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Personajes

Días cubanos de Anaís Nin

Días cubanos de Anaís Nin

Ciro Bianchi Ross

El otro día me enfrenté cara a cara con una verdad de Perogrullo. Por esas cosas del azar concurrente, de las que hablaba Lezama Lima, yo había leído por la mañana un artículo sobre Anaís Nin Culmell (1903-1977) la célebre escritora norteamericana de tormentosos amores y que “desafió la moral que imponía límites a la moral femenina”, y esa noche me topé con una carta en la que Rafael Díaz-Balart, a la sazón subsecretario de Gobernación del régimen de Batista, le decía con el mayor desparpajo al titular de esa cartera, Ramón Hermida, que él quería tener tantas “botellas” (sinecuras) como las que disfrutaba Bernabé Sánchez Culmell. Me percaté entonces de una realidad bien evidente y en la que no reparé antes: no solo eran cubanos los padres de Anaís Nin, sino que la autora de Delta de Venus y La casa del incesto tenía toda una familia cubana. Pero había más. A partir de octubre de 1922 y hasta una fecha todavía no determinada del año siguiente, Anaís pasó una temporada en la Isla donde radicó junto a su tía Antolina Culmell, en la finca La Generala, en el barrio habanero de Luyanó. En La Habana asimismo contrajo matrimonio.

Dos preguntas me asaltaron entonces. ¿Quiénes conformaron la familia cubana de Anaís Nin? ¿Existía aún en Luyanó la casa donde habitó? A la primera interrogante hallé respuesta casi inmediata gracias a la colaboración del erudito Gonzalo Sala, autor de un Diccionario biográfico cubano que urge publicar.  Aparte de figuras de la política y la empresa, se encuentran en esa familia un arquitecto notable y muy galardonado, y un campeón olímpico: un yatista que se alzó con la medalla de plata en Londres, en 1948, y que cuatro años después estuvo a punto de repetir la misma hazaña en Helsinki. Un general de las luchas por la independencia de Cuba  está también entre sus familiares… La otra pregunta no demoré en evacuarla, pese a que nadie  en Luyanó o, mejor, en la barriada de Lawton, tiene ya memoria de La Generala, que, con su empinada escalinata de acceso desde la calle, guarda todavía, sin embargo, el secreto de los días cubanos de Anaís Nin.

UNA NIÑA FEA

Joaquín Nin Castellanos y Rosa Culmell Vaurigard se conocieron y casaron en La Habana, en 1902, y como regalo de bodas la pareja recibió del padre de Rosa, un danés afincado en Cuba y a quien apodaban Papató, los boletos para un viaje a Europa y la promesa de ayuda hasta que pudieran abrirse camino en Francia. Allí, en Neully, nació la primera hija del matrimonio a la que, al igual que a su abuela y una tía maternas, que vivía en la calle 27 esquina a N, en El Vedado, llamaron Anaís. Pero ahí mismo comenzaron las desavenencias pues Nin, que llegaría a ser un pianista notable y cosmopolita y que era diez años más joven que su esposa, se sintió molesto por aquella niña fea que ocupaba el lugar del varón esperado. Aunque tendrían dos hijos más, el matrimonio hizo crisis. El músico abandonó a la familia en Berlín, y Rosa, con los niños, se instaló en Nueva York, mientras que Anaís empezó a anidar una pasión enfermiza por el padre.

Fue en esa cuidad donde Anaís conoció a Hugo Parker-Guiler, protestante, de ascendencia irlandesa y empleado bancario, que un día sorprendió a los suyos con el anuncio  de su proyectada boda con aquella muchacha católica, pobre y descendiente de cubanos. Fue precisamente para evitar esa boda que la madre de Anaís decidió que su hija viajara a La Habana donde olvidaría su mal de amores y, al amparo de la tía Antolina, encontraría acaso un buen partido entre los amigos de la rama acaudalada de la familia. Pero Hugo, aun cuando lo amenazaron con desheredarlo, se trasladó a Cuba y se casó aquí con ella.

Ambos llegaron vírgenes al matrimonio y la pareja demoró en concretar su primera relación marital, y eso hizo de Anaís una obsesiva del sexo. No era una mujer espectacularmente bella, pero sí muy atractiva y seductora que gustaba de provocar a los hombres con la mirada.

Eso, lejos de disgustar a Hugo, le agradaba y enorgullecía. Lo cierto es que, sin acudir al divorcio, soportó las infidelidades de Anaís que, entre otros,  tuvo  romances sonados con el novelista Henry Miller y con June, la esposa de este. Desgraciado en amores, Hugo tuvo, sin embargo, una suerte loca con el dinero: hizo fortuna en la bolsa. Con el tiempo, incursionó en el cine y llevó a la pantalla Bells of Atlantis, basada en una obra de Anaís.

Sobre su vida y sus experiencias sexuales escribió ella en un diario que comenzó a llevar cuando tenía once años de edad y que se interrumpió con su muerte. Totaliza unas 35 000 páginas manuscritas y la selección de lo que de ellas se publicó alcanza unos diez volúmenes. Anaís se atrevió a vivir la vida y también a escribirla, y construyó un universo propio con base en la exploración de su identidad.

Algunos piensan que mucho de lo que está en el diario no es más que una “mentira vital”, sin límites precisos entre la verdad y la ficción, pero son más los que no dudan ni discuten el origen real de sus historias de infidelidades y encuentros sexuales, y realzan lo que hay en ellas de indagación del deseo desde el punto de vista de la mujer. Sobre esas páginas indiscretas, dijo el novelista cubano Lisandro Otero: “Captó mi atención su estilo delicado y auténtico. Escribía una prosa leve y frágil, como la que se espera de una mujer, pero tras su aparente debilidad se intuía una ciclópea corpulencia. Cada adjetivo era colocado de una manera irrefutable, como si hubiese sido inventado por ella…”

LA QUINTA DE LOS LOCOS

 

A Anaís, La Habana le pareció una ciudad de extremos y contrastes. Aquí, dijo, los pobres eran desamparadamente pobres, y los ricos, ostentosamente ricos. La entusiasmaron las casitas modestas pintadas de colores varios y también las mansiones opulentas de balcones, vitrales y patios interiores. Pero sobre todo le encantaba la naturaleza cubana: el aire, suave y agradable; los campos, fértiles y pródigos y las palmas altísimas alzándose hacia un cielo lleno de brillo. “Todo luce transformado por una calidez y suavidad ocultas”, escribió. Una naturaleza, un campo, un cielo, un mar que le regalaban su belleza abrumadora, que muchos no percibían y que ella entendía como una forma divinamente pura.

Anaís estaba instalada en La Generala, la casa de Antolina, la viuda del general de división Rafael de Cárdenas, muerto en 1911, a los 42 años, y cuyo nombre fue dado por el Ayuntamiento a una calle de la barriada, precisamente a esa de la esquina de la casa que habitaba, y desde allí escribió a su primo predilecto, Eduardo Sánchez Culmell, hijo de su tía Anaís y del Gobernador de la provincia de Camagüey. Le dijo: “Me encuentro viviendo en las afueras de la ciudad, en la más bella de las casas, casi un palacio, amueblado y decorado con exquisitez, rodeada de un jardín encantador…”

Pero del esplendor de ayer a La Generala solo le quedan la escalinata y los pisos. Cuando la abandonaron Antolina y sus hijos –Charles, el campeón olímpico, y Rafael, el arquitecto- sirvió de sede, durante un tiempo, a la 13ra. Estación de Policía y luego dio albergue a un manicomio, el Sanatorio Baralt, del doctor José Baralt Barnet, hasta que en los años 50 se convirtió en casa de vecindad.

Por eso La Generala no es La Generala para los vecinos del barrio, que siguen recordándola como La Quinta de los Locos.

                                                                                                        

 

Anaís Nin: Retrato de familia

Anaís Nin: Retrato de familia

Ciro Bianchi Ross 

 

Thorwald Culmell, el abuelo materno de Anaís Nin, era un danés afincado en La Habana, donde llegó a asumir la representación consular de su país y fue partidario decidido de la independencia de Cuba. Le apodaban Papató y tuvo ocho hijas con la francesa Anaís Vaurigard. Como la escritora dice en su Diario llamarse Ángeles Anaís Antolina Rosa Edelmira, es de suponer que esos fuesen los nombres de casi todas las hijas del acaudalado Papató. De ellas, Rosa casó con Joaquín Nin Castellanos; Anaís, con Bernabé Sánchez Batista, y Antolina lo hizo con Rafael de Cárdenas Benítez. Poco agradaron a Papató los amores de Rosa con aquel joven aspirante a músico que quería labrarse un destino como concertista y compositor. Pero debe haber visto con muy buenos ojos los matrimonios de Anaís y Antolina. Bernabé, que llegaría a ser Gobernador de la provincia de Camagüey, era propietario en esa zona de la finca Santa Beatriz y de una  casa comercial con sede en el puerto de Nuevitas que se consideraba como la más pujante de toda la provincia, en tanto que Rafael, abogado, era uno de los generales más jóvenes del Ejército Libertador.

            Aprovecharé el espacio de hoy para dar continuidad al tema de los vínculos cubanos de Anaís Nin, la escritora norteamericana de Invierno de artificio y Pájaros de fuego que con sus novelas-río y sobre todo con su Diario creó un espejo de la vida y lo hizo, y esto es lo importante, con una conciencia femenina.

EL TÍO RAFAEL

Sobre la familia de Rafael de Cárdenas habló el poeta Julián del Casal por lo menos en dos de sus crónicas. Nicolás, su antecesor, era, dice Casal, “un distinguido caballero y notable sportsman”,  miembro del Club de Esgrima de La Habana. El poeta estaba entre los asistentes al buffet que don Nicolás ofreció en su casa con motivo de la inauguración de dicho Club, en junio de 1888. “Después de saborear exquisitos fiambres y primores de repostería, apuntaba Casal, se invitó al señor Enrique José Varona, en nombre de los concurrentes, a que brindara, haciéndolo con la oportunidad y el arte del que él solo es capaz”. El poeta, en su crónica, ensalzó la casa de la familia Cárdenas como “de las mejores de La Habana”, y afirmó al respecto: “…pocas veces la riqueza se encuentra tan estrechamente enlazada al buen gusto. Pensad en lo más exquisito, en lo más valioso, en lo más original y la realidad sobrepujará vuestros pensamientos…”. Uno de los pisos de la mansión, que se ubicaba frente al parque de Isabel la Católica, lo ocupaba Guillermo Collazo, “cumplido caballero y una de nuestras glorias pictóricas”, que estaba casado con Ángela, cuñada de Nicolás y tía, por tanto de Rafael. El pintor Collazo (1850-1896) fue uno de nuestros grandes retratistas y llegó a tener éxito en París, donde contó con estudio propio. Amigo de Martí, sirvió de padrino a este cuando lo recomendó como crítico de arte al director de la revista norteamericana The Tour.

            Rafael de Cárdenas se incorporó a la guerra por la independencia con 26 años de edad y llegó a ser jefe de la Brigada Norte de la Segunda División del Quinto Cuerpo del Ejército Libertador. Hombre dotado de grandes cualidades para el mando y la organización. Muy valiosa fue su participación en el alijo y salvamento de expediciones que con personal y armas arribaron a Cuba por el litoral del este de La Habana. Terminó la contienda bélica, en 1898, con grados de general de brigada, y con posterioridad se le confirió el grado de gracia de general de división. Fue de los pocos oficiales cubanos que pudo presenciar el traspaso  de España a Estados Unidos de la soberanía de la Isla  cuando el 1 de enero de 1899, el general Jiménez Castellanos, en nombre del monarca español, resignó el mando ante el general Brooke, interventor militar norteamericano.

            Ese día, en el Salón del Trono del Palacio de los Capitanes Generales, asistieron a la ceremonia los mayores generales José Miguel Gómez y Mario García-Menocal, y también los generales Alberto Nodarse, “Mayía” Rodríguez, Francisco de Paula Valiente, Eugenio Sánchez Agramonte, José Lacret y Leyte Vidal. Entre ellos estaba Rafael de Cárdenas y eso da idea de su preeminencia.

            Ya en la República de desempeñó como segundo jefe de la Policía de La Habana y ocupó la jefatura en propiedad  al renunciarla  García-Menocal. El presidente Estrada Palma lo destituyó cuando la huelga de los tabaqueros (1902) amenazaba con convertirse en una huelga general. Más tarde se le repuso en el cargo y los últimos años de su vida –falleció en 1911-  los pasó dedicados a los asuntos de su bufete y a los negocios particulares. En 1929, la Policía Nacional erigió un monumento a su memoria en la entrada de la playa de Guanabo. El Callejero de La Habana correspondiente a 1909 ubica la residencia de Cárdenas en la Calzada de Luyanó no. 114. No puede precisar aún el autor de esta página en qué momento la familia se instaló en la casa de la barriada de Lawton que Anaís identificaba como La Generala. En 1927 dicha casa estaba deshabitada.

EL GOBERNADOR

 

Bernabé Sánchez Batista, otro de los tíos de Anaís, fue una figura prominente del Partido Conservador y ocupó el cargo de gobernador de Camagüey entre 1913 y 1917. En ese puesto lo sorprendió la rebelión de La Chambelona. Huestes liberales, capitaneadas en la provincia por Gustavo Caballero, lo hicieron prisionero en la jefatura de Policía de la localidad, donde había buscado refugio junto a otros correligionarios. Sus captores lo trasladaron luego a la finca La Matilde, y allí Caballero dispuso la liberación del Gobernador antes de que 200 soldados fieles al presidente García-Menocal y encabezados por el comandante Lezama Rodda, padre del poeta, asaltaran el lugar y pusieran en fuga a los alzados.

            Con Anaís Culmell, Bernabé tuvo siete hijos, entre ellos, Eduardo, el primo predilecto de la escritora. Bernabé, otro de sus hijos, llegó a ser senador de la República y disfrutó de tantas “botellas” (sinecuras) que despertaba la envidia de otros políticos inescrupulosos. Otro, llamado Thorwald, como el abuelo, se casó con Ernestina Sarrá, del clan farmacéutico de ese nombre.

            Faltaría hablar ahora sobre el padre de Anaís Nin, que luego de recorrer medio mundo sentó otra vez sus reales en La Habana, donde murió, y acerca de Joaquín, el hermano de la escritora y pianista como el padre,  que vivió una larga temporada  en Cuba y demostró su raro virtuosismo en los célebres conciertos que ofreció aquí en 1944. Los pasaremos por alto en este momento. De todas formas, esta no es más que una investigación que comienza y de la que seguiremos dando cuentas al lector.

 

Pintor de la cubanía

Pintor de la cubanía

Ciro Bianchi Ross

Tenía, decía él de sí mismo, algo de salvaje y algo de cartesiano. Hizo rigurosos estudios académicos, aprendizaje que plasmó en no pocos cuadros, y ya en Europa, y entusiasmado con la vanguardia, se acercó al cubismo de la época negra de Picasso. Trascendental  resultaría su relación personal  con el autor de Guernica y sus acercamientos al arte negro africano. Pero en sentido inverso al de Picasso, el cubano Wifredo Lam asimiló el arte europeo a partir de las maravillas primitivas que llevaba desde su país. Con ese bagaje, cuando los alemanes ocupan la capital francesa,  regresa a Cuba para reencontrarse  con las “vibraciones de la africanía” e iniciar entonces su etapa más fecunda y definitiva en la que, lejos del cubismo, pero sin desdeñar sus ganancias,  se empeña en dar una visión propia del mestizaje cubano. Una pintura sacromágica.  Telas surgidas agresivamente de la tierra, en las que los espíritus apresados buscan  furiosos la materia para manifestarse y a los que obligó a revelar su secreto.

            La vida de Lam daría pie para una novela. Nació en 1902, en Sagua la Grande, en el norte de la región central de la Isla. Hijo de chino y mulata. Su tatarabuelo negro  ganó el sobrenombre de Mano Cortada debido a la mutilación que sufrió cuando dio muerte a un blanco que quería despojarlo de lo suyo. Su primera esposa y el hijo que tuvo con ella mueren  de hambre en España, en los días de la Guerra Civil. Entonces trabaja allí en una fábrica de explosivos. Un día decide visitar a Picasso. El malagueño lo recibe en el cuarto de baño, sumergido en la tina. Se cubre luego con una  toalla enorme  y en ese atuendo aprecia los cuadros que el cubano lleva como muestra de su trabajo. “Tú eres un pintor”, le dice Picasso y decide promocionarlo. Viene la Guerra Mundial. Su segunda esposa, una alemana,  es apresada por los nazis: la acusan de haber degradado  la raza aria al casarse con un mestizo y disponen su internamiento  en un campo de concentración. Amigos franceses logran liberarla y el matrimonio escapa a Marsella como primera escala de su viaje a América. Una noche, ya en La Habana, lo visita Igor Stravinsky.  La conversación es amena e interesante, pero el pintor desea que el compositor acabe de marcharse. Miraba con insistencia el techo de la sala donde platicaban y se decía: Se va a caer, se va caer… Stravinsky se retiró sin percance alguno. Pero esa noche el techo de aquella sala se vino abajo.

            Su viaje a Haití sería decisivo en su obra. En efecto, señala la crítica, resulta imposible el análisis de la simbología de Lam sin aludir al vodú haitiano, la santería afrocubana, el ñañiguismo habanero, los tambores y maracas de los negros, los látigos y cepos de la esclavitud. De niño y adolescente, el pintor vivió inmerso en los cultos sincréticos cubanos y en la práctica del espiritismo que animaban a  sus mayores. Desde la más tierna infancia, afirmó en una ocasión,  había vivido  la zozobra “de no ser sino una cosa entre las cosas, una presencia muda frente a objetos sin nombre”.

            Sus estancias en Nueva York influyen poderosamente en el movimiento del expresionismo abstracto (Gorky, Pollock, Kooning…)  En México, alterna con Diego Rivera. Recorre la meseta de Auyan-Tepui y el Salto del Ángel, en Venezuela, y en Colombia, el Paso del Águila… En 1956 se establece en Europa, pero el triunfo de la Revolución Cubana le impone regresos periódicos y largos a su tierra. Muere en 1982. Pidió que una porción de sus cenizas se trajeran a Cuba. Uno de sus grandes cuadros, La jungla (1942) cima, para muchos, de la pintura del III Mundo, se exhibe de manera permanente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Otra de sus piezas capitales, La silla, está en el Museo Nacional de Bellas Artes, de La Habana.

            Vivió en la encrucijada de varias culturas, pero no fue el suyo un arte ecléctico ni de un arcaísmo imitativo de lo negro, sino una conjugación de corrientes que en él se fundieron.  Entregó, con su obra, una dimensión de la identidad cubana. Lo hizo con un lenguaje específico, con una profundidad poco lograda hasta entonces,  y develó así el mundo que quiso apresar. Fue, salvaje y cartesiano, un pintor de la cubanía.

           

             

 

             

 

La gota de oro de la décima cubana

La gota de oro de la décima cubana

Ciro Bianchi Ross

 

Si en la poesía del siglo XIX cubano, Manzano es el esclavo y Heredia, el desterrado, Mendive, el maestro, Milanés, el loco y Zenea, el mártir, Juan Cristóbal Nápoles  Fajardo es el desaparecido. En 1862, el hombre que había hecho célebre el seudónimo de El Cucalambé y que gozaba ya de una popularidad enorme por sus versos, desapareció para siempre, sin dejar rastro,  y hasta hoy llegan las conjeturas sobre su desaparición. Tenía 33 años de edad entonces.

            Pasó su infancia en la hacienda paterna, en las cercanías de la ciudad de Las Tunas, en la porción oriental del país, y se sintió identificado con el ambiente rural, que llevó a sus versos. Un abuelo sacerdote le enseñó latín, lo introdujo en la lectura de Virgilio y Horacio y lo hizo conocer bien a poetas españoles como Garcilaso y Villegas. Sin embargo, su cultura literaria no impidió que Nápoles Fajardo adoptara en su poesía la expresión común de los campesinos cubanos. Una parte de su obra clasifica dentro de lo que en nuestra literatura se llamó el ciboneyismo, con la evocación ingenua y sencilla de los aborígenes de la Isla. La otra, que escribió casi siempre en décimas, se inserta en el criollismo y pinta las costumbres de los habitantes de nuestros campos. Es esta la parte más trascendente de su quehacer literario. No solo logró en ella el trasunto del color local, sino que consustanció anhelos y sentimientos del guajiro cubano. De ahí la nunca agotada popularidad de sus versos, que muchos memorizan de tanto que los oyeron repetir, sin haberlos leído nunca y a veces sin poder precisar siquiera quién los escribió. 

            Por la orilla floreciente / que baña el río de Yara, / donde dulce, fresca y clara / se desliza la corriente, / donde brilla el sol ardiente / de nuestra abrasada zona, / y un cielo hermoso corona / la selva, el monte y el prado/ iba un guajiro montado / sobre una yegua trotona.

            Más que a la letra, la poesía de El Cucalambé se liga a la voz. A diferencia de otras naciones hispanoamericanas en las que el romance fue el metro popular por excelencia, el cubano se decidió por la décima. Sin ella, casi siempre improvisaba de repente, recitada o cantada al compás de una guitarra, se hace inconcebible en Cuba, incluso hoy, una fiesta campesina. Muchos poetas la cultivaron a lo largo del siglo XIX, pero no cuajó totalmente hasta la aparición de Nápoles Fajardo. Hasta entonces, dice Cintio Vitier, faltó algo más categórico y menos personal, un molde flexible que el pueblo adoptara como suyo, una destilación difícil y sin embargo sencilla, que se convirtiera en norma. Esa gota de oro fue la décima de El Cucalambé.

            Una expresión campechana y fina. Una adjetivación fresca y pura. La posesión indiscutida del paisaje como argumento primero y básico de la nacionalidad. Una intención patriótica soterrada. La  manera sutil de combatir por la independencia. Una formulación sentimental y rítmica que serviría al guajiro para el canto cotidiano y la controversia en el guateque… Todo eso lo debemos a El Cucalambé, asegura Vitier, y hoy, cuando leemos o escuchamos a  verdaderos maestros de la poesía popular asistimos al triunfo de una tradición que atravesó treinta años de guerra contra España con la palabra de Cuba apoyada en la guitarra. No es de extrañar entonces que desde hace más de dos décadas se celebre en la finca del poeta, en Las Tunas, la Jornada Cucalambeana y el Festival Iberoamericano de la Décima, fiesta de la cultura campesina que congrega cada año  a especialistas y curiosos de muchas partes del mundo.

            Entre 1848 y 1852 participó el poeta en varias conspiraciones contra España. Luego contrajo matrimonio,  tuvo dos hijos y en la ciudad de Santiago de Cuba aceptó un puesto en la administración colonial. La vida parecía sonreírle, pero, recio y altivo como era,  le molestaban las críticas de sus antiguos compañeros que le reprochaban el haberle admitido empleo al gobierno. La primera guerra de independencia no tardaría en estallar con todas sus tempestades y El Cucalambé vivía sin duda su propia tempestad interna. Aunque algunos afirman que tal vez el elemento español más recalcitrante se lo quitó del medio, asesinándolo, la hipótesis más aceptada es la del suicidio. Publicó un solo libro, Rumores del Hórmigo. No llegó a la posteridad ninguno de sus retratos. Poco importa ya porque, al decir de Cintio Vitier, su auténtico rostro se dibuja en la gota de oro de la décima que acuñó como moneda nacional.

           

           

           

Otra visita a Dulce María Loynaz

Otra visita a Dulce María Loynaz

Ciro Bianchi Ross

  

La obra de Dulce María Loynaz desarma a la crítica y seduce a públicos cada vez más diversos y numerosos. Es el suyo un mundo real y estilizado a la vez. El amor está presente en sus páginas, y también lo están Cuba y un vasto mundo de seres poéticamente reales, como “la mujer estéril”, que halla en Dulce María un canto digno de su angustia.

En sus poemas iniciales parece advertirse la huella de Juan Ramón Jiménez y de Tagore, pero ella fue haciendo un  verso cada vez más suyo hasta llegar a la sencillez y  perfección de Poemas sin nombre (1953). Otros poemarios que dio a conocer  son Juegos de agua (1947) Carta de amor a Tut-Ank-Amen (1953) Últimos días de una casa (1958) Poemas náufragos (199l) Bestiarium y La novia de Lázaro (ambos de1993). En 1955 publicó en Madrid, su Obra lírica, y hay ediciones cubanas de sus obras completas.

            Se evidencian vasos comunicantes entre la poesía de la Loynaz y Jardín (1951)  su “novela lírica”, expresión del rico mundo real e imaginario de Bárbara, la protagonista. Un verano en Tenerife (1958)  conjuga felizmente descripción y narración, fantasía y lirismo, mientras  que con Fe de vida (1995) evocación del que fuera su esposo, Pablo Alvarez de Cañas, la autora, de algún modo, adelantó sus memorias que nunca llegó a escribir.

            Volví en estos días a la casa donde, en la barriada habanera del Vedado,  vivieron Dulce y Pablo, y en la que radica el centro cultural que lleva el nombre de la escritora y que se ocupa de coordinar la promoción literaria en el país. Estuve por primera vez allí en 1980. Se decía entonces, y no era del todo infundado, que la Loynaz, que cuando estaba casada con Álvarez de Cañas, bien pagado  cronista social del periódico El País, ofrecía allí recepciones hasta para mil personas, no recibía ya ni concedía entrevistas porque se había enterrado en vida. Aun así, la llamé por teléfono y me recibió en la tarde siguiente. Me dijo: Joven, usted que vive en el mundo, cuénteme qué pasa fuera. Yo acopiaba entonces información para mi libro sobre los días cubanos de García Lorca y le pedí que me contara sobre lo cierto y lo falso en su relación con el poeta andaluz. Lo hizo con lujo de detalles. Creo que fui el primer periodista cubano que la entrevistó después de 1959.  

 Me habló mucho sobre Pablo, de quien llegaron a comentarse  romances reales o supuestos con una ex Primera Dama de la República y con una de las figuras más conspicuas de la aristocracia cubana. Dulce María ignoraba lo que hubo de cierto en esos amores; sí que Pablo, que no contaba con el favor de la familia de la escritora,  pasó 26 años  pretendiéndola sin desmayos  hasta que logró que  lo aceptara cuando ella tenía ya 44. Era un hombre con suerte, me dijo. No fumaba, y los fabricantes de puros lo hicieron promotor internacional de los habanos; no sabía una palabra de inglés y se le confiaban campañas publicitarias en Estados Unidos, y en cuanto a escribir… jamás lo vi escribir una línea. Sus asistentes  le escribían las  crónicas, y él fijaba la precedencia  de los invitados a un acto, distribuía y calibraba los adjetivos… En 1999 se publicó en Canarias el álbum de boda de Dulce y Pablo; una joya bibliográfica.  

En la entrada principal, a ambos lados del vestíbulo, están los salones Dorado y Colonial, ambientados, al igual que la capilla, como cuando Dulce María era dueña y señora de la casa. Se muestran en esos tres aposentos más de 200 objetos que le pertenecieron, entre ellos, la muy valiosa colección de abanicos de la escritora. En ese vestíbulo, próxima a la puerta entreabierta, ya en sus últimos años, se sentaba  a partir de las cinco de la tarde en medio de una soledad de muerte en espera de un visitante ocasional que a veces no llegaba hasta el día en que el recinto comenzó a llenarse de admiradores que querían además ser sus amigos.

Dulce María Loynaz nació en La Habana, en 1902. Su padre, Enrique Loynaz del Castillo, fue general de la  Guerra de Independencia (1895-98). Por la línea materna descendía de una de las familias más acaudaladas de Cuba en el siglo XIX, los Muñoz Sañudo. Sus abuelos fueron muertos a hachazos por un hombre que penetró en su casa con el propósito de robarles;  uno de los crímenes más sonados de la etapa colonial y que quedó sin esclarecer.  Presidió la Academia Cubana de la Lengua y mereció el Premio Nacional de Literatura en 1987. Cinco años después se le confirió el Premio Miguel de Cervantes, el más importante que se concede a un escritor iberoamericano, y lo recibió, ya en sillas de ruedas, de manos del rey Juan Carlos de España,  en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Murió en La Habana en 1997.

  

Soledad y pasión de René Portocarrero

Soledad y pasión de René Portocarrero

Ciro Bianchi Ross

 

 

René Portocarrero no tuvo nunca una idea preconcebida al enfrentarse a una tela en blanco. Sorprendido siempre por las formas y la composición, su pintura surgía espontáneamente, como una planta, en un juego dramático que entrecruzaba formas y colores. Trabajaba todos los días y gustaba hacer suya la famosa frase de Picasso: “No busco, encuentro”. Pero tenía jornadas en las que no encontraba nada y otras en las que encontraba tres veces. Solía enamorarse de un tema y adentrarse en él hasta agotar todas sus posibilidades. Así surgieron figuras de carnaval, diablitos, santos populares, paisajes de La Habana, catedrales, plazas, mariposas, mujeres…  expresados con un sentimiento total y dentro de una universalización de las formas.

            -Quizás donde mejor pueda apreciarse esto es en la ornamentación de la colección de Carnavales. Hay quienes han señalado en ella las influencias más diversas, desde las hindúes hasta la de los aborígenes americanos, sin olvidar las de varios folclores del mundo. Mis Carnavales son un homenaje a toda la pintura… No sé si eso de las influencias será cierto o no. Lo que sí es cierto es que mi capacidad de aprehender es muy intensa. Nunca me es ajena una manifestación artística genuina.

            Esa fue la  respuesta del artista cuando, en 1978, le pedí que caracterizara su pintura. Prefería no hacerlo de otra forma  que mediante la demostración de su propia capacidad plástica.  Por eso, más que barroca, deseaba que su pintura fuera, sencillamente, pintura. Sin adjetivos.

            Mucho se ha hablado de lo barroco en la obra de Portocarrero. En ella había logrado atrapar, decía Carpentier, el barroquismo generalizado, viviente y parlero de La Habana y los habaneros. Y es aplicable a ella el concepto de barroco como un arte de la contraconquista americana, que señaló Lezama Lima. Barroco americano con su tensión y plutonismo de estilo plenario que abarca formas de vida y sentimiento.

            Pero si aplicamos a esta obra el marbete de barroca, dónde encaja entonces todo “lo otro” que hay en ella, dónde quedan la línea nórdica, lo monstruoso románico, el hieratismo indoamericano, el romanticismo criollo, la rigidez bizantina, lo depurado gótico, la asepsia novecentista… asimilados por un pintor que supo apresar las más recónditas  esencias cubanas. El crítico Guy Pérez Cisneros habló, en 1944, de “lo atlántico” en Portocarrero. Quizás sea ese el término, ambiguo y preciso a la vez,  que mejor abarque y defina la obra del pintor cubano. “Cruce de Churriguera y de Ingres en el que a veces vence Churriguera. Atlántico que lo destiñe todo. Atlántico teñido de barroco español, iluminado a la vez por una luceta de medio punto románico y por el puro esplendor del Malecón en mediodía”.

            Más que de etapas, en su pintura debe hablarse de temas, expresados en una mágica continuación.

            -Eso lo ha señalado más de un crítico. En mi obra hay continuación, no ruptura. Puede resumirse en un solo cuadro y obedece a una misma mano a pesar de que creo que mi pintura tiene todos los estilos y ningún estilo, o un estilo que es una forma de cambio. Es un poco como La Habana, que no tiene estilo arquitectónico definido y en la que caben todos los estilos.

            Ante un paisaje de La Habana pintado por Portocarrero, la narradora francesa Marguerite Duras dijo al artista que había reproducido muy bien a Estambul. Ella tenía razón, comentaría después el pintor, porque Estambul es una ciudad que estuvo siempre en su imaginación. Pero aquel paisaje era también el de La Habana, lo que el paisaje habanero tiene de universal.

            En esta ciudad nació Portocarrero, en 1912. Desde muy pequeño se sintió atraído por los vitrales de las casas coloniales cubanas, y poco después pintaba ya en grandes telas y con colores de aceite, sin haber recibido predicaciones de nadie porque “el pintor siempre sabe lo que tiene que hacer”. En cierta ocasión el pequeño René vio por una puerta entreabierta a una hermosa y elegante  mujer que, mientras conversaba con su padre, se iba despojando de todas sus joyas, que depositaba sobre la mesa del despacho. Aquella dama había asesinado a su esposo y quería que el doctor Portocarrero asumiera su defensa. No podría el abogado librarla de la cárcel, pero muchos años después el niño aquel la inmortalizaría en sus Floras.

Su pintura auténticamente cubana se inicia, a comienzos de la década de los 40, con “Mujer sentada” y “Casa en Viñales”, y a esos años  corresponden asimismo sus “Interiores del Cerro”, piezas buscadas con afán por los coleccionistas.  A partir de ahí pintaría en la soledad y en la pasión.  En 1944 realiza su primera exposición personal: 140 cuadros que chorrearon su luz espesa, su densa policromía dorada en uno de los salones de la universidad habanera, y al año siguiente expone por primera vez en Nueva York, cuando Chagall, Guggenheim, Dalí y Bretón instaron a Leyy a que lo presentara en su prestigiosa galería. En 1955 publica Las máscaras, cuaderno con doce dibujos y un epílogo. Y en 1960 da a conocer  El sueño, poema que había escrito con dibujos y palabras el 1 de septiembre de 1939, el mismo día en que se desencadenó la segunda guerra mundial. Hay una fecha más en la obra de Portocarrero: 1959. “La Revolución, me dijo, impulsa toda mi obra”.

            No resultaba fácil conversar con René Portocarrero, a quien, de tan callado, apodaron en una época, “el mudo”. Lograr el acceso a su casa era todo un ritual. Un ojo asomaba por la mirilla de la puerta al reclamo del timbre. El ojo desaparecía y minutos después, allí estaba el ojo otra vez. Era otro ojo. Portocarrero había sido el primero en mirar, pero no  abría la puerta si Raúl Milián, con quien formaba pareja desde fines de los años 30, no daba su consentimiento. Milián era  quien, de inicio,  hacía los honores al visitante hasta que, sin despedirse, se retiraba a una habitación y desde ella, sin reparo alguno,  escuchaba la conversación y seguía los pormenores de la visita. Sus celos irracionales  eran también de índole profesional  pues,  excelente pintor él mismo, vivió siempre supeditado a la fama de su amigo. Eso acrecentaba las discusiones inevitables en toda pareja; discordia   que  llegaba a veces a la agresión física cuando René golpeaba a Raúl con una espátula y este devolvía el golpe con un pisapapel o un tintero. Pronto retornaba la calma, sin embargo, al ensimismarse Milián  en su Kierkegaar y replegarse Portocarrero  en la pintura.  A veces Milián amenazaba con lanzarse al vacío desde la terraza  y, por teléfono, movilizaba a media Habana para que corriera a evitarlo hasta que,  entrados ya  los años 80, se suicidó de verdad.  Creo que, pese a todo, le caí bien. De otra forma no hubiera consentido que Portocarrero me obsequiara una Flora bellísima y  una buena cantidad de dibujos que me dedicó  con su letra redonda y amuchachada.

            Portocarrero, desgastado por el alcohol y disminuido por el cigarrillo, apenas  sobrevivió a Milián. Murió en 1985  a consecuencia de un accidente doméstico. En la sala de cuidados intensivos donde lo recluyeron, los médicos, para calmarle sus crisis de delirio, consintieron en administrarle por vasos media botella de ron diaria.   Piezas suyas se han cotizado en más de un cuarto de millón de dólares.  Decía:

            -Como pintor dispongo de un mundo que me es afín. Un mundo que fluye desde la niñez. Un mundo que ciñe y ordena. Ese mundo es Cuba. Es su paisaje y sus pueblos y ciudades. Es el gran colorido de sus fiestas. Son sus santos insistentes que afirman un no sé qué de coraje ancestral en nuestra isla. Es la extraordinaria varonía de nuestro pueblo a través de la historia sucesiva. Y es también el señorío de su vegetación bajo un sol radiante. Todos esos sentimientos me asisten cuando pinto.

           

           

  

Pablo Neruda en la Habana

Pablo Neruda en la Habana

Ciro Bianchi Ross

 En una carta que el 29 de julio de 1940 Delia del Carril –esposa entonces de Pablo Neruda- dirigió al ensayista cubano Juan Marinello, le dice que las circunstancias había desbaratado a Pablo “el plan de pasar por La Habana”, aunque “de todas formas tiene el firme propósito de ir”. El matrimonio viajaba hacia México, donde el poeta asumiría el cargo de Cónsul General de Chile y una vez en ese puesto, escribe Delia, le resultaría muy difícil viajar sin un motivo plausible. Es por eso que pide a Marinello que los amigos cubanos se acercaran al subsecretario de Relaciones Exteriores chileno, a la sazón en la capital de la Isla, o al embajador de ese país “y le hagan saber vuestro deseo de que Pablo os haga una visita”. Añade que el poeta “está adelantando bastante su Canto general y que no te escribe personalmente y me ha dejado a mí ese placer” porque “tiene que mandar una serie de cartas imprescindibles a Chile, latosas y desagradables” y aprovechará –la pareja viajaba en barco- el correo aéreo de Lima.

            Esa carta manuscrita, que obra en los fondos de la Biblioteca Nacional de La Habana y cuya lectura resulta difícil, sobre todo la cuartilla inicial, por lo desvaído de la tinta, lleva una posdata del propio Neruda. “Me muero de ganas de ir a Cuba”, dice a Marinello, y pide que en su nombre salude a Wenceslao Roces, traductor de Marx al español, al poeta español  Manuel Altolaguirre, a los cubanos  Nicolás Guillén,  Francisco y  Félix Pita Rodríguez y  Emilio Ballagas. Añade enseguida: “Y en particular a toda La Habana menos al viejo cabrón de Juan Ramón Jiménez”.

ANTERIOR, TURBULENTO, CERRADO, SOMBRÍO

Existía entre Neruda y Juan Ramón una vieja rencilla que el tiempo había recrudecido. Las desavenencias entre el chileno y el autor de Platero, a quien Neruda suponía todavía en La Habana, venían de atrás. Si Juan Ramón toleraba Veinte poemas de amor, quizás porque en los textos que lo conforman creyó descubrir su influencia, no toleraba ese otro gran libro de Neruda que es Residencia en la tierra. Para remate, el poeta de Moguer se hacía eco de la acusación de plagio que cierta vez se formuló contra Neruda: uno de los Veinte poemas… -el 16-, se decía, tenía un parecido sospechoso con “El jardinero”, de Tagore –escritor hindú que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1913- traducido al español por la esposa de Juan Ramón.

            A partir de ahí la polémica se agrió y la artillería gruesa y el fuego graneado del autor de Diario de un poeta recién casado hicieron blanco no solo en Neruda, sino en otros escritores latinoamericanos y españoles. Hasta García Lorca cogió su ramalazo. Decía Juan Ramón después del estreno de Mariana Pineda: “¡Lorca! ¡Pobre Lorca! ¡Está perdido!”. Y de Bodas de sangre, obra que aseguraba no haber visto, afirmaba que no pasaba ser cosa de zarzuela.

            Pero sería precisamente en La Habana –vivió aquí desde noviembre de 1936 hasta enero de 1939- donde “el andaluz universal” concebiría y escribiría su gran ataque a Neruda. Lo llamó “un gran mal poeta, un gran poeta de la desorganización… torpe traductor de sí mismo y de los demás, un pobre explotador de sus filones propios y ajenos, que a veces confunde el original con la traducción. Un abundante descuidado escritor realista de desorbitado romanticismo”.

            Estos antecedentes son los que motivaron la expresión de Neruda sobre Juan Ramón en su carta a Marinello. “Choque de dos poesías, de dos filosofías, de dos generaciones, de dos personalidades… de dos continentes”, apunta Volodia Teitelboim en su biografía del poeta chileno.

            Pasó el tiempo. La estancia en América, que tanto influyó en su poesía, hizo nacer en Juan Ramón otra manera de ver las cosas de nuestro continente y de su propia España, y en 1942 publicó en la revista Repertorio Americano, de San José de Costa Rica,  su “Carta abierta a Pablo Neruda”. Ofrecía en ella su nueva visión de la poesía del chileno, aunque advertía, de entrada, que nunca retiraba una opinión anterior, sino que la modificaba. Decía: “[…] Es evidente ahora para mí que usted expresa con tanteo exuberante una poesía hispanoamericana general auténtica, con toda la revolución natural y la metamorfosis de vida y muerte de este continente […] Y el amontonamiento caótico es anterior al necesario despejo definitivo, lo prehistórico a lo poshistórico, la  sombra turbulenta y cerrada a la abierta luz mejor. Usted es anterior, prehistórico y turbulento, cerrado y sombrío […]”

            Neruda no fue insensible a esa manera juanramoniana de ver su poesía y escribió al andaluz “la profunda emoción con que leí sus líneas, que con su sinceridad agrandan la admiración que por su obra he sentido durante toda mi vida”.

EN CUBA

 

Precisamente en ese año de 1942 estaba Pablo Neruda en La Habana por primera vez. El gran poeta comunista había sido invitado a venir a la Isla por un escritor católico, José María Chacón y Calvo, entonces al frente de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. En la Academia Nacional de Artes y Letras dictó varias conferencias –dos de ellas sobre Francisco de Quevedo- y evocó, dice Teitelboim, “por primera vez en América al Correo Mayor de Su Majestad, don Juan de Tassis, conde de Villamediana, el enamorado de la Reina, que un día incendia las cortinas del escenario de Palacio a fin de tener pretexto para huir con la alta amada prohibida en brazos”.

Testigo de excepción de aquellas conferencias es la poeta Fina García Marruz, galardonada este año con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Aún recuerda aquella tarde de marzo de 1942 cuando lo escuchó recitar los sonetos de amor y de muerte de Quevedo Fue la única vez que vio en persona al gran poeta chileno y lo evoca ahora mientras recorría la sala de un extremo a otro y decía los versos de memoria, “sin aquella voz declamatoria que adquirió después y hemos escuchado por la televisión”. Neruda entonces, precisa, “aspiraba la última sílaba, pero mucho más débilmente que Gabriela Mistral”. Como toda su generación, Fina se entusiasmó con Veinte poemas de amor y una canción desesperada, “un clásico del romanticismo americano, que no era de escuela, sino de esencias” porque “venía del romanticismo libertario”. Y leyó con gusto otros poemarios de Neruda como Crepusculario y Tentativa del hombre infinito, pero sobre todo Residencia en la tierra, libro focal en  la poesía  del continente.

            Volvió Neruda en 1949 ó 1950 por unas pocas horas. Regresaba a México procedente de Europa –había asistido a un congreso por la paz en París y a los festejos por el sesquicentenario de Puccini, en Moscú- y el avión en que viajaba hizo escala en La Habana a causa de una falla técnica. Perseguido en Chile después de la traición del presidente González Videla al Frente Popular, el entonces senador Pablo Neruda era “el poeta errante”, como le llamó el periodista Enrique de la Osa en una nota que publicó en la sección “En Cuba”, de la revista Bohemia.

            Cuando regresó a La Habana por última vez, a fines de 1960, traía Neruda los poemas de Canción de gesta, el primer libro –se ufanaba por ello- “que un poeta en cualquier parte del mundo hubiera dedicado a la Revolución Cubana”. Un poemario que se cierra con una “Meditación sobre la Sierra Maestra” que es también suma y compendio de la vida del poeta en esa hora auroral. En esa visita, en la Plaza de la Revolución, ante un millón de personas, leyó el chileno, con su entonación peculiar, su  canto “A Fidel Castro”.

            Su amor a la Revolución Cubana, su fidelidad, no se enturbiaron por aquellos “dolorosos malentendidos” de 1966 cuando escritores cubanos, en carta abierta, enjuiciaron “su actividad poética, social y revolucionaria”, según comentó el propio Neruda. El poeta, ofendido, respondió con acritud. Sin embargo, el incidente no hizo que decayeran sus simpatías hacia Cuba y su Revolución. Lo dice explícitamente en Confieso que he vivido, su libro de memorias: “Un punto negro, un pequeño punto negro dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande. He seguido cantando, amando y respetando la Revolución Cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas”.

Zayas

Zayas  Ciro Bianchi Ross 

Alfredo Zayas y Alfonso fue en la política cubana el eterno aspirante.En 1906 se vio obligado a sacrificar sus ansias presidenciales y lo mismo sucedería en las elecciones de 1908, cuando tuvo que conformarse con la vicepresidencia. No quedó otro remedio a los liberales que llevarlo de candidato en las elecciones del 12, pero el presidente José Miguel Gómez, su eterno rival pese a que militaban en el mismo partido, propició el triunfo del conservador Mario García Menocal con tal de no entregarle el poder a su correligionario. En 1916 Zayas ganó por amplio margen las elecciones, pero le dieron la brava y Menocal se reeligió de modo fraudulento. En 1921, al fin, llegó a la presidencia de la nación, aunque para ello tuvo que aliarse al propio Menocal a quien prometió traspasar la primera magistratura en 1925. Llegada esa hora, sin embargo, Zayas quiso reelegirse y no pudo porque Menocal le ganó la asamblea postulatoria. Pactó entonces para entregarle a Gerardo Machado a cambio de cinco millones de pesos que cobró religiosamente de los fondos de la Lotería Nacional. Se dice que Menocal visitó a Zayas en esos días para quejerse del despojo del que lo hizo víctima, y que Zayas, recordando el bravazo de 1916, comentó: "!Y como duele eso!" Al doctor Alfredo Zayas y Alfonso le apodaban El Chino. Tenía ciertamente una paciencia asiática y su flema era única y desconcertante. Le llamaron también El Pesetero; con tal de coger, se conformaba con cualquier cosa. Antes de salir del poder se hizo erigir una estatua frente al Palacio Presidencial. Se le veía en ella de pie, tenía la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta y con la otra señalaba hacia la mansión del ejecutivo como diciendo: Lo que tengo aquí me lo robé de allí.

 

BANQUETE DE LA VICTORIA

 Era, desde antes de 1902, un "presidenciable". El Partido Liberal nació en 1905 como fruto de la fusión de la fracción minoritaria de liberales nacionales, que encabezaba Zayas, y los liberales republicanos de José Miguel, y a partir de ahí los militantes de esa organización política se dividieron en zayistas y miguelistas. Con el recién creado partido se aprestaron a concurrir a los comicios de 1906 frente a los empeños reeleccionistas del presidente Estrada Palma por el Partido Moderado, que no tenía nada de tal y que con sus atropellos y desmanes los obligó a ir al retraimiento.El ticket Gómez ( Presidente) – Zayas (Vice) volvió a repetirse en las elecciones de 1908. El general independentista Eusebio Hernández era el candidato de los miguelistas para la vicepresidencia, pero renunció a la postulación porque Zayas exigió para sí ese cargo cuando supo que no se le postularía a la presidencia. No se conformó con eso y pidió también para los suyos las mejores carteras del proyectado gabinete y numerosas actas senatoriales y de representantes. Ambas fracciones designaron a sus comisionados para que hicieran los ajustes finales y llegaran a acuerdos sobre los cargos que corresponderían a cada uno de los dos grupos. Los comisionados miguelistas se quejaron ante su jefe. Djeron: General, es imposible; lo quieren todo. José Miguel preguntó si también querían la presidencia. No, eso no, respondieron. Y José Miguel con su guachinanguería habitual dijo entonces: Pues no se preocupen. Menos la presidencia, concédanles lo que quieran.

Zayas logró sus objetivos y las diferencias se ahondaron entre los dos políticos. Para celebrar el triunfo electoral los liberales celebraron el llamado banquete de la victoria. Después del café se repartieron entre los comensales aromosao tabacos que llevaban indistintamente en sus anillas la efigie del presidente electo y de su vice. José Miguel tomó uno que lucía la imagen de su compañero de boleta y mientras lo encendía comentó en tono mordaz: A Zayas yo le doy candela. Zayas no fumaba. Aun así tomó un tabaco que mostraba la faz del presidente y sentenció: A José Miguel me lo meto en el bolsillo. Y, en efecto, se guardó el habano.

 

LOS CUATRO GATOS

 Para las elecciones de 1920 Zayas fundó el Partido Popular, una organización minúscula y anémica que con el tiempo sería conocida como de los Cuatro Gatos, no se sabe si por lo exiguo de su membresía o porque a Zayas siendo ya Presidente le tocó el gordo de la Lotería con un billete que llevaba el número 4 444. Cuatro, para los que no lo saben o no lo recuerdan es gato en la charada. Con ese partido de bolsillo talló con Menocal a fin de agenciarse en las elecciones los recursos del poder y pasarle la cuenta a José Miguel que volvía a aspirar por los liberales.La coalición popular-conservadora se nombró Liga Nacional. Al sumarse a ella Menocal sacrificó a su íntimo Rafael Montalvo, que sería el aspirante de su partido y que desde entonces se convirtió en su encarnizado enemigo. Zayas concurriría a las urnas llevando al general Francisco Carrillo como vice, y José Miguel, a Manuel Arango, ejecutivo de la Cuban Cane Sugar Co. Los ligistas cantaban: "Zayas-Carrillo, el triunfo en el bolsillo". Y los liberales: "Gómez-Arango, les zumba el mango". Pero los cubanos más despiertos y avisados, desengañados ya de aquella política, cambiaban los versos y vociferaban: "Gómez-Arango, siempre robando" y "Zayas-Carrillo, el primero es un pillo", con lo que salvaban el prestigio del valeroso militar insurrecto.Los miguelistas confiaron en su triunfo, pero la alegría les duró poco. Si bien ganaron La Habana, desde el interior del país llegaban noticias alarmantes como esta que procedía de Calimete: "General José Miguel Gómez. Prado y Trocadero. Habana. Imposible seguir votando. A los 10 minutos de iniciada votación, liguistas entraron a tiros liberales". Al día siguiente ls prensa daba como seguro el triunfo de Zayas. Y José Miguel se iría a Washington a protestar. De allá, víctima de una pulmonía, regresaría a un ataúd de bronce.El gobierno de Zayas fue un desastre. Bajo su mandato tuvo lugar el famoso "chivo" del convento de Santa Clara que motivó la Protesta de los 13 cuando el ejecutivo abonó a una empresa particular dos millones y medio de pesos por un caserón que años antes la Iglesia había vendido en menos de la mitad. Zayas en lo personal se portó mal con amigos como Juan Gualberto Gómez que tanto lo ayudaron. Fue, sí, un gobernante astuto. Al ocurrir la insurrección del Movimiento de los Veteranos y Patriotas, capitaneada en Cienfuegos por el coronel Federico Laredo Bru, supo liquidarla sin que se hiciera un solo disparo; le bastó una bien abultada chequera. Debió soportar la misión injerencista del general norteamericano Enoch Crowler. Cuando este le impuso que nombrara un llamado "Gabinete de la Honradez" a fin de que Estados Unidos concediera a Cuba un empréstito por 48 millones de dólares, Zayas pareció plegarse a los dictados del procónsul, pero le zafó el cuerpo en cuanto mejoró el precio internacional del azúcar y pudo disponer de los fondos del propio empréstito. Entonces destituyó a los ministros impuestos y continuó su política de corrupción pública y de desorganización estatal. Bajo su gobierno se reconoció por parte de Estados Unidos la soberanía de Cuba sobre la Isla de Pinos, tema pendiente desde los días de la Enmienda Platt.Pasó el tiempo. Zayas quiso reelegirse y no pudo porque Menocal le ganó la postulación. Su compromiso político le exigía apoyarlo, pero decidió apoyar a Machado cuando Viriato Gutiérrez, en representación de Laureano Falla, el hombre más rico de la Cuba de entonces, le firmó los pagarés por cinco millones de pesos deducibles de la Renta de Lotería tan pronto Machado se instalara en el poder.Zayas entonces pasó a la vida privada.  Escribiría una historia de Cuba, para la que firmó contrato años antes  y por esa tarea recibía  del Estado un sueldecito de 500 pesos mensuales. Murió en 1934 en su casona de Línea e I, en el Vedado, y no parece que escribiera una sola línea.