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Palabras perdidas

Palabras perdidas

Ciro Bianchi Ross

  

El lector español Ricardo Torre ha estado enviándome en estos días listas de palabras ya en desuso y que, sin embargo, fueron habituales en el leguaje de los abuelos. Me cuenta que recientemente finalizó una iniciativa, en la que participaron internautas de todos los países de habla española,  para salvar palabras que ya no se utilizan,  y precisa: “La idea de recuperar las palabras de nuestros mayores me parece tan hermosa como necesaria. Hay que apadrinar palabras para salvarlas del olvido y la orfandad. Las palabras de nuestros abuelos nos están lanzando un SOS de auxilio desde la lejanía de nuestra niñez”.

Dice Torre que la palabra más apadrinada y que, por tanto, resultó ganadora, fue bochinche, que significa desorden, confusión, y es sinónimo de alboroto. Comenta que dicho término se usó poco en España y que en la encuesta fue votada mayoritariamente por los países latinoamericanos. En Puerto Rico y Colombia, bochinche es cuento o chisme, y en México, baile o fiesta casera. Añade mi corresponsal que antes que bochinche, él hubiera preferido otra voz muy parecida en su significado y de amplio uso otrora en su país: chinchar,  por fastidiar o molestar.

Otras de las palabras que me envía Ricardo Torre son amartelar, alcancía, apañar, arregostarse y bigardo. Se llamaba amartelados a los novios muy cariñosos y acaramelados, aunque a mí se me antoja mejor una voz que serviría para designar el “cuerpo a cuerpo” de una pareja de enamorados, en un lugar público y con indiferencia  a las miradas y comentarios  ajenos. Era apañado aquel que iba a lo suyo, sin importarle  nada más. He escuchado ese término para referirse a algo barato: Los precios en este restaurante están apañados. Se llama arregostarse a aficionarse a algo, en tanto que  un bigardo es un  vago. Dice Torre: un  vago al cuadrado.

Otras palabras en desuso que remite el lector español son cachivache, cascajo, cachaza, cacho, canijo, carlanca, cascarrabias y cascar. También caterva, cavilar, cháchara, chambi, chiripa, chispearCaterva es sinónimo de pandilla o multitud: una caterva de chanchulleros. Existe un cubanismo, poco usado igualmente, que también significa multitud: mole: son una mole de descarados. Chambi es lo que ahora llamamos un helado, en especial, el de barquillo, y chiripa es la casualidad favorable y, en el billar, suerte favorable que se gana por casualidad. Está vivo de chiripa; de chiripa  logró alcanzar el avión… Y chispear es echar chispas y también quemar. Relucir, brillar, destellar. Y además, lloviznar, salpicar. Cuando en Cuba se dice que alguien se chispeó es que, por un motivo u otro, se enfureció. Pero chispearse es además mojarse el calzoncillo…

            De todas las palabras perdidas que, salvadas por los internautas, me remite el amigo Ricardo Torre, la que él prefiere es chirimbolo. Sencillo y bonito término, dice, que nos exonera de aprendernos los complicados nombres que la tecnología moderna nos obliga a digerir diariamente. ¿Para qué embrollarnos la vida con la memorización de los nombres de  componentes y partes de automóviles, computadoras, teléfonos celulares si con una sola voz,  chirimbolo, resolvemos el problema?

A PIQUE

Hay voces y frases cubanas en pleno desuso. Ya llama nadie llama bomba al agua tibia ni nadie está a pique de conseguir empleo. No hay aprendices de carpeta en los departamentos de contabilidad y los contadores ocupan el lugar de los tenedores de libros. No se pide en el mercado una burena de huevos, sino una decena, y no se habla de toñada para aludir al grupo de pichones en el nido. Apenas se escucha la frase: No doy avío para significar que no se da abasto, como tampoco aquella otra de que a fulano lo pusieron como botija verde con los insultos que le propinaron en la calle.

            Ya no hay escolares modorros, aunque puede haberlos desaplicados. Ni mesiteros o mesilleros,   palabras con la que se designaba a los  que ante una mesa vendían su mercancía en un paseo o lugar público. Se les llama ahora merolicos, palabra tomada de Gotica de gente, una telenovela mexicana que gustó mucho aquí en los 80. Y también de una telenovela, pero brasileña, Vale todo, vino paladar, que sacó del vocabulario cotidiano   a la fonda de siempre. Tampoco hay ya cantinas; hay bares.

            Gurrumina ya no  se emplea. Es, se dice, una voz vasca con la que en esa región se llama a la contemplación excesiva de la mujer propia, pero que, cubanizada, quería decir poca cosa,  insignificante. Planazo, fuetazo o cocotazo sustituyen ya al cubanísimo chancarrazo, trago de bebida alcohólica y acción de beber en exceso. Me cayó encima tremendo flay  decía el que debía asumir una tarea difícil o sufría una molestia excesiva.

            Fogaje, muy común entre menopáusicas e hipertensos, por sofoco o bochorno, quedó también al campo. En los hospitales no se alude al especialista de Garganta, Nariz y Oídos, sino al Otorrinolaringólogo ni al de Piel y Sífilis, sino al Dermatólogo. Tampoco hay especialistas de Vías Digestivas ni de Vías Urinarias, sino Gastroenterólogos y Urólogos y los tisiólogos y los cirujanos parteros pasaron a ser neumólogos y obstetras. Hasta un nuevo término surgió para designar a quienes se ocupan de los Rayos X, los ultrasonidos y las resonancias magnéticas: Imagenólogos.

PRÁNGANA

“El banco pierde y se ríe; el punto gana y se va”, se decía, pero había banqueros que salían abancuchados del juego, esto es, desbancados o arrancuchados. Y banqueaba el banquero en el juego o los negocios.

            Toda una serie de términos se fueron perdiendo en la repostería criolla. Nadie recuerda un dulce cubanísimo como la  cafiroleta, elaborado con boniato y coco. O el atropellado, que incluye cascos de guayaba en su masa o pasta de la misma fruta. Ni el cacalote, dulce  de origen mexicano y que se prepara con maíz tostado, azúcar y miel de abejas. La clásica frita, esa especie de emparedado popularísimo formado por dos capas de pan, carne molida, cebolla y papas fritas, ahuecó el ala para ceder su puesto a la hamburguesa.

            Ya al penoso no se le llama ciscado, sino inhibido. Prángana, que tal vez provenga del portugués (plaga, azote, calamidad) significa miseria o inopia. Esta es también una palabra perdida, aunque verdaderas pránganas son  algunos bocaditos que venden por ahí. La voz pacotilla, tan empleada en los últimos años, viene de muy lejos. Tripulantes y pasajeros de  las flotas que en tiempos de la colonia tocaban el puerto habanero dos veces al año en sus viajes entre España y América, llevaban a la metrópolis  tabaco de pacotilla. Porque esa voz que designa por extensión a cualquier género de inferior calidad, es la cantidad de mercancía vendible que pueden llevar por su cuenta marinos y viajeros. Antes, cuando un residente en la periferia salía de compras al centro,  “iba a La Habana”; ahora “va a la shopping”. No hay programas para la erradicación del mosquito o para la limpieza o el embellecimiento de una ciudad. Hay “campañas”. Y se dirigen siempre desde “un puesto de mando”.

Viene del ayer y  persiste el cubanismo  busca. Son los aledaños, las ventajas o las entradas más o menos lícitas o, por lo general, ilícitas del todo que se agencia un funcionario o empleado. Multa ya no es solo la pena pecuniaria que puede imponer una autoridad competente; es también el sobreprecio que de manera ilegal  se le asigna   a un producto en determinado establecimiento, con la afectación consiguiente del cliente y el beneficio del tendero. La práctica no es nueva. El multar de ahora es el emplumar de antaño: Le emplumé el búcaro en más de lo que vale. Zorra equivalía a prostituta, en tanto que hacerse el zorro correspondía  a mostrar ignorancia o distracción. Zorrear es ahora flirtear. Sigue siendo común la palabra mota, la borla finísima con que se aplican los polvos. Apenas se escucha ya, sin embargo, la voz motera que designa al recipiente que los guarda. Nada tiene que ver con la belleza ni la higiene la expresión pasar la mota. No es otra cosa que guataquear, adular.

Hacía maromas quien debía estirar su salario para llegar a fin de mes y era un maromero quien actuaba de manera que atraía la atención sobre sí. Un galán hacía maromas delante de una muchacha o le vendía listas para enamorarla. Emparrillarse no era lo que es ahora: transportarse en la parrilla de una bicicleta, sino acostarse, tenderse. Embalado no quería decir envuelto o envasado, sino precipitado, acalorado, furioso. Machacante no era el que machacaba, sino el ordenanza o  ayudante, todo aquel que auxiliaba a otro en una labor manual. En Pinar del Río se llamaba sabina al curioso dado enterarse de lo que no le importaba, y en Camagüey era  marcopérez una mujer más cursi que ridícula.

¡VAYA NOMBRECITOS!

 

Van cayendo en desuso patronímicos tradicionales como José, Andrés, Miguel, Bárbara, Antonio, Carmen, Aurora, Pedro, Ángel… Uno no puede dejar de alegrarse de que haya llegado la extinción para otros como Patrocinio, Socorro, Procopio, Melquíades… Nombres más o menos raros hubo siempre. Pero hay ahora nombrecitos que se las traen. Leoannis, Odielsys, Disley, Mape, Luibis, Taimí, Yoerkys, Yusimí, Zulaidys… que no se sabe, al leerlos o al escucharlos, a qué sexo corresponden. Un niño que hoy se llame Rafael o Marcos, Ángela o Javier podrá, con  su nombre extraño, no sentirse cómodo entre las equis, las zetas y las yes de sus compañeros de estudio.

Claro que el lenguaje se hace y se enriquece  todos los días, y si no se cuida, se deshace y empobrece. Por eso resulta válido el intento de rescatar, hasta dónde sea posible, las palabras de los abuelos, sin rechazar por ello las nuevas palabras. Pero sobre aprender a usarlas con propiedad. Recuerdo que una vez el poeta Eliseo Diego me dijo que la palabra era como un potro salvaje que uno tenía que domeñar.

Por eso no resisto a cerrar esta página sin reproducir el texto de dos carteles que vi en estos días. Uno, en una oficina pública, dice:

Atención a la población

Lunes, miércoles y viernes

   De 8:30 a 4:30

Horario aperturizado

Martes y jueves

   De 8:30 a 7:30

Y este otro, en la vidriera de una  juguetería del Vedado:

            Mercancía rebajada de precio por pérdida de atributos”.



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Pinceladas

Pinceladas

Ciro Bianchi Ross

 

¿Cómo llegó Batista a general? Confieso que aun después de haber leído, hace mucho tiempo, un libro como Un sargento llamado Batista, tenía dudas al respecto. La biografía que, por encargo, escribió el norteamericano Edmund A. Chester, no es suficientemente explícita en ese sentido. En la noche del ocho de septiembre de 1933 Batista pasó, en virtud del Decreto 1538, de sargento de primera (taquígrafo) a coronel, y con ese grado se mantuvo al frente de la jefatura del Ejército hasta que salió de las filas  para postularse a la presidencia de la República, la que alcanzó en 1940.  Es decir, se retira como coronel, grado máximo en el Ejército cubano de entonces. En 1942, sin embargo, asciende a general. ¿Cómo alcanza ese grado si se hallaba, en lo militar, en  situación pasiva?

            Con fecha de 27 de enero de 1942 se promulga, bajo la presidencia de Batista, el Acuerdo-Ley Número 7, conocido también como Ley Orgánica del Ejército y la Marina de Guerra. Dicho documento, impulsado por la entrada de Cuba en la II Guerra Mundial, estableció que en el Ejército habría cuatro generales de brigada y que uno de ellos, con el grado transitorio de mayor general, ocuparía la jefatura del Estado Mayor.

            En el cuerpo de ese Acuerdo-Ley Batista hizo asentar una disposición que lo retrata.  Dice: “El oficial superior en situación de retiro, que haya ocupado en propiedad la jefatura del Ejército y desempeñe o haya desempeñado la presidencia de la República, figurará en la relación o escalafón especial de oficiales de su misma situación, con el mayor grado o jerarquía reconocido por esta ley”. Ese grado máximo era el de mayor general y  Batista  reunía los requisitos.

  No contento con el autoascenso, se propuso consolidar su posición. Para ello modificó la Ley de Retiro de las Fuerzas Armadas con la  adición de un nuevo artículo, el 48, que expresa: “El militar en situación de retiro que ocupe la presidencia de la República no percibirá pensión alguna mientras desempeñe dicho cargo; computándosele el tiempo que lo sirviere como en activo a los efectos de su antigüedad en el servicio”.

La Ley Orgánica establecía que el militar  escogido para ocupar, como mayor general, la jefatura del Estado Mayor, debía haber servido,  como general de brigada durante dos años como mínimo.  En virtud del artículo 48, Batista, aunque retirado, seguía teóricamente en el Ejército y acumularía antigüedad durante los dos años que le restaban para abandonar la presidencia.  Con su grado y el tiempo requerido, si  un testaferro suyo   llegaba a la presidencia en 1944, podía nombrarlo jefe del Ejército sin infligir  la ley,  Circunstancia que no se dio, pero  perfectamente posible si su  candidato, Carlos Saladrigas,   hubiera ganado los comicios en  ese año.  

EXTRADICIÓN DE MACHADO

A la caída de la dictadura de Gerardo  Machado, muchos machadistas y aun el propio ex dictador encontraron refugio en Estados Unidos. El gobierno cubano  solicitó  la extradición de todos ellos y aunque Washington en definitiva no los devolvió, pareció en un primer momento que daría una respuesta favorable al pedido y dispuso la tramitación de los expedientes de extradición de Machado y del ex general Alberto Herrera, jefe del Ejército  desde 1922 a 1933.

            Un grupo de policías  apareció en la casa de Machado en Nueva York  para llevarlo  detenido. Pero el ex dictador después de recibirlos y asegurarles que la persona que buscaban  no estaba en casa, se les escurrió delante de las narices, como un vulgar ratero, por la puerta principal.

 Orestes Ferrara, que había sido su embajador en EE UU y su ministro de Relaciones Exteriores y tenía vinculaciones estrechas con grandes monopolios norteamericanos, como el de los teléfonos y el telégrafo (ITT)  insistió en  que Machado se presentara al juicio migratorio. En un rapto repentino de antiimperialismo, Ferrara –un gran abogado- quería aprovechar el proceso para denunciar la injerencia de Washington  en los asuntos internos de Cuba. Machado no accedió. Le dijo: “Yo no hablo inglés, no sé de leyes, no soy orador ni conozco bien estos asuntos internacionales”. Por lo que prefirió buscar refugio en la República Dominicana, donde suponía gozar, como en efecto ocurrió,  de la  acogida de su compinche Rafael Leonidas Trujillo.

En un barquito tripulado por dos marineros emprendió la travesía. Pero aquella embarcación era un cacharro. Se rompía una y otra vez, lo que obligaba a la tripulación a tocar tierra  en busca de ayuda. Se averió  incluso frente a las costas de Cuba, pero esa vez los propios marineros lograron superar el inconveniente y Machado llegó al fin a su destino. 

El juicio de Herrera, también con Ferrara como  abogado defensor, sí se llevó a cabo, pero el juez determinó que no habría extradición. Machado volvió a entrar a EE UU por la frontera de Canadá y no pasó nada. Washington no devolvería en definitiva a quienes bien lo sirvieron.

EL PEINE DE GRAU

Siempre pensé que los presidentes electos llegaban al Palacio Presidencial perfectamente vestidos para la ceremonia trascendental de la trasmisión de poderes. Pero no.  Ramón Grau San Martín,  al menos, se arregló en el propio Palacio, todavía ocupado por Batista, en una habitación que se destinó para que lo hiciera. Era el 10 de octubre de 1944 y ambos mandatarios, el saliente y el entrante, con sus vicepresidentes respectivos,  debían encontrarse en el salón de  recepciones de la mansión  del  ejecutivo  a las 11:55 de la mañana.

            Grau, que era muy meticuloso en lo que se refería a su atuendo  personal, se vistió con esmero y ya de  chaqué  se dispuso a peinarse. ¡Horror! Había olvidado su peine en la casa de 17 y J, en el Vedado. Su sobrino Mongo, que lo auxiliaba, le ofreció el suyo y Grau comenzó a arreglarse el cabello. . De pronto su mano tembló, el peine cayó al piso  y el futuro presidente de la República, sin quitar los ojos del espejo,  dijo como para  sí mismo: “Esto no está bien”, antes de volverse, enérgico, hacía su sobrino y ordenarle que pidiese una escolta policial, fuera a la casa y le trajera su peine.

            El aludido, molesto, respondió:

            Muy bien, tío. Voy a la casa y traigo tu peine, aunque eso retrase la ceremonia. Pero antes de salir, me asomaré al balcón y gritaré a la multitud que deberá seguir esperando porque el doctor Grau no puede peinarse si no es con el peine que es el suyo.

            Grau, de golpe, pareció percatarse de lo ridículo de la situación. Sonrió.

            Perdóname, Mongo, creo que tengo mis prioridades un poco confundidas. Ayúdame a mantenerme en mi sitio para no sobrepasarme, dijo y terminó de peinarse con el peine ajeno, que había recogido del piso.

            Fue un solterón empedernido, lo que no quiere decir que no le interesaran las mujeres. Su gran amor –se sabe ahora- fue Enma Gueist, la enfermera norteamericana que lo atendió mientras estuvo hospitalizado, en EE UU, a causa de la tuberculosis que contrajo durante su estancia en el Presidio Modelo, donde guardó prisión por su oposición a Machado. Grau mantuvo  siempre discreta reserva sobre esa mujer, desconocida incluso para su propia familia, que por mera casualidad supo un día de su existencia.

            ¿Por qué no te casaste con ella?, preguntaron entonces. Respondió: Porque ella es protestante y yo, católico, y mi madre no hubiera permitido jamás un matrimonio entre nosotros. Así, yo preferí romperme el corazón antes de destrozar el corazón de mamá.

            La relación epistolar entre Grau y Enma se interrumpió  en 1965.

LA LECHE DE ZAYAS

 

No precisan los testimoniantes los detalles de aquella visita. Dicen que una comisión de estudiantes y trabajadores,  de la que formaba parte el líder universitario Julio Antonio Mella, acudió a visitar al presidente Alfredo Zayas a fin  solicitarle la excarcelación de un dirigente obrero.

            Zayas accedió a recibir a la comitiva, pero le pareció de mal tono aquella mezcolanza de obreros y estudiantes.  Aguardaban todos  a que  los hicieran pasar al despacho presidencial cuando uno de los edecanes anunció que el presidente los atendería  en dos grupos;  primero, a  los estudiantes, y luego a los obreros, y ya cara a cara   regañó a los primeros  por la juntera.

            Julio Antonio Mella le salió al paso y fue tan rotundo y convincente  en sus argumentos, que Zayas reconsideró su actitud y ordenó que hicieran pasar a los trabajadores que habían quedado fuera.

            En eso un sirviente de Palacio entró al salón con un vaso de leche para el primer magistrado.

            ¿Ustedes gustan?, dijo Zayas con cortesía, pero también con la seguridad de ninguno de los presentes aceptaría el ofrecimiento. Se equivocó pues de inmediato se dejó escuchar otra vez de Julio Antonio, que solía tomar  más de un litro de aquel alimento todos los días  y que para colmo  no había desayunado aquella mañana.

            Sí, gracias, dijo y se zampó de un tirón la leche del presidente de la República.

   

 

 

Un siglo de pintura cubana

Un siglo de pintura cubana

Ciro Bianchi Ross 

 

 

Hay siglos largos y siglos cortos. Siglos que comienzan a su hora y siglos que se anticipan o retrasan. El siglo XX comenzó tarde para la pintura cubana y acabó antes de tiempo pues durará a lo sumo unos sesenta años.  No hace su debut hasta 1927 cuando Víctor Manuel García (1897-1969) da a conocer su Gitana tropical, óleo que se tiene como el heraldo de la vanguardia en la plástica de la Isla. No es un retrato costumbrista ni tampoco el de una de esas damas elegantes que tanta fama dieron, entre los que podían pagarlos, a pintores como Menocal, Romañach y Valderrama. Víctor Manuel pintó a una mujer de pueblo, mestiza por añadidura, y hay en su obra un rechazo al arte oficial y a lo “aceptado”, que pone de manifiesto, al mismo tiempo, la repulsa del artista por la sociedad que le tocaba en suerte.

            No estaba Víctor Manuel solo en su empeño. Otros artistas quieren limpiar todo lo que hay de académico en temas y formas.  Las enseñanzas de los viejos maestros les parecen insuficientes y toman como referentes los modelos de la Escuela de París. Jorge Arche  y Arístides Fernández dotan a la retratística de una nueva función. Carlos Enríquez se empeña en construir su “romancero criollo” y con sus personajes, los guajiros de Abela y Gattorno y con  los tuberculosos de Ponce, los  tipos populares saltan del grabado al lienzo. El paisaje campestre no será solo armonía y exuberancia, sino reflejo además de la miseria humana, mientras que la visión de la ciudad se transforma, con Pogolotti, Hernández Cárdenas y Jorge Rigol,  para mostrar también fábricas, obreros, desempleados, gente corriente. Amelia Peláez va en sus naturalezas muertas a la búsqueda de elementos nacionales. Se abandonan los temas bíblicos y mitológicos y  los de una historia alejada en el tiempo y se da cabida a la realidad social. La alegoría, tan importante para la Academia, es suplantaba por los símbolos propios de nuestro mestizaje, con énfasis en lo africano. La jungla (1942) de Wifredo Lam es  la pieza más importante de esta temática y no son pocos los que la valoran como la obra cumbre de la pintura del Tercer Mundo.

            La frustración política llevará al repliegue, ya en los años 40,  la afirmación nacionalista de los pintores cubanos. Pierde vigencia el tema social y el artista se refugia en sí mismo. Explota el color y la línea se hace barroca. Mariano Rodríguez da inicio, en 1941 (El gallo pintado) a lo que sería su temática más constante y característica. René Portocarrero, infatigable, va de los interiores del Cerro a la mitología imaginaria para perpetuar, con sus Floras, una visión personalísima de la cubana y ofrecer, con sus ciudades, un mundo pletórico de habaneridad. Sobresalen por su imaginación desbordada Luis Martínez Pedro y, por su rica inventiva, Roberto Diago. Experimentadores son Sandú Darié, rumano avecindado en La Habana, y Loló Soldevilla. Los Arlequines de Mario Carreño entusiasman a Pablo Picasso.

            Los Once aparecen en 1953. No son un grupo; no dan a conocer ningún manifiesto. Son Los Once porque ese es el número de artistas (Antonio Vidal, Fayad Jamís, Raúl Martínez, Salvador Corratgé…) que presentaron de conjunto sus obras  en la galería de arte de un centro comercial habanero. Su técnica es la abstracción. Para ellos solo cuentan los valores plásticos, sin referencia alguna al mundo circundante. En esa época lo abstracto permeará la plástica cubana, los contornos tienden a borrarse y se hacen resaltar el color y la línea. Con Antonia Eiriz y sus figuras grotescas irrumpe el expresionismo abstracto y gana a algunos pintores que, como Mariano, parecían haberse anclado en lo figurativo. Es surrealista la pintura de Acosta León, y Samuel Feijóo encabeza una escuela de pintores populares.

            El triunfo de la Revolución sacude a la plástica cubana. Vuelve la retratística, ahora con los rostros de héroes y mártires. Campesinos y obreros aparecen triunfantes en los óleos de Cabrera Moreno, Adigio Benítez y Carmelo González. Raúl Martínez se vale del pop para reiterar la imagen del pueblo. Hay intentos de pintura mural y proliferan los grabadores (Lesbia Vent, Canet, Peña…). Con Benito Ortiz y Jay Matamoros se reafirma lo naif.  Maestros como Portocarrero prosiguen, con nuevos bríos, su quehacer incesante, y Mariano añade al sensualismo de sus desnudos y sus frutas  un personaje hasta entonces ignorado, las masas.

            Todo un sistema de enseñanza artística se establece en Cuba después de 1959. Los resultados de ese esfuerzo comenzarán a advertirse ya en la década del 80. Y en fecha tan temprana empieza a nacer ya, en nuestra pintura, el siglo XXI.

           

           

 

Leyendas de Camagüey

Leyendas de Camagüey

 Ciro Bianchi Ross  

Catorce mujeres, entre ellas la esposa del alcalde de la villa y las dos hermanas del cura de la parroquial mayor, fueron secuestradas en Puerto Príncipe por el filibustero francés Francis Granmont que pidió rescate por ellas. Corría el año de 1679. Granmont, que había desembarcado en La Guanaja, en la costa norte de Camagüey, pudo llegar sin que lo advirtieran, al frente de sus 600 hombres, hasta La Matanza, en las inmediaciones de la cabecera del territorio, pero allí los descubrió el cura Francisco Garcerán que regresaba de un paseo campestre y huyó como alma que lleva el diablo cuando quisieron echarle garra. A todo galope entró en Puerto Príncipe y anunció la presencia del enemigo, lo que permitió a la vecinería ponerse a buen recaudo con lo más valioso de sus pertenencias. Fresca estaba todavía en la memoria de los principeños el asalto del corsario británico Henry Morgan que en 1668 saqueó con sevicia la ciudad, quemó sus archivos y asesinó a muchos de sus moradores, mientras que otros morían de inanición encerrados en las dos iglesias con las que entonces contaba la primitiva Camagüey. Pese a que no hubo allí objeto de valor que se salvara de la rapacidad de Morgan hubo que darle, para que se fuera, los 50 000 pesos que se recolectaron a duras penas, suma esa que le pareció ridícula al corsario, ya que no le bastaba, dijo, para pagar deudas, y 500 reses saladas que hubo que cargarle a hombros hasta donde aguardaba su flotilla.

 Esta vez no sucedería lo mismo, pero los fusileros de Granmont lograron capturar a un grupo de principeños, entre ellos las 14 mujeres, con los que pensó buscar una salida negociada. Porque a esa hora el capitán francés se había percatado de que Puerto Príncipe era mayor de lo que pensaba y que el número de habitantes superaba sus cálculos. Temía el contraataque y fue por eso que hizo saber a las autoridades de la villa que estaba dispuesto a devolver a los rehenes e incluso el magro botín que había conseguido a cambio de que lo dejaran marcharse en paz.

 

 EL VALOR Y LA HONRA

 Y ahí fue donde el alcalde se paró en 31 a pesar de tener a su esposa prisionera o quizás por lo mismo. Lleno de arrogancia y confiado en el coraje de sus hombres hizo saber al pirata “que si por la presa de las mujeres presumía que él y su pueblo habían de admitir pláticas y capitulaciones ignominiosas, vivía engañado porque, aunque se las llevasen a todas y la primera la suya, no cedería un punto del valor y la honra de la nación española”. Los franceses, sabiendo ya a qué atenerse, pusieron rumbo a La Guanaja, donde dejaron sus naves, y para protegerse colocaron a las mujeres como escudo en la vanguardia de la tropa. Poco importó eso a los principeños y atacaron a los filibusteros a la altura de la Sierra de Cubitas. Un combate con bajas cuantiosas de parte y parte y que la fusilería decidió a favor de los franceses que llegaron al fin a sus barcos y subieron las mujeres a bordo. Lo que hasta ese momento fue gallardía en los criollos se convirtió en llanto y crujir de dientes. No les quedó más remedio que juntar el crecido rescate que Granmont exigía por las cautivas, y, aunque el cura empeñó las lámparas de la iglesia parroquial, el tesoro tuvo que recolectarse moneda a moneda durante treinta largos días en los que los hombres estaban aquí y las mujeres allá. Recaudaron así una cantidad satisfactoria, la entregaron al pirata y este dispuso que volvieran a tierra las prisioneras.

¿Qué pasó en los barcos con las principeñas a bordo? No se sabe. Las mujeres no lo contaron y los hombres prefirieron pensar que aquellos piratas por muy piratas que fueran eran también caballeros y que como tales se comportaron. Volvieron, asegura el obispo Morell de Santa Cruz en su libro La visita eclesiástica, “colmadas de obsequios y muy agradecidas del sumo respeto con que las trataron”. ¡Vaya usted a saber!

 

EL SANTO SEPULCRO

 Encontré esa preciosa historia, nunca contada en todos sus detalles, en Leyendas y tradiciones del Camagüey, del laureado poeta Roberto Méndez y que me hizo llegar desde esa ciudad, junto con otros materiales interesantísimos, el lector Enrique Echevarría Salazar, a quien no tuve ocasión de agradecerle antes.           Un libro delicioso el de Méndez, que se lee de un solo trago y en el que las leyendas viven en su propia fulguración. Ahí están las del aura blanca y el padre Valencia, la de los ensabanados del San Juan, la de Dolores Rondón, la del indio bravo... y la del Santo Sepulcro, que contaré ahora. En 1746, luego de la muerte de su esposa y ya con una numerosa prole, Manuel Agüero  Ortega decide ingresar en la carrera eclesiástica. Su primogénito y el hijo de cierta viuda a la que don Manuel protegía y que tal vez fuera su hijo natural, estudiaban en La Habana. Se enamoraron ambos de la misma mujer; prefirió esta al hijo legítimo, y el otro, atormentado por los celos y el resentimiento, hirió de muerte al elegido. Dicen que demoró en expirar y que cada vez que el juez le preguntó el nombre de su agresor respondió: El que me ha herido está perdonado. Huyó a Camagüey el fraticida. Se sinceró con su madre y esta en medio de la noche acudió a contarle toda la historia a su benefactor. Nadie sabe cómo fue la entrevista, el caso es que don Manuel proveyó al asesino de un caballo y le entregó una talega de dinero, es decir, 60 onzas de oro o mil pesos con el ruego de que se pusiera fuera del alcance de sus otros hijos. La pena llevó a don Manuel a alejarse más del mundo. Entró como fraile en el convento de La Merced y dedicó la parte de su capital que le hubiese tocado al hijo muerto, a la decoración del templo. Con monedas de plata mandó construir un Santo Sepulcro, el arca que se destina a guardar la imagen del Cristo yaciente, las andas correspondientes, el altar mayor de la iglesia y varias lámparas monumentales con cadenas también de plata.

Pasaron los años. En 1906 hubo un incendio en La Merced y el altar mayor y las lámparas sufrieron daños irreparables, no así las andas y el Santo Sepulcro que es, desde el siglo XVIII, uno de los mayores y mejor elaborados exponentes de la orfebrería cubana.

 

 EPITAFIO

 Dedica Méndez espacio en su libro a ciertos epitafios memorables y cuenta que en 1879 falleció en Camagüey Rosalía Batista, dama de respetable relieve social. Su viudo, Agustín Montejo, desconsolado, hizo colocar sobre la tumba este sentido epitafio:

Si el ruego de los justos tanto alcanza, Ya que ves mi amargura y desconsuelo, Ruega tú porque pronto mi esperanza  Se realice de verte allá en el cielo.

Pero don Agustín se enamoró de nuevo y contrajo nupcias en 1882. Entonces un chusco de los que nunca faltan tuvo la ocurrencia de colocar, con letras negras, bajo la inscripción citada, un cartel en el que se leía esta frase: “Rosalía, no me esperes”.

    

Metáforas del cambio

Metáforas del cambio

Ciro Bianchi Ross

Desde los días finales de 1898 comenzó en toda la Isla el desmantelamiento febril de los signos más visibles de la presencia de la antigua metrópoli. La bandera de España se retiró de todos los edificios públicos, sustituida por la enseña norteamericana, en tanto que la nuestra se exhibía en casas particulares, instituciones privadas  y sedes  clubes patrióticos, gremios y sociedades de instrucción y recreo. Desaparecieron de las fachadas  escudos y divisas alusivos a la monarquía y dejaron de tener validez los sellos y el papel timbrado  con emblemas del poder colonial. No por eso dejó de utilizarse ese papel en juzgados y oficinas públicas, pero en el lugar en que lucía el escudo u otro símbolo español empezó a aparecer un agujero.

 En una pequeña localidad de Matanzas, los concejales exigieron que las tropas españolas no solo se llevaran su bandera, sino además los retratos del rey español. En otros lugares, como en la ciudad de Colón, se  fue más lejos cuando un grupo de patriotas enardecidos y deseosos de pasarle la cuenta a todo lo que oliera a colonización, la emprendieron contra la estatua de Cristóbal Colón, ubicada en la plaza central. No pudieron derribarla,  pero los cuatro  leones que la rodeaban corrieron la peor suerte. Depuestos y desplazados, encontraron refugio en un rincón oscuro de la casa consistorial, y allí estuvieron hasta que fueron repuestos en la base del monumento al entenderse que “podían convivir con los cubanos libres, porque no eran el símbolo de la esclavitud, sino del valor y la fuerza, cualidades que eran tan privativas del cubano como del español”,

El 12 de marzo de 1899, sin miramientos ni ceremonia de ninguna clase  era retirada de su pedestal, ante la mirada de numerosos transeúntes,  la estatua de la reina Isabel II que había presidido durante casi medio siglo el majestuoso Paseo del Prado, de La Habana. El pedestal vacante era todo un símbolo. De la ruptura con el pasado español, pero también de un presente ambiguo, marcado por la intervención extranjera, y de un futuro incierto. Mediante un montaje fotográfico, la revista El Fígaro lograba atrapar ese momento de perplejidad y desconcierto al colocar, sobre el  pedestal vacío, un enorme signo de interrogación.

¿Qué estatua debe ser colocada en el Parque Central? Se preguntaba El Fígaro e iniciaba una encuesta con el fin de decidir con quién llenar la ausencia dejada por la reina. Se determinaba así que el espacio debía ser ocupado  por un monumento que consagrara la memoria de José Martí. Ese fue el voto mayoritario, aunque con escaso margen. Solo con cuatro votos menos le seguía la proposición de erigir una estatua de la libertad, mientras que la tercera propuesta era la de una estatua de Cristóbal Colón. Los participantes en la encuestan votaron también, en orden descendente, por  Luz y Caballero, Céspedes y Máximo Gómez. En sitios inmediatamente inferiores de la votación aparecían  el Presidente norteamericano y la sugerencia  de levantar  un grupo alegórico que representase a Cuba, Estados Unidos y a España. Al último de los primeros lugares se relegaba la propuesta de erigir una estatua a Antonio Maceo.

La encuesta de El Fígaro no reflejaba la opinión popular, sino que era expresión de las tendencias ideológicas de  sectores habaneros pudientes.  La idea de levantar en el Parque Central un monumento a Colón evidencia la fuerza que todavía tenían en Cuba el elemento español y los defensores del legado cultural hispano. En la indagación de El Fígaro no se precisa si la estatua de la libertad sugerida para ese sitio debía ser una réplica de la célebre estatua neoyorquina, aunque bien podría verse como  la representación de una república moderna y libertaria. Es explicable  que Maceo ocupase el último lugar entre las sugerencias: era negro y de origen humilde.

CAMBIAN LOS NOMBRES

Con el fin de la soberanía española en Cuba  se descolonizan los nombres. Se inicia una “reescritura toponímica”,  una “toponimia patriótica”. Calles, calzadas, plazas, parques y aun poblados y municipios son rebautizados. Placas y letreros antiguos  se reemplazaron por inscripciones alusivas al nuevo estado de cosas.

            Sin que una disposición central lo ordenara, en todas las localidades de la Isla, calles como Real y Reina perdían sus nombres monárquicos para convertirse en calles republicanas o recibían los de figuras vivas o de  mártires de la independencia. Otras, conocidas de viejo por nombres de santos, secularizaron sus denominaciones. Así, en Remedios, por ejemplo, en enero de 1899, en virtud de un acuerdo del Ayuntamiento, se dio el nombre de Máximo Gómez a la calle San José y la calle Fortín pasó a ser General Carrillo, en tanto que Jesús de Nazareno se trastocó en Antonio Maceo,  San Juan de Dios, en Independencia y la Plaza de Armas Isabel II se denominó José Martí.

            A partir de entonces en casi todas las localidades cubanas es frecuente encontrar un esquema toponímico común. Los nombres de Martí, Maceo o Gómez se repiten en sus vías  centrales, sin que falten las denominadas Céspedes  y Agramonte, y Libertad, República, Mártires, Independencia…

            Sin embargo, no muchos patriotas negros merecieron el honor de que se diera su nombre a calles y plazas, o se colocaran  bustos y tarjas en  su memoria. No hubo en eso una proporción entre los méritos que alcanzaron en la guerra los mambises negros y los que se les reconocieron después.

            Hoy se calcula que al menos el 60% de los miembros del Ejército Libertador fueron negros y mulatos. Y eso no quiere decir que se tratara de una masa de soldados negros mandados por un puñado de oficiales blancos, sino que hubo asimismo numerosos combatientes negros que alcanzaron los grados más altos en el Ejército Libertador y tenían bajo su mando a no pocos hombres considerados blancos. Cerca del 40% de los cargos de la tropa mambisa, hacia el final de la última guerra, eran desempeñados por negros y mulatos.

ENTRE DOS IMPERIOS

 Estuve repasando en estos días un libro muy valioso, fruto de una prolija investigación sobre un complejo y singular periodo de nuestra historia. El que corre desde el final de la Guerra de Independencia y los inicios de la primera intervención norteamericana en Cuba, hasta la instauración de la República: etapa confusa en la que sobre el trasfondo del vacío simbólico provocado por el cese de los más de cuatrocientos años de dominación colonial española, emergen  exaltadas corrientes de patriotismo nacionalista y contradictorios procesos de americanización de las instituciones y las costumbres. Se titula Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898 – 1902, y valió a su autora, la Doctora en Ciencias Históricas Marial Iglesias Utset el Premio de Ensayo Enrique José Varona de la Unión de Escritores y Artistas Cuba. Libro cuya lectura recomiendo  y del que tomé los datos que nutren la página de hoy.

            Un periodo que fue una especie de encrucijada entre dos siglos y dos imperios, afirma Marial Iglesias.  Se desmontaba la dominación colonial española y se llevaba adelante un proceso institucional de transformación de la sociedad cubana. Una reestructuración de las instituciones y las prácticas sociales que era, al mismo tiempo, requisito inevitable de la modernización de la sociedad y, en conjunto, la puesta en práctica de un proyecto de dominación neocolonial.

Fue  por entonces  que las barberías cubanas se trocaron en barber shops y en muchas tiendas aparecieron carteles donde se leía English Spoken Here. Empezaron a celebrarse teas y  garden  parties,  se practicaban sports,  y las señoras y señoritas emancipadas eran conocidas como new woman.  Un hombre se convertía en gentleman por adquirir un bombín americano y las mujeres, en ladies  por estrenar un corset anatómico diseñado en Nueva York. Pero tiempos en los que también  se socializaban los símbolos patrios, se batallaba por la preservación del idioma y, en un proceso complejo de articulación de pertenencias, plural y en permanente conflicto, se consolidaba la identidad nacional.

Todo se transformaba  en Cuba al calor de los nuevos tiempos. La modernidad y la civilización llegaron a los lugares más privados de la vivienda. En 1899, solo el 10% de las casas de La Habana y Matanzas disponía de servicios sanitarios. El máximo oficial de sanidad  del ejército de ocupación norteamericano, al frente de un equipo de 120 médicos, visitó las casas de la capital e impartió instrucciones sobre el uso de desagües, vertido de desperdicios y otras medidas higiénicas. Para facilitar las cosas, piezas sanitarias se trajeron en cantidades  desde Estados Unidos y se vendieron a muy bajos precios. Los inspectores  llegaron a verdaderos extremos y numerosos vecinos recibieron la notificación que los obligaba a instalar el water closet correspondiente conectado  a la red de albañales cuando lo cierto es que no existían alcantarillas ni tuberías de desagüe en varias cuadras a la redonda.

LAS GLORIAS DE PELAYO

Bodegas, fondas, tiendas, almacenes, cafés  y establecimientos comerciales de todo tipo cambiaban asimismo sus nombres a la luz de las transformaciones políticas y sociales. El publicista José A. González Lanuza se refería a la filosofía oportunista que subyacía en los cambios de rótulos de los comercios habaneros; denominaciones caprichosas y pintorescas que son un barómetro que marca con bastante fijeza la presión, mayor o menor, en un sentido o en otro de la atmósfera política.

            Todavía con La Habana en poder de los españoles, fondas y bodegas con  nombres como “Mi Patria”, “El Cubanito” y “El Campamento Cubano” hacían alarde de patriotismo frente a denominaciones españolizantes del comercio capitalino. Otros, se preparaban para lo que vendría al identificar sus establecimientos con nombres en inglés. En la fonda “La Flor de Galicia”, en la calle Habana entre Teniente Rey y Amargura, habría para todos los gustos “un surtido colosal de 2 000 y más variedades”: desde el criollísimo ajiaco hasta el roast-beef y el beef-steak, pasando por la fabada, el bacalao a la vizcaína y el caldo gallego.

            Los propietarios de “Las Glorias de Pelayo”,  una tienda de la calle Monte, decidieron cambiarle el nombre con el fin de la soberanía española. No les parecía bien que en su denominación el establecimiento rindiera honores al primer rey de la Reconquista. Pero querían al mismo tiempo dejar un eco de su antiguo título y no perder el crédito adquirido ni  la marchantería habitual. Llamaron entonces a la tienda “Las Glorias de Maceo, antiguas de Pelayo”. Algo similar a una bodega que recibió en su origen, mucho antes de la contienda del 95, el cubanísimo nombre de “El Aguacate”. Comprada más tarde por un peninsular, se llamó “El Aguacate Español”. Empezó la Guerra de Independencia y su propietario le dio entonces el nombre de “El Aguacate Español en Campaña”. Pero España perdió esa guerra, cesó su soberanía en Cuba y el propietario, a tono con la época, llamó a  su bodega  “El Aguacate de Martí”.

 

 

 

           

El Día de las Madres

El Día de las Madres

Ciro Bianchi Ross

 

El segundo domingo de mayo se celebra en buena parte del mundo el Día de las Madres. En algunos países se  llama Día de la Madre a esa fiesta, pero en todos tiene el mismo significado. Aunque se trata de un amor que se manifiesta o debe manifestarse durante todo el año, en esa ocasión se destina un momento especial para honrarlas. Cuando este cronista era niño, todos en esa jornada  salíamos a la calle llevando un clavel rojo o blanco, según tuviésemos a la madre viva o muerta.  Los hombres, en la solapa y las mujeres, en la blusa.  Esos claveles, al menos en Cuba, dejaron de verse en las últimas décadas y dieron paso a unas tarjetas postales con motivos alegóricos que la destinataria recibe puntualmente en la fecha. El  amor a la madre sigue manifestándose y, más allá de la madre propia, se extiende a todas las mujeres que amamos o a las que nos unen lazos de gratitud, tengan hijos o no.  Es como otro Día de la Mujer, pero más íntimo.   En los días previos, las tiendas hacen su agosto pues nadie quiere homenajear  a su progenitora con las manos vacías, aunque a ella le baste el regalo  solo un beso.  Y los que la tienen muerta, acuden  al cementerio. En esa fecha, las flores se agotan, se abarrotan los restaurantes, se lleva a cabo al fin aquella visita siempre pospuesta a la tía vieja y  lejana  y  el transporte se hace insufrible.

            La celebración del Día de las Madres surgió en Estados Unidos. La norteamericana Anna Jarvis creó en Filadelfia  una asociación para impulsarla.  Al comienzo,  la nueva organización apenas fue advertida y su propósito, ignorado,  pero no pasó mucho tiempo para que se anotara algunos éxitos parciales pues ya en 1914 varios estados de la Unión, siguiendo sus recomendaciones, hicieron fiesta local el día y la Cámara de Representantes recomendó que  fuera observado por los miembros de los dos cuerpos colegisladores del Congreso, así como por el primer mandatario de la nación. En tres o cuatro años más la iniciativa se generalizó en Estados Unidos y empezó a abrirse paso en la faz del mundo.

            Llegó muy temprano a Cuba. Y aquí se hace imprescindible la mención de aquel periodista proteico e incansable que fue Víctor Muñoz, porque  él abogó  antes que nadie porque el Día de las Madres comenzara a celebrarse en la Isla. Lo hizo en su columna “Junto al Capitolio” que, con el seudónimo de Attaché, publicaba en el periódico El Mundo, de La Habana. Tituló a esa página “Mi clavel blanco”.

            Muñoz era dueño de una veta humorística extraordinaria y reseñaba los juegos de béisbol entre Cuba y Estados Unidos como una competición en que la naciente República justificaba su derecho a la vida. Alentaba en sus comentarios  el triunfo cubano como una cuestión de soberanía nacional.

            Con el seudónimo de Frangipane, Muñoz fue el creador de la crónica deportiva cubana. Su columna “La Semana” en la edición dominical de El Mundo, fue leidísima, al igual que ya aludida “Junto al Capitolio”.

            El Capitolio junto al cual escribía Víctor Muñoz era supuestamente el de Washington. Eso creían los lectores ante aquella página tan lúcida y espontánea, llena de informaciones novedosas que parecía escrita desde las orillas del Potomac. En realidad, el cronista, con la ayuda del cable y de las publicaciones norteamericanas que allegaba, escribía su sección en la propia redacción de El Mundo. Allí, en atención a su gordura desmedida que lo hacía sudar a mares, el director del diario había dispuesto para él una habitación privada, ubicaba en la azotea, donde Víctor Muñoz hacía su trabajo en calzoncillos.

            La idea de Muñoz no cayó en el vacío y ya en 1920, impulsado por un grupo de jóvenes con inquietudes sociales e intelectuales, se celebraba en Cuba por primera vez el Día de las Madres. Fue en Santiago de las Vegas, ciudad del sur de la capital cubana.

            Meses más tarde, en las elecciones del 1 de noviembre de 1920, Muñoz fue electo concejal por el Ayuntamiento de La Habana, y en esa Cámara, el recién estrenado edil propuso, el 22 de abril de 1921,  que la fiesta se instituyera en el municipio habanero. No es hasta 1928 cuando la Cámara de Representantes, a propuesta de Pastor del Río, aprueba, con carácter de ley, su celebración nacional. Ya Víctor Muñoz había muerto, en 1922.

           

           

 

Guajiro

Guajiro

Ciro Bianchi Ross

Ilustración de Eduardo Abela

 

En un documento que circula en estos días por Internet, de esos que alguien se dedica a remitir masivamente y que quien lo recibe lo hace circular a su vez de la misma forma, se pretende explicar el origen de algunas frases cubanas como “la hora de los mameyes”, “la hora que mataron a Lola”, etc. Algunas explicaciones son correctas. Otras, no. Y ese es el caso de la explicación que dicha página ofrece sobre el origen de la voz “guajiro”. Dice que tal palabra surgió cuando, durante  la guerra hispano-cubano-americana (1898) los soldados estadounidenses decían a los combatientes del cubano  Ejército Libertador: You are a hero, y que de esas dos últimas palabras (“héroe de guerra”) se derivó “guajiro”.

            Lo cierto es que ese vocablo aparece registrado en el Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, de Estaban Pichardo, que tuvo su cuarta edición, la última en vida de su autor, en 1875, más de veinte años antes de aquel conflicto bélico.

            Desconozco de dónde pudo salir la aseveración de que proviene de una  corrupción del inglés. Hay gente que atribuye a ese idioma un influjo mayor del que realmente tuvo en Cuba. Algo similar sucede con el término congrí, que es la mezcla del arroz blanco con los frijoles colorados guisados juntos. El lexicógrafo cubano Rodríguez Herrera lo hacía derivar  de la voz inglesa concrete, la mezcla o mortero  de arena, piedra y cemento. Eso, en opinión de otros especialistas, es un disparate.

            Se ha dicho que guajiro es una palabra que proviene del yucateco, idioma donde significa “señor”. Pero asegura Pichardo que en la época en que escribió su libro apenas se usaba en Yucatán, mientras que en Cuba era muy común y muy distinto su significado pues aquí guajiro es sinónimo de campesino. Con esa acepción lo recoge el diccionario de la Academia de la Lengua.

            Fernando Ortiz, en su Nuevo catauro de cubanismos (1974) incluye también la palabra y José Juan Arrom le concede la extensión que merece en su Estudios de lexicografía antillana (1980). Expresa Arrom que la voz se empleó en Santo Domingo, “si bien allí hoy parece haber caído en desuso”, y, en sentido restringido, en Guatemala, país donde, afirma Martín Alonso, se llama así a los centroamericanos en general, y también a los guatemaltecos no nacidos en la capital del país.

            Arrom cita a Oviedo, que en su General y natural historia de Indias (1535) asevera que guajiro no es término originario de la Tierra Firme sino de procedencia caribe, es decir, antillana. Acude asimismo a la Apologética historia de las Indias, del padre Las Casas, y recuerda que entre los taínos existían tres palabras para significar el grado y la dignidad de los señores: matunheri, que equivalía a alteza; baharí, señoría, y guaxerí, vuestra merced. Y añade que en su Historia de las Indias, Las Casas expresa que guaxerí significa señor. Rafael Calderón, en su gramática de la lengua goajira, dice que guashire es caballero y que guashiri significa rico. De todo ello concluye Arrom la procedencia arahuaca de la palabra.

 Arrom dice que en los vocablos guaxerí, baharí y matunherí los fonemas xerí, harí y herí son vacilantes grafías de un mismo morfema que corresponde a la voz arahuaca “a-hatí”, es decir, camarada, compañero, compatriota. Entonces si matun significa generoso, noble, matunherí sería noble,  generoso compañero o compatriota. Y que si bahü es casa, baharí quiere decir compañero de casa.

            Bachiller y Morales asegura que es artículo. Arrom no concuerda con ese erudito. Para él gua o wa es prefijo pronominal que significa nos, nuestro.

            Puntualiza: “Guajiro, por tanto, vendría a ser lo mismo que nuestro compañero o compatriota, equivalente a la palabra inglesa milord y a la española monseñor, con lo que queda demostrado que es un término de tratamiento a la vez familiar y respetuoso, de procedencia taína”.

            Ortiz recuerda en su Catauro que hubo una nación de goajiros, La Guajira, pueblo ganadero que se ubicó entre Venezuela y Colombia. Pero la palabra guajiro, la adoptaron allí de los caribes. Afirma el ilustre polígrafo: “Nuestro nombre de guajiros puede haberse tomado de los indios esclavizados que en el siglo XVI se trajeron desde Venezuela”.

            Guajiro entonces no surgió en los días de la guerra hispano-cubano-americana. Ni es voz derivada del inglés. Su origen es más antiguo y más nuestro.

Certidumbre de Arrom

Certidumbre de Arrom

Ciro Bianchi Ross

Foto Eduardo Cabrera

 

En la ciudad universitaria de New Haven, Connecticut, falleció a los 97 años de edad el erudito cubano José Juan Arrom. Era Profesor Emérito de la Universidad de Yale, donde hizo estudios y ejerció la docencia durante varias décadas. La larga permanencia en Estados Unidos no melló su cubanía. No dejó nunca de considerarse un escritor cubano, condición que supo siempre defender con intensidad. En septiembre de 1981, la Universidad de La Habana le otorgó el título de Profesor Honoris Causa en  Artes y Letras. Al recibirlo, en acto solemne en el Aula Magna de esa casa de estudios, Arrom hizo una confesión cenital.  Aseveró que de  la Universidad de Yale había recibido tres títulos y siempre guardó los diplomas; no sintió la necesidad o el deseo de exponerlos. Nunca supo el porqué de esa determinación hasta que recibió el diploma de la universidad habanera. Fue ahí que comprendió que siempre quiso tener un título académico cubano. Colocaría entonces en una línea horizontal los de Yale y sobre ellos, como culminación de su vida académica, el de la Universidad de La Habana.

            Nació en la ciudad de Holguín, pero se consideraba mayaricero, porque fue en Mayarí, pequeña localidad del oriente cubano, donde pasó su infancia y adolescencia. Allí, tendría Arrom ocho o nueve años de edad, alguien le regaló una pequeña hacha de piedra muy pulida. Le dijeron que se trataba de una “piedra de rayo”, con cualidades mágicas, pero no tardaron  en aclararle que se trataba de un hacha petaloide que quizás hubiera pertenecido a un niño taíno de su misma edad. Años después se empeñaría  en saber cómo había sido aquel niño, qué hacía, qué pensaba, cómo hablaba, y muchos años después hallaría respuestas a esas preguntas al empezar a ocuparse del estudio de los indígenas de las Antillas. Antes, con sus indagaciones sobre los cronistas de Indias, daba inicio a sus acercamientos a la lingüística y  la antropología antillanas. Sobre todo del taíno con sus mitos, su cultura, los misterios de su tierra y de su lengua.

GUSTADOR DEL IDIOMA    

Varios de sus libros versan sobre esos temas. En Estudios de lexicografía antillana (1980) recogió,  entre otras páginas,  sus aproximaciones a las vicisitudes y el significado del nombre de “Cuba”, rastreó los orígenes de la palabra “chévere”, procuró la etimología del término “manatí” y la génesis de la voz “congrí”, guiso de arroz blanco y frijoles colorados; una de las glorias de la cocina cubana…

            El idioma de los antillanos tiene palabras que vienen de muy lejos y con el sentido que le dio una lengua que se selló hace siglos. Algunas de esas palabras nunca salieron de sus límites geográficos, pero otras, llevadas por conquistadores y colonizadores, se extendieron por toda América y algunas atravesaron el Atlántico. Muchas de ellas presentan problemas que oscurecen su origen, debilitan su fuerza o reducen su campo semántico.

            De ahí que Arrom estudiara con atención la obra de importantes lexicógrafos que le antecedieron en Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, y luego, por los rumbos que ellos trazaron, llevara su búsqueda a un campo poco explorado, el de las relaciones de la extinta lengua de los taínos con otras, todavía habladas, de la misma familia arahuaca a la que perteneció. Esa apertura le sirvió para acopiar elementos que no existían o desconocieron sus predecesores, y el aprovechamiento de ese nuevo material permitió a Arrom ir más allá de los registros usuales de indigenismos e indagar correspondencias, proponer etimología e intentar precisiones antes insospechadas. No todo pudo esclarecerlo, no siempre encontró la respuesta categórica y salvó a veces el vacío con  hipótesis que podrán confirmarse o no, pero que habrá que tener en cuenta por las sendas que abrieron y los datos que relacionan e iluminan.

            Más que un lingüista profesional, Arrom fue un gustador del idioma y sus estudios obedecieron más a preocupaciones literarias que a propósitos exclusivamente lingüísticos, pero contribuyeron a  llenar un espacio que  atañe a las raíces mismas de nuestra lengua y nuestra cultura.

DEFINIR AL CRIOLLO

Muchos años dedicó al estudio de la etimología del topónimo “Cuba”.  Comprobó que para el taíno esa voz quería decir “tierra”, “territorio”. Esto es, una de las islas que componían su patria, que era todo el archipiélago antillano. A ese archipiélago, constató Arrom, le llamaban “bohío”. Bohío no era para ellos, por tanto, lo que es hoy: la rústica casa de un campesino. Significaba ese término para los taínos “hogar, casa, residencia, morada”, y las Antillas eran la morada ancestral de todo el pueblo taíno. La isla de Cuba, dice el padre Las Casas, era “Cuba Anacan”: territorio central. Porque “cuba” es “territorio” y “anacan” quiere decir “en el centro”.  

            A la voz “criollo” también dedicó José Juan Arrom muchos desvelos. Antes de que diera a conocer el resultado de su investigación, se tenía por criollo solo al nacido en América de padres españoles. Ese le pareció una idea inexacta, incompleta y hasta peyorativa al no incluir a otros que no eran hijos de españoles y nacieron también en América.

            Arrom buscó el origen de la palabra y siguió su trayectoria para concluir que criollo es “lo nacido en la tierra para separarlo de lo que viene de afuera; lo auténtico de uno”. Los portugueses, argumentó,  llamaban “criadouro” al pollo que nacía en la casa, aunque hubiese salido del huevo de una gallina traída de otra parte. Criollo es lo nacido en mi patio, puntualizaba.  Y por eso, insistía en que podía hablarse de criollos blancos, criollos negros, criollos mestizos: Decía al respecto: “Los americanos somos los criollos”,  y esbozó  una definición que obligaría a la  Real Academia de la Lengua a modificar la suya.

¿MÉDICO O ECONOMISTA?

En Cuba, Arrom quiso hacerse médico. Pero la Universidad de La Habana, la única que existía en la Isla, fue clausurada por el dictador Gerardo Machado en 1931, y el coronel Batista volvió a cerrarla en 1933. Fue así que decidió  buscar nuevos horizontes en Estados Unidos y estudiar lo que pudiera. Lo aceptaron  en Yale en 1934. Matriculó Economía. Pero siguió, al mismo tiempo, un curso sobre novela hispanoamericana que dictaba  el profesor Frederick B. Luquiens. Allí cambiaría su destino porque Luquiens le sugirió que continuara estudios de Letras y lo invitó a que, una vez graduado, se incorporara a su departamento.

            Los estudios hispanoamericanos estaban en pañales entonces en Estados Unidos. El español se estudiaba dentro de los departamentos de Lenguas Romances y solo se prestaba atención a la literatura española. Luquiens logró separar el español de las demás lenguas y asumió  los temas de la cultura de Hispanoamérica. Con él iría a trabajar, como instructor, José Juan Arrom, y pocos años después, tras el fallecimiento de Luquiens, asumiría sus cursos.

            Llevaba otras preocupaciones, otros intereses. Incluyó en los programas el estudio de otros autores: Sor Juana, Ercilla y también escritores como Martí y Nicolás Guillén. Las innovaciones fueron mayores en sus cursos de postgrado. Dedicó algunos al teatro hispanoamericano y abordó en sus clases desde las actividades dramáticas prehispánicas hasta los dramaturgos más actuales y, en otros, abordó a los cronistas de Indias y sus aportes a las letras de su tiempo. Era una época en la que la Universidad de Yale carecía de un bibliotecario profesional que se encargara de los libros de y sobre Hispanoamérica. Arrom se prestó para trabajar como curador ad honorem en 1942. Cuando veinte años después abandonó el cargo había enriquecido la biblioteca con unos treinta mil volúmenes.

CIUDADANO DE AMÉRICA

Muchos de los que fueron sus alumnos, son hoy destacados profesores e investigadores. Basta mencionar entre ellos a Robert F. Thompson, eminente profesor en Yale y un hombre reconocido universalmente por su labor en los estudios sobre las artes africanas. Fueron las clases de Arrom sobre la poesía de Nicolás Guillén las que despertaron la curiosidad de Thompson por esos temas. Se sintió tan impresionado con  la lectura de “Sensemayá” y otros poemas de Guillén, que en las vacaciones siguientes viajó a La Habana para ahondar en la obra de escritores cubanos de ascendencia negra.

            En 1957 tuvo un gesto conmovedor con el poeta cubano Roberto Fernández Retamar, el profesor más joven entonces (27 años) de la Universidad de La Habana, plaza conquistada por concurso-oposición. Arrom disfrutaría de un año sabático y lo invitaba a trasladarse a Yale como Visiting Assistant Professor. No lo movió la amistad. Apenas se conocían. Se habían visto solo una vez y sostuvieron una breve plática, pero Arrom recordaba con agrado la lectura de un libro de Retamar, La poesía contemporánea en Cuba (1954).  Y eso lo decidió.  Retamar ya había rechazado una invitación anterior de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y aceptó la nueva propuesta: Batista estaba otra vez  en el poder y la alta casa de estudios habanera había vuelto a cerrar sus puertas.

            Años después, Retamar reciprocaría el gesto al hacer el elogio de Arrom cuando la Universidad de La Habana lo distinguió como Profesor Honorario. Al aludir a su cubanía, Retamar dijo que “con el tiempo, aquella condición creció hasta hacerlo ciudadano de nuestra América toda. No pocos de los instrumentos intelectuales de sus estudios los debió a la Academia norteamericana, pero la temática y el aliento de esos estudios han sido siempre los de la América Latina y el Caribe (incluso de lo que ha sido llamado Preamérica) contempladas con orgullo y fervor. Sus principales maestros fueron criaturas como Fernando Ortiz, Pedro Henríquez Ureña, y, desde luego, José Martí”.

ENSEÑAR CON BUEN HUMOR

Algunos de los libros que publicó Jose Juan Arrom son: Historia de la literatura dramática cubana (1944) El negro en la poesía folklórica americana (1955) Esquema general de las letras hispanoamericanas; ensayo de un método (1963) e Hispanoamérica: panorama contemporáneo de su cultura (1969).

            De mucha trascendencia es  Certidumbre de América, publicado originalmente en 1959. Escribió en la introducción a ese libro:

            “Los estudios que aquí recojo convergen hacia un solo tema. La ruta elegida podrá ser una disquisición lexicológica, apuntes sobre una antigua comedia, el análisis de un par de cuentos, indagaciones sobre temas folklóricos o esbozos de apretadas síntesis, pero invariablemente conducen a un mismo punto: la realidad de América y del hombre americano. Todos han resultado, además, de un mismo proceder. En cada caso partí de una duda y regresé con una certeza […] De ahí que titule al conjunto Certidumbre de América…”

            Muchos de sus libros Arrom los concibió a partir de sus clases. En ellas, cuentan los que fueron sus discípulos, solía intercalar anécdotas, casi siempre risueñas, para subrayar un aspecto sustancial de la obra o el tema que comentaba. Hizo suyos, como divisa, las palabras de un antiguo poeta inglés: Gladly learn and gladly teach.

 

            Y es que la anécdota, aseveraba Arrom, es parte muy principal de la tradición intelectual hispanoamericana. Desde los cronistas de Indias la anécdota potencia el sentido del discurso.

            Un día, al finalizar una conferencia, un alumno le preguntó:

            -Profesor, ¿por qué estudia tanto?

            -Porque me divierte, respondió Arrom.

            Siguió a sus palabras un espeso silencio. Y Arrom, sin inmutarse, concluyó:    

            -Sí, señores. La erudición no tiene que ser un martirio. Bien llevada puede proporcionarnos momentos placenteros y aun de júbilo, como cuando se descubre algún momento olvidado o desconocido durante las investigaciones que uno está realizando.