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Curiosidad y lucidez de Graziella Pogolotti

Curiosidad y lucidez de Graziella Pogolotti

Ciro Bianchi Ross

 

Todos le llaman,  con cariño y respeto,  la doctora. Tiene una memoria prodigiosa y su lucidez es implacable. Lleva la frase oportuna a flor de labios y en una discusión aplaca los ánimos o reaviva el debate y luce la rara virtud de poner de acuerdo, con sabiduría y moderación,  a todos los interlocutores. Después de desempeñar durante diez años una de las vicepresidencias de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, tuvo la elegancia de apartarse cuando casi por unanimidad se insistía en que su nombre figurara de nuevo en las boletas electorales. Su libro inicial, Examen de conciencia (1965) confirmó la solidez de su información, la seriedad de su pensamiento y la responsabilidad de sus juicios. El más reciente, El ojo de Alejo (2007) propone una travesía ininterrumpida por la obra del autor de El siglo de las luces y propicia otras miradas a la creación carpenteriana, incluidos su periodismo y su ensayística. Por el conjunto de su obra, Graziella Pogolotti mereció en el 2005 el Premio Nacional de Literatura, y en esa misma fecha se hizo acreedora del Premio Nacional de la Enseñanza Artística, que reconoció su magisterio de toda la vida.

-En circunstancias diferentes, Fernando Ortiz y José Lezama Lima me recomendaron concentrarme en un área delimitada de estudios. De haber seguido ese consejo, tendría una obra más extensa. La curiosidad insaciable me ha impedido hacerlo. Asumí de buen grado las tareas sucesivas impuestas por las circunstancias. Me gusta establecer relaciones entre las distintas áreas del saber. Sin desdeñar la indispensable investigación erudita, la especialización excesiva me aterra –dice.

Nació en París, en 1932. La bella época quedaba cada vez más atrás y la palabra guerra comenzaba a cobrar un matiz real.  La pequeña Graziella andaba también con su máscara antigás en bandolera. Un día, en compañía de sus padres, cruza a pie la frontera con Italia. La familia prepara el viaje a América y lo hará en un barco lleno de emigrantes despavoridos. El arco reverberante del Malecón le anuncia que ha llegado a un mundo nuevo, y, enseguida, la bulla, el pregón de los vendedores ambulantes, la música y  las voces de la radio que atraviesan paredes y las conversaciones de balcón a balcón entre vecinas… un mar de voces sin palabras reconocibles para la niña, le confirman que está en La Habana. Al comienzo reprochará a sus padres el haberla sacado de su mundo europeo, pero con el tiempo el refugio se convierte en destino y, llegado el momento, renuncia a optar a la ciudadanía a la que tenía derecho por nacimiento. En 1952 se diplomará en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana y matriculará y concluirá los estudios de Periodismo. En 1959 es ya una de las jóvenes profesoras de la alta casa de estudios de donde egresara.

Su padre, el gran pintor cubano Marcelo Pogolotti, “autoritario, exuberante y conversador”, despertó en ella el espíritu crítico; la enseñó a pensar. La madre, una rusa que terminaría sus días como profesora de su idioma en la universidad habanera, la influyó sobre todo en el plano de los sentimientos, empeñada siempre en desentrañar el lado bueno de cada cual. Con su padre deberá Graziella, todavía niña,  hacer funciones de lazarillo; le describe situaciones, personas y obras de arte a fin de suplir con la palabra su carencia de visión. Eso le permitiría afinar su capacidad de observación y comienza a ver el mundo como un espectáculo. “Con semejante entrenamiento, dice, creció en mí una curiosidad ilimitada, de la que no he podido curarme”.

La desgracia la golpearía también a ella. A mediados de los 60 comienza a tener dificultades para leer,  resultan fallidas las intervenciones quirúrgicas a las que se somete y pierde visión progresivamente hasta que queda privada de ella de manera definitiva. Esa circunstancia adversa no la enajena de la vida. Aun así se va a las montañas del centro de la Isla cuando el grupo Escambray, dirigido entonces por el actor Sergio Corrieri, acometía su experiencia de teatro “nuevo”. La docencia la acostumbró a la expresión oral y el concurso generoso de varios colaboradores le permite “leer” y estar al día, asistir a exposiciones y actos culturales. “Lo importante es mantener nítidas las ideas centrales para que las palabras penetren a través de los intersticios”, afirma.  

Esas ideas centrales quedan en títulos como El camino de los maestros, El dulce oficio de leer y  Experiencia de la crítica, así como en sendas monografías sobre los pintores Portocarrero, Lam y Carlos Enríquez. Otra obra suya, Polémicas culturales de los 60, resulta fundamental para el estudio de esa década en Cuba. Ahora Graziella Pogolotti escribe sus memorias. Y lo hace en su vieja tipiadora de siempre porque no acaba de ponerse de acuerdo con las computadoras.

 

 

 

 

En la primera fila del documental

En la primera fila del documental

Ciro Bianchi Ross

 

 

Hay una crónica memorable del gran escritor cubano Onelio Jorge Cardoso. Corren los primeros tiempos de la Revolución, se ha construido en un llano de la Sierra Maestra una ciudad escolar y grupos de niños bajan de la montaña para ocupar sus aulas. Uno de esos grupos queda rezagado,  lo sorprende la noche en el camino y a medida que se acercan los niños que lo conforman van viendo desde arriba las luces del centro de estudios. Oye, dice un niño a otro, mira qué bajitas tiene las estrellas ese pueblo. Ninguno  había asistido  a una escuela. Ninguno conocía la luz eléctrica.

            Un pasaje tan emocionante y conmovedor como ese lograría el cineasta Octavio Cortázar cuando en un documental filmado en 1967 atrapó  las reacciones de niños y adultos –risas, asombro, llanto-  que, con la exhibición de una película de Chaplin, se enfrentaban por primera vez a la magia del cine. Comenzaba la humana experiencia del Cine Móvil, que llevó el cinematógrafo a lugares inextricables de la geografía cubana, donde tampoco llegaba la televisión, y Por primera vez, de Octavio Cortázar, devino un documental sencillamente clásico.

            Hoy no se puede hablar del documental en Cuba sin mencionar el nombre del también autor de Al sur del Maniadero,  Acerca de un personaje que unos llaman San Lázaro y otros Babalú, El programa del Moncada, ¿OVNIS en Cuba? Cincuenta años de misterio y Hablando del punto cubano, entre otros muchos títulos con los que se empeñó en dejar una memoria fílmica de la Revolución y el país. En sus más de setenta películas supo superar lo factual para legar un hecho artístico trabajado con agudeza y sensibilidad. Este año había vuelto a nominarse a Octavio Cortázar para el Premio Nacional de Cine. Su muerte repentina, a los 72 años de edad, lo privó de la posibilidad de merecer el galardón.

            Vivió para el cine, al que siempre consideró un arte maravilloso, y lo amó desde antes de que comenzara a expresarse en él, confesó en una entrevista. Se inició en la televisión y en el Instituto del Arte y de la Industria Cinematográficos trabajó como asistente de dirección de Tomás Gutiérrez Alea y el legendario Santiago Álvarez le confió la realización de algunos Noticieros ICAIC. Luego, en la Universidad Carolina de Praga,  estudió dirección cinematográfica.

            Incursionó Cortázar en la ficción. Su primera cinta en esta línea fue El brigadista (1977) que le valió el reconocimiento de la crítica y una larga cadena de premios en festivales internacionales. Un joven de procedencia urbana llega, en ese filme,  como maestro  alfabetizador a un poblado rural y no solo deberá adaptarse a un medio totalmente nuevo y desconocido para él, sino enfrentar la resistencia que, por su juventud,  le oponen los moradores de la zona. A ella siguieron Guardafronteras (1980)  y Derecho de asilo (1994). Guardafronteras, una de las películas más taquilleras del cine cubano –la vieron en su momento más de un millón y medio de personas- cuenta la historia de un grupo de jóvenes combatientes que reciben la misión de custodiar una estratégica isleta del archipiélago cubano. Su sargento, un veterano del Ejercito Rebelde al que apodan Pata Peluda, quiere hacer de ellos verdaderos soldados, lo que genera toda una serie de contradicciones. Derecho de asilo, inspirada en el relato homónimo de Alejo Carpentier y con Jorge Perugorría al frente de un elenco de actores cubanos de primer nivel, es una historia de astucias, pasiones e intrigas, en la que un hombre varía su destino al variar el destino de los demás.

            Mucho trabajó en el campo de la enseñanza. Estuvo Cortázar  entre los fundadores de la Escuela Internacional de Cine y TV, de San Antonio de los Baños, de la que seguía siendo profesor, e impartía clases asimismo en el Instituto Superior de Arte. Agudos y orientadores eran sus comentarios en el programa televisivo Cine documental, que condujo durante años.

            Su quehacer al frente de la productora de documentales Hurón Azul hizo cotidiana su presencia, durante los años más recientes,  en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Pese a lo apretado de su agenda, Cortázar parecía tener siempre a su disposición todo el tiempo del mundo para la conversación inteligente y el consejo oportuno. Yo debía entrevistarlo para el periódico Orbe  con el pretexto del venidero Festival Internacional de Documentales Santiago Álvarez in memoria. No pude hacerlo porque cuando lo procuré había salido ya rumbo a España, donde impartiría un curso sobre dirección de cine. Allí lo sorprendió la muerte. Un infarto cardíaco lo privó de la vida. Sus cenizas serán traídas a Cuba.  

            A mediados de los años 50, un grupo de jóvenes realizadores, entre los que figuraban Julio García Espinosa y Alfredo Guevara, se fue  a la Ciénaga de Zapata y filmó el documental El mégano, sobre la vida de los cenagueros. Mostraba una realidad tan inhumana, que la dictadura batistiana prohibió su exhibición. El nuevo cine cubano que, a partir de ahí, cobró vida en 1959, dio mucha importancia al cine documental. Octavio Cortázar, como uno de sus nombres más sólidos,  se insertó en lo fundamental en esa brecha y legó una obra sobre la que habrá que volver para seguir sabiendo cómo somos.

           

             

 

Lisandro: Lúcido, brillante, polémico

Lisandro: Lúcido, brillante, polémico

Ciro Bianchi Ross

El pasado 3 de enero falleció el escritor Lisandro Otero. Un libro de condolencias se abrió con motivo de su muerte en el Centro Dulce María Loynaz y en el momento de redactarse esta nota se anunciaba que sus cenizas se dispersarían en el jardín de la Basílica Menor de San Francisco de Asís, en La Habana Vieja, donde después habría un concierto en su honor, y que la UNEAC  evocaría su  quehacer literario en un acto solemne.

            Nuestra publicación prefiere, sin embargo, recordar a Lisandro como lo conocimos en vida: lúcido, brillante, polémico. Se vio inmerso en algunas de las mayores conmociones del siglo XX. Presenció la revolución argelina.  Estuvo en la guerra de Vietnam. Asistió a la revolución cultural china. Vivió en el Chile de Allende el proceso de la Unidad Popular. Vio cómo levantaron el muro de Berlín y cómo lo derribaron. Conoció el inicio de la perestroika en Rusia y siguió de cerca el despertar de África y su descolonización. En Cuba, en los días de la lucha contra la tiranía batistiana, custodió el archivo de Armando Hart y Haydée Santamaría, dirigentes del Movimiento 26 de Julio, y los movió y protegió  en sus días de clandestinaje absoluto; recaudó dinero para esa organización, participó en la Operación Fangio…hasta que el 1 de enero de 1959, ante las cámaras y micrófonos del canal 12 de la Televisión Nacional, rompió el protocolo informativo de las restantes emisoras, y llamó ladrón y asesino a Batista antes de dar paso a todo un desfile de jóvenes torturados que salían de las prisiones y de mujeres que clamaban por el paradero de sus hijos desaparecidos.

            Diría Lisandro en una entrevista: “No habría sido quien soy de no haber vivido esas experiencias que formaron o modificaron mi visión del mundo. Creo que aprendí a entender la caducidad de las instituciones humanas, la volatilidad del orden constituido, las posibilidades infinitas que encierra todo intento de cambiar la vida”.

            Nunca se libró de antagonistas animosos que juzgaron cada detalle de su existencia. Más que molestarle, sus “tiernos enemigos” le hicieron sentir que estaba vivo. Ocupó cargos de relevancia en instituciones culturales y la diplomacia. Pero no se consideró nunca un burócrata, sino un revolucionario que cumplía las misiones que se le asignaban. No fue un conformista sumiso, sino un hombre que, con expresión honesta y diáfana, vertió sus criterios sobre escollos que debían evadirse para que el proceso social continuara su rumbo con menos lastre.

            Mucho se ha hablado y se hablará acerca del novelista que acaba de fallecer. Una arista nada desdeñable de su quehacer corresponde al periodismo, que para él fue otra forma de asumir la literatura. Su libro Cuba ZDA marca un hito en el periodismo cubano de los 60, al igual que su labor al frente de la desaparecida revista Cuba, donde con su ejemplo y sus consejos formó a toda una pléyade de jóvenes profesionales que se encargarían  de difundir su legado. Un libro como Avisos de ocasión, compilación de crónicas escritas bajo la presión que exige el periodismo y que apareció con el sello de Ediciones Unión, es un gozo para la inteligencia y una fiesta para la palabra. La UNEAC, que lo tuvo entre sus miembros fundadores y cuya presidencia interina ocupó, tuvo el honor de nominarlo para el Premio de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro que mereció por el conjunto de su quehacer en ese campo.

            Seguirán ahora que ya no está, acaso con más ahínco, estudios y análisis sobre el autor que legó algunas de las obras capitales de nuestra literatura,  que exploró los entresijos más íntimos de la naturaleza humana y los avatares del ser frente a sí mismo y su destino. Nosotros, aun bajo el impacto de su muerte, evocamos al amigo desenfadado y cordial, al escritor lúcido, brillante y polémico que fue Lisandro Otero.  

             

           

           

          

Antonio, pintor de ciudades

Antonio, pintor de ciudades

Ciro Bianchi Ross

  

Antonio Díaz es el  pintor de una ciudad real e  imaginada al mismo tiempo,  intuida y, sin embargo,  conocida  hasta el detalle. Un artista que plasma en sus lienzos una ciudad inventada que siendo la suya es también  la ciudad colonial latinoamericana que cualquier habitante del continente puede reconocer e identificar como parte de sus vivencias.

Una muestra de su quehacer fue, en noviembre pasado, muy bien valorado en México, y hondo impacto causó otra exposición que, sin permitirse apenas reposo,  presentó en diciembre en La Habana, mientras que, en la misma fecha, en  Sancti Spíritus, en la región central de la Isla, se le rendía homenaje durante la celebración de la Semana de la Cultura,  y La Gaceta de Cuba, periódico de la Unión de Escritores y Artistas, incluía en su entrega más reciente  una larga entrevista con el pintor. Ahora  algunas de sus piezas se llevarán al proyecto Imagen Múltiple  para que sean  reproducidas y repetidas  en superficies tan diversas como tazas de café, cortinas de baño, paraguas, camisetas… 

            Nació en 1942,  en Sancti Spíritus, una tierra de paisajistas. Allí se cultivó un paisaje que se agotó en sí mismo y que Antonio, antiguo y contemporáneo a la vez, rescató desde otra perspectiva. En su pintura se  ve la ciudad desde arriba, primero en una visión panorámica, como un sereno mar color terroso,  luego en un tejado, después en una teja, a la que Antonio arranca todas sus posibilidades plásticas. La huella humana  se hace presente de alguna manera en esos paisajes y  bajo las  tejas se advierte al hombre con  sus fobias y  filias, sus convicciones, agonías, certezas y esperanzas.

            Los tejados, las arcadas y las puertas coloniales,  recurrentes en Antonio, hicieron  que alguna vez empezara a llamársele El Pintor de la Ciudad, y la frase se acuñó de tal manera que el Gobierno espirituano decidió otorgarle dicho título de manera oficial. Aunque gusta  que se le reconozca como tal, no se encasilla en dicho tema y son frecuentes asimismo en su pintura los paisajes rurales y marinos. De ahí que, sin desconocer la importancia de ese  sello personal, más que pintor de la ciudad o pintor de los tejados, como también se le llama, Antonio prefiera que se le vea como el paisajista en el sentido amplio de la palabra. Un pintor que ama el paisaje porque ama la vida. 

            Largo ha sido el camino que recorrió hasta hoy, desde que, siendo un  niño, solía extasiarse ante  las imágenes citadinas  y las erguidas palmas que sus coterráneos Fernández Morera y Mariano Tobeñas  solían apresar respectivamente  en sus pinturas. Bien pronto se percató de que para copiar la realidad,  tal como se ofrecía ante sus ojos,  estaba ya la cámara fotográfica, y que él, como artista, debía empeñarse en convertir la realidad en su realidad y hacer que el espectador de sus cuadros la viera como si existiera. Por ese camino, dice el crítico Manuel Echevarría, Antonio terminó entregando la ciudad otra, que siendo la nuestra, es tributo de su imaginación y sus vivencias, absolutamente original sin perder el sello de su autoctonía y genuina en su dimensión artística.

            Afincado en  su ciudad natal, anclado a ella,  permanece Antonio. Su intenso quehacer está plasmado en más de mil piezas. Obras suyas forman parte de colecciones públicas y privadas de Cuba, Estados Unidos, Portugal,  Rusia, Japón y Venezuela. El supuesto localismo de este espirituano irreductible se hace universal.

Piropos

Piropos

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Massaguer

 

 

Aún se discute si nació en Francia o en España, que es la creencia más generalizada, pero no hay duda de que el piropo arraigó en Cuba y se extendió aquí como la hierba.

Elogiar al paso  la belleza de una mujer,  hacerlo cara a cara, casi en su susurro, o decírselo solo con los ojos, nunca es pecado, y en verdad a veces es difícil  contenerse porque hay cubanas tan monumentales que bien merecerían que las declarasen patrimonios de la nación.

            El piropo, se dice, es un género literario popular que se aproxima al epigrama y al aforismo. Los hay ingeniosos, pícaros, originales y pueden exaltar la belleza de una mujer (y también de un hombre) o sintetizar el sentimiento que nos inspira, pero también celebrar la amistad. Requieren de imaginación; los animará una intención subyacente y se impone que sean breves a fin de que su destinataria (o destinatario) los capte y asimile al vuelo. Como cuando Ernest Hemingway recibió en Matanzas, la llamada Atenas de Cuba, la llave de la ciudad de manos de la poetisa Carilda Oliver Labra, y deslumbrado por aquella bellísima y provocativa mujer, entonces en la flor de su edad, le dijo: “Usted no necesitará de esa llavecita para abrirme el corazón”.

            Un buen piropo motiva, entusiasma, levanta el ánimo. Aunque en ocasiones diga lo contrario,  una mujer siempre lo agradece. Y más que la muchacha joven y linda, que, como un político en día de elecciones,  sale a la calle en busca de sufragios,  lo valora con más fuerza la mujer que va dejando de merecerlo.  La primera, porque lo considera un acto de justicia. La otra, porque le hace sentir que todavía es capaz de llamar la atención, atraer  miradas,  despertar deseos e  inflamar pasiones. “Señora, está usted como la historia: con muchas páginas, pero  siempre interesante”, dice un hombre joven a una mujer de buen ver pese a su edad. Y si esa mujer va en compañía de su hija, la lisonja puede alcanzar a ambas: “Parecen hermanitas…”  Lo que provoca la sonrisa de la niña y la satisfacción de la madre que ve desdibujarse los veinte años de diferencia que existen entre una y otra, mientras que un piropo como “Señora, vaya con Dios que yo me quedo con su hija”, pone distancia y marca la preferencia.  Un amigo de este escribidor, hombre inteligentísimo y calvo como una bala de cañón, mereció  en una ocasión este requiebro: “Oye, tu cabeza brilla tanto por fuera como por dentro”. Porque la acción de piropear no es privativa de los hombres. Piropean también las mujeres. Y no resulta extraño que  cada vez más ellas respondan al elogio que se les hace. “Pareces un trasatlántico”, dijo uno a una dama de senos como atornillados, piernas larguísimas  y opulentas caderas”. “Sí, ripostó ella, pero no tengo capitán”.

            Una mujer casada y aburrida de la larga vida en común quedó “muerta en la carretera” cuando un vecino mucho más joven  le espetó un día a la caída de la tarde: “Tírate, que yo te recojo”. Se “tiró” sin saber que minutos antes el mismo sujeto había endosado a otra vecina la frase no menos ocurrente de: “Si vende algo, yo soy el primero de la fila”. Que provocó esta respuesta: “Hay, pero no te toca”.

 No todos los piropos persiguen el fin de llegar a las  últimas consecuencias. Basta con que halaguen y despierten  simpatía. “Si parpadeo, me pierdo un instante de tu belleza”; “Si la belleza fuese pecado, tú estarías en el infierno”. Los hay culinarios: “Niña, si cocinas como caminas, me como hasta la cazuela”. Ecológicos: “Tantos años de ser jardinero y nunca vi una flor como tú”. De salud: “Quién fuera bizco para verte dos veces”; “Eres lo que me recetó el médico”; “Qué caramelo y yo con diabetes”.

 José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba, llevó de España a México,  en una libreta que conservó hasta el fin de su vida, una serie de frases que bien pasan por piropos: “Sería yo espejo para que siempre me mirases”; “Sería sandalia para que pisases a mí solo con tus pies”.  Porque, a veces sin saberlo, versos de grandes poetas se dicen en la calle como requiebros. Como este de Huidobro: “Muchacha, el mundo está amueblado por tus ojos”. O de Neruda: “Desnuda eres delgada como el trigo desnudo”. O el clásico de Juan Ramón Jiménez: “Ni la toques ya más; que así es la rosa”.

           

           

           

             

Días del perro

Días del perro

Ciro Bianchi Ross

 

El perro callejero cubano bien pudo ser el prototipo empleado por Walt Disney para desempeñar el protagonista masculino de La dama y el vagabundo porque, más que perro, el tipo es ligero y astuto como un lince: se las sabe todas. Es amante hasta las últimas consecuencias; se conoce de animales que han trepado paredes para satisfacer a la perra de sus sueños; es el que hace maromas para gestionar un pedazo de pan, el que sabe dónde cobijarse cuando llueve, hace frío o se dispone a robarle el frío a las estrellas para ganarle una noche más al calor… Ese es el perro que usted verá muy dispuesto, gallardo, por las calles de Cuba. Ahora bien, ¿cómo se llama?

Mientras los nombres de los niños se hacen en Cuba cada vez más complejos e impronunciables, las mascotas, en especial los perros, reciben nombres de personas. Lejos están los tiempos en que los falderos  se llamaban Pluto, Ríntin, Lobo o Manchi… A nadie llama ya la atención  que respondan por Dalí o Frida, Sandro o Loipa, Cintia, Mateo, Lola, Lucas, Samuel, Bruno o Tanya. Como  Napoleón y Josefina bautizó  a su pareja de pekineses alguien con mucha imaginación y sentido del humor,  sin importarle la incongruencia de  tan augustos nombres en animalitos tan pequeños.  Una destacada escritora cubana se remontó a Sófocles y a Eurípides y llamó  Electra a su salchicha, y Natalia es el nombre de la del destacado narrador  Leonardo Padura. No queda atrás el autor de esta página. Su perro no solo tiene nombre, tiene también apellido, José Cemí, como el protagonista de Paradiso, la célebre  novela  de Lezama Lima.

Tanto Natalia como Cemí son perros recogidos en la calle y se ganaron el premio gordo de su nueva vida.  Perros sin raza; mestizos, como se dice ahora. Van siendo ya toda una excepción en lo que a mascotas se refiere. De un tiempo a esta parte los perros finos se pusieron de moda, aunque a veces no sean legítimos del todo.  En los años 70, el boom del pastor alemán fue el preludio de lo que vendría después. Llegaron así  los lebreles afganos y los sabuesos y el pachón inglés y el braco francés para caer en el doberman, el chau-chau y el siberiano. Familias hay que invierten una pequeña fortuna  en perros como esos, sin tener en cuenta que ninguno es más fiel y cariñoso que el  sato. Y no son pocos los que al exponer  a sus perras de raza  a embarazos sucesivos y a veces fatales se empeñan en multiplicar la inversión inicial para abandonarlas cuando dejan de funcionarles como  máquinas de hacer dinero.

El afamado poeta Miguel Barnet, autor de Biografía de un cimarrón, es el feliz propietario de trece perros chihuahuas, descendientes casi todos de un ejemplar que fue campeón de su raza en la República Dominicana. El notable pintor Arturo Montoto y su esposa María Eugenia, duplican esa cantidad. Por humanidad, dan atención y cobijo en su casa  a 26 perros, mestizos en su mayoría, y, convencidos como están de que cuanto más indefensa se halla una criatura, más derecho tiene de que el hombre la proteja de la crueldad del hombre,  aún tienen ánimo y sentimiento para recoger a otros  sin dueños a los que alimentan,  desparasitan, inmunizan y esterilizan antes de encontrar a quienes los adopten. Nadie superaba en eso a la poetisa Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes. La autora de Jardín mantenía sin ayuda de nadie un asilo canino en su finca La Misericordia, en las afueras de La Habana, y calladamente creó un paraíso para los perros callejeros.

Desconozco si se trata de una celebración universal, pero el 10 de abril es el Día del Perro. Así lo anuncia la Asociación Cubana para la Protección de Animales y Plantas. Todo el año debía ser, sin embargo, el día del perro, del propio y del ajeno y de ese que anda por ahí, abandonado a su suerte. No basta con proporcionarles un techo y el alimento suficiente. También es importante hacerles sentir que son queridos e importantes, que se les toma en cuenta. Captan y comparten  nuestros de estados de ánimo y entienden todo lo que les decimos. Y son capaces de respondernos y de decirnos lo que quieren. Preste, si no, atención a los ladridos y gruñidos de su mascota. Nunca sin iguales. Hay uno para cada ocasión.  No son ellos culpables de que, lerdos como somos,  no siempre  los entendamos.

Un asunto más. El perro callejero cubano es políglota. Háblele en cualquier idioma y verá.

  

   

50 años del Loquito

50 años del Loquito

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Una llamada telefónica del joven y brillante crítico Axel Li, que tiene en su haber estudios muy profundos sobre la caricatura cubana, me puso sobreaviso y sin reparo ni pudor voy a tomarle la delantera: El Loquito, de René de la Nuez, cumple ahora cincuenta años.

            De todas formas, ya la profesora Ana Cairo se había anticipado a Axel y a mí con  Viaje a los frutos –Ediciones Bachiller, La Habana, 2006- título en que, sin pretensiones de exhaustividad,  compiló voces e imágenes sobre Fidel Castro desde 1953. Libro plural en sus textos y miradas, nacidos en muy diversas circunstancias, que revela las interrelaciones de Fidel con la comunidad de intelectuales y  da al lector la oportunidad de disfrutar, reunidos por primera vez, testimonios de la simpatía, la suspicacia, el fervor y la confianza que acompañaron al jefe de la Revolución desde su irrupción en el panorama político cubano.

            Depara el volumen  no pocas sorpresas. En sus páginas está la introducción de Jorge Mañach a la edición clandestina de La historia me absolverá (1954) cartas que Virgilio Piñera y José Lezama Lima dirigieron al líder del Movimiento 26 de Julio e  interesantes aproximaciones a su figura y a su pensamiento  escritas por  Alejo Carpentier, Alfredo Guevara,  Marcelo Pogolotti, Cintio Vitier, Eusebio Leal, Gabriel García Márquez… Poemas de Che Guevara, Nicolás Guillén,  Justo Rodríguez Santos, Nancy Morejón,  Ángel Augier  y Fernández Retamar.  Carilda Oliver Labra fecha su “Canto a Fidel”  en marzo de 1957. Le sigue el de Pura del Prado, en mayo del propio año. Carilda escribió el suyo cuando, tras la entrevista  que hiciera a Fidel el periodista norteamericano Herbert Mathews, que subió a la Sierra Maestra, se  obtuvo la confirmación de que el comandante rebelde estaba vivo. Su poema, manuscrito, llegó también a las montañas y se hizo público al leerse en la inauguración de la emisora radial del III Frente Oriental Mario Muñoz, el 3 de septiembre de 1957. El de Pura del Prado, que al igual que Mañach, Rodríguez Santos y otros escritores incluidos en el libro de Ana Cairo, terminó abandonando el país, se publicó originalmente en Patria, órgano del Movimiento 26 de Julio en Nueva York, el 25 de octubre de ese año. La vibrante y conmovedora “Marcha triunfal del Ejército Rebelde”, de Jesús Orta Ruiz (Indio Naborí) no apareció hasta el 18 de enero de 1959, en la segunda parte de la Edición de la Libertad de la revista Bohemia.

Viaje a los frutos  incluye una selección de imágenes del Comandante en Jefe. Fotos, caricaturas, carteles, dibujos. Encontramos  el retrato  de José Luis Fariñas, insuperable, y los de Raúl Martínez y Cabrera Moreno. Se aprecia el primer cartel de la Revolución Cubana, obra de Eladio Rivadulla, y aquel otro de Juan Ayús, con fotografía de Korda y la leyenda de “Comandante en Jefe: ¡Ordene!” que hizo circular la UJC en los días de la Crisis de Octubre. No falta el reclamo publicitario: Fidel, que reposa junto a un árbol, con su mítico fusil de mira telescópica al lado,  se deleita con un habano. “Cuba siempre está en mis labios”, se lee a la izquierda de la imagen, anuncio de los tabacos H. Upmann. Caricaturas de Massaguer, correspondientes a 1959. La caricatura escultórica en yeso, de Tony López (1955).  Una caricatura de David  publicada en Bohemia, el 3 de enero del 54, como parte de una galería de “Las figuras más destacadas de 1953”. Es en este contexto que aparecen en Viaje a los frutos, de Ana Cairo, dos dibujos de René de la Nuez que tienen a El Loquito como protagonista.

HACERSE EL LOCO

¿Recuerdan a El Loquito? Es uno de los personajes más populares del caricaturismo cubano. Un ente de ojos estrábicos y nariz de cucurucho, tocado invariablemente con un gorro de papel periódico que aunque no hablaba decía con lucidez luciferina aquello que la dictadura de Fulgencio Batista pretendía ocultar con la represión y a censura. El Loquito hacía alusiones que el pueblo sabía traducir e interpretar. Si el personaje leía en la prensa el anuncio de una “Gran oferta, 33,33% de rebaja”, se hacía evidente que lanzaba una advertencia contra los chivatos batistianos, a los que se les pagaba 33 pesos con 33 centavos por su deplorable proceder. O que recomendaba moverse con cautela ante la censura de prensa cuando, delante de una florería, veía un cartel que decía: “Dígalo con flores”. En otro dibujo, El Loquito coloca muy juntos los dedos índice y pulgar de una de sus manos;  sostiene algo pequeño. El texto dice: “Un granito de arena”; un llamado a colaborar con la lucha insurreccional. En otro, ve llegar un ómnibus de la ruta 30, que hacía el recorrido entre el reparto La Sierra, en Marianao, y el centro de La Habana. Mensaje clarísimo: está próximo el triunfo de la Revolución.

            Dice la doctora Adelaida de Juan, en su libro Pintura cubana: temas y variaciones –Unión, La Habana, 1978- que al igual que El Bobo, de Abela, El Loquito, de Nuez, lleva un nombre que indica su condición de necesario engaño a la autoridad. Uno se “hace” el bobo, el otro, el loco, y en su aparente ingenuidad y simpleza esconden su firme posición. Puntualiza la mencionada ensayista: “Hacerse el bobo (o el loco) representa coloquialmente al hombre inteligente que se ve obligado a enmascarar su ingenio. En esto se diferencian del primer símbolo republicano del pueblo, el Liborio, de Torriente”. Liborio crece en una época de grandes decepciones políticas, carece de esperanzas, no tiene fe en que su situación cambiará un día; está amargado, se ve a sí mismo como una víctima. No se ven así El Bobo ni El Loquito. Señala Adelaida: “Tienen armas de combate, reflejo de la lucha revolucionaria de sus épocas respectivas”.

            Nuez quiso buscar su Liborio, esto es, un personaje que simbolizara al cubano de su tiempo. Pero a diferencia del de Torriente, que siempre le pareció pasivo y aguantón, quería a un personaje más vivo. Un día, al pasar en un ómnibus frente al Hospital de Dementes de Mazorra, se le ocurrió El Loquito. La lucha en la Sierra Maestra había comenzado, la dictadura acentuaba la represión y el personaje, con su locura, diría la verdad de lo que sucedía en el país, lo que no siempre podía ser dicho por la prensa.

            Tenía entonces el dibujante veinte años de edad y en San Antonio de los Baños, su ciudad natal, había publicado  sus primeros dibujos. Era la misma localidad donde nació Abela, el creador de El Bobo, y en la que coincidieron artistas como Posada, Peroga, Jesús de Armas y Manuel Alfonso, que fue el iniciador del humorismo gráfico en dicha villa. Cuando ideó El Loquito, Nuez disponía  ya de  un espacio semanal fijo en Zig Zag, la publicación humorística cubana más importante del momento. Al comienzo, no devengaba pago alguno por sus cartones, pero eso resultaba secundario para el joven dibujante, que agradecía la posibilidad de publicar en dicho semanario y de relacionarse con algunos de los más destacados humoristas de la época.

            José Manuel Roseñada, director de Zig Zag, acogió de inmediato a El Loquito, que no revelaría sus verdaderos propósitos en sus primeras salidas en público. Al comienzo hizo solo locuras, cosas sin mucho sentido y fue cayendo paulatinamente en lo político. Así creó sus claves. Su creador tenía una ventaja sobre el resto de sus compañeros de redacción: se hallaba vinculado al 26 de Julio y era enlace del coordinador provincial del Movimiento. Así, conocía muy bien las noticias de la Sierra Maestra y de la lucha clandestina en las ciudades, y a partir de ahí, El Loquito también las sabría.

OTROS PERSONAJES

 

Fue un personaje que prendió en la conciencia colectiva. Gracias a él su creador se vio envuelto en situaciones verdaderamente conmovedoras, como cuando un día de 1958 recibió en Zig Zag a un grupo de masones que lo visitó al creerlo en peligro. Por una de esas casualidades de la vida en una caricatura El Loquito aparecía con un gesto que ellos identificaron como una señal de auxilio masónico y allí estaban para ofrecerle su ayuda.

            Otros personajes de Nuez calaron asimismo en el público. El Barbudo tiene su antecedente en las propias caricaturas de El Loquito,  anteriores a l959, en las que aparece Fidel.  Después del triunfo de la Revolución ese personaje atraviesa etapas en las que se enriquece y deviene símbolo del pueblo cubano. Es un hilo conductor dentro de la caricatura del artista: lleva la voz del pueblo y la Revolución, y Nuez ha querido verlo como el masculino de la Flora, de René Portocarrero.

            En la misma línea está otro personaje suyo, Mogollón. Apareció antes de la promulgación de la ley contra la vagancia (1971) como una forma de crear en la población el rechazo hacia el vago,  y cuando al fin apareció la ley el pueblo quemó su imagen en todas las provincias. Lo curioso es que Nuez se había propuesto, aun con la ley en vigencia, seguir utilizándolo. No pudo hacerlo dada la reacción popular. Si la gente lo había quemado, Mogollón ya no existía y lo hizo desaparecer con la misma alegría con que lo concibió. Al día siguiente, en las páginas del periódico Granma aparecía otro personaje, De apellido Mogollones, que no era propiamente un vago, pero pertenecía a la misma familia, un sujeto indolente, apático, indiferente al esfuerzo ajeno. Ya el pueblo había enterrado a Don Cizaño, otro personaje suyo, símbolo de la prensa burguesa. El día en que el Gobierno Revolucionario nacionalizó las publicaciones que quedaban aún en manos de la burguesía, los estudiantes se echaron a la calle con un ataúd. Dentro iba Don Cizaño. Se hizo imposible entonces que su creador siguiera utilizándolo.

            También El Loquito perdió su razón de existir. En enero de 1959 Fidel remitió a la dirección de Zig Zag una carta en la que felicitaba al colectivo del semanario, y muy especialmente a El Loquito, por la posición mantenida durante la lucha. Poco después, sin embargo, los propietarios de Zig Zag comenzaron a entrar en contradicciones con la Revolución y empezaron los problemas entre Nuez y Roseñada. Las diferencias hicieron crisis en mayo. Obreros armados desfilaron por las calles para expresar así su decisión de defender la Revolución hasta las últimas consecuencias y Roseñada se opuso a que Nuez llevara  los trabajadores con sus armas  a su caricatura. Entonces el artista se fue del semanario, donde ya le pagaban muy bien sus dibujos, y El Loquito reapareció en las páginas del periódico Revolución. Tenía a Don Cizaño de contrafigura.

            Con los días, El Loquito perdió sentido. La Revolución estaba en el poder y el personaje no tenía  que decir en clave lo que podía gritar a voz en cuello, no debía burlar ya ninguna censura. Sus sueños se habían hecho realidad, y dejó de salir.

            Hoy El Loquito parece ingenuo a su creador. En lo estrictamente profesional, le enseñó, a lo largo de meses, a resolver problemas de dibujo en un espacio muy reducido. Se apreciarán sus cambios si se revisa, en orden cronológico, la colección de Zig Zag; variaciones no en cuanto a la idea y filosofía del personaje, sino en relación con el dibujo y las soluciones. Un monumento a El Loquito se erigió en las afueras de San Antonio de los Baños. Está en la historia.

           

           

           

              

             

           

Frituras fritas

Frituras fritas

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

  

Sigo acopiando frases curiosas o disparatadas que leo en carteles colocados en dependencias públicas o casas privadas o que me remiten los lectores. Algunas de ellas no tienen desperdicio.

            En la ventana de una casa de la calzada de 10 de Octubre, cerca de la calle Gustavo: “Vendo gángster”. Al cabo de las semanas, el que colocó el cartel se percató de que él no vendía a Al Capone ni a Lucky Luciano, sino ejemplares de unos pequeños y simpáticos roedores y lo sustituyó por el correcto: “Vendo hámster”.

            En una estación de correos de la ciudad de Camagüey: “Después de las diez de la noche, telegramas solo para muertos”, sustituido luego por el apropiado: “Después de las diez de la noche, telegramas solo de urgencia”. Y en una vivienda de la misma ciudad, este, que me hace llegar el lector Ramón Figueredo: “No toque. Vuelva luego”; parecido a otro que, durante un tiempo, se vio obligado a colocar  el autor de esta página a fin de librarse de visitas molestas e indeseadas: “No toque a la puerta. Anúnciese a voces”. Lo que posibilitaba a este escribidor identificar por la voz del visitante y abrir la puerta a discreción.

            Hay algunos carteles memorables, como estos: “Vendo cochecito para niño metálico” y “Fabrico corrales para niños de madera”, por no hablar de verdaderas perlas idiomáticas como “Hay frituras fritas”; “Cuidado, hay un preso prófugo fugado” y  “Llegó la carne de viejos”.

            “No moleste. No compro ni sal”, leí durante mucho tiempo en la puerta de una casa del Vedado. Y en otra: “Cuidado con mi amo. El perro”. En una  de la Calzada de 10 de Octubre se leía: “Cuidado, hay perros”. Pero como el letrero se hallaba colocado justo al lado del número de la casa, al leerse de corrido parecía decir: “Cuidado, hay 777 perros”.

            El doctor Ramón Figueredo me cuenta en una carta sobre un profesor que residía en la calle Artilleros de su ciudad. Un día en que fue a visitarlo, encontró que el hombre había puesto en un lugar visible de la fachada de su casa este cartel: “Toque duro y repetido para poder oírlo”. Al leer aquello  Figueredo  se quitó un zapato y la emprendió a taconazos contra  la puerta. Compadre, me  va a tumbar la casa, dijo el profesor, molesto, al abrirle, y Figueredo, sin inmutarse, se limitó a señalar el cartel. No había hecho otra cosa que cumplir  lo que en él se recomendaba que se hiciera.

EL MOCHO DE CAMAJUANÍ

Todos los que conocieron al dictador Gerardo Machado coinciden a afirmar que era muy vivo y despierto, ágil en la réplica y demoledor en la contrarrespuesta. Tenía, sin embargo, muy bajo nivel educacional. Apenas fue a la escuela.  Desde muy temprano se vio obligado a trabajar como peón de fincas hasta que, en Camajuaní,  encontró empleo como carnicero. Ganaría el apodo de El Mocho de Camajuaní al perder un dedo en la carnicería.

 Machado, que ascendió a la Presidencia de la República en 1925 y salió de ella como bola por tronera en 1933, se hallaba en una ocasión de gira política por la antigua provincia de Oriente. Una noche, tras una ajetreada jornada de reuniones, discursos y promesas que  cumpliría o no, se reunió con sus allegados para planificar la agenda del día siguiente. Dijo:

            -Mañana, cuándo váyamo a Manzanillo…

            Alguien de los que lo escuchaba, se atrevió a rectificarlo.

            -Váyamo, no, General, vayamos…

            A lo que Machado, imperturbable, replicó:

            -No, mañana a Manzanillo. A Bayamo vamos después.

            Fue precisamente en tiempos de Machado que comenzó a utilizarse la voz “guataca”, que es un cubanismo, para designar al adulador o apapipio. Vivía rodeado de ellos. Gente que cuando preguntaba la hora, respondían: “La que usted quiera, General”. O como el senador y periodista  Wifredo Fernández, que le susurraba al oído: “Gerardo, ha comenzado tu milenio”

ENFERMEDADES CUBANAS

Hay en la Isla enfermedades que nuestros médicos, a pesar de toda su pericia, no pueden identificar por el nombre que de manera común les dan los pacientes. Un listado de esas dolencias me hace llegar Pablo Vargas, de la dirección del Instituto Cubano del Libro. Desconozco quién es el autor de la selección.

            Aire: Dolor y malestar que se produce al pasar, desabrigado  o con atuendo impropio, de un lugar cerrado y caluroso a otro abierto y ventilado.

            Destemplanza: Temperatura misteriosa del cuerpo. No es demasiado alta para considerarla fiebre ni acudir al médico, pero sí bastante seria para no concurrir al trabajo ni a la escuela.

            Sirimba: Ataque temporal con temblores y pérdida del conocimiento.

            Patatús: Llamado también patatú o patatún. Muy parecido a la sirimba, pero en este caso, la persona que lo sufre cae al suelo.

            Empacho: Problema digestivo que sigue a un atracón de comida cubana;  léase, lechón asado, arroz blanco, frijoles negros, plátanos tachinos y ensalada mixta, regada generosamente con vino tinto o cerveza. No todos acuden al médico para que los ayude a superar este mal porque siempre en la propia cuadra o al doblar de la esquina hay una viejita que lo cura con solo estirar la piel de la espalda o de una pierna.

            Mal de ojo: Es el que empieza a aquejar a un niño cuando alguien le trasmite un daño con los ojos. Se aleja con una piedra de azabache o con la oración de San Luis Beltrán.

            Cuerpo cortado: Enfermedad tan indefinible como el aire. Si hay que describírsela al jefe o al maestro, se dice que parece que va a caernos catarro. Vaya, que no es más que un catarro anterior al catarro.

            Muñeca abierta: Dislocación de esa parte del cuerpo. También puede abrirse la cintura.

            Chiflío: Se dice mejor chiflido. Diarrea aguda.

            Andancio: Similar al chiflido, pero con dimensiones epidémicas.

PEPELITO “JABLA” LENGUA

Tiempo hubo en la Habana en que, tres veces al día, desde las fortalezas se disparaban al aire los cañones  con el propósito de alejar la epidemia de cólera que asolaba la ciudad. Y se encendían en las plazas grandes hogueras de viruta y brea para que la peste se llevara el morbo. Las personas sanas andaban con un pañuelo empapado en vinagre, alcanfor  o  cloruro pegado a las narices para preservarse del azote, mientras que los especuladores, que viven siempre de las calamidades públicas, hacían su agosto con la venta de parches y papelillos que recomendaban como infalibles contra la enfermedad. A la postre, los cañonazos, las hogueras ni los pañuelos empapados daban resultado alguno.

            En febrero de 1833 se desató en La Habana una epidemia de cólera. La trajo un tal Soler y once horas después de su llegada, el hombre que le dio posada estaba muerto. Un médico de entonces, el doctor Manuel Piedra, vio el primer caso y, sin vacilar, hizo el diagnóstico certero. Fue el acabose. No pudiendo luchar contra el cólera, los habaneros de entonces la emprendieron a pedradas contra Piedra. Y como quisieron matarlo, el Capitán General tuvo que ponerle escolta.

Se dice que en tres meses la epidemia se llevó a la tercera parte de los habitantes de La Habana y al finalizar el año había matado a más de doce mil personas.  Los comercios cerraron sus puertas y desaparecieron los vendedores ambulantes. Se rompieron las relaciones de parentesco y amistad. Las calles se veían solitarias en pleno día, transitadas únicamente por sacerdotes, médicos, estudiantes de Medicina, notarios… Los más pudientes salían de la ciudad para refugiarse en sus fincas más lejanas y solo conseguían  morir a la orilla del camino real sin ayuda alguna. Nadie quería trabajar como sepulturero.  Cuando el cementerio de Espada se hizo pequeño para tantos muertos, se improvisó uno frente a la Quinta de los Molinos, rozando con lo que hoy es la calzada de Ayestarán. En  aquella fosa enorme pararon   muchos de los cadáveres recogidos en la calle y otros más que, sin estar muertos, fueron enterrados en la cal viva.

            Y ese es precisamente el motivo de esta historia que cuenta el escritor Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas. Sucedió que un esclavo carabalí, ya casi al anochecer, debió conducir a aquella fosa una carreta con 22 cadáveres. Solo que entre ellos iba un borracho que, dado por muerto, había sido recogido en la Plaza Vieja. El fresco de la noche, el traqueteo del vehículo o lo que fuera, provocó que el curda volviera a la vida. El negro, al verlo incorporarse entre sus compañeros de ruta, le preguntó si estaba jugando y le recomendó que volviera a acostarse. No estoy enfermo, dijo el borracho. Peor, dijo el negro, tú etá muelto.Y agregó: Yo lleva veintidó mueltoaquí va eclito: papelito jabla lengua.

ACEITE DE PALO

Mucho ha variado la Medicina desde entonces. Ya al tétanos no se le llama pasmo ni ictericia a la hepatitis. Ni a la gastroenteritis se le dice acidosis. Ya los collares de higuereta al secarse no indican que se recogieron las paperas ni se emplean aquellas cataplasmas de cebo de carnero, borra de café y hojas de salvia envueltos en papel de cartucho  para sacar la pechuguera que dejaba el catarro. Tampoco las heridas se curan con aceite de palo, que evitaba el pasmo. Ni se habla de angurria para identificar  las ganas reiteradas e incontenibles de orinar. 

            Como dice el lector Manuel Lagunilla, de Trinidad, hoy “el lenguaje médico y científico ha traspasado el ámbito de los institutos de investigación, los hospitales y otros centros de salud para invadir el habla popular. Las palabras comunes, corrientes, sencillas se han tornado asépticas, blancas, oxigenadas, con olor a éter y sabor a yodo”.

            Así, nadie pide ya una hoja de salvia para aliviarse la punzada que siente en la cabeza. Sino una dipirona para la cefalea. No se habla de mala digestión, sino de ingesta y a la presión baja, que subía con un poco de café, se le llama hipotensión. Nadie imagina a nuestras abuelas, dice el doctor Lagunilla, hablando de un niño hiperquinético. Sentenciaban sencillamente: Este vejigo es un bofe.