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Personajes

Recuerdo de Gutiérrez Alea

Recuerdo de Gutiérrez Alea

Ciro Bianchi Ross

 

Sus amigos recuerdan su rigor y su honestidad; su actitud intransigente frente a lo mal hecho, su agudo sentido del humor. Dicen que, aunque podía mostrar toda su ternura, era ríspido y peleón y, por momentos, ácido, burlesco, hiriente. Pero sabía crear un clima de juego y alegría que facilitaba el trabajo en las filmaciones, y, con una actitud flexible y abierta, podía  escuchar y aceptar los aportes que, durante la realización de una película,  surgían de la discusión improvisada. Su obra fue reflejo intenso de su personalidad y de su tiempo, dice el ensayista Reynaldo González; comunión de militancia disciplinada y cuestionamiento polémico en un compromiso absoluto con su país y con su época.

            Tomás Gutiérrez Alea es el más emblemático de los directores cubanos de cine. Su película Memorias del subdesarrollo, esa cinta ácida e hímnica al mismo tiempo, como la califica el poeta Roberto Fernández Retamar,  lo consagró entre los grandes, y su penúltimo filme, Fresa y chocolate, que codirigió con Juan Carlos Tabío, le dio la alegría de verse nominado al Oscar. Pero Titón, como le llamaban sus amigos, fue un cineasta que vivió tan ajeno a los lauros como a las incomprensiones y molestias que pudiese provocar su quehacer. Le interesaba, sí, y mucho el juicio del espectador. Cuando en 1972 lo entrevisté a raíz del estreno de Una pelea cubana contra los demonios fue él quien hizo las primeras preguntas porque quería saber qué decía la gente en la calle de su película.

Aseguró entonces que dicho filme, que tenía en mente desde 1964, cuando finalizó la realización de Cumbite,  que no lo satisfizo del todo,  fue para él una especie de catarsis; ensayó con ella una manera nueva de aproximarse a un tema y acometerlo. Demoró mucho en hacerlo pues filmó antes La muerte de un burócrata y la ya aludida Memorias… Por esa época tenía ya la idea  y daba vueltas al argumento de otra película suya que tardaría años en filmar,  Hasta cierto punto, y en la que, tras una década de relación marital, dirigió por primera vez a su esposa, la actriz Mirtha Ibarra, que encarnó uno de los roles protagónicos. Ese trabajo conjunto dio un vuelco a aquella relación porque a partir de ahí lo doméstico pasó a segundo plano y el hecho artístico se convirtió lo fundamental de la vida de la pareja. De esa manera, diría Mirtha, Titón logró que le crecieran alas a nuestro matrimonio, y el cineasta con relación a su esposa hizo suyos los versos de la canción vasca que sirven de tema a la película: Si yo quisiera podría cortarte las alas, y entonces serías mía / pero no podrías volar y lo que yo amo es el pájaro. “Y así me sentí a su lado, recalca Mirtha, pájaro libre, amado y protegido”.

En los años 40 Gutiérrez Alea filmó documentales que nunca llegaron a estrenarse. Hizo estudios en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, y  en 1957 colaboró con Julio García Espinosa en la realización del documental El Mégano, secuestrado tras su primera exhibición por la dictadura de Batista. Haría después de 1959 un par de documentales, género en que no volvió a incursionar para priorizar su quehacer en el largometraje de ficción, campo en que  debuta, en el propio 59, con el filme Historias de la Revolución.

 Parejo a esto hubo otro Titón que se conoció menos: el magnífico dibujante, el consumado pianista, el hábil bailarín de tap, el poeta que recogió sus versos en el cuaderno Reflejos, que imprimó él mismo valiéndose de una imprentita de mano. Retamar gusta evocarlo también como el árbitro de la moda que fue sin proponérselo, y la realizadora Rebeca Chávez dice que tenía los ojos azules más expresivos del cine cubano. A Gutiérrez Alea encantaban esos pequeños piropos que estimulaban su ego.

A comienzos de los 90 el cineasta llegó a tener en sus manos más de 20 proyectos, entre ellos uno sobre la novela Los pasos perdidos, de Carpentier. Pero estaba ya herido de muerte. Amigos norteamericanos del mundo del cine sufragaron los gastos de la delicada y costosa intervención quirúrgica a la que se sometió en EE UU.,  que le prolongó  la vida.  El mal reapareció, implacable, y Titón pidió a Juan Carlos Tabío (Se permuta, El elefante y la bicicleta, Lista de espera…) su colaboración para Fresa y chocolate. El binomio volvería al armarse para la filmación de Guantanamera. Desde La muerte de un burócrata  y Los sobrevivientes, recuerda Tabío,  la muerte había sido un elemento clave en su obra.  Pero ya no era tema ni elemento, ahora lo rondaba de verdad, la sabía cada vez más cercana y esa cinta, su última realización cinematográfica, significó un exorcismo, su manera de asumirla como  necesidad y consecuencia de la vida.

 

           

 

Amores

Amores

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

 

 

¿Sabía usted que Quiéreme mucho, una de las más famosas canciones cubanas, fue vendida a una casa editora  por su autor, el maestro Gonzalo Roig, por tres pesos?

            La pieza en cuestión se tituló originalmente Serenata criolla y se estrenó en el teatro Alhambra como parte de la obra  El servicio obligatorio. Data de 1915.  Dos prestigiosos autores cubanos se ocuparon de su letra. Ramón R. Gollury, que firmaba con el seudónimo de Roger de Lauria, escribió la primera parte, en tanto que la segunda correspondió a Agustín Rodríguez, el popularísimo sainetero del teatro Martí, que escribió asimismo, junto a Pepito Sánchez Arcilla, el libreto de Cecilia Valdés, del propio Roig.

            Eran muy apretados y duros para músicos y artistas (y no solo para ellos) aquellos tiempos en que el maestro Roig se vio obligado a vender por una bagatela su inmortal melodía. No fue un caso único ni privativo de la época. Años después, en 1940, el maestro Jorge González Allué recibía de una casa editora norteamericana cincuenta dólares, en concepto de anticipo, por su Amorosa guajira. Nunca más volvieron a enviarle un centavo por esa pieza que debió producir mucho dinero a aquellos editores.

            Bueno… a lo que iba. En aquellos tiempos de estrechez Roig, Agustín Rodríguez y los escritores Jesús J. López y Luis de Miguel compartían una habitación en el hotel La Estrella, situado en los altos de lo que luego fue el café-restaurante Los Parados, en Consulado y Neptuno, donde vendían unos sándwiches espectaculares; tan grandes que parecían de dos pisos.   Faltaba todavía mucho tiempo para que Roig diera a la luz éxitos como La hija del sol y El clarín, que marcaron hitos en la escena cubana, y piezas musicales como Yo la amé y Ojos brujos (“Estoy loco por librarme de unos ojos que ayer vi…”) popularizada después por Esther Borja. Todavía Jesús J. López no había lanzado desde La Habana (1 de noviembre de 1933) por las emisoras CMCD, de onda larga, y COCD, de onda corta, el primer diario aéreo del mundo, La Voz del Aire, ni Agustín era el empresario del teatro Martí…

            El caso es que una mañana Jesús cobró una colaboración en el periódico La Política Cómica;  a Agustín le entraron  unos derechos de autor, Luis de Miguel entró también  en plata, y Roig, para no ser menos, tenía en el bolsillo aquellos tres pesos que le reportó su Quiéreme mucho. Y sin pensarlo dos veces, los cuatro amigos decidieron irse a almorzar a La California, una fonda de chinos cercana al edificio Bacardí.

            Barriga llena, corazón contento. Cuando ya se despedían, Jesús J. López, desprendido, espléndido, botarate, llamó al dependiente que los había atendido para congratularlo. Le dio un real, esto es, una de aquellas moneditas ya desaparecidas de diez centavos, de plata. Le dijo:

            -Toma, paisano, para que te compres una casa.

            El chino miró la moneda y comentó:

            -Sí, capitán, pero tendrá que ser una casa muy chiquita.

CUBANO DE ORENSE

Mucha gente lo sabe, pero vale la pena repetirlo. Agustín Rodríguez, el criollísimo libretista de la zarzuela Cecilia Valdés, no nació en Cuba. 

            Escribía al respecto Enrique Núñez Rodríguez: “… aquel cubanísimo autor era gallego”. Y puntualizaba el cronista de ¡A guasa a garsín!: “Tan cubano fue que la letra de la canción Quiéreme mucho cierra invariablemente las noches de ron y de guitarra”.

            Los últimos años de su vida los pasó Agustín en una  habitación  alquilada  en los altos del edificio marcado con el número 565 del Paseo del Prado, al doblar del teatro Martí. El edificio en cuestión quedaba al lado del  desaparecido cine Capitolio, y en su  zaguán  se hallaba el cafecito del vizcaíno  Lorenzo García. En las inmediaciones, los míticos  y también desaparecidos cafés al aire libre del Prado.

            En uno de esos aires libres discurrían una noche Agustín y el poeta Gustavo Sánchez Galarraga.  Entre trago y trago de ron blanco habían pasado más de dos horas discutiendo el significado de una palabra aparecida en la crónica habitual de Jorge Mañach en el Diario de la Marina. Agustín, empecinado, afirmaba que el vocablo significaba una cosa, mientras que Sánchez Galarraga lo contradecía tercamente, atribuyéndole una significación distinta. Cuando se hizo evidente que no se pondrían de acuerdo, Agustín decidió subir a su habitación para buscar en el diccionario la palabra controvertida. Esperó el poeta en la acera, con la vista puesta en la ventana del sainetero. Vio que la habitación se iluminó… A los pocos minutos Agustín se asomó a la ventana, con un grueso libraco en las manos.  Gritó desde allí:

            -Tienes razón. Y me cago en tu madre.

            Y sin pensarlo mucho, y con violencia, pero con mala puntería, proyectó el diccionario contra la cabeza de Sánchez Galárraga.

            Algunos paseantes protestaron indignados por la agresión de que era objeto el poeta. Sánchez Galarraga calmó los ánimos de todos. Comentó:

            -Yo no le hago caso… Es que él es gallego.

            Y al día siguiente volvieron a encontrase para beber y seguir discutiendo en la mesa de siempre. Decía Nuñez Rodríguez: “Magnífico ejemplo de solidaridad más allá de las palabras”.

            Apuntemos de paso que Agustín fue un empresario y un escritor infatigable. Se levantaba todos los días a las cinco de la mañana. Mandaba entonces  a buscar con el conserje del edificio una botella de Coca Cola llena de ron Castillo. Y después de ese desayuno fuerte,  se ponía a escribir.

AMALIA BATISTA  ¿O PERDOMO?

El viernes 21 de agosto de 1936 se estrenaba en el teatro Martí la zarzuela Amalia Batista, con música de Rodrigo Prats y guión de Agustín Rodríguez.

            ¿Quién fue Amalia Batista?  Escribía  el costumbrista Félix Soloni, en su columna del periódico El Mundo, que se trató de un nuevo tipo folclórico habanero, como Cecilia Valdés, María la O, Mersé, María Belén Chacón… que saltaba a la escena del teatro vernáculo. Como otros tantos tipos, mitad historia, mitad leyenda, Amalia Batista aparece como una mulata de 1880, que se codeaba con las demás protagonistas de las tragedias tradicionales.

            Hay quien afirma que se llamaba en verdad Amalia Perdomo y que tocaba la flauta en una orquesta del barrio de Los Sitios, agrupación musical que luego pasó a dirigir.

            Sobre ella dijo  Rodrigo Prats a Soloni:

            “Muchas veces en mi vida había oído hablar de cierta mulata famosa que vivió por Jesús María y Los Sitios a finales del siglo XIX y comienzos del XX. También algunos viejos me hablaron de otra Amalia Batista de fama, que brilló en tiempos más remotos.

            “Pero ni la una ni la otra tomé como modelo para la protagonista de mi obra. Me sirvió, eso sí, como punto básico, la vieja copla popular”.

            Decía la letrilla:

            Conmigo no hay quien resista.

            Ni me busques ni me nombres.

            Yo soy Amalia Batista.

            Esa que mata a los hombres.

            Pero esa mujer halla su perdición en un amor desgraciado. Afirma entonces la copla:

            Lo que tienes a la vista

            Ni te extrañe ni te asombre.

            Yo soy Amalia Batista,

            Que se muere por un hombre.

VERSIÒN DE VERSIONES

 

Núñez Rodríguez la  contó  en esta misma página. Pero al parecer no estaba muy seguro de la veracidad de la anécdota cuando se vio obligado a apuntar: “La historia, inédita hasta hoy, merece ser cierta. Pero si no lo es, por favor, se la cargan a Eduardo Robreño que fue quien me la contó. Y como me lo contaron, te lo cuento”. Por mi parte, no recuerdo haber leído nada similar  en la excelente biografía de Roig escrita por Dulcila Cañizares. Pero como trabajo tanto con la historia como con sus versiones, algunas de las cuales suelen ser a veces  más interesantes que la historia misma, la doy tal cual.

            Tiene como protagonistas a Gonzalo Roig y a la actriz Blanca Becerra. Roig, hombre bien plantado y apuesto, tuvo amores con la Becerra, entonces una mujer bellísima, que le inspiró su célebre Quiéreme mucho.  Pero, cosas que pasan, el compositor era casado y hubo quienes se empeñaron en hacerle imposible la vida a la pareja. Tanto los obstinaron con  chismes, indirectas y  comentarios que Gonzalo y Blanquita acordaron un pacto suicida en un atardecer en que bebían en el bar Partagás, en Prado y Neptuno.

            A dúo se privarían de la vida. Al salir de aquel bar se encaminarían al Teatro Nacional, hoy Gran Teatro de La Habana, en Prado y San Rafael, y sin pensar a quienes  caerían en la cabeza, se tirarían desde lo alto de la tertulia. Una forma muy original de morir, y, sobre todo, muy teatral.

            Con esa idea abandonaron el bar Partagás y avanzaron hacia la muerte por el Paseo del Prado. Pero…

            Un borracho, de los que eran habituales en la zona, se propasó de palabras  con Blanquita y, desmandado, le palpó ávidamente el trasero.

            Roig era un caballero. Estaba además enamorado. Usaba un bastón rápido y vengador, y la emprendió a bastonazos con el intruso, relataba Núñez Rodríguez. Intervino un agente de la autoridad y el agresor  y la romántica pareja fueron a dar de cabeza a la Estación de Policía más cercana.

            La personalidad del compositor, la popularidad de la actriz y las razones que animaron los bastonazos, hicieron que el capitán de la demarcación abreviara los trámites de rigor. Roig levantaría la acusación y el borracho quedaría detenido. Nadie lo libraría de seis meses de encierro por abuso deshonesto.

            El compositor, que había recuperado ya su tranquilidad habitual, expresó sonriendo:

            -¿Acusarlo? No, hombre, no. ¡Si este tipo acaba de salvarnos la vida…!

 

Esta tarde nos hemos reunido aquí las víctimas de una delicadisima comonedia de queivocaciones. Sucee que como el que les habla es un hombre de letras, han creido sus amigos que podían traerlo a esta, la más fina casa de la cultura in9maginable para que dijera algunas cosas interesantes o al menos instructivas sobre la materias. Y hemos aquí en esta DINA casa para decir algo interesante. No sabemos, en verdad  lo que diremos en un día como hoy, pero aquí estamos, saliendo del apuro y nada. Que no va a resultar interesante para mucho, aunque lo intentemos

Seguimos con las fichas. Son más de 300 fichas, ordenadas alfabéticamente. Porque eso es un disparate. De m

 

           

           

 

 

           

 

 

           

           

           

Un traductor llamado Novás Calvo

Un traductor llamado Novás Calvo

Ciro Bianchi Ross

Caricatura Laz

Se cumplieron  cincuenta y cinco  años de la primera publicación en español de El viejo y el mar, la célebre novela de Ernest Hemingway. El acontecimiento lo propició la revista Bohemia, de La Habana, que insertó de manera íntegra el relato en su edición correspondiente a 15 de marzo de 1953. Suceso que se inscribe en la celebración del centenario de Bohemia y en la de los ochenta años  de la primera visita a Cuba del gran narrador norteamericano.

            La revista Life había dado a conocer en inglés la novela en cuestión antes de que se publicara como libro.  Pagó a su autor a razón de un dólar con diez centavos por palabra, lo que permitió al escritor honorarios por casi treinta mil dólares.  Bohemia le ofreció cinco mil pesos y Hemingway aceptó a condición de que con ese dinero se compraran televisores para los enfermos del leprosorio de El Rincón, al sur de la capital cubana. Puso otra condición más. El traductor debía ser Lino Novás Calvo.

            Hoy aquella edición de Bohemia que incluyó El viejo y el mar es un objeto de culto para coleccionistas y los que se interesan por la presencia de Hemingway en Cuba. Bohemia tenía entonces una tirada que superaba los 259 000 ejemplares y encuestadores independientes  estimaban que cada ejemplar  era leído por ocho personas. Circulaba  no solo en Cuba, sino en  todo el continente, con excepciones como República Dominicana, donde el sátrapa Rafael L. Trujillo no la dejaba entrar.

            La edición en cuestión lleva en la portada un magnífico retrato del escritor  realizado por Orlando Yánez, portadista habitual de la revista. En su interior, numerosas fotografías y dibujos calzan  la novela y parecen anticipar la película que a partir de ella se filmara.  No se da crédito al fotógrafo ni al ilustrador, pero sí se consigna que la traducción es de Lino Novás Calvo, lo que no sucede en todas las ediciones en español de El viejo y el mar. En muchas de ellas se omite su nombre, aunque hacen constar que se trata de una traducción autorizada por el narrador. Así sucede en la primera edición cubana de la novela en forma de libro, hoy otra rareza bibliográfica que los coleccionistas pagan a precio de oro en los mercados de libros viejos de La Habana.

            Fue gracias a la labor de Lino Novás Calvo que William Faulkner comenzó a ser conocido en español, cuando dio a conocer su versión de  Sanctuary (Santuario) publicada a instancias del traductor  por Espasa Calpe, de Madrid, en 1933.  Tradujo asimismo, entre otros veinte títulos, Kangaroo (Canguro) de D. H. Lawrence, y Point Counter Point (Contrapunto) de Aldous Huxley, publicados ambos con el sello de Ediciones Sur, que dirigía Victoria Ocampo,  en Buenos Aires.  

            En unas confesiones que en 1948 hizo Novás  al profesor Salvador Bueno,  habla sobre su relación epistolar con Sherwood Anderson y Eugene O’Neill y de la influencia que algunos escritores norteamericanos ejercieron en él. Recuerda en ese sentido a Caldwell y Steinbeck y, sobre todo, a Faulkner. Pero al mencionar a Hemingway, cuya influencia también reconoce en su obra, hace una precisión: “Es amigo personal mío”.

            ¿Cómo se conocieron? ¿En Madrid, en los días de la Guerra Civil,  o en La Habana? ¿Cuáles fueron los detalles de esa relación? ¿Lo escogió Hemingway como traductor solo porque era su amigo o porque lo reconocía como la persona más idónea para hacerlo?  

Queda mucho por precisar todavía en cuanto a esa amistad, pero algo anticipa Herminia del Portal, la viuda de Lino, en una entrevista que entre  1992 y 1993 concedió en Nueva York a Nedda G. de Anhalt para su libro Dile que pienso en ella. Los presentó en 1946  el crítico y escritor  norteamericano Hoffman R. Hays a su paso por La Habana, a donde llegó procedente de Perú con destino a EE UU. Dice Del Portal que Hays había traducido varios cuentos de Novás al inglés y quiso que conociera a Hemingway.

En esa fecha, Novás Calvo no  era solo  un traductor reconocido, y un periodista de prestigio,  sino un narrador que con su novela Pedro Blanco, el negrero (Espasa Calpe, Madrid, 1933) había aportado, dice el ensayista Ambrosio Fornet,  un nuevo punto de partida a la novelística cubana. 

 

QUEMANDO GASOLINA

Lino Novás Calvo nació en un poblado de La Coruña, Galicia,  en 1905, y tenía siete años de edad cuando un tío materno lo trajo a Cuba. Aquí desempeñó los oficios más humildes. No pudo asistir a la escuela, pero ya en 1928 lograba publicar algunos poemas en la importante Revista de Avance. Obtuvo, en 1930, mención en un concurso de cuentos, y al año siguiente la revista Orbe, que publicaba el Diario de la Marina,  le encargó su corresponsalía en Madrid. Poco tiempo después desaparecía esa publicación y Novás Calvo, varado en España, lograba, gracias a la recomendación indirecta de Miguel de Unamuno, una plaza de bibliotecario en el Ateneo de Madrid. En la capital española, además de la ya aludida Pedro Blanco, el negrero da a conocer,  en 1936, Un experimento en el barrio chino.

            El inicio de la Guerra Civil lo sorprendió en Madrid. Se incorporó al Quinto Regimiento y llegó a alcanzar el grado de Oficial de Enlace en la brigada de Valentín González (Campesino). Escribe crónicas y reportajes, entre ellos uno sobre la muerte en combate  y el entierro del periodista cubano  Pablo de la Torriente Brau, y, por sus conocimientos de los temas militares, se le llega a considerar un analista muy  seguro y confiable.

            Regresó a Cuba, luego de pasar por Francia, en 1939. Trabajó aquí en el periódico Hoy, órgano del Partido Socialista Popular, al que estuvo afiliado durante un tiempo. Cuando se separó o lo separaron de esa organización política, empezó a trabajar para Bohemia. Por las confesiones que escribió para el profesor Salvador Bueno  sabemos por el propio Lino que una de sus tareas en Bohemia era la de traducir de manera íntegra la revista Times a fin de que el director pudiera seleccionar lo que daría a conocer en su publicación. Hacía además otras traducciones que firmaba o no, y escribía las secciones Así va la ciencia y En pocas palabras, que aparecían sin crédito.

            En 1942 su cuento “Un dedo encima”, obtiene el Premio Nacional Alfonso Hernández Catá, la distinción literaria cubana más prestigiosa y codiciada  hasta 1959. En 1943 su libro La luna nona mereció el Premio Nacional de Cuento, que otorgaba el Ministerio de Educación. Obtuvo además los importantes premios periodísticos Enrique José Varona y Eduardo Varela Zequeira. Este último con el reportaje “Guerra de nervios en Santa Lucía”, publicado en Bohemia sobre las luchas campesinas y el asesinato de Sabino Pupo.

            Fue profesor de francés en la Escuela Normal para Maestros de La Habana.  En 1954 asumió la dirección de información en Bohemia. En 1960 participó como jurado en el primer concurso Casa de las Américas. En ese mismo año, Miguel Ángel Quevedo pide asilo en la embajada del Perú, en La Habana. Al enterarse de la noticia, Lino Novás Calvo, desconcertado, se comunica por teléfono con  Enrique de la Osa, que sustituiría a Quevedo en la dirección de la revista.  

            -El Director se ha asilado –dijo Lino a Enrique-. ¿Qué haremos ahora?

            -Yo me quedo –respondió Enrique-. Haga usted lo que le parezca mejor.

            Nadie lo perseguía, pero Lino Novás Calvo pidió protección a la embajada colombiana y salió del país. Trabajó hasta que la salud se lo permitió como profesor de la Universidad de Syracuse.  Murió en 1983 en Nueva York.

            Otros títulos suyos son: No sé quién soy (1945) Cayo Canas (1946) Cubano de tres mundos (1956)  y El otro cayo (1959). En 1990 se publicó en La Habana su Obra narrativa, un volumen de casi 500 páginas, y en 1995 apareció en Santiago de Cuba Ocho narraciones policiales. Una pequeña parte de su quehacer para la prensa está  en el libro Lino Novás Calvo: periodista encontrado (2004). Contiene, entre otros materiales, la crónica titulada “Quemando gasolina: confesiones de un botero”, que a ratos parece escrita para nuestros taxistas y carreros actuales.

A BELLERGAL Y PESADILLA

En su entrevista con Anhalt, Herminia del Portal recordaba al que fue su esposo. Dice: “Lino no era un ser normal. Tenía obsesiones. Terrores. Se sentía acorralado. Perseguido”. Dice además: “Vivía en el terror. Embrujado. Poseído”. Lo cierto es que después de su regreso a Cuba, tras el fin de la Guerra Civil española, vivirá en una angustia existencial y creativa inenarrable. Quizás no podía ser de otra forma en un hombre que, en los días de esa contienda, pasó toda una noche en un calabozo, en  espera de que lo fusilaran,  y se vio libre a la mañana cuando se comprobó que había víctima de una calumnia. 

El 9 de abril de 1945 escribía a su amigo José Antonio Portuondo: “[…] Hay que vivir con los defectos ajenos. La razón está en que yo vivo, ahora más que nunca, en un perenne mal humor, con angustias, miedos, afanes, temores, depresiones y baches de todo tipo. Estoy a Bellergal y pesadilla…”

            Nada lo entusiasma. Dice que en Herminia del Portal encontró  la mujer ideal, pero, señala,  tiene sus mismos defectos. La pequeña hija de ambos le causa tanta alegría como preocupación. Apenas tiene ganas de escribir. Siente que le falta idioma porque el lenguaje “está manido, viciado, emporcado por el uso; todas las imágenes están asendereadas y todos los giros gastados”, y siente además que le sobran técnicas porque las nuevas formas de expresión obligan al narrador a buscar toda suerte de recursos  que al final forman en su cabeza un dédalo de posibilidades sin una posibilidad real. Los libros que tiene en proceso editorial, más que alegrarlo, lo inquietan. Sabe que se les hará el vacío crítico más completo y le buscarán animosidades. “Entre escribir y romper, dice, en eso se entretiene uno”.  Escribe también: “En vez de hacer novelas, habría que hacer nación. Lo malo es que nadie se pone de acuerdo sobre cómo se hace eso”.

            En realidad, a Lino Novás Calvo le duele Cuba; le duele la sociedad en que vive. Sabe, con Lezama Lima, y lo dice explícitamente, que si la cultura cubana no tiene “propósito y misión” es porque tampoco los tiene el país. “Vuelve uno la vista en derredor y analiza. ¿Y qué encuentra? Encuentra maldad, envidia, deslealtad, veneno, egoísmo, pretexto, calumnia, mentira, insidia, simulación. Entonces se huye en estampía, y cada uno trata de salvarse como puede”, dice en otra carta de 1947. Y en otra, del año siguiente: “Nos estamos encuevando. O quizás sea que nos están encuevando. Tú sabes, estorbamos. Todo el que quiera hacer algo y decir algo con sinceridad, estorba. El campo está en poder de los simuladores: los Mañach, los Ichaso, los Marquina, los Lázaros, las Saras…”  En una carta de 1946 concluye: “Nos falta un ideal, un designio, un destino, un propósito que nos saque de estos remolinos, rencillas, resquemores, personalismos, narcisismos y crónicas sociales”.

            Conoce Lino el por qué de sus carencias. Escribe: “Me falta una misión, la misión de estar identificado con algún sector humano en marcha, con fe, con generosidad, con idealidad, con amor, con sacrificio, con pasión, y con un propósito y contra algún estorbo. Esto viene a ser militancia en arte”. Pero él ya no milita. Cree que el partido al que perteneció tendría una salvación: “repudiar a la URSS y quedarse como partido de clase puramente cubano, y americano, que mira sobre todo por los intereses directos o inmediatos de esa clase […] Pero las señales son otras. Ah, y desde luego, tendría que soltar unos cuantos gomígrafos y discos y clichés y aceptar la verdad donde quiera que la encontrara. Y jugar más limpio y menos fríamente con los hombres, y los sentimientos, y los valores morales. Menos estrategia y menos táctica y menos funcionalismo y más alma y humanidad. Pero también eso es difícil”.

MÁS DESVALIDO QUE NUNCA

La vida de Lino Novás Calvo parece una novela. Una vida llena de contradicciones, dudas, vacilaciones, inconsecuencias, miedos.

Se le tuvo por hijo ilegítimo hasta que, a los siete años, su madre se enteró de que el padre lo había reconocido en secreto. En Madrid mariposeaba con los marxistas, pero era un escritor conservador y católico, José María Chacón y Calvo, quien le pagaba el Ateneo  para que tuviera calefacción  y pudiese trabajar en su biblioteca.  En España peleó al lado de la República pese a que, desde el comienzo de la contienda, estuvo convencido de que los republicanos perderían la guerra contra Franco. Sin ser comunista, se vio un día afiliado a ese partido por la mera razón de pertenecer al Quinto Regimiento…

Muy caro le costó, ya en La Habana, expresar en público su desacuerdo con   el pacto Hitler-Stalin. Fue uno de nuestros grandes periodistas, pero hacía su trabajo con desgano. Se desempeñaba como profesor auxiliar de francés en la Escuela Normal para Maestros y los alumnos, que le apodaban Hirohito por su parecido con el Emperador de Japón,  le ponían rabo.   

El hombre que para vivir, durante los primeros años de su estancia en Cuba, fue mandadero y dependiente de fondas, carbonero y cortador de paños, taxista, contrabandista de alcoholes y boxeador hasta que lo noquearon, y que convivió en España con la muerte,  no pudo nunca imponerse al alumnado. Lezama Lima le aconsejó que lo enfrentara, que mentara madres si era preciso. Lino siguió el consejo y le mentó la madre a un estudiante. Mejor hubiera sido que no lo hiciera. Se echó a llorar y se vio consolado y compadecido por aquellos mismos jóvenes que minutos después siguieron haciéndolo blanco de sus burlas.

Aun, sin embargo, no había vivido lo peor. Sobrevino un cambio de ministro y el nuevo titular de Educación se empeñó en racionalizar plazas en la Escuela Normal. Y Novás Calvo, que dominaba el inglés y el francés y había traducido algunas obras de Balzac,  se vio de patitas en la calle, cesanteado.

 Los evaluadores no se contentaron con quitarle la plaza, sino que lo humillaron al calificarle con dos puntos sobre cien aquella ingente labor de traducción. Lino tenía todas las de perder porque carecía de título universitario. Pecado  mortal en un país con tantos títulos sin profesionales.  Aún así apeló al Ministro. Le concedieron la cita. Y ya en el antedespacho del funcionario un ujier le advirtió que no se entraba en aquella oficina con el sombrero puesto y, sin darle tiempo a reaccionar, se lo sacó de un manotazo. El incidente  precipitó a  Lino Novás Calvo  en el derrumbe total. Terminó por convencerse, ya de manera definitiva, de  que nada valía ser un escritor de su talla  en un país donde un conserje podía permitirse, impunemente, un atrevimiento semejante.

            Diría  a Salvador Bueno:

            “Así comienza una nueva época para mí, la más desdichada que recuerdo. Por inesperado, por injusto, por incomprensible, el despojo me dejó gravemente averiado. Se me han multiplicado los reveses […]  //Todos mis planes y trabajos quedaron paralizados […]  //Lo único que pudo hacer ahora es traducir para Bohemia y hacer algunas secciones fijas de humor y ciencia. Mi trabajo es ahora mucho más lento, debido a los calmantes que debo tomar a diario, en grandes dosis. Este acto me ha demostrado que tampoco valen nada los méritos ni  esfuerzos culturales. Tal demostración me ha dejado psicológicamente más desvalido que nunca. Se me han caído los últimos asideros. Ahora no me queda nada, salvo Dios, al que he vuelto silenciosamente”.

FINAL LENTO CON SUICIDIO

Recordemos que Hemingway pidió que aquellos cinco mil pesos que le ofreció Bohemia por la publicación de su novela se destinaran  a la compra de televisores para los enfermos de El Rincón. En 1953, esa suma alcanzaría para adquirir en un comercio minorista unos diez aparatos de televisión.

            Norberto Fuentes, en su libro Hemingway en Cuba, afirma que no está claro que pasó finalmente con esos honorarios, pero más adelante   asevera en la misma página que “la historia termina con los televisores instalados”.  Fuentes asegura haber visto en los archivos de Finca Vigía, la residencia cubana del escritor,  una docena de documentos que evidencian  irregularidades. En algunas de  esas cartas, la administración de la revista se apresura a informar a Hemingway que los televisores serán adquiridos en fecha próxima, y en otras, que los equipos en cuestión están a punto de ser instalados. Se conserva asimismo una carta de Lino a Hemingway en la que le aclara que  no tiene nada que ver con las demoras de la administración y añade que le preocupa el largo silencio del escritor para con él y que no responda a sus llamadas. Al final, todo se resolvió y el hospital de El Rincón dispuso de los televisores.

            Bohemia convirtió a Miguel Ángel  Quevedo, su director-propietario,  en una figura poderosísima, alguien con influencia ilimitada en la vida nacional,  al punto de que llegó a decirse que la dirección de Bohemia era la segunda posición de la República.

            La relación  con Francisco Saralegui, el zar del papel en Cuba y administrador de la revista, llevó a Quevedo a hacer grandes inversiones en los años finales de la década de los 50. Bohemia estrenó un nuevo edificio en la Avenida de Ranchos Boyeros y adquirió las revistas Carteles y Vanidades, propiedad de Alfredo T. Quilés. Al triunfar la Revolución tenía deudas que superaban los  dos millones y medio de pesos. Enterado de esa situación, el comandante Fidel Castro mandó a decirle por intermedio del capitán Antonio Núñez Jiménez que el Gobierno Revolucionario asumiría  ese compromiso.  

            Quevedo se negó a aceptar el ofrecimiento. A mediados de 1960 se fue del país.

Sobreviene entonces un periodo de su vida que en Cuba se ha conocido de manera insuficiente y tergiversada. Al llegar a Nueva York encontró que la salida de Bohemia estaba asegurada, y que tenía además a su disposición una gran oficina y un gran apartamento. Allí estaba Bebo Saralegui, uno de los hijos de su antiguo socio,  y no tardaría en aparecer Carlos Mauricio Castañeda. El grupo se completaría con la llegada de Lino Novás Calvo y su esposa, que había dirigido en Cuba la revista Vanidades.

            Le supongo a Quevedo la inteligencia suficiente  para percatarse que aquella revista de lujo en que se convirtió Bohemia, aquella gran oficina, aquel gran apartamento, todo aquel aparataje que permitía asumir la revista,   estaban financiados por la CIA. Pero no se percató que Saralegui, Castañeda y Herminia del Portal y no sé hasta qué punto Lino Novás Calvo se confabularon en su contra empeñados, como estaban, en dejar a Bohemia de la mano, cada vez con una tirada más reducida, y echar a andar y fortalecer otra revista, Vanidades Continental,   lo que consiguieron.

            Cuando Quevedo se percató de la traición  nada podía hacer. Quiso entonces salir de EE UU y para hacerlo debió reconocer a la CIA una deuda de casi cinco millones de dólares. Se estableció al fin en Caracas. Pensó que la sociedad con los Capriles y los De Armas, grandes distribuidores de revistas, le asegurarían la salida de Bohemia. Nuevo fracaso. Bohemia no era ya ni la sombra de lo que fue y para hacerle el trago más amargo se vio convertido en empleado de los que creyó sus socios. Era el director nominal de la revista. Pero no se le permitía decisión alguna y llegó a impedírsele la entrada a su propia oficina.

            Circuló por ahí una carta, muy publicitada por los medios anticubanos, en la que Miguel Ángel Quevedo se reprochaba el papel que había hecho asumir a Bohemia en los días de la dictadura batistiana. Es una carta patética, pero hay que decir enseguida que también es apócrifa. Quevedo nunca se arrepintió de nada.  La escribió, plenamente consciente de su falsedad, Carlos Alberto Montaner padre. Lo cierto es, me aseguran fuentes autorizadas del entorno íntimo de Quevedo, que Fidel al enterarse de su angustiosa situación en Caracas le dejó saber, a través del canciller  Raúl Roa, que las puertas de Cuba estaban abiertas para él.

            Como la vez anterior, tampoco aceptó Quevedo en esta ocasión el ofrecimiento del jefe de la Revolución. Y terminó suicidándose. Era un mal hereditario. También su padre se había privado de la vida.

           

           

           

 

 

 

 

 

           

           

           

 

 

Rita

Rita

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Yo no había cumplido aún  los diez años de edad, pero recuerdo detalles de la muerte de Rita Montaner, el 17 de abril de 1958. Una ola de dolor recorrió el país de extremo a extremo y todos los canales de la televisión nacional, incluido el espacio de Gaspar Pumarejo, a quien Goar Mestre, por viejas rencillas, quiso excluir del duelo, suspendieron sus programaciones habituales para rendir tributo a la artista todavía insepulta.  El deceso se vio precedido de las noticias acerca de su enfermedad y la intervención quirúrgica a la que la sometieron para prolongarle la vida, y por aquella dramática colecta con la que, bajo el lema de “Un centavo para Rita”, quiso el pueblo cubano sufragarle el tratamiento médico. En el Hospital Curie, actual Instituto de Oncología, y con el pañuelo de cáncer ya en el cuello, la revista Bohemia le había hecho un reportaje gráfico y ella, herida de muerte,  intentó sonreír para  aquellas fotos. Todo había transcurrido demasiado rápido. Apenas tenía 58 años. Poco antes, quedó sin voz  durante una representación teatral y  gracias a los remedios que le aplicaron sus compañeros  pudo volver a escena y concluir la puesta. Cosas de la vida… Treinta años antes, a fines de los  20, en el Palace, de París,  tocó a Rita suplir a Raquel Meller, aquejada de una rara e  inesperada afonía. Nació con un lunar en la frente como un designio que nadie, en su momento, se atrevió a descifrar. Y a lo largo de su vida, dice Miguel Barnet, un diablito de candela rondó siempre a su espalda. Un diablito que terminaría por jugarle una mala pasada.

            En opinión del compositor Ernesto Lecuona, Rita Montaner fue “el arte en forma de mujer”;  sus cualidades vocales eran excepcionales y fue además una pianista de línea. Concluía el autor de Siboney: “Anunciarla era tener el teatro lleno por anticipado”. El poeta Nicolás Guillén la vio como una pequeña y gran mujer, cuya piel dorada era símbolo de las dos razas que crepitaban en su corazón y le salían a los labios en un mismo hálito de fuego. Para Alejo Carpentier, que siguió sus éxitos en París, Rita creó un estilo. “Nos grita, a voz abierta, con un formidable sentido del ritmo, canciones arrabaleras, escritas por un Simons o un Grenet, que saben, según los casos, a patio de solar,  batey de ingenio, puesto de chinos, fiesta ñáñiga y pirulí premiado… ¡Cuando se ven las cosas desde el extranjero, se comprende más que nunca el valor de ese tesoro popular!”  Barnet es definitivo en su valoración. “Como la ola trabaja en el arrecife, así Rita pule la expresión nacional, con una gesticulación propia y una forma de cantar”. Recuerda Barnet a Lezama Lima cuando advertía dos corrientes de riqueza en el caudal del saber cubano: una, en la poesía de la sacralidad que culmina en Martí, y la otra en la sabiduría del taita, el esclavo negro llegado a la ancianidad. “Esa irradiación, ese instante de luz, tiene un poderoso destello en el arte interpretativo, agrega Barnet. Y ese es el que alcanzó con sus gajos de yerbas y sus enaguas bordadas Rita Montaner”.

LA ÚNICA

En lo que hoy puede considerarse el primer gran boom internacional de la música popular cubana, tuvo ella un papel destacadísimo, como lo tuvieron, entre otros,  los compositores Moisés Simons y Eliseo Grenet y el malogrado cantante Fernando Collazo. Impusieron el son en Montmartre y en el Barrio Latino, de París, y abrieron las puertas a la rumba y  al jazz cubano, y, por tanto, los universalizaron.  “No puede negarse la influencia decisiva que tuvo, el año pasado, la actuación de Rita Montaner en esta invasión de aires tropicales. Rita Montaner en los dominios de lo afrocubano resulta insuperable”, escribía Carpentier en una crónica fechada en París, en 1929.  Mamá Inés, interpretado por la cubana,  estallaba cada noche en los feudos de Raquel Meller con una elocuencia que convencía a los más tibios.

            Precisaba el autor de El siglo de las luces: “El público pide Mamá Inés, y los ingleses y franceses lo bailan o hacen esfuerzos por bailarlo. La movilidad y el dinamismo de esa música vencen  todos los escrúpulos. Muchachas oxigenadas, que nunca salieron de París, cobran ínfulas tropicales y exigen el bis a gritos. Los archiduques rusos pierden sus monóculos. Los yankys gritan ‘¡Oh, wonderful!’. Las pálidas hijas de Albión olvidan por un instante sus poses prerrafaelistas al enterarse del sortilegio sonoro que viene de las Antillas… Nuestras batas gráciles suben al escenario del music hall. Los franceses empiezan a tener una vaga noción de nuestra situación geográfica, y se enteran de que La Habana produce algo más que falsos [tabacos] Coronas a dos francos”.

            Rita fue única. Tanto en París como en Nueva York, en México o en Buenos Aires,  puso muy alto “el corazón prieto y apretado de la Isla”. Le llamaron Rita de Cuba y ya en 1942 hacía rato que era conocida por el calificativo de La Única. Rita de Cuba, Rita la Única… “No hay tan adecuado modo de llamarla, si ello se quiere hacer con justicia, escribía Nicolás Guillén. De Cuba, porque su arte expresa hasta el hondón humano lo verdaderamente nuestro. La Única, pues solo ella, y nadie más, ha hecho del ‘solar’ habanero, de la calle cubana, una categoría universal”.

            En sus actuaciones buscaba la naturalidad hasta encontrar la naturalidad misma. Su espontaneidad era fruto de un largo y paciente trabajo.  Para cantar El manisero, uno de sus grandes éxitos, hizo un boceto a mano, estudió las inflexiones de la voz, dónde la voz debía ser suave y dónde, rajada y buscó en qué parte el vendedor quería enamorar a la caserita y en cuál, vender realmente su mercancía. Era genuina porque lo genuino  le venía de raíz.

            Sus admiradores recuerdan una noche de Rita en el Auditórium. En un palco cercano al escenario ocupan asientos el cardenal Manuel Arteaga y el Nuncio Apostólico en Cuba. El presentador anuncia el nombre de la artista y el lunetario cobra vida cuando la orquesta acomete los compases iniciales de El manisero. Sale ella de pronto. “Maniiií, maniiií, caserita no te acuestes a dormir…” y enfila hacia el palco de monseñor  Arteaga,  agita el cucurucho ante su cara y se lo pone casi en la boca. El purpurado aprieta los labios, se sonroja; el Nuncio lo mira y ambos se toman de las manos. Rita sigue agitando el cucurucho, ahora ante el rostro del representante del Papa. Les vuelve la espalda y, en cuclillas, mueve su generosa anatomía. La ovación es indescriptible. Los dos prelados  también aplauden. 

            Aquella artista que con su simpatía sabía meterse al público en el bolsillo, era sin embargo una mujer triste y solitaria. “Ser su amigo era una prueba de fuego en la amistad”, afirma alguien que gozó de su cercanía. Acogió en su casa a Roderico Neyra, el célebre Rodney,  cuando le diagnosticaron la lepra,  y  fue capaz de deshacerse de sus dormilonas de brillantes para sacar del apuro al empresario del teatro Martí, amenazado por los músicos con dejarle la función a medias si no les pagaba. 

            Supo ser  dúctil y respetuosa en la escena. Pero entre la gente de la farándula, Rita, deslenguada y mal geniosa,  era tan admirada como temida. De su agresividad e ironía no se libraban siquiera aquellos que pasaban como sus amigos.  En un mundo signado por una competencia atroz, defendió su lugar con uñas y dientes y fue implacable con los cronistas que le hacían críticas adversas; salía a discutirlos y los cubría con los peores epítetos. “Era tremenda cuando la acorralaban, saltaba a la yugular”, recordaba Félix B. Caignet, el autor de Frutas del Caney, Carabalí y Te odio, de las que Rita hizo verdaderas creaciones.

MEJOR QUE ME CALLE

 

Rita Aurelia Montaner Facenda nace en Guanabacoa, en 1900. Su padre es un médico distinguido de la villa, un caballero bien plantado y extremadamente amable,  y la madre, una mulata bellísima. Conforman una familia acomodada, pero no rica. La niña estudiará piano. Matricularía en el Conservatorio Peyrellade, en la Calzada de Reina número 3, y más tarde hará estudios de canto con el maestro Pablo Morales. Evidencia  una facilidad extraordinaria para la música, su técnica es inmejorable, puede leer a vuelo de pájaro una pieza musical e interpretarla al piano en primera lectura. Tiene además una voz agradable y bien timbrada. Canta a capella y no requiere de entonación previa para hacerlo. Le gusta mucho cantar y cuando lo hace quiere que el salón íntimo y familiar de su casa se convierta como por arte de magia en un gran escenario.

            Aquellos intentos iniciales son íntegramente operáticos; el conservatorio impone las  arias de locura, los duettos de amor, las marchas triunfales,  afirma Miguel Barnet. Prosigue el autor de Oficio de Ángel: “Pero Guanabacoa es un rico arsenal de música cubana.  Sus oídos aguzados perciben algo de ese rumor. Su sensibilidad de impregna de estas melodías que para una familia clase media están vedadas, al menos en apariencia. Pero ella solo necesita un golpe mínimo del tambor para que su sangre recupere de inmediato la sustancia buscada, la claridad perdida”.  Solo que un ligero escozor en la garganta le dificulta entonar los pregones callejeros, que serán el más rico tesoro de su repertorio futuro. Rita no se amilana. Alivia la irritación  con los trocitos de hielo que va sacando de un vaso de cristal. Más tarde sustituye el vaso por un ánfora de plata, pero el escozor seguirá siendo el mismo. Quizás peor.

            El 10 de octubre de 1922 marca un hito en nuestra historia. Se inaugura ese día la radio en Cuba. A las cuatro de la tarde, las notas del Himno Nacional, interpretado por la orquesta de Luis Casas Romero, dan paso al discurso de Alfredo Zayas, presidente de la República. Sigue un solo de violín y enseguida Rita interpreta Rosas y violetas, de José Mauri y Presentimiento, de Eduardo Sánchez de Fuentes. Es la señora Rita Montaner de Fernández pues cinco años antes, con 17, la artista contrajo matrimonio con el abogado Alberto Fernández Macías, que insistirá en acompañarla a todos sus conciertos, así como antes el padre la llevó de la mano al conservatorio. Vendrían después otros matrimonios. Relaciones maritales  atribuidas o reales. Como la del músico Xavier Cugat, con quien se presentó en Broadway. Afirma Cugat en sus memorias que se enamoró de Rita cuando ambos hacían estudios en el Conservatorio Peyrellade y que  contrajeron matrimonio en México. Nadie  lo cree, pero Carlos Palma, el abogado farandulero de la revista Show, afirmaba haber visto el certificado de la boda.

            En París, Josephine Baker se cambiaba de ropa entre bastidores para no perderse la actuación de la cubana. Rita cantará con Al Jolson y alternará con María Luisa Landín, Libertad Lamarque, Pedro Vargas… Se mueve en lo lírico y en lo popular. Se hará aplaudir  en el cine. Muy gustado fue en la radio su personaje de Lengualisa que, con sus bromas picantes, metía el dedo en la llaga de la realidad nacional para concluir con un invariable “mejor que me calle, que no diga nada” que sin embargo lo decía todo. La televisión la tuvo como una de sus figuras principales. Fue una artista, y ahí también está su grandeza, que no decayó. Murió en plena ascensión, como lo acreditan sus últimas actuaciones, como aquella madame Flora de La médium, de Menotti, que electrizó a los que la vieron y que evidenció que mucho podía aún esperarse de ella si la muerte no se hubiera cruzado en su camino.  

           

           

             

 

                       

Presidentes

Presidentes Ciro Bianchi Ross 

¿Sabía  usted que la antigua provincia de Las Villas, en el centro de la Isla,  fue el territorio que más nombres aportó a la presidencia de la República de Cuba entre 1902 y 1959? ¿Que no hubo ningún camagüeyano que llegara a desempeñar la primera magistratura y que tres de los que lo hicieron nacieron en el exterior? ¿Que de los presidentes de Cuba seis fueron abogados y dos médicos, y que hubo incluso un graduado de Filosofía y Letras y dos ingenieros? ¿Que de los de extracción más humilde fueron los que más se amillonaron en el ejercicio del poder? ¿Conoce usted lo que el periodista Mario Kuchilán, hace muchos años  llamó “el sino de los Carlos”? Pues sí, entre 1902 y 1959, llamarse Carlos fue fatal para los presidentes cubanos.

De estas y otras cosas que atañen a los mandatarios  anteriores a 1959  estaré hablando en seguida.

 

BREVES Y BREVÍSIMOS

 Hubo aquí presidentes constitucionales y otros que no lo fueron, y hubo también quienes ocuparon con carácter provisional la jefatura de la nación. Entre los primeros, Carlos Prío no llegó a completar el mandato de cuatro años, para el que fue elegido en 1948 porque se lo impidió el golpe de Estado que en el 52 dio Batista. Tampoco pudo completarlo Miguel Mariano Gómez, juzgado y destituido por el Senado siete meses después de su toma de posesión, en 1936. Estrada Palma, García Menocal y Gerardo Machado se hicieron reelegir, y las consecuencias fueron terribles. El primero se vio obligado a renunciar; Menocal, aunque retuvo el poder hasta el final, provocó con su actuación la llamada revuelta de La Chambelona, y Machado fue derrocado por una revolución. De los mandatarios provisionales, Carlos Manuel de Céspedes duró 23 días en el cargo, y Grau San Martín en su primer período (1933-34) algo más de cien. Su sustituto, Carlos Hevia, fue presidente entre el 14 y el 18 de enero del 34, y Carlos Mendieta lo fue entre ese día y el 12 de diciembre del año siguiente, cuando cedió paso a José Agripino Barnet, que ocupó el cargo hasta el 20 de mayo de 1936. Andrés Domingo y Morales del Castillo fue, al amparo de Batista, presidente entre agosto del 54 y febrero del 55. Federico Laredo Bru asumió la magistratura al ocurrir la destitución de Miguel Mariano; su mandato, por tanto, tampoco fue completo.

De esos presidentes breves, los brevísimos fueron el general Alberto Herrera y el periodista Manuel Márquez Sterling. El primero sustituyó a Machado el 11 de agosto de 1933 y no llegó a cogerle el gusto al cargo pues, siguiendo instrucciones de la embajada norteamericana,  lo traspasó a Céspedes al día siguiente. Márquez Sterling duró menos. Juró la presidencia, en una habitación del Hotel Nacional de Cuba  y a la luz de una vela, al filo de las seis de la mañana del 18 de enero del 34 y la soltó a las 12 meridiano del propio día. La República estaba acéfala por la renuncia de Hevia y correspondía a Don Manuel como Secretario de Estado la sustitución reglamentaria hasta que Mendieta, impuesto por el entonces coronel Batista, asumiera.

 

ORIGEN, PROCEDENCIA

 En Las Villas nacieron José Miguel Gómez y su hijo Miguel Mariano (ambos en Sancti Spíritus), Machado (Santa Clara), Herrera y Mendieta (San Antonio de las Vueltas) y Laredo Bru (Remedios). Curiosamente también eran villareños Manuel Urrutia Lleó  (Remedios) y el cienfueguero Osvaldo Dorticós Torrado, ambos abogados,  que no entran en este recuento porque ocuparon la presidencia a partir de 1959. Dorticós fue el último en desempeñar tal cargo, que desaparecería en 1976, cuando la Constitución que entró en vigor entonces creó el cargo de Presidente del Consejo de Estado. En Matanzas (Jagüey Grande) nació Menocal. Pinareños eran Grau (La Palma) y Prío (Bahía Honda). Hevia y Alfredo Zayas nacieron en La Habana; el último de ellos en el Cerro. En Oriente, Estrada Palma (Bayamo), Batista (Banes) y Andrés Domingo (Santiago). Nacieron en el exterior Céspedes (Nueva York), Márquez Sterling (Lima) y Barnet (Barcelona).De esas 17 figuras —no se olvide que Grau y Batista ocuparon la presidencia en dos ocasiones diferentes—  tenían títulos de abogados Zayas, Céspedes, Miguel Mariano, Andrés Domingo, Laredo y Prío. Menocal y Hevia eran ingenieros, graduados ambos en Estados Unidos, el primero en Cornell y el segundo en Anápolis. Estrada Palma era graduado,  en La Habana, de Filosofía y Letras, y empezó a estudiar Derecho en España, pero abandonó la carrera cuando, a la muerte de su padre, regresó a Cuba, a fin de administrar el cuantioso patrimonio familiar, que le confiscarían durante la Guerra de los Diez Años. Grau y Mendieta eran médicos. Grau,  un excelente clínico y tisiólogo, profesor de Fisiología de la Universidad de La Habana. Cuando asumió la presidencia por segunda vez, en 1944, pidió que se le hiciera la auditoria de sus bienes y el arqueo arrojó que su capital ascendía a 72 000 pesos. Antes de abandonar el cargo en 1948 solicitó otro inventario y su fortuna personal había descendido a 22 000. Declaró entonces que el haber estado apartado de la Medicina durante cuatro años lo había empobrecido.José Miguel era bachiller y no continuó estudios universitarios porque se incorporó a las filas del Ejército Libertador durante la Guerra de los Diez Años. Machado y Batista no superaron la enseñanza primaria. Herrera provenía de las filas del Ejército. No consta en las biografías que tenemos al alcance que Barnet ni Márquez Sterling hicieran estudios superiores. El primero estuvo toda la vida en el servicio exterior de la República. El segundo ya a los 15 años era periodista. Es uno de los grandes periodistas cubanos de todos los tiempos.

De esas figuras, el de mayor edad al asumir el poder fue Barnet (71 años) y el más joven, Carlos Hevia (34). Batista alcanzó su primer mandato con 39 y se cogió el  segundo, con 51.  Estrada Palma llegó a la presidencia con 70 años, Céspedes y Márquez Sterling, con 62, Zayas, con 60 y Mendieta y Laredo, con 61. Estaban en la quinta década de sus vidas al llegar al poder, Machado (54) y José Miguel (51). Grau tenía 51 años en su primer mandato, y 62 en el segundo. Menocal y Miguel Mariano, 47.  Prío, 45,  Urrutia llegó a la presidencia con  58 años, y Dorticós,  con 40.

 

APODOS, MATRIMONIOS, ETC.

 A diferencia de José Miguel, Miguel Mariano, Grau, Mendieta... que nacieron en cuna rica, Machado tuvo un origen muy humilde y en un momento de su vida fue obrero agrícola. Batista se metió a soldado, que era una carrera para los pobres, y se sabe que Prío llegó a concurrir a la universidad con los pantalones remendados... Los tres se enriquecerían a costa del Tesoro de la nación.A Machado le apodaban El Mocho, porque perdió el índice de la mano izquierda  mientras trabajaba como carnicero en su región natal. A José Miguel le apodaron Tiburón,  por lo que mordía, y a Menocal, El Mayoral porque fue administrador del central azucarero  Chaparra, de propiedad norteamericana. . A Zayas le decían El Pesetero, ya que se conformaba con poco siempre que la gota no dejara de caerle en el bolsillo. A última hora transó con Machado y se comprometió a ayudarlo a alcanzar la presidencia a cambio de cinco humildes milloncitos que recibiría,  en cuotas, de la Renta de la Lotería Nacional. Por cierto,  Zayas recibió en 1913  la encomienda de escribir una Historia de Cuba, y la República le pagó por esa tarea un salario de 500 pesos mensuales hasta su muerte, en el 34. No parece que escribiera una sola línea. Volviendo a lo de los apodos, Grau fue El Viejo, en atención a su edad, y, por lo enrevesado y repetitivo de su oratoria, El Divino Galimatías;  Mendieta era el Solitario de Cunagua, y a Batista, ávido de una popularidad que nunca tuvo, debía resultarle grato oírse llamar El Guajirito de Banes.Todos estos 17 presidentes estaban casados, menos Grau, que era un solterón empedernido. Sus amores platónicos y epistolares con una enfermera norteamericana se extendieron desde 1932 hasta 1965.  Dos de esos mandatarios  contrajeron matrimonio con extranjeras; Céspedes con la italiana Laura Bertini, y Estrada Palma con Genoveva Guardiola, a la que pescó cuando fue director de Correos en la República de Honduras y Genoveva era la hija del Presidente hondureño.  De las Primeras Damas, la más bella fue sin duda Mary Tarrero, la mujer de Carlos Prío. América Arias, esposa de José Miguel y madre de Miguel Mariano, fue  una gran señora respetada por todos;  se curtió como mensajera del Ejército Libertador  en los días de la Guerra de Independencia. Mariana Seba de Menocal compraba en París collares que no podía darse el lujo de adquirir Victoria Eugenia, la esposa de Alfonso XIII, rey de España. La más humilde fue Genoveva Guardiola,  que sentada en un balcón de Palacio zurcía las medias del marido, que, por otra parte, solo tenía tres trajes. Estrada Palma fue el más tacaño de los presidentes cubanos, y Menocal el más manirroto. La prensa británica, en 1969, proclamaba a Batista el hombre más rico de España, mientras que Prío, en Miami, se declaraba pobre de solemnidad, no porque perdiera su fortuna sino porque la traspasó íntegra a su esposa. Grau, en La Habana, disfrutó durante sus últimos años de una pensión de 500 pesos mensuales, que le otorgó el Gobierno Revolucionario.  Aunque los mandatarios cubanos no tenían  jubilación, el único que volvió a trabajar,  una vez cesado en la presidencia,  fue Barnet. Terminó sus días como empleado del Ministerio de Estado, donde había sido titular de la cartera. Márquez Sterling murió en Washington, en 1934,  en el desempeño de una misión diplomática, y Machado, en Miami, en 1939.  En los años 40 el Congreso de la República dispuso que sus restos nunca pudieran ser traídos a Cuba. En calidad de exiliados fallecieron, también en Estados Unidos, Carlos Hevia y Carlos Prío, que se suicidó en 1977. Había pedido en una carta  que transcurridos cinco años de su muerte, sus restos se trajeran a Cuba, fuera cual fuera el sistema político imperante en la Isla ya que quería descansar para siempre al lado de su madre, doña Regla Socarrás, Capitana del Ejército Libertador.  Su viuda e hijas  han  sido remisas  a cumplir esa última voluntad. Mendieta falleció en La Habana, en 1960, y Grau, también en esta capital, en 1969. Batista murió en España, en 1973, y Urrutia, en Estados Unidos.   El resto murió en Cuba antes del triunfo de la Revolución. Tal fue la pasión de Mendieta por los gallos finos o de pelea que existe  una raza de esos animales que lleva su apellido.  ¿Qué hay del sino de los Carlos? Sucede, decía el periodista  Kuchilán en sus fabularios, que ningún presidente con ese nombre llegó en Cuba a completar su mandato y salió de la presidencia como bola por tronera. Así le sucedió a Céspedes, a Hevia, a Mendieta y a Prío. Otro hubo de nombre Carlos que ni siquiera pudo tomar posesión, Carlos M. Piedra y Piedra, que el primero de enero de 1959 fue llamado a la Ciudad Militar  de Columbia y quiso hacérsele presidente en sustitución de Batista, por ser el magistrado más antiguo del Tribunal Supremo. Pero el propio tribunal se negó a tomarle juramento y Piedra se la dejó en la mano al general Eulogio Cantillo, jefe de la junta militar,  y volvió a su casa. Murió viejísimo en La Habana.          

Presencia de Eduardo Saborit

Presencia de Eduardo Saborit

Ciro Bianchi Ross

 Era un hombre cariñoso, comunicativo y amable y un compositor prolífico que  con altos vuelos llevó  la música campesina al pentagrama. En dos ocasiones pusieron en  manos de Eduardo Saborit  un cheque en blanco para que escribiese él mismo la cantidad que quería recibir: Cuando escribió Conozca a Cuba primero y la petrolera Esso quiso utilizarla en sus campañas publicitarias, y cuando, en los años iniciales  de la Revolución, la agencia de publicidad para la que laboraba en La Habana insistió en que se fuese a vivir y a trabajar a Puerto Rico. Ninguna de las dos veces se dejó comprar. En la primera,  alegó que no vendía a una empresa extranjera lo que componía para su país. La respuesta, en la segunda ocasión, fue más contundente. Escribió Cuba qué linda es Cuba, una canción que le ha dado la vuelta al mundo.

            “Oye, tú que dices que tu patria / no es tan linda. / Oye, tú que dices que lo tuyo / no es tan bueno, / yo te invito a que busques /  por el mundo/ otro cielo tan azul / como tu cielo…”

            Es su canción más emblemática y conocida. Se estrenó formalmente durante el I Congreso de los Escritores y Artistas Cubanos, en 1961, fecha en que también se acometía en Cuba la Campaña Nacional de Alfabetización, una proeza que hizo que más de 700 000 personas aprendieran a leer y a escribir en el plazo de un año. Saborit se entregaría en cuerpo y alma a esa tarea. Sin importarle parajes intrincados, ríos crecidos, noches a la intemperie, comidas al paso y escenarios improvisados, recorre  la Isla como parte de un colectivo de importantes artistas que llevan un poco de esparcimiento a los brigadistas alfabetizadores. Y tras  la invasión mercenaria de Playa Girón, perpetrada en ese mismo año, la dirección del país le encomienda que se traslade a  la zona agredida  y converse con los jóvenes que allí alfabetizan para que después  dé cuenta de ello a sus familiares.

            Fue  el autor del Himno de la Alfabetización y de la marcha Cumplimos, que se cantó en la Plaza de la Revolución  cuando finalizó la gesta. Pero valiéndose del mismo tema  sabría el compositor elevarse sobre la consigna y la contingencia del momento para escribir Despertar, popularizada por Esther Borja; melodía memorable y conmovedora en su lirismo. “Cuántas cosas ya puedo decirte / porque al fin he aprendido a escribir / ahora puedo decirlo en mis cartas / ahora empieza mi amor a vivir. / Ya la patria me ha dado un tesoro, / he aprendido a leer y a escribir”.

            Eduardo Saborit nació en Campechuela, región oriental de la Isla, en 1911. A los 14 años formaba parte ya de la banda de música de su pueblo natal, y con ella estuvo hasta que un médico le recomendó que dejase de tocar instrumentos de viento. Se decidió entonces por la guitarra, instrumento que lo acompañaría hasta la muerte. Formó parte del trío Clave Azul y Ensueño, y,  ya en La Habana,  se dedicó a la creación de jingles publicitario sin dejar de componer.  Los géneros musicales  no parecieron tener límites para él. Escribió boleros, guarachas, canciones... Cantó al amor. A la mujer. A la vida.  Al paisaje. A los símbolos y atributos  patrios. Una obra cubanísima la suya. De una cubanía auténtica que le viene de raíz.  Dice en una de sus piezas: “Quiero un sombrero / de guano, una bandera. /  quiero una guayabera / y un son para bailar”.

            Todo pasó demasiado de prisa para Eduardo Saborit. Tenía 51 años. La salud empezó a fallarle, perdió peso y el médico le indicó un reposo que el compositor se negó a cumplir; tenía demasiadas cosas que hacer. Llegó así una noche que parecía  sería como las otras. Conversó con su médico por teléfono y antes de retirarse a dormir pasó por  la cuna de su sobrino y le cantó hasta dejarlo dormido. Luego se acostó. Veinte minutos después estaba muerto.  Había dejado bien afinada la  guitarra. 

           

             

           

 

Vida, prisión y muerte de Policarpo Soler

Vida, prisión y muerte de Policarpo Soler

Ciro Bianchi Ross

 

Los que lo conocieron personalmente aseguran que no parecía un sujeto agresivo, sino más bien un político profesional, un hombre de éxito,  pródigo en el abrazo y en la convidada,  que enfundaba su imponente humanidad en la guayabera de hilo finísimo y el pantalón impecable, siempre con los cabellos y el bigote cuidados y la cara rasurada con esmero… Su semblante apacible y jovial no era el del clásico matón, pero Policarpo Soler lo era y de los peores.

            Un largo rosario de crímenes jalonó su existencia desde que a comienzos de los años 40 se le acusó de un homicidio en su natal Camagüey. Pero lejos de condenársele por ello, Policarpo, con el nombre supuesto de Domingo Herrera, empezó a lucir un buen día los galones de teniente de la Policía Nacional. Y en la Policía estuvo hasta el fin del primer gobierno de Batista, en 1944. Dos años después, otro hecho de sangre lo obligaba a salir del país. Es entonces que,  en México, estrecha amistad con Orlando león Lemus (El Colorado) y otros adversarios de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) el grupo del extinto Emilio Tro que permanecían exiliados a causa de los sucesos del reparto Orfila, el 15 de septiembre de 1947. Regresa a Cuba y en septiembre del 48 se ve implicado en el asesinato de Noel Salazar, jefe de la Policía del Ministerio de Educación, y en abril del año siguiente en la muerte de Justo Fuentes Clavel, vicepresidente de la Federación Estudiantil Universitaria y miembro de la UIR. Es en ese mismo mes, el día 19, que Policarpo ejecuta su primer atentado contra Wichy Salazar, vinculado también a la UIR, que lo buscaba para vengar la muerte de su hermano. A partir de ahí Wichy vivió como un condenado a la última pena sin plazo fijo. Policarpo lo acechaba y en la calle Ayestarán esquina a 20 de Mayo lo fulminó  a quemarropa con una ametralladora. En julio del 50, en la esquina de San Rafael y San Francisco, ocurre otro atentado contra miembros de la UIR; deja un saldo de dos muertos y varios heridos. Testigos del incidente vieron a Policarpo disparar su ametralladora a través de la ventanilla de un automóvil en marcha.

EL PACTO DE LOS GRUPOS

A mediados de 1951 los muchachos del gatillo alegre que dirimían sus diferencias en una vendetta interminable, son convocados por el gobierno del presidente Carlos Prío a un acuerdo de paz. Se darían facilidades a los miembros de los grupos de acción para que se reintegraran a la vida normal y se “resolvería” su permanencia en el exterior si decidían abandonar el país. Es al calor de ese pacto de unidad, del que no quedó constancia escrita, que Policarpo Soler, siguiendo instrucciones de Orlando Puente, Secretario de la Presidencia de la República, se instala en la ciudad de Matanzas, con las garantías de que no sería molestado, y comienza a preparar su postulación como Representante a la Cámara en las elecciones de primero de junio de 1952.

            Pero Policarpo es apresado en Matanzas, por la Guardia Rural, luego del atentado que sus partidarios perpetran contra un grupo de la UIR que se dedicaba a arrancar los carteles que anunciaban la candidatura del pistolero al Parlamento. Más que como a un detenido, en la cárcel matancera se le trató como un huésped de honor. Se le alojó en el salón de recreo de la jefatura del penal y se le permitió recibir a cuantos visitantes quisieron saludarlo. Algunos visitantes llegaban directamente desde el Palacio Presidencial y a la vuelta trasmitían al Ejecutivo los recados amenazadores del gángster: Policarpo haría revelaciones sensacionales en caso de que fuera presentado ante un tribunal.

POR TU MADRE, NO TE VAYAS

Una noche, luego de conversar en la jefatura con amigos que fueron a visitarlo, se quitó la chaqueta y dijo:

            -Déjenme colgarla aquí porque hoy no pienso salir.

            Todos rieron, hasta los custodios, y Policarpo añadió:

            -Tengo sueño. Hace seis años que no duermo bien. Estoy cansado de esta vida agitada. La gente me cree lo que no soy.

            Poco antes, con la mayor insolencia, declaraba a la prensa:

            -He sido víctima de las maquinaciones de mis enemigos que hacen creer que soy un monstruo para hacerme cargar con la culpa de todos los hechos que se han registrado durante los seis años en que aparezco como prófugo de la justicia. Pero tengo la seguridad de que la verdad se abrirá paso.

            En esa ocasión expresó además su preocupación por el destino de los doscientas o trescientas familias que recibían su apoyo económico y que podían verse perjudicadas por su detención –el grupo de Policarpo, según una denuncia del abogado Fidel Castro ante el Tribunal de Cuentas (4 de marzo, 1952) disfrutaba de unas seiscientas “botellas” o sinecuras en diferentes ministerios- y aseveró que persistiría en sus aspiraciones políticas. Dijo que había dado su palabra a Prío de que no participaría en actos de violencia, y recalcó:

            -El Presidente de la República es mi amigo. Yo le prometí gestionar la terminación de la guerra de grupos. Hevia es mi candidato presidencial; es un cubano serio y honesto. Aspiro a Representante por el Partido Auténtico y soy uno de los “dieguitos”… (Es decir, partidario de senador Diego Vicente Tejera).

            Una tarde Policarpo comunica a Florencio Sáinz, jefe del penal matancero, que lo visitarían Tony Varona, senador y primer ministro del gobierno, y un oficial del Ejército. Pero otros  serían sus visitantes de ese día. Carlos Gil, dirigente obrero de la fábrica de jarcias, y varias personas más piden permiso para saludar a su “amigo Policarpo”. Se les niega la entrada, insisten en medio de un escándalo tremendo,  y se lo conceden. De manera simultánea, Gil entra en la prisión y Policarpo avanza hacia la reja exterior, que permanece abierta, mientras que una mujer que también había pedido autorización para verlo, se le acerca y le entrega una pistola calibre 45. Ya armado, Policarpo empuja al oficial que lo conduce y sale de la cárcel. En la calle los acompañantes de Gil lo protegen con sus ametralladoras. Sucede entonces lo increíble. Una escena grotesca. Florencio Sáinz, jefe de la prisión, se abraza al fugitivo al tiempo que le dice:

            -¡Policarpo, por tu madre, no te vayas! Mira que me perjudicas…

            Policarpo sin embargo se mantiene en sus trece, sordo a las súplicas.

            -Chico, no soy yo quien se quiere ir; son mis amigos los que me llevan.

SOY EL COLORADO

Policarpo se instala tranquilamente en La Habana. En su casa del reparto La Sierra lo visitan los ministros Sergio Megía  y Ramón Zaydín, más conocido como Mongo Pillería. Todas las noches sale a la calle con una ametralladora oculta en una jaba. Alguien increpa al Director General de Aduanas por permitirle acceder a drogas y granadas de mano, pero el hombre niega la imputación y afirma que solo le ha hecho llegar materiales de propaganda para su campaña política.

            Es entonces que se produce una revelación impresionante. Policarpo, del brazo del Secretario de la Presidencia y ante la tolerancia de funcionarios judiciales y agentes del orden que custodiaban el local acude a la Junta Municipal Electoral del Este para obtener su cédula. Dice llamarse Policarpo Soler Cué y tener cuarenta y uno  años de edad. Ofrece además su dirección: calle Santa Clara No. 14, en el barrio habanero de San Francisco.

            Miembros de la UIR facilitan al Servicio de Inteligencia Militar (SIM) la localización de Policarpo, que la Policía decía desconocer. Las autoridades, luego de pensarlo mucho, lo detienen y los internan en el Castillo del Príncipe. De ahí también se fugaría el día en el custodio de una de las garitas que da a la calle G se vio rodeado de pronto y como por arte de magia por tres hombres, que lo hicieron al suelo, y uno de ellos, alto,  flaco, pelirrojo, le dijo:

            -¿No me conoces? Soy El Colorado, y vengo a buscar a mi hermano. No te muevas porque te mato…

CERTIFICADOS MÉDICOS

A Policarpo se le recluyó en el Castillo del Príncipe bajo severas medidas de seguridad; se le prohibieron las visitas y no se le permitía tomar el sol en la azotea del presidio. Pero bien pronto su aislamiento se vio quebrado por las largas conversaciones que sostenía en la prisión con el ministro Megía, el senador Diego Vicente Tejera y otros representantes de gobierno. En cuanto a la prohibición de salir a la azotea,  el propio Policarpo reclamó ese derecho que asistía a todos los reclusos, y se le pudo ver en ella  todos los días, por las mañanas.

            Sus amigos del Palacio Presidencial no lo abandonaban a su suerte. Desde las alturas se presionaba a los magistrados del Tribunal de Urgencia  a fin de que no lo condenaran por las dos causas que tenía pendiente ante esa instancia judicial, y como los jueces no se plegaron y resistieron el asedio, se varió la conducta a seguir: un certificado médico tras otro obstruía la presentación de Policarpo a la justicia. Los dos primeros se expidieron a causa de un supuesto cólico hepático; el tercero, por un pólipo nasal. Se adujo que debía ser intervenido quirúrgicamente a causa de esa dolencia y se le internó en la enfermería del penal. Era un requisito táctico indispensable para la fuga. La enfermería se hallaba en la azotea, y cerca de ella se ubicaba la galera 21, donde, desde 1947, guardaban prisión algunos de los implicados en la masacre de Orfila, que acompañarían a Policarpo en la huída.

APÚRATE, GORDO

Fugarse del Castillo del Príncipe resultaba imposible sin la complicidad de los custodios, o su negligencia. Se imponía ganar primero las dependencias interiores de la prisión y bajar luego un muro de cien pies bajo la mirada de un centinela. Seguidamente debía atravesarse el foso, subir el elevado muro exterior que contaba en cada ángulo con una garita de vigilancia y, por último, descender los otros cien pies que separan la base de la fortaleza de la calle.  Tan complicada y riesgosa operación la realizaron Policarpo y sus compañeros en cuestión de minutos en aquella ya lejana mañana del 25 de noviembre de 1951.

            Luego de que El Colorado y sus hombres inmovilizaron al custodio de las garitas 5 y 6 que daban a la calle G –anótese: un solo custodio para dos garitas- el grupo de Policarpo, que seguía la escena desde la azotea, entró en acción. Alcanzó la plataforma que da al foso y allí ató a una ventana la escala enorme por la que descenderían sin molestia alguna. Ya en el foso, los fugitivos lo atraviesa a todo correr. Les falta franquear el último muro, la contraescarpa que se alza sobre la calle, pero lo hacen con relativa facilidad gracias a la escalera de mano que El Colorado y sus amigos tenían situada ya allí. Policarpo, a causa de su voluminosa anatomía, resbala una y otra vez en el ascenso.

            -¡Apúrate, gordo! –le grita El Colorado, y el aludido responde que no puede hacerlo más rápido porque la gordura se lo impide. Añade: ¡Es la buena vida!

            Lo demás fue más fácil todavía. El grupo se escurrió por el ángulo de la fortaleza que da a la calle C, atravesó los patios de algunas de las casas colindantes y abordó los vehículos que aguardaban a pocos pasos de la Novena Estación de Policía.

¡ESTO ES UNA TRAICIÓN!

Segundo Curti, ministro de Gobernación en el gabinete del presidente Prío, no tardó en hacerse presente en El Príncipe. Aparatoso, gesticulante, soberbio, exclama una y otra vez: ¡Esto es una traición! Y agregaba:

            -Esta gente no podía haber salido sin complicidad interior. Nunca se había producido una fuga tan escandalosa, tan absurda, a la luz del día. Las medidas de seguridad que habíamos tomado eran fantásticas.

            Pero más que medidas fantásticas, decía Enrique de la Osa en su reportaje de la sección En Cuba –de donde tomo estos datos- se requería de medidas reales para impedir la fuga. Lo cierto es que la guarnición del castillo se hallaba deprimida en aquellos días. Acababan de decretarse más de quince cesantías entre los custodios y de los veintitrés soldados que conformaban la guarnición, solo dos estaban de servicio. De los más de cien vigilantes que conformaban la nómina de la fortaleza, muchos estaban en comisión y otros no lucían en las mejores condiciones para su tarea, en lo esencial por cuestiones de edad.

            El ministro Curti acusó directamente al comandante Ismail, jefe de la Policía del penal, de complicidad en la fuga. La misma opinión exteriorizó Federico de Córdoba, director del Príncipe y recordó que días antes Ismail le había comunicado que le ofrecieron quince mil pesos si dejaba escapar a Policarpo, lo que dijo no haber aceptado. Yo creo que fue una coartada de Ismail, que estaba preparando el terreno para justificarse a posteriori, recalcó Córdoba. Hubo complicidad y soborno, repetía Segundo Curti, y el comandante Ismail, sin darse por implicado, afirmaba lo mismo. Curti y Córdoba presentaron de inmediato sus renuncias, pero el presidente Prío no se las aceptó.

            Con Policarpo huyeron del Príncipe José Fallat (o Fallat) alias El Turquito, asesino de Emilio Tro y de Aurora Soler en los sucesos de Orfila. También El Guajiro Salgado y Luis Matos Silbes que, a las órdenes de Mario Salabarría, participaron también en la agresión contra la casa de Morín Dopico. Se fugó asimismo Wilfredo Lara García, sentenciado a treinta años de cárcel por el asesinato del estudiante Justo Fuentes Clavel y para quien se solicitaba otra condena por la muerte de Wichy Salazar. Huyó además Juan Díaz Acanda, un preso común. Del grupo, solo José Ríos Vence, implicado asimismo en lo de Orfila, no logró su propósito al fracturarse ambas piernas durante la aventura.

            En declaraciones a la prensa, El Colorado negó de inmediato su participación en los sucesos del Príncipe, pero no ocultó la alegría que le causaba saber libre a su amigo Policarpo. Policarpo conversó también con los periodistas. Dijo que la fuga había sido obra de un grupo de sus activistas políticos y que hubiera sido poco delicado de su parte rehusar acompañarlos. Aseveró: Esto me obliga a aplazar la liquidación y esclarecimiento de mi situación con la justicia. Ahora vuelvo al combate…

MUERTE

 

Luego de su fuga, Policarpo que, como un Houdini criollo, tenía el don de aparecer y desaparecer a su antojo, se esfuma. Depuesto el presidente Prío, reaparece en España. Escribe al respecto Raúl Aguiar en su libro El bonchismo y el gangsterismo en Cuba: “… El golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 no pareció afectar la buena estrella de Policarpo Soler. Cuando se le suponía acosado, perseguido, y con los talones atropellados, en el esfuerzo por presentar su captura como un trofeo, su amplio círculo de amistades le facilitó el traslado a España a mediados de 1952. Los viajeros llegados de Madrid comentaban que el gángster se paseaba, como un turista, por la Puerta del Sol”. En un artículo titulado Frente a todos, publicado en Bohemia, el 8 de enero de 1956, Fidel Castro afirmaba: “El régimen de Batista embarcó a Policarpo Soler para España repleto de dinero”.

            De España, Policarpo pasó a Venezuela y de ahí a Santo Domingo, donde actuó como matón a sueldo del generalísimo Trujillo. A partir de enero de 1959 las versiones se confunden. Se dice que Trujillo no vio con buenos ojos las relaciones entre Batista y Policarpo. Otros afirman, sin embargo, que el cubano quiso darle la mala al sátrapa dominicano con el dinero –un millón de dólares de los tres exigidos por Trujillo-  que Batista entregó en pago de la estancia suya y de sus hombres en la República Dominicana.

            Sobrevinieron las desavenencias y Policarpo, sabiéndose en desgracia, quiso poner tierra por medio. Trujillo no le dio tiempo. Un día llegó a la casa de Policarpo sin escolta y con un pañuelo blanco en la mano, en señal de paz. Charlaron y bebieron como en los viejos tiempos y se despidieron con un abrazo. Entonces sus hombres, que se habían apostado convenientemente durante la visita, abrieron fuego contra Policarpo y los suyos.

            Los acribillaron a balazos. Solo quedó viva Caridad, la mujer de Policarpo, para contar la historia.

            En ese punto las versiones vuelven a confundirse. Porque Delio Gómez Ochoa, expedicionario de Constanza y Comandante del Ejército Rebelde, asegura que vio cómo fusilaban a Policarpo Soler en la cárcel de Las Cuarenta.

           

           

Soloni

Soloni

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Pese a ser de los más recientes, Félix Soloni es de nuestros costumbristas menos recordados. Los libros de Eduardo Robreño se publicaron, como quien dice, ayer. Las crónicas de Emilio Roig se recogieron en libro, y hace un par de años apareció, compilada por Laidi Fernández de Juan, una colección de las Estampas, de Eladio Secades. Soloni no ha tenido esa suerte, como tampoco Federico Villoch (Viejas postales descoloridas) y Ramón A. Catalá (Del lejano ayer). Sin embargo, su columna La vieja Habana, que mantuvo hasta 1968 en el periódico El Mundo, le ganó sin reservas el favor y el agradecimiento de los lectores. Crónicas muy breves y, por lo general, brevísimas,   escritas con la prisa que impone el trabajo periodístico; puro hueso, en las que el autor de manera directa,  sin otra apoyatura que su memoria y sin preocuparse a veces de los detalles, abordaba  un hecho o un personaje de una Habana ya desaparecida, en el momento en que escribió,  o que estaba a punto de desaparecer. 

            Soloni se empeñó en rescatar el ambiente cubano en toda su obra. Sus novelas Mersé (1924) y Virulilla (1927) evidencian su acentuado criollismo, como también su cuento “La ponina”, suerte de copia fotostática de escenas de un solar habanero. En la misma cuerda está escrita otra novela suya, La bandolera que, llevada  al radio con el título de  Tina Morejón, alcanzó un éxito resonante. Algunas de sus narraciones se adaptaron al teatro. De Mersé hizo Soloni, con música de Ernesto Lecuona, una versión para opereta, y para otra opereta del mismo compositor escribió el libreto de Al fin mujer, con la colaboración de Jesús J. López.

            Aludimos a un hombre infatigable como periodista y traductor. No solo trabajó para el diario El Mundo; lo hizo asimismo para otras publicaciones habaneras como La Prensa, La Discusión, Mundial, Carteles, Selecta,  Bohemia… En 1932 fundó en esta capital la revista Noticias. Colaboró en Cine Mundial, de Estados Unidos. Precisamente en ese país pasaría una buena parte de su vida pues en Hollywood tradujo al español diálogos de películas y a partir de 1942 fue corresponsal en Nueva York del diario habanero El País y trabajó en el departamento latino de la International News Service.  Regresó a Cuba en 1959, al triunfo de la Revolución.

            Un espacio  considerable, por su volumen, y nada desdeñable, por su calidad, ocupan las traducciones dentro de la obra de Félix Soloni. Se le calculan más de trescientas obras traducidas, muchas de ellas, ya en sus últimos años, para la Editorial Nacional de Cuba y el Instituto del Libro.

            Yo también tenía algo olvidado a Soloni, pese a que lo conocí personalmente en el periódico El Mundo cuando él acaba su carrera y yo empezaba la mía. Lo rescato en la página de hoy porque el lector Blas Leiva, a quien no conozco personalmente, ha tenido la gentileza de hacerme llegar por correo postal, una buena y bonita colección de sus crónicas, que en su momento recortó del periódico aludido y guardó celosamente  durante más de cuarenta años.  Agradezco profundamente el gesto de Blas, colaborador habitual, por otra parte, del espacio televisivo Escriba y lea. Creo que la mejor manera de reciprocárselo es la de volver a airear algunos de esos textos, glosándolos o reproduciéndolos tal cual. Regalo de fin de año que el lector agradecerá.

SALGUEIRO

Fue el personaje más popular de La Habana a partir de 1926. Con su melena arbitraria, su sombrero pequeñísimo, su bastón, su andar rápido y su capa española, era una nota pintoresca en el extremo del Prado. Se llamaba Jesús Rodríguez Salgueiro y a bordo del vapor Órbita embarcó rumbo a Galicia, su región natal un día de abril de 1928.

            Se decía el último descendiente de Cristóbal Colón e inventor de instrumentos tan raros como un submarino aéreo y un dirigible invisible e invulnerable. Jamás pidió un centavo. Aceptaba solo invitaciones de sus amigos y paseos en automóvil. Vivía de la caridad de algunos compatriotas que discretamente, sin humillarle, le mantenían y que finalmente lo embarcaron para Galicia, donde sus familiares lo recluyeron en un manicomio.

            Pero fue difícil convencer a Salgueiro de que hiciera el viaje de retorno; no quería dejar La Habana. Hubo que  decirle que el rey, su amigo y pariente, según él, lo reclamaba. El cónsul español lo convocó y de manera formal comunicó a don Jesús Rodríguez Salgueiro, legítimo y único Duque de Veragua, que Su Majestad Alfonso XIII lo necesitaba para confiarle el Virreinato de Riff.

            - Si es una cuestión de Estado, embarcaré  cuanto antes –dijo Salgueiro a sus amigos, que no sabían si reir o llorar-. Dejaré a Cuba, como recuerdo y prueba de gratitud, mi submarino aéreo. Dejo también amigos y enemigos…

EL POETA SUICIDA

La prensa habanera del 13 de mayo de 1909 y los días subsiguientes guardó discreto y respetuoso silencio sobre la muerte de un poeta de 27 años de edad y ojos azules que tras una cena opípara puso fin a su vida en un restaurante de la Manzana de Gómez, donde después estaría el Salón H.

            René López, que en las antologías figura esencialmente por su poema “Barcos que pasan”, aunque escribió otros muchos y muy buenos, estudio en Barcelona y, de vuelta en la Habana, se dedicó al cultivo de las letras.

            Una noche entró al ya aludido restaurante de la Manzana de Gómez. Comió como un príncipe y pidió un coñac para rematar la cena. Lo mezcló con el cianuro que llevaba en un frasquito y pidió la cuenta. Dijo al camarero que se la trajo:

            - Dígale al dueño que esta comida la va a cobrar en el infierno.

            Y tranquilamente se bebió el tósigo.

URBANO, EL FAKIR

Urbano Ribeira, un fakir que nació en Río de Janeiro, dio a fines de 1949 una demostración en los teatros habaneros Martí y Alcázar, permaneciendo veinticinco días encerrado en una urna de cristal sin comer ni beber. Luego fue a Santiago de Cuba, donde, para dar una prueba más de que no comía, se dio un punto en la boca. El punto se infectó y hubo que quitárselo.

            Un dramaturgo llevó a la escena las hazañas de Urbano, mientras que el público, tanto en La Habana como en Santiago, se congregaba  a diario en torno a la urna y en las noches espiaba al fakir para saber si era cierto que no comía.

            Urbano tenía a su esposa, la fakiresa Elvira, que hizo también un breve ayuno. Y para dar ambiente al espectáculo se repartía un folleto con los detalles de las largas estancias del sujeto en el Japón legendario, la India misteriosa, el Oriente remoto… lugares donde Urbano aprendió el arte de la abstinencia.

            Fue así que un chusco comentó: ¡Ño…!  ¡Qué cosas tiene la vida! ¡Morirse de hambre  para ganarse el dinero de la comida!

VIRULILLA

En 1919, tras el fin de la I Guerra Mundial, el mercado cubano se vio inundado de telas de caqui y de mezclilla. Eran muy baratas y no había, por otra parte, mucho más para escoger. Tampoco había pajilla japonesa para confeccionar sombreros. Fue así que la imaginación del cubano creó una nueva moda: pantalones y faldas de caqui y camisas y blusas de mezclilla, mientras que los viejos y gastados sombreros, una vez mojados, se conformaban al gusto del consumidor y se pintaban con el color de su preferencia. Esa moda se llamó de virulilla y eran virulillas los que la usaban.

            El teatro Alhambra registró el hecho. El 12 de enero de 1920 se estrenaba en el célebre coliseo de Consulado y Virtudes, con libreto de Federico Villoch y música de Jorge Anckermann, la obra titulada La alegría de la vida que, entre sus doce números musicales, daba entrada a las famosas coplas de Virulilla.

            Virulilla, amara a tu gato, / si me araña, yo te lo mato. / Virulilla, amarra a Pepito, / si me besa,  yo te lo quito

            Las cantaban Sergio Acebal y Alicia Rico y fue mucho el éxito que cosecharon con ellas. Y virulilla quedó en el lenguaje vernáculo como sinónimo de cosa chabacana, barriotera, insignificante. Pariente más o menos cercano de virgulilla, vocablo que la Academia de la Lengua Española define como cualquier rayita corta y muy delgada.

POTAJE

A mediados de los años veinte hubo en la idiosincrasia criolla una perceptible sacudida. Una voluntad de superación y cambio. Aparecieron las vanguardias artísticas,  las revistas quisieron ser  de avance, y el periódico El País insistió en entrar en la nueva onda: adquirió un avión Waco, descubierto, con el propósito de llevar a Santa Clara las matrices del diario a fin de tirar allí  la edición que se distribuiría en las provincias orientales. Fue una buena propaganda para El País que de inmediato agregó  un avión como fondo a su cabezal en letras góticas.

            Para tripular el aparato que cada tarde debía arribar a la ciudad de Marta contrataron a un famoso corredor de automóviles y motocicletas, ganador de muchas competencias automovilísticas y vendedor estrella de vehículos de lujo. Era un gallego llamado Emiliano Solórzano, pero todos lo conocían por el sobrenombre de Potaje.

            Pronto,  la fama del piloto creció como la espuma, tanto en los pueblos que sobrevolaba a diario, y donde hacía piruetas en el aire como saludo a sus admiradoras, como en la muy habanera zona de tolerancia de Colón, donde se sabía de los puntos que calzaba.

            A la larga, la aventura del avión y la edición oriental del periódico no resultó costeable. Pero en el título de El País quedó la imagen del aparato y en la memoria popular el apodo de Potaje.

VIRUTA

 

Antes de la I Guerra Mundial, Pancho Hermida (La Discusión) era uno de los zares de la crítica teatral habanera junto con el Conde Kostia (La Lucha)  Amadís (El Mundo) y Zerep (El Triunfo). Cada noche Hermida hacía su recorrido por los teatros: Alhambra, Nacional, Payret, Martí, Albisu y Actualidades. Era una rutina invariable con estancias más o menos dilatadas donde hubiera un estreno o una peña interesante.

            Una vez, al llegar a Alhambra, notó que lo seguía un perro sato, color canelo, con visibles señales de apetito, y le compró una frita en el café del propio teatro. Fue un acto simbólico que selló una amistad inquebrantable. Bautizaron al sato en Alhambra como Viruta, y Viruta cada noche, durante años, acompañó a Hermida en sus recorridos. Cuando Hermida murió, Viruta siguió haciendo solo su recorrido teatral hasta que un día pasó él mismo como un recuerdo más del retablo habanero. Viruta, el canelo sato farandulero.