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Personajes

Benny, El Bárbaro del Ritmo

Benny, El Bárbaro del Ritmo

Ciro Bianchi Ross

  

Benny Moré fue el ídolo de los bailadores.  En su repertorio, que abarcaba todos los ritmos de la música popular,  palpitaba nuestra alegría festiva y una cubanía auténtica, y en su voz  –alegre, violenta, sensual, triste- una síntesis del ser nacional. Benny halló un estilo único para sus interpretaciones y estuvo dotado de una voz providencial. Se dice que fue el cantante cubano más polifacético, que era capaz de florear, alargar, repetir frases de una canción sin alterar su ritmo, y que pese a que se desenvolvió en una época sumamente permeada de elementos foráneos en la música –que en lo tocante a armonización asimiló inteligentemente- supo mantenerse fiel a sus orígenes.

            Era en sí mismo, actuara o no, un espectáculo. Risueño, expresivo, espontáneo, ocurrente, cordial, agresivo cuando la ocasión lo requería, como aquella vez que, en Caracas, le rompió la cabeza a cabillazos a un empresario que se negó a pagarle el dinero de sus músicos. Dirigía con una serie de movimientos únicos que iban desde la suave contracción del brazo hasta una violenta patada contra el piso.

YO TENÍA FE EN MI VOZ

Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez nació en Santa Isabel de las Lajas, actual provincia de Cienfuegos, el 24 de agosto de 1919. Fue el mayor de 18 hermanos. Su tatarabuelo había sido esclavo de los condes de Casa Moré. De ahí su apellido. Trabajó como carretillero. Tenía un oído y una voz extraordinarios y desde muy temprano aprendió a acompañarse con una guitarra. En 1940 decidió conquistar La Habana, y viajó a la capital en un camión cargado de coles.  Pero la ciudad le resultó arisca hasta que Miguel Matamoros decidió contratarlo para su célebre conjunto.  Diría años después: “Había venido a conquistarla y no me daba por vencido. Había que oírme. Yo tenía fe en mi voz, en mis canciones”.

En México -siempre  con Matamoros- se presenta en los cabarets Montparnasse y Río Rosa. Matamoros regresa a Cuba, pero Bartolo permanece en México. Se cambia el nombre y ya como Benny, Benny Moré, canta en centros nocturnos y bailes populares y hace  de grabaciones con varias orquestas, entre ellas la del mítico Dámaso Pérez Prado, el creador del mambo. De regreso a Cuba, emprende una gira artística por el este  de la Isla y el público no quiere creer que aquel hombre flaco, desgarbado, sin dientes es Benny Moré.  

            En 1953 –después de haber cantado con las mejores orquestas cubanas del momento- decide fundar la suya, la Banda Gigante, “la tribu”, como él la llamaba, conformada por 21 músicos, que conjugó e instrumentó con paciencia y trabajo. Y con ella, en 1954, dio comienzo a una carrera vertiginosa.

            Triunfa la Revolución. Tratan de arrastrar a Benny al exterior; lo tientan con jugosos contratos.  Dice, categórico: “Ahora es cuando yo me siento un hombre con todos los derechos en mi país. De aquí no me saca nadie. No me interesan los dólares”. La identificación del público con el artista y de éste con su pueblo crecía por día. Con una expresión gráfica dijo a la prensa lo que sería una de sus últimas presentaciones: “Que Obras Públicas prepare los hierros para que arregle los huecos que los bailadores van a dejar en la calle”.

ME COGIÓ LA RUEDA

 

Treinta y tres de sus composiciones llegaron a estar en el hit parade. No estudió nunca música ni sabía leer el pentagrama, pero tenía  una tremenda intuición para darse cuenta de qué faltaba o sobraba en las piezas que montaba. A sus músicos les tarareaba el sonido que quería  sacaran a los instrumentos.

            Las malas noches, el alcohol,  las giras, los bailes populares, las presentaciones en vivo en radio y televisión, terminan por agotarlo. Está enfermo; sufre de cirrosis hepática. Apenas ingiere ya alimentos y, como tampoco puede beber, se unta las manos de ron para írselas oliendo. En  Colón, localidad de la provincia de Matanzas, sufre, antes de una actuación, una expulsión de sangre. Otra hemorragia, terminada ya la función, impone su regreso urgente a La Habana. Viene vomitando sangre durante todo el camino. Aun así  no quiere ir directo al hospital; insiste en que lo lleven a su casa para despedirse de los suyos. “Me cogió la rueda”, les dice. Llega al centro médico delirando y sin fuerzas para caer en un letargo del que no saldría jamás. Un promedio de 900 llamadas telefónicas por hora se reciben en el Hospital de Emergencias durante el internamiento del artista. Son inútiles los esfuerzos de los médicos. A las 8:45 del  19 de febrero de 1963, hace ahora 45 años,  todo había terminado para Benny Moré y una ola de dolor recorría el país de extremo a extremo. Seis comandantes del Ejército cargaron su féretro y un duelo musical se disponía en toda la Isla.

            “Hermano, si muero fuera de Cuba, que me devuelvan, y si muero aquí, que me entierren en Lajas”, había dicho a un amigo. Así fue.

  

           

 

Constante

Constante

Ciro Bianchi Ross

Todavía a comienzos del siglo XX en Cuba, donde no se conocía o no era popular la  palabra “coctel”, se hablaba de compuestos, meneados o achampanados para aludir a las mezclas de bebidas. La ginebra compuesta, que deleitara a  nuestros bisabuelos, era la liga de esa bebida con azúcar, limón y angostura, enfriada con hielo, mientras que el achampanado no era más que ron, coñac o vermut mezclado con agua de seltz  y azúcar. El tren, otro de los tragos preferidos de antaño, se elaboraba con ginebra y agua de cebada.           

Había en ese tiempo una taberna famosa llamada  La Piña de Plata. Fue fundada en 1819 y se ubicaba a la vera de una de las puertas de la muralla que entre 1797 y 1863 rodeaba y protegía “la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana”.   Una casona de ventanales buidos, a la que acudían petimetres, músicos, militares, faranduleros y hombres de toda laya gustosos  de saborear la sabrosa ginebra compuesta, el vaso de agua con anís y panales, el típico vermut “voluntario”, el licor de piña o el sabroso aguardiente de guindas, mientras las señoras, en sus quitrines, bajo el quitasol de seda, saboreaban pastillas de frutas, sorbetes y vasos de refrescos elaborados a partir de las frutas del país. El bodegón La Piña de Plata se transformó durante la intervención militar de Estados Unidos en el cuartel general de los buenos catadores norteamericanos y sus cantineros fueron poniendo una nota de modernidad en las simples bebidas primitivas. Después de 1902, cuando se instaura la República, esa taberna recibió el nombre de La Florida, pero con el fluir de los años los mismos clientes le dieron la denominación por la que se le conoce aún. La Florida pasó a ser Floridita “por dejarse querer”, decía Fernando G. Campoamor, historiador del ron. Pero el cambio de nomenclatura debió obedecer a una razón más realista. Había otro bar famoso en la época, el del hotel Florida, en la calle Obispo y los propios clientes sintieron la necesidad de distinguirlos y diferenciarlos. Eso ocurrió en tiempos del catalán Constantino Ribalaigua Vert. En su novela Islas en el golfo, Ernest Hemingway identifica con el sobrenombre de Constante a esa figura legendaria entre los cantineros cubanos y rey indiscutible de los cocteles. Constante le llamaban también sus amigos. Llegó al Floridita en 1914, como dependiente, y, junto con dos empleados más, adquirió el bar en 1918.

Era un hombre emprendedor, de mucha iniciativa, muy trabajador. Entraba al Floridita a las siete de la mañana y se iba de madrugada, cuando despedía al último cliente. Había sido cantinero de algunos de los mejores bares de la capital.  En el Floridita, las cosas no le fueron bien al comienzo: debía dinero. Fue así que los almacenistas que proveían el bar le dijeron que le concederían  crédito si reconocía la deuda. Constante no lo pensó dos veces. Convenció a sus socios para que les vendieran su parte y, aunque endeudado, quedó como propietario único. De ahí hacia arriba hasta 1952, que es la fecha de su muerte. Cuando ocurrió su deceso, Hemingway escribió: “Ha muerto el maestro de los cantineros. Inventó el Floridita…”

¿QUIÉN ES EL MEJOR?

Constante era un hombre de estatura regular, bien plantado, muy serio. Afable, pero parco. Entablaba el diálogo solo cuando el cliente buscaba conversación. Bebía tan poco que casi podría decirse que era abstemio. En fiestas particulares, si asistía a alguna, no era raro que se diera su trago, pero en el Floridita lo hacía únicamente cuando no podía eludir el compromiso. Creaba un coctel para un cliente y jamás lo cataba antes de servírselo ni después.           

Campoamor, que lo trató mucho a lo largo de varias décadas, escribió: “A hora fija se presentaba Constante sobre su discreto estrado como un malabarista que sale a la pista: pantalón negro, camisa blanca, lazo, chaquetilla smoking con delantal, es decir, la etiqueta gastronómica. Alzaba aquellos limones ácidos y jugosos de su propio limonar, y los exprimía a la vista de todos con entera pulcritud en los instrumentos de trabajo. Racionaba entonces los ingredientes según el código. Más de la mitad entre 150 cocteles, contaba con jugo de limón. Y en el país del azúcar, también su consumo entraba libremente en ellos, cuya lista encabezaban los de ron, asistido de toronja, naranja y piña”.           

El periodista norteamericano Jack Cuddy, de la UP,  cuenta en una crónica de 1937 que un grupo de amigos se hallaba reunido en uno de los bares del Hotel Nacional. Escuchaban al novelista Joseph Hergesheimer, que escribía en esos días  un libro sobre La Habana, su enjundiosa disertación sobre el pitcheo de Carl Hubbell, de los Gigantes, uno de los equipos de las llamadas Grandes Ligas del béisbol, cuando sin que nadie supiera cómo ni por qué, la conversación derivó hacia un tema muy diferente: el de la bebida. “Y sin una sola voz en contrario, precisa Cuddy, se coincidió en que beber era para el turista el deporte nacional de Cuba”.            

¿Quién es el mejor barman del país? preguntó uno de los reunidos, y el cantinero que los atendía susurró un nombre: Constantino Ribalaigua, el rey de los cocteles. Ninguno de los del grupo lo había oído mencionar jamás, y sin perder un minuto designaron a un comité “de a uno” para que telefoneara al Sloppy Joe’s, a los bares de los hoteles Plaza y Sevilla, y a Prado 86, y buscara otras opiniones. Todos los votos favorecieron a Constante.           

Cuddy quiso conocerlo personalmente y acudió al Floridita. Concluye su crónica: “Después de que Constantino me hizo probar varias de sus creaciones, tuve que admitir para mí mismo su innegable superioridad. No sé cuánto cobra. Pero creo que tiene derecho a pedir aumento de sueldo antes de firmar el contrato para la próxima temporada”.           

Un escritor inglés a quien Héctor Zumbado cita sin mencionar su nombre en El sexto sentido del barman, vio trabajar a Constante en los años 30, expresaba:            

“Seis de ustedes visitan el Floridita y piden Mary Pickfords. Un muchacho exprime la piña mientras que otro ayudante llena con hielo seis vasos a fin de enfriarlos. Cuando el jugo de piña está listo, Constante lo vierte en una coctelera gigante, toma la botella de ron y, sin mirar, echa una cantidad en la coctelera. También sin mirar, echa en la coctelera el curazao o la granadina. La bebida se bate pasándola de una coctelera a otra, con lo que se forma un semicírculo en el aire. Esta proeza se repite varias veces y Constante entonces saca el hielo que enfrió los vasos, coloca los vasos en hilera sobre el mostrador y con un solo movimiento los llena todos. Cada vaso queda lleno exactamente hasta el borde y en la coctelera no queda una sola gota. Vale la pena visitar La Habana solamente para ver a Constante en acción”.

            El barman confesó a Cuddy que sus mejores cocteles eran el daiquiri, el presidente y el Pepín Rivero. Curiosamente, la receta de ese último no aparece en ninguno de los coctelarios consultados, ni siquiera en el que el propio Constantino Ribalaigua preparó en 1939 y del que existen por lo menos dos reimpresiones. Antonio Meilán, su  sobrino y discípulo más aventajado, que trabajó durante cinco décadas como cantinero en el Floridita, no la recordaba cuando conversé con él en 1993. Es muy probable que Constante se llevara el secreto a la tumba, o que muerto el señor Rivero, director-propietario del Diario de la Marina, dejara de elaborarlo, me dijo.

CLÁSICOS

En los días de la ley seca en Estados Unidos, el coctel cubano vivió su época de oro. Pero desde entonces muchas mezclas de bebidas quedaron en el camino y no son hoy más que meras referencias. Aunque los gustos cambian de un bebedor a otro, los diez mejores cocteles cubanos, los clásicos,  son  Mary Pickfords, Havana Special, mojito, Isla de Pinos y presidente, Santiago,  saoco, mulata, ron collins y daiquirí, que  figura entre los diez grandes cocteles del mundo junto al old fashioned, el wiski sur, el manhattan… 

De ellos, cuatro son obra de Constante: daiquirí, Mary Pickfords, Havana Special y presidente. El Mary Pickfords y el Havana Special  se  los sacó de la manga, el primero, para rendir homenaje a la célebre  actriz norteamericana, y dio al segundo el nombre con que una naviera identificaba los viajes a Cuba desde Cayo Hueso.   El presidente lo elaboró según la formulación del general Mario  García Menocal. Y al daiquirí, que nació en las minas del mismo nombre en Santiago de Cuba y que hasta entonces se preparaba a rumbo,  le aportó las medidas exactas y, sobre todo,  el hielo frapé, con lo que le dio el toque mágico que hoy lo distingue y lo dotó de su carta de ciudadanía internacional.  Hay entonces razones sobradas para recordarlo.    

           

Gregorio, el amigo de Hemingway

Gregorio, el amigo de Hemingway

Ciro Bianchi Ross

Se cumplieron por estos días seis años de la muerte de Gregorio Fuentes, el gran amigo de Ernest Hemingway. Vivió tanto -104 años- que llegamos a pensar que no moriría nunca.

            Gregorio Fuentes y Ernest Hemingway se conocieron en 1928, en Dry Tortugas, durante un huracán, y una década después se reencontraron  en un cafetín del poblado habanero de Casablanca. Hemingway escribía entonces Por quién doblan las campanas y era todavía un turista sospechosamente reincidente que pasaba sus días cubanos en el hotel Ambos Mundos. Gregorio era todo un lobo marino. Había nacido en Lanzarote, Islas Canarias, y el mar era lo suyo desde niño. Fue entonces que el narrador le propuso que trabajara para él como patrón de su yate Pilar. Sería, como dijo Hemingway, “el pilar del Pilar”. Le confiaría asimismo la cocina y el “departamento etílico” de la embarcación. Le llamaba el capitán Grigorine y lo inmortalizó en una novela: Gregorio Fuentes es el Antonio de Islas en el golfo.

            Curiosamente, en Cuba, cuando se habla sobre Gregorio Fuentes no se recuerda ese detalle y se insiste en identificarlo como el hombre que inspirara a Hemingway el Santiago de El viejo y el mar.

            La historia es otra y contarla no empequeñece en nada la humanidad de Gregorio.

UN VIEJO QUE PESCABA SOLO

En una crónica periodística de 1936, esto es, dos años antes de que se reencontrara con Gregorio Fuentes en Casablanca, Hemingway sintetizó en menos de 200 palabras la historia que en 1952 desplegaría a lo largo de los 27 000 vocablos de El viejo y el mar.

            Decía:

            “En otro tiempo, un viejo que pescaba solo en un bote frente a Cabañas enganchó en el anzuelo a un gran pez, que arrastró la embarcación mar afuera. Dos días después el viejo fue recogido por unos pescadores a 60 millas hacia el Este: la cabeza y la parte superior del pez estaban amarradas al bote. Lo que los tiburones habían dejado de él pesaba 800 libras. El viejo había pasado un día, una noche, y el día y la noche siguientes, mientras el pez, nadando en aguas profundas, arrastraba el bote. Cuando emergió a la superficie, el viejo lo acercó al bote y lo arponeó. Amarrado junto a la embarcación, los tiburones se lanzaron sobre el pez, y el viejo luchó solo contra ellos en la Corriente del Golfo, en una frágil embarcación, apaleándolos, apuñalándolos, golpeándolos con un remo hasta que quedó exhausto; entonces los tiburones comieron cuanto quisieron. Estaba llorando en el bote cuando lo recogieron los pescadores, casi enloquecido por su pérdida. Dos tiburones aún describían círculos en torno al bote”.

            La trama de El viejo y el mar se asienta entonces en una anécdota real, y cubana por añadidura. Hemingway acarició esa historia durante muchos años y la escribió cuando creyó que podía hacerlo. Lo dice explícitamente en una carta de 1952: “Yo siempre tuve buena suerte escribiendo en Cuba […]. Perdí cinco años de mi vida durante la guerra y ahora estoy tratando de recuperarlos. Yo no puedo trabajar  y vivir en Nueva York […]. Este otoño cuando salga El viejo y el mar tú verás parte del resultado del trabajo”. Y en otra carta, sin ninguna modestia, confiesa en relación con la novela: “Es como si finalmente hubiera dado expresión a lo que he perseguido toda mi vida”.

            Los estudiosos coinciden que, para su Santiago, Hemingway se inspiró en Anselmo Hernández,  un pescador de Cojímar, localidad situada al este de La Habana. Eso no excluye que otros pescadores de la zona aportaran elementos a su personaje. En Santiago pueden estar también El Sordo, Cachimba, Cheo López, Ova Carnero, Tato y Quintín que como otros alternaron con el narrador en el restaurante La Terraza y en los cafetines del poblado.

            Y está, por supuesto, Gregorio Fuentes que en varias escenas de la filmación de El viejo y el mar debió doblar al actor norteamericano Spencer Tracy, demasiado grueso para parecer un hambreado pescador cubano.

            Hay una foto de Hemingway tomada en La Terraza durante el rodaje de la cinta. Luce cara de descontento. Sabía muy bien, por experiencias anteriores, que casi nunca sale una buena película de una gran novela.

POLVO DE ESTRELLAS

En El gran río azul, una crónica de 1949, Hemingway asegura que su récord de un día es de siete agujas capturadas, y aclara que es una marca que puede superarse. Escribe que experimentar la fuerza enorme y el ímpetu del pez, formar parte de esa fuerza, dominarla, vencerla y manejar sin ayuda de nadie la vara, el carrete o el sedal hasta que el animal esté a punto de cogerse con el bichero, es una recompensa que justifica pasarse varios días aguantando el sol y todas las incomodidades.

            Pescar una aguja no es cosa de juego. Es toda una técnica en la que la pericia del pescador se conjuga con la del patrón del yate que debe saber maniobrar la embarcación con el fin de no perder la presa. La aguja se desplaza del levante al poniente, en dirección contraria a la Corriente del Golfo, dejando una estela en las aguas oscuras. Si hay mucho sol, no emerge a la superficie. Cuando lo hace, debe ser interceptada deslizando en zigzag la embarcación. Es un animal que carece de dientes, su boca es plana, traga muy rápido y no es fácil que se le clave el anzuelo. Si lo muerde, ahí empieza la cosa: hay que trabajarlo con vara y carrete hasta cansarlo. La aguja vuela tratando de sacarse el anzuelo –el castero también, pero en menor medida- y se sumerge, y el pescador y el patrón tienen que poner en práctica todo lo que saben para que el pez no rompa el sedal. Cuando el animal se cansa y pierde fuerzas para volar o sumergirse, comienza a nadar en círculos y es ahí cuando el pescador debe colocarse a distancia de bichero y ensartarlo. Tanto las agujas como los casteros, que es una aguja de casta, mayor y más pesada que las otras y con el pico más corto, son animales muy veloces, dotados de aletas muy rígidas y que caen sobre sus presas con tal agilidad que se les llama también especies de corso. Peces bellísimos, adaptados a la vida errante en los océanos.

            Más para dar a entender que yo también he salido a pescar agujas, hice esa larga descripción para decir que si Hemingway fue un gran pescador es porque tuvo a Gregorio Fuentes en el timón de su barco. Nunca fue remiso a reconocerlo. En la ya aludida crónica de 1949 dice que hasta esa fecha Gregorio había salvado al Pilar de la furia de tres huracanes, entre ellos el de 1944 que tuvo vientos de hasta 180 millas por hora, y se ufanaba de que gracias a su patrón el seguro marítimo jamás había tenido que compensarlo por accidente.

            Ernest Hemingway y Gregorio Fuentes. Papa y el capitán Grigorine. Una pareja inseparable en el Gran Río Azul, de tres cuartos de milla a una milla de profundidad y de 60 a 80 millas de ancho. Inseparables asimismo en las excursiones con Mary, la cuarta y última esposa del escritor, a cayo Paraíso, un islote desierto en el Norte de Pinar del Río, la más occidental de las provincias cubanas.

            La leyenda de Hemingway envuelve de alguna manera a Gregorio Fuentes. Ver al viejo pescador, escucharlo, era como tocar el polvo de estrellas que se desprende de la estela del autor de Adiós a las armas. Fueron muy amigos, tanto que, en su testamento, Hemingway le legó el Pilar porque sabía que nadie lo cuidaría como él. Juntos conocieron la inmensa soledad del mar,  capearon sus furias y persiguieron submarinos nazis en las aguas del Caribe…

            “Yo no he dejado de llorar a Papa un solo día en todos estos años”, me dijo Gregorio justo el día en que en La Terraza de Cojímar, rodeado de amigos, festejó su centenario. Hemingway, en alusión a él, había escrito por su parte: “Fue una suerte encontrarlo”.

 

           

Dos habaneras de ayer

Dos habaneras de ayer

Ciro Bianchi Ross

 

¿Qué tal si le digo que María Teresa Montalvo y O’Farrill, Condesa de San Juan de Jaruco por más señas, una ilustre habanera, viuda y con cuatro hijos, pero todavía joven, apetecible y perfectamente encamable, fue amante del rey José I, aquel “Pepe Botella” elevado al trono de España por obra y gracia de su tierno hermano Napoleón? ¿Y que su hija María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, la muy célebre Condesa de Merlin, lo fue a su vez de Jerónimo Bonaparte, sobrino del Emperador?

            ¿Verdad o mentira? ¿Rumores alentados por la envidia o la malquerencia? No se sabe. Al menos, es lo que se dice. Chismes de la historia. Pero lo cierto es ambas dieron pábulo a los comentarios. Lady Holland, en su libro Mi viaje a España, retrata a la Condesa de Jaruco como una “hermosa habanera, en extremo voluptuosa, que vive entregada por completo a la pasión del amor”, en tanto que en un panfleto político de la época se la tacha de “disoluta y escandalosa”. Y en cuanto a la hija, sus biógrafos, siempre ansiosos de hurgar en las sábanas sucias, sobre todo por tratarse de las de una mujer, le atribuyen unos cuantos romances, entre ellos el del Príncipe Jerónimo, sin que a la vuelta del tiempo podamos saber ya cuáles fueron platónicos y cuáles aristotélicos.

UN CONDE ILUSO

La Condesa de Jaruco es figura principal de aquel Madrid de Carlos IV, primero,  y luego de José Bonaparte. Su tío Gonzalo O’Farrill ocupa importantes cargos en la corte del rey Borbón y será ministro de Hacienda del rey francés. En su  palacio de la calle madrileña de Clavel, donde habita María Teresa, son visitas frecuentes los poetas Quintana y Moratín y también un pintor que responde al nombre de Francisco de Goya, personajes que agradan a la Condesa tanto como exasperan a su marido, que prefiere recibir en sus predios a don Manuel Godoy, elevado a la condición de superministro y exaltado como Príncipe de la Paz gracias a los favores íntimos que tributa a la fea y desdentada reina María Luisa y a la paciente tolerancia del simple de Carlos IV.

            Porque don Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, tercer Conde de San Juan de Jaruco y primer Conde de Mopox, no se anda por las ramas. No en balde fue en su tiempo (1769-1807) el hombre más rico de Cuba. Pero es iluso y poco práctico. Sueña con grandes empresas y casi todas fracasan; pese a que carece de escrúpulos, su capital decrece y las deudas aumentan. Cuando fallece, lega a su hijo la, para la época, inmensa fortuna de nueve millones de pesos, condicionada por una deuda de siete millones que en el testamento le obliga a honrar.

            Don Joaquín ha sido designado en Madrid gentilhombre de cámara de Carlos IV y lo hacen Caballero de la Orden de Calatrava hasta que, un día de 1795, gracias a su amistad con Godoy y al empuje del habanero Francisco Arango y Parreño, el llamado “estadista sin Estado”, eminencia gris de la sacarocracia criolla, lo nombran subinspector general de las tropas españolas en Cuba y presidente de una comisión que elaboraría planes, casi todos ideados por el propio Conde, para la transformación económica de la Isla.

            Esos cargos le obligan a trasladarse a Cuba una y otra vez y a medida que el Conde se aleja de Madrid crecen los rumores malignos acerca de la conducta de su esposa. Cierto es que llevan ya muchos años de matrimonio; se casaron cuando él tenía quince  y ella, doce. En uno de esos viajes, enfermo de hidropesía como estaba, lo sorprende la muerte en La Habana, pero ya había llevado a España a la hija mayor, María de las Mercedes, que quedó aquí al cuidado de una bisabuela y después como pupila en el convento de Santa Clara, de donde, con diez u once años y con la ayuda de una monja, logró fugarse para no volver jamás.

LA BELLA CUBANA

 

Es muy linda María de las Mercedes, aunque no nos lo parezca ahora en los retratos. Ya se sabe que el concepto de lo bello muta con el tiempo. Ella misma, en su libro Mis doce primeros años (1832) dice que a los once ya había llegado a todo su tamaño y si bien muy delgada, estaba tan formada como cualquier muchacha de diez y ocho. Precisa:

            “Mi color de criolla, mis ojos negros y animados, mi pelo tan largo que costaba trabajo sujetarlo, me daban cierto aspecto salvaje, que se hallaba en relación con mis disposiciones morales… Viva y apasionada en exceso, no vislumbraba la necesidad de reprimir mis emociones y mucho menos de ocultarlas”.

            Apenas tiene trece años cuando llega a Madrid y la aristocracia española le rinde pleitesía. La asedian militares, políticos, escritores… Goya, un día, ve sus pinturas y, más que en los cuadros, repara en el destino de la adolescente. Le dice: “Como pintora no alcanzarás la gloria, pero llegarás lejos como mujer”.

            Los acontecimientos políticos de precipitan. Napoleón, que quiere engullirse a toda Europa, invade a España. Carlos IV abdica y lo obligan a trasladarse a Francia, y Godoy es puesto preso, mientras que el pueblo español se alza en armas contra el extranjero y no cesará en su lucha hasta expulsarlo. Los nobles se acobardan; muchos huyen, otros se quedan y, pasado el desconcierto inicial, buscan acomodo al lado de los franceses. Entre ellos están Gonzalo O’Farrill, tío de la Condesa de Jaruco, y la propia Condesa que, se dice, encontrará entonces consuelo a su viudez en los brazos del rey usurpador José I.

            Fue una mala jugada. Cuando los Borbones recuperan el trono en la persona del nefasto Fernando VII, hijo de Carlos y María Luisa, ya la Condesa de Jaruco había muerto, pero el tío padecerá el exilio y la fortuna familiar será confiscada.

            Para entonces María de las Mercedes está casada con Antonio Cristóbal Merlin, un general francés que recibe en España el título de Conde. Cuando contraen matrimonio, ella tiene veinte años de edad y él, cuarenta. No se piense, sin embargo, en una  relación de conveniencia, por muy buen partido que el General pudiera ser en el país ocupado. Las cartas que le remite cuando él parte a la conquista de Andalucía evidencian a una mujer enamorada. Son, dice el profesor Salvador Bueno, misivas “escritas con cierta ingenuidad a veces, y otras con palabras apasionadas y referencias francamente eróticas”. Muy distintas a las que escribiría a Philaréte Chasles, un amante de pacotilla, literato e historiador fracasado, que se aprovecha del amor de la Condesa ya viuda y en un etapa en que la belleza de la Merlin necesitaba de urgente chapistería y su economía se resquebrajaba.

EL DERRUMBE

 

También debe salir de España la Condesa de Merlin ante la caída de José I. Y le tocará asistir, años después en París, al derrumbe de Napoleón. Aunque excluido de la nueva corte que encabeza otro Borbón, Luis XVIII, el matrimonio, que tiene tres hijos, mantiene una posición y su residencia es visitada por muchos famosos. Con María de las Mercedes alternan Víctor Hugo y Lamartine,  Musset y Rossini, María Malibrán, la celebérrima cantante, y Domingo del Monte y José Antonio Saco, sus compatriotas, en reuniones en que la Condesa deja escuchar su bella voz de soprano.

            Ese mundo empieza a resquebrajarse con la muerte de Antonio Merlin, en 1839. Viaja la Condesa a Cuba y acopia datos para su obra más conocida, La Havane,  que escribe por encargo de los hacendados esclavistas,  que le retribuyen muy bien el servicio. Aparecerá también en español, abreviado y con prólogo de Gertrudis Gómez de Avellaneda, bajo el título de Viaje a La Habana. En 1845 vuelve a España. Quiere recuperar lo que los Borbones confiscaron a los suyos. “Nunca pedigüeña  fue tan bien atendida”, escribe, pero nada logra, se a con las manos vacías.

            Y sobreviene el final. Rodeada de sus hijos y olvidada por los que tanto la halagaron y brillaron en sus salones, ve llegar la muerte con resignación extraordinaria, el 31 de marzo de 1852, a los sesenta y tres años de edad. Un pequeño cortejo siguió sus restos hasta el cementerio parisino de Pére-Lachaise. Muchos años después, Domingo Figarola-Caneda, su más acucioso biógrafo, logró localizar su tumba. Estaba cubierta por la hierba y no había en ella un epitafio que recordase a esta bella cubana, apasionada en exceso y que jamás se cuidó mucho de reprimir sus sentimientos y emociones.

  

Una anécdota de Nicolás Guillén

Una anécdota de Nicolás Guillén

Ciro Bianchi Ross

  Empecé muy temprano a leer a Nicolás Guillén. Me asomé a su poesía gracias a aquellos libritos que publicaba la editorial Losada, de Buenos Aires, en su colección Contemporánea. En 1960, 1961, apenas había ediciones cubanas de los libros de Nicolás. Después empecé a interesarme también  por su periodismo. Aunque muchos no lo reconocen, nuestro gran poeta fue un gran periodista, y yo no me perdía una de aquellas crónicas que en esa época daba a conocer en el periódico Hoy. Ya en 1962, la Universidad Central de Las Villas publicó una selección del periodismo de Guillén, Prosa de prisa, y el primero de los dos volúmenes de Nicolás Guillén: apuntes para un estudio biográfico-crítico, de Ángel Augier.Conocía todo eso cuando la revista Cuba Internacional, a comienzos de 1972, me encargó que le hiciera una  entrevista por su cumpleaños 70.  Accedió el poeta  y pidió que le hiciera llegar el cuestionario.  Nunca me ha gustado entregar al entrevistado un cuestionario previo. Obliga al entrevistador a un quehacer exhaustivo. A aparentar una brillantez que estimule la apetencia del entrevistado. Sin contar que cuando el entrevistado ve el cuestionario, insiste en responderlo por escrito, lo que en la mayor parte de los casos resta a la entrevista espontaneidad y frescura y trunca la posibilidad de la repregunta.  Pero no tenía alternativa y un día, de mañana, llegué a su despacho de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, organización que presidía,  con el dichoso cuestionario a cuestas: 53 preguntas. Lo leyó el poeta con detenimiento y luego de asegurar  que lo contestaría preguntó si prefería grabar la entrevista  o coger al dictado sus respuestas. Como hasta entonces nunca había utilizado una grabadora y estaba loco por hacerlo, le dije que prefería grabar. Sucedió lo previsible.  Dijo el poeta: “Entonces, te la responderé por escrito”. Prometió hacerlo cuanto antes.Varias semanas después recibí una llamada telefónica de Sara Casals, su secretaria. Nicolás quería verme esa misma tarde, a las dos, en su casa.  Me extrañó sobremanera el lugar de la cita pues bien sabía que, como norma, eludía recibir en su casa. Me extrañó también lo perentorio de la llamada. Cuando a la hora exacta toqué a la puerta del piso 22 del edificio Someillán, en el Vedado, tenía el convencimiento de encontrarme con mi cuestionario respondido. Una sirvienta me condujo a la sala de estar. Vestía un fino pijama de seda azul y miraba hacia fuera a través del vidrio de un ventanal. El mar, abierto y democrático, se extendía ante sus ojos.  Contestó mi saludo sin volverse y me invitó a sentar. Fue al grano. Dijo: “Te he mandado a buscar para decirte personalmente que no contestaré tu cuestionario”. Inquirí los motivos. “Mira esta pregunta, por ejemplo. Aquí tú te interesas en saber por qué yo no participé en la lucha contra la dictadura de Machado… Si te hubieras tomado la molestia de consultar el libro de Ángel Augier sabrías el por qué”. Respondí que el libro en cuestión no lo había leído una vez, sino dos, pero que no me interesaba lo que pudiera decir el afanoso  crítico, sino lo que él tenía que decir al respecto. “Pues si quieres tu entrevista, tendrás que cambiar todas las preguntas porque de este no responderé ninguna”. Hoy es viernes, le dije. El lunes tendrá usted  el nuevo cuestionario. En efecto, el lunes, estaba yo delante del poeta con otras 53 preguntas. Comenzó a leerlas. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. De las anteriores, yo había cambiado 52 pues en la nueva entrega dejé  intacta la pregunta sobre su no participación en la lucha antimachadista.“Mira, no participé en la lucha contra Machado porque, a consecuencia de la muerte de mi padre, asesinado durante la revolución liberal de La Chambelona, yo estaba desencantado de la política tradicional”, me dijo, incómodo.            Siempre he pensado que el entrevistado necesita a veces que lo sacudan para hacerlo hablar y obligarlo a mostrar su verdad. Repuse: Yo no sabía que en ese tiempo el Directorio Estudiantil, el ABC, el Partido Comunista, el Ala Izquierda y otros grupos que llevaron el peso de la lucha contra Machado formaban parte del juego de la política tradicional…            Me interrumpió. “Tú hablas demasiado de prisa y yo oigo demasiado despacio”. No se habló más. Nos despedimos en los mejores términos luego de aseverarme que me fuera tranquilo y que respondería a mis preguntas.  Cuando franqueaba ya la puerta de salida me preguntó la edad. Veintitrés años, respondí e inquirí a mi vez: ¿Por qué? Me dijo: “Pareces que tienes 24”.            Tuve una buena entrevista.  

Poetas

Poetas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

  

José Martí murió a los 42 años de edad, Joaquín Lorenzo Luaces, a los 41, Juan Clemente Zenea, a los 39,  Julia Pérez, a los 36 y Plácido y José María Heredia,  a los 35.  A los 33 falleció Juan Nápoles  Fajardo.  Julián del Casal tenía 30 años al morir, Carlos Pío Uhrbach, 25 y Juana Borrero, 18.

            La muerte se ensañó temprano con algunos de los poetas cubanos más importantes del siglo XIX. Martí y Carlos Pío encontraron la muerte en combate. Zenea y Plácido fueron fusilados.  Casal que, al decir de Lezama Lima, vivió como un delfín muerto de sueño, murió de risa. En efecto, en la noche del 21 de octubre de 1893 cenaba el poeta en la casa del doctor Santos Lamadrid, en el Paseo del Prado. Alguien hizo un chiste ya al final de la comida y Casal  rió de buena gana. Pero pronto su risa se vio interrumpida por una violenta hemorragia que puso fin a su existencia.

            En “Virgen triste”, uno de sus poemas más  recordados, Casal había intuido la muerte temprana de Juana Borrero, que fallece de pulmonía, en 1896, en Cayo Hueso, donde, por sus ideas independentistas, buscó refugio la familia de la poetisa. Allí, poco antes de morir, Juana  dijo a su novio, Carlos Pío: “Me muerde la sierpe que llevo oculta en el pecho”, y visitó el cementerio donde sería enterrada, “para reconocer la tierra donde se levantaría su morada en la eternidad”. Carlos Pío apenas la sobrevivió. Estaba ya en la manigua cuando Maceo le encomendó que viajara a Estados Unidos; cumplió la orden  y murió en combate a su regreso. Llevaba en el bolsillo superior izquierdo de su chamarreta un retrato de Juana Borrero. También en el campo insurrecto  portaba Martí, junto al corazón,  el retrato de María Mantilla como un escudo contra las balas.

LA GOTA DE ORO

Si en la poesía del siglo XIX cubano,  Manzano es el esclavo y Heredia, el desterrado, Mendive, el maestro, José Jacinto  Milanés, el loco y Zenea, el mártir, Juan Cristóbal Nápoles  Fajardo es el desaparecido. En 1862, el hombre que había hecho célebre el seudónimo de El Cucalambé y que gozaba ya de una popularidad enorme por sus versos, desapareció para siempre, sin dejar rastro, que es otra forma de morir,  y hasta hoy llegan las conjeturas sobre su desaparición.

Pasó su infancia en la hacienda paterna, en las cercanías de la ciudad de Las Tunas, en la porción oriental del país, y se sintió identificado con el ambiente rural, que llevó a sus versos. Un abuelo sacerdote le enseñó latín, lo introdujo en la lectura de Virgilio y Horacio y lo hizo conocer bien a poetas españoles como Garcilaso y Villegas. Sin embargo, su cultura literaria no impidió que Nápoles Fajardo adoptara en su poesía la expresión común de los campesinos cubanos. Una parte de su obra clasifica dentro de lo que en nuestra literatura se llamó el ciboneyismo, con la evocación ingenua y sencilla de los aborígenes de la Isla. La otra, que escribió casi siempre en décimas, se inserta en el criollismo y pinta las costumbres de los habitantes de nuestros campos. Es esta la parte más trascendente de su quehacer literario. No solo logró en ella el trasunto del color local, sino que consustanció anhelos y sentimientos del guajiro cubano. De ahí la nunca agotada popularidad de sus versos, que muchos memorizan de tanto que los oyeron repetir, sin haberlos leído nunca y a veces sin poder precisar siquiera quién los escribió. 

Por la orilla floreciente / que baña el río de Yara, / donde dulce, fresca y clara / se desliza la corriente, / donde brilla el sol ardiente / de nuestra abrasada zona, / y un cielo hermoso corona / la selva, el monte y el prado / iba un guajiro montado / sobre una yegua trotona.

            Más que a la letra, la poesía de El Cucalambé se liga a la voz. A diferencia de otras naciones hispanoamericanas en las que el romance fue el metro popular por excelencia, el cubano se decidió por la décima. Sin ella, casi siempre improvisaba de repente, recitada o cantada al compás de una guitarra, se hace inconcebible en Cuba, incluso hoy, una fiesta campesina. Muchos poetas la cultivaron a lo largo del siglo XIX, pero no cuajó totalmente hasta la aparición de Nápoles Fajardo. Hasta entonces, dice Cintio Vitier, faltó algo más categórico y menos personal, un molde flexible que el pueblo adoptara como suyo, una destilación difícil y sin embargo sencilla, que se convirtiera en norma. Esa gota de oro fue la décima de El Cucalambé.

Entre 1848 y 1852 participó el poeta en varias conspiraciones contra España. Luego contrajo matrimonio,  tuvo dos hijos y en la ciudad de Santiago de Cuba aceptó un puesto en la administración colonial. La vida parecía sonreírle, pero, recio y altivo como era,  le molestaban las críticas de sus antiguos compañeros que le reprochaban el haberle admitido empleo al gobierno. La primera guerra de independencia no tardaría en estallar con todas sus tempestades y El Cucalambé vivía sin duda su propia tempestad interna. Aunque algunos afirman que tal vez el elemento español más recalcitrante se lo quitó del medio, asesinándolo, y otros, que viajó a Alemania y nunca volvió,  la hipótesis más aceptada es la del suicidio. Publicó un solo libro, Rumores del Hórmigo. No llegó a la posteridad ninguno de sus retratos. Poco importa ya porque, al decir de Vitier, su auténtico rostro se dibuja en la gota de oro de la décima que acuñó como moneda nacional.

ADIÓS, PATRIA QUERIDA

Si El Cucalambé es  el único poeta cubano que logra una verdadera transustanciación con el pueblo, al quedar abolida toda frontera entre lo que escribió y lo que se le atribuye, Plácido, fino, sensual, medido, es, junto con Heredia, el primero que llega a ser gustado por cultos y no cultos pues unía, decía Lezama, la espontaneidad a un refinamiento cuya esencia es constante aunque desconocida. “Fue la alegría de la casa, de la fiesta, de la guitarra y de la noche melancólica. Tenía la llave que abría la puerta de lo fiestero y aéreo”.

            Era hijo de una actriz blanca y de  un peluquero mulato. Su madre lo internó en la Casa de Beneficencia y de allí lo sacó su padre, que lo tuvo a su abrigo hasta los diez años, cuando quedó al cuidado de su abuela. Tenía vocación por la pintura y la encauzó en el taller de Vicente Escobar. Aprendió a trabajar la concha del carey y se hizo peinetero. Fue tipógrafo y periodista. Pero sobre todo un juglar. El gobierno colonial lo tenía en la mirilla. Cuando en 1836 intentó establecerse en la ciudad de Trinidad, lo redujeron a prisión, sin que se pueda precisar la causa, y ocho años después fue acusado de formar parte de la llamada Conspiración de la Escalera. No escapó esta vez a su suerte. Junto a diez acusados más lo fusilaron en el amanecer del 28 de junio de 1844.

            Poco antes hizo su testamento. Era tan pobre que dejó solo “memoria” para la gente que quería y los poetas que admiraba. Escribió también, durante sus últimas horas, algunos poemas, entre ellos, “Adiós a mi lira”, “Plegaria a Dios” y uno que dedicó a su madre. Esos manuscritos pudo el propio poeta entregarlos a su esposa.

            Unas 20 000 personas contemplaron el espectáculo horrendo de aquel fusilamiento. Los esclavos de los lugares cercanos fueron llevados para que les sirviera de escarmiento, pero muchos acudieron movidos por la curiosidad morbosa de ver ejecutar al poeta. Plácido, que no se cansó de proclamar su inocencia en los interrogatorios, recitaba con voz clara su “Plegaria…” mientras avanzaba hacia la muerte. Un redoble de tambores ahogó su palabra vibrante y ante los condenados se formó un pelotón de 44 soldados con sus jefes. Cuatro soldados para cada uno de los sentenciados. Dos les dispararían a la cabeza y dos, al pecho. Y un sacerdote para cada supliciado. Rezaron el Credo los curas y los reos y aun tuvo Plácido fuerza suficiente para gritar que emplazaba ante el juicio de Dios a sus verdugos y fiscales, y los mencionó por sus nombres. Se dio la orden de fuego. “Adiós, patria querida…” exclamó. Pero la primera descarga, al alcanzarlo solo  en el hombro,  lo dejó con vida. A una nueva orden  se aprestaron cuatro soldados. Una nueva descarga y voló despedazada su cabeza.

MAL DE AMORES

 

Se ha repetido que José Jacinto Milanés se inspiró en Plácido para escribir “El poeta envilecido”. Alude en sus estrofas a un trovador que, en sus fiestas, canta sin rubor ni seso  a los poderosos y al final  como pago se le da la posibilidad de compartir las sobras de la cena con el perro de la casa. Pero no es así pues Milanés mostró siempre respeto y admiración por Plácido; respeto y admiración que Plácido supo reciprocar. “El poeta envilecido” no parece estar inspirado en una persona determinada; es un poema alegórico, escrito, como otros suyos, con la intención moralizante  que quiso inculcarle Domingo Del Monte y que se ubican en lo peor de su poesía.

            Milanés es el autor de “La fuga de la tórtola”, “El beso”, “La madrugada”… En sus estrofas luce “ágil, lleno de encantamiento, penetrado por las más finas, hondas y depuradas esencias de lo cubano”. Aunque murió a los 49 años de edad, casi todo lo que escribió se encierra entre los años 1836 y 1843. En esa fecha perdió el poeta la razón a causa, se dice, de  amores no correspondidos con su prima Isabel Ximeno, de 14 años de edad entonces e hija de un acaudalado comerciante matancero que terminaría casándose con un sobrino del Capitán General. Dice Cintio Vitier al respecto que no puede saber hasta dónde  el trauma de esos amores contrariados determinó el creciente desequilibrio psíquico del poeta. “Solo nos está permitido detectar en sus versos una constante, obsesiva, neurótica, ligada al escrúpulo y a la culpa hiperbolizados, que alcanza en “El mendigo” su más profunda formulación”.

            Milanés pasó sumido en la demencia los últimos 20 años de su vida. Pareció redimirse el mal a partir de 1848 y es por esa época que sus amigos le costean un viaje al exterior, que hará en compañía de su hermano, con la intención de que encontrara cura. Volvió a escribir entonces el poeta. Pero poco y de escasa calidad. Y la locura no retrocedió. Entró en una fase más aguda y ensimismada.

            Si Milanés fue un loco melancólico, el habanero  Manuel de Zequeira y Arango es el loco simpático. Creía que poniéndose un sombrero se volvía invisible y quizás a las puertas de la locura es que escribe esas décimas  disparatadas –“Yo vi por mis propios ojos” y “La ronda”, que preludian lo que muchos poetas populares hacen aún.

            Cuenta por fin Heliodoro / Que nació (caso inaudito) / De una liendre un gran mosquito / Y de este mosquito un toro: / Esto publicaba un loro / Muy ufano en Puerto Rico, / Cuando alzando en el Guarico / Alto vuelo un tomeguín, / Fue a parar hasta Turín / con un camello en el pico.

            Zequeira nació en 1764 y siguió la carrera de las armas. En América del Sur desempeñó, con capacidad y honradez, cargos de gran responsabilidad, entre estos el de teniente rey de Cartagena, Colombia, y en la infantería alcanzó el grado de coronel. Se le considera, por su calidad y vocación,  el primer poeta cubano en el tiempo. Fue un gran sonetista. Su poema “A la piña” pone en evidencia su visión morosa y amorosa de nuestra naturaleza.

           

             

     

Hemingway, ciudadano de Cojímar

Hemingway, ciudadano de Cojímar

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Sucedió en el ya desaparecido Palacio de los Deportes, en Paseo y Mar, en el Vedado, cerca de donde se edificó después el hotel Havana Riviera, el 17 de noviembre de 1955. Ernest Hemingway acudió al lugar con el fin de recibir  la medalla de  San Cristóbal de La Habana, que le concedería el gobierno habanero  en reconocimiento a sus méritos de escritor y por  su larga residencia en la capital,  y vio en exhibición una caricatura que mucho lo disgustó. En ella, el autor de El viejo y el mar aparecía como un dios Neptuno –con tridente y su correspondiente trago en las manos- emergido de los mares. Junto a la caricatura se hallaba su creador, Conrado W. Massaguer,  y Hemingway, sin perder un minuto, se abalanzó sobre el artista y lo agarró por el cuello al tiempo que lo amenazaba con su puño derecho.

            -¡Oiga, deténgase! ¡Usted no puede tratar así a ese hombre que es un gran caricaturista y una gloria de Cuba!

            Hemingway, sin soltar a Massaguer, miró a quien lo interpelaba.

            -¿Y usted quién es?

            -Soy Juan David, el caricaturista.

            La furia de Hemingway no parecía disminuir, más bien se acrecentaba. Se olvidó de Massaguer y, puños en alto, se volvió hacia su interlocutor. David, con más de seis pies de estatura y más joven que Hemingway, se puso también en guardia.

            -¿Y viene a hacerme otra caricatura?

            -No, vengo a hablar de negocios –respondió David.

            El escritor hizo entonces  un gesto como de quien pide tiempo y dijo enseguida:

            -Pues vamos al bar.

            El negocio era el siguiente: Bohemia, de La Habana, quería publicar en una sola entrega  y de manera íntegra El viejo y el mar, al igual que lo había hecho la revista Life antes de que la novela apareciera en forma de libro. “Contacta con Hemingway y dile que no podemos pagarle tanto como Life, pero que tenemos mucho interés en dar a conocer esa obra en Cuba”, pidió Miguel Ángel Quevedo, director de Bohemia a David. La revista norteamericana pagó a Hemingway un dólar diez centavos por palabra –la novela tiene unas 27 000- lo que redondeó la bonita suma de casi 30 000 dólares. Bohemia ofrecía 5 000.

            El narrador, ya repuesto del encuentro inesperado que acaba de tener consigo mismo en el espejo revelador de la caricatura de Massaguer, aceptó la oferta, recordaba David muchos años después. Pero puso dos condiciones. La traducción debía hacerla Lino Novás Calvo, el gran novelista de Pedro Blanco, el negrero y La noche de Ramón Yendía, un español que se avecindó en La Habana, murió en EE UU, y forma parte de las letras cubanas. Pidió además que la suma ofrecida se donara en beneficio de los enfermos del leprosorio de El Rincón.

CINCO MILLONES EN DOS DÍAS

Quise recordar esta anécdota poco conocida y siempre mal contada ahora que El viejo y el mar cumplió 55 años de haberse publicado por primera vez.  Cuando apareció, Hemingway no las tenía todas consigo. La crítica lo había vapuleado, y muy duro, tras la publicación de A través del río y entre los árboles (1950) una novela sentimental, se dijo, que relata el amor del viejo y gastado Cantwell por una muchacha, Renata. Era, en lo esencial, una historia autobiográfica; mientras recorría en el norte de Italia los escenarios de Adiós a las armas, el gastado Hemingway se había enamorado de la condesa Adriana Ivancich. Insistió en traerla a Finca Vigía, su casa habanera, y Mary, la cuarta esposa del narrador, que podía comprender el romance, pero no aquella convivencia, estalló en una crisis de celos homérica.

            Las críticas desfavorables a su libro lo hirieron hondo y ante ellas hizo lo que uno supone  no haría un escritor de su estatura: se justificó, se defendió. Pero no abandonó su tarea. En el otoño de aquel mismo año de 1950 reanuda el trabajo en lo que llamaba The Sea Book y que nunca llegaría a publicar. De ahí se desprendió El viejo y el mar. Alguien lo convenció de que lo diera a conocer como una obra independiente. Hemingway se negó al comienzo, pero terminó haciéndolo.

            En abril de 1951, recordaba el periodista cubano Fernando G. Campoamor, tenía listo el borrador y lo remitió a Charles Scribner, su editor, en marzo del año siguiente. Su publicación en Life, el 1 de septiembre de 1952, fue una prueba. La revista vendió 5 325 447 ejemplares en 48 horas. El 8 de septiembre la casa Scribner puso a la venta la primera edición de la novela y ese mismo día dispuso la segunda edición. De inmediato, El viejo y el mar ganó la selección del Book of the Month Club, donde se le calificó como un libro “destinado a graduarse entre los clásicos de la literatura norteamericana”. Al año siguiente se alzó con el importante premio Pulitzer. Fue la antesala del Nobel que se le concedería a su autor, por el conjunto de su obra, en 1954.

            Desde entonces se ha traducido a todos los idiomas y se llevó al sistema Braille para ciegos. Se adaptó al cine y a la TV. Más de cinco décadas después de su publicación inicial, El viejo y el mar sigue siendo un éxito en librerías y bibliotecas, aun cuando es ya uno y varios libros a la vez: incompleto, resumido, ilustrado, mal traducido, pirateado… A veces, en las ediciones en español, el nombre de Lino Novás Calvo se sustituye con un seco: “Traducción autorizada por el autor”.

EL DIOS DE BRONCE

 

Con la publicación de El viejo y el mar, Ernest Hemingway se ratificó como el dios de bronce de la literatura norteamericana. Todo un coro se alzó en su honor. William Faulkner dijo, sencillamente, que con esa novela su autor había encontrado a Dios. Campoamor, cubanísimo, tiró a choteo su verdad al afirmar: “Hemingway sabía de química y de geografía, de numismática y economía, de historia militar y de violines, e inventó el daiquirí especial al igual que inventó el monte Kilimanjaro, el idioma inglés y los casteros”.

            Hemingway dijo: “Traté de hacer un viejo real, un muchacho real, un mar real, un pez real y tiburones reales. Pero si los hice bien y suficientemente verdaderos, pueden significar muchas cosas. Cuando se escribe bien y con sinceridad de una cosa, esa cosa significará después muchas otras cosas”. Añadiría que en su novela el mar es el mar, el viejo es el viejo y el pez es el pez… no hay en ella ningún simbolismo. No hay en sus páginas más que un viejo que pescaba solo en un bote en la Corriente del Golfo y hacía 84 días que no cogía un pez…

            Puede suponerse que el autor leyó El viejo y el mar más de 200 veces. A esa conclusión se llega tras conocer la carta en la que dice: “Ahora las pruebas del libro están listas y no volveré a leerlo durante diez años. Porque cada vez que lo leo siento las mismas cosas que he sentido y 200 veces son suficientes”.

            La anécdota de la novela es muy conocida. Su sentido es bien evidente. Hemingway lo pone en boca de Santiago, su protagonista: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.

            El escenario de la novela es el mar y la lucha del viejo contra los tiburones, es la del hombre por la vida. Hay en ella alusiones a Cuba, como las hay, con mayor o menor  extensión, en otros libros del escritor. En Verdes colinas de África recuerda a Cuba como una “isla larga, hermosa y desdichada”. Diría en alguna parte: “Amo este país y me siento como en casa; y donde un hombre se siente como en su casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio al que estaba destinado”. Idea esa que reiteró cuando se supo ganador del Premio Nobel: “Este es un Premio que pertenece a Cuba, porque mi obra fue pensada y creada en Cuba, con mi gente de Cojímar, de donde soy ciudadano. A través de todas las traducciones está presente esta patria adoptiva donde tengo mis libros y mi casa”.

            Tras la publicación de El viejo y el mar, Hemingway estaba en deuda con los pescadores de Cojímar, la pequeña localidad marina del este de La Habana. Cuando la cervecería Modelo, de El Cotorro, le rindió homenaje por el Nobel, aquellos hombres fueron los invitados de honor de la fiesta. Tras la publicación de la novela estaba en definitiva en deuda con la Isla, y eso explica quizás su decisión de ofrendar la medalla del Premio a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.

           

Cubanía de Ignacio Cervantes

Cubanía de Ignacio Cervantes

Ciro Bianchi Ross

 

Ignacio Cervantes (1847-1905) ocupa un lugar de oro en la música cubana. Alejo Carpentier no vaciló en calificarlo como el músico más importante de nuestro siglo XIX.  “Nadie, dice el autor de Los pasos perdidos, pudo situarse más alto que él en lo que se refiere a la solidez del oficio y a su buen gusto que se manifiesta incluso en sus obras menores”.

            Estudió en La Habana con Nicolás Ruiz Espadero, “el profesor más caro y mejor considerado de entonces”, y a los 18 años matriculó en el Conservatorio Imperial de París, ciudad en la que alcanzaría no pocos lauros. Era un músico de formación francesa y tuvo buena amistad con compositores como Liszt y Rossini, que lo admitió en su círculo más íntimo y lo invitaba a su mesa pantagruélica. Un pianista como Paderewsky lo admiraba sin reservas.

            En cierta ocasión, en la casa de Rossini, que vivió en París desde 1829 hasta su muerte, en 1868, el autor de El barbero de Sevilla y Tancredo pidió al cubano que lo acompañara a una habitación privada. Creyó Cervantes que el maestro italiano le mostraría alguna partitura –Rossini no escribió ninguna ópera durante los últimos cuarenta años de su vida- cuando para  su sorpresa vio abrirse de golpe un armario gigantesco donde colgaba, con cuidado, una impresionante colección de pelucas. En prueba de confianza,  expresó Rossini: “Son las que he usado durante toda mi vida, pero no se lo cuente a nadie”.

            Se asegura que poco después de su regreso a Cuba un desconocido le llevó una composición manuscrita para que eliminara lo que estimara superfluo. Cervantes, con un lápiz rojo implacable, estampó al margen del papel pautado acotaciones demoledoras. Después de devuelta la obra, supo que su autor era Ruiz Espadero, su antiguo maestro, que no le perdonó nunca el percance, pese a las ya inútiles satisfacciones que Cervantes trató de darle. Sin embargo,  en sus últimos años Espadero reconoció en varias ocasiones que su discípulo, como pianista, era “un bárbaro”, en el sentido criollamente laudatorio del término.

            En 1875, las autoridades coloniales españolas supieron que el dinero que recaudaba Cervantes en sus conciertos llegaba a manos de los insurgentes cubanos, alzados en armas contra España desde 1868. El compositor se vio obligado a emigrar. Vivió cuatro años en Estados Unidos. Regresó a Cuba y, al estallar de nuevo la guerra en 1895, se fue a México, donde el dictador Porfirio Díaz lo protegió generosamente. En 1900 estaba de vuelta en La Habana. Dos años después haría su último viaje al exterior, como “Embajador de la Música Cubana” a la Exposición de Charleston.

            La influencia de Mendelssohn es visible en algunas de sus páginas; también, señala la crítica, las de Chabrier, Saint-Saens y Arensky. Y Chopin, por supuesto.

            Dentro de su obra sobresale la zarzuela El submarino Peral y la Sinfonía en Do. Su Scherzo capriccioso (1886) está considerada como la partitura más finamente orquestada de todo el siglo XIX cubano. Dejó una ópera inconclusa, Maledetto.

            Pero ninguna de esas piezas es comparable con sus Danzas para piano. Llegan hasta hoy como expresión de una síntesis sutil y finísima de cubanía con el mejor piano romántico. “Su riqueza armónica e increíble capacidad de modulación se equilibran perfectamente con lo que tienen de más legítimamente cubano”, expresa  el maestro José Ardévol. Son estas Danzas lo más conocido y justipreciado de la producción de Ignacio Cervantes que, paradójicamente,  apenas las tomó en cuenta, creyéndolas páginas de poca importancia con relación al resto de su obra.

            Cervantes tuvo 14 hijos, con los que aspiraba, decía, a formar toda una orquesta. Murió, afirma Alejo Carpentier,  “a consecuencia de un extraño reblandecimiento de la masa encefálica, con perforación de la bóveda craneana, causado, según opinión de algunos médicos, por su raro hábito de escribir música, a altas horas de la noche, en una oscuridad casi completa”.