliza a La Habana. De ahí que se le conozca también como la estatua de La Noble Habana. Data de 1837 y es obra del italiano Gaggini, el mismo artista que un año antes esculpiera la Fuente de los Leones. De 1838 es la Fuente de Neptuno, ejecutada en mármol de Carrara, como las anteriores, y en piedra dura de Artemisa. El dios aparece en ella en actitud pensativa, se apoya en su tridente y tiene a su espalda dos delfines. Fue un regalo del despótico gobernador Miguel Tacón al comercio de la capital y después de varios desplazamientos –llegó a estar en el parque Villalón, en el Vedado- volvió a su sitio original en la Avenida del Puerto. En la Plaza Vieja, la más interesante de La Habana antigua luego de las de Armas y la Catedral, hay también otra fuente de muy reciente construcción, fruto del arduo y costoso quehacer que devolvió a ese sitio su esplendor pasado.

            De más acá, de mucho más acá en el tiempo, es la Fuente de la Juventud, en la confluencia de Paseo y Malecón. Se inauguró en 1978, en ocasión de la oncena cita mundial de los jóvenes y los estudiantes que tuvo a la capital cubana por escenario. Y entre otras, hay una más, ineludible en este recuento, la Fuente Luminosa, en la Avenida de Rancho Boyeros, frente a la Ciudad Deportiva. Se emplazó en los años 40 del siglo pasado, y los habaneros, con picardía, le han llamado siempre “el bidet de Paulina”, en alusión a la Primera Dama de la República en los tiempos en que se construyó.  

UN CRISTO CUBANÍSIMO

El Cristo de La Habana, obra de la cubana Jilma Madera, merece un alto en el camino. Es una estatua colosal, con sus 15 metros  de altura, que se asienta en un pedestal de tres. Como se ubicó en una colina, alcanza una altura total de 79 metros  sobre el nivel del mar, lo que lo hace visible desde muchos sitios de la capital.

 Es en su tipo la más alta y una de las de más volumen en todo el Caribe y, sin duda, la mayor ejecutada por una mujer para su exhibición al aire libre. Por su ubicación, recibe y despide a todas las embarcaciones que usan el puerto habanero.  La artista utilizó como modelo a su amante. Es muy varonil la apariencia de ese Cristo con sus brazos musculosos, las manos fuertes, la mirada desafiante, la frente amplia, el mentón altivo, los labios sensuales. Una imagen cubanísima y humana.

Una escultura vinculada a las luchas estudiantiles y revolucionarias es la del Alma Máter, en lo alto de la escalinata de la Universidad de La Habana. Es obra del artista checo (o yugoslavo) Korbel, que la esculpió entre 1919 y 1920.  Un año después se emplazaba frente al Rectorado, en un terreno todavía rústico, y más o menos en el mismo sitio quedó situada al construirse, en 1927, la escalinata monumental.

El grupo escultórico del Capitolio sobresale por su alegoría y tamaño colosal. La primera imagen, de bronce, representa a la República y  mide 11,5 metros desde la base a la cabeza, cifra que no incluye la lanza y el brazo. Si se tiene en cuenta el pedestal, de dos metros y medio, se eleva a una altura total de 14,6 metros. Pesa treinta toneladas. Las otras dos, de bronce verde florentino y 6,70 metros de altura, pesan quince toneladas cada una.  La República, en su estatua, está representada por una mujer joven,  revestida de una túnica, que lleva casco, lanza y escudo. Muy poco se sabe acerca de la cubana que sirvió de modelo para ella al escultor italiano Zanelli, el mismo que erigiera en Roma el Altar de la Patria en honor al rey Víctor Manuel.

MALA SOMBRA

Otros monumentos fueron y ya no lo son. Como la escultura que remataba al que se erigió a las víctimas del acorazado Maine, cuya misteriosa explosión en el puerto de La Habana (1898) dio pretexto a Washington para intervenir en la guerra que por su independencia sostenía Cuba contra España y adueñarse de los destinos de la Isla. A comienzos de los años 60 del siglo pasado, el pueblo derribó el águila soberbia que se posaba en triunfo sobre las columnas del monumento. Picasso prometió entonces enviar una paloma que sustituiría al águila derribada, y, haciéndose eco de esa promesa, Juan Marinello publicó en Bohemia un artículo con el título de “La paloma de Picasso volará sobre La Habana”. Pero la paloma que ofreció el famoso malagueño nunca llegó.

El monumento al Maine, de todas formas,  tenía mala sombra. El presidente Menocal, mediante un decreto, dispuso su construcción en 1913, pero, por falta de fondos, demoró años en erigirse y  no se inauguró hasta el 8 de marzo de 1925, un mes después de que frente a su emplazamiento se sepultaran definitivamente en el mar los últimos restos del Maine extraídos del fondo de la bahía habanera.  El ciclón de octubre de 1926 lo destruyó y hubo que reconstruirlo. Con los restos de los destrozos, se esculpió una columna que el dictador Machado regaló al presidente norteamericano Caldvin Coolidge en 1928.

 Otro monumento que "fue" es el de Tomás Estrada Palma, primer Presidente de la nación; el hombre que abrió las puertas del país a la segunda intervención militar norteamericana en 1906. De su escultura, en la calle G, cerca del Malecón, quedan solo los zapatos. Del monumento al presidente Alfredo Zayas, en el parque situado al fondo del antiguo Palacio Presidencial (hoy Museo de la Revolución) no quedó ni memoria.

El que en 1919 se erigió en recuerdo  del general independentista Alejandro Rodríguez atrae al  paseante. Se construyó con granito rojo de Ravena y figuras en bronce. Sobre un pedestal se alza la estatua ecuestre del evocado. . Rodríguez era el jefe de la Guardia Rural cubana en tiempos en que alistados de ese cuerpo armado dieron muerte al general Quintín Bandera, que no tiene aún el monumento que se merece, sino uno  en el parque Trillo que, por su modestia, contrasta lastimosamente con el de Rodríguez.

MARTÍ

La estatua de José Martí (1905) en el Parque Central habanero es el primero de los monumentos que se alzaron en la Isla en recuerdo del Héroe de la Independencia. Muchos otros se le dedicarían.

 Ninguno de ellos, sin embargo, tiene la majestuosidad del de la Plaza de la Revolución. Impacta y admira con su altura de más de 112 metros desde la calle. En su armazón se utilizaron 20 000 metros cúbicos de hormigón, 40 000 quintales de acero y 10 000 toneladas de mármol blanco. La estatua del Apóstol –18 metros-  es también de mármol, y se ve en ella sentado, en actitud meditabunda, cubierto por los pliegues de una toga.

Ante esa estatua, imagen y recuerdo, se han efectuado en Cuba las más grandes concentraciones populares y un pueblo victorioso ha ratificado su apoyo a la Revolución y a su líder.

 

Cervezas en Santa María del Rosario

Cervezas en Santa María del Rosario

Ciro Bianchi Ross

 

Hacía un calor tan desesperante como el de ahora y yo tenía una sed terrible luego de haberme movido durante horas por el poblado. Tenía unas ganas locas de tomarme un par de cervezas para espantar el calor y el cansancio y alguien me sugirió que visitara El Mesón, restaurante que daba servicio en la mismísima casa solariega de los condes de Casa Bayona. Busqué el sitio recomendado, nada difícil de encontrar, pero  por esas cosas que sólo ocurren en Cuba, como si la gente comiese únicamente los fines de semana, no abría ese día al público. Aun así mi deseo se haría realidad pues en el patio, con mesas acomodadas entre los árboles, estaba la cervecera, con su cerveza áspera y dura, de a seis pesos la botella chusmita y sin etiqueta, que era posible acompañar, sin embargo, con un platillo de masas de cerdo fritas, discretísimas, pero suaves y fragantes, como deben ser, y una ración generosa de plátanos tostones, elaborados como Dios manda. Pese a ser un establecimiento de barrio, la cervecera de la casa de los condes de Casa Bayona tenía clase.

            No sé si por los precios que, a pesar de, no eran altos, o por la hora, el lugar estaba casi desierto. Era una maravilla estar allí, en aquel sitio casi bucólico, tranquilo, agradable y acogedor y no preciso ya si por eso o porque la atención era realmente exquisita, me fui embullando y de las dos cervezas previstas llegué a la tercera, pasé a la cuarta, y con la lengua ya tropelosa, ordené la quinta, no sin que el camarero me advirtiera que desistiera de mi empeño. Pero nada podía importarme a esas alturas pues tenía hecho y bien guardado el trabajo del día.

            Este periodista, que se precia de conocer bien la geografía cubana, no había estado nunca antes en Santa María del Rosario. Omisión imperdonable ya que esa joya de la Cuba profunda, fundada en 1732 por el primer conde de Casa Bayona, se encuentra  sólo a 25 km al este del centro de La Habana.

            A las cualidades casi milagrosas de sus aguas medicinales y al esplendor de su iglesia, donde se rinde culto a la virgen del Rosario, debe su fama esta villa de poco más de 3 000 habitantes y que hoy es un consejo popular, un barrio, del municipio del Cotorro. No deja de ser paradójico porque el Cotorro, que se fundaría casi un siglo después, empezó por allí, pero en 1930 la Carretera Central dejó a un lado el poblado original y propició el desarrollo del Cotorro, y a ese sitio se trasladaron, después de 1959, el juzgado, la estación de policía y la casa consistorial.

             Apenas sin industrias ni edificios altos y modernos, regalando al visitante la apariencia de un pueblo calmo y limpio de la Cuba rural y aldeana, Santa María del Rosario quedó enquistado en su historia  Una historia de la que puede ufanarse y que busqué para mi reportaje en una localidad que en 1946 el presidente Grau dio título de Monumento Nacional.

            Su iglesia asombra por su techumbre de maderas preciosas. Sus altares son de cedro y oro y de cedro cromado en oro las imágenes de bulto de San Francisco y San Antonio que se veneran en el templo. Son de mucha cuenta las obras de arte que allí se exhiben, entre ellas las cuatro pechinas, que no vi por hallarse en proceso de restauración, de Nicolás de la Escalera, el primer pintor cubano del que se tiene memoria.

.Esas y otras informaciones las tenía yo anotadas y las llevaba sobre todo en la memoria y podía permitirme la quinta cerveza y otras más incluso. Me sentía, por otra parte, con  el derecho de estar allí porque en definitiva yo había sido amigo del último propietario de la casa que daba asiento al restaurante y a la cervecera, José María Chacón y Calvo, sexto y último conde de Casa Bayona que solo reivindicó su título en 1956 ante la certeza de que se perdería si no lo reclamaba, lo que lo convertía en el menos aristocrático o el más plebeyo de todos los nobles cubanos y que se hubiera alegrado de que ese restaurante y esa cervecera se instalaran en la casa donde nació aunque solo fuera para que su amigo, aquel pobrecito periodista que era yo cuando lo conocí, treinta años después de su muerte se emborrachara en sus predios como un perro.

          

Calles de La Habana

Calles de La Habana

Ciro Bianchi Ross

 

La Calzada de Monte se llama Máximo Gómez, y la de Reina lleva el nombre de Simón Bolívar. Como Finlay se rebautizó la vieja calle de Zanja, y Belascoaín se denomina Padre Varela. Pero ¿cuántos son los habaneros, viejos o jóvenes, que aluden a esas vías por su nomenclatura oficial?  Pocos en verdad, aunque los documentos y las tabletas que las identifican insistan en recordarnos que Teniente Rey, Zulueta, Concha y Estrella se llaman Brasil, Agramonte, Ramón Pintó y Enrique Barnet, respectivamente.

            ¿Se ha puesto usted a pensar en el nombre que lleva su calle y por qué? Algunas se identifican con letras, otras con números. Esa manera tan racional de distinguir las calles comenzó a emplearse aquí a partir de 1858 cuando la estancia El Carmelo se convirtió en barrio residencial. Comprendía 105 manzanas que se ubican entre el río Almendres y la actual calle Paseo y desde la calle 21 hasta la línea de la costa.

            Esos terrenos adquirieron mayor importancia un año más tarde, cuando el conde de Pozos Dulces y sus hermanas obtuvieron la autorización para parcelar su finca El Vedado y quedó dividida en las 29 manzanas que se extienden desde  las calles G y 9 hasta los límites de El Carmelo. Fue entonces que surgió la manzana como hoy la conocemos, con sus cien metros por cada costado. Por la calle Línea, que fue la primera en trazarse en la zona, circularon tranvías tirados por caballos, vehículos que fueron sustituidos por la “cucaracha”, maquinita de vapor que sobrevivió hasta 1900, cuando entró en servicio el tranvía eléctrico.

A CAPRICHO

El nuevo sistema de los números y las letras no sustituyó del todo el modo antiguo y más pintoresco que se empleó en La Habana Vieja y sus primeras ampliaciones, y en el que las calles recibían su nombre a capricho, bien por el de un vecino, una persona célebre o un suceso que había despertado interés o también por una iglesia, un comercio o un árbol.

            Así, la calle de Aguacate tiene ese nombre por un árbol de ese fruto que se plantó en el huerto del antiguo convento de Belén. Águila, por la imagen de ese animal pintada en una taberna que existió en dicha calle. Lealtad, por la cigarrería de ese nombre, y Alcantarilla, por la que se abrió en las inmediaciones del Arsenal. No faltaba la ironía a la hora de las denominaciones. Tal es el caso de Economía. Sucedió que un tal Cándido Rubio, propietario de un taller de madera, fabricó en esa calle, con tablas de desecho y los mayores ahorros, una serie de viviendas destinadas al alquiler.

            San Rafael no siempre se llamó así. Se le conoció antes como Del Monserrate porque conducía a la puerta homónima de la Muralla, y se denominó también De los Amigos y Del Presidio por el que existía donde se levantó después el teatro Tacón, hoy Gran Teatro. Neptuno debe su nombre a la fuente de esa deidad emplazada donde la calle hace esquina con Prado; se llamó también De San Antonio y De la Placentera. Suárez, que recibió ese nombre en honor de un cirujano mayor del Hospital Militar, fue la calle del Palomar, por uno que allí había, propiedad del Tío Domínguez. Cervantes fue el nombre original que tuvo la calle Cienfuegos, y no para que sirviera de recuerdo al gran escritor español, sino por el periodista cubano Tomás Agustín Cervantes, director de El Papel Periódico de la Havana.

RÓTULOS Y NÚMEROS

Fue el despótico capitán general Miguel Tacón, gobernador de la Isla, quien acometió la pavimentación y rotulación de las calles habaneras, y también la numeración de los locales.

            Lo dice en el documento en el que hizo el resumen de su mandato: “Carecían las calles de la inscripción de sus nombres y muchas casas de número. Hice poner en las esquinas de las primeras tarjetas de bronce y numerar las segundas por el sencillo método de poner los números pares en una acera y los impares en otra”.

            Eso ocurrió entre 1834 y 1838. No volvería a rotularse ni a enumerarse en La Habana hasta 1937.

            Dice el historiador Emilio Roig de Leuchsenring que tras el cese de la dominación española en Cuba, el Ayuntamiento habanero comenzó a cambiar los nombres de las calles de manera caprichosa e inconsulta, sin obedecer orden, plan ni sistema alguno, sino en respuesta a intereses personales, vanidades, razones políticas y adulonería. A veces, reconoce el historiador, el Ayuntamiento actuó movido por la buena voluntad. Pero siempre cada cambio provocaba la protesta del vecindario.

            Fue el propio Roig, en 1935, quien propuso que se les restituyera a las calles habaneras sus nombres antiguos, tradicionales y populares, siempre que no hirieran el sentimiento patriótico cubano. Los nombres de próceres o de celebridades nacionales de la cultura y la ciencia con los que se rebautizaron esas calles, debían reservarse, a juicio de Roig, para calles nuevas o todavía no nombradas. Proponía además que no se diese a ninguna calle, calzada o avenida el nombre de ninguna persona viva o que no tuviese al menos diez años de fallecida, y que no quedara al arbitrio de los dueños de las nuevas urbanizaciones la denominación de sus calles. En buena medida los argumentos de Roig tuvieron aceptación en las autoridades municipales.

            En definitiva, nadie llamó Avenida de la República a la Calzada de San Lázaro, ni José Miguel Gómez a la calle Correa, en Santos Suárez. La Avenida de México sigue siendo Cristina, y Neptuno nunca ha sido Zenea, como Palatino no fue Cosme Blanco Herrera ni San Rafael, General Carrillo. O’Reilly siempre fue O’Reilly y no Presidente Zayas, como se leía en sus tarjetas, y no creo que nadie recuerde ya que Trocadero fue alguna vez América Arias. Gerardo Machado hizo bautizar con su nombre la calle 23, en el Vedado, y Línea, en tiempos de Batista, comenzó a ser llamada Doble Vía General Batista, y ya sabemos lo que pasó.

EL MALECÓN

Algo similar sucede con el Malecón habanero. Recibió en sus orígenes, en los albores del siglo XX, el nombre de Avenida del Golfo en su tramo primitivo, aquel que se extiende entre  el Castillo de la Punta y el monumento a Maceo.

            Después a ese tramo se le llamó, sucesivamente, Avenida de la República, Avenida del General Antonio Maceo, Avenida Antonio Maceo. Eran los tiempos en que esa vía, la más cosmopolita de la urbe, llegaba justo hasta la estatua del prócer. A partir de 1936 se fue extendiendo hasta la desembocadura del Almendares y los nuevos tramos recibieron los nombres de Avenida de Washington, Avenida Pi y Margall y Avenida Aguilera.

            Pero no hay quien los identifique para llamarlos así, si es que aún tienen esos nombres, y todos, habaneros y no, aluden a esa vía por el genérico y popular nombre de Malecón. Así ha sido siempre y así será.