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Biografía de La Rampa

Biografía de La Rampa

Ciro Bianchi Ross

Toda ciudad –todo país-  tiene su historia y su pequeña historia. Con la primera se confeccionan los anales y se conforman las efemérides;  se redactan libros de texto y se llenan discursos académicos y oficiales; se incorpora al turbión colectivo y sirve de acicate y ejemplo. Con la otra,  condenada al olvido,  obligada a transmitirse a lo sumo de boca en boca, se escriben novelas y se enhebran páginas como esta.

            ¿Cuentos de los miles de transeúntes –cubanos y no-  que a diario bajan y suben por La Rampa conocen los antecedentes de este pedazo de vía que es, desde hace varias décadas, el corazón de La Habana?

            Es el tramo de la avenida 23 que corre desde Infanta hasta la calle L, en el Vedado. O lo que es lo mismo: los 500 metros que se extienden desde el lugar donde radica el Ministerio de Comercio Exterior hasta donde se halla el hotel Habana Libre.

            Hay una foto aérea de La Rampa cuando todavía no lo era. Se tomó hace algo más de 60 años desde el mar. A la izquierda se ve el edificio del cabaret Montmartre, y, a la derecha, el del Hotel Nacional. Pero ninguno de ellos se ubica propiamente en La Rampa. ¿Qué se observa entonces en la fotografía? Nada. Casi nada… A la derecha, el edificio del actual Ministerio del Trabajo, más arriba, el ya desaparecido edificio Alaska, construido en 1930, y en la acera de  enfrente el edificio de la funeraria Caballero. Nada más. Veinte años después de esa foto, se toma otra desde la misma perspectiva, y ya La Rampa es La Rampa.

AQUEL RAS DE MAR

Transcurre el mes de septiembre de 1919, El día nueve un  huracán hace sentir su fuerza sobre la costa de la Isla y provoca un ras de mar a la altura de La Habana. El Valbanera,  un buque español de 7 000 tonelada de peso y con 200 pasajeros y tripulantes a bordo, imposibilitado de entrar en la bahía, decide afrontar el cataclismo mar afuera y desaparece para siempre.

            Pasado el torbellino, una familia salió en su automóvil a presenciar los destrozos del huracán, se internó por el camino que hoy es La Rampa y nunca más regresó a casa: murió ahogada cuando el vehículo cayó en una de las furnias del lugar.

            Eso era La Rampa todavía en la década del 20 y después: un camino bordeado de sumideros de gran profundidad. En una de esas furnias, que colindaba con el Hotel Nacional, estaba el estadio de Marina, famoso por sus topes de boxeo, y otra servía de improvisado campo de béisbol. En la esquina de 23 y L donde ahora está la famosa heladería Coppelia, que llegó a ofertar 54 sabores de helados en los años 60, prestaba servicios el hospital Reina Mercedes. Dicho hospital funcionó hasta 1954. Sus terrenos, que en 1886 costaron 7 000 pesos se vendieron entonces en 300 000. Una compañía constructora quería edificar allí un hotel de 500 habitaciones. Frente al hospital, por L, en lo que hoy es el parqueo de automóviles contiguo al cine Yara, tenia su casa el general Alberto Herrera, jefe del Estado Mayor del Ejército desde 1922 hasta la caída de Machado, en 1933.

EL TESTAMENTO

La Habana de 1909 terminaba prácticamente en Infanta. El Vedado se limitaba al barrio de La Chorrera, a algunas residencias en la calle Calzada y a alguna que otra urbanización incipiente en Línea…

            El propietario de los terrenos que bordean La Rampa era Bartolomé Aulet y construyó su vivienda en el fondo de un hoyo cercano a lo que hoy es la sede del Instituto Cubano de Radio y Televisión. Cuando fallece, a comienzos de la década del 40, deja a su sobrina Evangelina como única heredera. Pero la muchacha, según una de las cláusulas del testamento, no podría disponer de sus propiedades hasta 1975. Evangelina no esperó tanto. Se buscó a un buen abogado y este encontró apoyo en el coronel Pedraza, segundo hombre fuerte de la Cuba de entonces, y entre los dos convencieron a un juez venal de lo injusto y arbitrario de la voluntad del muerto. Dicho y hecho: la sobrina y sus compinches se enriquecieron de la noche a la mañana.

            El italiano Amadeo Barletta fue de los primeros compradores. Fascista, agente de Benito Mussolini y organizador de las Camisas Negras en La Habana, este personaje había sido expulsado de Cuba durante la Segunda Guerra Mundial y reapareció en 1946 como representante de la General Motors. En realidad, era jefe de una de las cuatro grandes familias mafiosas que operaban en Cuba hasta 1959. Tenía múltiples empresas tapaderas: Unión Radio, el periódico El Mundo, el canal 2 de la TV… y por supuesto, la Ambar Motors, que radicó en el edificio del actual Ministerio de Comercio Exterior, donde había numerosos bufetes y oficinas, entre ellos el del  doctor Domingo Santos Domingo, abogado cubano de Ernest Hemingway. Allí también funcionó una escuela de dealers, empleados de los casinos de juego.

            Sería Goar Mestre, el todopoderoso propietario de la CMQ, quien se percató antes que nadie de las posibilidades de La Rampa. Se decidió por este lugar desoyendo las sugerencias de los que le aconsejaban que edificara Radio Centro en la  esquina de Monte y Prado. Mestre pensó que si construía en La Rampa el edificio de su empresa, los terrenos aledaños se revalorizarían y la zona se poblaría de inmediato. El periodista Guido García Inclán lo conectó con Evangelina y cerraron el negocio. . Radio Centro se inauguró el 12 de  marzo de 1948. Poco antes, el 23 de diciembre de 1947, había abierto sus puertas el teatro Wagner, hoy cine Yara, con una función de gala a la que asistió el presidente Grau San Martín. Se exhibió la película norteamericana  Night and Day  y la entrada al teatro costó diez pesos.

PABELLÓN CUBA

A partir de entonces La Rampa, que se llama así por su acentuada inclinación, se edificó en un abrir y cerrar de ojos: edificios de apartamentos, como el Retiro Médico con sus murales pintados por Lam, restaurantes y centros nocturnos, agencias bancarias y de publicidad… El edificio donde radican las oficinas de las compañías de aviación fue un centro comercial. En su galería de arte expusieron sus pinturas, en abril de 1953, los artistas del mítico grupo Los Once, que revolucionarían la plástica cubana de su tiempo. Allí además hubo una tienda, La California, donde una semana antes de que lo asesinaran, Frank País impartió a integrantes del Movimiento 26 de Julio instrucciones que traía directamente de la Sierra.

            Resulta imposible hablar de La Rampa sin aludir a la colección de obras de arte que forma parte de sus aceras: una muy buena selección de pintura cubana está en esas losas de granito. Tampoco puede hacerse sin mencionar al Pabellón Cuba. Se construyó en 70 días, y sus arquitectos Juan Campos y Enrique Fuentes proyectaron una obra abierta a la brisa y a la perspectiva; un alarde de arquitectura aérea donde las suaves pendientes avanzan entre la vegetación y el agua cristalina. Se inauguró en 1963, con motivo de la celebración en la capital del Congreso Mundial de Arquitectos, donde participaron 600 de esos profesionales y unas 1 300 personas en conjunto. Se destinó a centro de exposiciones y acogió, entre otros eventos, la Primera Muestra de la Cultura Cubana, en 1967, y, en esa misma fecha, al importante Salón de Mayo, que trajo a Cuba desde París lo que en  el mundo se hacía en el campo de las artes plásticas.

 El Pabellón Cuba se inauguró con un tremendo rumbón. Y hasta los arquitectos bailaron a la zaga de la comparsa del Ministerio de la Construcción, que venía Rampa arriba, mientras que Pacho Alonso y Los Bocucos, en una esquina, y El Jilguero de Cienfuegos, en otra, dejaban escuchar lo mejor de su música.

           

   

El Capitolio

El Capitolio

Ciro Bianchi Ross

La gente del interior venía a La Habana y no quería volverse a su tierra sin visitar el Capitolio. El que podía, se fotografiaba con el Capitolio al fondo como testimonio imbatible de su estancia en la capital. Lo mismo hacían los extranjeros que visitaban la Isla. Entonces la sede del Congreso de la República estaba rodeada de hoteles de mayor o menor cuantía, pensiones y casas de huéspedes y como no existía la Terminal de Ómnibus, que se inauguró en 1952, las guaguas interprovinciales hacían en sus inmediaciones la primera y la última parada.No faltaban allí -no faltan tampoco ahora- los fotógrafos callejeros con sus cámaras antediluvianas que nadie sabe bien cómo funcionan; todo un engendro con servicios de revelado e impresión acoplados, ni las fondas de medio pelo ni los buenos restaurantes como El Palacio de Cristal, en la calle Industria, que fue en su tiempo el mejor de La Habana y que debió soportar el humillante y triste destino de quedar convertido en un taller para embalsamar animales.El café El Senado y el bar Capitolio eran puntos de cita obligados. Había bailes en el Centro Gallego y en la Juventud Asturiana y la música de los aires libres amenizaba la noche. Abundaban los establecimientos pequeños como La Barrita de Don Juan, frecuentada por el escritor  Núñez Rodríguez,  y el café de Lorenzo García, al lado del cine Capitolio, que servía a su dueño para tapar un lucrativo negocio de préstamos de dinero. En los altos de García vivía Agustín Rodríguez, autor del libreto de la zarzuela Cecilia Valdés y famoso sainetero del teatro Martí, que todas las mañanas a las cinco, antes de ponerse a escribir, buscaba la inspiración en media botella de ron Castillo.Eran los años en los que los hombres intentaban contener la caída del cabello con la aplicación de lociones como Calvifín, que comercializaba Gastón Baquero, y Manteca de Oso, de Ernesto Sarrá, y en los que a cualquier cubano de a pie le bastaba con ponerse una chaqueta para que se le franqueara el acceso al Capitolio. Entonces el Paseo del Prado y los alrededores del llamado Palacio de las Leyes eran lugares de moda. A ellos fue a parar todo lo que se movía en la capital hasta que en la década del 50.  La Rampa los desplazó.Aun así no se concibe a La Habana sin Prado ni Capitolio. Son símbolos de la ciudad, parte de su historia y su identidad.DINAMITAN LA CÚPULAEl área que ocupa el Capitolio perteneció a la Sociedad Económica de Amigos del País que fomentó en ella, a partir de 1817, un jardín botánico. El gobierno colonial español enajenó a la Sociedad la propiedad de ese terreno, y en 1835 se comenzó a construir allí la estación de trenes de Villanueva. Sacar a los ferrocarriles de una zona que iba convirtiéndose en la mejor de La Habana fue, en las décadas postreras del siglo XIX, un anhelo creciente de los habaneros. Se haría realidad en 1910 cuando, en un negocio fraudulento, el Estado cedió a la empresa de los Ferrocarriles Unidos los terrenos del viejo Arsenal, donde se levantó la nueva estación ferroviaria, y recibió a cambio los de Villanueva, en los que debía edificarse el Palacio Presidencial.Las obras de la mansión del Ejecutivo comenzaron respaldadas por un crédito de un millón de pesos y la construcción se paralizó al asumir la presidencia el general Menocal, en 1913.  Otros eran sus planes. Quería edificar el Palacio en los terrenos de la Quinta de los Molinos y el edificio recién comenzado quedaría como sede del Legislativo. Esa determinación obligó a hacer modificaciones sustanciales al proyecto original de los arquitectos Rayneri (padre e hijo) e impuso que se dinamitara la cúpula ya construida y que pesaba 1 200 toneladas métricas.Las obras se reanudaron en 1917, solo para que se interrumpieran dos años más tarde por falta de dinero, y en 1921 el presidente Zayas las suspendió definitivamente. Cuando en 1925 Machado llega a la presidencia encuentra el Capitolio a medio hacer y con aspecto de ruina.17 MILLONESEn Cuba las dictaduras lo han sido también de hormigón armado. Machado se propuso modernizar la capital cubana y, en cierta medida, el país, y se embarcó en un vasto y ambicioso plan de obras públicas. Bajo su gobierno se remodeló el Paseo del Prado y se trazó la Avenida de las Misiones, prosiguió extendiéndose el Malecón, quedó inaugurada la Carretera Central y se levantó la escalinata universitaria. Se construyeron el aeropuerto y el Hotel Nacional...Resultaba impensable que Machado y su megalómano ministro Carlos Miguel de Céspedes dejaran el Capitolio inconcluso fuera de su punto de mira. En 1926 se reanudaron las obras. Se aprovecharía lo ya construido, aunque el proyecto debió sufrir modificaciones innumerables. Los mejores arquitectos cubanos de entonces -Cabarrocas, Govantes, Otero, Rayneri, Bens...- y algunos extranjeros, como Forestier se volcaron sobre los planos, en tanto que la parte material era encomendada a la empresa Purdy and Henderson, contratistas norteamericanos que hicieron muy buenos negocios en el país con la construcción de la Lonja del Comercio, el edificio de La Metropolitana, el Hotel Nacional y los centros Gallego y Asturiano.El Capitolio ocupa una superficie total de 12 000 metros cuadrados y de ellos, 10 839 metros cuadrados son  área techada. Sus jardines tienen una extensión de 26 500 metros cuadrados.Datos que dio a conocer en su momento el periódico El Mundo revelan que en su construcción se emplearon cinco millones de ladrillos, más de tres millones de pies de madera, 150 000 barriles de cemento y 38 000 metros cúbicos de arena. También 40 000 metros cúbicos de piedra picada y 25 000 metros cúbicos de piedra de cantería, 3 500 toneladas de acero-estructura y 2 000 toneladas de cabillas.El edificio se inauguró de manera solemne el 20 de mayo de 1929. Había costado, se dice, 17 millones de pesos.LOS PASOS PERDIDOSSu cúpula es, por su diámetro y altura, la sexta del mundo. La linterna que la remata se halla a 94 metros del nivel de la acera, y en el momento de inaugurarse el edificio solo la superaban, en su estilo, la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo, en Londres, con 129 y 107 metros de alto, respectivamente.La escalinata monumental tiene en la cima dos grupos escultóricos. Uno simboliza El trabajo o El progreso de la actividad humana; el otro, La virtud tutelar del pueblo. Son obras del italiano Angelo Zanelli, autor del Altar de la Patria que en Roma forma parte del monumento al rey Víctor Manuel. También de ese escultor es la Estatua de la República que se destaca en el imponente Salón de los Pasos Perdidos, exactamente debajo de la cúpula. Su peso es de 30 toneladas y se eleva a una altura total de 14,6 metros. La República, en ella, está representada por una mujer joven que aparece de pie y cubierta por una túnica y lleva casco, lanza y escudo. Muy poco se sabe de la cubana que sirvió de modelo a esa escultura. A sus pies, empotrado en el piso espejeante, un brillante marcaba el kilómetro cero de la Carretera Central. Se afirma que la gema perteneció a una de las coronas del último zar de Rusia.Hasta 1958 muy pocas leyes genuinamente populares se votaron en este palacio de palacios que dio albergue al Senado y a la Cámara de Representantes. Desde sus ventanas se ametralló a la ciudadanía que, desarmada y jubilosa, celebraba equivocadamente la caída de la dictadura de Machado. Cuando el déspota cayó de verdad, el pueblo no saqueó el Capitolio, aunque si desfiguró a martillazos el rostro de Machado esculpido al relieve en el pórtico del edificio. Allí sesionó la asamblea que elaboró la Constitución de 1940. Después de 1959 fue sede de la Academia de Ciencias y hoy lo es del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente y ha abierto al público sus espacios principales. Bien merece esta página ese símbolo de la identidad y la historia de La Habana. .                

Un Cristo demasiado humano

Un Cristo demasiado humano

Ciro Bianchi Ross

 

Se cuenta que un día un forastero llegó a Matanzas – un caserío entonces de menos de 40 viviendas de arcilla y embarrado y un templo igualmente modesto- y pidió albergue a una familia. Dijo a la dueña de la casa que era carpintero y ella le comentó que podía pagar el hospedaje con una talla del Santo Cristo. Aceptó el recién llegado la propuesta y se encerró en la habitación que le destinaron. Pasaron los días y como el huésped no se dejaba ver ni se advertía en su pieza la más mínima señal de vida, la señora, con el auxilio de varios vecinos, descerrajó la  puerta. El visitante se había esfumado como por arte de magia, pero dejó una imagen formidable del Dios-Hombre que, si bien  carecía de peana y cruz, tenía los brazos abiertos y las manos ensangrentadas.

            La mujer confesó que no había en la habitación madera alguna para tallar la hermosa imagen, que el forastero no introdujo en ella herramienta  para tallarla ni se escuchó en esos días un  martillazo ni un golpe de escoplo. Tampoco cabía la posibilidad de que el huésped hubiese traído la imagen de otro sitio. Su extraño aspecto y lo exótico de su vestimenta, que revelaban a las claras que no era del país, llamaban tanto a la desconfianza que la señora había hecho vigilar la habitación desde que el viajero entró en ella…

            ¿Era un milagro? ¿El propio Cristo, de paso por Matanzas, talló su imagen? No existía otra respuesta que la de caer de rodillas ante el Aparecido, que bien pronto los matanceros empezaron a llamar El Señor de la Misericordia.

            El Cristo de La Habana no tiene, por supuesto, la aureola milagrosa del Cristo que todavía se adora en la iglesia de San Carlos de la ciudad de Matanzas, a unos cien kilómetros al este de la capital de la Isla y prácticamente a las puertas del balneario de Varadero. Mirándolo bien, el origen del Cristo habanero es bastante sombrío, pero lo matiza una anécdota simpática.

            Cuando el 13 de marzo de 1957, en horas de la tarde, un grupo de revolucionarios asaltó el Palacio Presidencial con la intención de ajusticiar al dictador Fulgencio Batista, la Primera Dama de la República prometió que si su esposo escapaba con vida mandaría a erigir una imagen de Cristo que pudiese ser vista desde cualquier rincón de la ciudad. La escultura en cuestión se inauguró el 25 de diciembre de 1958, a una semana escasa de la fuga del dictador y del triunfo de la Revolución.  Esa ceremonia debe haber sido el último acto público en que participó Batista.

            Cuando la escultora Jilma Madera recibió la encomienda de acometerla –y aquí viene lo cómico- utilizó de modelo a su amante de aquellos días. Es muy varonil la apariencia de este Cristo, con los brazos musculosos, las manos fuertes, la mirada desafiante, el mentón activo, los labios sensuales. Un Cristo cubanísimo, en todo caso, que mira a la ciudad desde el otro lado de la bahía, con la mano izquierda sobre el pecho y la otra en actitud de bendecir.

SITIO DE PREFERENCIA

Se trata de una escultura colosal de quince metros de alto y colocada sobre un pedestal de tres. Como se emplazó en una colina entre la fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el área del Instituto de Meteorología, alcanza una altura total de setenta y nueve metros sobre el nivel del mar, lo que la hace visible desde muchos sitios de la capital. Por su ubicación, recibe y despide a todas las embarcaciones que entran y salen de la rada habanera. Esculpida en mármol de Carrara, se le considera la más alta y una de las de más volumen, en su tipo, en Cuba y el Caribe y, sin duda, la mayor que ha salido de las manos de una mujer para ser exhibida al aire libre.

            Jilma Madera cursó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Alejandro, en La Habana, y fue alumna allí del famoso escultor Juan José Sicre, el creador de la imagen de José Martí que se alza en  la Plaza de la Revolución. Esculpió el Cristo en Italia. Aunque se sintió siempre muy orgullosa de esa pieza, nunca fue remisa a confesar que su obra más emotiva es la del busto de Martí que, por iniciativa de Celia Sánchez, heroína de la Sierra Maestra y colaboradora cercana de Fidel, se colocó, a comienzos de los años 50, en la cima del Pico Turquino, la montaña más alta de Cuba.

            Conocí a Jilma en 1960, cuando la escultora se acercaba a su madurez vital. Impartía clases entonces en una escuela de la barriada habanera de Lawton y, aunque mantenía su taller, lucía bastante alejada de los círculos artísticos de entonces. Cautivaba por su aura creativa, su conversación vivaz, el rostro enigmático y extrañamente atractivo con aquellas cejas densamente pobladas en una época en la que las mujeres se las entresacaban con esmero o las depilaban casi hasta hacerlas desaparecer; su desenvoltura, su risa desfachatada. Yo era un adolescente y ella provocaba la impresión de ser una mujer que lo había probado todo y mucho más, pero que, lejos de estar de vuelta, seguía  abierta a lo que viniera.

            Poco después la perdí de vista, pero volví a visitarla en los 80. Ya era una mujer bastante mayor –se casaría una vez más poco después- pero viva y plena. Me dijo que la vista le había jugado una mala pasada y que eso la obligó a abandonar definitivamente la escultura. Poco antes de su muerte, sin embargo, sorprendió a la crítica y al público con una muestra de sus piezas en pequeño formato.

            Hoy, a cuarenta y ocho años de su inauguración, el Cristo de La Habana, obra de Jilma Madera, sigue ahí. Los habaneros hicieron de la explanada donde está emplazado un sitio de preferencia para la intimidad y la distracción en tardes y noches movidas por la brisa que llega desde el mar cercano, mientras la imagen,  varonil y sensual,  levanta su mano derecha en actitud de bendecir.

           

Cocteles cubanos

Cocteles cubanos

Ciro Bianchi Ross

 

¿Qué tal si hablamos hoy de los cocteles cubanos?  En verdad, mejor sería decir de cocteles cubanos. Hablar sobre todos es imposible ya que nuestra coctelería es muy numerosa y variada.

            Alejo Carpentier lo dijo hace ya muchos años cuando afirmó que La Habana era la ciudad del mundo que mayor variedad de bebidas podía ofrecer al paladar curioso del viajero. El autor de esta página en su peregrinar por bares y cantinas, como dice el célebre bolero que interpretaba Orlando Contreras, llegó a acopiar más de trescientas recetas de cocteles. Las había de todas partes del país: de La Habana, sobre todo, pero también de Baracoa y Viñales porque si de algo se precia y enorgullece este escribidor es de haber recorrido Cuba –y muchos de sus cayos- de punta a cabo. Pero las fórmulas son ciertamente muchas más; en la computadora del Floridita, que es uno de los bares más famosos del mundo, había hace ya algunos años más unas 450. Y no eran todas.

            Claro que a un coctel lo refrenda el tiempo. Surge en cualquier bar y se impone o no en la preferencia de los bebedores. Así, hay cocteles cubanos que nadie recuerda o que aunque se recuerden no se degustan, mientras que otros se popularizan y dan la vuelta al mundo. El gusto del buen bebedor es, en esto, particularmente sabio.

            Cuando se habla de los grandes cocteles cubanos, se alude al Saoco, al Mulata, al Mary Pickfords, al Presidente y al Mojito. Y también al Cuba Libre, al Santiago, al Isla de Pinos y, por supuesto, al Daiquirí, que es el rey de los cocteles cubanos. Así lo reconocen los especialistas.

            Cantineros  ilustres hay también muchos en Cuba, gente que hizo de su oficio un arte. La relación, en esta línea, la encabeza, sin duda, Constantino Ribalaigua, el propietario del Floridita, el Constante de Islas en el golfo, la novela de Hemingway. Nació en España, se nacionalizó cubano y falleció en La Habana en 1952. Es el creador del Mary Pickfords, inspirado en la actriz norteamericana conocida como “la novia de América” –América tendría después otra novia más nuestra, Libertad Lamarque-, y el Havana Special, que tomó su nombre del de una línea naviera cuyos barcos hacían la travesía entre Tampa y la capital cubana. Constante asimismo se asocia al Daiquirí y al Presidente, aunque no los creara.

LOCOS POR EL DAIQUIRÍ

El Presidente -¡asombro!- fue idea del mayor general Mario García Menocal. El entonces primer mandatario llegó una tarde al Floridita y pidió a Constante que en un vaso de mezcla pusiera hielo, gotas de curazao, vermut blanco italiano y ron carta oro. Dijo que lo revolviera y se lo sirviera en una copa alta, de bacarat, adornada con una guinda y un pedacito de cáscara de naranja. Constante comentó entonces: “General, aquí tiene su Presidente”.

            Hay quien dice que en sus inicios el Daiquirí se llamó Canchánchara, la bebida preferida por las tropas independentistas cubanas. Nuestros libertadores, cuando podían, la degustaban endulzada con miel de abeja para alejar las penas, los dolores y la fatiga. Pero en verdad el Daiquirí nació en las minas de hierro del mismo nombre del oriente del país, y se popularizó en el hotel Venus, de Santiago de Cuba; el antiguo hotel Venus, el que se hallaba frente al parque Céspedes y se derrumbó cuando el terremoto de 1932.

            En el hotel Venus, sin embargo, el Daiquirí se preparaba al rumbo, sin medidas exactas, según la inspiración del cantinero, y se enfriaba con trozos de hielo. Fue Constante, entonces, en el Floridita, quien estableció la norma precisa  de este coctel.

            Comenzó a enfriarlo con hielo frapé y descubrió que el trago no tolera sino onza y media de ron; si se le echa menos, la batidora protesta, si se le echa más,  queda aguado. Descubrió asimismo que no se podía dejar en la batidora más de un minuto y se percató por último del sabor que le confería el marrasquino.

            Hemingway inmortalizó el Daiquirí en su narrativa. Otros escritores importantes tampoco lo han pasado por alto en sus textos y en sus vidas.

            García Márquez, Premio Nobel de Literatura al igual que Hemingway, se refiere al Daiquirí como “una combinación de ron diáfano de la Isla con polvo de hielo y jugo de limón”. Y otro Nobel, aunque rechazara el galardón,  Jean Paul Sartre, en su Huracán sobre el azúcar, el apasionante reportaje que escribió sobre Cuba en 1960, lo menciona como “una especialidad cubana que nos agrada por el leve gusto a ron y de su limón diluido en hielo”. Graham Greene, que mereció diez veces el Premio Nobel aunque nunca se lo dieran, y que fue, al decir de García Márquez, un inventor de cocteles diabólicos, lo degustaba, y de qué manera, durante sus estancias en La Habana. García Lorca se entusiasmó con el Daiquirí del Floridita. Lezama Lima rememoraba el día en que acompañó a Miguel Ángel Asturias, el notable novelista guatemalteco y Premio Nobel por añadidura, a ese afamado bar-restaurante. Nos deleitamos, aseveraba el autor de Paradiso, con aquella bebida helada que es como el néctar de los dioses. El argentino Julio Cortázar lo tenía como el primero en lo que a cocteles cubanos se refiere. Así lo confesó al autor de esta página que bebió su primer Daiquirí en la compañía siempre grata y estimulante del novelista de Rayuela.

FRANCIS DRAKE Y EL MOJITO

El Saoco, de seguro, tiene origen campesino. Solo en el campo cubano pudo haber surgido esa mezcla mágica de ron blanco y agua de coco. El Cuba Libre nació en el Floridita, cuando todavía ese bar se llamaba La Piña de Plata, en los días de la instauración de la República (1902). El Isla de Pinos incluye en su fórmula el zumo de esa maravilla de las frutas cubanas que es la toronja. Y el Santiago se prepara con dos líneas de ron blanco y un golpe de curazao rojo. El Mulata tuvo que haber sido creado por un barman español. Rinde tributo como pocos a la belleza y distinción de la cubana. Se elabora con ron añejo, lo que le da un toque de superioridad único.

            ¿Y el Mojito? Aseguraba don Fernando G. Campoamor, historiador del ron,  que el corsario británico Francis Drake es el creador de un coctel que hasta bien entrado el siglo XIX fue muy demandado en las latitudes antillanas. Se elaboraba con aguardiente y se llamaba Drake. Tenía, se dice, propiedades curativas. Al menos en su novela El cólera en La Habana (1838) Ramón de Palma hace decir a uno de sus personajes: “Yo  me tomo todos los días a las once un draquecito y me va perfectamente”. Es el antecedente del Mojito.

            Desde 1910 comienza a hablarse del Mojito batido, pero habría que esperar a la década de los 30 para que apareciera el Mojito actual. Surge en el bar del balneario de La Concha, pasa a otros bares habaneros, se populariza y llega a La Bodeguita del Medio, donde adquiere carta de ciudadanía internacional. No tiene la prestancia del Daiquirí ni el empaque del Presidente ni el barroquismo del Mary Pickfords ni la altanería del Mulata, pero es uno de los diez clásicos de la coctelería cubana junto al Saoco, el Isla de Pinos, el Santiago, el Havana Special y el Cuba Libre.

           

Hotel Nacional

Hotel Nacional

Sencillamente clásico
Ciro Bianchi Ross

Conserva el aura de una época. Tiene tradición y sello propios. La distinción, la elegancia y el  lujo se combinan con la eficacia de los servicios en una instalación que a lo largo de los años acogió a huéspedes como Winston Churchill y el rey Eduardo VIII, de Inglaterra; Ava Gardner y  Marlon Brando,  Graham Greene y  García Márquez,  Robert Redford y  Steven Spilbert y  muchísimos otros famosos, entre los que destacan María Félix, Libertad Lamarque, Jorge Negrete, Pierre Cardin,  Nat King Cole… Inaugurado en 1930, hace ahora 75 años, el Hotel Nacional de Cuba, el más majestuoso e imponente de la Isla, es, sencillamente, clásico.
            Se levanta sobre un promontorio rocoso a la entrada de la barriada habanera de El Vedado, lo que lo convierte en un punto visual obligado en el paisaje urbano de la capital, y esa ubicación, en lo que fue el asiento de la batería de cañones españoles de Santa Clara, hace que desde el hotel se disfrute de una vista insuperable de la ciudad y del mar,  con los que se integra pues sus jardines delanteros se proyectan hacia el ámbito citadino mientras que parecen internarse en las aguas del golfo los jardines traseros de esta edificación hermosísima que conjuga en su arquitectura lo ecléctico y lo moderno, con presencia del art deco y el llamado estilo colonial cubano.
            Una antigua leyenda  se asocia con el lugar donde se alza el Hotel Nacional de Cuba. Debajo del peñón donde hunde sus cimientos hubo varias cavernas, entre ellas la  muy célebre cueva de Taganana, llamada así porque, se dice, sirvió en el siglo XVI de refugio a un indio de igual nombre, lo que inspiró una narración de Cirilo Villaverde, el más importante novelista de la Cuba colonial. No existe ya esa gruta, pero sí, bajo los jardines, los túneles que para la defensa de La Habana  se trazaron en los días de la Crisis de los Cohetes de octubre de 1962 y que son hoy otro de los atractivos del Hotel.
PARA PASARLA EN GRANDE
Porque esta instalación brinda a sus huéspedes y visitantes todo un repertorio de sitios donde pasarla bien y en grande.
            Si de restauración se trata, de gran lujo es  el Comedor de Aguiar, con su extensa carta de vinos y su manera única de preparar las carnes rojas y los mariscos; un restaurante de alta cocina internacional y cubana, y no pocas sorpresas depara El Barracón, en los jardines del Hotel, especializado en comida criolla.
            El Piso Ejecutivo, en la sexta planta, es ideal para hombres de negocios que desean instalarse con  la comodidad y la representatividad que requieren, así como para la organización y buena marcha de sus quehaceres profesionales, en tanto que las salas Vedado y Taganana y los cuatro salones del Apartamento de la República garantizan  las facilidades necesarias  para eventos y convenciones. La Conserjería y el Servicio de Habitaciones funcionan las 24 horas. Los bares satisfacen las exigencias de los bebedores más exigentes y también de los que quieran acercarse  a la variedad de la coctelería cubana, y el cabaret Parisién, con su buena mesa y espectáculos deslumbrantes,  propicia la diversión y el esparcimiento en un ambiente inolvidable.
            Muy celebrados son en el Hotel Nacional de Cuba, que es, por otra parte,  cada año sede permanente del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, los conciertos de música tradicional cubana y los show ballet acuático. La cultura nacional vive en los espacios de la instalación. Hay allí expo-ventas  de objetos del Fondo Cubano de Bienes Culturales, su mesa-buffet exhibe manteles diseñados por 70 pintores cubanos consagrados y se muestran en sus salones unas 300 piezas artísticas de valor patrimonial. La Galería de la Fama, con los retratos de los huéspedes más ilustres del Hotel, propicia el paseo por la historia de la instalación.
            Para el alojamiento, se disponen de 464 habitaciones. De ellas, 16 son suites dobles, y cuenta además con una suite presidencial, dotadas todas esas capacidades con las facilidades y el confort de un hotel cinco estrellas. Muy visitadas son las áreas del gimnasio. 
            No se puede escribir la historia de La Habana si se excluye al Hotel Nacional de Cuba. En él tuvieron lugar acontecimientos de primer orden.  Un Presidente de la República, que lo sería solo por seis horas, prestó juramento a la luz de una vela en una de  sus habitaciones, la 412, en 1934. Y allí, en 1946, se celebró,  convocada y  presidida por Lucky Luciano, la gran reunión de la mafia norteamericana.  Meyer Lansky, el llamado “Financiero de la Mafia”,  tenía como centro de sus andazas habaneras a este Hotel sencillamente clásico que celebra ahora sus tres cuartos de siglo de fundado.