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Aquel 20 de mayo

Aquel 20 de mayo

Ciro Bianchi Ross

 

 

¿Sabía usted que la bandera cubana que a las 12:10 del 20 de mayo de 1902 se izó en la azotea del viejo Palacio de los Capitanes Generales convertido  en Palacio Presidencial, para anunciar que Cuba era ya República, aunque no fuera aquella por la que lucharon varias generaciones de cubanos, fue arriada quince minutos más tarde porque el interventor norteamericano  Leonardo Wood, cesado ya en su cargo, quiso llevársela como trofeo? ¿Qué ese día, a la toma de posesión de Tomás Estrada Palma como primer Presidente de Cuba no se invitó a  ninguna mujer —ni siquiera a Genoveva Guardiola, la esposa del mandatario— porque la recién aprobada Constitución de 1901 no les reconocía derechos políticos a las féminas y, por tanto, se les excluyó del protocolo? ¿Sabía que, pese a la retirada de las tropas de intervención de Estados Unidos, que salieron de la Isla ese mismo día, quedaron aquí tres compañías del Ejército de ese país que entrenarían a artilleros cubanos y custodiarían las fortalezas?

            Acerca de la instauración de la República de Cuba, el 20 de mayo de 1902, hace hoy 110 años justos, hablaremos enseguida. Cuando yo era niño la fecha era Fiesta Nacional y la saludábamos con orgullo colocando la bandera en la  ventana de la sala de la casa. Dejó de celebrarse a partir de 1963 y la regalamos así a los cubanos de enfrente, olvidándonos de que también es nuestra. ¿Fecha gloriosa o aciaga?,  pregunta Ana Cairo Ballester. «No se necesita satanizar la fecha; ni hacerla formar parte de una lista de olvidos, en una especie de limbo histórico cultural», responde la propia historiadora, y precisa que lo interesante sería polemizar sobre si se celebra o se conmemora, y cómo hacerlo ya que no debe perderse de vista, recalca Cairo Ballester,  que el siglo XX cubano se divide en dos grandes periodos históricos bien delimitados: la República burguesa y la República socialista. O lo que es lo mismo: la República y la Revolución,  pero el Estado nacido a la vida el 20 de mayo de 1902 mantiene inalterables su nombre y los símbolos patrios que lo identifican.

            Aquel día, la gente, aun sin conocerse, se saludaba y abrazaba en la calle; reía y lloraba, gritaba y cantaba.  Cuba entera vibraba de patriótico entusiasmo. Decenas de miles de personas congregadas en el todavía incipiente malecón habanero permanecieron de rodillas, en gesto de devoción,  mientras la enseña nacional era izada en el Morro. La ceremonia comenzó en la vieja fortaleza cuando un teniente norteamericano avisó, desde la farola, que la enseña nacional ondeaba ya en el palacio de gobierno. Se arrió entonces la bandera de las barras y las estrellas y el general Emilio Núñez, gobernador de La Habana,  y el vigía del Morro amarraron la nuestra a las cuerdas para comenzar el izaje. No pudo procederse como estaba previsto ni mantenerse el orden porque los oficiales del Ejército Libertador allí presentes se abalanzaron hacia las sogas y tiraron también de ellas.

            Escribe, lleno de sano chovinismo,  el cronista Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas: «El día 20 de mayo de 1902 —un día de espléndido sol y cielo azul, tal como si Dios hubiera bajado a tomar parte en la fiesta— descendía del mástil del Morro la banderita de la Intervención Americana —no mayor de un pañuelo, de los pequeños— y subía nuestro “banderón” nacional —grande, bello, enorme— cogiéndose él solo el mundo; y tragándose el aire, al ondear victorioso en látigos frenéticos».

            Apunta más adelante: «No quedó ventana, puerta, tejado, azotea, balcón o poste de la vía pública de donde no colgase una bandera cubana, más o menos grande; ni pecho de hombre que no mostrase sus tres colores entrelazados en un botón o roseta en el ojal de la levita, saco o chamarreta; ni peinado de mujer donde el alto y espeso moño no luciera la enseña patria, en la punta de un artístico y enhiesto prendedor».

            Sintetizaba el historiador Ramiro Guerra en 1932: «Los que tuvieron el privilegio de contemplar aquella apoteosis no podrán olvidarla jamás».

            ¿Se equivocaban aquellos cubanos que lloraban de felicidad en la calle ante la fundación de un Estado con reconocimiento internacional aunque fuera una República lisiada y castrada?  ¿Se equivocó Máximo Gómez cuando, con los ojos nublados por las lágrimas, se abrazó a José Miguel Gómez, aquel 20 de mayo,  en el viejo salón del trono del palacio de gobierno, para decirle: «Creo que hemos llegado»?

            ¿Habíamos llegado realmente? Escribía Emilio Roig en 1959:

            «La República que surgió el 20 de mayo de 1902, no fue, sin duda alguna, la que concibieron y por la que lucharon y murieron varias generaciones de cubanos…

            «Nuestra larga lucha por la independencia cumplió a plenitud su misión histórica. Y los cubanos debemos sentirnos muy satisfechos de haber salido del despotismo español y conquistado la República.

            «Muy felices debemos también sentirnos… de que después de lograr la independencia de España, pudiéramos destruir los planes anexionistas del presidente McKinley y el gobernador Leonardo Wood y, gracias a la lucha tenaz mantenida por nuestro pueblo durante la intervención militar norteamericana, que escamoteó el triunfo del Ejército Libertador, se lograra la República, aún con la castración que significó la Enmienda Platt, factor terrible de perturbación y disociación ciudadana».

AGENDA DE LA REPÚBLICA

El 24 de febrero de 1902, las provincias validaron a Tomás Estrada Palma para su alto cargo. El 11 de mayo el mandatario electo desembarcaba en La Habana, y el 15, el Senado y la Cámara de Representantes, que se constituyeron ese mismo día, lo proclamaban Presidente de la República. Llevaba unos 25 años fuera de la Isla y una bien orquestada campaña publicitaria a su favor alabó al maestro, al padre de familia, al amigo de Martí, al hombre que en aras de la patria renunciaba a su ciudadanía norteamericana. Los cubanos de Nueva York lo habían despedido con un banquete y le obsequiaron una pluma de oro.

            El 16 de mayo se iniciaban los actos de despedida de los ocupantes norteamericanos. Los veteranos de la independencia, los políticos y  los hombres de negocio congratularon a los interventores con bailes y banquetes y se regaló a Wood un machete con empuñadura de oro y pedrerías. El 19, séptimo aniversario de la muerte de Martí, fue día de recogimiento, con banderas a media asta y crespones de luto, ofrendas florales y veladas solemnes. A las doce de la noche, sin embargo, ocurrió lo inconcebible: se pasó, en cuestión de minutos, del luto al jolgorio. El 20, el programa para celebrar la instauración de la República fue nacional, con actos en cada capital de provincia, ciudad, pueblo y caserío. Las ceremonias grandes tuvieron lugar en La Habana; la del Palacio de los Capitanes Generales, con carácter oficial y, más popular, la de la explanada del Morro.

            A la hora prevista, Máximo Gómez, en compañía de varios generales del Ejército Libertador, ocupó su puesto en el salón de recepciones del palacio, y Wood, con su estado mayor, ocupó el suyo, de espaldas a la Plaza de Armas. Estrada Palma, con su consejo de secretarios (ministros), se situó frente al interventor saliente. Wood dio lectura a una breve proclama y ordenó que se izara la bandera cubana, el mismo pabellón  que ondeó en las sesiones de la convención constituyente y que encabezó los actos por el recibimiento de Estrada Palma en La Habana. Luego, como ya se dijo, se arrió esta bandera y Máximo Gómez y el propio Wood izaron otra, que quedó en su puesto. Mientras se elevaba la primera de esas banderas, se escuchaban las notas del Himno Nacional y la enseña era saludada por 21 cañonazos, el repicar de las campanas de todas las iglesias habaneras y el ulular de las sirenas de los barcos surtos en puerto.

            En aquel salón de recepciones, el mandatario juró su cargo ante el presidente del Tribunal Supremo de Justicia y quedó constancia de ello en el acta correspondiente. Poco después tenía lugar la primera reunión del consejo de ministros. A las cuatro de la tarde, Estrada Palma acompañó a Wood hasta el muelle y allí se despidieron.

            Las ovaciones se sucedían cada vez que a pie, a caballo o en coche, pasaba alguno de los altos jefes del Ejército Libertador —García Menocal, José Miguel, Cebreco. Montalvo, Quintín Bandera…—. La muchedumbre se renovaba en la Plaza de Armas para hacer salir al balcón de palacio al Presidente y a sus secretarios de despacho. Don Tomás se asomaba  y se retiraba para repetir lo mismo al poco rato.  Fue una jornada intensa. A saludar al mandatario acudían el Rector de la Universidad de La Habana y el director de la Academia de San Alejandro, directivos de la Sociedad Económica de Amigos del País, el Alcalde habanero y sus concejales, los jefes del Cuerpo de Bomberos y de la Guardia Rural, los cónsules y la prensa extranjera acreditada,  miembros del Congreso de Estados Unidos y representantes de la Iglesia Católica encabezados por monseñor  Barnada, arzobispo primado de Santiago de Cuba…. José Francisco Martí Zayas Bazán, el hijo del Apóstol, mandaba la compañía de ceremonias.

            Asistió Estrada Palma a un Te Deum en la Catedral y supervisó una parada estudiantil en la Plaza de Armas. Por el Prado, desde La Punta al Campo de Marte, hubo desfiles de carrozas auspiciadas por  instituciones o empresas, bandas de música, abanderadas en honor de las repúblicas americanas y agrupaciones políticas. Desfilaron  además personas con disfraces y bailaron y cantaron los negros que conformaban una comparsa. Por la noche, en el Teatro Nacional hubo una sonada velada cultural en la que Luis Estévez y Romero, vicepresidente de la República y su esposa Marta Abreu ocuparon el palco de honor, Tarde en la noche comenzaron los fuegos artificiales. Dice Ana Cairo al respecto: «La Habana nocturna resplandecía como un sol y los fotógrafos se esmeraron captando dicha rareza». Las fiestas acabaron el 21 de mayo, al amanecer.

            Se levantaron arcos de triunfo y, en el Parque Central, se emplazó una réplica de la Estatua de la Libertad. El que pudo dio una mano de lechada al frente de su casa. No pocos establecimientos comerciales cambiaron de nombre de la noche a la mañana para atemperarlos a los nuevos tiempos. Hubo fiestas por Cuba en París y en universidades norteamericanas y en algunas localidades de México. No faltaron los poemas que exaltaron el acontecimiento.

La revista El Fígaro, en un número que circuló el propio día 20, publicó valiosas opiniones sobre el naciente Estado y su futuro y un interesantísimo despliegue fotográfico. Juan Gualberto Gómez fue terminante en sus consideraciones. A su juicio, la muerte de Martí desvió el curso de la Revolución y en esa desviación estaba la clave de la gran herida que sufría el ideal de la independencia absoluta de la patria. Concluía Juan Gualberto: «Hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo… las ideas directrices y los métodos que preconizara Martí».

 

 

 

 

 

Cuando salí de La Habana, válgame Dios

Cuando salí de La Habana, válgame Dios

Ciro Bianchi Ross

Sonríe cuando le digo que son muchos los que lo citan, y muchos más los que lo repiten sin citarlo. Estamos en la sala de estar de su casa de la urbanización El Álamo, en Guaynabo, Puerto Rico. Acaban de implantarle un marcapasos y tiene el brazo izquierdo  en cabestrillo, pero su humor es excelente. «Soy un perro pointer; un animal preparado especialmente para la caza que señala la presa y no le importa que sean otros los que la levanten»,  dice Cristóbal Díaz Ayala, el destacado  musicógrafo cubano.  Dos obras cuelgan cerca del lugar donde conversamos. Los músicos, de Cundo Bermúdez, y El Sexteto, obra de otro cubano, el dibujante Silvio Fontanillas, que sirve de cubierta a uno de los títulos más sobresalientes de mi interlocutor, Música cubana; del areyto al rap cubano, que alcanzó en el año 2003 su cuarta edición.

            -Cuando Música cubana…se publicó  por primera vez en 1981, dije no era un libro técnico ni erudito, pero sí extenso porque trataba de contar lo que pasó con la música cubana dentro y fuera de Cuba durante casi quinientos años, y lo que le pasó, durante el mismo periodo,  a la música de otros países cuando llegó a Cuba. Añadía que, pese a su extensión, era un libro breve porque el ámbito propuesto requería más de un libro y más de un autor. Decía asimismo que se trataba de un libro lleno de errores pues quedaba muchísimo por investigar, buscar, cotejar y analizar.

            «En ediciones posteriores a aquella de 1981 hicimos correcciones de erratas y de fechas. Esa revisión fue total en la cuarta edición. Corregimos algunos errores factuales y modificamos enfoques y conceptos, mientras que en títulos  posteriores ampliamos en buena medida la información que aparece en el libro. Hay biografías, fotos y la relación de los discos grabados  por casi todos los artistas que se mencionan en esa obra en Cuba canta y baila; discografía de la música cubana (1898-1925) publicada en 1994, y en las cuatro mil páginas que abarcan desde 1925 hasta 1960 y que continúan dicha obra; información disponible y a la que puede accederse de manera gratuita en el portal de la Universidad Internacional de la Florida.

            «Por otra parte, en Cuando salí de La Habana —1898-1997; cien años de música cubana por el mundo actualicé la presencia cubana fuera de la Isla en ese periodo, lo que completó y amplió la información que sobre eso aparecía en Música cubana…

            «Se analizan en la edición más reciente los últimos veinte años del quehacer musical cubano. Es una visión somera. Aun así servirá de ayuda y orientación a los interesados. La inclusión de esa etapa obligó a cambiar el título del libro. Del areyto a la Nueva Trova, que era el de ediciones anteriores, se convirtió en Del areyto al rap cubano, género este último que surgió con mucha fuerza en Cuba».

            Díaz Ayala nació en La Habana, el 20 de junio de 1930. Impartió conferencias en universidades de América  y Europa y participó en festivales de música en ambos continentes. Colaboró con el Grove Dictionary of Jazz, con el Diccionario Hispanoamericano y con la revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Entre 1979 y 1995 dirigió el programa radial Cubanacán.

            Destacan, entre sus libros, Si te quieres por el pico divertir; historia del pregón latinoamericano (1988) Los contrapuntos de la música cubana (2006) y La marcha de los jíbaros, 1898-1997: cien años de música puertorriqueña por el mundo (Tercera edición, 2007). En opinión del erudito cubano Radamés Giro la contribución más importante de este investigador es su historia de la discografía cubana, que anunció en varios volúmenes y del que solo apareció el ya mencionado que cubre el periodo que va desde 1898 hasta 1925. El periodo subsiguiente, hasta 1960, no será llevado a libro. También trabajó el tema de la discografía puertorriqueña que dio a conocer en  San Juan-New York; 1900-1942 (2009).         

Apunta Díaz Ayala al respecto: «En realidad, la verdadera historia de la música comienza con el disco porque hasta entonces nadie sabe cómo sonaba. Mis últimos trabajos tratan de cubrir el campo de la discografía como base de investigaciones posteriores».

Otra de sus grandes contribuciones, añade Giro, es 100 canciones cubanas del milenio (1999), aquellas piezas que a juicio del compilador marcaron un hito en la cancionística cubana. Son cuatro CD con un cuaderno que contiene datos biográficos de los compositores e intérpretes, y notas sobre cada una de las canciones escogidas; esfuerzo ya imprescindible, precisa Giro, para aquellos que quieran indagar sobre este aspecto de la historia de la música cubana. 

-Cuando salí de La Habana es, en efecto, el título de un libro suyo publicado en 1898. Cuando salí de La Habana es también el título del primer hit internacional de la música cubana. Hay además una alusión biográfica en eso. Usted también sale de La Habana en 1960, sin contar que es esa pieza de un recuerdo entrañable para usted.

            -Ese libro tiene también cuatro ediciones, corregidas las dos últimas de ellas.   Es fruto de un suceso contrariado. Comencé  a prepararlo como parte de una obra en dos volúmenes sobre la música popular cubana que editaría la Fundación Autor, filial de la Sociedad General de Autores de España (SGAE). Cuando concluí mi parte, que cubría la presencia de la música cubana en el mundo,  la Fundación cambió de planes y decidió limitar el empeño a las relaciones musicales entre Cuba y España, con el título de La música entre Cuba y España. Inconforme con el cambio, retiré mi  trabajo y decidí publicarlo por mi  cuenta. Lo dediqué al centenario de la independencia de la Isla y a mi padre, que noche a noche me cantaba para que se durmiera y comenzaba siempre su «programa» con La paloma: «Cuando salí de La Habana, / válgame Dios…». Estoy convencido que nadie, salvo los patriotas y los mártires de la independencia, hicieron más por Cuba que sus músicos pues la música es precisamente un producto internacional importante.

            Evoca Díaz Ayala un pasaje de su infancia. El tío Cristóbal  pidió  a su hermano que diera su nombre al niño que estaba por nacer. Por entonces aquel tío  vivía convencido de que jamás contraería matrimonio y de que nunca tendría hijos; lo que no fue así pues se casó andando el tiempo y tuvo un hijo al que también  puso Cristóbal. Llegaría a ser un destacado ingeniero; director del periódico Excelsior y Presidente del Bloque Cubano de Prensa.

            Repasa enseguida un paisaje. El mismo que contempló entre los cuatro y los ocho años de edad. Está en el hotel Vista Alegre y ve el mar, la puesta de sol y el parque Maceo con sus retretas sabatinas. A la izquierda, observa la mole del edificio de la Casa de Maternidad y Beneficencia, hogar de niños expósitos,  y la calzada de Belascoaín, y, hacia arriba, el Vedado, la Universidad…

            -Mis primeros recuerdos son de cuando vivíamos en el hotel Vista Alegre, más bien una casa de huéspedes, que daba por un costado al Malecón. Había un balconcito y mi padre, que era un tenor frustrado,  me arrullaba, no con canciones de cuna, sino con un repertorio que comenzaba con La paloma, la habanera inmortal de Sebastián Yradier. Papá iniciaba su concierto con el cañonazo de las nueve, que no solo se oía, sino que veíamos el resplandor del disparo de lo cerca que estábamos del Morro. Era mi padre quien me cantaba para que durmiera, no mi madre, que no entonaba bien aunque le gustaba mucho la música. El balcón de la habitación que ocupábamos quedaba exactamente encima de las mesas de la acera del café Vista Alegre, posiblemente el primer aire libre que existió en La Habana. Allí se daban cita por las noches e interpretaban sus canciones los mejores trovadores del país. Gracias a aquel balconcito tuve conciertos gratis hasta los ocho años.

            -De manera que su interés por la música cubana nace en Cuba.

            -El interés por la música en general, debe haber comenzado, sin que  yo me diera cuenta, en Cuba. Esto que le cuento del Vista Alegre serían los antecedentes. Siguió cuando ya adolescente tuve el programa de música cubana por radio, tendría unos 16 años, este fue de música americana, pero ya empezaba a nacer el afán investigativo, me suscribí a dos revistas norteamericanas sobre música, Down Beat y Metronome, y trataba de dar información de la música que ponía, empezaba además el be-bop y pasaba esa música, que muy poca gente conocía en Cuba. Después siguió cuando tuve la discoteca con mi esposa, era una manera de seguir en contacto con lo musical. Además era coleccionista, aunque mi colección no fue muy grande, creo tendría unos mil discos, la mayoría de 78 rpm. Además, desde entonces era un promiscuo musical: lo mismo asistía a los conciertos de los domingos de la Filarmónica, que escuchaba por Radio Cadena Suaritos música mexicana y española, y los programas de por la tarde con  Romeu al piano, y después María Teresa Vera y Lorenzo Hierrezuelo.

            -¿Acrecentó el exilio ese interés o por lo contrario lo mermó?

            -El exilio marca un paréntesis a mi afición musical, mientras me abro paso para mejorar mi situación económica, pero nunca es una dejación total; hacíamos guateques en mi casa, donde tocaban y cantaban dos parientes de mi esposa, por supuesto el repertorio era  de música cubana trovadoresca.
Empiezo a escuchar música puertorriqueña del ayer, y encuentro, para mi sorpresa, programas radiales en que se usa la música cubana con verdadera veneración, gentes como Gilbert Mamery, Riverita y Mariano Artau. Ya a finales de los años  70 dispongo de un poco de tiempo y chavos, y empiezo a coleccionar nuevamente música cubana, que se conseguía bastante en Puerto Rico y Miami, y termino con un programa radial titulado Cubanacán en 1979, que se trasmitió primero por la emisora del gobierno de Puerto Rico,  WIPR, y después por la de la Universidad, WRTU. En ellos pasaba la música pero explicando, dando datos biográficos, etc. Lo mantuve  por más de diez  años. O sea, el interés estaba en mí, pero la lejanía y el ambiente favorable de Borinquen, lo acrecentaron.

            -¿Hasta qué punto Cristóbal Díaz Ayala  era ya Cristóbal Díaz Ayala en el momento de su salida de Cuba en 1960?

            -Cristóbal Díaz Ayala  era en 1960 un abogado graduado  siete años antes que trabajaba como tal en un bufete. Estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Clase media típica.

            -Le pregunto esto porque en  todas las referencias que sobre usted he consultado aquí se insiste, en primer  en su condición de exitoso empresario. Luego se habla de su profesión: uno de los pocos cubanos que aquí  logró revalidar su título de abogado. Y solo en tercer término se dice que es usted el investigador que es en torno a la música cubana. ¿Está de acuerdo con ese ordenamiento de sus actividades e intereses o da otro orden a los factores?

-Ese es el orden cronológico en que sucedieron las cosas, pero yo las coloco de otra forma. Salí de Cuba, me establecí en Miami y un año más tarde tuve la suerte de que me enviaran a Puerto Rico a trabajar en una empresa constructora. Cinco años después revalidé mi título universitario.  Mi gestión como empresario en esa esfera me permitió ciertamente  darle educación a mis tres hijos, y en un momento determinado, poder dedicarme a lo que me gustaba, investigar y escribir. Lo de la reválida, es un gusto que me quise dar: recuperar mi status profesional. Lo único interesante es que el Doctor Villoldo y yo fuimos los primeros cubanos que hicieron la reválida en Puerto Rico;  después la han hecho varios, nunca un número considerable. Pero claro,  si algún legado dejo, son mis libros, eso es lo importante.
          -¿Cuál es el aporte mayor que hace el exilio a su obra?

-Es en el exilio que aprendo la importancia de la música cubana cuando veo el amor que sienten por ella los puertorriqueños, y lo mismo me pasa, cuando en los ochenta empiezo a viajar a México, Colombia, Venezuela, y otros países, y encuentro  la alta estima que se tiene en esas naciones por la música cubana.  Es entonces que cobro conciencia de su importancia.
            -¿Cómo conceptuaría su obra? ¿Cuál es, a su juicio, el aporte mayor que hace a los estudios cubanos?

            -Cuando pensaba en  un libro como Música cubana; del areyto a la Nueva Trova,  me pareció necesario una obra que  no fuera  tan conceptual como las de Alejo Carpentier, María Teresa Linares y   Argeliers León. Tenía en mente  una obra de divulgación, que diese una idea general de lo que había sido y era la música cubana.  Cuando el libro apareció publicado, en 1981, se estaban apropiando de nuestra música, no se mencionaba su origen cubano; no se sabía de lo producido en Cuba después de 1958, géneros como el pa' acá, Mozambique, pilón, ni tampoco de orquestas como Irakere ni Van Van ni acerca  del movimiento de la Nueva Trova…
          En libros posteriores he tocado otros temas atinentes a la música cubana: la discografía, como base de todo estudio formal de la música de un país; la importancia de la música exportada, en este caso la que sale de Cuba y se disemina por todo el mundo; o los eventos que producen cambios en la música; además, amplié mis horizontes escribiendo sobre la música en otros países latinos, en este caso el pregón, y dos libros sobre la música boricua.
           Siempre mi obra trata de ser informativa, en primer término. Y trato de ser lo más ajustado posible a la realidad. Estudié no tan solo la carrera de abogado, sino también la de Ciencias Sociales y Derecho Público. De la primera, lo que más me ayudó fue el concepto de la evidencia, de la prueba, que es esencial en Derecho: los casos no se resuelven en función de lo alegado, sino de lo probado. Y de las Ciencias Sociales, la importancia que tiene la música en el tejido social. Además, tres años en la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, aunque no hice el cuarto año, me enseñaron a tratar de escribir claro y conciso.  También a veces, como en el caso de mi libro Los contrapuntos de la música cubana, me atrevo a establecer ciertos conceptos básicos.
            -¿Hay un músico escondido detrás del musicólogo?

            -Ni músico ni musicólogo. No soy músico porque no sé música y tampoco musicólogo  porque musicología es, según el diccionario de la Real Academia, el estudio científico de la teoría e historia de la música. Si acaso soy, según el propio diccionario,  es musicógrafo, esto es, una  persona que se dedica a escribir acerca de la música.

-¿Cuál es su canción preferida?

            -¡Asómbrese! No es una canción cubana ni latinoamericana siquiera. Es francesa. Se titula L’ âme des poète. La compuso Charles Trenet y la interpretaba Genevieve, una linda francesita que estuvo en Cuba en los años 50. En ella se llama «pobres vagabundos» a los compositores y habla de esas canciones que sobreviven a sus autores y que la gente canta sin saber ya quién las escribió y tarareando aquellas palabras y aun las frases completas que no recuerda.

            -Por cierto, L’ âme des poète es una de las canciones que su esposa Marisa y usted incluyeron en el disco Música y vida y que distribuyeron en ocasión de su ochenta cumpleaños.  Hay ahí melodías de diferentes partes del mundo.

            -En un álbum en que recogí las canciones que me han acompañado durante toda mi vida  y que en buena medida han acompañado a Marisa también, era imprescindible que comenzara con La paloma, interpretada en el disco por Conchita Supervía, y prosiguiera con Son de la loma en la voz del trío Matamoros, que muchas veces escuché de niño desde mi cuarto del hotel Vista Alegre.

            «Los años pasaron, me aficioné a la música popular norteamericana y al jazz y ya de adolescente, a los 16 años, tuve con ella, como ya le dije,  un programa de radio que tenía como tema Twilight time o Al atardecer, interpretado por la orquesta de Shep Fields. Esa fue la época en que Marisa me agarró y no me soltó y yo me le declaré a través del programa. Una de nuestras canciones favoritas, que pasé por radio cuando ella regresó de un breve viaje a México,  fue It’s been a long, long time,  por Kitty Kallen y la orquesta de Harry James. Esas dos piezas están también en Música y vida, como está asimismo El día que me quieras porque, de niño,  mi madre me llevaba al cine a ver películas argentinas,  y, claro, me hice tanguero también. ¿Quién se resiste, por otra parte, a esa melodía de Gardel y Lepera que es, para muchos, la más bella canción de amor que se haya escrito?

            «Mucho bailamos al compás de Romance en La Habana, del costarricense Ray Tico, interpretada por Los Chavales de España, y no nos cansamos de disfrutar Aveva un bavero, hermosa historia de amor de un soldadito, que interpretaba Katyna Ranieri, de visita también en la Isla en aquellos fabulosos años 50. Nos gusta la música española, especialmente la copla cuando relata una historia tan vívida como la que lograron los maestros Valverde, León y Quiroga en Ojos verdes, que cantaba Conchita Piquer, que también estuvo en Cuba. Más difícil de representar en el disco fue México, sobre todo cuando uno desea encontrar algo que no sea tan conocido y obvio como Agustín Lara y se decide por Consentida, de Alfredo Núñez de Borbón en la voz del cubano Orlando Vallejo. Con Quisqueya me pasa lo mismo. Mucha bella música donde escoger. En definitiva, me gustó el tono íntimo del bolero Guitarra bohemia, de Juan Lockward, cantado por Roberto Ledesma. Colombia está representada por Espumas, de Jorge Villamil, y  Perú por La flor de la canela, de Chabuca Granda, interpretada nada menos que por Bola de Nieve, mientras que Caballo viejo, de Simón Díaz, interpretado por Barbarito Diez saca la cara por Venezuela. Todas esas canciones están en el disco. No nos olvidamos de Puerto Rico, que nos acogió con tanto cariño y nos arrulló con su bellísima música. Se me hizo muy difícil decidirme, pero opté por Don Felo, el más puertorriqueño de todos los compositores porque nunca salió de su tierra. Y de las suyas escogí Estando contigo, a la que Danny Rivera, al interpretarla, le cambió el nombre por Madrigal y eso ayudó a que se conociera en todo el mundo. Todas esas canciones están en el disco»

            -¿Y de Cuba? ¿Algo más que Son de la loma?

            -Marisa y yo no nos olvidamos del repertorio cubano. En esta línea aparecen en el disco Quiéreme mucho, de Gonzalo Roig, cantada a dúo por Esther Borja y América Crespo; Noche cubana, de Portillo de la Luz, interpretada por Omara Portuondo; Besos salvajes, de Fontanal, por el trío de Servando Díaz; El madrugador, de José Ramón Sánchez, por Orlando Vallejo, y Tropicana, de Fernando Mulens, por Los Rivero.

            «Cierra el disco un instrumental, El quitrín. Mi querido amigo Bebo Valdés tuvo la generosidad de dedicármelo y es, de seguro, el elogio más importante que he recibido en la  vida por mi trabajo con la música. Aunque debí mencionarla antes, hay otra pieza en el disco, Cubanacán, de Moisés Simons. Se trata de una canción que usé como tema en el programa radial que mantuve durante más de diez años en Puerto Rico. Por mucho tiempo me pregunté por qué esa pieza comienza, en la versión de la orquesta Lecuona Cuban Boys que es la que está en el disco,  con la imitación muy lograda de un trinar de pájaros y al fin encontré la respuesta: Simons quiso empezar con los primeros cantantes que tuvo nuestra Isla, los pájaros.

            Estas son, como ya le dije, las canciones que me han acompañado durante ochenta años».

-¿Es una selección definitiva?

-No sabemos. Es posible que en el futuro cambiemos de opinión y celebremos los noventa con otras canciones.

            Comento a Díaz Ayala que quiero  volver sobre  La paloma. Saber cómo llegó  a convertirse en el primer hit internacional de la música cubana,  y el autor de La marcha de los jíbaros me advierte que es una historia larga que habría que contar desde el comienzo.

            Expresa que la  música de los aborígenes no interesó a los colonizadores. Buscaban oro y plata y no los encontraron, al menos en las cantidades que ambicionaban. La Habana, una vez asentada en la costa norte, se convierte en el puerto de recala forzosa de los buques que vienen y van entre España y América. Aumenta la trata negrera y surge el sistema de flotas, que desde mediados del siglo XVI y durante toda la centuria subsiguiente facilitó el comercio entre España y sus colonias americanas y protegía las naves de ataques de corsario y piratas y de potencias enemigas de España.

            Cada año partían dos flotas desde Sevilla. Una se dirigía a México y a puertos de América Central. Otra iba a Cartagena y eventualmente a la Argentina. Durante el invierno ambas flotas se reunían en La Habana y desde aquí, juntas,  hacían el regreso a España, en marzo.

            Así, las tripulaciones de los buques pasaban largo tiempo en La Habana entre fiestas y ocios y eso se convertía en un verdadero laboratorio de experimentación musical. La música que traían marineros y soldados españoles se entremezclaba con la música africana recogida en La Habana y en otros puertos, y también con música indígena de culturas avanzadas como la inca y la azteca. A su regreso a Sevilla esos hombres  llevaban las nuevas creaciones que no tardaban en popularizarse. A esos cantes o cantos que iban y venían, se les denominó cantes de ida y vuelta y no siempre podía determinarse su origen.

            De esa manera empieza la creación de nuevas formas o tendencias musicales: la gayumba, la chacona, el zarambeque, la zarabanda, el zambapalo, el fandango… Es posible que esas formas se gestaran o perfeccionaran y se divulgaran en la inmensa redoma que era La Habana de entonces, puerto cosmopolita de estadía forzosa durante largas semanas para viajeros, marineros y soldados. Es posible, repito, pero no podemos probarlo. Sí hay una forma que tiene un comprobado origen cubano o, habanero. Es el chuchumbé. Lo llevan a Veracruz, en 1776, un grupo de mestizos salidos de La Habana. Es un baile que entra en México con mala suerte. Por sus estrofas picarescas, por sus movimientos provocativos,  subidos de tono, lo condena la Santa Inquisición.

            -¿Hay influencia francesa en nuestra música a partir de la Revolución Haitiana de 1791?

            -Los colonos franceses que, junto con sus esclavos, pudieron huir de Haití y se asentaron en la porción oriental de la Isla traen o reavivan elementos ritmáticos procedentes de África que alcanzan en Cuba desarrollo y repercusión extraordinarios. Son el cinquillo y el tango congo o habanera, que aparecerá en las primeras contradanzas publicadas en La Habana, en 1803 y en guarachas anteriores. Es posible que existiera y se usara más limitadamente entre los afrocubanos, pero lo cierto es que la presencia francesa actuó por lo menos como catalizador en la diseminación de este ritmo, que con rapidez se hizo popular dentro y fuera de Cuba.

            Añade que en 1836, aparece publicada en el Noticioso de Ambos Mundos, de México, una habanera titulada La pimienta. Precisa: «Ya teníamos un artículo musical de exportación». Se le catalogó como contradanza habanera. Había una danza española, una danza inglesa… Es lógico que se le agregara el gentilicio para identificarla: contradanza habanera. Pero tal era la fuerza mágica, la atracción que ejercía La Habana que bastaba con decir habanera. Sin proponérselo, advierte, «Cuba había creado lo que hoy llamamos una marca comercial. A diferencia de otros productos comerciales que necesitan el gentilicio, al nuevo producto musical le bastaba con eso, ser habanero».

            Empezó a circular fuera de Cuba. A partir de 1840 se escribieron, cantaron y bailaron habaneras en México, en Venezuela, en Puerto Rico, en otros muchos lugares de América y, sobre todo en España.

            -Y es por esa línea que llega el primer hit internacional  de la música cubana.

            -En efecto, aunque no lo escribe un cubano, sino un vasco, Sebastián Yradier. Escribe La paloma en 1860… «Cuando salí de La Habana, válgame Dios»

            -¿Salió de La Habana realmente?

            -Aunque muchos autores dijeron lo contrario en el siglo XIX y luego no son pocos  los que lo han repetido, yo creo que no salió nunca porque jamás entró. Afirma Yradier  en el verso subsiguiente: «Nadie me ha visto salir, si no fui yo». Eso es, a mi juicio, una forma sutil de decir que no salió de Cuba, y entonces tampoco entró. No era necesario estar en Cuba para escribir una habanera. Muchas de ellas se escribieron sin que sus autores pusieran un pie jamás en la Isla. Pero si Yradier estuvo o no estuvo es secundario, meramente anecdótico. No le resta fuerza a la popularidad de su Paloma, que se sigue cantando como un standard de la música cubana.

            -¿Es un caso único dentro del género?

            -No. Otras dos habaneras alcanzaron tanta fama como La paloma… Me refiero a El arreglito, del propio Yradier, y O sole mío, del maestro Di Capua; otro standard de la música popular internacional.  Bizet usó El arreglito para la famosa habanera de su ópera Carmen.

            -Es decir, un género de la música popular que se emparienta con la aristocracia de lo llamado clásico.

            -También se emparentaron la zarabanda y la chacona. Chabrier, Debussy, Ravel, Fauré y Saint Saens se valieron de la habanera. Laparra compuso una ópera con ese nombre, La habanera. Albéniz y Falla la cultivan en España. Aparece en zarzuelas. Es obligado aquí mencionar el nombre del matancero José White. Luego de una etapa ritual en París, triunfa en Europa de manera rotunda. Escribe La bella cubana, la más bella de las habaneras.  

            -¿Qué es la Fundación Musicalia?

            -Musicalia es una corporación sin fines de lucro que fundé hace años para albergar en ella mis actividades que tenían que ver con la música, como edición de libros, propiciar la visita de escritores de Cuba y otros países para que vinieran a dar conferencias en Puerto Rico. Actualmente está inactiva.

-Sus acercamientos a la música de Puerto Rico ¿parten de un interés sincero o son mero compromiso, una respuesta a la acogida que le dispensó esa isla?

-Empezó siendo una curiosidad, pero a medida que me adentré en ella, ha ido ocupando una parte importante de mi interés y trabajo. Por eso cuando en 1998 publiqué Cuando salí de La Habana-1898-1997; cien años de música cubana por el mundo que narraba eso, los andares de nuestra música y músicos por el mundo, hice lo mismo con la música puertorriqueña, en el libro La marcha de los jíbaros —1898-1997; cien años de música puertorriqueña por el mundo solo que en este no fui el escritor, sino el editor, encargando a otros autores diferentes países, por ejemplo la parte de Cuba fue escrita por el Doctor Olavo Alén Rodríguez y la Licenciada  Ana Victoria Casanova Oliva. Y es que los boricuas también tenían mucho que contar de lo que hicieron por su música en esos cien años, con la particularidad que no tenían un consulado puertorriqueño que los pudiera  apoyar en esos países... Y en 2009 publico San Juan-New York: Discografía de la música puertorriqueña 1900-1942. En él explico el caso insólito de la música boricua, que tiene su desarrollo mayor no en su propio territorio, sino en una ciudad  del país del que es una colonia: Nueva York; allí a partir de 1920 y en menos de 30 años se convierte en uno de los grandes cancioneros del Caribe.

-¿Qué puede adelantarnos acerca de su libro sobre la canción social cubana?

-¡Oh Cuba hermosa!: el cancionero político-social de Cuba hasta 1958. Está terminado, pendiente de editar. Son unas setecientas cuartillas.  Comenzando con los taínos, nuestro pueblo siempre ha usado la canción, especialmente durantes nuestras guerras libertadoras, después contra gobiernos despóticos y corruptos. La Nueva Trova tiene unas raíces enormes. Sus antecedentes más remotos hay que buscarlos en el areyto. Fernando Ortiz dice que el areyto era una música de contenido político-social. Así lo refiere uno de los cronistas de Indias. A la llegada de los españoles, los aborígenes hablaban de sus problemas en su música y de esa manera la información viajaba de isla en isla.  Eso es lo que narro, con cientos de ejemplos de canciones de ese tipo.
           -Dice en Música cubana; del areito al rap cubano: «Mi esperanza es que este trabajo haga que otras plumas autorizadas y acreditadas sigan lo que torpemente empiezo hoy». ¿Encontró seguidores?

            -Me parece que sí. Por lo menos así parece si se tiene en cuenta la cantidad de libros escritos sobre nuestra  música tanto en Cuba como fuera de Cuba, después de 1981. Claro que esto coincide con el resurgimiento que tuvo la música cubana en la década de los ochenta sobre todo fuera de Cuba, pero puse, creo, por mi condición de perro pointer por lo menos un granito de arena.

 

Tres palabras para Osvaldo Farrés

Tres palabras para Osvaldo Farrés

Ciro Bianchi Ross

          

Corre el año de 1947 y la cantante mexicana Chela Campos pide al cubano Osvaldo Farrés que componga una canción para ella. Farrés se niega, vacila, no se siente suficientemente motivado. Pero la mexicana no se da por vencida. Insiste. Vamos, Maestro, si con tres palabras se hace una canción, le dice, y Farrés acepta el reto. Compone la canción que Chela Campos le pide y la titula precisamente así: Tres palabras.

            Ya para entonces Farrés había entrado en Hollywood por la puerta ancha cuando en 1940 su bolero Acércate más fue el tema de una película que interpretaron Esther Williams y Van Johnson.

            En realidad, Osvaldo Farrés no leía música ni tocaba el piano. Conocía, al igual que Agustín Lara e Irving Berlín los rudimentos de la música, pero no podía llevar sus inspiraciones al papel pautado. Nacido en Quemado de Güines, en el centro de la Isla, Farrés era un magnífico dibujante y un publicista aventajado cuando descubrió que tenía el don de componer bellas  melodías.

            Halló esa veta por casualidad. En 1937 preparaba con cinco muchachas, en un estudio de CMQ Radio, una promoción de la cerveza Polar  cuando un locutor comentó: Ahí está Farrés con sus cinco hijas… En el acto, Farrés  se comprometió a escribir una guaracha con ese título. Al cabo, no serían cinco hijas, sino cinco hijos: Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José que no tardarían en ser conocidos en toda Cuba luego de que Miguelito Valdés montara la pieza con la orquesta Casino de la Playa.

            «Jamás pensé en convertirme en un compositor. Ni la canción ni la música entraban en mis planes, y mucho menos imaginé que llegaría a vivir de ellas», dijo en una ocasión. Y logró hacerlo sin embargo pues no demoraría en convertirse en el compositor de moda en Cuba, un hombre capaz de trocar en éxito cuanto escribía.

            Toda una vida pasó a ser un himno para los enamorados. Tres palabras apareció en una cinta de Walt Disney. Quizás, quizás, quizás la cantó Sarita Montiel en la película Bésame. En verdad, la Montiel interpretó varias canciones de Farrés en seis de los filmes que protagonizó. Nat King Cole dejó también su versión de Quizás. No me vayas a engañar fue uno de los grandes éxitos de Antonio Machín. Obras de Osvaldo Farrés se utilizaron también en películas argentinas y mexicanas. Otra pieza suya, emblemática, es Madrecita, compuesta en 1954. Si Toda una vida fue, como ya dijimos, el himno de los enamorados, Madrecita se cantaba hasta la fatiga en el Día de las Madres. Farrés la compuso en homenaje a la suya. Pero la buena señora nunca pudo oírla porque era sorda como una tapia.

Cien años para Lezama

Cien años para Lezama

Ciro Bianchi Ross

Cuba celebra por todo lo alto el centenario del poeta José Lezama Lima. Una comisión nacional, de la que forman parte figuras relevantes de nuestras letras, coordina las tareas. Se publicarán sus obras completas, iniciadas ya con nuevas ediciones de Paradiso y Tratados en La Habana y habrá un coloquio internacional dedicado a su figura. Se prepara una multimedia sobre la revista Orígenes, que Lezama animó y dirigió durante años y, entre otros libros, aparecieron o aparecerán los que compilan artículos y ensayos que dejó dispersos y las entrevistas que concedió, así como varios acercamientos a la poética lezamiana. La Academia Cubana de la Lengua auspicia un ciclo de conferencias sobre su obra, se trabaja en un documental sobre su vida, y la casa en la que vivió el poeta y que alberga hoy su museo fue remozada. Homenaje merecido a una de las grandes figuras de las letras contemporáneas, un escritor que supo imprimir a su cubanía una gran universalidad.
¿Quién es ese hombre? ¿Cómo fue su vida? Hace poco tiempo, el realizador Tomás Piard con El viajero inmóvil, la película más atrevida y perturbadora del cine cubano, inspirada en Paradiso, recreó la existencia del escritor. Antes, Senel Paz lo había exaltado en su relato El bosque, el lobo y el hombre nuevo, una de las piezas más trascendentes de la narrativa cubana actual, y Fresa y chocolate, película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío inspirada en la obra de Senel, le daba carta de ciudadanía universal.
TÚ TIENES QUE SER EL QUE ESCRIBA
José Lezama Lima escribió para llenar una ausencia. Frecuentemente dado a las confesiones, relató que en una oportunidad, siendo niño, mientras jugaba a los yaquis con su madre y hermanas vio que las piezas al caer sobre el piso cementado del patio dibujaron el rostro del padre muerto. Lo hizo notar y todos se abrazaron, llorando. Fue entonces cuando Rosa Lima dijo por primera vez a su hijo: «Tú tienes que ser el que escriba; tú tienes que escribir la historia de la familia». Para Lezama, la muerte de su padre fue el motor impulsor de su poesía, y la madre significó la seguridad, el afianzamiento frente a la vida. Si el vacío que provocó la muerte de su progenitor lo movió a buscar la imagen a través de la poesía, el empeño y la insistencia de la madre lo obligaron a escribir.
«El mucho leer y la muerte de mi padre, el 19 de enero de 1919, me alucinaron de tal forma que me fueron preparando para escribir. El ejercicio de la lectura fue complementado por la alucinación. Mis alucinaciones se apoderaban de mi imagen y me retaban y provocarían mi mundo de madurez, si es que tengo alguno», me dijo en una ocasión y precisó: «En una palabra, la muerte de mi padre y en apegamiento con mi madre en una forma casi desesperada, como único asidero, fueron las consecuencias de aquellos ejercicios, de aquellos enigmas, de aquellas provocaciones, de aquellos paraísos…»
Como muchas veces tenía que pasar en la cama sus crisis asmáticas y la monotonía de esas horas se le hacía desesperante, empezó a leer a Salgari. Leyó después a Dumas. Tenía ocho años de edad cuando su madre le regaló un ejemplar del Quijote, y el niño lo leyó con dificultad. «Mi juventud parece estar representada por ese libro prodigioso porque forma parte de lo que me ha hecho insistir, de lo que me ha hecho volver, de lo que he sintetizado en aquella sentencia: solo lo difícil es estimulante».
Pero el joven Lezama gustaba también de los deportes, sobre todo del béisbol y era un buen field de la novena del barrio hasta el día en que sus compañeros lo buscaron para un partido contra el equipo de la barriada vecina. «No, hoy no salgo, me voy a quedar leyendo», les dijo. Había comenzado a leer El banquete, de Platón, para hacer de la lectura a partir de ahí –tenía 15 años de edad- su ejercicio, su fanatismo más importante.
Era todavía muy joven cuando comenzó a escribir. Inicio y escape, su primer poemario, que permanecería inédito hasta después de su muerte, lo escribió entre 1927 y 1932, y es una búsqueda, dice la crítica, de la voz que se haría definitivamente propia en Muerte de Narciso, publicado en 1937, pero escrito, recordaba Lezama, alrededor de 1931.
«Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», escribe el poeta en el verso inicial de Muerte de Narciso e inaugura una manera de decir desconocida y sorprendente en la poesía cubana, una forma lejana de «los fenómenos literarios de influencias, derivaciones o revalorización», que busca y encuentra su impulso, y se nutre, en las fuentes originarias de la lengua, y que por la libertad y la apertura de su palabra, al decir de Cintio Vitier, avisaba ya oscuramente sobre un barroquismo que no era el previsible. El poeta siempre fue consciente de eso. Muchos años después, mientras discurríamos sobre ese poemario, afirmó: «Toda la poesía de Mariano Brull, Eugenio Florit y de Emilio Ballagas, como brujas montadas en escobas, salieron disparadas por una ventana cuando yo escribí “Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”. La poesía cubana había cambiado en una sola noche».
HABANERO HASTA LA MUERTE
Aunque Lezama presumió siempre de ser habanero «y del cogollito», nació en realidad en el campamento militar de Columbia, enclavado en la vecina ciudad de Marianao, el 19 de diciembre de 1910. Hijo de José Lezama Rodda, descendiente de vascos que tuvieron y perdieron en Cuba negocios de azúcar, y de Rosa Lima Rosado, parte de una familia que, por sus ideas independentistas, debió salir de Cuba a fines del siglo XIX y que conoció y colaboró con José Martí en la emigración revolucionaria. Tres hijos nacerían de ese matrimonio: Rosa, José y Eloisa, que viene al mundo luego de la muerte de su progenitor. El padre, ingeniero diplomado en 1910, había sido de aquellos jóvenes estudiantes universitarios que en 1907 -y en calidad de segundo teniente- se alistaron en el entonces naciente Ejército Nacional. Con el tiempo, y ya con grados de Comandante, será el director fundador de la primera Escuela de Cadetes que existió en la Isla, con sede en el Castillo del Morro. En esas y otras instalaciones militares y en un ámbito de marcialidad, órdenes y disciplina transcurren los años iniciales del futuro escritor. Ya como Teniente Coronel se traslada a Estados Unidos a fin de prepararse para marchar e guarnición a Europa con las tropas aliadas. Pero muere en un hospital víctima de la epidemia de influenza de 1919. Su muerte está narrada en Paradiso; es uno de los pasajes más patéticos de la novela.
La situación familiar cambia radicalmente a partir de entonces. La casa, siempre llena y alegre, se ensombrece. La mesa se despuebla. Rosa Lima y sus tres pequeños hijos deben desmantelar lo que hasta ese momento fue su residencia e instalarse en la casa de la madre de Rosa, la abuela Augusta, de Paradiso. Deberán sostenerse ahora con una pensión que equivale a la mitad de los haberes y asignaciones de que disfrutaba el teniente coronel. En su novela, Lezama Lima presentará con absoluto realismo y crudeza los problemas económicos que aquejaron a los suyos. Hay algo peor. «La muerte de mi padre, repetía, dejó a mi madre sin respuesta».
En 1929, concluido ya el bachillerato, se instala con su madre y hermanas y la fiel Baldomera, la Baldovina de Paradiso, en la casa marcada con el número 162 de la calle Trocadero, donde residirá hasta su muerte. También en ese año matricula la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana. Transcurre la dictadura de Gerardo Machado y Lezama no permanece ajeno a la realidad de la nación. El 30 de septiembre de 1930 participa en una manifestación estudiantil que marcaría, a juicio del escritor, «el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano» y daría un impulso sin precedentes a la lucha contra el gobierno. Diría años después: «Ningún honor yo prefiero al que me gané aquella mañana del 30 de septiembre de 1930». Precisaría: «Yo soy un escritor revolucionario porque mis valores son revolucionarios. Y en la raíz de mi vida y mi obra están mi participación en aquella manifestación y el orgullo de haber sido un luchador antimachadista».
Hace la carrera con intermitencias. Machado clausuró la Universidad durante dos años. Fulgencio Batista la cerraría durante tres. Lezama no pierde el tiempo durante ese lustro de vacaciones obligadas. Lee y escribe. Vuelve a las aulas cuando la alta casa de estudios reabre sus puertas en 1936 y asume la secretaría de redacción de la revista Verbum, órgano de la Asociación de Alumnos de Derecho, que logra publicar tres números entre los meses de junio y noviembre de 1937. Se trata de una publicación eminentemente estudiantil en la que Lezama se las arregla, sin embargo, para ir dando a conocer lo que escribe. Es en sus páginas donde aparece Muerte de Narciso. Se gradúa en 1938 con una tesis sobre la responsabilidad criminal en el delito de lesiones. Trabaja entonces en el bufete de un conocido abogado y en 1940 obtiene la plaza de secretario del Consejo Superior de Defensa Social, con sede en la Cárcel de La Habana, en el Castillo del Príncipe; empleo modestísimo pese a su rimbombancia. En 1949 para a laborar en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación.
Hay múltiples testimonios sobre su penuria de esos años. En 1947, José Rodríguez Feo, codirector y mecenas de la revista Orígenes, le pide por carta que se traslade a Miami. El 21 de agosto Lezama le responde: “Mi querido amigo: Cómo voy a ir de La Habana a Miami, si a veces, a no tener transporte gratis, no podría ir de mi casa al Castillo del Príncipe…” Al día 13 de agosto de 1956 corresponde esta anotación en su Diario: “Faltan tres días para que nos paguen la quincena. No sé si pedir anticipo, o pasarme tres días sin dinero, entonces mamá me dará veinte o treinta centavos. Así me siento niño…”
ESENCIAS CUBANAS
«En Esopo, en Homero, en los cronistas de Indias, en la teogonías de Valmiki, la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño, y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asuntos, porque un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados», me decía el escritor, en 1969, cuando le pregunté qué lo había llevado a la novela. En Paradiso (1966) Lezama contó aquella historia de la familia que su madre quería que escribiese alguna vez.
Permeada, al igual que su poesía, de profundas esencias cubanas, la novela colocó a su autor en la cabecera de la narrativa continental. No era ciertamente un desconocido cuando publicó esa obra, sin embargo, el éxito que alcanzó con ella carecía de precedentes en su vida de escritor. Había publicado hasta entonces los poemarios Enemigo rumor (1941) Aventuras sigilosas (1945) La fijeza (1949) y Dador (1960) y los libros de ensayos Analectas del reloj (1953) La expresión americana (1957) y Tratados en La Habana (1958). Además tenía en su haber una fecunda labor como editor de revistas de poesía: Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, de la que aparecieron cuarenta números entre 1944 y 1956 y que dio nombre al grupo de escritores, músicos y pintores que rodeaban a Lezama.
Tenía entonces 56 años de edad y lo sorprendió el impacto que provocó Paradiso. Los cinco mil ejemplares de la edición cubana se agotan en pocos días. El famoso capítulo VIII de la novela despertó la sensación y el escándalo en La Habana de 1966. Años después, comentaba Lezama:
«Paradiso es una totalidad y en ese todo está el sexo. En determinado momento del desarrollo de José Cemí, el protagonista de la novela, sucede el despertar genesiaco. Allí se recupera una libertad cuya aparición parece que resintió a algunos acostumbrados a la hoja de parra y a aquellos pintores sastres, de los que se rieron los italianos renacentistas, obligados a tapar las castas desnudeces de Miguel Ángel en la creación del mundo. Para mí, con la mayor sencillez, el cuerpo humano es una de las más hermosas formas logradas. La cópula es el más apasionado de los diálogos y, desde luego, una forma, un hecho irrecusable. La cópula no es más que el apoyo de la fuerza frente al horror vacui.
«En un himnario de gran belleza, Santo Tomás de Aquino dice: Ve, lengua, y canta las glorias del cuerpo misterioso. De manera que para mí todo lo que haga el cuerpo es como tocar un misterio superior a cualquier maniqueísmo modulativo, pues es absolutamente imposible descubrir nuevos vicios y nuevas virtudes, ellos estuvieron desde el origen y estarán en las postrimerías, y tal vez sería bueno recordar la visión memorable de una santa en la que se le reveló que había un infierno, pero que estaba vacío».
Tras la publicación de Paradiso, Lezama continuó sumando página tras página y sus personajes se desplazaron hacia nuevas situaciones. Otro personaje de su novela, Oppiano Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible, apenas se da cuenta de que está muerto y utiliza todos los procedimientos para estar de nuevo con nosotros. Su presencia se esboza como un relámpago y rehúsa las comprobaciones del cuerpo. El poeta, casi con el ritmo de otra respiración, corporiza la muerte. José Cemí volverá a encontrarse con la imagen y para que ello sea posible tiene que verificarse la resurrección incesante de Licario.
Trabaja entonces en otra novela, a la que siempre aludió como «la continuación de Paradiso» y a la que dio varios títulos –Inferno, La muerte de Oppiano Licario, El reino de la imagen- hasta que decidió que llevase el del nombre de su protagonista que es, a la vez, el personaje más desaforado de Paradiso. Pero Oppiano Licario quedó inconclusa.
LA REVOLUCIÓN
El triunfo de enero de 1959 sorprende a Lezama como empleado del Instituto Nacional de Cultura, nombre que a fines del gobierno de Batista adoptó la antigua Dirección de Cultura. Poco después lo nombran director de Literatura y Publicaciones del recién creado Consejo Nacional de Cultura. Acomete entonces una labor encomiable en lo que a la publicación de los clásicos cubanos y españoles se refiere. Durante sus años finales, y hasta su muerte, laborará sucesivamente en el Centro de Investigaciones Literarias, el Instituto de Literatura y Lingüística y la Casa de las Américas. A esa etapa corresponden, entre otros esfuerzos personales suyos, la edición crítica de la obra completa de Julián del Casal, la recopilación de toda la poesía de Juan Clemente Zenea y, sobre todo, la muy valiosa Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes y que se extiende desde los comienzos hasta Martí. Dice a su hermana Eloísa: «Yo estoy trabajando intelectualmente más que nunca». De la antología se siente particularmente satisfecho y orgulloso. La hizo para dar una presencia y un latido a su familia ausente. «Está hecha, escribe a uno de sus sobrinos, para poblar un destierro, una necesidad violenta de tocar tierra, de arraigarse, de esclarecer sus raíces, que solo se vence por la poética en la secularidad, en la costumbre, en la unanimidad». Añade: «Deberás tener siempre presente a tu patria, que es Cuba».
Porque tras el triunfo de la Revolución, la familia, que parecía tan sólida, se resquebraja con la salida del país de las hermanas y los sobrinos del escritor. Lezama rechaza seguirlos y se niega terminantemente a la insistencia de Eloísa por llevar a la madre con ella. «Queda aclarado que tú no podrás venir. Pero debe quedar aclarado también que Mamá tampoco puede ir. Ni ella está dispuesta a dejarme, ni yo podría resistir semejante castigo… Que cada cual permanezca dentro de su fatalidad y que Dios decida». Porque el poeta que, dice su hermana, necesitaba vivir rodeado de una muralla de madres, sigue apegado a Rosa Lima de manera desesperada.
Rosa Lima muere el 12 de agosto de 1964. Ese mismo año Lezama contrae matrimonio con María Luisa Bautista Treviño, una profesora de Literatura en el Bachillerato que fue compañera de estudios de Eloísa y que ha sido para Rosa como una hija. La madre, ya en su agonía final, pidió al hijo que se casara con ella. Dirá Lezama en su poema «Mi esposa María Luisa»: «Eres la hermana que se fue, / la madre que se durmió / en una nube frente a la ventana…»
PERSONAL
Fue precisamente María Luisa, mi profesora de Literatura en el bachillerato, la que me presentó a Lezama, en 1968. Al año siguiente lo entrevisté sobre la estancia del poeta español Juan Ramón Jiménez en Cuba entre 1936 y 1936. Poco después volví a entrevistarlo. Una larga plática sobre su vida y su obra que el escritor decidió incluir en la Valoración Múltiple que le dedicó la Casa de las Américas.
Recuerdo que Lezama estaba eufórico el día en que le formulé la pregunta final de esa entrevista. En esa misma mañana acababa de culminar los trámites para un viaje a París, invitado por la UNESCO, a fin de tomar parte en un coloquio sobre Gandhi convocado por ese organismo internacional. Su partida era inminente y quedamos en vernos en su oficina tres semanas más tarde, cuando ya de seguro estaría de vuelta. Transcurrieron unos quince días cuando me tropecé con una amiga común a la que pregunté sobre el regreso del poeta. «¿Vuelto? Lezama no fue a ninguna parte».
Esa misma noche lo llamé por teléfono y concerté una cita para el día siguiente. Estaba ansioso por saber lo ocurrido y cuando inquirí me dijo: «No me pregunte las razones, pero preferí cancelar el viaje a última hora». La conversación siguió su curso y casi cuando me despedía, expresó: «Mi padre murió fuera de Cuba. San Agustín dice que quien muere fuera de la ciudad no alcanza la resurrección y todo viaje es un pregusto de la muerte… Imagine lo que es viajar en un avión donde solo una delgada lámina de aluminio nos separa de la eternidad…»
Un día me mostró su estudio, «un amasijo, expresó, de libros, papeles y polvo», donde, durante muchos años, trabajó y recibió a sus amigos y que tras la muerte de su madre dejó de utilizar porque se tornó «demasiado silencioso y sombrío». Se trataba de una habitación de pequeñas dimensiones, sin ventanas, cercana a la cocina. Allí los libros apenas dejaban espacio libre; en una pared se destacaban los retratos de Martí y de Góngora, y en otra un retrato de Lezama dibujado por Mariano. En un rincón, directamente sobre el piso, se hallaban dos máquinas de escribir que el poeta utilizó en su juventud y que el óxido había inutilizado, y, con la superficie totalmente cubierta de papeles, carpetas, revistas y libros, estaba su escritorio, un escritorio cómodo y de buenas proporciones que Lezama jamás utilizó para escribir.
Ya para entonces, Lezama recibía en la sala de estar y en esa sala también escribía, después de las seis de la tarde, apoyando sobre el brazo del sillón las libretas largas y estrechas. Nunca utilizaba la tipiadora; escribía a mano solo cuando sentía el texto hecho dentro de sí y después dictaba el manuscrito a María Luisa. Ella sacaba tres copias mecanográficas de cada trabajo o poema, copias que eran cosidas, no presilladas, en una misma carpeta que se mantenía siempre próxima al sillón del poeta, colocada sobre una mesita donde libros, revistas, cartas, cajas de tabacos guardaban un equilibrio mágico.
La conversación de Lezama resultaba siempre deliciosa. Su obra lo sobrevive, pero con su muerte perdimos de manera irreversible a un conversador fabuloso que sobre todo sabía escuchar a sus interlocutores. Deslumbraban sus artificios verbales, cautivaba el lujo de sus metáforas que nunca parecían rebuscadas, impresionaba la forma en que asociaba sus lecturas con temas y acontecimientos cotidianos, imponía respeto a sus enemigos y a sus amigos, se hacía temer por su ironía y demostraba en todo momento una cubanía irrepetible, tanto en su modo de ser como en el amor a la patria y la gracia y delicadeza de sus imágenes.
Diría que los rasgos que distinguieron a Lezama fueron la generosidad y la ironía. Nadie más generoso, entre nuestros grandes escritores, para compartir su tiempo con el que acudía a su casa, fuese un autor de nombre, un creador joven o «un ser errante con un destino subdividido». Hay una anécdota que lo retrata. Un adolescente toca a la puerta de Trocadero 162, atiende María Luisa y el muchacho, amoscado, explica que es un poeta que quiere ver a Lezama. María Luisa vacila; no sabe si franquearle la entrada o no. Lezama, que desde su sillón no ve al visitante, pero que lo escucha, dice a su esposa: «María Luisa, si es un joven poeta déjalo entrar». Pero de la ironía de Lezama no se libraban siquiera sus más cercanos amigos y muchas veces su dardo afilado se clavaba en su propia carne.
HOY NO ESTOY PARA HOSPITALES
¿Cómo murió? Mucho se ha especulado fuera de Cuba sobre el asunto. Aun aquí prevalece la confusión y no son pocos los que desconocen los pormenores de aquel lamentable suceso.
Lezama comenzó a padecer de una incontinencia urinaria. Su médico lo atendió con esmero, pero el poeta se negó a internarse en un hospital cuando lo exigía el curso de su padecimiento. Vivía convencido de que los Lezama morían cuando ingresaban en una casa de salud. Así sucedió con su padre, su madre, su hermana Rosita…
El viernes 6 de agosto fue a visitarlo Alba de Céspedes, la escritora italiana de hondas raíces cubanas; nieta del Padre de la Patria. Lo encontró muy desmejorado, abatido, ensimismado. Al día siguiente, de mañana, Alfredo Guevara, titular del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, en nombre del doctor Osvaldo Dorticós, entonces Presidente de la República, se comunicaba por teléfono con María Luisa. Alba había comentado en altas esferas del Gobierno acerca de la enfermedad del escritor. Guevara comunicó a María Luisa que todo estaba previsto en el pabellón Borges del hospital Calixto García para recibir a Lezama; allí lo esperaba el cuerpo médico en pleno de dicho pabellón y una ambulancia había salido ya a buscarlo. El Borges, construido, en exclusiva para sus asociados, con fondos del Colegio Médico, se reservaba entonces para altos cargos del Gobierno Revolucionario y el Partido Comunista, aunque daba también hospitalización a figuras connotadas de la vida nacional. La propia María Luisa había estado internada allí en 1972.
En efecto, conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa. Pero Lezama se negó a salir de ella. Dijo: «Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza».
El mismo día 7 se cae de sus propios pies. María Luisa, físicamente insignificante y muy debilitada ya por sus dolencias cardiovasculares, logró, no se sabe cómo, dada la corpulencia de Lezama, incorporarlo. El poeta tuvo fuerzas para responder y, apoyado en su esposa, caminó hasta la cama. Allí se desplomó; quedó tendido de tal manera que María Luisa debió buscar la ayuda de dos transeúntes ocasionales para que lo acomodaran en el lecho.
El domingo 8 volvió la ambulancia. Ya en el hospital, le diagnostican una pulmonía y se decide someterlo a un tratamiento intensivo. Lezama, muy intranquilo, estuvo consciente hasta las ocho de la noche. Después cayó en un letargo y a las dos de la mañana del lunes 9 era cadáver. Murió de un infarto cardíaco. En opinión de los médicos y de la propia María Luisa fueron fatales las 24 horas perdidas entre la mañana del sábado y la del domingo. Lezama decía que su padre había muerto de una «tonta» pulmonía. Otra «tonta» pulmonía se le atravesaba a él en el camino.
Me dijo en una ocasión: «Si algo he sabido hacer en la vida es aprovechar las posibilidades que se me han presentado. Por eso ahora en que la obesidad, el asma, la disnea, los años, me han reducido a esta suerte de inmovilidad y en que —fuera de mi obra— no tengo otra cosa que hacer que seguir en la sala de mi casa esperando la muerte, puedo hacer mía la frase de Flaubert que quisiera fuera mi epitafio: Todo perdido, nada perdido».
Posteriormente Lezama cambió esa frase. El epitafio que aparece en su tumba está sacado de un poema suyo. Dice: «La mar violeta añora el nacimiento de los dioses porque nacer es aquí una fiesta innombrable».
En los momentos finales el poeta asoció la muerte con la imagen del nacimiento. Por eso, para mí sigue en su obra tan vivo como siempre. Vivo en sus cien años. A veces paso por su casa y me detengo un momento ante la puerta: me parece que Lezama acudirá a mi llamada para preguntarme otra vez con el saludo habitual de su alegría: «¿Qué tal de humedad matinal? ¿Qué tal de resonancias?»






Cómo cayó el Presidente Prío

Cómo cayó el Presidente Prío

Ciro Bianchi Ross

En varias ocasiones he hablado sobre los dos golpes de Estado del 10 de marzo de 1952. Uno, que orquestaron jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge García Tuñón, que derrocó al presidente Prío, y el otro, que propinó Batista a esos militares.

            Cité al respecto, entre otras fuentes,  un documento de Guillermo Alonso Pujol, que publicó en aquellos días la revista Bohemia, donde contaba como en marzo de 1951, es decir, un año antes del cuartelazo, Batista, con sus técnicas graduales y envolventes y su prudencia y reservas naturales, le preguntó cuál sería su actitud  «si el Dr. Prío sufriera un percance, por ejemplo, un fatal accidente de aviación».  Alonso, lógicamente, respondió lo que debía. Como Vicepresidente de la República que era cumpliría con los deberes que le asignaba la Constitución y asumiría el poder. Recalcó: «Salvo que el Ejército me lo impida materialmente». Batista le dijo que había que prepararse para esa eventualidad «y mirar desde ahora a las Fuerzas Armadas». Continuaron discurriendo y Alonso comprendió que su interlocutor lo llamaba a un plan que suponía, mediante el desplazamiento por la fuerza del Presidente, su exaltación a la Primera Magistratura en un gobierno en que Batista se aseguraría plenos controles militares y políticos.

Al día siguiente volvieron a encontrarse y Batista, en la medida que lo creyó conveniente, reveló a Alonso su secreto. «En el Ejército hay un movimiento de jóvenes oficiales que se encamina a la destitución del presidente Prío y a su sustitución por el Vicepresidente de la República. Me tienen por la figura que debe darle tonalidad histórica al movimiento. Si los desoímos se corre el riesgo de que lo hagan por su cuenta y esto es muy peligroso dado la ausencia que tienen los militares del sentido de orientación política». Alonso adujo que el alto mando secundaría a Prío, y Batista aseveró  que esos oficiales serían destituidos fácilmente. «En mis planes no cuentan. Lo importante son los mandos en las unidades, y esos estarán a nuestro lado».   En esa segunda conversación Batista le pidió que le extendiese de inmediato el nombramiento como ministro de Defensa que haría valer en el campamento de Columbia en el momento preciso. «Aunque no lo decía claramente, me hablaba como si se tratara de un golpe a ejecutar en horas inmediatas».  Pese a la insistencia, Alonso se negó a secundarlo en la aventura. Salió de La Habana y no respondió  a los llamados telefónicos  del General. Cuando volvieron a conversar, Batista comentó: «El enfermo ha mejorado y se ha suspendido la operación. Nos sentimos alarmados al no localizarte ayer. Pasamos unos ratos muy malos para detener el golpe pues todo estaba dispuesto. Las órdenes en contrario tuve que darlas con dificultad…»

            Transcurrió todo un año antes de que aquellos jóvenes oficiales en activo —unos 50— con el concurso de uno grupo de militares retirados dieran el golpe de Estado.

GENERAL REGRESO

Me leí de un tirón un libro de  Newton Briones Montoto, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales. Se titula General regreso y estudia, en sus más de 400 páginas,  el gobierno de Prío, en sus aspectos políticos, económicos y sociales,  para adentrarse en las causas que motivaron el golpe del 10 de marzo de 1952.  Un libro ameno y altamente disfrutable, como todos los de ese autor, y calzado, al igual que los anteriores,  con una indagación documental pasmosa y numerosas fuentes orales.

            Uno de los informantes de Briones Montoto es el periodista Luis Ortega, cubano radicado en Miami y a quien Batista, en aquel ya lejano año de 1952 ofreció primero un cargo de Ministro, que Ortega no aceptó, para insertarlo después en el llamado Consejo Consultivo, con el que el dictador suplantó al Congreso de la República, suspendido en sus funciones por el cuartelazo.

            Ortega, avisado en su casa de Arroyo Arenas de que algo sucedía, pudo llegar esa madrugada a Columbia. No se atrevió o no pudo entrar —dice que un tanque se encimó amenazante sobre su automóvil—  y se dirigió a la casa de Sergio Carbó, director del periódico Prensa Libre. Desde allí llamaron al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Atendió la llamada su esposa, Arminda Burnes.  Estaba presa en el baño de la casa. Una hora antes, el ex comandante Manuel Larrubia Paneque, retirado en 1944, había irrumpido, ametralladora en mano,  en la habitación donde dormía Cabrera para llevárselo detenido. Antes de conducirlo a la casa de la suegra de Batista, en 86 y 5ta. B, en Miramar, los hombres que acompañaban a Larrubia arrancaron todos los teléfonos de la vivienda, pero no repararon en el del baño. Por ese aparato Arminda comunicó lo que sucedía al teniente coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar del Palacio Presidencial, para que a su vez  avisara a Prío, a la sazón en su finca La Chata, en Arroyo Naranjo. Aunque ella no lo sabía, a esa hora también estaban presos los generales Otilio Soca Llanes, Ayudante General, y Quirino Uría, Inspector General, detenidos asimismo  en sus casas dentro del campamento, por el capitán Hernando Hernández, y el teniente Victorino Díaz, respectivamente. Al capitán Pilar García se le dio la misión de apresar al coronel Eulogio Cantillo, pero este huyó por una ventana y se refugió en la jefatura de la Aviación, que tenía bajo su mando.

            Una hora después volvía Luis Ortega a Columbia. Vio de casualidad a amigo «Silito» Tabernilla, hijo del «viejo Pancho» y secretario de Batista, que lo dejó entrar y en un jeep lo condujeron a la jefatura.

            Cuenta Briones Montoto lo que Ortega le relató: «… Batista estaba muy nervioso, aunque lo recibió bien. Estaban allí algunos de los que iban a ser ministros. El que esta dando las órdenes era Jorge García Tuñón… Estaba dando órdenes por teléfono y controlando la situación. Allí se encontraban Andrés Rivero Agüero, Ramón Hermida, Colacho Pérez y Oscar de la Torre. Luis se acercó a Batista y le preguntó qué era lo que estaba pasando.

             «-Chico, hemos tenido que asumir el poder…

             «El ambiente era de temor, porque todavía el golpe no había cuajado y el mando estaba en manos de los oficiales principales. Batista estaba en un rincón y no daba órdenes, las daba García Tuñón».

ANTECEDENTES

En mayo de 1959, cuando se juzgó en La Habana a los culpables del golpe de Estado del 10 de marzo, al menos dos de los acusados aludieron con pelos y señales  a la complicidad en el cuartelazo de Ruperto Cabrera, presente en la Causa No. 50 como testigo. Eso, en definitiva, no se ha probado. Segundo Curti, ministro de Gobernación en el gobierno de Prío, que falleció en Cuba  en el 2001, tildaba a Cabrera de «incapaz» y hablaba de su «manifiesta negligencia que a ratos parece complicidad o aceptación cómplice» ante el golpe de Estado. Pero preguntado directamente por Briones Montoto sobre la actitud del ex jefe del Ejército, respondió que consideraba que no hubo traición de su parte. Sin embargo,  añadió con malicia: «Recuerda que Cabrera surgió el 4 de septiembre de 1933».

            El caso es que durante el gobierno de Prío algunos militares retirados y en activo vieron a Cabrera,  como una ficha de recambio para asumir el gobierno. Apunta Briones Montoto: «La única dificultad estaba en que Cabrera se negaba a encabezar el movimiento. Entonces surgió Batista como alternativa».

            Batista, electo en la boleta del Partido Liberal como Senador por Las Villas, estaba de nuevo en La Habana luego de su autoexilio —«el invierno largo»— en la Florida a partir de 1944,  y había fundado su propia organización política, el Partido de Acción Unitaria (PAU) por el que pensaba aspirar a la presidencia en los comicios del 1 de junio de 1952.

            Ajenos a Batista y al grupo de militares ya aludido, conspiraba otro grupo de oficiales. Esta conjura había surgido en la Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores, Roberto Agramonte, Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcenas, todos civiles y vinculados  políticamente al líder ortodoxo Eduardo René Chibás, propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de militares entre los que sobresalía el capitán García Tuñón.

            Luis Ortega, que obtuvo esa información de García Bárcenas y del propio García Tuñón, dijo a Briones Montoto,  y así lo consigna este en su libro,  que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega,  pero dio su asentimiento.

SIN UN LÍDER PRESENTABLE

Se retractaría cuando,  en las elecciones parciales de 1950,  volvió a ser elegido senador. Con posibilidades reales de lograr la presidencia en el 52 concluyó que quería alcanzar el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que en la Escuela Superior de Guerra alentaban ese propósito.

«Para los tres profesores y para los militares comprometidos, la retirada de Chibás fue un duro golpe. Se quedaron sin un líder presentable… Los tres profesores se abstuvieron de seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban obsesionados con la idea de salvar a la República del caos…« —escribe el historiador Newton Briones Montoto, siguiendo el testimonio del periodista Luis Ortega, en su libro General regreso. Continuaron pues sus reuniones conspirativas y, a la caza de un líder, se toparon frente a frente con Batista.

¿Batista? El hombre ha cambiado, insistieron algunos de los conspiradores y comisionaron a García Tuñón, el más antibatistiano del grupo, para que lo contactara. Apunta Ortega: «Era un excelente oficial, poco ducho en trajines políticos, pero de una alta moral profesional… Lamentablemente era un hombre muy influenciable y siempre dispuesto a tomar las cosas en serio. La entrevista de Batista con Tuñón fue desastrosa. Batista, muy hábil, lo convenció de que él era ya un hombre nuevo, renovado, y que solamente aspiraba al bien de la nación. Le describió un plan de gobierno maravilloso. Cuando Tuñón salió de la entrevista era otro hombre. Estaba entusiasmado. La descripción que le hizo a sus compañeros fue muy optimista. Batista era el hombre. Ya no le interesaba el dinero sino la gloria. Tenía arraigo en los cuarteles. Tenía influencia en la política nacional. Tenía buenas relaciones en Estados Unidos. En conclusión, los militares golpistas decidieron escoger a Batista como el líder del movimiento de regeneración». Porque a todas estas, esos militares jóvenes querían deponer a Prío para instaurar un régimen de honestidad administrativa absoluta, en el que imperara el respeto a la sucesión constitucional y se eliminara el pandillerismo que infestaba el país. Al menos, eso decían aquellos oficiales que, aun con Batista, pensaban ocupar, gracias del golpe, los cuadros principales del ejército. Veremos después qué les pasó.

EL TERCER HOMBRE

En 1951, durante el proceso afiliatorio previo a los comicios, el Partido de Acción Unitaria batistiano alcanzó el tercer lugar con 227 457 afiliaciones. Lo superaban los partidos Auténtico (689 894) y Ortodoxo (358 118) pero quedó por encima de partidos tradicionales como el Liberal, el Demócrata y el Republicano. Y también por encima de los comunistas, el Partido Nacional Cubano del alcalde Castellanos, y el Partido de la Cubanidad del ex presidente Grau. La intención de votos confería asimismo a Batista el tercer lugar (14,21%) mientras que el ingeniero Hevia (Auténtico) con 17,53 y Agramonte (Ortodoxo) con 29,29 eran punteros en la lista. Con una opinión favorable a la gestión del Autenticismo se manifestaba más del 33% de los encuestados, mientras que en su contra lo hacía el 50, 54%. Medio millón de posibles electores —lo que los sociólogos llaman «la espiral del silencio»— no estaba afiliado a partido alguno.

Las posibilidades de Batista de alcanzar el poder en 1952 por la vía electoral eran remotísimas. Pensaba, sin embargo, que, entre otras agrupaciones políticas, el Partido de la Cubanidad, con Grau distanciado de Prío, apoyaría su candidatura, y lo mismo haría el Partido Nacional Cubano. Cuando constató que esas dos organizaciones respaldarían a Hevia, candidato del gobierno, y que el Republicano, de Alonso Pujol, tampoco lo postularía, se supo en el aire y comentó con sus íntimos que no concurriría a los comicios. Determinación que intranquilizó a Prío ya que con Batista en el juego electoral el voto de la oposición se dividiría, en tanto que al quedarse fuera, todos sus votos, muchos o pocos, irían a parar a la boleta ortodoxa.

Antes, Batista y Prío, en una de las residencias particulares del presidente, se habían reunido en secreto, pero no tan en secreto como para que la Ortodoxia no se enterara, a fin pactar la presencia de Batista en los comicios. En ese encuentro Batista ofreció a Prío su cooperación más decidida en su empeño de escindir la oposición. Cuando anunció su retirada, los consejeros palatinos pensaron que tal vez fuera poco lo que le ofrecieron por aquel pacto y acordaron añadir otros dos millones de pesos y cantidades considerables para algunos de sus allegados con tal de que mantuviera la candidatura.

«Este hecho, cierto o no, ha servido para que mucho tiempo después… periodistas e investigadores lo trataran equivocadamente. El supuesto ofrecimiento de Prío a Batista se interpretó de una manera diferente, y dio lugar a que se dijera que Prío había negociado un golpe de Estado con Batista», escribe Briones Montoto en su libro General regreso.

VESTIDOS DE PAISANO

Las elecciones se acercaban y la conspiración seguía su curso en los institutos armados. El Servicio de Inteligencia Militar en cumplimiento de instrucciones superiores, mantenía una constante y discreta vigilancia sobre los movimientos del general Batista «por haberse tenido noticias de que mantenía relaciones políticas con miembros del Ejército en servicio activo». El SIM recomendaba a la superioridad que obtuviera de «los Jefes de los Regimientos 5, 6 y 7 una atención de vigilancia especial sobre la entrada a sus respectivos perímetros de los retirados de las fuerzas armadas, restringiéndose en lo posible estos contactos, así como las visitas de civiles a zonas militares».

La Policía Secreta vigilaba también a los complotados, en específico, sus contactos con familiares de militares en activo, y el periodista Mario Kuchilán, en su columna “Babel”, de Prensa Libre, escribía el 30 de enero del 52: «Con fecha 9 de enero recibimos un informe que ahora nos llega por otros conductos: He oído una conversación en que se daba por seguro una conspiración entre militares vestidos de paisano. La fecha, mayo o junio…»

En realidad, el SIM ni la Secreta tuvieron nunca una evidencia concreta de la conspiración, recalca Briones Montoto en su libro. En un documento que sobre los conspiradores elaboró el SIM se dice explícitamente: «…la forma hábil en que se desenvuelven… no ha permitido adquirir una prueba demostrativa». Los informes preparados por ambos cuerpos llegaron al presidente, pero este no sistematizó el asunto y cometió el error de delegar la investigación en el general Ruperto Cabrera, jefe del Ejército. Al comandante Jorge Agostini, jefe del Servicio Secreto de Palacio, que le habló de la posibilidad real de un golpe de Estado, le dijo: “Estás nervioso. Vete para las competencias de tiro a ver si te serenas un poco”. Pero en un almuerzo que sostuvo con oficiales del Ejército, Prío manifestó tener conocimiento de que algo anormal sucedía. Añadió que Batista conspiraba y que los militares se estaban poniendo en ridículo. Los oficiales replicaron que no querían verse de nuevo a las órdenes de Batista, totalmente desprestigiado, y que en el ejército nadie lo secundaría. Conoció además los nombres de los civiles que conspiraban –Colacho Pérez, Hermida, Carrera Jústiz…–personas a las que juzgó de tan escaso crédito que ni siquiera los tomó en consideración. «El presidente, concluye Briones Montoto, oyó lo que quería oír y, por lo tanto, una vez más no hizo nada».

ACTUAR O NO ACTUAR

Prío se hallaba en una disyuntiva. Actuaba contra Batista o no. No es que le faltara acometividad. Tampoco conocía las dimensiones del movimiento que se tramaba en su contra y que terminaría sacándolo del poder. Su prioridad en ese momento eran las elecciones y, más aún, la derrota del candidato ortodoxo. Pero proceder contra Batista a esas alturas a causa de la conspiración equivalía a sacarlo del proceso electoral y su retirada, voluntaria o forzada, de la escena pública haría que la oposición cerrara filas en torno a Agramonte. No tenía alternativa. Dice Briones Montoto en General regreso: «La política y la seguridad se disputaban la atención del presidente y de las dos, la primera iba en punta. Prío entendía mejor la política que la conspiración».

¿UN ACUERDO TÁCITO?

¿Existió realmente un acuerdo entre el presidente Prío y el general Batista que facilitó a este el camino del golpe de Estado?

El historiador Newton Briones Montoto, en su recién publicado libro General regreso, lo niega. Sin embargo, Martín Díaz Tamayo, uno de los protagonistas del 10 de marzo —ex capitán, empleado de la Terminal de Ómnibus de La Habana, a quien el cuartelazo colocó sobre los hombros las estrellas de general— murió convencido de que existió entre ambos al menos un arreglo tácito y que Prío «dejó hacer y dejó pasar, sin dar un solo paso ante la posibilidad de un golpe militar». Los que sostienen esa tesis arguyen que tras la derrota de Antonio Prío, hermano del presidente, en sus aspiraciones a la alcaldía habanera —«Ya lo dice hasta Pomponio, nuestro alcalde será Antonio», fue el lema de los Auténticos entonces— se veía a las claras que el candidato gubernamental sería arrollado por la marea ortodoxa en los comicios del 1 de junio del 52, y como los Ortodoxos habían prometido confiscar lo que estimaban bienes malversados por los Auténticos y juzgarlos como ladrones, Prío prefería la seguridad que le daría un gobierno encabezado por Batista. Agregan que Prío llegó a decir que antes que de ver en la presidencia a Roberto Agramonte prefería forzar de alguna manera el resultado de las elecciones a fin de beneficiar a otro candidato opositor, tal vez a Batista. Pero alguien muy cercano a este, su cuñado Roberto Fernández Miranda —otro de los grandes favorecidos por el cuartelazo— escribe en su libro Mis relaciones con el general Batista (1999): “Claro que mucha gente… afirmará que jamás Prío hubiese entrado en ese tipo de componenda. Están en su derecho. En cuanto a mí solo puedo decir que jamás Batista dejó traslucir nada al respecto, ni entonces ni después. Todo esto es solo una suposición”.

EL PRETEXTO

El clima político se enrarecía por día en la República. Conspiraba Batista con un puñado de oficiales retirados y conspiraba el capitán Jorge García Tuñón a la cabeza de un grupo de militares en activo. El insulto soez se hacía norma en la vida pública y se entronizaban la confusión y la anarquía. Los rumores sobre la posible renuncia del presidente parecían ser falsos, pero era cierto que Prío, caso inédito en la política cubana, ansiaba la llegada de la fecha en la que traspasaría el poder. Lo agobiaban y lo mantenían en jaque los problemas dentro de su propio partido y los ataques sin tregua de que era víctima por parte de sus opositores. La libertad de expresión, que insistía en mantener, se utilizaba en su contra. Reinaba el desorden en la nación. Pistoleros y terroristas aparecían como candidatos a cargos electivos en las boletas del Partido Auténtico y de sus organizaciones aliadas, y «los muchachos del gatillo alegre», mancomunados en los llamados «grupos de acción» hacían de las suyas en las calles. «El gobierno carga las pistolas, los delincuentes las disparan», declaraba Batista con olvido de que al alentar en años anteriores el «bonche» universitario, fue él uno de los propiciadores del gangsterismo que tanto auge cobraría durante los gobiernos Auténticos. La mitad de la población estaba desempleada y el crecimiento de la economía cubana no guardaba proporción con las necesidades….

El atentado a Alejo Cossío del Pino, que provocó una ola de indignación, se atribuyó a la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) empeñada en castigarlo por sus declaraciones a favor de Mario Salabarría en los días de la masacre de Orfila (septiembre de 1947) aunque no faltaron los que responsabilizaron a los seguidores de Batista que habían acordado apenas unos días antes, el 7 de febrero, exhortar a jóvenes militantes del Partido de Acción Unitaria a realizar atentados personales y provocar toda clase de alteraciones del orden público a fin de justificar el golpe de Estado.

Añade el destacado historiador Briones Montoto que Batista ponía énfasis en el tema la anarquía y se presentaba como un cancerbero del orden. Anunciaba que a su llegada al poder su primer empeño sería el de tomar acción enérgica y definitiva contra los pandilleros, a fin de erradicar «de una vez y para siempre la acción perturbadora de esos enemigos de la tranquilidad pública». Aunque machacaba al gobierno en ese sentido, sabía, dice Briones, que ese no era pretexto suficiente para justificar un golpe de Estado, un acto que, una vez consumado, no agradaría políticamente. Y como no encontraba la justificación plausible, la inventó: Prío protagonizaría un autogolpe.

El 13 de abril de 1952 declaraba Batista a Bohemia: «Tenemos pruebas muy ciertas de que meditaban el golpe de estado para alrededor del 15 de abril… Una conversación casual de Carlos Prío con Anselmo Alliegro nos puso sobre la pista…»

Las cosas, según Batista, sucedieron así. El presidente presenciaba un juego de pelota en el Gran Stadium del Cerro, y Alliegro, conmilitón de Batista antes y después del 10 de marzo, fue a saludarlo. Siguiendo siempre la versión de Batista, Prío le dijo: «… he decidido que a menos que la posición electoral no haya mejorado para el 15 de abril, tomaré todas las decisiones que sean necesarias, te lo juro… de modo que no se les permita que suban al poder».

Prío negó haber dicho esas palabras e incluso la veracidad de ese encuentro, aunque parece que utilizó a Alliegro para mandar un mensaje a Batista: Temía un golpe de Estado, estaba sobre aviso y vigilaba a cierto jefe militar. Pero Batista interpretó el recado a su antojo y encontró en él la justificación deseada.

«Esta era la nueva historia… Prío se proponía dar un golpe para el 15 de abril, el ex general se adelantó y salvó a la República del peligro Auténtico», señala Briones.

LA VÍSPERA

El 9 de marzo Batista asistió a un mitin electoral en Matanzas. Regresó a La Habana de noche y en una casa del reparto Kohly se entrevistó con varios de los complotados antes de proseguir rumbo a Kuquine, donde lo esperaban otros conspiradores. Prío, que había pasado el fin de semana en La Chata, disfrutó ese día de los carnavales y paseó por el Prado, en un automóvil descapotable, en compañía de sus dos pequeñas hijas. El hermano Antonio bailó durante toda la noche en el cabaret Sans Souci, y Segundo Curti, ministro de Gobernación, cenó en el restaurante Río Mar. Al día siguiente, el presidente haría el anuncio de su nuevo gabinete con Curti como Primer Ministro. No tendría chance de hacerlo.

SIN DISPARAR UN TIRO

En Columbia, el capitán Dámaso Sogo, oficial superior de guardia, esperaba a los golpistas para flanquearles la entrada por la posta 6, pero a última hora Batista, desconfiado, decidió entrar por la posta 4, frente al monumento a Finlay, lo que motivó que llegara al campamento un minuto después de la hora prevista. El centinela, ajeno al complot, dio el alto a aquella caravana de cinco automóviles a los que escoltaban otras tantas perseguidoras, pero el capitán García Tuñón, pistola en mano, descendió de uno de los vehículos y retiró la cadena que impedía el acceso. Sogo, presente ya en el lugar, indicó a Batista que en un camión blindado se trasladara a la jefatura del Regimiento 6, donde lo esperaban los demás oficiales de la «junta militar revolucionaria». Antes, el primer teniente Rodríguez Ávila, el hombre más audaz del golpe a juicio de muchos, había puesto los tanques en zafarrancho de combate.

Detenidos los jefes principales, Columbia quedó en manos de los golpistas sin que fuera necesario hacer un solo disparo. Tampoco hubo resistencia en La Cabaña, sede del Regimiento 7, de Artillería, ni en La Punta, donde radicaba el Estado Mayor de la Marina de Guerra. La jefatura de la Policía Nacional cayó mansita en manos del teniente Salas Cañizares que dispuso de inmediato la ocupación del Palacio de los Trabajadores y de las oficinas del Partido Socialista Popular, de la central telefónica, en la calle Águila, y de la planta eléctrica de Tallapiedra y las plantas auxiliares de Melones, así como de las estaciones de radio. En el interior, los jefes de regimientos, salvo el coronel Fernández Rey, de Pinar del Río, se mostraban contarios al golpe, pero a la larga ninguno se le opuso y acabaron por resignar el mando.

Cuando el coronel Vicente León, jefe de la Casa Militar de Palacio llamó a La Chata para informar a Prío de que Batista se había metido en Columbia, ya el presidente conocía la noticia y luego de comentarle sobre sus intentos por conjurar el golpe, le ordenó que, mientras él llegaba, hiciera fuego contra cualquier fuerza que intentara apoderarse de la mansión del Ejecutivo. Ya a esas alturas, actuando por su cuenta, León mantenía detenido al capitán Juan V. Mendive, dentista de la familia presidencial, que, al frente de un grupo de marineros, había intentado ocupar el edificio.

SOMOS LA LEY

A las 4:30 de la mañana, casi dos horas después de la entrada de Batista en Columbia, llegó Prío al Palacio Presidencial. Lo acompañaban su esposa, sus hermanos Paco y Antonio, y Rafael Izquierdo, uno de sus ayudantes. Allí, entre otros colaboradores civiles, estaban Segundo Curti y Félix Lancís, ministros de Gobernación y Educación, respectivamente, el jefe de la Marina de Guerra, oficiales de la guarnición y edecanes militares. Alguien le sugirió que se trasladara a alguna de las provincias donde la guarnición se mantuviera todavía leal y el Presidente se comunicó por teléfono con los jefes de algunos de los regimientos del interior. Habló con el coronel Eduardo Martín Elena, jefe del regimiento 4, de Matanzas. Le preguntó cuál era su posición respecto al golpe y el oficial respondió que permanecería en su puesto mientras pudiera cumplir con su obligación de defender la Constitución y las leyes de la República. Con anterioridad, en respuesta a un mensaje recibido de Columbia, el alto oficial había expresado que no acataría órdenes ilegales cualquiera que fuera su procedencia y que se concretaría a cumplir con las obligaciones que le imponía su juramento, palabras que sacaron de quicio a Batista, que ripostó: «¡Somos la ley. Cumpla órdenes o resigne el mando!»

Dice el historiador Newton Briones Montoto en su  libro General regreso que Martín Elena reunió a los oficiales principales de su Regimiento, como antes hizo con la tropa. Si encontraba ambiente, «formularía un plan para oponerse con las armas a la consolidación del golpe». Solo un oficial se manifestó dispuesto a secundarlo, aunque la mayoría de los reunidos no estaba a favor ni en contra del cuartelazo. «Por ello consideró que no valía la pena resistirlo», puntualiza Briones.

El coronel Cantillo, jefe de la Aviación, sumado a Batista cuando todos esperaban que hiciera justamente lo contrario, había asumido el cargo de ayudante general del ejército. Con él se comunicó el coronel Martín Elena para reiterar que estaba en desacuerdo con el golpe. Sostuvieron este diálogo.

Cantillo: Yo pensaba igual que tú, pero me han convencido de lo contrario.

Martín Elena: Lamento mucho que te hayan podido convencer…

Cantillo: Mira que Columbia y La Cabaña ya se han sumado y te vas a quedar solo.

Martín Elena: Nunca me consideraré solo mientras esté al lado de la razón y la justicia.

Cantillo: Allá tú.

Martín Elena: Allá ustedes y la historia.

Mucho se ha repetido que Prío salió del Palacio Presidencial con destino a Matanzas a fin de encabezar la resistencia y que ya en esa provincia se enteró de la destitución del Coronel. En el juicio que en mayo del 59 se siguió a los militares golpistas, Martín Elena declaró como testigo que no recordaba que en ningún momento el Presidente le hablara de la posibilidad de trasladarse a Matanzas. «No era para Matanzas para donde debía ir, sino para Columbia. Y si me necesitaba yo lo acompañaba. No se lo dije porque él no me lo preguntó», afirmó entonces.

EN LA VÍBORA

En el tercer piso de Palacio, Paco y Antonio Prío eran el pesimismo disfrazado de personas. Otros conminaban al mandatario a resistir. El jefe de una tropa de  cincuenta soldados llegada para defender al Presidente fue puesto bajo arresto cuando se comprobaron que sus intenciones eran las de hacer justamente lo contrario. Dos miembros de la escolta de Prío se batieron a tiros con los tripulantes de una perseguidora que arribó al edificio por la puerta de la calle Monserrate; encuentro que arrojó muertos de ambas partes. Álvaro Barba  llegó para ofrecer su solidaridad al gobierno en nombre de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Reclamó órdenes y armas. Pensaba erróneamente que ya el Ejecutivo había elaborado un plan para defenderse. Prío dispuso el envío a la Universidad de las armas solicitadas. Nunca llegaron. Había que sacarlas del cuartel de San Ambrosio y ya esa instalación estaba en manos de los golpistas.

Sobre las ocho de la mañana, Prío salió de Palacio en un auto marca Buick con chapa particular. Por decisión propia lo acompañaba una escolta reducida que se le separó a pocas cuadras de Palacio. El vehículo que trasportaba al todavía Presidente de la República siguió solo. Briones Montoto duda de que el mandatario se trasladara a Matanzas. Una información que apareció en esos días en el periódico El Crisol da cuenta de que, en compañía de su esposa, buscó refugio en la casa del ingeniero Jarro, en la Víbora, y que a  la una de la mañana del día siguiente, manejando su propio automóvil, los recogió allí el embajador de México a fin de conducirlos a la sede diplomática de ese país, en Línea y A. Prío saldría del país sin haber renunciado a la primera magistratura.

Expresa Briones Montoto: «Con la rendición del Palacio Presidencial y de los cuarteles militares y el asilo posterior de Prío, todo quedaba concluido. En la carrera imaginaria que se había iniciado entre Chibás y Aureliano… el vencedor era Fulgencio Batista». Dice además: «El acontecimiento que se acababa de producir era el resultado de la capacidad de análisis de Batista, no de su valor».

Recordemos que aludimos antes a un Batista arrinconado en el Estado Mayor mientras que el capitán García Tuñón daba las órdenes en los primeros momentos del golpe. Los papeles cambiaron al mediodía cuando numerosos civiles entraron en Columbia dando vivas al ex general. Los oficiales del golpe, incluso García Tuñón, terminaron arrinconados entonces. «A partir de ese momento, Batista es el que controla el golpe. Fue una maniobra muy bien realizada y con mucho sentido porque lo que había comenzado como un golpe de unos militares insatisfechos con un jefe civil, Batista lo convirtió en un golpe de Batista. Y a partir de ese momento empezó a decidirlo todo», escribe Briones. Designó al viejo Tabernilla como jefe del Estado Mayor y se la dejó en la uña a García Tuñón, verdadero artífice del cuartelazo, que tendría que conformarse con las estrellas de Coronel y con la jefatura de Columbia. Cierto es que meses después, ante el reclamo de sus parciales, lo ascendió a General, pero sus días en el Ejército estaban contados.

 

La Habana, enero-febrero de 2006

           

 

           

           

             

 

Dinero maldito (2)

Dinero maldito (2)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

 

Ya dentro del banco, los asaltantes apuntaron con sus armas a empleados y clientes y, con voz serena y sin violencia, los conminaron a que se colocaran contra la pared. Todos acataron la orden,  muertos de miedo, y el gesto de  obediencia dio seguridad a los ladrones que, dueños de la situación, buscaron en sus locales respectivos al gerente y al subgerente para que abrieran la caja de caudales. Carlos Santana, subinspector de la Policía Secreta, que conversaba con el primero de esos  ejecutivos, fue desarmado en un decir amén.

            -Queremos ser amables. No deseamos lastimar a nadie. Sean prudentes y no intenten pedir auxilio. Será fatal para el que lo haga… -advirtió el que parecía ser el jefe del grupo.

            La cosa fue rápida. Demasiado fácil. En cuestión de minutos se extrajo el dinero de la bóveda y se tomó el que estaba en las ventanillas de los cajeros. Las operaciones diarias de la sucursal del Royal Bank of Canada, sita en el Paseo del Prado entre Ánimas y Virtudes, oscilaban entre los 100 000 y los 150 000 pesos, pero allí había mucho más de lo que esperaban los asaltantes,  que vieron como se desbordaron  las bolsas que llevaron para transportar el dinero, lo que los obligó a  recurrir a los tapacetes de las máquinas de escribir.

            Sin perder la calma, Guarina, con su uniforme de policía sucio y descolorido, ordenó entonces a los amedrentados rehenes:

            -Ahora, vuélvanse y caminen por el pasillo de la izquierda  hacia el baño. ¡Puede darse por muerto el que asome la cabeza antes de media hora!

            La orden también fue obedecida, sin chistar, e instantes después, cuando  todos quedaron  encerrados  en el reducido recinto, los asaltantes ganaron la calle. Como si no hubiese pasado nada caminaron tranquilamente, con el botín a cuestas, por  Prado hasta Ánimas, donde el Chino Prendes había aparcado el Chevrolet.

LA CODICIA

 Lejos del lugar del hecho y sintiéndose seguros, hicieron los primeros comentarios. Era mucho dinero, ciertamente, y cada uno quiso coger lo que estimaba que le pertenecía. Pero a bordo del vehículo resultaba imposible hacer el reparto. Aun así, algo cogió cada uno, con la codicia reventándole por los ojos. El acuerdo establecido con anterioridad era el de llevar lo robado a la casa de Jorge Nayor, El Sirio, en el reparto Santa Amalia, desde donde  a cada uno se le haría llegar su parte. Pero… Algo estaba claro para todos: no debían permanecer  con el dinero cerca, sino guardarlo en casas amigas por un tiempo. En Ayestarán y Maloja descendieron del vehículo El Sirio y Avelino López,  El Panadero, y Guarina y Tata el Flaco lo hicieron en Infanta y Llinás, mientras que Prendes enrrumbó por la Calzada de Diez Octubre hasta la panadería  La Bien Aparecida, donde entregó un  bolso repleto  a Luis, hermano de El Panadero, para que se lo guardara.

Guarina, para poner a buen recaudo su parte, se dirigió a la fábrica de helados de donde le venía su apodo y sorprendió a todos con el uniforme que todavía vestía.  Allí  contó a su padre y a su hermano detalles del asalto. Confiaba en que el primero lo ayudaría a esconder el dinero, y  se dirigieron al reparto La Asunción donde, en la calle Jardines, 63,  pidieron ayuda al bolitero Pedro Ruiz, Güito. Guarina le entregó casi 21 000 pesos en un cartucho. Tenía todavía en su poder otros  90 000, que daría a guardar a otro amigo, Alfonso Albite. Ante las preguntas de este, Guarina terminó confesándole la procedencia del dinero. Güito no permaneció con lo que le dejaron. En una caja de metal cerrada con llave lo llevó a la casa de Isauro Castro, en la calle Buenos Aires, 510,  mientras que Albite enterraba lo suyo en el patio.

También a La Bien Aparecida, en Diez  de Octubre, 514, llegaron El Panadero y Rolando Martínez Torres, Tata el Flaco, para guardar la  parte del dinero que llevaban. Se lo confiaron al   cobrador del establecimiento, no sin advertirle que lo recompensarían por su gesto. Lo escondieron en dos sacos de harina y una cartera grande y lo recogerían al día siguiente.

Mientras tanto, Jorge Nayor, El Sirio, había llegado a su casa. Al salir del vehículo que lo llevó, dejó caer el maletín en la acera, como si no contuviera nada de valor, y lo recogió luego despreocupadamente. Procedió así para despistar a las dos viejas de al lado que, apostadas en el portal o tras las persianas,  permanecían siempre al acecho de cuanto acontecía en su domicilio. Respiró aliviado una vez dentro. Tenía alrededor de 100 000 pesos en el bolso. De ellos, más de 79 000 fueron a parar a Milagros, 68, en Lawton,  la morada de unos tíos de su esposa, que los acomodaron en una caja de cartón. El resto, 15 billetes de a mil, los enterró en el jardín de sus suegros. De esos 100 000 pesos debía mandar una parte a El Chino. Mondolo, un negro de 20 años que residía en su casa, se negó a hacerlo porque consideró poco lo que le ofrecían a cambio de tanto riesgo, y Nain Nachir, un sujeto de origen libanés y vecino del barrio de Arroyo Apolo,  asumió el encargo.

El Chino Prendes entregó el dinero a su madre, para que se lo guardara. Guarina no pudo recuperar todo lo que le dio a guardar a Güito. Cuando acudió a recoger el cartucho con los 21 000 pesos que le había dejado, se percató de que faltaba plata. Se lo echó en cara, pero prefirió dejar las cosas así. No le convenía ese lío de última hora. Al Panadero también le dieron la mala. Pasó por La Bien Aparecida a recoger lo suyo y  ya Rodríguez Somoza había entregado a Tata el Flaco la totalidad del dinero.

LA HUELLA

Los rehenes no permanecieron en el baño del banco los treinta minutos que exigieron sus plagiarios. Violentaron  la puerta en cuanto se convencieron de que debían haberse marchado. Llamaron a la policía y llegaron ocho carros patrulleros. Se ordenó la detención de las personas que se encontraban sentadas en el Paseo del Prado. Se estimaba que podían haber visto a los asaltantes, pero ninguno vio nada. Tampoco podían identificarlos los que estaban en el interior de la sucursal bancaria.  De momento, Esteban Juncadella Texidor, el gerente, no pudo responder acerca del monto de la cifra sustraída. Doscientos  mil pesos, quizás, y puntualizó que el dinero se encontraba asegurado. El   arqueo arrojó, sin embargo, una cantidad mucho mayor: 365 000 pesos, de la bóveda, y 197 148 de las ventanillas, lo que hacía un total de 562 148 pesos. Los empleados del banco fueron víctimas de los tanteos policiacos preliminares, y a partir de ahí vigilados y acosados de continuo.  La magnitud de lo robado  en una entidad que  habitualmente operaba con mucho menos, hizo sospechar  que  un cómplice o “santero”  dentro del banco   alertó a los ladrones. Prosiguieron  las detenciones y una vigilancia especial se montó en  aeropuertos, puertos, estaciones ferroviarias y terminales de ómnibus. Las autoridades coordinaron  esfuerzos. Para esclarecer el hecho trabajarían de conjunto  el Buró de Investigaciones, la Sección Radio Represiva,  la Policía Judicial y la Policía Secreta, todos bajo el mando directo del general  Hernández Nardo, jefe de la Policía Nacional. También el Ejército se ponía en función de las pesquisas.

            Apunta el historiador Newton Briones Montoto en su libro inédito Dinero maldito que el hecho de que uno de los asaltantes vistiera uniforme policial hizo que se desbordara la imaginación de los investigadores. A ello se añadían la sincronización, la cautela, la serenidad y el silencio con los que se acometió el asalto. Eso y   la circunstancia  de que hubiese en el banco más dinero del acostumbrado llevaron  a la policía a pensar en la existencia de un autor intelectual. Y ese papel  solo podían asumirlo  hombres con relaciones e influencias, que  tenían información y eran capaces de trazar una estrategia. Esa conclusión llevó a las autoridades a otra: el dinero robado podría estar destinado a una revolución que barriera de la faz del continente a Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, y a otros dictadores. ¿Persistían los revolucionarios cubanos en liquidar el régimen oprobioso de Trujillo? ¿Reeditarían otra expedición como la de cayo Confites?  Por ahí, ciertamente, no andaba la cosa.

            Mientras tanto, Enrique Sierra y Antonio Rojas, dos modestos agentes de la Policía Secreta, se movían en otra dirección. Venían siguiendo los pasos de Guarina y El Panadero desde su fuga del cuartel de bomberos de Guanabacoa y algo les decía que podían estar implicados en lo del banco. Mostraron las fotos de ambos a su jefe inmediato  Raymundo Aragón, titular  del Buró de Robos,  pero este los desalentó. Se mantuvo en la tesis de que los asaltantes debían buscarse entre el elemento antitrujillista. Sin embargo, el subinspector Santana, que también vio los retratos, creyó reconocer  al que el día del robo  iba vestido de policía. Pero nadie le hizo caso.  

            Transcurrieron cuatro días desde el robo del Royal Bank of Canada. Los sospechosos, por falta de pruebas, tenían que ser puestos en libertad. Volvía a la calle, entre otros, el estudiante de Derecho Enrique Collazo, que había sido torturado y amenazado de muerte por agentes del Buró de Investigaciones para que confesara su culpabilidad. A esa hora las investigaciones dactiloscópicas llevadas a cabo por técnicos del Gabinete Nacional de Identificación daban sus frutos después de larguísimas horas de búsqueda y cotejo. La  huella dactilar captada en el picaporte de la puerta del baño  pertenecía a Enrique Dobarganes Jorrín, más conocido por Guarina.

            A esa hora ya no se encontraba en La Habana. Pero su madre, engañada por un ardid policíaco, reveló su paradero.

                                                                                                (Continuará)

(Con documentación del historiador Newton Briones Montoto, que puso a disposición de este periodista su libro inédito Dinero maldito)

           

           

             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                  

  

             

           

Dinero maldito (I)

Dinero maldito (I)

Ciro Bianchi Ross

Caricatura de Laz

Nadie sabe ya de quién fue la idea. En las conversaciones interminables que sostenían en el Castillo del Príncipe  para que el tiempo sin fin de la cárcel pareciese más corto, surgió la idea de asaltar un banco. Pero para ello debían recobrar antes su libertad.

            De aquellos cinco reclusos, el que saldría primero sería Rolando Martínez Torres (25 años) conocido por Tata el Flaco. Estaba a punto de extinguir la sanción de  cuatro años y veinte días que  le impusiera, por robo imperfecto, la Sala Cuarta de lo Criminal en la Causa 825 de 1944 del juzgado de instrucción de Marianao. También podría salir en cualquier momento Jesús Rivero Prendes, alias El Chino, (24 años) a disposición, por falsificación  de documento, de la Sala Segunda en la Causa 648 de 1947: aguardaba por el dinero prometido para prestar la fianza que le impusieron. Los casos de Enrique Dobarganes Jorrín (Guarina) Avelino López Rodríguez (El Panadero) y un hermano de este, Evelio, eran más complicados. Guarina y El Panadero esperaban el juicio que se les celebraría por el asalto a la fábrica de cigarros Partagás, en Dragones y Barcelona,  de donde solo pudieron sustraer 200 pesos. Si Tata el Flaco y El Chino Prendes podían aguantar hasta una  excarcelación que era más o menos segura e inmediata,  en aquel verano caliente de 1948  la fuga se convirtió en una obsesión  para Guarina, El Panadero y su hermano.

Evadirse del Castillo del Príncipe era casi imposible si no se contaba con ayuda exterior y cómplices en el interior del penal. Ni lo uno ni lo otro tenían  Guarina y sus dos compañeros. Comprendieron que para ejecutar su plan debían que recurrir a  alguien de la calle  que, fingiéndose perjudicado,  los acusara de estafa. La falsa acusación progresó en el juzgado correccional de Guanabacoa, que atendía los juicios de los presos de la Cárcel de La Habana, pero por un imprevisto la vista debía tener lugar en el cuartel de bomberos de esa localidad. Allí, el viernes 25 de julio, fueron internados los estafadores apócrifos, y el domingo 27 recibieron la visita familiar, ocasión que alguno de los visitantes aprovechó para esconder un revólver en el tanque de agua del inodoro. En la madrugada del lunes, Guarina pidió al custodio que lo condujera al servicio sanitario. Ya allí sacó el arma de su escondite y redujo con ella al guardia y al jefe de los bomberos que acudió en su auxilio, internándolos en el calabozo. Entonces, junto con Avelino El Panadero y Evelio, caminó hasta una esquina donde los esperaba un automóvil.

El 8 de junio Tata el Flaco cumplió su condena.  Y desde el día 20 de julio, El Chino Prendes gozaba de libertad bajo fianza. El quinteto que de manera coyuntural se estructuró en el Príncipe, volvió a armarse en la calle. El grupo  persistía en su propósito de asaltar un banco y terminó decidiéndose por el que escogieron  de antemano, The Royal Bank of Canada, en el Paseo del Prado entre Ánimas y Virtudes.

Un solo revólver, el de Guarina, sería insuficiente para tamaña empresa. Una pata más se añadió a la mesa cuando uno de los cinco propuso incorporar  a Jorge Nayor Nasser, El Sirio. Poseía una pistola y era valiente: había participado en acciones de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) que comandaba Emilio Tro, muerto en septiembre de 1947  durante los sucesos del reparto Orfila.

LA CAPA NEGRA

Eso era una carta de crédito para el grupo comprometido en el asalto del banco. En realidad, El Sirio estaba en la fúacata y necesitaba dinero. Había perdido sus posibilidades de sustento cuando Cuba dejó de ser un centro mundial de la talla de diamantes. La II Guerra Mundial había desplazado  esa actividad, en manos de judíos,  desde Ámsterdam y Amberes hacia La Habana. Pero el fin de la contienda  la devolvía a sus sitios tradicionales con lo que quedaban sin empleo unos cuatro mil cubanos que hasta entonces trabajaron en los talleres que aquí se establecieron. Alberto, el hermano de Jorge, encontró empleo como tallador en Nueva York, pero El Sirio no tuvo esa suerte: lo devolvieron desde EE UU. Era alto, de ojos azules, buen tipo, y algunas publicitarias lo contrataban para anunciar cigarrillos y cervezas. Su foto aparecía en revistas importantes, pero sus honorarios no eran suficientes para mantenerse como consideraba que debía vivir.

A la Acción Revolucionaria Guiteras, otro de los grupos del “gatillo alegre”, perteneció El Chino Prendes. Y estuvo involucrado, con el periodista Ernesto de la Fe, organizador de la ATOM (Acción y Trabajo por un Mundo Mejor) en un movimiento que pretendía derrocar al gobierno de Grau San Martín y en el que se implicaban militares de baja graduación. Adquirieron  los complotados algunas armas para su proyecto, pero fueron descubiertos y apresados muchos de ellos y aquel episodio pasó a la historia como la  Conspiración de la Capa Negra porque en una prenda como esa llegaron envueltas las ametralladoras compradas en EE UU. Prendes, escondido en Artemisa, no fue detenido en esa ocasión. Era rebelde y valiente. Tenía una divisa: “No la saques sin motivo ni la guardes sin  razón”. Era su lema con la pistola.

            Su padre era dueño de un almacén y una bodega en La Lisa, pero El Chino debió buscar trabajo fuera de los negocios de la familia. Se empleó como camarero en la Cayuga Construction Co., y fue luego chofer de la base aérea de San Julián. Era los días de la II Guerra  y productos de primera necesidad faltaban en Cuba. Prendes se dedicó a suministrar por su cuenta gomas de automóviles, entonces muy escasas. No reparaba en límites para procurarlas. En una ocasión asaltó a un taxista, lo maniató y luego de robar las gomas del automóvil, prendió candela al vehículo. Lo juzgaron y al cumplir su condena estableció un puesto de fritas, que apenas le daba para vivir,  en la calle Reina. Cayó preso de nuevo por falsificación de documentos en  la Casa Quintana, donde había trabajado. Y fue durante esa estancia en prisión que conoció a Guarina.

            También por el robo de una goma fue Enrique Dobarganes a la cárcel por primera vez. Su padre era propietario del garaje sito en Concha y Luyanó y vivían sin preocupaciones.  Estudió en una escuela privada y llegó a cursar el primer año de Bachillerato. Pero al perderse el negocio, la familia conoció las mayores calamidades. Eran diez hermanos y Enrique tuvo que comenzar a trabajar en la fábrica de los helados Guarina, donde ya laboraba su progenitor, para contribuir al sustento de los suyos. Quería ayudar a su madre y además tener lo suficiente  para divertirse. Para conseguirlo no encontró otro camino que el robo. Sustrajo la goma de un camión y la vendió en 50 pesos, pero dejó su huella digital en el guardafangos del vehículo. Lo echaron del trabajo y debió cumplir seis meses de privación de libertad. Fue entonces que empezaron a llamarle Guarina.

A MERCED DE LOS LADRONES

El asalto a un banco era un  delito prácticamente desconocido  en Cuba. Habían transcurrido 24 años desde el último hecho de ese tipo, cuando el español Buenaventura Durruti y otros dos anarquistas que operaban bajo el nombre de Los Errantes,   robaron a punta de pistola y a plena luz del día, la sucursal del Banco del Comercio, en la calle Galiano.

 Eran los días de la dictadura del general Primo de Rivera, en España, y las cárceles estaban llenas de anarquistas. Durruti, Francisco Ascaso y  Juan García Oliver –Los Tres Mosqueteros y cabezas del anarquismo español- crearon la organización Solidarios para enfrentar el terror policial. Operaron en España hasta que decidieron cometer una ola de atracos en América con vistas a nutrir los fondos de la central sindical en la que militaban. Ya en la Isla, hicieron una zafra azucarera en Las Villas.  Hubo una huelga y los mayorales apalearon a los trabajadores. A la mañana siguiente  el propietario de la colonia cañera apareció con la cabeza reventada por un balazo. Un papel que le colocaron sobre el pecho identificaba a los autores: Los Errantes, nombre que Solidarios había adoptado en Cuba.

 En una bolsa de tela parecida a la funda de una almohada se llevaron  Durruti y sus amigos los 30 000 pesos del Banco del Comercio. Dinero que llegó intacto a España, donde, años después, Durruti encontró la muerte cuando peleaba en defensa de la Republica.

Del asalto a una fábrica de tabacos al robo de un banco, media una distancia descomunal. . Por no hablar de la diferencia que existe entre un hecho de esa envergadura y el robo de un neumático. Era un salto enorme para el que Guarina y sus compañeros  no estaban convenientemente preparados. Pero igual decidieron acometerlo.

El día 11 de agosto de 1948, El Chino Prendes, en el automóvil de alquiler que utilizaba y con el que hacía piquera en Galiano y San Rafael, buscó  a sus cómplices en diferentes lugares. Muy cerca de allí, en San José, recogió a Tata el Flaco y al Sirio, y en Virtudes y Amistad, al Panadero y a Guarina, vestido con un uniforme de policía, sucio y descolorido.  Continuó por Zulueta, dobló por  Ánimas hasta Prado y estacionó. Todos bajaron del vehículo para situarse en un ángulo cercano a la puerta del edificio,  y Rosalía Alonso Gambino –más conocida por María Enrique-  la novia de Prendes, quedó en el automóvil para avisar con el claxon de algún peligro imprevisto.

Eran cerca de las tres de la tarde. A las 3:03 minutos solo quedaban en el banco ocho o nueve clientes, entre ellos, una mujer, y Carlos Santana, subinspector de la Policía Secreta que recababa del administrador datos sobre un talonario de cheques que las autoridades ocuparon al delincuente Arturo García del Pidal, alias el Marqués de Pidal.

Todo era cuestión de esperar. A las 3:09 un anciano, cliente habitual del establecimiento, terminó su gestión en la caja y se dispuso a salir. El portero, Albino Folledo, lo acompañó para franquearle la puerta. Era el momento que esperaban los asaltantes. Guarina encañonó a Folledo con el revólver y le advirtió que si daba la alarma no tendría otro remedio que matarlo. El portero obedeció y la sucursal de The Royal Bank of Canada quedó a merced de los ladrones.

(Con documentación del historiador Newton Briones Montoto que facilitó a este periodista si libro inédito Dinero maldito)

 

           

           

Retrato de Korda

Retrato de Korda

Ciro Bianchi Ross

 

La crítica la considera una de las cien mejores piezas de toda la historia de la fotografía; se le ubica asimismo entre los diez mejores retratos, junto al de Sarah Bernhardt, de Nadar, el de Lincoln, de Brady, el de la Garbo, de Steichen, el de Marilyn Monroe, de Halsman, el de Kennedy, de Cornel Capa… ¿Es una escultura o un icono? Es el retrato de un hombre y también de un pensamiento y de una actitud. Emana de él algo místico y además una sensación de coraje y austeridad; toda una historia que cristaliza en una foto. Es la imagen de Ernesto Che Guevara, el Guerrillero Heroico, y su autor, Alberto Díaz -Korda- treinta años después de haberla captado, podría repetir la frase del gran fotógrafo norteamericano Ansel Adams: “A veces pienso que llegué a ese lugar cuando Dios necesitaba que alguien apretara el disparador”.

Decir, sin embargo, que la foto en cuestión es fruto de la casualidad, no sería del todo cierto. Era el 5 de marzo de 1960 y Korda “cubría”, como foto reportero del periódico Revolución, la despedida de duelo de las víctimas del sabatoje, perpetrado por la CIA, al barco francés La Coubre – dinamitado, explotó en el puerto habanero-, y metido entre la muchedumbre paneaba con su cámara, de izquierda a derecha, por el entarimado donde se emplazó la tribuna. Hablaba Fidel Castro y se hallaban junto a él los más importantes dirigentes del momento, así como los escritores Simomne de Beauvoir y Jean Paul Sastre, que acopiaba entonces los materiales para el sensacional reportaje sobre Cuba que con el título de “Huracán sobre el azúcar” publicaría luego en France Soir.

-Y de pronto el Che, que hasta ese momento se había mantenido detrás, avanza hacia un espacio libre de la primera fila de manera casi coincidente con el paso de mi cámara. Me impactó su imagen al encuadrarla: estaba tocado con una boina negra que lucía su estrella de comandante y llevaba un abrigo de cuero cerrado hasta el cuello. El viento le batía la melena y miraba al infinito… alcancé a hacer unos tres disparos seguidos; un minuto, minuto y medio después, volvía a perderse en el fondo de la tarima.

Cuando concluyo el acto, Korda corrió al laboratorio, reveló los negativos e imprimió las fotos que aparecerían en la edición del periódico de la mañana siguiente, pero la del Che no fue publicada. Sabía, sin embargo, que había logrado captar íntegramente una personalidad e hizo para sí una copia que colgó en su estudio. Un día de 1967 recibió la visita del editor italiano Gian Giacomo Feltrinelli; venía de Bolivia, donde había intercedido por la libertad del escritor francés Regis Debrais, y, de paso por La Habana, se dedicaba a buscar una foto del Che que le satisficiera. Haydée Santamaría, presidenta de la Casa de las Américas, le había sugerido que viese a Korda.

-Le gustó mi retrato y pidió que le hiciera dos copias en 30 x 40 cm. y papel de brillo. Se las regalé… un mes después del anuncio oficial de la muerte del Che en Bolivia, Feltrinelli presentó en Milán mi foto en un afiche de un metro por 70 cm. y los estudiantes se echaron a la calle con ella al grito de “Che vive”, oponiéndola a la imagen del guerrillero muerto distribuida por la CIA. Después se ha reproducido en numerosos libros, periódicos y revistas y también en cuanta superficie es capaz de admitir una foto: banderas, pañuelos, camisetas… Se supone que el editor milanés, en menos de tres meses, vendió un millón de ejemplares del afiche, a cinco dólares cada uno. Yo no he cobrado nunca un centavo por esa foto.

 

DETRÄS DE ESA FOTO

 

Alberto Korda tomó esa foto con su vieja cámara Leica, provista de un 90 milímetros, un semitelefoto de potencia regular, rayado por el uso en la superficie. Se hallaba a unos siete metros -¿o eran diez?-  de distancia del comandante guerrillero, y, precisa, sí, que era una tarde opaca, invernal.

Eso explica, dice ahora, treinta años después, que la imagen no sea súper nítida, que parezca envuelta en una aureola, que algunos crean ver como una nube en el ambiente: la cabeza solitaria del Che se difumina en una luz pareja y suave.

No hubo ninguna elaboración intelectual en eso. La luz solar, escasa, y el desgaste del lente imprimieron al retrato la atmósfera. ¿Y la composición?, “Bueno, ya eso es otra cosa. Es enteramente mía”, afirma. “Si yo le hubiera dado un poco más de negro en el hombro a la imagen, la foto se me hubiera caído”. Llevé el negativo a la ampliadora, enderecé la figura y le di aire alrededor.

Creo que el público exige esos detalles del encuadre. Por eso, al verla, encuentra una belleza y una armonía que no sabe de dónde salió, pero que es responsabilidad del artista, y eso es lo que hace que una foto pueda ser única.

Entonces la composición de una foto, ¿está en el ojo o en la ampliadora?

-Yo creo que está en la mente del fotógrafo y la mayor parte de las veces está en la ampliadora. Ahí tiene la foto  que simboliza la entrada de Fidel y Camilo en La Habana, 8 de enero de 1959. La tomó Luis Peilce, mi socio en los Estudios Korda, frente al Palacio Presidencial, y al verla en pruebas de contacto no le dio la mayor importancia. La hizo en formato 120, a diez o quince metros de distancia del objetivo, y se veía mucho público alrededor de los líderes revolucionarios y, a su izquierda, el cañón de un M-3. Luis la dejó a un lado, no le interesó, pero yo me puse a mirarla con una lupa y vi lo que él no vio. Ese mismo día 8, Fidel interrumpía varias veces su discurso en la Ciudad Militar de Columbia para preguntar a su compañero: “¿Voy bien, Camilo?” y yo me dije mientras la miraba:”Coño, en esta foto está esa frase”, y metí el negativo en la ampliadora, lo proyecté contra el piso y busqué la composición con la que se conoce ahora.

Alberto Korda recibe al periodista en su casa de La Habana. Está en vísperas de un viaje a Italia, donde expuso con gran éxito hace dos años una muestra antológica de su quehacer fotográfico, y donde la crítico Giuliana Sciné publicara un libro sobre su obra, Momento della storia. También editado en ese país europeo, el libro Immagini Famose lo incluye entre los artistas del lente más renombrados. En La Habana apareció hace poco tiempo otro libro que recoge una selección del trabajo profesional de Korda, Cuba, la fotografía de los años 60, con prólogo de Roberto Fernández Retamar. Son las siete de la noche. ¿Ron o aguardiente?, invita el fotógrafo. Ron, por supuesto, y prosigue el diálogo.

Se habla de la fotografía como del arte de la oportunidad y del fotógrafo que logra captar un momento irrepetible como del hombre adecuado en el lugar adecuado… Así, la foto de Roberto Capa que capta al miliciano español en el mismo momento en que era alcanzado por un proyectil. Se habla también de la única foto de Capa que se salvara de las muchas que tomó durante el desembarco de Normandía, donde fue el único fotógrafo, y de aquella otra de Cartier-Bresson con el chino que va al mercado y lleva en la parrilla de su bicicleta un montón de dinero que apenas la alcanzará para las compras del día, y se dice que una sola foto vale por todas. Pero también que esa sola fotografía no hubiese sido posible de no existir todas las anteriores. ¿Qué piensa Korda acerca de eso?

 

LA GOLONDRINA HACE EL VERANO

 

-Si pudiésemos revisar los archivos de Capa o de Cartier-Bresson, nos encontraríamos mil fotos excelentes, de una calidad sin grietas, pero siempre hay una que define toda la obra. En Capa, es ésa del miliciano; en Nadar, es el retrato de Sarah Bernhardt… Hay parte de casualidad en una buena fotografía. Quizás mi retrato del “Che guerrillero” sea también casual, pero no debe perderse de vista que yo estaba “dentro” de aquel acto de despedida de duelo de las víctimas de La Coubre, y estaba, como se dice en Cuba, “en la viva”, tanto que ninguno de los fotógrafos que estaba allí pudo hacerle una foto a Guevara.

Pero Korda no considera que ésa, que es la más vista de todas las que ha hecho –se dice que es la foto que más se ha reproducido en el mundo- sea la mejor de sus fotografías.  “Yo las tengo mejores”, asevera, y cita algunas de las que le hiciera a Norka, una modelo que fuera su esposa, antes del triunfo de la Revolución, otra que se conoce como la de “La niña con la muñeca de palo”, que es sencillamente patética, y muchas de las que le tomara al presidente Fidel Castro entre l959 y l969. ¿La foto de “Fidel guerrero”, aquella que en un gran afiche en el que se colocó la leyenda de “Comandante en Jefe, ordene” inundó la Isla en los días de la Crisis de los Cohetes, en octubre de 1962?

-No, esa no. Nunca me gustó esa foto, Fidel luce muy rígido; me hubiera gustado que se mostrara más relajado. Forma parte de un reportaje que con el título de “Fidel vuelve a la Sierra” hice para el periódico Revolución. La dirección del periódico Hoy se enteró de aquel recorrido del Comandante en Jefe y protestó porque no se había invitado a ninguno de sus reporteros o fotógrafos a integrar la comitiva. Nosotros le mandamos entonces las fotos que nos parecían de menos impacto y Hoy publicó esa que usted menciona a toda página, en primera plana. Después la Unión de Jóvenes Comunistas la utilizó en el afiche.

            El arte es una profesión en la que el creador no siempre elige ni decide qué de su obra impresionará o quedará para la posterioridad. El público manda. ¿Por qué resulta tan atractiva la foto del “Che guerrillero”? Korda apura su vaso y se encoge de hombros. No lo sabe bien porque comprende perfectamente que es una foto-mensaje en la que uno puede ver reflejado todo aquello que imagina o conoce acerca de Ernesto Guevara para afirmar al final:”Este es el Che”. Belleza y juventud, audacia y generosidad, una decidida actitud de lucha que se impone al profundo dolor del mundo en que se capta… valores estéticos y morales detenidos para siempre gracias a la magia de una fotografía que quedó impresa en la memoria popular y que se transformó en “el retrato del Che”.

Korda sospechó durante mucho tiempo que el Guerrillero Heroico no llegó a ver esa foto. Pero es muy probable que sí,  ya que se publicó al fin en Revolución estando él todavía en Cuba. No se sabe qué habrá pensado acerca de ella. Difícil resulta imaginar que no le haya impresionado: Guevara era un amante de la fotografía. En México se ganó la vida como fotógrafo, y el periodista argentino Jorge Ricardo Masetti, cuando lo entrevistó en la Sierra Maestra, en plena lucha contra la tiranía batistiana, anotó que el Che llegó a su encuentro montado en un mulo, con las piernas colgando y la espalda encorvada que se prolongaba en los cañones de una Veretta y de un fusil con mira telescópica, como dos palos que sostuvieran el armazón de un cuerpo aparentemente grande. De la cintura le colgaba una canana de cuero colmada de cargadores y una pistola; de los bolsillos de la camisa asomaban dos magazines y del mentón anguloso unos pelos que querían ser barba. Llevaba al cuello, dijo Masetti, una cámara fotográfica.

El Che está eternamente vivo en la foto de Korda. Esa foto ha sido y es bandera de lucha. Ha encabezado numerosas manifestaciones estudiantiles. Hay gente que ha realizado acciones revolucionarias vistiendo camisetas que la llevan impresa. Inspira la obra de muchos artistas.

-A mí me conmovió de manera particular en dos ocasiones. Una vez, en 1967, cuando la reproducción gigantesca del retrato presidió en la Plaza de la Revolución la velada por la muerte del Che, y otra, cuando vi en un noticiero a un grupo de estudiantes que era apaleado en alguna capital latinoamericana y que llevaba esa foto.

 

ESTA ES SU ESTÉTICA

 

¿Y la foto de “El Quijote de la farola”? Korda hace tintinear el hielo en el vaso vacío. Responde con modesta inmodestia, como apenado por lo que va a decir: “¡Ah! Esa es un clásico”. La tomó en la Plaza de la Revolución, el 26 de julio de 1959, cuando un nutrido grupo de campesinos, provenientes de toda la Isla, vino a La Habana a fin de celebrar el sexto aniversario del ataque al cuartel Moncada. La tribuna se emplazó en la azotea de la Biblioteca Nacional, “Y vi de pronto a aquel campesino que trepaba por la base de la farola como si fuese un gato; llegó arriba, se instaló, encendió un cigarrillo y disfrutó del acto como si estuviese en un palco. Me impresionó y tomé esa foto”.

Así de simple es la estética de Alberto Korda. Aprieta el obturador de su cámara cuando algo lo impresiona visualmente. “La foto está en el ojo del fotógrafo, dice, y critica a aquellos colegas que saben mucho de química, mucho de óptica, mucho de teoría fotográfica, pero que nunca han sido capaces de atrapar una imagen que emocione. “Mi ojo busca lo que propicia esa emoción, en mis fotos hay un 90 por ciento de búsqueda y un 10 por ciento de casualidad. Cuando uno hace trabajo publicitario, hay que pensar antes que nada en crear una buena imagen”.  

Se pone de pie, da una vuelta por la pieza, busca en su archivo y muestra uno de sus anuncios publicitarios de los años 50.  En eso, y en las fotos de moda, Korda es un artista en todo el sentido del término, influido, claro, por Avedon, para quien la modelo deja de ser un mero maniquí y se convierte en un ser humano que vive la historia que crea el fotógrafo. A la foto publicitaria –Korka se dedica todavía a ella, y a la de moda; de eso subsiste- el cubano aporta un sentido personal de la iluminación e impone, desde décadas atrás, un modelo que responde a un tipo más universal. Eso quiere decir que desechó a esa mujer voluminosa, cargada de carnes, que gusta tanto a los cubanos, para dar paso a otra más en la línea estética y plástica universal ya que para él la foto publicitaria no era estampa.

Ya no usa su vieja Leica. Ahora, para fotos en 35 milímetros, emplea una Nikon o una Canon, y la Hasselblad si se trata de fotos en 120. Y utiliza todo tipo de lente, desde los de grandes ángulos hasta los telefotos. “Es muy importante saber escoger el lente que lleva una foto pues para cada una hay un lente apropiado; el asunto es tenerlos”. La película es la de 400 asas porque le permite siempre una reserva de sensibilidad de luz. “La luz de Cuba es muy contrastante; aun cuando se tire la foto a las doce meridiano, la película de 400 asas balancea mejor que ninguna de baja sensibilidad la diferencia entre luz y sombra”.

Ya no parece existir duda de que el futuro de la fotografía de periódico pertenece al color. A partir del camino abierto por USA Today la mayor parte de los diarios norteamericanos se equipan ahora con máquinas para la impresión en colores y las agencias de prensa modernizan su tecnología para trasmitir también fotos en color. Korda, sin embargo, no cree que asistamos a la agonía de la foto en blanco y negro. Muy por el contrario, es de la opinión de que el blanco y negro se reafirman en el  mundo para la fotografía de arte. Añade que los grandes artistas del lente rechazan el color por edulcorante, aunque hay obras en color de algunos grandes maestros, de fotógrafos que dominan el color como expresión plástica. A su juicio, ni la televisión ni el cine matan la fotografía: “hoy la fotografía tiene una fuerza mayor que hace veinte años”.

 

 

TRADICIÓN Y ACTUALIDAD

 

-Hay una gran tradición en la fotografía cubana: un año después de inventarse la fotografía hubo ya un fotógrafo con estudio propio en La Habana

Habló sobre Joaquín Blez, un fotógrafo cubano, ya fallecido, de las primeras décadas de este siglo, un retratista extraordinario “Hace poco rescatamos su archivo”, dice y adelgaza la voz como si lo que va decir no pudiera ser oído por nadie más: “Y descubrimos que casi todas las muchachas de la mejor sociedad habanera posaron desnudas para él”. De Newton Stapé, otro fotógrafo, de los 40-50, no quedó nada; no se conserva uno solo de sus negativos, pero es una figura digna de estudio por su concepción del reportaje. José Agraz, también muerto, es el Cartier-Bresson cubano, es el tipo del momento oportuno, del instante decisivo. Ernesto Fernández ha estado en todos los sucesos importantes de la historia de la Revolución, desde 1959: la limpia del Escambray, Playa Girón, la lucha contra bandidos y piratas, las micro brigadas, la guerra de Angola… Raúl Corrales, dice, “es el más grande de todos nosotros, es el autor de las mejores fotos que se han hecho en Cuba”.

-Y ahí tiene usted, limpiaba zapatos hasta el día en que agarró una cámara y dejó a todo el mundo con la boca abierta. No hay más que ver sus reportajes en la revista Carteles y lo que ha hecho después del triunfo de la Revolución. Y es que, amigo mío, un fotógrafo no se hace; un fotógrafo nace, aunque necesite de alguien que le enseñe aquello que por sí sólo no puede aprender.

Y aquí vienen las dificultades porque si usted me pregunta ahora sobre el futuro de la fotografía cubana, yo le tengo que responder, un porvenir sombrío, negro. No hay escuelas de fotografía en Cuba ni los profesionales podemos darnos el lujo de adiestrar a un principiante ya que apenas disponemos de materiales para trabajar nosotros. Perdemos demasiado tiempo para conseguir papel, películas, quimicales y cuando los obtenemos, no siempre podemos compartirlos.

Además, precisa, “nos hemos quedado sin una revista gráfica. Cuba Internacional fue una buena revista gráfica; ahora la calidad de su foto reporteros sigue siendo alta, pero el diseño de la publicación, su emplane, su concepción y una selección fotográfica que no siempre es la más adecuada, conspiran contra la fotografía que aparece en sus páginas. No le dé vuelta al asunto: en biotecnología, medicina, deportes… capitaneamos en América Latina, vamos a la vanguardia, pero en el arte gráfico somos el país más atrasado del continente”.

Alberto Korda – 62 años- fue un fotógrafo dominguero antes de serlo profesional. Un día adquirió una cámara fotográfica y salía a la calle a tomar fotos los domingos, mientras que el resto de la semana lo dedicaba a su empleo de agente comercial. Fue vendedor de laboratorios farmacéuticos y de las firmas Sabatés y Rémington hasta el día en que intentó venderle a un fotógrafo una sumadora para su estudio. Un poco para atraérselo, comentó con el individuo que él también hacía  fotografías. El hombre quiso verlas y Korda le mostró algunas al día siguiente y “el que me atrajo a mí, fue él pues me convenció de que me dedicara a la fotografía y al fin no le vendí la sumadora”, Más tarde se encontró con Luis Peilce y juntos fundaron los Estudios Korda de fotografía publicitaria. Desde eses momento, el nombre comercial de la casa pasó a ser el apellido verdadero y único de Alberto y Luis.

Su quehacer como foto reportero comenzó en 1959, “con la experiencia que yo  traía de mi trabajo como fotógrafo de modas y que es bien visible en mi labor en el periodismo, sobre todo en el concepto de la utilización de la luz”. Korda jamás ha utilizado el flash: trabaja siempre con la luz del ambiente. Una de sus mejores fotos (1959) muestra a Fidel Castro en el bohío que le sirviera de Comandancia General del Ejercito Rebelde, en la Sierra Maestra, leyendo un documento a las tres de la mañana a la luz de un quinqué. La figura apenas se distingue porque la única iluminación de la foto fue la que aportaba el farol. Korda sólo quería, y logró dar, el ambiente del lugar donde leía el presidente cubano.

 

FOTÓGRAFO DE FIDEL

 

Como foto reportero Korda perteneció a la redacción de Revolución hasta la desaparición de ese periódico,  en 1965. Después trabajó durante un tiempo en el diario Granma, y luego, a lo largo de doce años, se dedicó a la fotografía submarina. Hasta 1969 acompañó a Fidel en todos sus viajes dentro y fuera de Cuba. “Fui su fotógrafo preferido”, dice.

Quizás ningún otro fotógrafo cubano tenga mejores fotos del Comandante en Jefe que Alberto Korda. En ninguna de ellas el artista quiso atrapar la grandeza del dirigente, sino su humanidad, “y eso era relativamente fácil de conseguir pues no había más que seguirlo y fotografiarlo en sus actos cotidianos”. Korda muestra ahora otro grupo de fotos: Fidel lleva el coche de un niño; habla con una campesina para interesarse por la sombrilla que acaba de adquirir en una tienda del pueblo; duerme sobre un banco luego de un recorrido largo y fatigoso…

-Pienso que mis fotos de esos años conforman una historia de Fidel y la Revolución. Son unos doce mil negativos hasta 1969. ¿Qué pasa entonces? Surge los Estudios Revolucionarios, que es todo un gran aparato, y a mí no me interesa vincularme a ellos porque su objetivo no es el mismo que yo perseguía con mis fotos: se empeñan en ofrecer la imagen de un Fidel Castro que es sólo el líder, mientras que yo quise dar a un Fidel Castro que es también un hombre.

A diferencia de otros fotógrafos cubanos, Korda ha sido cuidadoso en extremo con su archivo. Los negativos de todas las fotografías de Fidel y de los momentos culminantes de la Revolución que tomaron él y Luis Peilce, su socio en los Estudios Korda, son propiedad del Estado cubano. Por voluntad propia, así lo acordaron los autores. Cuando en 1968, en medio de la llamada ofensiva revolucionaria – que terminó por erradicar los pocos negocios particulares que todavía quedaban en Cuba- los Estudios fueron intervenidos, Korda llamó por teléfono a Celia Sánchez, ayudante de Fidel desde los días de la Sierra Maestra. Le dijo: “Oye, corre para acá que aquí hay una mujer que hasta ahora fue peluquera y dice que la nombraron interventora de todo esto” Y Celia recogió los negativos en cuestión. “Aun así, perdí algunas cosas, como el negativo de la foto de “La niña con la muñeca de palo”. Lo que no recogió Celia, se lo llevó la Comisión de Orientación Revolucionaria, y allí acabaron con todo”.

Son más de las diez de la noche. Se terminaron los cigarrillos y la conversación ve decayendo. A Alberto Korda cada vez se le hace más difícil mantenerse sentado y de  continuos paseos desde la butaca al bar y del bar a la butaca. Es hora de cortar, pero antes, una última pregunta. ¿Proyectos? “Muchos. Primero un viaje largo por Italia, luego seguir contribuyendo al rescate de los archivos de algunos colegas ya muertos, y más fotos, por supuesto. Después veremos…” dice el fotógrafo del “Che guerrillero”

 

1991